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Rebelde con salsa

El colombiano Andrés Caicedo fue sinónimo de muerte joven. Vivió aceleradamente pero, a diferencia
de otros mitos, dejó obra. Ahora llega a la Argentina su novela ¡Que viva la música!, donde punk y
salsa son una sola contraseña.

Por Martín Pérez

¡Que viva la música!


Andrés Caicedo
Editorial Norma
206 páginas

Chico-conoce-chica es como se resume el disparador narrativo más clásico que se puede ver en un cine.
Cinéfilo hasta la muerte, la historia que el colombiano Andrés Caicedo cuenta en su única novela publicada
en vida podría resumirse como: Chica-no-conoce-a-ningún-chico. O, en realidad, Chica-no-deja-de-conocer-
chicos. O, mejor dicho: Chica-conoce-música. Y más música. Y aún más. Porque la historia que el mítico
colombiano Andrés Caicedo narra en ¡Que viva la música! es la de una adolescente pasión desmedida por la
vida y por el momento, y qué mejor que la música para resumir algo semejante. Su protagonista es una niña
bien, una peladita, o sea, una pibita, según el argot local. “Soy rubia. Rubísima”, son las primeras palabras de
un viaje hasta el fin de la noche –de muchos días y muchas noches– que María del Carmen Huerta realiza
del norte acomodado de Cali hacia el sur más humilde, y del rock de los privilegiados hacia la salsa de todos.
Una especie de urbanísimo En el camino que, en realidad, no va hacia ningún lado, no atraviesa nada salvo
la conciencia y la memoria, un road libro que apenas si se mueve en el mapa, pero en el que su voz narrativa
en primera persona realiza todas las piruetas posibles, llevando hasta el límite eso llamado vida, y también
eso otro llamado escritura, apasionándose en su extraña cotidianidad de una manera que poco se ha leído
en castellano. Y mucho menos treinta años atrás, que es de cuando data ¡Que viva la música!, cuya edición
argentina acaba de llegar a las librerías locales.

“Vive rápido, muere joven y tendrás un cadáver bien parecido...” es el lema del rock más trágico y romántico,
y Caicedo lo siguió a rajatabla, suicidándose a los 25 años, apenas editada la historia de su María del
Carmen. Tartamudo y cinéfilo, más que vida rápida lo suyo fue el consumo rápido de la cultura popular y
masiva, todo películas y rock and roll, fundando la Cinemateca de Cali, escribiendo muchas páginas sobre
cine, novelas, relatos y obras de teatro, y actuando en películas que codirigió y guionó. Según explica un
entusiasta Fabián Casas desde el prólogo, Andrés reescribió aquel lema rocker como “Muere joven y deja
obra”, y es así que desde aquel 1977 suicida hasta ahora se han ido editando toda clase de escritos
póstumos, que sus familiares y amigos encontraron en un baúl luego de su muerte. “La literatura fue un
sucedáneo de la contracultura en lugares donde no había una escena musical”, aclara Juan Villoro desde la
contraportada de ¡Que viva la música!, explicando de alguna manera cómo es que Colombia no tenga sus
bandas de rock y sí un escritor rocker desde hace tres décadas, y que un país como el nuestro, que tiene
rock desde hace cuarenta años, no pueda acreditar no ya un contemporáneo a Caicedo, sino siquiera un
heredero. Lo más que se acerca a su literatura desde estas costas y esos tiempos es el relato de los
náufragos del primer rock nacional, inmortalizados por Miguel Grinberg en el fundacional Cómo vino la mano.
O el relato coral de la época recogido por Víctor Pintos en su profusa biografía de Tanguito.

“Caicedo nunca llegó a transformarse en mi ídolo, porque lo conocí demasiado tarde”, confiesa en su libro
Apuntes autistas el chileno Alberto Fuguet, que acaba de poner a punto una suerte de autobiografía del
colombiano a partir de sus diarios, cartas y otras fuentes. Y agrega: “De adolescente, me hubiera parecido un
héroe. Ya más grande, más armado, Caicedo me pareció intensamente adolescente. En el mejor, y el peor,
de los sentidos”. Algo parecido sucede con ¡Que viva la música!, un libro urgente que al mismo tiempo
parece congelado en un limbo sin tiempo, profundamente fechado pero que termina resultando muy actual en
su búsqueda vital. Por momentos agotador, en otros inspirador y siempre lírico, pero sin pretender ser más
poético que –como bien señala Casas en el prólogo– el habla popular cuando se libera del cliché de la
comunicación diaria, lo más sorprendente del camino de sexo, droga y rock’n’roll de la primera y única novela
publicada en vida por Caicedo es cómo su protagonista va más allá de Los Rolling Stones, pero no en un
arrebato nacionalista, sino en búsqueda de una vitalidad e inmediatez que el rock supo encontrar, en aquel
mismo momento y en su centro, en el punk. Así es como Caicedo descubre (o inventa) su punk, que se llama
salsa. Y su efímero Johnny Rotten desafiante, gay y cocainómano se llama Bobby Cruz, en realidad casi un
Elvis en su decadencia, pero terminal, salsero y bien punk.
Vida de este Borges

A veinte años de su muerte, una voluminosa biografía de Borges intenta aproximarse al mito,
relacionando vida y literatura.

Por Rogelio Demarchi

Borges, vida y literatura


Alejandro Vaccaro
Edhasa
784 páginas

Partamos de una sospecha: es probable que para un crítico argentino no exista hoy tarea más difícil que
analizar un libro que tenga por objeto de estudio a Jorge Luis Borges, escritor que representa, a un mismo
tiempo, el tedio y el desafío; porque si por un lado es de rutina que se lea, se cite y se investigue a Borges
por cualquier motivo, por otro lado cada tanto uno se pregunta cuándo ocupará el lugar del otro, ¿cuándo “yo”
escribiré “mi” Borges? Entonces, ¿cómo poner entre paréntesis lo que uno piensa sobre su obra, el autor, el
personaje público que supo construir y su halo de leyendas para leer y percibir el Borges que nos transmite
un libro particular? Con mayor precisión: ¿cómo leer esta nueva biografía, otra más que se suma a una
extensa lista, publicada a veinte años de su muerte? ¿Hay nuevos datos para aportar, nuevos documentos?
¿Se puede reconstruir esa vida desde una perspectiva que aún no haya sido abordada? Estas
preocupaciones, a no dudarlo, han estado presentes en Alejandro Vaccaro a la hora de justificar su escritura.
Si el segundo párrafo de la introducción se abre con el interrogante de “¿Por qué una biografía más de
Borges?”, el tercero afirma que “la primera intención a la que aspira este trabajo es mostrar al ser humano”.
¿Cómo? Relacionando “vida” y “literatura”, priorizando la palabra del propio Borges o de su omnipresente
madre frente a la de sus críticos o biógrafos. Estas elecciones significan que, con suma delicadeza, aquí y
allá, Vaccaro toma por “vida de Borges” lo que su madre cuenta a sus amigas o parientes en sus cartas, se
distancia de otras biografías sin perder la oportunidad de dar a entender que se excedieron en la descripción
de alguna intimidad, y cada tanto justifica algunas opciones ideológicas del propio Borges a través de
variadas operaciones discursivas. ¿Ejemplos? Será la palabra de Doña Leonor la que dé cuenta de, entre
otras cosas, ciertos amoríos fallidos del hijo porque “nadie mejor que su madre, que ha dejado una nutrida
correspondencia, para conocer las inquietudes de la vida cotidiana de Borges”; dirá que Estela Canto “parece
haberse regocijado al relatar en Borges a contraluz anécdotas de la vida privada del escritor”, y no dejará de
apoyar la teoría borgeana de separar la literatura de la política, de modo que no se explaya demasiado sobre
la conflictiva relación de Borges con el peronismo como determinante de, por ejemplo, su “militancia gremial”.
Porque, sí, aunque parezca mentira, Georgie fue presidente de la Sociedad Argentina de Escritores y su vice
fue nada menos que Manucho, durante el período 19501952 (lo que quiere decir que la famosa conferencia
de “El escritor argentino y la tradición” fue pronunciada en ese contexto) y, en un momento clave de su
mandato, Borges “se ocupó personalmente de un proyecto de contrato que regulaba las relaciones entre
escritores y editores”, pero Vaccaro no cita ni analiza el documento. (Por el contrario, el famoso folleto sobre
la leche cuajada que escribió junto a Bioy Casares es transcripto hasta el aburrimiento.)

A Borges, recuerda Vaccaro, le gustaba pensar a la biografía como un género extraño: hay un autor que
intenta despertar en un lector recuerdos que pertenecen a un tercero, el biografiado; tal vez por eso su forma
de biografiar reducía “la vida entera de un hombre a dos o tres escenas”, como escribió en el prólogo de
Historia universal de la infamia. Vaccaro podría haberlo hecho con Borges: el joven de 16 años que “vertía
opiniones críticas sobre Don Quijote, leía a Schopenhauer y a Eduard von Hartmann, a Kant y a Goethe, a
Heine y a Meyrink, clásicos y contemporáneos,filosofía, poesía, ficción”, y avanzaba con firmeza en el
dominio del español, el inglés, el alemán, el francés y el latín, prenuncia al hombre que recién a los 38 años
va a tener su primera “ocupación diaria y permanente” como empleado de una biblioteca y que unos meses
más tarde, por un accidente ridículo (golpearse la cabeza con el marco de una ventana mientras sube una
escalera), va a estar al borde de la muerte, temiendo en su recuperación únicamente por su integridad
mental; aquel adolescente también permite deducir por qué Borges percibe que tiene que oponerse al
peronismo y todo lo que éste representa, aun a costa de modificar su forma de entender la literatura; y
finalmente, las elecciones del adolescente asistirán a quien intente comprender cómo es que el afamado
Georgie vivió con mamá hasta casi sus 68 años. No es fácil escribir la biografía de semejante “aparato”. Y
este libro lo demuestra.
Es ficción, aunque usted no lo crea

Basado en archivos secretos de la Policía Nacional de Guatemala, Rodrigo Rey Rosa se planteó el
difícil desafío de una ficción que no deja de parecer todo el tiempo copia fiel de la peor realidad. El
resultado es una compleja y austera novela que plantea diferentes niveles de lectura.

Por Ezequiel Acuña

El material humano
Rodrigo Rey Rosa
Anagrama
192 páginas

En 2005 se reencontraron en Guatemala, en un hospital abandonado, los archivos de la Policía Nacional, una
de las instituciones más siniestras de Latinoamérica disuelta con los acuerdos de paz firmados en 1996 en
ese país. Rodrigo Rey Rosa pidió entonces permiso para revisarlos mientras la Procuraduría de los Derechos
Humanos se encargaba de ordenar y digitalizar el material encontrado. La nueva novela del escritor
guatemalteco está organizada como los cuadernos de notas que llevó durante sus visitas al archivo y las
derivaciones de su investigación, pero pretende ser algo más que un simple diario de viaje. “Aunque no lo
parezca, aunque no quiera parecerlo, ésta es una obra de ficción.” Con esa frase abre El material humano;
una sentencia solitaria en la primera página después de la dedicatoria, y decisiva como cada oración que
Rodrigo Rey Rosa escribe con su acostumbrado estilo ajustado y tendiente a lo mínimo. Porque si bien tiene
mucho de verídico y casi nada de falso –apenas uno o dos nombres propios– El material humano es una
novela que se declara impotente frente al peso de lo real: las historias de las personas que figuran en las
fichas de archivo del Gabinete de Identificación de la Policía Nacional.

Según se cuenta en el libro, la idea original era buscar los casos de intelectuales o artistas que el archivo
registrara como desaparecidos o colaboradores, aunque sólo fuera una excusa para hurgar en el caótico
laberinto de papeles. Lejos, muy lejos de querer establecerse como una novela histórica, la investigación que
hace de hilo conductor se va desviando de su intención original y mezclándose de manera irreversible con las
citas literarias, la paranoia por estar revolviendo información peligrosa y las notas sobre la vida privada.

Hay algo de ese archivo desenterrado que motiva constantemente la escritura de El material humano: la idea
de que en la información que puede encontrarse ahí hay una, mil novelas, pero la violencia seca en lenguaje
policial parece hacer imposible la ficción. La violencia caótica, indiscriminada, no tiene sino una sola historia
que es siempre la misma: la de sus muertos de los que sólo queda una ficha de identidad.

Si bien visto a grandes rasgos y en líneas generales, El material humano tiende a ser ubicada como una
novela más sobre la larga historia de violencia que caracteriza a Latinoamérica, lo cierto es que se acerca
con mayor justeza a lo que Deleuze definió, hablando de la obra de Kafka, como una literatura menor.
Porque desde ese lugar tan personal como puede ser la simulación de un diario de notas, la novela de Rey
Rosa se caracteriza por la sensación de desconcierto, las pequeñas vías que escapan a la aplastante
realidad centroamericana, la frialdad, la distancia entre lo que fue y lo que es posible sentir. El estilo
telegráfico, las citas desparejas y desordenadas, la anotación antes que la narración parecen encontrar su
lugar en un estilo definido con bastante ironía dentro del mismo libro como “realismo sádico”.

Más de una vez Rey Rosa se refiere a la investigación como la entrada al laberinto de un minotauro, ese
antiguo sistema que esconde en el interior una bestia tan mítica como humana y siniestra. Hay,
evidentemente, un cambio en la voz narrativa de Rey Rosa respecto de otros de sus libros; una voz más
personal y privada como la que ya ensayaba en Caballeriza. Sin embargo, su característico estilo seco y
preciso que evita la narración desenfadada, ese minimalismo desconcertante que acerca su narrativa a la
prosa norteamericana, es una parte fundamental de El material humano para acentuar el efecto sórdido y la
sensación desoladora.

Tal como en los mejores cuentos de Ningún lugar sagrado, aquí ejercita el efecto de impacto que Roberto
Bolaño elogió en la narrativa del escritor guatemalteco y definió como el golpe de un látigo que nunca vemos.
Leer El material humano es sentirse perdido en ese laberinto de minotauro que obliga a preguntarse junto
con el narrador qué tipo de ficción –qué forma de vitalidad creadora– puede surgir de las fichas del caótico
archivo policial. En verdad, caben muchos comentarios –y elogios merecidos– sobre un libro como éste
desde aquellos que lo reducen a una denuncia social y una revelación artística más de la violencia
latinoamericana, hasta las miradas que lo condenan a ser un simple cuaderno de notas privado. Lo cierto es
que incentiva con inteligencia ese conflicto y se declara desde el comienzo tan incompetente para hablar
sobre la violenta realidad como puede serlo un libro de ficción.

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