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Esta unidad trata sobre la noción de filosofía medieval y sus caracteres distintivos respecto
del pensamiento griego. Se esbozan, además, las nuevas cuestiones que aparecen bajo este
nuevo marco.
Etapas y periodización:
I- Patrística
Abarca unos siete siglos (desde la muerte del último Apóstol hasta el comienzo de la
Edad Media, o sea, aprox. desde el 100 (cuando se da el contacto entre la cultura griega y el
cristianismo) al 750. La Patrística coexiste con los últimos brotes de la filosofía antigua
(platonismo medio y neoplatonismo). Recibe esta denominación porque muchos escritores
cristianos de este tiempo han recibido el título de Padres de la Iglesia (que en la Edad Media
fueron llamados Sancti). Para ser un Padre de la Iglesia se requieren cuatro condiciones:
ortodoxia en la doctrina católica, santidad de vida, reconocimiento por parte de la Iglesia y
haber vivido durante los primeros siglos de la era cristiana. San Agustín fue el más célebre
entre ellos.
Este período se suele subdividir en tres etapas:
a) comienzos del s. II hasta el Concilio Ecuménico de Nicea (325)
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b) desde Nicea al derrumbamiento del Imperio Romano de Occidente (476)
c) comienzos del s. VΙ a mediados del s. VIII (750) --> esta etapa constituye la
transición a la Edad Media (que se perfila cuando la cultura greco-romana queda injertada en
el tronco germánico: renacimiento carolingio)
A estas etapas le sigue el Renacimiento (s. XIV y XV) que podría considerarse como
la transición a la modernidad.
Así, aunque respecto del fin de la Edad Media no existe pleno acuerdo entre los
historiadores que señalan distintos acontecimientos (la invención de la imprenta en 1443, la
caída de Constantinopla en el 1453, el descubrimiento de América en el 1492, la reforma
luterana en el 1517, etc.), en lo que se refiere a la filosofía se considera que el pensamiento
medieval declina a fines del s. XIV o principios del s. XV), si bien, como hemos dicho,
subsisten manifestaciones de la Escolástica aun en la modernidad y existe una neo-escolástica
que alcanzó importantes desarrollos en el s. XX (con numerosos representantes: entre ellos,
Étienne Gilson y Jacques Maritain).
Si bien sabemos que la designación de este período como “edad media” (al parecer en
el sentido de “edad intermedia” entre un antes y un después que “verdaderamente importan”)
tiene un marcado tono peyorativo –que no se justifica en absoluto salvo que se pretenda
prescindir de muchos siglos de historia y cultura riquísimos en novedades–, los prejuicios aún
subsisten, acrecentados, además, por una deliberada ignorancia sobre el tema. Así, la
expresión media tempestas o media aetas, cuyo uso ya se registra a mediados del s. XV, ha
sido asociada a un extenso período de la historia de la humanidad, en apariencia carente de
valor para el pensamiento filosófico puesto que nada nuevo habría aportado excepto una
oscura y estéril sujeción de la razón a la religión. Entre otras causas, por este motivo se
demoró bastante la incorporación a los planes de estudio universitarios de la asignatura
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Historia de la filosofía medieval como disciplina distinta e independiente, por ejemplo, de los
estudios de filosofía antigua. A modo de ilustración, recordemos que la Sorbona de París crea
la cátedra de filosofía medieval recién en la década del 30, cátedra que ocupó el eminente
pensador Étienne Gilson.
Vinculada a esta convicción de la inutilidad del pensamiento medieval,
indudablemente caracterizado por la peculiar síntesis de filosofía y teología, se encuentra la
discusión en torno a la existencia o no de una “filosofía cristiana”, entendiendo por tal una
especulación específicamente racional a la que la fe cristiana hubiese aportado efectivamente
nuevas cuestiones o nuevos elementos de consideración. La discusión, que aún sigue latente,
se hizo particularmente explícita hacia los años 30 entre destacados filósofos como Émile
Bréhier y Léon Brunschvicg, por un lado, y Jacques Maritain y Étienne Gilson, por otro.
Éstos sosteniendo la existencia de un pensamiento cristiano que es propiamente “filosofía”;
aquellos, cuestionando tal posibilidad.
El tenor de los argumentos que se esgrimieron por aquel entonces ha sido registrado
por É. Gilson en su obra El espíritu de la filosofía medieval. Allí el medievalista francés
expone su posición en los capítulos I, II y XX, mientras que en las Notas bibliográficas para
servir a la historia de la noción de filosofía cristiana, que pueden leerse al final de la misma
obra, se reproducen diversas opiniones tanto favorables como contrarias a aquella noción.
El nudo de la cuestión es, según Gilson, el siguiente: si la filosofía elaborada durante
este período consiste en un mero conjunto de doctrinas griegas mezcladas en variada
proporción con la teología, o si verdaderamente el cristianismo contribuyó a la elaboración de
un pensamiento creador. Si se admite la primera opción, entonces, por ejemplo, la “filosofía”
tomista no sería más que aristotelismo presentado con ropaje cristiano. Si, en cambio, se
concuerda con la segunda alternativa, la filosofía tomista, por tomar el mismo ejemplo, sería
irreductible al horizonte del pensar griego. Sin embargo, es claro que ni San Agustín se limita
a repetir Platón, ni Santo Tomás o Duns Escoto a Aristóteles, de modo que intentar un salto
desde Plotino a Descartes como si entre ambos nada fundamental hubiese sucedido en el
ámbito de la filosofía, lleva a una fatal incomprensión de la trama profunda que sostiene la
historia de la filosofía posterior al medioevo, incluyendo el pensamiento más reciente.
Ciertamente, Gilson dedica sus mejores esfuerzos a aportar elementos de juicio que
prueban la veracidad de esta última posición, al punto que, según el medievalista francés, la
filosofía subsiguiente (moderna y contemporánea) no hubiese sido la que es de no haber
estado precedida por una filosofía cristiana, que adopta, efectivamente, la herencia griega,
pero reelaborándola sustancialmente. Por eso, aunque es evidente que la religión como tal no
tiene carácter especulativo, esto no implica que por no ser filosofía, no haya ejercido una real
influencia sobre la filosofía. En este sentido, resulta preciso admitir que lo extrafilosófico
puede alimentar la reflexión filosófica. De lo contrario, se sostendría un racionalismo
extremo y estéril, inaplicable al pensamiento filosófico en su conjunto. Así, por ejemplo,
eliminar todo lo que provenga de influencias religiosas implicaría incluso la absurda decisión
de eliminar buena parte del pensamiento griego antiguo, pues nadie ignora que casi toda la
filosofía griega está atravesada por elementos mítico-religiosos.
Si esto es así, en lo sucesivo, entonces, tendremos la tarea de descubrir qué nuevas
cuestiones y qué nuevas respuestas filosóficas habrían presentado los pensadores de este
extenso período, a partir de la particular síntesis de fe y razón que elaboró cada uno de ellos.
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Diálogo y contraste entre cristianismo y paganismo:
Durante el primer siglo de la era cristiana esta nueva religión se expande entre los
gentiles (paganos) de manera tal que resultaba inevitable que incluso en una misma persona
se conjugaran la fe cristiana y la cultura pagana. Es por eso que ya en el siglo II se había
hecho claro el contraste entre una y otra visión, lo cual exigía una respuesta en lo referente a
cuestiones de primer orden como la concepción de Dios, del hombre y del cosmos. La
reflexión que entonces se inauguraba constituyó el inicio del pensamiento cristiano que, por
un lado, estableció sustanciales diferencias con la filosofía griega, pero, por otro lado,
también asumió paulatinamente numerosas nociones filosóficas que en buena medida
cobraron un significado transformado.
Para comprender mejor la situación, convendrá recordar que entre las corrientes
filosóficas paganas que tenían vigencia para aquella época y que entraron en contacto con los
primeros cristianos se encuentran el estoicismo, el epicureísmo, el escepticismo y, sobre todo,
el platonismo y neoplatonismo. No sucedió lo mismo con el aristotelismo que, por diversas
razones históricas, pasó al cercano Oriente para retornar al Occidente mucho tiempo después.
Por eso, por ejemplo, al hablar de la concepción griega del hombre habrá que pensar en el
dualismo platónico de alma y cuerpo, y no en la unidad hylemórfica aristotélica.
Consideremos para empezar las divergencias fundamentales entre ambas visiones:
* La noción de Dios:
Desde el punto de vista de la religión griega, los dioses (por ejemplo, los dioses del
Olimpo) constituyen “lo divino”, trascendentes a lo empírico y cambiante, pero no al cosmos,
sino componiendo la región más elevada del cosmos. No hay texto sagrado: fueron los
artistas y poetas (especialmente Hesíodo y Homero) los encargados de forjar las figuras de lo
divino poniendo cierto orden a la tradición oral con la espontaneidad propia del artista y sin
que se convirtieran en dogma. No obstante, por sobre la voluntad diversa de los dioses, se
admite una cierta “legalidad superior”: el destino. Por otra parte, el pensamiento helénico
había alcanzado la expresión más alta de su noción de divinidad en un principio supremo (la
Idea del Bien en Platón, o el Primer motor inmóvil aristotélico), máxima perfección, pero que
no se ocupa en absoluto del cosmos. Lo divino griego es modelo de areté, es decir, de
perfección, pero no sujeto que habla en primera persona.
Desde el punto de vista judeo-cristiano, en cambio, Dios es un Sujeto único, creador
del cosmos por un acto libre de amor, pero trascendente a él. Se da un contraste entre Dios,
eterno e infinito, y las creaturas que, proviniendo de la acción creadora de Dios, son finitas,
contingentes. El mundo se desdiviniza, pero al mismo tiempo, adquiere un carácter sagrado
por ser obra de Dios. Éste, por su parte, es un Dios personal que se ha revelado a los hombres
y gobierna el mundo de acuerdo con un plan que emana de su infinita sabiduría: la
Providencia divina. Su Palabra ha sido recogida en las Sagradas Escrituras. Además, el
Evangelio dice de Dios que es Amor, pues siendo infinitamente justo también es
misericordioso y ha enviado a su propio Hijo para salvar a los hombres.
* El cosmos
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que, como las estaciones o las cosechas, se repiten indefinidamente. El cosmos es una
totalidad bella y armónica: es un espectáculo para contemplar.
Para la concepción judeo-cristiana, el universo ha sido creado de la nada. Tiene una
historia irreversible, lineal, que se inicia con la Creación; tiene su epicentro en un
acontecimiento fundamental: el advenimiento del Mesías (Jesucristo, para los cristianos; el
Mesías aún esperado, para los judíos), y concluirá con el Juicio Final. Por eso, aparece
propiamente una concepción metafísico-teológica del tiempo (y no meramente físico-natural
como en el mundo antiguo) y, con ella, la noción de una historia del universo y, en particular,
de la humanidad. Se distingue entre la Creación tal como ha sido originalmente producida por
Dios, y el “mundo” (palabra que en general tiene una connotación negativa: “in-mundo”,
estar en el mundo) en el sentido de la creación apartada de Dios por causa del pecado y, por
ello, corrompida. En el mundo se desarrolla el drama del hombre: de su libre elección
dependerá su salvación o su condenación eternas.
* El hombre
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La visión griega es trágica. El hombre es una mezcla: tiene un cuerpo que lo arrastra
necesariamente a la ignorancia y, por ende, al mal. El mal, por tanto, es un error de la
inteligencia que proviene del oscurecimiento que le produce el contacto con la realidad
material sensible. El hombre tan sólo es relativamente responsable, pues siendo “bello y
bueno” ha venido a caer en esa condición carnal que lo obnubila. En todo caso, es culpable en
tanto no intente revertir esa situación desprendiéndose ascéticamente del mundo sensible.
(Recordar el intelectualismo ético característico del socratismo: el mal es ignorancia; el bien
moral, la virtud de la sabiduría.) La ley (nómos) es un orden natural que proviene de la
constitución necesaria del cosmos. De ahí el precepto de “vivir conforme a la naturaleza”, es
decir, en el caso del hombre: vivir según la esencia racional que le es propia por naturaleza.
En la visión hebreo cristiana, el bien y el mal nacen de la relación interpersonal que se
establece entre Dios y el hombre, o entre los propios hombres. La ley (toráh judaica) surge,
pues, de un compromiso entre Dios y el hombre. En consecuencia, el mal es pecado, tiene el
carácter de infidelidad o traición a otro y, de la ruptura de esa amistad original, resultan el
dolor y la muerte. Esa noción del mal como pecado es ajena al pensamiento pagano. La
existencia humana es dramática en tanto el hombre es libre para decidir permanecer fiel o
traicionar. El mal moral no proviene entonces de un error de la inteligencia que juzga, sino
que la sede del mal es la voluntad que decide libremente. Además, la ley mosaica resulta
asumida por los cristianos, pero según la exhortación evangélica, debe ser sintetizada incluso
en el amor incondicional a Dios y al prójimo. La ley natural también continúa vigente (en
tanto la naturaleza proviene de Dios), pero resulta sobrepasada por la ley divina (que manda
por ejemplo, no sólo no dañar al prójimo, sino también amar al enemigo: esto no podía
exigirlo la ley puramente natural). Por otra parte, para confirmar a un hombre en el bien o el
mal no se requiere siempre y necesariamente de actos reiterados (es decir, de un modo
habitual de obrar: la virtud o el vicio), sino que incluso hasta un solo acto (siempre que
traduzca una profunda actitud del alma) puede bastar para salvarse o condenarse.
b) Una nueva concepción del ser; una nueva concepción de Dios y del cosmos: Filón de
Alejandría, Parménides y Platón
1. Como nombre: designa el ente, lo que es, lo que está siendo (griego: to on, latín: ens): un
ser
2. Como verbo: designa la acción de ser, el estar siendo del ente (griego: einai, latín: esse):
ser
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La palabra ser es entonces ambigua: como verbo designa el fundamento de lo real, del
ente, que es el estar siendo, la acción de ser, “siendo”. Como nombre apunta al ente, “lo
siente”, o sea, lo que está siendo. Sin embargo, lo que se ve inmediatamente es el ente y no la
acción de ser que el ente ejerce, aunque ésta sea su fundamento y raíz última.
Heidegger habla de una diferencia ontológica entre el ser y el ente, porque no se
identifican: resulta preciso distinguirlos. Pero al mismo tiempo, alude a un olvido ontológico
porque la metafísica en general se ha ocupado siempre preferentemente del ente y se ha
olvidado del “es”. De ello resulta que casi siempre se ha identificado el ser con el ente, vale
decir, el ser (el fundamento de lo real) ha sido entendido bajo la forma de un ente más o de
algún aspecto entitativo, es decir, propio del ente.
Sin embargo, en lo que es (= el ente) resulta preciso distinguir el “lo que” (ser tal o
cual cosa) del “es” (ser) de ese ente.
Si tenemos en cuenta ese doble significado del término ser, entonces ya en el mundo
griego habría habido un contraste fundamental entre las doctrinas de Parménides y la de
Platón. Veamos de qué se trata. Parménides escribió un poema del que se conserva una buena
parte. En él dice:
“Es necesario decir y pensar que el ente es, pues hay ser; la nada no es”
Parece entonces que Parménides repara en el ser como verbo: le llama la atención que
el ente sea. La realidad está hecha de ser. Gilson dice que en Parménides la arjé (el principio
último) de lo real ya no es más un elemento físico (agua, aire, fuego), sino el ser. El ser es
para Parménides como la tela, la trama de lo real. Por eso, Heidegger sostiene que la segunda
parte de esa sentencia (“pues hay ser”) entraña el misterio de todo pensar, vale decir, la
cuestión del ser como tal.
Sin embargo, se suele traducir la sentencia (modificando su sentido por completo) del
siguiente modo: “es necesario decir y pensar lo que el ente es” (en lugar de: “que el ente es”).
En tal caso, Parménides estaría pensando en la esencia del ente (tal o cual), vale decir, en el
ser como nombre y no como verbo. Pero Gilson y Heidegger, entre otros, sostienen por el
contrario, que Parménides fue el primero en señalar el ser del ente. Así, K. Riezler dice que el
einai (ser) de Parménides indica el estar siendo del ente. Las cosas existen porque tienen el
estar siendo (Zubiri). Si es así, entonces en esta sentencia parmenídea está implícita la
diferencia entre el ser como nombre y como verbo.
Platón, por el contrario, tiene una concepción del ser muy diferente. De Parménides
dice Platón que le parece digno de respeto y de temor, y que su doctrina le resulta difícil de
comprender. En cuanto a ésta expresa además en el diálogo El sofista, que muy a su pesar
deberá cometer un “parricidio” (o sea, un atentado contra el padre intelectual, Parménides)
pues en lugar de decir que el ente es y el no ser no es, Platón afirma allí que el no ser de
alguna manera es.
Esta aparente contradicción en realidad no es tal. Platón entiende por ser algo muy
distinto a lo que apuntaba Parménides: en la concepción platónica ser significa ser esto, ser
tal o cual. Por eso un ente es tanto más cuanto menos cambia (porque permanece siendo eso
y no otra cosa). Ser y no ser resultan entonces para Platón términos relativos: una cosa es
esto y no es todas las otras cosas. Por eso, “todo ente está rodeado de infinita cantidad de no
ser” (es lo que es y, al mismo tiempo, no es todo lo demás); la mismidad se opone
relativamente a la alteridad. Por lo tanto, la doctrina platónica en realidad no contradice la
tajante oposición parmenídea entre ser y no ser (algo está siendo o no lo está en absoluto),
sino que aquella se refiere al ser como nombre y ésta, en cambio, al ser como verbo.
Repasemos:
- si tomamos el ser como nombre: un ente es eso (tal o cual) y a la vez no es todos los demás
(concepción esencialista del ser)
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- si consideramos el ser como verbo: el ente es o no es (nada)
(concepción verbal o existencial del ser)
Por desgracia, sostiene Heidegger, mientras Parménides habría entrevisto (aún quizá
sin plena conciencia) la distinción entre estos dos sentidos, desde Platón (y prácticamente en
toda la historia de la filosofía) se entendió el ser exclusivamente en el sentido de ente. Ser
significa ser tal o cual, esto o lo otro (éste ente) y se olvidó el sentido propio y primario del
ser (= estar siendo).
Retomemos una vez más a Parménides. En otro lugar del mencionado poema se
preguntó además si el ente nació y, de ser así, a partir de dónde: “No te dejaré que digas o
pienses que procede de la nada (de lo que no es), pues la nada (lo que no es) no es ni
expresable ni pensable”. Además, si proviniese de la nada, “¿qué necesidad lo habría hecho
surgir antes o después?”
Por lo tanto, Parménides se pregunta aquí por el origen radical del ente. Pero todo el
pensamiento griego es ajeno a la noción de un surgimiento radical del ente. La posibilidad de
la creación de todo lo que es (aparición del ser finito a partir del Ser increado y eterno) era
totalmente desconocida para el pensar griego. El cosmos es eterno e inengendrado.
Parménides razona: si nació, nació de la nada (el ser habría surgido del no ser). Pero la nada
(lo que no es) no es pensable. Por tanto, el universo es inengendrado. Su discípulo Meliso de
Samos dirá: “nada viene de la nada, nada retorna a la nada”. Así, para Parménides el ser es
uno, eterno, inengendrado, inmutable (Se entiende entonces que el ser del que habla no es un
ente único, inmutable, etc, sino el “siendo”, el “estar siendo” de lo real, que es común a todos
los entes, único y permanente).
* La noción de creación:
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En efecto, al parecer Filón advirtió por primera vez la noción de creación leyendo las
primeras palabras del Génesis (primer libro del Antiguo Testamento), donde esta noción se
halla implícita: “En el principio creó Dios el cielo y la tierra”
en hebreo: Bereschit bará Elohim . . .
en griego: . . . ἐποίησεν (epoíesen = hizo)
Filón, cuya lengua era el griego, leía las Escrituras en su versión griega (en la célebre
traducción de “los Setenta”). Pero los griegos no tenían un término específico para decir
“crear” puesto que esa noción era ajena a su pensamiento, de modo que al traducir el Génesis
del hebreo al griego se usó un verbo que propiamente significa “hacer” (poiein).
Entonces, ¿será que Dios “hizo” el cielo y la tierra del mismo modo en que el
Demiurgo platónico había modelado la materia eterna caótica siguiendo los modelos
inteligibles o ideas igualmente eternas? De ninguna manera. Por eso, Filón apela a cierto giro
en los términos que estarían indicando la conciencia que tiene de esa notoria diferencia. Así,
según Filón Dios no sólo es ποιήτες (poiétes = hacedor), sino también κτίστης (ktistes =
fundador). Por eso dice Filón que Dios es
δημιουργός και κτίστης (demiurgós kai ktistes)
ποιήτες και κτίστης (poiétes kai ktistes)
es decir, artesano, productor, hacedor y fundador.
En suma, según Filón, Dios ha creado desde lo que no es al ser.
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seres, entonces una falta moral no sólo rebaja la perfección esencial del hombre, sino que
también implica dañar la obra de un Ser personal, que es el Autor del universo y al que dirige
providencialmente. Se evidencia entonces la noción de pecado propia de la tradición judeo-
cristiana, cuyo origen no es un error de la inteligencia (como lo entendían los griegos), sino
un apartamiento voluntario (es decir, libre) respecto de Dios. Sin embargo, puesto que el
hombre ha sido creado como un ser de naturaleza racional, el “naturalismo” griego se
conserva en buena medida: obrar bien para el hombre significa obrar conforme a su
naturaleza racional. Pero más aún, debe obrar conforme a la ley divina que no contradice la
ley natural y, sin embargo, la supera. Del mismo modo, para rectificar su conducta el hombre
no puede apelar a sus solas fuerzas, pues, desde el momento que ha resultado dañada una
realidad que él mismo no ha producido, sólo su Creador puede restaurarla. De ahí la
necesidad de la gracia. Vale decir, la dimensión natural resulta reasumida dentro de un
horizonte sobrenatural.
Este giro fundamental se da ciertamente en todos los demás aspectos.
1. Eliminar la razón: Se declara a la razón incapaz de captar los contenidos de la fe, que
constituye la antirrazón. La razón es algo demoníaco porque representa la soberbia del
hombre frente a la humildad de la fe.
Ejemplo: Tertuliano (s. II) dice que los filósofos son los “patriarcas de los herejes”. Existe
una total oposición entre Atenas y Jerusalén, entre la Academia y la Iglesia, entre los herejes
y los cristianos. La curiosidad debe ceder el lugar a la fe. Creo porque es absurdo.
2. Eliminar la fe: Se acepta del cristianismo sólo lo que pudiera ser demostrado
racionalmente La fe es la antirrazón (en sentido peyorativo) porque ofrece en forma
alegórica, figurada, verdades que sólo de ese modo son accesibles al vulgo, pero que el
filósofo conoce racionalmente
Ejemplo: el gnosticismo (corriente de pensamiento muy compleja que tomó particular auge
durante el s. II y que constituye una mezcla de nociones cristianas con antiguos mitos
orientales). Sus adeptos anhelaban alcanzar un conocimiento (gnosis) superior a la fe sencilla,
que les asegurase (prescindiendo de la fe) un acceso místico más directo a los misterios
divinos. Es decir, se pretende alcanzar por vía presuntamente racional el acceso a lo divino.
3. Separar radicalmente razón y fe: Se los presenta como dos ámbitos completamente
diferentes, incomunicables entre sí, de manera que puede concluirse algo de modo necesario
en el ámbito de la razón y creer algo completamente contrario en el campo de la fe. Es lo que
se ha denominado “doctrina de la doble verdad”
Ejemplo: se suele imputar esa doctrina al pensador musulmán Averroes (s. XII), sobre todo,
al averroísmo latino (doctrina muy difundida en la Edad Media durante el s. XIII.
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4. Considerar la fe como supuesto de la razón: La fe es el presupuesto necesario de la razón
en el sentido de que sólo la fe puede brindar la ayuda necesaria para llegar al menos a cierta
comprensión de las verdades últimas.
Ejemplo: San Agustín (354-430) de quien se conoce la fórmula credo ut intelligam (creo para
comprender). También San Anselmo (1035-1109) sostiene algo semejante: hay que tratar de
entender la verdad que ya se cree. Acuñó la expresión fides quaerens intellectum: la fe que
busca comprender. Es decir, fe y razón resultan sintetizadas, aunque la razón parece depender
enteramente de la fe para encontrar alguna verdad. En general es la actitud predominante
entre los pensadores que, en cualquier tiempo, han seguido el camino trazado por San
Agustín.
5. Distinguir y armonizar fe y razón: Es una actitud que intenta hacer justicia igualmente a la
fe y a la razón. En los primeros tiempos es quizá la posición representada por Clemente de
Alejandría, pero alcanzó su expresión más acabada en Santo Tomás.
Existe distinción porque la filosofía proviene de la razón: el filósofo no debe admitir más que
lo que sea accesible a la luz natural y demostrable por sus solos recursos. La teología, por el
contrario, se basa en la revelación, en la autoridad de Dios. La filosofía se ocupa entonces de
verdades naturales; la teología de verdades sobrenaturales. El filósofo argumenta según los
principios de la razón. El teólogo según los principios de la fe.
Sin embargo, razón y fe se armonizan porque las conclusiones últimas de ambas coinciden.
Incluso, ambas provienen de Dios: sea por la acción creadora que nos ha dotado de la
facultad de conocer, o bien por la revelación divina, que nos permite acceder a ciertas
verdades y misterios que de otra manera, por nuestras propias fuerzas, no podríamos conocer.
Entonces, ni la razón (cuando la usamos correctamente), ni la revelación (que es la Palabra de
Dios) pueden engañarnos. La verdad es en última instancia solo una. Así, la verdad
descubierta en el ámbito de la filosofía es armónica con la de la revelación, porque ambas son
aspectos de la Verdad única. Si no encontramos una total coincidencia es porque nuestra
inteligencia es limitada y falible. Por tanto, si una afirmación filosófica contradice el dogma,
debemos estar seguros de que tal conclusión es falsa.
La filosofía en su expresión más alta y la teología tienen, además, un mismo objeto: Dios. La
teología (es decir, la llamada teología sobrenatural, revelada o religiosa) se ocupa de Dios a
la luz de la fe, o sea, de Dios como Padre que nos ama y nos ha hecho una promesa, de Dios
considerado como fin hacia el que se orienta la salvación del hombre y conocido mediante la
revelación. La filosofía también se ocupa de Dios (y en ese sentido constituye una teología
natural, racional o teodicea), pero lo hace a la luz de la razón, considerándolo como causa
primera de todo ente. (Tener en cuenta la distinción entre teología revelada y teología
natural y su efectiva conciliación, resulta sumamente importante porque allí reside la clave
de prácticamente todo el pensamiento medieval: cuando la teología sobrenatural proclame
que ya no guarda ningún vínculo con la razón y caiga entonces la teología natural, se
quebrará la esencia del pensar medieval y sobrevendrá la modernidad fundada en el naciente
idealismo. De ahí en adelante los filósofos incurrieron en más de una confusión por
desconocer la distinción entre “el Dios de la fe” y “el Dios de la filosofía” que no son dos
dioses, sino como dos rostros del mismo Dios, dos modos diferentes de acercarse a Él. Ese
hecho, la indistinción entre ambos aspectos, indicará la caída de la teología natural y, en
general, de toda la metafísica).
Esta posición significa entonces que, a diferencia por ejemplo de San Agustín, se considera
que la razón puede actuar sin la ayuda de la fe, y en contraste con el averroismo, se trata de
dos ámbitos armónicos y no separados.
Pero si filosofía y teología tienen un mismo objeto, la razón no puede conocer plenamente ese
objeto por la desproporción entre la realidad infinita de Dios y la limitación del intelecto
humano, así como por el hecho de que el hombre conoce a partir de lo sensible y Dios es un
ser puramente espiritual. Por lo tanto, la razón debe ser completada por la fe.
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A su vez la razón colabora con la fe como se ve, por ejemplo, en los preámbulos de la fe
(praeambula fidei), vale decir, aquellas verdades que aunque reveladas pueden ser conocidas
por la sola razón (existencia y perfección de Dios, inmortalidad del alma, creación del
mundo, etc.), y por ello, constituyen una suerte de “antesala de la fe” de tal manera que lo
creído se muestre como suprarracional, translógico o transracional, pero no como irracional,
contrario a la razón. Por otra parte, es preciso reconocer que la argumentación racional
también ha sido importante en la defensa de la fe.
De esta forma se reconoce la dignidad y el mutuo enriquecimiento de ambos caminos hacia la
verdad: como el conocimiento racional es más claro que el de la fe (asentimiento ante las
cosas ausentes, que de momento, en el estado de viadores no nos son directamente visibles),
entonces se preferirá el conocimiento racional hasta donde pueda llegar. Pero si la razón es
superior por el modo de conocimiento, la fe la excede por su objeto (la infinitud de Dios). Por
eso se exhorta a llevar el conocimiento racional tan lejos como sea posible, sabiendo, no
obstante, que el misterio nunca podrá ser agotado por la razón.
Santo Tomás resume esta posición de la siguiente manera: “Los dones de la Gracia se unen
de tal modo a la naturaleza que no la suprimen sino más bien la perfeccionan. Así, la luz de la
fe, que nos es infundida por la Gracia, no destruye la luz del conocimiento natural que
corresponde a nuestra naturaleza” (In Boethium de Trinitate, q. 2, a. 2 c)
* Josep Pieper, Filosofía medieval y mundo moderno, Madrid, Rialp, 1979, pp. 17-29
Estos textos son de lectura más compleja que el anterior. Los capítulos mencionados
giran en torno a la cuestión de si hay una “filosofía cristiana” y cuál sería su naturaleza. La
posición de Gilson, favorable a la existencia de una filosofía específicamente cristiana, se
enmarca en el ámbito de la discusión que se desató sobre esta cuestión hacia 1930.
Extraer de estos capítulos los argumentos fundamentales esgrimidos por este autor en
favor de la existencia de una filosofía cristiana. Hacer un listado con los argumentos
contrarios (tanto de aquellos que se encuentren explícitamente en el texto como de los que
puedan deducirse de él)
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Hacer una síntesis del contenido del artículo y volver a leerlo cuando se estudie la
metafísica tomista.
* Étienne Gilson, El espíritu de la filosofía medieval, op. cit., cap. XVI: “Ley y moralidad
cristiana”
Este capítulo confronta la ética griega con la cristiana tratando de advertir sus
semejanzas y diferencias.
Analizar el texto con la ayuda del siguiente cuestionario:
1) ¿Qué es la virtud para los griegos?
2) ¿Por qué se refiere Gilson a la moral griega como a un “naturalismo”?
3) ¿Qué carácter asume la naturaleza dentro del cristianismo?
4) ¿En qué reside el significado originalmente cristiano de la noción de pecado, ajena al
pensamiento griego?
5) ¿Qué diferencia existe entre pecado, vicio y maldad?
6) ¿Por qué concuerdan para el cristianismo el orden de la razón, la ley natural y la ley
divina?
7) ¿Es la ley divina completamente idéntica al orden de la razón?
8) ¿Qué significa que para Aristóteles el origen del mal se encuentra en un “error inicial de
juicio”?
9) ¿Por qué podría decirse que para Aristóteles la falta moral comporta una imperfección y un
fracaso, mientras que para el cristianismo el pecado constituye más bien una transgresión,
una traición y una enemistad?
10) ¿Qué carácter distintivo posee, según Gilson, la moral en la filosofía de Platón?
11) ¿Qué diferencia a la divinidad y la providencia platónicas respecto del Dios cristiano?
12) ¿Por qué sostiene el autor que en los seres creados la ley natural es a la ley eterna lo que
el ser es al Ser?
13) ¿Qué relación existe en la concepción cristiana entre el pecado y la gracia? ¿Por qué el
orden natural requiere un orden sobrenatural?
Una vez resuelto el cuestionario, sintetizar los rasgos fundamentales de la moral
cristiana.
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