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FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS  UNIVERSIDAD NACIONAL DE CUYO

Martha RODRÍGUEZ.
Un historiador piensa la historia en los 60. ¿Cómo superar la
vieja antinomia revisionismo-liberalismo?
Fernando Devoto y Nora pagano (Editores). La historiografía
académica y la historiografía militante en Argentina y Uruguay.
1º edición, Biblos, Buenos Aires, 2004, p. 25-38.

A mis alumnos [...] que en el día de mañana


al investigar la historia nacional, lo hagan sin
anteojeras, abriendo de par en par su espíritu y
la enseñen como una disciplina científica y no
como un cuento de hadas o un panfleto militante.

Roberto Etchepareborda

Introducción
¿Qué camino debía tomar el capitalismo argentino después de Perón? ¿Qué camino
debía tomarla sociedad argentina luego de 1955 para superar enfrentamientos y
antagonismos y lograr la integración plena de sus miembros? La necesidad de dar
respuesta a estas preguntas surgió como una cuestión insoslayable apenas se
instaló el gobierno provisional en septiembre de 1955. Se reanudó entonces lo
que Juan José Llach ha llamado el “gran debate” sobre el desarrollo nacional y la
evolución de la historia argentina, comenzado en los años 30 y clausurado, al
menos como discusión en la arena pública, desde 1946.(1)
Los planteos para responder a estas cuestiones durante la década y media
siguiente estuvieron signados por la diversidad de interpretaciones y
consecuentemente de posibles soluciones. Sin embargo, bajo esas diferencias es
posible encontrar algunos elementos comunes entre ese vasto conjunto. En
general, todos planteaban una conexión estrecha entre el pasado y el presente
para dar cuenta del sentido político y económico de la evolución nacional.
Asimismo, en la base de casi todas estas interpretaciones es posible reconocer
algunas ideas rápidamente vinculables con las tesis del desarrollo y el
desarrollismo; podría decirse que estas ideas se habían convertido en un clima de
época del mundo intelectual argentino (y latinoamericano).(2)

A partir de los últimos años de la década del 50,eldiscurso relativo al desarrollo


fue como un universo en expansión, y no sólo dentro del campo intelectual.
Después de 1955 y durante los quince años siguientes la problemática del
desarrollo, además de inspirar la obra de buena parte de los intelectuales, tuvo
más de una vez en funciones de gobierno a individuos enrolados en algunas de
sustendencias, y sus temas hallaron eco en los principales partidos políticos.

Como señalábamos antes, la invocación a la historia argentina para realizar el


diagnóstico y señalarlas causas y posibles soluciones de los males de la Argentina
ocupó un lugar importante en todas estas reflexiones. Sin embargo, esto no se vio
acompañado ni dentro del campo intelectual, ni desde la sociedad de una
valoración creciente de la historia como disciplina y de los historiadores como los
profesionales indicados para prestar ese servicio a la sociedad.

A diferencia de lo que había ocurrido tan sólo cinco décadas antes, cuando los
historiadores prestaron su concurso a la construcción de un pasado para la Nación
Argentina y pusieron sus esfuerzos al servicio de la creación de una conciencia
histórica colectiva montada en torno de una “historia oficial”, en los 60 no serán
los historiadores, en tanto corporación de profesionales, los que liderarán las
interpretaciones sobre el pasado nacional a las que se lanza el efervescente
mundo intelectual argentino. Ya no serán sus instituciones las productoras
excluyentes de estos discursos.

Con todo, esta afirmación puede ser matizada rápidamente con sólo nombrar a
historiadores como José Luis Romero, Tulio Halperín Donghi, Haydée Gorostegui
de Torres, por no citar a los más jóvenes como Darío Canton, Silvia Sigal y
Ezequiel Gallo, quienes en sus investigaciones intentaron dar cuenta del proceso
de desarrollo de la Argentina moderna (nótese en el último concepto la difusión
de este tópico motorizado por la teoría del desarrollo), usando el arsenal
conceptual y las herramientas de las teorías en ese momento en boga, aunque en
algunos casos esta utilización fuera bastante crítica.

Sin embargo, en la década que va desde mediados de los 50 a mediados de los 60,
este conjunto de historiadores todavía luchaba por encontrar su lugar bajo el sol.
Aun con el anclaje institucional que les brindaban en la Universidad de Buenos
Aires el Instituto de Historia Social y el Instituto de Sociología de la Facultad de
Filosofía y Letras, eran todavía un grupo reducido. Reducido sobre todo en el
interior de la corporación de historiadores, porque las instituciones y los
historiadores consagrados seguían con el modelo de historia erudita, “trabajando
sobre el recitativo de la coyuntura desde una óptica ético-política”,(3)
aproximación sin duda poco adecuada para dar respuesta a los nuevos
requerimientos de la sociedad.

A esto se debe añadir, para bosquejar con un poco más de nitidez la historiografía
del momento, la producción de los grupos revisionistas vinculados con el
nacionalismo y los esfuerzos iniciados por la izquierda en su amplio espectro
para buscar claves de interpretación del pasado argentino inmediato y de su
propio movimiento. Estas empresas tomaron habitualmente la forma de ensayos
históricos polémicos, ideológicamente orientados. La conocida antinomia
liberalismo/revisionismo (aunque cada uno de los conceptos pueda encerrar
acepciones diferentes según el interlocutor) fue sin duda el reflejo historiográfico
de esta batalla intelectual y fundamentalmente político-ideológica.

Marginales dentro de su ámbito profesional, los historiadores vinculados al


movimiento de renovación también lo eran dentro del gran movimiento de
modernización y transformación de las ciencias sociales iniciado en esos años,
liderado por las llamadas disciplinas sociales modernas y nuevas en nuestro
medio, como la sociología y la economía.(4)

Las nuevas ciencias sociales encontraron, en este inusitado resurgimiento del


interés por los análisis de la realidad y del pasado argentino, argumentos para
respaldar su institucionalización en ciernes. Los cimientos sobre los que van a
construir esta legitimidad y a partir de la cual esperan desautorizar a los
discursos construidos por otros sectores del campo intelectual y político son su
autoproclamada capacidad para interpretarla realidad social y económica
argentina (involucrando en ello también una lectura del pasado nacional) a partir
de una metodología científica, una base empírica para construir sus teorías y una
independencia de las posiciones políticas.

En general, los análisis historiográficos han hecho énfasis en este punto,


iluminando algunos de los eslabones de las transformaciones operadas en las
ciencias sociales en los 60, como el surgimiento y la expansión de las carreras de
licenciatura en Economía y Sociología, del Instituto de Sociología de la
Universidad de Buenos Aires, de la revista Desarrollo Económico, del Instituto Di
Tella, del Instituto de Desarrollo Económico y Social (IDES), etc. Estos espacios
fueron estudiados como ámbitos de formación y transmisión de las nuevas teorías,
métodos y problemas de las ciencias sociales y como generadores de las nuevas
interpretaciones sobre la realidad social y económica del país, marcadas por la
impronta del desarrollo

Esta eclosión del interés por aspectos de la historia argentina y por la forma como
su estudio y sus profesionales podían contribuir con la sociedad(5) también atrajo
a varios historiadores de difícil encasillamiento en los grupos e instituciones
mencionados. Pero sin duda, de modo más fragmentario, individual y menos
vinculado a una empresa colectiva, también intentaron presentar a la historia
como una disciplina indispensable para analizar el proceso histórico y las
perspectivas futuras de la Argentina, y procuraron tomar distancia tanto de las
imágenes construidas por la historia liberal como por la revisionista.

En este trabajo nos proponemos presentarlas reflexiones que sobre estos tópicos
elaboró Roberto Etchepareborda durante esa intelectualmente efervescente
década y media que va entre 1956 y 1973. Es durante este período cuando este
autor elabora y publica la mayor parte de sus artículos teóricos e historiográficos
y sus obras más reconocidas. Esos años son también los de mayor compromiso y
actividad política no sólo con un partido sino con un gobierno y con un proyecto
de país. A partir de los primeros años de la década del 70, su actividad pública se
concentra casi con exclusividad en el ámbito diplomático y en organismos
internacionales. Una primera aproximación parece indicar que su obra histórica
también sufre algunos desplazamientos.

¿Quién era nuestro personaje? Provenía de una familia radical, en la que la


política era una cuestión cotidiana. Nació en 1923 en Milán, donde su padre era
cónsul general, realizó allí sus primeros estudios y luego en Francia. Su carrera
universitaria la realiza en la Universidad de Buenos Aires, donde se recibe de
abogado en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, profesión que casi no
ejerció pues se dedicó en forma casi excluyente a las dos tareas que lo ocuparían
hasta su muerte: la política y la investigación y docencia en historia.

Fue diputado nacional constituyente, concejal y presidente del Concejo


Deliberante de la Ciudad de Buenos Aires entre 1958 y 1962, durante unos meses
de 1958 fue intendente de la Municipalidad de Buenos Aires. En el último año del
gobierno de Arturo Frondizi desempeñó varios cargos aunque por muy poco
tiempo. Fue ministro de Relaciones Exteriores y Culto y luego interventor federal
en la provincia de Buenos Aires en 1962. Alejado de estas funciones en ese mismo
año, es designado embajador en la India hasta 1964. A partir de allí y hasta su
muerte en la década del 80 ocupó cargos en organismos internacionales como la
Organización de Estados Americanos.

Esta labor política nunca fue un obstáculo para sus actividades académicas, como
lo demuestra la gran cantidad de cargos ejecutivos, docentes, directivos y
honorarios que desempeñó en instituciones relacionadas de una u otra manera
con la historia. Fue miembro de la Academia Nacional de la Historia, miembro
correspondiente de la Real Academia Nacional de la Historia de España, director
del Archivo General de la Nación en los períodos 1955-1957 y 1958-1961, y
miembro de la Comisión Nacional de Museos, Monumentos y Lugares Históricos
entre 1959 y 1965.

También se desempeñó dentro de la Universidad del Sur como director del


Departamento de Historia de la Facultad de Humanidades ente 1965 y 1966, como
profesor de Historia Americana y Argentina y de Historia Contemporánea entre
1967 y 1969, y como director decano del Departamento de Humanidades. Fue
profesor invitado en varias universidades nacionales y en el Centro de Altos
Estudios de la Escuela Superior de Guerra.

Como veremos, estos desempeños políticos, institucionales y académicos


permiten contextualizar buena parte de su propuesta historiográfica, aunque
ninguno por sí mismo alcanza para definir su obra en forma completa. La mayor
riqueza reside en reconstruir su práctica historiográfica en el cruce entre estas
adscripciones y su singularidad.

Radical y frondicista, colaborador cercano de Frondizi en su gestión de gobierno,


su actividad intelectual no llevaría a Etchepareborda por los laberintos de los
problemas del desarrollo nacional y del crecimiento económico, tan caros a los
“desarrollistas”, sus colegas en el gabinete de Frondizi. Sin embargo, como
veremos, comparte con ellos una serie de valores y elementos comunes respecto
del presente y del pasado nacional.

Abogado de profesión, activo miembro de número de la Academia Nacional de la


Historia, sus reflexiones tampoco lo sitúan en las coordenadas interpretativas del
pasado nacional que en general se le atribuyen a esta institución, en particular la
consolidación y el mantenimiento de una historiografía de cuño liberal, erudita,
ético-política, narrativa y organizada en torno de héroes-hacedores de la historia
nacional; aunque es necesario adelantar aquí que su producción es esencialmente
de historia política y no entra en clara contradicción con estas versiones y la
tarea de esa institución. Sus miembros y en general la Nueva Escuela Histórica
son recuperados con signo positivo por este autor.

La historia y el oficio del historiador


Etchepareborda no nos ha legado una gran cantidad de escritos teóricos e
historiográficos; más bien podría decirse que dentro de su dilatada trayectoria y
su abundante producción son escasos. En general son artículos elaborados con el
propósito de la divulgación amplia o para el trabajo con sus alumnos y no para la
discusión con colegas. El formato que en general adoptan estas publicaciones 
artículos periodísticos y compilaciones posteriores en forma de libro y las
advertencias en las introducciones o prólogos, donde pone de manifiesto su
voluntad de estar contribuyendo con la formación de las futuras generaciones de
historiadores, dan cuenta acabada de esto.(6)

Esto dota a sus obras de ciertas características que dificultan un trabajo de


reconstrucción de las condiciones de producción de sus textos. Sólo en contadas
ocasiones sus trabajos incluyen un aparato erudito que permita reconstruir con
cierta evidencia el universo de autores, tradiciones y teorías que subyacen en
toda obra histórica.

La escasez y la generalidad quizá puedan ser compensadas en parte con la amplia


difusión que tuvieron esos escritos, a juzgar por los datos brindados por los
periódicos donde eran publicados, en general del interior, y por las reediciones
de sus libros. También cuenta en este balance que buena parte de sus textos
sobre historia argentina contienen un pequeño apartado teórico o historiográfico.

Etchepareborda se hace en ellos la pregunta que algunas décadas más tarde


conmoverá los cimientos de la profesión histórica:

¿Es que sirve para algo la historia o no es un oficio de escritores oscuros, los
eruditos, tan cuidadosos de la cita y de la fecha precisa?, ¿o un bello género en
manos del prosista elegante más preocupado por la hermosura de la frase que por
la veracidad de los hechos?(7)

A esto responde sosteniendo casi como un dogma de fe su creencia en la unidad


de la historia del hombre y su desarrollo sin solución de continuidad hasta el
presente, aunque en esa

...evolución ha habido caídas violentas y no se la podría representar sino por una


línea quebrada [...] aunque no me atrevería a asegurar que el hombre del siglo
XX, en virtud de hallarse en la cúspide del tiempo, debe ser considerado superior
al de los antiguos persas.(8)

No hay discontinuidades, no hay rupturas violentas, sino un transcurrir de la


extensa y sinuosa línea de la evolución humana. En este sentido, el hombre
presente...

...está en el extremo de esa línea, aunque esto no supone que esté en el punto
más elevado, y no tiene más lazo de unión con el tiempo que el que lo liga a su
pasado; no sabe nada más de la vida sino de la que transcurrió y frente a él no
tiene otra cosa que lo desconocido: lo que ha de venir.(9)

De allí la “necesidad filosófica” de la historia, la necesidad del hombre presente


de penetrar en el pasado, pues es lo único que puede conocer para arrojar cierta
luz sobre el presente; la necesidad de “interrogarlo ansiosamente sobre lo que
vendrá”. El hombre vive dentro de la historia y de ella saca todos los elementos
para el raciocinio, el hombre no puede prescindir de la historia. La historia se
convierte en una especie de gran memoria colectiva de la civilización.

Pero la historia tiene, según este autor, también una segunda utilidad, no menor:
la historia como experiencia. Y aunque

...es inútil buscar en la Historia normas infalibles para dirigirla conducta humana,
como tampoco lecciones morales; no es menos cierto que ella reduce al mínimo
las posibilidades de error y da una base firme para nuevas experiencias, pues
proporciona un conocimiento sobre situaciones que pueden repetirse, si no
exactamente, por lo menos con bastante parecido.(10)

¿Cuál era entonces para Etchepareborda la función que está llamada a cumplir la
historia? Ni un supremo tribunal para juzgar hombres y actos, ni un laboratorio
generador de leyes sociales; le reserva a la historia una función mucho más
elevada y útil, la de recogerlas experiencias y transmitirlas a las generaciones
subsiguientes, evitando a la humanidad el eterno transitar por el camino de
hacerse su propia civilización y cultura, “ya que si el mundo ha alcanzado un alto
grado de civilización ha sido mediante adelantos acumulados sobre los ya
conocidos”.(11)

Por este motivo la historia es esencialmente pragmática, y para esto debe ser
objetiva y completarlo primero porque sise quiere sacar provecho de experiencias
pasadas, “es preciso conocerlos hechos tal cual sucedieron”; lo segundo,

...porque siendo la historia el recuento de los hechos tal como ocurrieron, debe
conservar el orden y las relaciones que tuvieron entre sí, debe hacerse una
descripción fiel hasta donde esto sea posible conservando lo que se ha llamado
la “unidad del momento histórico”.(12)

Esto no significa que crea posible lograr en el análisis histórico la ilusoria


objetividad positivista pues, como él mismo señala: “La nuestra es una disciplina
en constante renovación y cambio como consecuencia de que la materia de su
preocupación es la vida y los hechos de acaecer humano. Siempre cambia el
punto de mira del investigador y por ello es inútil tratar de encasillarlo dentro de
formulaciones rígidas [...]. Se transmuta el mirador de quien la elabora de
acuerdo a la época que la rodea, tanto en cuanto a la interpretación como al
estilo de su presentación”. No es ésta ni más ni menos que la tragedia del oficio:
“El contrasto entre el esfuerzo y lo efímero de la perdurabilidad efectiva”.(13)

¿Cómo trabajar con esta subjetividad la cuáles entonces la responsabilidad dei


historiador? Para Etchepareborda, es imposible escindir al hombre historiador del
hombre-ciudadano, inmerso en la sociedad de su tiempo; sin embargo:

Si como hombres inmersos en las relaciones políticas y sociales participamos de


posturas que son productos necesarios de la vida en sociedad, tratamos, no
obstante, de impedir que esas posturas influyan a priori en la orientación o en el
desarrollo de la investigación. Bien sabemos que el total aislamiento de estos
campos pertenece al reino de lo quimérico. Pero sabemos, también, que cuanto
más evidente o comprobable sea el esfuerzo antiprejuicial en el planteamiento
de los problemas históricos y en su tratamiento, mayor será la significación de lo
obtenido al cabo del esfuerzo, independientemente de su trascendencia en
esferas no específicas del conocimiento histórico.(14)

Esta distancia del objeto al plantearlos problemas, ese situarse ante el pasado
“sin compromisos conscientemente contraídos”, no debe llevar al historiador a
eludirlos resultados de sus investigaciones. Por el contrario, obligan al historiador
a adoptar una actitud activa frente a su realidad, pues

...si bien los resultados historiográficos no deben estar condicionados, en el grado


impreciso en que esto sea posible, por posiciones previamente asumidas, estas
últimas, al ser consecuencia lógica de los resultados alcanzados o al compaginarse
con ellos, sí obligan la conducta del historiador y tienen necesariamente que
informar su actuación en terrenos que ya no corresponden precisamente a lo
profesional.(15)

El acercamiento científico al objeto de estudio no es entonces incompatible con


la acción política y el posicionamiento ideológico, siempre que éste sea
consecuente con los resultados de la investigación. La conclusión que se
desprenda del trabajo histórico tendrá entonces el carácter de una posición. Aun
más, para Etchepareborda éste es un imperativo, ya que:

Un historiador que en tal sentido ignora sus propios resultados, que no se rija por
ellos a la hora de fijar posición ante cuestiones de índole política, social o
ideológica, traiciona su obra, la desvirtúa trocándola en mero ejercicio
intelectual, demuestra que ha permanecido inmune a la verdad de su propio
trabajo y echa la duda sobre su capacidad personal para comprenderlos
problemas que estudia.(16)

Un historiador consciente de que sus resultados se “abonarán o cargarán a cuenta


de algunas de las tesis contrapuestas en esos planos”, pero a la vez consecuente
con “la veracidad de su quehacer, el cual habrá de ceñirse a normas perdurables
de manera diferente de la contingencia política, cualquiera que ésta sea”;(17) en
definitiva, lo que propone Etchepareborda es que el historiador se convierta en
un científico social integral:

Un nuevo tipo de investigador consciente que tiene en sus manos un método, el


histórico, y una disciplina, la Historia, que se aplican y versan sobre un fenómeno
integral: el hecho social [...]. De allí su aptitud para intentar la síntesis, su
obligación de realizarla, porque el objeto de su aplicación es el hecho social
como un todo.(18)

En consecuencia, es posible conjugar una práctica histórica objetiva según


cánones científicos y metodológicos, una ampliación del objeto de estudio hasta
los imprecisos márgenes de “lo social” y una actitud de compromiso activo, en
general reservada a los militantes.

Es que la historia es y debe ser usada, según esta concepción, como un saber
revolucionario que, lejos de garantizarla permanencia de determinadas
configuraciones sociales e ideológicas, ilumine lo efímero de ellas. Porque “el
solo hecho de que el estudio histórico haga aparecerlas formas sociales, políticas,
económicas o de cualquier género como estadios, implica un contenido
revolucionario al autorizar el enfoque y análisis de las formas actuales con igual
criterio. Destruye Es falsas teorías acerca de la perdurabilidad de las estructuras
y demuestra que estas últimas están necesariamente abocadas a cambios”.(19) El
estudio de la historia demuestra entonces que, tal como creían los desarrollistas,
el cambio es no sólo deseable sino también ineluctable.

En todo el mundo y en particular en esas últimas décadas la disciplina histórica


había demostrado su voluntad de cumplir con esta empresa, ampliando y
perfeccionando sus formas de aproximarse al pasado:
La historia ha extendido el ámbito de sus investigaciones. A los sucesos políticos y
militares, campos favoritos de sus preocupaciones, agrega el interés por la
marcha social, las corrientes ideológicas y las estructuras económicas. Estos
nuevos compromisos la llevan a mejorar sus métodos.(20)

¿Cuál era la situación en la que se encontraba en ese momento la historiografía


argentina para acometerla trascendental misión a la que según este historiador
estaba llamada? El problema principal de la historiografía argentina ha sido, para
él, el enfrentamiento de las distintas corrientes de pensamiento, más
preocupadas por triunfar en los combates intelectuales contra sus adversarios que
por estudiar metódicamente el pasado nacional. Ninguna tradición quedó exenta
de este cargo, los liberales

...defendiendo al unísono su posición como historiadores, su enfoque clasista y


doctrinario en lo económico y político. Los otros (los revisionistas),
desgraciadamente proclives al cesarismo, malgastan en gran medida su vigorosa
acción renovadora en la exclusiva negativa de la posición clásica liberal y en el
ensalzamiento de Rosas. Ambas tendencias a la que se suma la materialista
histórica en sus diversos matices, comunistas y ortodoxos o de la denominada
izquierda nacional, visualizan con ojos e implicancias de carácter militante de
nuestro presente, el proceso vital de todo nuestro pasado.(21)

Es así como la historiografía liberal, posición casi oficial de la historiografía


argentina, influida por los principios del progreso y del positivismo, elaboró una
imagen del pasado nacional acorde a éstos y a un signo político particular. A
través de este prisma, la historia quedó reducida a una lucha de principios y
tendencias, donde los movimientos históricos eran producidos y dirigidos por las
clases elevadas. Se desarrolló así una historiografía parcializada con un olimpo de
próceres y un infierno con personajes demonizados, ambos con cualidades poco
humanas aunque de signo inverso.

En la construcción de esta religión oficial, la tradición liberal contó con no pocos


recursos que fueron desde el control de las instituciones dedicadas
específicamente a ese culto hasta la advertencia en el campo pedagógico ola
amonestación de una crítica bibliográfica en las revistas y los boletines
consagrados por esa misma tradición. Su real motivación fue

...la protección de una versión histórica de nuestro pasado al paladar de un


determinado sector de nuestras pugnas históricas, bajo especiosas
argumentaciones que invocaban, según el caso, razones de puro patriotismo o de
falso nacionalismo.(22)

La curiosidad en torno de la descripción de esta tradición historiográfica liberal es


la cesura que traza con aquella que consensuadamente se considera la
institucionalizadora de esta versión oficial de la historia argentina: la Nueva
Escuela Histórica. Fueron los miembros de esta tradición, Emilio Ravignani,
Ricardo Levene, Rómulo Carbia, los que se encaramaron en el control de las
instituciones que difundieron la imagen del pasado nacional que Etchepareborda
criticaba en las citas anteriores. Sin embargo, la descripción que realiza de la
Nueva Escuela Histórica tiene sólo rasgos positivos, entre los que destaca:

Por mucho tiempo, hasta la aparición de la “nueva escuela histórica”, en las


primeras décadas de nuestro siglo, la verdad sobre grandes períodos del pasado
nacional, hubo de esperar ser desbrozada por medio del método científico y el
análisis documental. Lentamente se daba paso a la verdadera comprensión de
nuestra turbulenta historia.(23)

Para Etchepareborda la tradición historiográfica liberal parece circunscribirse


entonces a las obras producidas en el siglo XIX por los literatos-historiadores como
Domingo F. Sarmiento, Florencio Varela o Andrés Lamas, o por los políticos
historiadores como Bartolomé Mitre. En todos los casos, escritas al calor del
combate contra Juan Manuel de Rosas y usadas como arma de lucha política.

Esto le permite al autor de Des revoluciones usar el término “revisionista” de un


modo bastante más amplio que el que habitualmente suele emplearse para
describir esta tradición historiográfica. Para él, el movimiento revisionista
consolidado al calor del contexto socio-político argentino de los años 30 y
agrupado en torno del Instituto “Juan Manuel de Rosas” se inscribe en un largo
ciclo de revisión del pasado nacional iniciado en la década de 1880.

Sitúa los primeros atisbos de esta revisión de la síntesis histórica liberal en


autores como Adolfo Saldías, Ernesto Quesada, David Peña, Juan Álvarez, José
María Ramos Mejía.(24) Estos ensayistas habrían contribuido con el avance del
conocimiento histórico al apartarse de las interpretaciones simplistas, parciales y
propagandísticas, y al concentrarse en

...el uso de las fuentes documentales, al empleo de nuevos enfoques económicos,


sociales y psicológicos, y a superar las consideraciones personales o partidistas.
No censuraron ni enaltecieron a las personalidades que analizaban. Su
pensamiento puede resumirse en [...] que el ser humano no es obligatoriamente
bueno o malo y que las condiciones sociales y humanas del período historiado han
sufrido un profundo cambio que las hace distintas a las del historiador.(25)

Una segunda etapa de revisión del pasado nacional se iniciaría en el Centenario,


momento clave en la historiografía pues allí se produce: “Un ponderable adelanto
de la historiografía argentina. Un cambio profundo se hace sentir con la creación
de la sección de Historia en la Universidad de Buenos Aires, donde se formará la
Nueva Escuela Histórica. Su eficiente rastreo de los fondos documentales da lugar
a la publicación de los primeros aportes, que permiten predecir la aparición de
las síntesis que modificarán el encuadre ofrecido por los manuales tradicionales.
Allí se halla el primer intento de examen desapasionado del período rosista”.(26)
En este movimiento se inscriben en primer plano figuras como Emilio Ravignani y
Ricardo Levene.
En su conjunto esta segunda oleada de revisión de la figura de Rosas incorporó,
según Etchepareborda, un análisis más objetivo, tendiente a profundizar un
estudio integral del proceso histórico en el que la figura de Rosas es concatenada
a los acontecimientos de su época, eliminando así definitivamente la supuesta
fractura de nuestra historia nacional. La tarea prometía por fin una reflexión
científica, desapasionada y profesional sobre la historia argentina, pero los
sucesos nacionales y foráneos que se combinaron sobre el inicio de los años 30 la
actividad desplegada por los grupos nacionalistas agrupados alrededor de José
Félix Uriburu, el deterioro del régimen representativo y el impacto de las
ideologías totalitarias modificaron el rumbo emprendido.

Al amparo de este nuevo clima político-intelectual se consolidará una nueva


oleada revisionista, que enarbolará consignas totalmente distintas de las
anteriores, combatiendo las imágenes que hasta ese momento la historiografía
había construido sobre Rosas. Una de las consecuencias más visibles de esta
empresa llevada adelante por nacionalistas como Pedro De Paoli, Julio Irazusta,
José María Rosa, Vicente D. Sierra, fue provocarla réplica de sus adversarios, que
silenciaron la interpretación objetiva que se venía realizando.

Según nuestro historiador, este movimiento tenía sus orígenes en circunstancias


ajenas al medio historiográfico, pero marcó profundamente la historiografía
argentina incitando por reacción “a la violencia intelectual, a la intolerancia
negadora de las libertades de pensamiento y expresión”. Sin embargo, la
connotación del movimiento no es descripta en una clave completamente
negativa, ya que aun errada en su forma

...más hace avanzar la ciencia histórica una “irreverencia”, parcialmente injusta,


que una colección voluminosa de apologética tradicionalista. La primera
despierta, enerva el pensamiento creador, vivifica el ser fosilizado de la
historiografía oficial. La segunda asfixia, oprime, obscurece.(27)

El mapa del revisionismo trazado por Etchepareborda se completa con los aportes
de otra vertiente de este movimiento vinculada a la izquierda nacional. Su
principal exponente, Jorge Abelardo Ramos, tiene para él la virtud de introducir
una nueva interpretación que rechaza por igual a la construida por la tradición
liberal y a la levantada por el revisionismo rosista, tomando distancia al mismo
tiempo de la historiografía marxista más clásica y más cercana a la escuela
liberal de Rodolfo Puiggrós. Aun cuando la obra no se condiga con la proclama,
es destacable que plantee la necesidad de diferenciar el estudio de Rosas como
objeto de análisis, lo que exige una aproximación objetiva del rosismo en tanto
movimiento ideológico con implicaciones políticas actuales.

¿Cuál es, para Etchepareborda, el saldo dejado por las controversias


historiográficas generadas por el revisionismo a fines de los años 60?

El balance tiene dos aspectos relevantes. Por un lado, uno positivo: el


revisionismo de todos los matices (y aquí incluye lo que el denomina “la revisión
de Rosas en los 20” llevada adelante por algunos de los miembros de la Nueva
Escuela Histórica) impuso una nueva valoración de los acontecimientos
nacionales, más acordes con la realidad objetiva. En este sentido fue un aporte
importante.

Sin embargo, aquí el aspecto negativo, esta acción se vio parcializada por la
pasión militante de buena parte de estos revisionistas. Por su extracción
nacionalista el revisionismo debió sintetizar el pasado nacional, superando el
esquema liberal y completando una visión integral. En cambio, ahondó la fractura
abierta en el examen del pasado y alentó las diferencias que separan a unos y
otros al no reconocer los logros de los adversarios. Se produjo así una de las más
graves dificultades para el progreso de la ciencia histórica, pues se parcializó la
unidad del conocimiento histórico y se abrieron abismos irreconciliables entre los
diversos períodos históricos, y se perdió así la comprensión de su continuidad. Se
iluminaron los enfrentamientos entre los sectores, ignorando la superación de las
contradicciones que es la síntesis integradora del pasado.

En consecuencia, hasta ese momento las líneas actuantes en el medio


historiográfico argentino habrían participado de un mutuo enfrentamiento
esterilizante. Se detuvo el avance de la historia objetiva, y el antagonismo
generado los alejó a unos y a otros de una historia de signo nacional. Se prefirió
“destruir o criticar lo producido por el contendiente y no investigar en los papeles
lo que realmente ocurrió”.(28)

La insistencia en señalar estas “dificultades” de la historiografía argentina no


está solamente ligada a los cabildeos de un profesional preocupado por el estado
de su disciplina. Más bien parece responder a los desvelos de un intelectual y
político que está convencido de que el estudio de la historia argentina trasciende
lo académico y puramente teórico para adquirir una importancia práctica y
crucial para el progreso del país.

Esta actitud lo pone a distancia de la concepción del historiador ajeno al


compromiso casi por un requerimiento epistemológico de la disciplina, tantas
veces levantado como bandera por conspicuos representantes de la historiografía
argentina, entre ellos Ricardo Levene.

Su convicción sobre la imposibilidad de emprender el camino del desarrollo


nacional sin superar antes las antinomias entre ellas las levantadas por la
historiografía que dividen a la sociedad pone a sus ideas en sintonía con las de
los que por muchos años fueron sus compañeros de ruta en la administración
frondicista: los desarrollistas. Es cierto que los temas y tópicos de análisis del
pasado que aborda contienen nítidas diferencias con las que van a serlas tesis de
aquéllos: la industrialización como base del desarrollo y el rol central del Estado
en este proceso. No menos cierto es que la mayor parte de su producción
académica se afinca sobre la historia política antes que sobre la historia
económica, referente central de los teóricos del desarrollo.

Sin embargo, comparte con ellos la voluntad y la necesidad de dejar atrás los
conflictos y los problemas que han dividido a la sociedad de modo casi
irreconciliable. Éste es un proyecto para su presente, pero que se extiende hacia
el pasado en una visión superadora de la historia escrita hasta ese momento,
donde los conflictos aparecen matizados y las oposiciones diluidas en
desencuentros que hallaron o deben hallar su solución en el devenir histórico.

La historia argentina es interpretada desde una suerte de tercera posición


historiográfica cuya imperiosa necesidad es “visualizar nuestro pasado en un gran
proceso de síntesis, en el que se integren las diversas vertientes históricas.
Debemos dar un verdadero sentido nacional a nuestros estudios históricos,
superando vanos antagonismos”. Esto significa terminar con los análisis que
entienden la historia en términos dicotómicos y restarle “valor científico a teorías
o posiciones que pretenden presentar a los hombres y sus actos, en luz y sombra,
en términos absolutos de ensalzamiento o diatriba”.(29)

La gran contribución a la historia argentina de esta forma de aproximación al


pasado sería iluminar la continuidad ininterrumpida en la vida nacional desde la
época indiana hasta mediados del siglo XX, mostrar que aun con desvíos y
dificultades el curso del pasado argentino recorre un único camino,
laboriosamente construido por todas las generaciones sobre la línea del progreso.

Para eso es necesario “llenarlos estudios históricos de verdadero sentido nacional,


interpretando el pasado sin partidismos excluyentes”, es imprescindible “un gran
proceso de síntesis histórica, en el que se integren las diversas vertientes
históricas! Esto sólo puede lograrse para Etchepareborda mediante “una
concepción científica de la Historia, dedicada al estudio metódico del pasado
[para] esclarecer su naturaleza y despejar de él las líneas generales capaces de
permitir una comprensión del estado actual del pueblo”.(30)

Como buena parte de los desarrollistas y como muchas otras corrientes del
pensamiento social y político de los siglos XIX y XX, Etchepareborda, para
legitimar esta aproximación al pasado, reclamó los diplomas de la ciencia
concentrados, como se ha señalado, en una correcta heurística.

El resultado de tamaña empresa es presentado como una gran contribución a la


sociedad, porque

...de allí arranca una verdadera conciencia nacional [...] Pura y simplemente será
en sí la auténtica fisonomía histórica de un pueblo. Le revelará su realidad y le
ayudará a tomar conciencia de ella. La conciencia nacional dejará de ser una
entelequia para convertirse en una fuerza actuante.(31)

Ésta es la responsabilidad social que nuestro autor le tiene asignada al historiador


argentino. Una pregunta asalta inmediatamente al lector: los revisionistas, los
liberales, los eruditos, todos aquellos representantes de las corrientes
historiográficas argentinas “cuyos mutuos enfrentamientos esterilizantes” critica
Etchepareborda, ¿se negarían a suscribir su enunciación retórica sobre el rol de la
historia y su contribución a la causa de la nación? Aunque se declame que “no se
intenta enjuiciar el pasado sino explicarlo”, el problema, como siempre, parece
seguir estando en el cristal que se use en el presente para mirar el pasado,
aunque se intente recubrir algunas de sus interpretaciones con el manto de la
cientificidad que toda disciplinase arroga para sí.

NOTAS
1. Para una descripción más extensa y detallada de este proceso puede
consultarse C. Altamirano, La era de las masas, Buenos Aires, Ariel, 2001.
2. ¿Qué compartían todas las tesis y recomendaciones asociadas a la economía
del desarrollo, más allá del objetivo de la industrialización como base de una
economía nacional menos vulnerable a las vicisitudes del mercado
internacional y como eje de una sociedad plenamente moderna? No sólo el
argumento de que la Argentina debía abandonar el rango de país
especializado en la producción de bienes primarios que ocupaba en la
división internacional del trabajo, sino también el de que ese cambio no
sobrevendría por evolución económica espontánea. La edificación de una
estructura industrial integrada, así como el crecimiento económico en
general, debían ser deliberadamente promovidos: los países de la periferia
no saldrían del atraso si confiaban en repetir, con retardo, la secuencia
histórica de las naciones adelantadas. Y el agente por excelencia de ese
impulso era el Estado. Véase C. Altamirano, ob. cit.
3. M. E. Spinelli, “La renovación historiográfica en la Argentina y el análisis de
la política del siglo XX. 1955-1966”, en F. Devoto (comp.), La historiografía
argentina en el siglo XX, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina,
1994, t. II, p. 34.
4. En la Universidad de Buenos Aires, la carrera de Sociología se crea en 1967 y
la de licenciatura en Economía, en 1968.
5. En el número presentación de la Revista de Historia, en 1957, su director
Enrique Barba hacía referencia a este renovado interés por el pasado
nacional de la siguiente manera: “Cuando parecían perimidas las causas que
revitalizan un denso y severo conocimiento histórico, avidez emocional por
acercarse, investigación profunda del mismo y un público fuertemente
atraído por él; cuando una prédica deformadora y pertinaz parecía haber
clausurado los canales que conducían a ese pretérito esclarecedor de
nuestros destinos, todos los estratos del pensamiento nacional, en un
movimiento sin precedentes y que lo honra, sintieron la necesidad vital de
sumergirse en el pasado para bucearlos orígenes de sus quebrantos”,
“Palabras preliminares”, Revista de Historia, Nº 1, Buenos Aires, 1957.
6. Véase el prólogo de su obra Rosas. Controvertida historiografía, Buenos
Aires, Pleamar, 1972.
7. R. Etchepareborda, “¿Para qué sirve la historia? Superando el liberalismo y el
revisionismo de nuestra historiografía”, Revista de Administración Militar y
Logística, Nº 339, Buenos Aires, 1966, pp. 109-110.
8. Ibidem.
9. Idem, p. 110.
10. Idem, p. 111.
11. R. Etchepareborda, “Perspectivas de la historia. Nota 1”, La Nueva
Provincia, Bahía Blanca, 1970.
12. R. Etchepareborda, “¿Para qué sirve...?”, p. 112.
13. R. Etchepareborda, Rosas. Controvertida historiografía, pp. 8-9.
14. R. Etchepareborda, “¿Para qué sirve...”, p. 115.
15. R. Etchepareborda, “¿Para qué sirve...”, p. 116.
16. Ibidem.
17. Idem, p. 117.
18. R. Etchepareborda, “Función social del historiador. Nota 2”, La Nueva
Provincia, Bahía Blanca, 1970.
19. R. Etchepareborda, “¿Para qué sirve...?”, p. 116.
20. R. Etchepareborda, “Perspectivas de la historia. Nota 1”.
21. R. Etchepareborda, “Las controversias historiográficas. Nota 4”, La Nueva
Provincia, Bahía Blanca, 1970.
22. R. Etchepareborda, “Historia y libertad de pensamiento. Última nota”, La
Nueva Provincia, Bahía Blanca, 1970.
23. R. Etchepareborda, “Las controversias historiográficas. Nota 4”, La Nueva
Provincia, Bahía Blanca, 1970.
24. Las obras de estos autores citadas por Etchepareborda son respectivamente
Historia de Rosas y su época; La época de Rosas; la reivindicación que hace
David Peña de Facundo Quiroga en sus conferencias de 1898 (iniciando la
revisión de los caudillos que según el autor culminaría con ensayos como Los
caudillos de Félix Luna); Estudio sobre las guerras civiles, y Rosas y su
tiempo.
25. R. Etchepareborda, “El revisionismo histórico”, Revista de Administración
Militar y Logística, Nº 424, Buenos Aires, 1973, p. 202.
26. Ibídem.
27. R. Etchepareborda, “Perspectivas. Historia y libertad de pensamiento.
Última Nota”, La Nueva Provincia, Bahía Blanca, 1970.
28. R. Etchepareborda, “El revisionismo...”, p. 209.
29. R. Etchepareborda, “Las controversias historiográficas. Nota IV”.
30. R. Etchepareborda, “El revisionismo...”, p. 216-217.
31. Ibídem.

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