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EL PRINCIPIO DE LEGALIDAD
En virtud del principio de legalidad todos los poderes públicos se encuentran sujetos a
la Ley, elaborada por la representación popular constituida en el Parlamento.
En el principio de legalidad encuentran los poderes públicos al mismo tiempo un
principio de legitimidad, en cuanto su actuación queda apoyada en un Derecho
democráticamente consentido, y un principio de limitación formal o jurídica, en cuanto
que su actividad tiene en tal Derecho la frontera de su obrar legítimo. Como ha
afirmado el Tribunal Constitucional, el principio de legalidad es un dogma básico del
sistema liberal democrático.
Nuestra Constitución en su artículo primero configura al Estado español como Estado
Social y Democrático de Derecho, acuñando en esta fórmula, que debe interpretarse
de forma integrada y no según cada elemento que la conforma por separado, la
cristalización del Estado liberal de Derecho en Estado democrático y sumado.
El principio de legalidad informa, por tanto, todo el texto constitucional y por ende
todo nuestro ordenamiento jurídico. Desde su Preámbulo a sus distintos artículos. En
concreto, el art. 9 dispone en su apartado primero que los ciudadanos y los poderes
públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico. En su
apartado tercero dispone que la Constitución garantiza el principio de legalidad, la
jerarquía normativa, la publicidad de las normas, la irretroactividad de las
disposiciones sancionadoras no favorables o restrictivas de derechos individuales, la
seguridad jurídica, la responsabilidad y la interdicción de la arbitrariedad de los
poderes públicos. El art. 97 recuerda al Gobierno que debe ejercer sus funciones de
acuerdo con la Constitución y las leyes. Abundando en el principio de legalidad,
también podemos citar el art. 10 (“Las normas relativas a los derechos fundamentales
y a las libertades que la Constitución reconoce se interpretarán de conformidad con
la Declaración Universal de Derechos Humanos y los tratados y acuerdos
internacionales sobre las mismas materias ratificados por España”).
Pero el principio de legalidad cobra una gran importancia en el ámbito penal y en el
ámbito de actuación de la Administración. En el ámbito penal se manifiesta en el
aforismo nullum crimen nulla poena sine lege, que se traduce en la imposibilidad de
que los poderes públicos puedan aplicar sanciones cuando no están reconocidas en
una ley. La garantía de los ciudadanos se basa en conocer qué actuaciones están
prohibidas para saber a qué atenerse, aunque el desconocimiento de la ley no exima
de su cumplimiento. Este principio básico del Derecho penal se recoge por
la Constitución en su art. 25 (“Nadie puede ser condenado o sancionado por acciones u
omisiones que en el momento de producirse no constituyan delito, falta o infracción
administrativa, según la legislación vigente en aquel momento”).
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a) Que no sólo la Administración Pública sino todos los poderes públicos, en su más
amplio sentido, están sujetos a la Ley. No hay espacios exentos a la acción del
Derecho.
b) Que por Ley no debe entenderse sólo, como en los orígenes del Estado liberal, la
emanada del Parlamento, sino también y por supuesto la Constitución, norma
suprema del ordenamiento jurídico, las normas del Gobierno con rango de Ley
(Decretos Leyes y Decretos legislativos), los Tratados y Convenios Internacionales,
la costumbre y los principios generales del Derecho, e igualmente los Reglamentos
o normas dictadas por la propia Administración, y todo ello en el marco del Estado
autonómico y en el ámbito de las respectivas competencias.
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Administraciones Públicas no son como las personas, que pueden hacer todo lo que las
leyes no prohíban, sino justamente al contrario: que sólo pueden hacer las cosas que
las leyes les han encargado.
En realidad, el principio de legalidad opera fundamentalmente a través del principio de
reserva de ley que nuestra Constitución acoge con carácter disperso y fragmentado. La
Constitución remite en numerosas ocasiones determinadas materias como los
derechos y libertades o las instituciones fundamentales del Estado a su regulación por
ley, orgánica u ordinaria, estatal o autonómica, pero norma con rango de ley.
Las potestades administrativas, incluida la autotutela, las otorgan las Leyes. La Ley es la
que posibilita la acción de la Administración, porque sin ella no hay posibilidades de
actuar. Así como los ciudadanos tenemos libertad y podemos hacer todo lo que la Ley
no prohíba, la Administración tiene más bien sometimientos porque sólo puede hacer
lo que la Ley le autoriza a hacer.
Esta idea, propia de una concepción liberal del Derecho, está en la base de la posición
equilibrada que se defiende acerca del Derecho Administrativo. La Ley otorga
potestades a la Administración para que cumpla su función servicial de interés general,
pero no son ilimitadas, pues están dirigidas a un fin concreto previsto por la Ley, y
tienen, además, como límite la Constitución y la idea de libertad que de ella se deriva
en los artículos 14 a 30.
Ese otorgamiento de potestades la Ley lo puede hacer fijando todos los presupuestos
de la acción pública de manera que la Administración se limita a verificar que esas
circunstancias se dan o no en la realidad (potestades regladas), o fijando los
presupuestos de la acción pública pero dejando un margen de apreciación a la
Administración a la hora de aplicar las previsiones legales en cada caso concreto
(potestades discrecionales).
Hoy, la mayor parte de las potestades tienen un componente discrecional; pero es
necesario decir que discrecionalidad no equivale a arbitrariedad, que es algo prohibido
por la propia Constitución en su artículo 9.3 (“La Constitución garantiza el principio de
legalidad, la jerarquía normativa, la publicidad de las normas, la irretroactividad de las
disposiciones sancionadoras no favorables o restrictivas de derechos individuales, la
seguridad jurídica, la responsabilidad y la interdicción de la arbitrariedad de los
poderes públicos)”.
“No hay discrecionalidad al margen de la ley, sino en virtud de la Ley” (García de
Enterría).
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Como ya hemos visto, las potestades que atribuyen las Leyes a la Administración
podrán ser controladas y, en hipótesis, la Administración puede hacer un mal uso de
ellas incurriendo en vicios de ilegalidad (nulidad y anulabilidad, arts. 47 y 48,
respectivamente). Pero puede haber un supuesto límite: que la Administración actúe
al margen por completo de las potestades, es decir, que actúe sin potestad, sin
competencia, sin seguir procedimiento alguno, por lo que decimos que está utilizando
una vía de hecho, esto es, que actúa al margen por completo del Derecho Público,
careciendo entonces de los privilegios posicionales propios de la Administración.
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EL PROCEDIMIENTO ADMINISTRATIVO
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La Ley 39/2015 es una de las Leyes más importantes del Derecho Administrativo, y
regula la actividad y el funcionamiento de las Administraciones Públicas, esto es, su
régimen jurídico y, en particular, el procedimiento a través del cual se adoptan las
decisiones de la Administración. Esta Ley, desde octubre de 2016, fecha de su entrada
en vigor, sustituye a la anterior Ley 30/1992, que salvo la modificación llevada a cabo
por Ley 4/1999 y algunas otras de menor entidad, ha estado en vigor prácticamente 25
años, sustituyendo a su vez a la Ley de Procedimiento de 1958.
Sustituye también la nueva Ley 39/2015 a la Ley 11/2007, de acceso electrónico de los
ciudadanos a los servicios públicos, cuyos postulados básicos se incorporan a la nueva
norma que pretende, entre otras cosas, generalizar la llamada Administración
electrónica y el procedimiento electrónico.
Tanto la Ley 30/1992 como la 39/2015, hallan su anclaje constitucional en el art.
149.1.18ª CE, según el cual el Estado tiene competencia exclusiva sobre “las bases del
régimen jurídico de las Administraciones Públicas, […]; el procedimiento administrativo
común […] y el sistema de responsabilidad de todas las Administraciones Públicas”. Ese
carácter básico pretende garantizar la igualdad de condiciones jurídicas iniciales de
todos los ciudadanos.
Aunque la actual Ley no contiene previsiones sobre la potestad sancionatoria y el
sistema de responsabilidad, que pasan a ser contemplados en la Ley 40/2015, la Ley
39/2015 regula el núcleo central del Derecho Administrativo.
La Ley contiene dos novedades importantes. En cuando al enfoque de las normas, el
legislador ha optado por separar y regular en dos Leyes diferentes, la Ley 39/2015 y la
40/2015, aspectos que antes se contenían en una sola. Así, en la primera se contienen
los aspectos ad extra (actividad y procedimiento administrativo) y en la segunda las
cuestiones ad intra (cuestiones organizativas que afectan internamente a la
organización). Se trata, sin embargo, de una dicotomía discutible, porque con
frecuencia unos y otros aspectos se entremezclan.
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La Ley 39/2015 contempla únicamente los plazos administrativos, esto es, los que
rigen en las relaciones con las Administraciones Públicas.
Los plazos pueden venir señalados por horas, por días o por meses, y la forma de
computarlos, que es diferente en cada caso, se contiene ahora en el artículo 30 de la
Ley.
a) En el caso de los plazos señalados por horas y según el art. 30.1, se entiende que
“son hábiles todas las horas del día que formen parte de un día hábil”, es decir,
todos los días excepto sábados, domingos y festivos. Los plazos así expresados “se
contarán de hora en hora y de minuto en minuto desde la hora o minuto en que
tenga lugar la notificación o publicación del acto de que se trate”.
b) En el caso de los plazos señalados por días (art. 30.2) se considera que son hábiles
todos los días excepto “los sábados, domingos y los declarados festivos”, para lo
cual se publica cada año el calendario de días inhábiles de ámbito estatal y
autonómico.
La consideración de los sábados como día inhábil es una de las modificaciones
prácticas más destacadas de la Ley 39/2015.
c) Cuando los plazos vengan señalados por meses o por años, se computarán de
fecha a fecha empezando el cómputo al día siguiente a aquel en que tenga lugar la
notificación o publicación del acto de que se trate, y “concluirá el mismo día en
que se produjo la notificación, publicación o silencio administrativo en el mes o el
año de vencimiento. Si en el mes de vencimiento no hubiera día equivalente a
aquel en que comienza el cómputo, se entenderá que el plazo expira el último día
del mes” (art. 30.4). Cuando “el último día del plazo sea inhábil, el plazo se
entenderá prorrogado al primer día hábil siguiente” (art. 30.5).
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cumplimiento del resto de los plazos del procedimiento permita o exija otro plazo
mayor o menor.
Ya se dejó constancia más arriba de que las alegaciones y la audiencia, aunque
consistentes ambas en actividades de los interesados, eran, en realidad, trámites
distintos y que las alegaciones podrían producirse en cualquier momento –y cuantas
veces el interesado reputase necesario– antes de la audiencia. Pues bien, este otro
trámite de audiencia, al que ahora nos referimos, sí se produce en un momento y con
un contenido concreto. Para ello art. 82 Ley 39/2015 establece que “instruidos los
procedimientos, e inmediatamente antes de redactar la propuesta de resolución, se
pondrán de manifiesto a los interesados o, en su caso, a sus representantes”. Éstos, “en
un plazo no inferior a diez días ni superior a quince, podrán alegar y presentar los
documentos y justificaciones que estimen pertinentes”.
Este trámite específico de audiencia es sin embargo prescindible en los casos en los
que: “no figuren en el procedimiento ni sean tenidos en cuenta en la resolución otros
hechos ni otras alegaciones y pruebas que las aducidas por el interesado”.
Finalmente, una vez realizados los trámites indicados se produce la finalización del
procedimiento. Esa finalización puede tener lugar por resolución, por desistimiento,
por renuncia al derecho en que se funde la solicitud, cuando tal renuncia no esté
prohibida por el Ordenamiento Jurídico, y por declaración de caducidad.
• Resolución. Acto administrativo que pone fin al procedimiento administrativo,
decidiendo todas las cuestiones que en el mismo se susciten. Resulta necesaria
para poder poner fin al procedimiento y dictar el acto que con el mismo se
pretendía. De esa exigencia se deja constancia en art. 21 Ley 39/2015, cuando
declara que la Administración está obligada a dictar resolución expresa y a
notificarla en todos los procedimientos cualquiera que sea su forma de iniciación;
estableciendo el mismo precepto y los siguientes las consecuencias de la falta de
resolución que es, en caso de omisión, la figura del silencio.
Siendo la resolución el acto por el que se pone fin al procedimiento, deberá
dictarse como el último de los trámites del mismo una vez que se ha concedido el
trámite de audiencia a los interesados tras la práctica de las pruebas y formulada la
propuesta de resolución por el instructor con elevación del procedimiento con su
propuesta, al órgano encargado de resolver y que, normalmente, será el que
acordó la iniciación del procedimiento. Así pues, la competencia para dictar la
resolución será, en todo caso, no de quien instruyera el procedimiento, sino de
quien tenga atribuida legalmente la competencia sobre el derecho reclamado o la
decisión que deba adoptarse.
La resolución deberá dictarse antes de que transcurra el plazo máximo fijado para
toda su tramitación. En este sentido, debe señalarse que el art. 21.2 Ley 39/2015,
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establece que el plazo máximo en que debe notificarse la resolución expresa será
el fijado por la norma reguladora del correspondiente procedimiento, plazo que no
podrá exceder de seis meses, salvo que una norma con rango de Ley establezca
uno mayor o así venga previsto en el Derecho de la Unión Europea; así pues será
necesario que exista una Ley, con ese rango formal, la que señale un plazo superior
al establecido en el precepto.
Dispone el art. 88.1 Ley 39/2015 que la resolución decidirá todas las cuestiones
planteadas por los interesados y aquellas otras derivadas del mismo. Pese a la
posibilidad de resolver cuestiones no plateadas por las partes, y como
consecuencia del principio de congruencia, se impide que en los procedimientos de
oficio la resolución pueda agravar la situación inicial del interesado. Ahora bien, en
cuanto que la Administración está obligada a actuar sometida, en todo caso, al
principio de legalidad, si la norma aplicable permite ese tipo de decisiones que
puedan agravar la situación del interesado en un concreto procedimiento, deberá
proceder a la apertura de un nuevo procedimiento, en este caso ya de oficio, en el
que podrá decidir sobre esa cuestiones que agravan la situación del solicitante en
el previo procedimiento.
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EL ACTO ADMINISTRATIVO
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Elemento subjetivo. El sujeto del que emana la declaración de voluntad en que el acto
administrativo consiste es siempre una Administración Pública, pero actúa siempre a
través de una persona física, titular de un órgano. Por eso, el elemento subjetivo del
acto administrativo comienza por el estudio de los requisitos y condiciones que en este
titular deben concurrir.
La regularidad en la investidura de quien figura como titular del órgano es la primera
cuestión que se plantea sobre el elemento subjetivo. Cabe que el nombramiento de la
autoridad o funcionario no sea válido porque éste se haya anticipado o haya sido ya
cesado, porque el órgano este ocupado fraudulentamente, o porque se haya hecho
cargo del mismo una persona ajena a la administración.
La actuación regular del titular del órgano implica su imparcialidad, es decir, la
ausencia de circunstancias que puedan provocar la parcialidad de la autoridad o
servidor y que la Ley 40/2015 (LRJSP) concreta en las llamadas causas de
abstención (art. 23) que son las siguientes:
• Tener interés personal en el asunto de que se trate o en otro en cuya resolución
pudiera influir la de aquel.
• El parentesco de consanguinidad hasta el cuarto grado o de afinidad dentro del
segundo con cualquiera de los interesados o representantes de sociedades
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Prácticamente siempre las resoluciones han de estar motivadas porque de esa manera
se explicita la vinculación del acto en sí a la Ley que prevé la potestad. Se justifica así
su causa, y se facilita, en su caso, la verificación judicial de si es o no es conforme con
el ordenamiento jurídico y los fines de éste (art. 34.2 “El contenido de los actos se
ajustará a lo dispuesto por el ordenamiento jurídico y será determinado y adecuado a
los fines de aquéllos”). Precisión importante porque el fin de los actos es una
determinación normativa, de manera que “el ejercicio de potestades administrativas
para fines distintos de los fijados por el ordenamiento” (art. 70.2 LJCA) constituye un
vicio de anulabilidad denominado desviación de poder (art. 48.1 Ley 39/2015).
Los elementos objetivos de los actos administrativos, por su parte, obedecen a un
presupuesto de hecho y constituyen el fin al que sirve la potestad.
Los actos pueden ser singulares, que es lo normal, puesto que se dirigen a una persona
concreta, o generales, los que se dirigen a una pluralidad indeterminada de personas.
Estos últimos, al ignorarse sus destinatarios (p. ej., una convocatoria de oposiciones),
deben ser publicados [art. 45.1.a)]. Y es en relación con este tipo de actos generales
respecto de los que se plantea el problema de su distinción con los reglamentos.
Los actos pueden ser también definitivos, (o sea, pueden ser resoluciones), y de
trámite. Los primeros son los que ponen fin a un procedimiento (art. 88). Los
segundos, por el contrario, se insertan en el procedimiento principal. Normalmente,
son los actos definitivos los que se pueden recurrir. Los de trámite sólo en
determinadas circunstancias (arts. 112.1 LPAC y 25 LJCA).
Desde otra perspectiva, los actos pueden ser, desde luego, favorables (declarativos de
derechos) o de gravamen. Los primeros se supone que amplían de alguna manera la
esfera de acción o de intereses de las personas afectadas (un nombramiento, el
otorgamiento de una concesión, de una licencia... de un beneficio cualquiera). Los
segundos, por el contrario, restringen el círculo de intereses del afectado
(paradigmáticamente una sanción, una prohibición, una limitación...). La consecuencia
más destacada es que los actos favorables pueden ser retroactivos, mientras que los
desfavorables no pueden serlo (art. 39.3 “Excepcionalmente, podrá otorgarse eficacia
retroactiva a los actos cuando se dicten en sustitución de actos anulados, así como
cuando produzcan efectos favorables al interesado, siempre que los supuestos de
hecho necesarios existieran ya en la fecha a que se retrotraiga la eficacia del acto y
ésta no lesione derechos o intereses legítimos de otras personas”). Y, además, por
elementales razones de seguridad jurídica, los actos favorables no pueden ser
revocados de oficio por la Administración, sino cuando ésta entienda que son nulos y
siguiendo un procedimiento que incluye el dictamen favorable del Consejo de Estado
(art. 106); en los demás casos en que la Administración entienda que un acto suyo es
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16. Clases de actos administrativos: firmes y no firmes, actos que agotan la vía
administrativa y actos que no la agotan
Así como los actos nacen siendo definitivos o de trámite, favorables o de gravamen,
que ponen fin o no a la vía administrativa, la idea de firmeza es una idea dinámica. Los
actos no nacen firmes, sino que devienen firmes, se convierten en firmes. En principio,
acto firme significa acto irrecurrible. Todos los actos devienen firmes, ganan firmeza,
cuando pudiendo ser recurridos, el interesado deja pasar los plazos para hacerlo y no
lo hace. En este sentido, acto firme equivaldría a acto consentido.
Conviene aclarar que frente a un acto administrativo no es siempre posible acudir
directamente a la jurisdicción contencioso-administrativa, pues a veces, cuando el acto
no pone fin a la vía administrativa, es obligatorio interponer antes un recurso
administrativo, es decir, un recurso ante la propia Administración, el recurso de alzada.
Otras veces, cuando el acto pone fin a la vía administrativa, sí es posible acudir
directamente a los tribunales e interponer el recurso contencioso-administrativo.
La verdadera firmeza del acto es la que podemos calificar como firmeza absoluta, es
decir, la que hace al acto irrecurrible absolutamente, incluido el recurso judicial. Y eso
es sólo posible cuando el interesado haya dejado transcurrir los plazos para recurrir.
Hay que añadir, no obstante, que los actos firmes pueden ser objeto de un recurso
excepcional, limitado en las causas y motivos, que es el recurso extraordinario de
revisión (arts. 125 y 126 Ley 39/2015).
Pero la clasificación más importante, la que es decisiva porque de ella depende el tipo
de recursos que se pueden o que se deben interponer frente a un acto administrativo
es la que distingue entre actos que ponen fin o agotan la vía administrativa y actos que
no agotan la vía administrativa.
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Las consecuencias que se derivan de esta clasificación son fundamentales y hay que
tenerlas absolutamente claras. Los actos que ponen fin a la vía administrativa pueden
ser recurridos directamente ante los tribunales de la jurisdicción contencioso-
administrativa (aunque, potestativamente, quepa interponer antes un recurso
administrativo, el recurso de reposición: arts. 123 y 124). Por el contrario, los actos
que no ponen fin a la vía administrativa deben obligatoriamente recurrirse ante la
propia Administración (recurso de alzada: arts. 121 y 122), de manera que sólo
después de la respuesta desestimatoria a dicho recurso o del correspondiente silencio
administrativo es posible interponer el recurso judicial (contencioso-administrativo).
Saber cuándo un acto pone o no fin a la vía administrativa es, pues, fundamental
porque de ello depende el recurso a interponer. La respuesta a esta cuestión está en el
art. 114 de la Ley 39/2015. Con carácter general, ponen fin a la vía administrativa las
resoluciones de los recursos de alzada, y una serie de actos enumerados en el art.
114.1. Sentados estos criterios comunes o básicos, la concreta previsión está en las
Leyes de organización de cada Administración. Así, en el ámbito de la Administración
General del Estado, la propia Ley 39/2015 prevé que ponen fin a la vía administrativa
los actos y resoluciones de los miembros y órganos del Gobierno, los emanados de los
Ministros y Secretarios de Estado, etc.
En el ámbito de las Comunidades Autónomas son sus Leyes de organización las que
hay que tener en cuenta. En las Administraciones locales, la enumeración concreta se
contiene en el art. 52 de la Ley 7/1985.
En los Organismos públicos y entidades derecho público vinculados o dependientes de
la Administración General del Estado, los emanados de los máximos órganos de
dirección unipersonales o colegiados, de acuerdo con lo que establezcan sus estatutos,
salvo que por ley se establezca otra cosa.
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¿Qué sucede si la Administración incumple el plazo, cualquiera que sea, para resolver?
Empezaremos el análisis de este importante tema con los procedimientos iniciados a
instancia del interesado.
Ante una solicitud o un recurso frente a un acto administrativo previo, la
Administración tiene, como ya sabemos, el deber de resolver, y de hacerlo en un plazo.
Pero puede suceder que la Administración no conteste a la solicitud, a lo que hay que
atribuir unos efectos positivos o negativos. Hablamos en estos casos del silencio
administrativo en vía de petición. Pero puede suceder también que el silencio se
produzca tras la interposición por el interesado de un recurso frente a un acto
administrativo previo, hablando entonces de silencio administrativo en vía de recurso.
Cabe aquí destacar el art. 21.2, que dispone que “la estimación por silencio
administrativo tiene a todos los efectos la consideración de acto administrativo
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• En vía de petición, lo normal ahora es que el silencio tenga efectos positivos, esto
es, estimatorios. Producidos los efectos estimatorios de la falta de resolución
expresa, se plantea el problema de las resoluciones tardías: si la Administración
contesta a la petición inicial, denegándola, cuando ya han pasado los plazos
previstos para que se produzca el silencio administrativo, ¿qué prima? La respuesta
está hoy clara: la Administración no puede resolver expresamente sino en el
mismo sentido estimatorio del silencio [art. 24.3.a) “En los casos de estimación por
silencio administrativo, la resolución expresa posterior a la producción del acto
sólo podrá dictarse de ser confirmatoria del mismo”]. Así pues, una resolución
tardía que no confirmara el sentido estimatorio del silencio sería una revocación
ilegal por no seguir los cauces previstos de los arts. 106 y 107 de la Ley.
La Ley, no obstante, prevé algunas excepciones al supuesto general del silencio
positivo. La falta de resolución expresa de una solicitud puede tener efectos
desestimatorios, fundamentalmente, en los siguientes casos (art. 24.1):
a. Cuando así lo prevea una norma con rango de Ley o una norma de Derecho de
la Unión Europea o de Derecho Internacional aplicable en España.
b. En los supuestos del ejercicio del derecho de petición del art. 29 CE.
c. También en aquellos casos cuya estimación tuviera como consecuencia que se
transfieran al solicitante o a terceros facultades relativas al dominio público o al
servicio público, impliquen el ejercicio de actividades que pudieran dañar al
medio ambiente y en los procedimientos de responsabilidad patrimonial de las
Administraciones públicas.
En todos los casos en los que, por excepción, se prevean los efectos
desestimatorios del silencio ante la falta de resolución expresa, si se quiere
obtener lo pretendido no hay más remedio que recurrir. La desestimación aquí lo
es a “los solos efectos de permitir a los interesados la interposición del recurso
administrativo o contencioso-administrativo que resulte procedente” (art. 24.2).
Así pues, una vez transcurrido el plazo del silencio (art. 24), se abre la posibilidad
del recurso. Para saber qué recurso cabe, hay que distinguir en función de que el
órgano al que se le hizo la petición sea o no de los que ponen fin a la vía
administrativa. Para saberlo será necesario acudir, con carácter general, al art. 114
y a las demás indicaciones que allí constan.
- Si se trata de un órgano cuyos actos no ponen fin a la vía administrativa, habrá
que interponer recurso de alzada ante el superior jerárquico, en los términos
de los arts. 121 y 122. Interpuesto el recurso, puede suceder que la
Administración conteste o que no conteste. En el primer caso, si la respuesta
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una solicitud por el transcurso del plazo, se entenderá estimado el mismo si,
llegado el plazo de resolución, el órgano administrativo competente no dictase
resolución expresa”.
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expresión de los recursos que procedan […], el órgano ante el que hubieran de
presentarse y el plazo para interponerlos”. Así, toda notificación que no reúna estos
requisitos es una notificación defectuosa. Ahora bien, no toda notificación defectuosa
conlleva los mismos efectos, pues si ésta contiene el texto íntegro del acto pero omite
alguno de los demás requisitos, sí surte un limitado efecto “a partir de la fecha en que
el interesado realice actuaciones que supongan el conocimiento del contenido y
alcance de la resolución” o si interpone “cualquier recurso que proceda” (art. 40.3).
Esta regulación detallista responde al principio de buena fe en las relaciones de las
Administraciones públicas con los ciudadanos.
❖ ¿Qué actos se deben notificar? La respuesta a este interrogante se halla en el art.
40.1: las resoluciones y actos administrativos que afecten a los interesados. Siendo
como son las resoluciones actos administrativos definitivos (art. 88), esto es, actos
que terminan un procedimiento, la referencia adicional a los “actos
administrativos” supone que se incluyen también como objeto de la notificación
los actos no definitivos, es decir, los actos de trámite. En general, puede concluirse
que hay que notificar todos aquellos actos con incidencia externa a la propia
organización que afecten a derechos o intereses de la persona de que se trate.
❖ ¿A quién se debe notificar? “A los interesados” (art. 40.1), lo que remite a lo
dispuesto en los arts. 4 a 8, donde se alude a la posibilidad de un representante
(art. 5), se prevé el supuesto de pluralidad de interesados (art. 7) y se contempla el
caso de que aparezcan otros nuevos (art. 8). Cuando se trate de actuaciones que
afecten a una pluralidad de interesados, se debe notificar a todos ellos, salvo el
supuesto de una “pluralidad indeterminada de personas” [art. 45.1.a)], en cuyo
caso la notificación es sustituida por la publicación.
❖ ¿Cuál debe ser el contenido de la notificación? Como ya hemos dicho, la
notificación deberá contener el texto íntegro de la resolución, indicación de si
dicho acto pone fin o no a la vía administrativa o, lo que es lo mismo, si frente al
acto en cuestión cabe o no el recurso de alzada. Deberá indicar, asimismo, los
recursos que procedan, órgano ante el que hayan de presentarse y plazo para
interponerlos.
❖ ¿Cómo ha de practicarse la notificación?
En los procedimientos iniciados a solicitud del interesado, la notificación se
practicará por el medio señalado por aquél, salvo cuando se trate de supuestos o
personas que tienen la obligación de relacionarse electrónicamente con la
Administración (art. 41.3). Cuando no fuera posible realizar la notificación de
acuerdo con lo señalado en la solicitud del interesado, aquélla se practicará “en
cualquier lugar adecuado a tal fin, y por cualquier medio que permita tener
constancia de la recepción por el interesado o su representante, así como de la
fecha, la identidad y el contenido del acto notificado”. El lugar “adecuado” ha sido
tradicionalmente una cuestión controvertida, por lo que, en todo caso, debe
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La Ley explicita que la publicación deberá contener los mismos elementos que se
prevén para la notificación según el art. 40.2. Además, la publicación no debe hacerse
necesariamente, como en el caso del art. 44, en el BOE. Se realizará “en el diario oficial
que corresponda, según cual sea la Administración de la que proceda el acto a
notificar”.
Cabe añadir ahora la precisión del art. 47, según el cual cuando el interesado fuera
notificado por distintos cauces, “se tomará como fecha de notificación la de aquélla
que se hubiera producido en primer lugar”.
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La Ley regula en detalle la ejecución y explicita los distintos medios que se prevén
(arts. 97 a 104) y que la Administración utilizará, en su caso, en función del tipo de
actos de que se trate. Son los siguientes:
1. Apremio sobre el patrimonio (art. 101). Éste es un medio aplicable a los casos en
los que el cumplimiento del acto que se ejecuta consista en satisfacer una cantidad
líquida. Es, en definitiva, el embargo de los bienes del deudor siguiendo el
procedimiento de apremio que regula hoy la Ley General Tributaria y el
Reglamento de recaudación, y conduce, pues, a la posterior venta de esos bienes
por parte de la Administración para cubrir la deuda y sus eventuales intereses. Una
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La LCSP tiene por objeto regular la contratación del sector público a fin de “garantizar
que se ajusta a los principios de libertad de acceso a las licitaciones, publicidad y
transparencia en los procedimientos y no discriminación e igualdad de trato entre los
licitadores” y “asegurar una eficiente utilización de los fondos públicos […]” (art. 1.1).
Tales objetivos son difícilmente cuestionables. El primero conecta con los
procedimientos de selección de los contratistas, que deben ser transparentes y estar
presididos por la libre concurrencia. El segundo se relaciona con la racionalización del
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gasto público (principios de eficiencia y economía del art. 31.2 CE), que debemos
relacionar actualmente con las reglas de la estabilidad presupuestaria (art. 135 CE).
Ahora bien, conviene mencionar que el precio en sí no es el único factor que se
considera. Por lo pronto, la Ley desconfía de las llamadas “ofertas anormalmente
bajas” (art. 149), lo que es una sabia actitud, pues pueden ocultar defectos o encubrir
el ahorro por parte del empresario de costes laborales o sociales.
Además, la LCSP no es insensible a la incorporación de criterios sociales y
medioambientales en términos generales. El factor principal de adjudicación es el de la
mejor relación calidad-precio, pero a la hora de señalar los criterios cualitativos
pueden incluirse aspectos medioambientales o sociales. Se trata de un aspecto
importante, pues en el Derecho de la Unión Europea se ha instalado la idea de que la
contratación pública no constituye únicamente un modo de adquirir bienes y servicios,
sino que también ha de ser una herramienta para la consecución de fines públicos de
relevancia como los de orden social, ambiental o de investigación.
Junto a lo dicho, la Ley tiene igualmente por objeto “la regulación del régimen jurídico
aplicable a los efectos, cumplimiento y extinción de los contratos administrativos, en
atención a los fines institucionales de carácter público que a través de los mismos se
tratan de realizar” (art. 1.2). Adviértase ya que los contratos administrativos son una
subespecie de los contratos del sector público, y que desde la perspectiva del Derecho
administrativo dicho régimen jurídico es en extremo relevante.
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o Que el contrato sea del sector público y esté sometido a la LCSP no prejuzga su
naturaleza jurídica. Según cual sea ésta, la sujeción a la Ley será mayor o
menor, pero del hecho de tratarse de un contrato del sector público no se sigue
que sea administrativo; podrá serlo o no.
• También están sujetos a la LCSP los llamados contratos subvencionados, que se
caracterizan por lo siguiente:
o Son contratos de obras o de servicios celebrados por personas físicas o jurídicas
a las que no se aplica la LCSP porque no están incluidas en el art. 3.
o Pero la LCSP se aplica si concurren dos condiciones (art. 23):
▪ Cuando al menos el 50% de su importe sea subvencionado de forma directa
por alguna entidad que tenga consideración de poder adjudicador.
▪ Cuando los contratos pertenecen a la categoría de los sujetos a una
regulación armonizada porque alcanzan un valor económico determinado.
No son contratos del sector público porque el sujeto contratante es una persona
física o jurídica que no figura en el elenco de entidades del art. 3, pero como un
poder adjudicador subvenciona directamente una parte notable de su importe,
están sujetos a una Ley como la de Contratos del Sector Público.
• A la inversa, la Ley relaciona las relaciones, contratos y negocios jurídicos
excluidos de su ámbito de aplicación (arts. 4 a 11). El criterio de la exclusión se
funda en la materia, no en que el contratante pertenezca al sector público. Así,
destacan los contratos relativos a la defensa y la seguridad, los negocios jurídicos
sobre bienes públicos, etc. Es importante precisar que, según el art. 4, tales
relaciones, contratos y negocios jurídicos se rigen por sus normas especiales; no
obstante, los principios de la LCSP se aplicarán “para resolver las dudas y lagunas
que pudieran presentarse”, de modo que pueden ser de utilidad hermenéutica.
• Los contratos del sector público (es decir, los onerosos, sea cual sea su naturaleza
jurídica, que realicen las entidades del art. 3) más importantes son los típicos o
nominados, a los que se refiere el art. 12 LCSP:
o Los contratos de obras tienen por objeto la construcción de un inmueble o su
demolición, o la ejecución de trabajos sobre bienes de aquella naturaleza.
También la realización de trabajos que modifiquen la forma o sustancia del
terreno o de su vuelo o la mejora del medio natural.
o Los contratos de concesión de obras tienen por objeto la realización de la
prestaciones características del contrato de obras, pero se distinguen de éstos
en la forma de remunerar al contratista. En el contrato de obras el empresario
percibe una cantidad a cambio de la ejecución de la obra, mientras que en el
contrato de concesión de obras la contraprestación consiste o en el derecho a
explotar la obra o en el derecho a explotarla acompañado de un precio. Un
ejemplo ayuda a comprender la cuestión: la construcción de una carretera es
una actividad típica de obra pública; si el contratista se limita a ejecutarla a
cambio de un precio, el contrato será de obras, pero si la remuneración
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Ya hemos advertido en varias ocasiones que el hecho de que un contrato sea del
sector público depende únicamente de su carácter oneroso y de que lo celebre
alguna de las entidades enumeradas en el art. 3 de la Ley. Además, debemos
considerar si está o no sujeto a regulación armonizada. Pues bien, ahora se trata de
delimitar cuál es el régimen jurídico del contrato, lo que está en función de su
naturaleza administrativa o privada. La LCSP va a ser siempre aplicable, pero no en
la misma medida, pues a los contratos administrativos se aplica íntegramente
mientras que a los contratos privados sólo parcialmente. Así, un contrato SARA de
naturaleza administrativa se rige por la LCSP en todos sus aspectos, mientras que
un contrato SARA de naturaleza privada se rige por esa Ley pero sólo en algunos de
sus aspectos; por lo mismo, un contrato administrativo que no esté sujeto a la
regulación armonizada está completamente sujeto a la LCSP, precisa y
exactamente porque es administrativo.
28. Contratos administrativos y contratos privados
El art. 24 LCSP dispone que “[l]os contratos del sector público podrán estar sometidos
a un régimen jurídico de Derecho administrativo o de Derecho privado”.
• Para que un contrato sea administrativo es requisito sine qua non que se celebre
por una Administración pública [art. 25.1.a)], es decir, por una de las entidades
que forman parte del sector público a efectos de la LCSP pero que, además, tienen
la consideración de Administración pública en el sentido del art. 3.2.
Supuesta la presencia de una Administración pública, el contrato ha de ser de obra,
de concesión de obra, de concesión de servicios, de suministro o de servicios,
siendo indiferente que el contrato esté sujeto a regulación armonizada o no.
Además, dice el art. 25.1.b), son administrativos “los contratos declarados así
expresamente por una Ley, y aquellos que tengan naturaleza administrativa
especial”.
En consecuencia, los contratos administrativos pueden ser nominador o típicos
(obras, concesión de obra, concesión de servicio, suministros, servicios) o atípicos,
categoría tradicional en nuestro Derecho y que no deja de ser una especie de cajón
de sastre en que se incluyen cualesquiera contratos que no tienen un objeto
predeterminado por la Ley pero que están vinculados al giro o tráfico
administrativo.
• Los contratos privados (art. 26) son:
- Los que celebren las Administraciones públicas cuyo objeto sea distinto de los
administrativos.
- Los que celebren las entidades del sector público que siendo poder adjudicador
no sean Administraciones públicas.
- Los que celebren las entidades del sector público que no sean poder adjudicador.
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30. Aspectos fundamentales del régimen jurídico de los contratos del sector público
Todos los contratos del sector público están sujetos a unos elementos estructurales o
reglas comunes, entre las que destacan las siguientes:
- La necesidad de que los contratos sean precisos para el cumplimiento y realización
de los fines.
- La existencia de un plazo de duración.
- La libertad de pactos siempre que no sean contrarios al interés público, al
ordenamiento jurídico y a los principios de la buena administración.
- La prohibición de contratar verbalmente.
- La prohibición de contratar con el sector público a las personas físicas o jurídicas en
que concurra alguna de las circunstancias enumeradas legalmente (p. ej.,
condenadas por terrorismo).
- Las exigencias de solvencia económica, financiera, profesional y técnica que todo
contratista debe acreditar.
- La determinación del objeto del contrato y de un precio cierto.
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Además, la Ley precisa que la revocación será posible de oficio o “a instancia del
interesado”, esto es, lo que tradicionalmente ha venido llamándose “acción de
nulidad”, que consiste en una petición a la Administración autora del acto para que
ponga en marcha sus facultades revocatorias; una petición que planteará
normalmente el interesado cuando se le hayan pasado los plazos para recurrir.
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Ya no hay “revisión de oficio de los actos anulables”, y es que desde 1999, no hay
revisión administrativa sino impugnación ante la jurisdicción contenciosa. En el
supuesto de actos favorables a los particulares que no sean nulos sólo cabe, en efecto,
la declaración de lesividad del acto y la posterior impugnación judicial.
Así, lo que este precepto supone y significa es que en los casos de actos favorables que
potencialmente incurran en el vicio de anulabilidad, la Administración tiene que
declarar lesivo el acto a los intereses públicos y, después, recurrirlo ante la jurisdicción
contencioso-administrativa.
La declaración debe incluir la previa audiencia de los interesados y tiene como plazo
máximo cuatro años. Una vez efectuada la declaración, la Administración dispone del
plazo común de dos meses para acudir a la jurisdicción impugnando su propio acto
(art. 46 LJCA) y adoptando en el proceso la doble condición de demandante y
demandada de sí misma.
Iniciado el procedimiento de lesividad, si pasan 6 meses sin que se haya declarado la
lesividad, se produce la caducidad, pero puede reiniciarse otra vez si no ha
transcurrido el plazo general de 4 años.
Finalmente, la Ley parece excluir que la declaración de lesividad se haga “a instancia
de parte”, por eso el art. 107.3 habla sólo de caducidad al aludir al transcurso del plazo
para resolver sin aludir al silencio.
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cualquier momento” a partir de que se hayan producido los efectos del silencio
negativo.
Las consecuencias de no interponer el recurso en el plazo legalmente establecido se
explicitan en el mismo párrafo 1 del artículo 122 LPACAP, pues “transcurrido dicho
plazo sin haberse interpuesto el recurso, la resolución será firme a todos los
efectos”. Así, en el caso de no interponer el recurso de alzada en plazo, el acto deviene
firme y consentido, y por lo tanto ya no es recurrible.
El plazo del silencio, es decir, el tiempo que tiene la Administración para resolver el
recurso, es de 3 meses (art. 122.2), pasados los cuales el silencio tiene efectos
desestimatorios.
Finalmente, debemos señalar que contra la resolución de un recurso de alzada ya no
cabe la interposición de más recursos en la vía administrativa, es decir, que queda
prohibida la doble alzada [arts. 114.1.a) y 122.3].
Es un recurso siempre potestativo que cabe frente a los actos que pongan fin a la vía
administrativa y que se interpone ante el mismo órgano que dictó el acto (art. 123.1).
Las disposiciones de carácter general quedan excluidas.
El plazo para interponer el recurso es de 1 mes si el acto fuera expreso y si no lo fuera,
se podría interponer el recurso “en cualquier momento” (art. 124.1).
El plazo del silencio, que también tiene efectos desestimatorios, es de 1 mes (art.
124.2). Y no cabe segundo recurso de reposición (art. 124.3). A partir de la resolución
desestimatoria se abre el plazo para el recurso contencioso-administrativo.
Además, cabe decir que no cabe la doble reposición, esto es, que contra la resolución
de un recurso de reposición no podrá interponerse de nuevo dicho recurso.
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LA JURISDICCIÓN CONTENCIOSO-ADMINISTRATIVA
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Este estado de cosas desaparece en la Ley Jurisdiccional de 1956 que, en un solo tipo
de recurso, permite articular dos pretensiones distintas exigiendo una legitimación
diferente según la pretensión de que se trate. Pero la superación del exclusivo recurso
de plena jurisdicción se produce antes, vinculada al Derecho Local y es un episodio que
no suele mencionarse muchas veces: el Estatuto Municipal de 1924.
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prueba que avalen su posición. La vista oral, de existir, viene a posibilitar lo mismo
de manera abreviada y concentrada en un acto público.
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El pleito puede acabar también con el desistimiento del recurrente (art. 74), el
allanamiento de la Administración demandada (art. 75) y el reconocimiento
extraprocesal (art. 76) de lo pedido por la Administración.
• Desistimiento (art. 74). “El recurrente podrá desistir del recurso en cualquier
momento anterior a la sentencia”. El Secretario judicial dará traslado a las demás
partes por plazo común de cinco días. Si prestaren su conformidad al desistimiento
o no se opusieren a él, dictará decreto en el que declarará terminado el
procedimiento. En otro caso, o cuando apreciare daño para el interés público, dará
cuenta al juez o tribunal para que resuelva lo que proceda.
Si fueren varios los recurrentes, el procedimiento continuará respecto de aquellos
que no hubieren desistido.
• Allanamiento (art. 75). Los demandados podrán allanarse. Una vez producido
dicho allanamiento, el juez o tribunal, sin más trámites, dictará sentencia de
conformidad con las pretensiones del demandante, salvo si ello supusiere
infracción manifiesta del ordenamiento jurídico.
Si fueren varios los demandados, el procedimiento seguirá respecto de aquellos
que no se hubiesen allanado.
• Reconocimiento extraprocesal (art. 76). Si interpuesto el recurso contencioso-
administrativo la Administración demandada reconociese totalmente en vía
administrativa las pretensiones del demandante, cualquiera de las partes podrá
ponerlo en conocimiento del juez o tribunal, cuando la Administración no lo
hiciera. El Secretario mandará oír a las partes por plazo común de cinco días y el
juez o tribunal dictará auto en que declarará terminado el procedimiento.
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Su regulación se contiene en los artículo 123 a 126 de la Ley 29/1998. Su objeto son las
disposiciones reglamentarias, excluidas, por tanto, las Leyes controlables por el
Tribunal Constitucional y los actos administrativos o resoluciones. El punto de partida
se encuentra en lo dispuesto en el apartado 1 del art. 27 LJCA, que dispone que
“cuando un Juez o Tribunal de lo Contencioso administrativo hubiere dictado sentencia
firme estimatoria por considerar ilegal el contenido de la disposición general aplicada,
deberá plantear la cuestión de ilegalidad ante el Tribunal competente para conocer del
recurso directo contra la disposición […]”.
En esencia, significa que si un juez anula un acto administrativo por considerar que el
reglamento en que se basa es ilegal, una vez que ha dictado sentencia, le planteará al
juez que hubiera sido competente para conocer de un recurso directo la cuestión de si,
a su juicio, el reglamento es efectivamente ilegal. La sentencia que dicho Tribunal dicte
no afectará a la sentencia ya dictada que anuló el acto, incluso si el Tribunal que
conoce de la cuestión considera que el reglamento es legal. Si el órgano judicial
competente entiende que el reglamento es ilegal, dicha declaración tendrá efectos
generales y el reglamento se anula.
Si el órgano judicial que conoce del recurso contra el acto administrativo fuera el
competente para conocer del recurso directo contra el reglamento, la sentencia
primera se pronunciará también sobre la validez o nulidad del reglamento.
Se trata de un mecanismo que guarda cierta similitud con la cuestión de
inconstitucionalidad, aunque hay evidentes diferencias. Mientras el juez que plantea la
cuestión de inconstitucionalidad ante el TC lo hace antes de dictar sentencia,
paralizando el pleito, el que plantea la cuestión de ilegalidad ante otro tribunal de la
jurisdicción contencioso-administrativa lo hace después de dictar sentencia en relación
con el acto administrativo recurrido.
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Según este régimen general, las Administraciones públicas responden de toda lesión
que sufran los particulares en cualquiera de sus bienes y derechos que suponga un
daño efectivo, individualizado y evaluable económicamente; que sea imputable a una
Administración pública por el ejercicio de su actividad (por el funcionamiento normal o
anormal de los servicios públicos), siempre que medie una relación de causalidad entre
el hecho o acto y el daño producido y se reclame en el plazo de un año. En definitiva,
es un sistema sencillo, avanzado y, sobre todo, generoso. Pero es también un sistema
casuístico e inseguro.
El sistema pivota sobre la idea de lesión (art. 32.1 Ley 40/2015), definido en el art. 34.1
como el daño que el particular “no tenga el deber jurídico de soportar de acuerdo con
la Ley”, y no cabe soportar un daño cuando dicho daño haya sido causado mediando
culpa o negligencia de la organización administrativa o de sus agentes. Pero es más
difícil de precisar la existencia de lesión indemnizable cuando la Administración ha
actuado legalmente.
Cabe hablar, pues, de daño derivado de una actividad formalizada (daños que derivan
de un acto administrativo luego anulado: p. ej., la declaración de una ruina, la orden de
derribo anulada, etc.) o simplemente material directa e ilícita de la Administración
(funcionamiento anormal: por mala prestación del servicio, tardanza u omisión del
mismo), pero también de daño por la realización directa y a la vez legítima del mismo
(funcionamiento normal).
Por lo demás, entre el daño y su productor debe mediar una relación de causalidad.
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Para que exista responsabilidad debe haber una lesión imputable a las
Administraciones públicas subjetivamente consideradas mediando una relación de
causalidad. La imputación implica que el servicio o la persona causante del daño ha de
encontrarse integrado en la organización administrativa de que se trate (art. 36.2 Ley
40/2015). La cobertura de la Administración refiere no sólo a los funcionarios y demás
empleados públicos, sino también a las autoridades políticas. La imputación a la
Administración lo ha de ser por el funcionamiento normal o anormal de los servicios
públicos en sentido orgánico, es decir, en el sentido de actividad administrativa.
Al hablar de funcionamiento anormal de la actividad administrativa nos estamos
refiriendo a que el daño se deba a la conducta dañosa de un agente en la que se
aprecia algún elemento de ilicitud o culpabilidad, sea el grado que sea. Por tanto,
siempre que exista culpa en la conducta causante del daño, estaremos ante un
funcionamiento anormal de los servicios públicos.
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51. Bienes y derechos que pueden ser lesionados; concepto de lesión resarcible
El sistema pivota sobre la idea de lesión (art. 32.1 Ley 40/2015), definido en el art. 34.1
como un daño antijurídico, esto es, un daño que el particular “no tenga el deber
jurídico de soportar de acuerdo con la Ley”, y no cabe soportar un daño cuando dicho
daño haya sido causado mediando culpa o negligencia de la organización
administrativa o de sus agentes. Resulta más difícil de precisar la existencia de lesión
indemnizable cuando la Administración haya actuado legalmente.
El daño debe ser efectivo, evaluable económicamente e individualizado en relación a
una persona o grupo de personas (art. 32.2 Ley 40/2015).
- Que el daño sea efectivo implica la necesidad de probar su existencia; prueba que
debe ser convincente. En cualquier caso, se excluyen los daños futuros.
- Que sea individualizado significa que quedan excluidos los daños generales
(derivados de un cambio en el régimen de precios, p. ej.).
- Finalmente, ha de ser evaluable económicamente, pudiendo afectar a cualquier
tipo de bienes y derechos, incluyendo, pues, tanto los daños materiales como los
personales o morales. La inclusión del daño moral como daño indemnizable tardó
mucho en introducirse en el ámbito de la jurisdicción contencioso-administrativa.
No obstante, no siempre es fácil el deslinde entre daño moral y material,
especialmente en los casos de muerte donde, en teoría al menos, es posible
distinguir el daño moral propiamente dicho (incalculable y, en todo caso, igual para
todos) y el daño material que la muerte supone o puede suponer, que no es ya
necesariamente igual. La jurisprudencia, no obstante, no suele hacer ese distingo
que, guste o no, forma parte de la perspectiva económica de nuestra sociedad.
Para que haya responsabilidad de la Administración es preciso que exista una relación
de causalidad entre el hecho o acto administrativo determinante del daño y éste
mismo.
La fijación del nexo causal es una cuestión esencial en el sistema de responsabilidad,
porque es uno de los elementos centrales a la hora de excluir o incluir la imputación.
En este aspecto, el TS ha cambiado su visión: de exigir una causalidad directa,
inmediata y exclusiva, ha pasado a una posición mucho más flexible admitiendo una
causalidad indirecta, mediata y concurrente.
La admisión de causas concurrentes supone que, junto a la Administración, concurran
en la producción del daño la propia víctima (p. ej., tuvo un accidente por los baches
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que había en una carretera, pero iba a mayor velocidad de la permitida) o un tercero.
Si hay concurrencia de causas no por ello se rompe el nexo causal a efectos
indemnizatorios. Lo que sucede en esos casos es que se modula o matiza la cuantía de
la indemnización en la proporción correspondiente y atendiendo a la prueba
practicada.
Resta decir que la relación de causalidad se rompe, y por consiguiente no procede la
indemnización, en los casos de fuerza mayor. No así en los del caso fortuito, que sí da
lugar a indemnización. La diferencia entre los dos conceptos está en que, aunque
ambos apelan a un evento indeterminable e impredecible, el caso fortuito se refiere a
un suceso interno al servicio de que se trate, en tanto la fuerza mayor se interpreta
como algo exterior y ajeno al servicio (un rayo, un terremoto, un temporal o una
inundación excepcional, etc.).
53. La indemnización
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La regulación vigente se contiene en los arts. 142 y 143 de la Ley 30/1992, según los
cuales hay que partir de una diferenciación inicial básica: que la responsabilidad
proceda de un acto administrativo o que traiga causa de un hecho, de una actividad.
1. En caso de que la responsabilidad proceda de un acto administrativo, el dañado
puede optar por recurrir ante la jurisdicción contencioso-administrativa el acto
administrativo lesivo con una doble pretensión: la anulación del acto y, al mismo
tiempo, la indemnización de los daños y perjuicios derivados de él.
2. En el supuesto de que la responsabilidad traiga causa de un hecho o de una
actividad –que será el habitual–, el procedimiento puede iniciarse de oficio o por
reclamación de los interesados (art. 142.1). Lo normal será que empiece con una
petición del dañado al órgano administrativo que corresponda. Entonces, la
Administración responderá y ese acto agota la vía administrativa y será recurrible
en sede jurisdiccional (art. 142.6). Si no hay resolución expresa, el silencio se
entiende negativo y no habrá más remedio que esperar una resolución o recurrir
esa desestimación presunta.
El plazo para reclamar, pues, prescribe al año de producido el hecho o acto que motive
la indemnización o desde que manifestase su efecto lesivo; plazo que cede en tres
supuestos:
- en caso de daños personales de carácter físico o psíquico, el plazo empieza a
computarse desde la curación o determinación del alcance de las secuelas;
- en el ya citado caso de daños producidos por actos cuando el dañado hubiera
optado por esperar una sentencia anulatoria de aquél, el plazo empieza desde
dicha sentencia, y
- cuando hubiera intervenido previamente la jurisdicción penal por revestir los
hechos indicios de delitos; supuestos en los que, si no hay condena, el plazo para
reclamar a la Administración comienza tras es el sobreseimiento o la sentencia
absolutoria del funcionario inculpado.
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La Ley prevé también un procedimiento abreviado (art. 143), pero en todos los casos la
decisión final corresponde a la jurisdicción contencioso-administrativa, que ahora es la
única competente en materia de responsabilidad pública. Así pues, ya no es posible
utilizar la vía civil para demandar a la Administración.
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