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R A M I R O DE M A E Z T U

Don Quijote, Don Juan


y la C e l e s t i n a
ENSAYOS DE SIMPATIA

COLECCIÓN CONTEMPORANEA.-CALPE
I NDI CE

l? á g lD M .

D edicatoria....................... ................................. 5
P rólogo.— Los hijos de la fantasía y su natu­
raleza.................................................................. 9
DON QUIJOTE O EL AMOR
I.— Fiestas y decadencia......................... 26
II.— Hamlet y Don Quijote...................... 39
HE.— La vida de Cervantes........................ 61
IV.— La España de Cervantes................... 66
V.— La concepción de Don Quijote......... 78
VI.— Los críticos del «Quijote».................. 93
VET.— España y el «Quijote*........................ 107
DON JUAN O EL PODER
I.— El tipo de Don Juan......................... 121
II.— El españolismo de Don Juan........... 136
III.— El.mito de Don Juan........................ 163
IV.— El drama de Don Juan..................... 163
V.— La hora de Don Juan........................ 174
VT.— La razón de Don Juan...................... 180
LA CELESTINA O EL SABER
I.— El amor de Calisto y Melibea........... 189
II.— La tragedia del amor-pasión............ 200
H I.— El saber de Celestina........................ 218
IV.— La santa del hedonismo.................... 233
V.— La fe del bachiller Rojas................... 246
VI.— La codicia y el amor-pasión............. 271
V il.— Mundo y ultramundo........................ 276
DEDICATORIA

A D. Ezequiel P . Paz,

Director de La Prensa, Buenos Aires.

Señor:

Estos intentos de interpretación se publicaron en


su mayoría en las páginas de La Prensa, unos como
ahora van reproducidos, con ligeras variantes, otros
con tales transformaciones de redacción y fondo que
no se podría reconocer en dios más identidad que la
del tema. Ta cuando se escribieron proyectaba que
últimamente se reunieran en algún volumen, donde
los llamo: «Ensayos en simpatía*, porque fueron es­
critos entre lágrimas, ri^as y sueños ele fortuna, como
los mismos mitos literarios hispánicos—¡D on Qui­
jote!, ¡Don Juan!, ¡Celestina!— cuya vibración
múltiple no acaba de sentirse. Justo es que al pu­
blicarlos en libro estampen en sus primeras páginas
el nombre del periodista ilustre que ha desarrollado
su glorioso diario al punto de esplendor que le per-
miie, después de servir la información del día con
amplitud incomparable, atender a las actualidades
duraderas.
Por los muchos años de trabajo en su casa, reci­
ba, Sr. Paz, el agradecimiento de

El A utor.
DON QUIJOTE, DON JUAN Y LA CELESTINA
EN SAYO S DE SIM PATÍA
PROLOGO

LOS HIJOS DE LA FANTASÍA Y SU


NATURALEZA

En el Olimpo de la imaginación, Don Quijote,


Don Juan y Celestina no sólo se destacan como las
figuras más firmes que ha engendrado la fantasía
hispánica, sino que no las ha producido más claras
y famosas literatura alguna; porque en diciendo
de un hombre que es un Quijote o un Don Juan ya
so sabe lo que es, y ouando a una mujer se le llama
¡Celestina no hay necesidad de escribirlo con ma­
yúscula, porque no se trata meramente de un ca­
rácter, sino de una profesión, a la que Platón lla­
maba «poderosa para hacer a las ciudades amigas
y negociar matrimonios convenientes», y de la que
Cervantes aseguraba, para los que pongan b u gra­
no de sal al entenderle, «que es ofioio de discretos
y necesarísimo en la república bien ordenada*.
Si el oficio de Celestina tiene bu lugar determi­
nado en las repúblicas, no ocurre lo mismo con la
Celestina, ni con Don Juan, ni con Don Quijote,
ni con ninguna de las grandes sombras que la hu­
mana imaginación ha producido. No sabemos exac­
tamente para lo que han nacido ni lo que hacen
en el mundo del espíritu, ni siquiera si es necesario
averiguarlo. Hay quien pensará que no hacen
nada. Nacieron meramente para entretenimiento
nuestro, y si nos divirtieran un instante no hay
que pedirles nada más. Pero el caso es que no se
contentan con vivir con nosotros un par de horas,
sino que nos acompañan el resto de la vida. Son
para nosotros realidades más profundas que las
de muchoB seres de carne y hueso. Y aquí hay un
misterio que convendría esclarecer. Las prensas
no cesan de publicar novelas, ni los teatros de es­
trenar dramas y comedias. La imaginación huma­
na crea todos los años miles y más miles de perso­
najes. Por los ojos de una de esas suscriptoras de
librerías circulantes, que diariamente leen una
novela, pasan al cabo del año los gestos y los di­
chos de innumerables fantasmas literarios. Pero
casi todos ellos nacen muertos. Desfilan insubstan­
ciales por nuestra fantasía y desaparecen dejando
en nuestras almas menos huella que los sueños que
forjamos despiertos en nuestros ratos de ocio. Im­
posible recordar sus figuras. Imposible igualmente
olvidar las de Don Quijote, Don Juan y Celestina.
Y es difícil de creer que la razón de su perennidad
sea meramente artística, en el sentido de mera­
mente literaria.
Por de pronto hay que hacer una distinción ra-

dical entre los hijos de la imaginación y las obras


en que aparecen. Hay grandes obras de imagina­
ción en que las figuras no son grandes. Si a todos
los genios fuese dable acuñar caracteres de primer
orden, no seria posible la existencia de grandes
literaturas que no han producido ninguno. En
oambio, surge el inmortal tipo de Don Juan de un
drama como El Burlador de Sevilla, concebido y
escrito de prisa, y después de que una docena de
ingenios han querido imprimir su sello en la figura
del seductor intrépido, todavía vaga el personaje
en busca de un autor que lo cristalice definitiva­
mente, como lo están, desde bu creación, la Celes­
tina y Don Quijote.
Ya es curioso el hecho de que un mito literario
de primera magnitud pueda surgir de una obra
punto menos que olvidada. Se podrá alegar que la
calidad de los hijos de la fantasía no depende de la
literatura que los viste, sino de la imaginación que
los engendra. Quizá exista una teoría que nos
diga que lo que necesitan los hijos de la imagina­
ción para ser bellos es que sean meramente fan­
tásticos, y que no se ensucien ni enturbien al con­
tacto de la realiclad o t de las intenciones morales
o políticas. El arte es juego y su intención consiste
en no tener ninguna. La imaginación, «la loca de
la caso», es la función esencialmente juguetona del
espíritu. Lo único que hay que pedirle es que no
sea ni pretenda ser real, ni edificadora, ni didác­
tica. Lo cual está bien, aunque no sé cómo podrá
leerse a Dostoievski sin que se nos remuevan los
más angustiosos conflictos morales, ni uno do los
mejores cuentos de Maupassant, «Bola de Sobo»
o «La casa Tellier», sin que se ponga en entredicho
la moralidad corriente de la vida francesa, ni hallo
medio de suprimir en las comedias de Aristófanes
las alusiones a su actualidad, ni tampoco en mu­
chas de las obras de Shakespeare, ni se cruza el
Sund por Helsingor sin que los pasajeros nos mues­
tren con el dedo el castillo de Hamlet.
Lo que hay de verdad en esta teoría es lo que ya
encerraba la vieja norma de la unidad en la obra
del arte. En una situación imaginada cabe todo,
incluso el mundo real y la moralidad, siempre que
Be hallé contenido virtualmente en la propia situa­
ción imaginada, sin que la deforme la arbitrarie­
dad del autor. Lo que destruye la ilusión artística
es la mezcla arbitraria de lo soñado con lo vivido
y lo deseado. Si el lector ha estado habitando una
región fantástica, no se le podrá cambiar de mo­
rada sin sacudirle penosamente. El hecho de que
el arte sea siempre heterogéneo y de que el mundo
de lo soñado Be componga también de las cosas
vividas y do las deseadas o temidas, no quita para
que subsista una diferencia entre las cosas soña­
das y las vistas, que conviene mantener en bene­
ficio de la unidad de la obra. El mundo de la ima­
ginación se rige por sus leyes y no está bien forzar
el curso de la fantasía para imponerle conclusio­
nes que no sean las suyas naturales. Ultimamente
han aparecido en España, y el ejemplo aclarará
la tesis, algunas almas de buena voluntad que
han creído utilizable los métodos del novelista
Wells para propagar sus propias ideas religiosas
y políticas. Son hombres de considerable talento
y excelentes intenciones. Lo que hace, sin embar­
go, que sus obras no puedan compararse con las
de Wells es que cuando el escritor Inglés se forja
un supuesto imaginario, por ejemplo la posibili­
dad de convertir los cerdos en hombres, de hacer­
se invisible, de que vengan los marcianos a la tie­
rra o de que se pueda explorar el porvenir, etc., lo
desarrolla en su propio plano y lo sigue hasta el
fin, sean las consecuencias las que fueren, sin de­
jar que sus propias ideas políticas o religiosas, &
pesar de ser bien definidas, intervengan en el curso
de la obra, con lo que consigue su objeto de colocar
al lector en el proceso imaginado de su novela, en
tanto que sus imitadores españoles no lo consi­
guen, sencillamente porque su apresuramiento en
mostramos sus ideas nos hace pensar en los artícu­
los del periódico que leen habitualmente y pste
pensamiento basta para impedir que nos embar­
quemos en sus libros o para mantenemos con un
pie en el muelle y otro a bordo, que no es la más
cómoda de las posiciones.
Pero el hecho de que una obra de fantasía no
deba serlo de otro carácter no quita para que ob­
servemos a los estéticos del arte puro que la ima­
ginación no surge en el vacío, sino que funciona
con arreglo a nuestros deseos y temores. El juego
de la imaginación n es libre. Sus hijos no se en­
gendran espontáneos, sino que nacen de elemen­
tos reales, al impulso dé las cosas que queremos
o de las que deseamos evitar, y se combinan con
arreglo a las leyes de la asociación de ideas. Todo
lo que se ha escrito en estos años respecto de los
sueños vale también para las cuentas de la lechera
y para los entretenimientos de los niños cuando
juegan a suponer que son el rey, justicias o ladro­
nes. Por detrás de la cortina donde aparecen las
figuras de la linterna mágica se disputan la pri­
macía la voluntad y la memoria. Este mundo de
la imaginación, aunque distinto del real, es hijo
suyo y no ha nacido sino para influir en la reali­
dad, como las otras creaciones del hombre. Cuan­
do nos figurábamos haber salido de nuestra cárcel
cotidiana, nos encontramos más metidos que nun­
ca. Decidme oon lo que sueña una persona y os
diré quién es, porque nadie sueña sino con elemen­
tos de la realidad y sus combinaciones. No me
atrevería a proponer como verdadera ninguna de
las interpretaciones de los sueños que abundan en
las recientes especulaciones psicológicas. Tampo­
co estoy seguro de que sea fundada mi opinión de
que las fantasías se producen por una ley de com­
pensaciones, según la cual, los tristes, que lo ven
todo negro, sueñan con realizar lo que desean,
mientras que los optimistas, que son los que ha­
cen en la vida lo que quieren, no sueñan, al
revés, sino con lo que-no quisieran que acontezca.
Pero que existe una lógica de la imaginación, una
relación todavía desconocida en parte, pero inexo­
rable, entre el mundo de los sueños y el de la rea­
lidad y la voluntad, es cosa que ya no puede po­
nerse en duda y que destruye la concepción del
arte como cosa separada e independíente de la
vida ordinaria.
Del problema moral no nos escapamos 6Íno en
la medida que nos sustraemos a 1a tensión artís­
tica. Hay una forma de literatura a la que apenas
se puede llamar arte: la novela de folletín, la pe­
lícula de cinematógrafo, la comedia compuesta
expresamente para distraer al público, pero sin
poner en peligro su buena digestión. £1 fantástico
puede seguir los volatines de la imaginación? lo
mismo cuando construye sus propios castillos en
el aire que cuando sigue los construidos por otro
y sueña que se halla en el lugar del héroe, sin ne­
cesidad de poner en ello toda la atención, al modo
que una portera sigue leyendo su novela cuando
le preguntamos por el piso de un vecino. Quizá
pueda decirse de estos caprichos de la fantasía
que su mundo es distinto de la realidad y la moral,
aunque al seguirlos no hagamos sino divertirnos
y descansar, que son cosas reales y aun morales.
Pero tan pronto como surge un artista y proyecta
la luz de su linterna sobre la penumbra de estas
figuras de la fantasía, el lector o el espectador ad­
vierto que la comodidad con que seguía el curso
de la acción ha desaparecido. La lectura de una
novela de Dostoievski, lejos de exigir esfuerzo,
se convierte en obligatoria para todo hombre de
algún espíritu que la haya comenzado. La pujan­
za del novelista nos obliga a seguirle, pero ello no
evita que nos fatigue como un largo viaje en dili­
gencia. Y es que cada una de las figuras y de las
situaciones está cargada de problemas morales.
Lo mismo ocurre oon la representación de un dra­
ma de Ibsen. No gusta al filisteo, no por falta de
interés, sino por sobra. Y no digo con ello que el
filisteo no tenga bu parte de razón. El individuo
humano no es la Divina Providencia, y no hay
para qué abrumarle con problemas que no pueda
resolver, pero la serenidad que debe adoptar ante
esta fatalidad de los conflictos insolubles es a su
vez una actitud moral y también un problema.
El hecho de que todas, digo «todas», las grandes
obras literarias, figuras y situaciones, se nos pre­
senten preñadas de problemas morales no puede
discutirse. ¿Cómo, entonces, sustraerse a la con­
clusión de que son los conflictos morales del hom­
bre los que hacen destacarse ciertas situaciones
de la fantasía, sencillamente porque en ellas se
encuentran expresados 1 Podrá el artista no darse
cuenta de ello, y acaso sea preferible que no le dis­
traiga la conciencia moral de su cuidado artístico.
Tampoco necesita el historiador hacerse cargo de
que está construyendo sus individuos históricos
con arreglo a sus valores culturales, que ésta es,
y no otra, la causa de que agrupe sucesos en tomo
a una unidad, a la que llama, por ejemplo, Rena­
cimiento, en vez de estudiar, si se le ocurre, el nú­
mero de faltas de ortografía que hay en los ma­
nuscritos medievales (y aun entonces construiría
su individuo histórico con arreglo a la gramática,
que es también un valor cultural). Basta el instin­
to para decirle que no se ha de historiar sino lo que
tiene importancia para el mundo de la cultura.
Así también hay un instinto que mueve al artista
a no escoger de entre las innumerables situaciones
y figuras que le brinda la fantasía sino las que
tienen interés humano, que son las que más ínti­
mamente se relacionan con los problemas del hom­
bre, es decir, con los problemas morales. El artista
tiene perfecta libertad para valorarlas con su sim­
patía o con su antipatía, como el historiador la
tiene para ser partidario o enemigo de la Revolu­
ción Francesa, pero el tema histórico ha de esco­
gerse por su relación con los valores culturales y
la situación o el personaje literario por su cone­
xión con los problemas morales. Ya sé que al hacer
esta afirmación me estoy aventurando por un ca­
mino nada simpático a numerosos artistas moder­
nos, que no ven en el arte sino precisamente la
manera de escapar al problema moral. Lo que digo
es que su empeño es irrealizable. No podrán aducir
en favor suyo un solo grande ejemplo. Oscar Wil-
de dirá en sus Intenciones que las esferas de la mo­
ral y del arte son distintas, pero nunca escribió
DOV QCIJOTS, DOS JUAJT T LA CELÍSTHA. 2
una línea que no se refiriese a la moral. Es como
un hombre que se hubiera pasado la vida entera
negando la existencia del infierno y sin preocu­
parse de otra cosa. ¿No le buscaríamos la pata de
cabra? También se cita el nombre de Stendhal
como el de un novelista enteramente despreocu­
pado de cuestiones morales, y por un momento
no tengo inconveniente en decir, digo en decir
porque es la verdad que no lo pienso, que estuvo
como individuo oolocado allende el mal y el bien.
Pero si abro uno cualquiera de b u s libros, por ejem­
plo, El Rojo y el Negro, me encuentro con que en
las cuatro primeras páginas, al describir la peque­
ña villa de Verriéres, en el Franco-Condado, nos
hallamos en un ambiente de avaricia, porque las
gentes no se cuidan sino de sus pequeños intereses
pecuniarios; de sordidez, que se conoce en la prisa
que se dan los propietarios en construirse altas
tapias que se inspiren respeto mutuamente; de
vanidad, porque para aumentar sus propiedades
son hasta capaces de pagarlas más de lo que va­
len, y de rutina, por el orgullo que ponen en no
aceptar ninguno de los planos de los constructores
italianos que todas las primaveras solían, hace un
siglo, pasar por las gargantas del Jura para ir a
París.
Y no es tan sólo verdad de hecho que las obras
artísticas de imaginación nos colocan ante nues­
tros propios problemas morales. Es que no sería
posible ni aun concebible otra cosa. No sé si ha­
brá gentes amorales. Y o no he tropezado mas que
con buenas, malas y medianas. Si una señora del
gran mundo pregunta a un caballero de buen ver
si por casualidad cree en el deber, lo probable os
que le esté incitando a una declaración amorosa
y que la pregunta signifique si quiere ser su aman­
te. No sé cómo podría concebir la fantasía huma­
na una situación o un personaje interesante que
no constituya un problema moral; pero si fuese
posible la hazaña de colocarse ante un mundo
fantástico, en el que los personajes y las situacio­
nes no se relacionasen para nada con la moralidad,
creo que se habría inventado o la más aburrida
o la más fascinadora de las novelas, y que de no ser
la más insoportable habría que devolver su pri­
mitiva fuerza a un antiguo lugar común de los
periódicos, el de «brillar por su ausencia», porque
cada uno de los momentos en que faltase la rela­
ción moral a los personajes y sus situaciones, no
serviría sino para hacer más punzante el problema
ético, en que nos emplaza la realidad cotidiana de
personajes y situaciones análogos. Así la conside­
ración de que los hombres no seamos tal vez sino
las marionetas de la canción francesa: «Lea petiíea
maricmeltes—font, foni, jant— trois peiils toara— el
'¡ruis 3 ’en vonU es una de las más desoladoras que
podemos hacemos. Ya sé que en algunas de las
mejores obras de Plaubert y Maupassant la vida
humana no tiene otro sentido que el de esas ma­
rionetas, pero la grandeza de sus novelas depende
de b u condición de ser como fotografías negativas
do la vida moderna, que delatan por todas partos
los ideales morales que el mundo no tiene, pero
que necesita.
Fué Schopenhauer, me parece, el primero que
desarrolló la idea de que en el mundo del arte las
cosas no tienen fundamento causaí. Mientras la
naturaleza nos coloca ante sucesos que todos ellos
se producen con arreglo al principio de razón sufi­
ciente, por el que nada se produce sin que podamos
preguntamos por qué razón existe (nidia res exis-
tit, de qua non possit qvaeri, quaenam sit causa, cur
existatj, en el arteval contrario, nos substraemos al
mundo de los relaciones para entrar en el de las
ideas. En cierto modo, lo último es exacto. Si por
ideas se entiende las esencias, no cabe duda de la
superior esencialidad de Don Quijote, Don Juan
o Celestina respecto de la mayoría de los seres rea­
les que conocemos en el mundo. El hecho de que
los personajes ficticios y el mundo imaginado sean
menos complejos que los reales no amenguan, sino
quo subrayan su escncialidad. Gracias a esta sim­
plificación, la poesía objetiva el carácter esencial
del hombre y de la vida. Pero esta esencialidad
no se produce independiente de toda relación.
Los personajes de la fantasía podrán substraerse,
como pretende Schopenhauer, al principio de ra­
zón suficiente, pero es porque son hijos de la causa
final. No nos cuentan una fábula extraña, sino
lina realidad o una posibilidad de nuestra propia
vida (de te fabvla narratur) , con lo que remueven,
quiéranlo o no quieran, nuestros propios proble­
mas. Su misma B e n c ille z no tiene otro objeto que
el de presentamos con mayor claridad los eternos
conflictos del ideal y la realidad, las pasiones y el
deber. De ahí que las obras de la imaginación no
terminan su acción cuando nos han hecho viajar
por países y convivir con personas diferentes de
las de la vida cotidiana, sino que cada una de las
gentes y de las situaciones con que tropezamos en
ellas nos dejan problemas morales, urgentes o po­
tenciales, que hemos de resolver. Y por eso Don
Quijote, Don Juan o Celestina viven en nuestras
almas. Son problemas morales que esperan solu­
ción, lo que justifica el carácter ético de estos en­
sayos de sünp&tización. Y cuando los resolvemos,
si llegamos a resolverlos, ee convierten en experien­
cias aleccionadoras de la vida, por lo mismo que
no han sido meramente abstracciones, como teore­
mas de moral, sino que entraron en nosotros por
la intuición y el sentimiento, como la vida misma.
Al llegar a esta conclusión parece que nos he­
mos estado moviendo en círculo. Hemos empezado
por observar que la imaginación no crea en el va­
cío sus figuras, sino movida por los deseos y temo­
res que sacuden el alma. A su vez esas criaturas
de la imaginación nos colocan ante los mismos
problemas morales, que acaso quisimos evitar al
ponemos a fabricar castillos en el aire o a leer una
novela. Y es que no hay escape al problema mo­
ral. Loe hijos del arte han de ser también buenos
o malos. Sólo los nulos son indiferentes. Pero no
creamos que seguimos donde estábamos al princi­
pio. Por el rodeo del arte hemos ganado la distan­
cia que media de las tinieblas a la luz. El resplan­
dor de la fantasía nos permite percibir con clari­
dad lo que pugnaba por esclarecerse en nuestro
espíritu. Así podremos, al digerir los mitos, cons­
truir el ideal. La sencillez del arte nos permite
orientarnos mejor en las complejidades de la vida.
Veremos claro, se levantará el día, desaparecerán
las incertidumbres, cantarán los pájaros, se ale­
grará el mundo: llegará, al cabo, la' hora de la
acción.
DON QUIJOTE O EL AMOR
FIESTAS Y DECADENCIA

El año 1905 se señaló, en la historia espiritual


de los pueblos de lengua castellana, por las fies­
tas con que conmemoró España el tercer cen­
tenario de la publicación de la primera parte del
Quijote. Por iniciativa de un gran periodista, don
Mariano de Cávia, se celebraron diversas 'ceremo­
nias ofíoialcs, académicas, particulares, literarias
y populares, a las que fueron invitados los países
de nuestra habla y se quiso que concurriesen, ade­
más, Cataluña, representada por Maragall; Italia,
por Amicis; Francia, por Anatole France; la Pro-
venza, por Mistral, y Portugal, por Guerra Jun-
queiro. Con estas fiestas Be trató de proclamar
solemnemente la obra de Cervantes como lazo
espiritual, norma de conducta, fuente de doctrina
y manantial común de vida para todas las nacio­
nalidades donde se habla español.
Apenas emitido el pensamiento se apresuraron
a prohijarlo todas las academias y centros oficia­
les de la mentalidad española. Los partidos poli-
ticos y el Consejo de Ministros le dispensaron bu
protección y apoyo. Los periódicos se convirtie­
ron en b u s propagandistas. La mayoría de los es­
critores Be dispuso a entonar en loor de Cervantes
las alabanzas mejor compuestas. Los profesores
y los maestros decidieron hacer del Quijote texto
obligatorio para los educandos españoles. Los li­
breros multiplicaron las ediciones del libro inmor­
tal y de sus principales panegíricos. Escribiéronse
para la ocasión dos libros importantes: una Vida
de Cervantes, por el Sr. Navarro y Ledesma, y unos
Comentarios a la vida de D. Quijote y Sancho, por
el Sr. Unamuno. Y en aquel coro de voces entu­
siastas sólo se oyó una palabra disonante. Eubo
un escritor, un periodista, que llamó «decadente»
al Quijote y «apoteosis de nuestra decadencia» a
los festejos con que se iba a conmemorar el cente­
nario de su aparición. Este juicio produjo un gri­
terío hostil. Se dijo al protestante que hablaba
por hablar, que era un excéntrico pagado do no­
toriedad, que ni siquiera habla leído el libro que
llamaba decadente. Y una vez apagada con estas
voces la estridencia de su protesta, prosiguieron
los preparativos oficiales para celebrar solemne­
mente los festejos.
Han pasado veinte años, y el periodista se ex­
plica bien que España defienda sus valores histó­
ricos. Es obligación de todos los pueblos sostener
su patrimonio espiritual, en la medida de la justi­
cia, frente a cualquier ataque. El Quijote es obra
grande y decadente al mismo tiempo. La palabra
decadente no se había limpiado entonces de sus
asociaciones peyorativas, tales como enfermizo,
nocivo, corruptor. Escribía yo en aquellos años
encendido por un espíritu que me llevaba a buscar
en el pasado la causa de los males presentes. Mi
antigua fe en la importancia de las ideas y de los
sentimientos en la vida me movía a combatir los
tópicos de la decadencia donde los encontrase.
Y unas veces veía en el Quijote la expresión y otras
la causa de la decadencia. Esta indecisión, hija de
la inmadurez de un pensamiento que se estaba
formando, basta para explicar que no se mo en­
tendiese. Pero lo que debió entenderse desde el
primer momento, y no me'explico que no se com­
prendiera, porque su evidencia no puede discu­
tirse, es que en el Quijote tenemos que ver el libro
ejemplar de nuestra decadencia. Y los intelectua­
les debieron haber advertido también que asi se
reconoce al mismo tiempo su valor espiritual, se
fija su puesto y se prepara el ánimo de las genera­
ciones venideras para leerlo en su verdadera pers­
pectiva, con lo que se las inmuniza contra sus
sugestiones de desfallecimiento.
Los que se alborotaron al ver aplicada en letras
de molde la palabra decadente a la obra de Cer­
vantes, ¿se hicieron cargo de lo que significaba?
¿Se propusieron alguna vez seguir el precepto
nietzscheano, cuando aconseja: «ver la verdad por
la óptica del artista, pero el arte por la óptica de
la vida»? ¿Se dieron cuenta de que la calificación
de decadente no afecta en modo alguno al valor
literario de una obra, ni aun a bu valor moral o
ético, y que sólo expresa su momento vital? Todo
poeta, al escribir un libro, si lo escribe con since­
ridad y con hondura, condición necesaria para
que la obra sea grande, forzosamente, inevitable­
mente transmite a sus palabras su diapasón vital,
y si decadente es el autor, decadente será lá obra,
y si bárbaro, bárbara. ¿No se entendió esta rela­
ción inevitable entre el autor y la obra? Pero en­
tonces, ¿cómo se iba a entender esta otra relación
ineludible entre la obra y el público, por cuya vir­
tud sólo Be elevan a la oategoría de libros represen­
tativos do pueblos decadentes las obras decaden­
tes, de países bárbaros, las bárbaras y de naciones
en apogeo las obras armónicas y plenas?
Los individuos y los pueblos se hallan inevita­
blemente, mientras viven, o en el estado de creci­
miento, desarrollo y barbarie, o en el de madurez,
apogeo y plenitud, o en el de cansancio, vejez y
decadencia. Esto es elemental. El desarrollo se
caracteriza por la multiplicidad de los instintos,
por el ansia de acción, por la contradicción de los
distintos ideales, por la energía de los impulsos;
el apogeo sobreviene en medio de la acción, cuan­
do el predominio de un ideal coordina los impulsos
y ajusta al mismo tiempo los medios a los fines y
los fines a los medios; la decadencia se marca cuan­
do nos reconocemos vencidos ante el ideal inaBe-
quible, cuando se muestran nuestros medios in­
adecuados para nuestros fines y la realidad se en­
coge y anonada ante el ideal enhiesto o inalcanza­
ble. Hasta en un mism o día puede pasar un hom­
bre sano por estos tres períodos. Al despegarse de
las sábanas, en el campo, cuando despunta el alba,
¿no sentirá comezones de brincar, de moverse en
todos los sentidos, de ponerse a cantar? Eso es
juventud. Después, a mediodía, cuando se vuelve
para mirar la faena, ¿no pensará en la convenien­
cia de acordar sus trabajos con las horas de sol que
le queden? Eso es madurez. Y luego, a la caída de
la tarde, ¿no pensará con melancolía que no ha
hecho todo lo que proyectaba? Eso es decadencia.
Y se habla de un cuarto estado, de gran fatiga, en
que no se es ya dueño de los actos ni de los pensa­
mientos, que Burgen inconexos de una conciencia
vaga. Así hay libros en que se pierden las líneas
generales de un asunto y los capítulos valen más
que la obra, las páginas más que los capítulos, y
las frases más que las páginas. Pero este período
no os sino el de la misma decadencia cuando se
agrava y tooa a su límite; la decadenoia ha em­
pezado más atrás: desde el momento en que el
ideal se muestra superior a los medios para reali­
zarlo.
Estos razonamientos, todavía imprecisos, en­
focan el concepto de decadencia desde el punto de
vista del ideal y no desde el punto de vista de la
vida. La razón de ello es que sólo así puede man­
tenerse la analogía de individuos y pueblos. Si se
piensa en la vida surge al punto la esencial dife­
rencia de que los pueblos se renuevan con las ge­
neraciones, mientras que los individuos, por defi­
nición, no pueden renovarse. Los pueblos no de­
caen, como los individuos, por la mera acción del
tiempo. En los individuos la decadencia es anun­
cio de muerte. En los pueblos no necesita serlo,
sino de una situación nueva, de un período de re­
poso, de una pérdida de la iniciativa histórica, en
la que, a cambio de padecer por algún tiempo el
rango, se vuelve a crear otro ideal y la energía con
que mantenerlo. En cambio, si se piensa en la po­
sición que ocupan respecto de su ideal, que vie­
ne a ser como el amor de una nación, recobra su
validez la analogía de pueblos e individuos. Al
tiempo de surgir, los ideales tienen que afirmarse
en lucha con otros ideales; y éstos son los períodos
de confusión y de barbarie. Cuando los hombres y
los pueblos se dan a un ideal, sienten que Be les
multiplican las energías con esta unificación de los
afectos; y ésta es la madurez. Y cuando se des-
epgañan advierten unos y otros que en su ideal se
ha separado lo quo había de infinito, do lo que
contenía de asequible, y mientras esto, realizado
ya, ha perdido su encanto, lo infinito se pierde en
la distancia.
No comprendo que ee pueda leer el Quijote sin
saturarse de la melancolía que un hombre y un
pueblo sienten al desengañarse de bu ideal; y si se
añade que Cervantes la padeoía al tiempo de escri­
birlo, y que también España, lo mismo que su
poeta, necesitaba reírse de sí misma para no echar­
se a llorar, ¿qué ceguera ha sido ésta, por la que
nos hemos negado a ver en la obra cervantina la
voz de una raza fatigada, que se recoge a descan­
sar después de haber realizado su obra en el mun­
do? Una obra de «frívolo y ameno entretenimien­
to» no apresaría el ánimo en la misma medida que
el Quijote. Tampoco basta a explicar su grandeza
el heoho de que tantos escritores hubiesen comba­
tido los libros de caballería y sólo Cervantes «se
hiciera obedecer», según frase de un crítico. No
diré que cuando Cervantes compuso su obra; fue­
ran los libros de caballería esas obras de mero pa­
satiempo que apenas dejan huellas en el espíritu,
porque su influencia había sido mucha, aunque ya
declinaba cuando 9e publicó el Quijote. Algo más
ha de haber en esta novela cuando no falta quien
ha creído encontrar en sus páginas un sistema filo­
sófico, un programa de gobierno, nnn- síntesis de
teología, y hasta un tratado de medicina o estra­
tegia. ¿Qué hay en el Quijote?
No busquemos interpretaciones esotéricas: leá­
moslo con humildad y Bencillez. Cervantes nos
describe a un ser simbólico que, nutrido de un
ideal caballeresco, consigue persuadir a un rústico
para que le acompañe por el mundo a realizar el
bien de la tierra. «Los religiosos— dice Don Qui­
jote— con toda paz y Bomego piden al cielo el bien
de la tierra; pero los soldados y caballeros ponemos
en ejecución lo que ellos piden, defendiéndolo oon
el valor de nuestros brazos y filos de nuestras es­
padas, no debajo de cubierta, sino al cielo abierto,
puestos por blanco de los insufribles rayos del sol
en el verano y de los erizados hielos del invierno.
Así que somos ministros de Dios en la tierra y bra­
zos por los que se ejecuta en ella su justicia.» No
se trata únicamente, como vemos, de los libros de
caballería, sino del ideal caballeresco, del impulso
que empuja a los espíritus nobles a intentar la
realización de empresas grandes, sin reparar en
los peligros ni detenerse a calcular las propias
fuerzas. Por acometer esta aventura Don Quijote,
que después de haberse metido a caballero andan­
te «es valiente, comedido, liberal, bien criado, ge­
neroso, cortés, atrevido, blando, paciente, sufridor
de trabajos, de prisiones, de encantos», aunque
monomaniaco, cae víctima del mozo de muías que
le apalea, dé los molinos de viento que le ensartan
en su giro, de los yangüeses que le maltratan, de
los pastores que le apadrean, de los galeotes que
le desarman, de la maritornes que le cuelga, de los
cuadrilleros que le enjaulan, del cabrero que le
golpea y del Ama y la Sobrina y el Cura y el Bar­
bero y el Bachiller y los Duques, que le burlan y
escarnecen en todo el curso del libro, con cruel­
dad que hace reír a los lectores niños y llorar a los
hombres generosos, hasta que el pobre Don Qui­
jote renuncia a su sueño, se recluye en su casa,
reniega de la caballería andante, concibe el pro­
pósito de trocarse en pastor, cuando 3e encuentra
vencido y humillado en Barcelona, y sólo gana la
estimación de sus convecinos al recobrar el juicio,
para morirse de melancolía. «En los nidos de anta­
ño, no hay pájaros hogaño», dice poco antes de
hacer su testamento.
El Quijote es, por lo tanto, una parodia del espí­
ritu caballeresco y aventurero. Este punto lo ha
visto bien don Juan Valera.
«El objeto de la parodia, si el parodiador es un
verdadero poeta, y ta l. era Cervantes, aparece
siempre a sus ojos como un bello ideal que enamo­
ra el alma y arrebata el entendimiento, pero que
no responde, o por anacrónico o por ilógico, a la
realidad del mundo, ora en absoluto, ora en un
momento dado. El ingenio de los españoles no se
inclina a la burla ligera, como el de los franceses,
pero se inclina más a la parodia profunda. La reac -
oión del escepticismo y del frió y prosaico senti­
do vulgar es más violenta entre nosotros, por lo
mismo que es en nosotros más violento el amor y
la fe más viva y el entusiasmo más permanente
y fervoroso. En ningún pueblo echó tan hondas
raíces como en el nuestro el espíritu caballeresco
de la Edad Media; en ningún pecho más que en el
de Cervantes se infundió ese espíritu con más po­
derosa llama; nadie tampoco se burló de él más
despiadadamente.»
A las palabras del Sr. Valera puede objetarse
D oh Q u ij o t e , D o s J u a b y l a C e l í s t i h a 3
que no hay razón para que los españoles seamos
más violentos que otros pueblos, ni en la fe, ni el
escepticismo. Es posible que lo fuéramos, sin em­
bargo, en el siglo xvi, pero ello no dependería de
nuestro natural, sino de causas determinables,
como la lucha milenaria contra los moros. No fué
el temperamento, sino el tiempo y las circunstan­
cias, quienes engendraron entre nosotros el espí­
ritu militante. Hecho el reparo, las otras palabras
de don Juan Valera parécenme definitivas. Según
ellas significa el Quijote: «la burla despiadada del
espíritu caballeresco»; «la reacción del frío y pro­
saico espíritu vulgan contra los impulsos que lle­
van a la acción aventurera. ¿Por creerlos nocivos
en sí mismos? Nada de eao. El Sr. Valera añade
con idéntico acierto: «Cervantes amaba la «roman-
cería», y la epopeya histórica, y los libros de caba­
llería, aunque tuviese por instinto el sentimiento
de que eran anacrónicos.» Don Quijote está dema­
siado viejo para sus empresas. Quiere, pero no pue­
de. Pues eso es decadencia.
Lo que habría que esclarecer ahora es si Don
Quijote simboliza a la España de principios del
siglo xvn. Sólo que esto no podemos pregun­
társelo a Cervantes. Es la posteridad quien por
él tendrá que decidirlo. El simbolismo del Quijo­
te puede ser, debe ser inconsciente. No es en
la cabeza de un artista, sino en su corazón, tal
como la fantasía nos lo revela, donde hemos de
bascar el sentido de la época en que vive. Me
parece probable que muriese Cervantes fiel a su
culto de:
Felipe, señor nuestro,
Segundo en nombro y hombre sin segundo,
Columna de la fe segura y fuerte,

como dice en el segundo de los poemas que le sugi­


rió la pérdida de la Invencible, aunque no es pro­
bable que el tercer Felipe le inspirase los mismos
entusiasmos que el hijo de Carlos V. Creo verosí­
mil que si Cervantes resucitase se indignaría con­
tra los que leemos en su ingenioso, pero descaba­
lado hidalgo, el símbolo de la monarquía católica
de España, divina caballería en lucha contra el
tiempo y contra el mundo, para imponerle la fe
en un ideal pasado. Pero antes que yo había visto
Oliveira Martins el mismo simbolismo en él Qui­
jote, y en su Historia de la civilización ibérica y
en el capítulo Bobre las «Causas de la decadencia
de los pueblos peninsulares» puede leerse:
«Las amonestaciones de Gil Vicente y de Cer­
vantes no fueron entendidas. España ve en el tipo
del Quijote la condenación de los antiguos caba­
lleros, y aplaude esa sátira, que si no tuviera otro
alcance sería apenas un juguete erudito: ¡bien le­
jos se escondían ya en el posado las figuras do los
Amadís! La caballería que Cervantes condena no
es ésta únicamente, sino también la divina: lo que
ataca es la tenacidad loca de un heroísmo ya sin
significación ni alcance. Cervantes en persona se
vió mordido de ese virus, y ahora, viejo y desenga­
ñado, el antiguo humorismo de los graciosos de la
comedia castellana encarna en él, produciendo una
obra genial. También él había imaginado redimir
al divino cautivo y preso en Argel; ¿planeó acaso
los medios de obtener su libertad? No: ¡en lo que
pensó fué en arrancar toda la Regencia al dominio
de los m n a nlTna.np.fl! Libre al fin, pero desgraciado,
el héroe se substituye por el gracioso, embozado
en la rota capa agujereada, por la que entraba el
sol a reírse de él. El dualismo del drama español
aparece vivo en la biografía del escritor, que al
final acaba condenando en masa a la nación cuya
vida se reprodujera en la suya.»
No conocía yo hace veinte años este pasaje de
Oliveira Martina, porque en la traducción de don
Luciano Taxonera queda desfigurado su sentido.
Donde he traducido: «esa sátira, que si no tuviera
otro alcance sería apenas un juguete erudito», que
es lo que escribió en portugués Oliveira Martins, el
Sr. Taxonera había puesto: «esa sátira, que ai no tu­
viera otro alcance sería siempre una gallarda mues­
tra de erudición». Donde yo he dicho: «También él
había imaginado redimir al divino cautivo», sin inte­
rrogación, el Sr. Taxonera había leído: ¿Había ima­
ginado también redimir al divino cautivo...?», cuyas
alteraciones fueron causa de que no me efoterase de
que el pensador de más vuelo que ha tenido la his­
toria de los pueblos hispánicos había visto también
en el Quijote el libro de nuestra decadencia.
Ya sé que la cuestión de nuestra decadencia no
está resuelta. Hay quien dice, como «Azorin» en
Una hora de España, que no hubo decadencia, sino
extravasamiento a América de la energía y la san­
gre española. Menéndez y Pelayo, que cree en la
decadencia, afirma, en cambio, que se trata de un
problema tan complejo que sólo el trabajo de mu­
chas generaciones de investigadores podrá resol­
verlo. A «Azorín» podría contestársele reconocien­
do que hubo extravasamiento, pero diciéndole que
sólo se podría negar la decadencia si los pueblos
hispánicos de América representasen ante el mun­
do contemporáneo, tanto en los letras como en las
armas, on el mundo espiritual y en el temporal,
una potencialidad tan vigorosa como la de la Es­
paña de Felipe II. A Menéndez y Pelayo sería más
difícil responderle, porque hay, en efecto, en nues­
tra decadencia numerosos misterios que exigen
largos afanes si han de esclarecerse. Pero la deca­
dencia misma no es probable que siga pareciendo
problemática.
He aquí un pueblo que llega a ser una de las co^
Ionios más cultas y ricas de la Roma imperial. A
la caída del imperio romano es invadido por los
bárbaros. Cuando logra que los conquistadores
acepten la religión y el lenguaje oficial de los con­
quistados, vuelve a ser invadido por los árabes,
sin que Be escapen a esta inundación más que unos
cuantos grupos de montañeses. Durante varios
siglos es la península el campo de batalla de Africa
y Europa, sin que se sepa si quedará al fin incor­
porada al mundo del Islam o al de la Cristiandad.
Al cabo de ellos empieza a decidirse el porvenir en
favor de los reinos cristianos. Avanzan éstos para­
lelamente, con su punto ideal de confluencia en el
estrecho de Gibraltar. Al fin común de expansión
cristiana sigue la formación del medio común: la
monarquía católica. Al ultimar la reconquista des­
cubren estos pueblos las rutas marítinas de Orien­
te y Occidente. Se duplica la superficie de la tierra.
La expansión cristiana encuentra dos mundos nue­
vos que ganar para el cielo. Entonces se escinde la
Cristiandad de Europa en dos mitades. Se acude
al fervor de los pueblos peninsulares para ol resta­
blecimiento de la unidad cristiana. Se intenta la
Contrarreforma. Los pueblos hispánicos pelean en
todos los ámbitos del orbe. Como es una lucha su­
perior a sus fuerzas, no triunfan sino a medias.
Fracasa el sueño de la monarquía universal. Y en­
tonces nuestros pueblos se encierran en sí mismos.
Este final de la epopeya peninsular es lo que de
un modo simbólico nos describe Cervantes por
medio de dos fantasmas, en los que late el corazón
desencantado de aquel tiempo. Hay que situar al
Quijote en la perspectiva del siglo xvi, lo mismo
para que se perciba su épica grandeza, que para
prevenimos contra su sugestión de desengaño.
HAMLET Y DON QUIJOTE

Leamos el Quijote, por de pronto, sin perspecti­


va histórica. No hay novedad en ello: así se ha ve­
nido leyendo en España. Tratemos de reconstruir
la impresión que deja en nosotros su primera leo-
tuxa, si por azar no le leimos de niño, porque en­
tonces, a fuerza de reímos, no conseguimos en­
tenderlo. Olvidemos la inmensa literatura crítica
que ha suscitado. Leamos las líneas y no las en­
trelineas. Las obras de arte no son misterios ac­
cesibles únicamente al iniciado. Son expresión de
sentimientos comunicables. Para mejor precisar
la índole de las emociones que nos hace sentir el
Quijote comparémoslas con las que produce otra
obra tan fundamental como el Quijote y de su
mismo tiempo: el Hamlet, de Shakespeare. La pri­
mera parte del Quijote., que ea la esencial, se pu­
blicó en 1605; hacia ese mismo año se puso tam­
bién Hámlet en escena por la primera vez.
¿Qué emociones despertaría Hamlet en el bur­
gués londinense que iba al teatro al comenzar el
siglo rvxr, y qué otras Don Quijote de la Mancha al
soldado español que por entonces lo leía en tierras
de Flandes o de Italia? En estos tiempos ha dicho
Iván Turguéñef de Don Quijote que es «el símbolo
de la fe»; de Hamlet, que es *el símbolo de la duda».
Don Quijote es el idealista que obra; Hamlet, el
que piensa y analiza. Pocas páginas se habrán de­
dicado al libro español tan comprensivas y amo­
rosas como las dol novelista ruso, que quizás amó
tanto a Don Quijote por lo mismo que se sentía
personalmente mucho más cerca del tipo de Ham­
let. Sería absurdo intentar un paralelo entre am­
bas obras que pretendiese rivalizar con el suyo en
finura espiritual, pero la necesidad de hacerlo de­
pende precisamente de la excelencia del escrito
por Turguéñef, porque no se contenta con presen­
tamos los héroes de Shakespeare y Cervantes tal
como aparecen a primera lectura, sino que nos
descubre rasgos, de su carácter, como los de la sen­
sualidad y el egoísmo de Hamlet, que sólo la refle­
xión descubre; y el de la suprema bondad de Don
Quijote, que es o puede ser evidente todo el tiem­
po, pero que se oculta detrás de su locura, de su
ingenio, de su valor y de sus aventuras, hasta que
se nos revela a última hora, cuando Cervantes,
cansado de burlarse de su héroe, acaba no sólo por
quererle, sino por descubrir que lo ha querido siem­
pre. Olvídese, si es posible, todo lo que sobre el
Quijote y Hamlet se ha escrito. Leamos con senci­
llez estas dos obras.
Desde luego es análoga la emoción que inicial-
mente suscitan Hamlet y Don Quijote. Ambos se
ganan nuestras simpatías desde el primer momen­
to. Se las ganan porque sop generosos y porque
nosotros somos egoístas. Hamlet y Don Quijote,
aquél en la Universidad de Wittemberg, éste en
los libros de caballerías, han aprendido en los ejem­
plos de los hombres que se sacrificaron por los
hombres a amar sus hazaSas y a intentar emular­
las. Y nosotros les queremos desde el primer mo­
mento, porque Don Quijote se propone realizar
«el bien de la tierra», porque Hamlet se muestra
fiel a la memoria de su padre, el rey noble y glo­
rioso, y zahiere la ingratitud de su madre con el
apóstrofo: «¡Fragilidad, tienes nombre de mujer!»
En materia de idealistas sólo odiamos a los qtie,
en vez de socorremos con sus dádivas, levantan
las espadas contra nuestra iniquidad, aunque éstos
sean quizá los que realicen la mayor suma posible
de bondad. En cambio, como ¿ice Próspero Méri-
mée, en su estudio sobre Cervantes: «Se escucha
con gusto al orador que celebra las glorias milita­
res, sobre todo si no se trata de acompañarle al
asalto de una batería.»
Ya determinada ceta corriente simpátioa hacia
ambos personajes, las emociones del lector o del
oyente son diversas en la novela o en la tragedia.
En la obra de Shakespeare, el público, al colocarse
de parte de Hamlet, le excita a realizar con dili­
gencia su obra de justicia. Hamlet es joven, prín­
cipe, sabio, buen tirador. El pueblo de Dinamarca,
que adoraba a su padre, está dispuesto a seguirle.
¿Cuándo comienza a actuar?, se pregunta el audi­
torio. Hamlet, al volver a Dinamarca, averigua
que el rey- Claudio asesinó a su padre para casarse
con au madre, «antes de que se enfriasen los man­
jares» con que hubo de celebrarse el funeral. La
sombra del muerto dice al príncipe: «La serpiente
que mordió a tu padre hoy ciñe la corona.» Y el
público'se pregunta: «¿Cuándo se venga Hamlet?»
¿Cuándo se venga? La venganza es justicia, por­
que el rey nuevo, un perdulario entregado al alco­
hol, deshonra y desmoraliza el reino. Pero Ham­
let, en vez de blandir la espada vengadora, escribe
sus pensamientos en un libro de memorias, y duda
de Ofelia, que le quiere, y duda de ef mismo: «¿Seré
yo un cobarde? ¿Es generoso que yo, el hijo de mi
querido padre asesinado, a cuya venganza me em­
pujan el cielo y el infierno, desahogue el pecho
afeminado en palabras o en vanas maldiciones,
como una meretriz o un pillo de cocina?» ¿Cuándo
venga a su padre?, se pregunta el público, impa­
ciente. Pero a Hamlet no se le ocurre sino hacer
que unos cómicos finjan la escena de la muerte de
su padre, para ver la impresión que produce la
farsa al asesino verdadero. Y entre tanto se pre­
gunta en el monólogo inmortal: «¿Qué es más
noble del alma: sufrir las flechas de la fortuna ad­
versa o alzar los brazos contra las calamidades y
destruirlas combatiéndolas?»
¡Destruirlas!, piensa el público, con impaciencia
exasperada. La farea de los cómicos provoca a in­
dignación al asesino, y esta indignación confirma
las sospechas que inspiraba. ¿Cuándo se venga
Hamlet? Ya está seguro, ya va a obrar, encuentra
al matador, ¡ahora!... Pero no. El asesino está re­
zando y Hamlet no le mata porque está rezando.
El príncipe habla con su madre, la frágil; una som­
bra se mueve entre las cortinas del aposento; Ham­
let desenvaina la espada, la blande, hiere, mata...
¿Al asesino? ¡No!... A Polonio, ¡al padre de su Ofe­
lia! ¡Y todo por dudar! ¿Cuándo se venga?... Pero
Hamlet se limita a decir: «No se nos dió esta razón
divina para que se pudriese sin usarla... Ignoro
para qué vivo si me he de decir siempre: esto es lo
que debo hacer... ¿Cómo, pues, permanezco yo
ocioso, asesinado mi padre, envilecida mi madre,
excitándome todo, la razón y la sangre?» Esta in­
decisión de Hamlet e3 causa de la catástrofe, en
que mueren, no sólo el asesino y la reina, sino Ofe­
lia, y Polonio, y Laertes, y Ricardo, y Guillermo
y el propio Hamlet. Y el público, estremecido de
horror, sale del teatro repitiéndose la frase del
quinto acto: «A veces la impaciencia da más fruto
que los más profundos cálculos», o aquella otra,
acaso más profunda, en que dice Hamlet: ((Así es
como ol vivo color de la voluntad natural desapa­
rece al pálido reflejo del pensamiento.»
En cambio, no bien Cervantes nos dice que su
héroe, rematado ya el juicio, da en el extraño pen­
samiento de irse por el mundo con sus armas y ca­
ballo a deshacer agravios y correr peligros para el
servicio de la república y aumento de su fama, sen­
timos a n h e l o B de advertirle con cariño: ¿Dónde
vas, generoso caballero, pobre, viejo, con tu rocín
flaco, tu celada de cartón, y tu magín trastornado
por «la razón de la sinrazón que a tu razón se hace»?
¿Dónde vas, pobre Don Quijote, sin conocer si­
quiera que cuantos nombres peregrinos y músicos
pongas a los seres no podrán convertir a tu rocín
en Rocinante, ni a Aldonza Lorenzo en Dulcinea
del Toboso, ni a Alonso Quijano en Don Quijote
de la Mancha?
Pero Don Quijote no esoucha las prevenciones
del lector. Siente tanta prisa por recorrer el mundo
según son «los agravios que piensa deshacer, tuer­
tos que enderezar, sinrazones que enmendar, abu­
sos que mejorar y deudos que satisfacer». Don
Quijote está impaciente; pero el lector ya se figura
lo que puede acontecer al triste caballero en sus
andanzas, y tan pronto como se halla en la venta,
que imagina ser castillo, y el ventero le recuerda
que los caballeros andantes necesitan «traer dine­
ros y camisas limpias», el lector, simpático, le dice:
«Vuélvete, Don Quijote, a tu aldea; no tomes por
doncellas a las mozas del partido; la Molinera no
es doña Molinera, ni la Tolosa, doña Tolosa.» Y en
cuanto aprende que su intervención en favor del
pastor a quien apaleaba Haldudo el Rico vale al
apaleado nuevos palos, y que por proclamar la
belleza sin par de la imaginaría Emperatriz de la
Mancha, los mercaderes y el mozo de muías le
apalean hasta dejarle mal herido, el lector de alma
buena le dice a Don Quijote lo que la Sobrina:
«¿Quién le mete a vuestra merced, señor tío, en
esas pendencias? ¿No seria mejor estarse pacífico
en su casa, y no irse por el mundo a buscar pan de
trastrigo, sin considerar que muchos van por lana
y vuelven trasquilados?»
Esta emoción, este deseo de que Don Quijote se
recoja en su casa, no hace sino acrecentarse en el
curso de la obra. Y precisamente cuando el héroe
se entusiasma y profiere las palabras sublimes:
«Hemos de matar en los gigantes, a la soberbia;
a la avaricia y envidia, en la generosidad y buen
pecho; a la ira, en el reposado continente y quie­
tud del ánimo; a la gula y al sueño, en el poco co­
mer que comemos y en el mucho velar que vela­
mos; a la lujuria y lascivia, en la lealtad que guar­
damos a las que hemos hecho señoras de nuestros
pensamientos; a la pereza, con andar por todas las
partes del mundo buscando las ocasiones que nos
puedan hacer y hagan, sobre cristianos, famosos
caballeros», entonces es cuando se nos redobla el
ansia por ver a Don Quijote tranquilo en bu lugar.
Si queremos que la novela continúe es por reírnos
de los golpes y de las burlas de que es objeto el hé­
roe; pero tan pronto como notamos que este gé­
nero de regocijo es evidencia de nuestra propia
crueldad, sentimos vergüenza de nosotros mismos
y pedimos al cielo que devuelva a Don Quijote el
juicio, y con el juicio el sosiego y el descanso. Y
cuando Don Quijote alaba a Sancho su elogio del
eueño: «¡Bien haya el que inventó el sueño, capa
que cubre todos los humanos pensamientos, man­
jar que quita la hambre, agua que ahuyenta la sed,
fuego que calienta el frío, frío que templa el ar­
dor...!», preguntamos al héroe: ¿Y por qué, noble
hidalgo, no has pensado toda la vida de este
modo?
Las únicas risas de que el lector no tiene para
qué avergonzarse en este libro son las que siente
cuando Don Quijote volvía al pueblo y Rocinante,
«conociendo la querencia, con tanta gana comenzó
a caminar que pareoía no poner pies en el suelo».
Pero después de reír de cuantas malandanzas
acontecen a Don Quijote en los caminos, y de las
burlas del Bachiller y de los Duques, y de Moreno,
y de toda Barcelona, cuando el hidalgo manchego
la recorre con un cartel en las espaldas, se siente
un encogimiento y un desengaño y un ansia de
sosiego, en que se nos caen las ilusiones, las alas
se nos pliegan, las piernas se nos doblan y nues­
tras nobles ansias do ejecutar «el bien de la tierra»,
«con el valor de nuestros brazos y filos de nuestras
espadas», se nos desvanecen de la mente, y nos
figuramos que hasta los chiquillos de las calles se
van a reír de nuestros empeños quijotescos, y se
nos entra un temor al ridículo que paraliza nues­
tros movimientos, porque no queremos que los
demás rían en nosotros lo que nosotros reímos en
Don Quijote de la Mancha.
No son absolutamente esenciales, ni en el Qui­
jote, ni en el Hamlet, los episodios amorosos. El
Quijote y Harnlel serían aún lo que son sin Dulci­
nea y sin Ofelia. Pero el amor, si no monarca uni­
versal, es cuando menos uno de los soberanos que
rigen el mundo y que lo regirán eternamente. Es,
desde luego, el preferido por los poetas, les inspira
sus ditirambos más entusiastas y su6 ironías más
amargas. ¿Qué sentimientos nos sugieren, respec­
to del amor, Shakespeare y Cervantes? Desdo que
Ofelia aparece en escena realiza, con su sola pre­
sencia, el eterno ideal femenino: es dulce, casta,
débil, sencilla, enamorada, misteriosa y distante;
es superior a Hamlet, es el mismo Paraíso, que por
merced divina se hace accesible a Hamlet en la
tierra, con tal de conquistarlo con el valor y con
la fe. Pero el héroe, en vez de ganarlo, lo mata con
sus dudas. Don Quijote, al contrario, lleva en el
pecho tesoros que le sobran de valor y de fe y en
cambio su ideal Dulcinea del Toboso no es en la
realidad sino zafia aldeana, que responde a las
frases exquisitas de su galán heroico con vocablos
de cuadra: «¡Aina que... mi agüelo! ¡Amiguita soy
yo de oír resquebrajos!» El desgraciado Don Qui­
jote no otorga crédito a sus ojos; supone que algún
maligno encantador ha puesto en ellos nubes y ca­
taratas, «y para sólo ellos, y no para otros, ha mu­
dado y transformado tu sin igual hermosura y
rostro en el de una labradora pobre». Prefiere creer
a Sancho, el malicioso, cuando le dice que los en­
cantadores han trocado en Dulcinea «sus cabellos
de oro purísimo en cerdas de cola de buey berme­
jo». Y así el romanticismo lujuriante de Shakes­
peare da por realizado el ideal femenino y nos mue­
ve a merecerlo y conquistarlo, mientras el realis­
mo profundo de Cervantes nos inspira la pregunta
aplanadora de entusiasmos: ¿No habrá debajo de
nuestra quimérica Dulcinea del Toboso alguna rús­
tica Áldonza Lorenzo?
El espectador de Eamlet se impacienta porque
el héroe analiza la realidad, en vez de alzar los
brazos contra ella; el' lector del Quijote se encalma
con las malandanzas que acontecen al héroe por
obrar sin darse cuenta cabal de lo que hace. El
soplo trágico de la obra eespiriana se infunde en
nuestro espíritu, concentra las energías y las dis­
pone a la acción; la vena cómica de la novela cer­
vantina distiende los resortes de nuestra fuerza y
nos inclina al reposo. Y así Hamlet, al obrar so­
bre el público, produce Quijotes, mientras Don
Quijote provoca en los espíritus la actitud analí­
tica de Hamlet. Verdad que de esa suerte se realiza
el efecto que sus progenitores se propusieron. Sha­
kespeare concibe el Hamlet en la madurez de su
talento y en pleno éxito. ¿No ha de preconizar la
acción? Cervantes imagina el Quijote en una cár­
cel, fracasado como funcionario, después de fraca­
sar como soldado, como poeta y como autor de
conjcdias. ¿No ha de soñar en el descanso? Shakes­
peare y Cervantes escribieron el Hámlet y el Qui­
jote contra Hamlet y contra Don Quijote. Shakes­
peare fustiga la indecisión de Hamlet, cuando ex­
clama: «El mundo está desequilibrado. ¡Maldición!
¡Y yo he nacido para ponerlo en orden!* Y Cervan­
tes se burla de la ciega confianza de Don Quijote
cuando dice: «Yo nací, por querer del cielo, en esta
nuestra edad de hierro, para resucitar en ella la
del oro... Y o soy aquel para quien están guarda­
dos los peligros, las grandes hazañas, los valerosos
hechos.».
Otra palabra todavía. Aunque en primera lec­
tura no se ponga atención en el lenguaje, creo difí­
cil dejar de notar que Hamlet habla casi siempre
por frases entrecortadas, que parecen delatar al
hombre de acción, y ésta es otra de las razones por
la que el público se impaciente con sxis meditacio­
nes. Don Quijote, al revés, redondea sus párrafos
y completa la expresión de las ideas, lo que cons­
tituye otro de los motivos para que el lector desee
detener al viejo hidalgo e inducirle a volverse a la
aldea, donde le aguardan todos los amigos, para
escucharle con paz y calma los discursos.
Tales son las emociones elementales que debie­
ron de producir ambas obras en los primeros años
del siglo xvu. Cuando se representó el drama pre­
dicador de la impaciencia y de la acción, Inglate­
rra apenas si existía como fermento de un pueblo
futuro. Cuando se publicó la novela alabadora del
D on Q u i j o t e , D o n J u a s t l a c e l e s t i k a . 4
reposo, España dominaba sobre el mayor imperio
de la tierra. El Hamlet es la tragedia de Inglaterra;
el Quijote es el libro clásico de España. En tomo
a las dos obréis se ha Tenido cristalizando el alma
de los do9 pueblos. Inglaterra ha conquistado un
imperio; España ha perdido el suyo.
LA VIDA DE CERVANTES

En cata primaria emoción de desencanto que


produce el Quijote se han de distinguir dos aspec­
tos: uno es el cósmico, el eterno, independiente del
lugar y del tiempo, que es el engaño y desengaño
de la vida humana, su sístole y diástole, en la re­
gión de la psicología. Este momento es común al
éxito y al fracaso. No tiene que ver nada con la
historia. Lo mismo da a este efecto que se hayan
realizado nuestras ambiciones como que se hayan
frustrado. Aquí tiene razón Jorge Manrique: lo
mismo van al mar los ríos caudales que los chicos.
Sólo que Don Quijote no se desencanta por el mero
hecho de vivir, sino por no acertar a distinguir con
claridad las realidades que le rodean. No se entera
de las circunstancias y es atropellado. No ve bien
dónde pisa y anda de tropezón en tropezón. Su
desengaño no es hijo meramente del engaño cós­
mico, común a todos los humanos, sino de su par­
ticular engaño. El mundo no era como lo imagi­
naba. Y este aspecto personal de su desilusión nos
lleva a considerar las circunstancias en que fué
concebido y criado.
El propio Cervantes nos invita a hacerlo cuando
dice expresamente, haciendo hablar a su pluma:
«...Para mí solo nació Don Quijote, y yo para él;
él supo obrar y yo escribir. Solos los dos somos
para en uno.» Al revés de otras obras de Cervan­
tes, que fueron escritas sólo con el ingenio, porque
en los libros de «frívolo y ameno entretenimiento»
no es necesario que el autor se identifique con la
fábula; en el Quijote no se concibe la posibilidad
siquiera de que el héroe y la fábula sean extraños
al autor. Es verdad que nunca se habrán conce­
bido ni personajes ni episodios más alejados de la
vida cotidiana. Aquí nos hallamos probablemente
antó el invento más fantástico que ha salido de la
novelería humana. Pero ya sabemos que el mundo
de los sueños surge de nuestras ansias y temores.
Por medio de Don Quijote nos esté diciendo Cer­
vantes todas las cosas que hubiera deseado decir
al mundo, si se hubiera atrevido, o si se le hubiese
deparado la ocasión de hablarle. Por lo que el mun­
do responde a Don Quijote sabemos que Cervantes
no espera ya nada. La vida del escritor nos va a
decir si nos equivocamos. No necesitamos sino
registrar sus incidentes más conocidos, según los
relatan sus biógrafos.
Naoió Cervantes en Alcalá, 1547, de numerosa
familia de clase media. Su padre, don Rodrigo, era
cirujano. Su abuelo, don Juan de Cervantes, había
sido abogado de algún mérito. Entre 1550 y 1554
se va la familia a Yalladolid, para tratar de mejo­
rar de posición. Al trasladarse la Corte a Madrid,
en 1561, allá van los Cervantes. Entra Miguel en
el estudio costeado por el cabildo de la villa y el
licenciado Ramírez enséñale latín. Dos o tres años
después se muda la familia a Sevilla en busca de
mejora. Allí continúa Cervantes sus estudios y co­
noce a Mateo Vázquez en el colegio de los jesuítas.
En 1565 pasa por el dolor y por la humillación de
ver embargados por deudas los bienes paternos,
no sin protesta de su hermana Andrea, que ha de
ser más tarde mujer enérgica y de recursos, el paño
de lágrimas de la familia. Vuelve el cirujano a
Madrid con sus hijos, y Cervantes continúa b u s
estudios con el maestro don Juan López de Hoyos.
Hasta ahora no os sino el hijo de una familia an­
dariega, pobre y desgraciada. Sus cambios de resi­
dencia desarrollan la sensibilidad del muchacho
y sus deseos de ver mundo. La pobreza y el bo­
chorno del embargo despiertan su ambición.
Tiene veintiún años de edad cuando a la muerte
de la reina Isabel de Francia, que siguió tan de
cerca a la del príncipe don Carlos, escribe sus ver­
sos elegiacos que, elogiados por López de Hoyos,
le dan fama de mozo despierto. A l venir a Madrid
el futuro cardenal Aquaviva no resiste a la tenta­
ción de seguirle, lo que le hace pasar por Italia y
Barcelona, en el itinerario descrito en el Persiles
y gozar de «la vida libre, la libertad de Italia», en
cuanto se lo permite su pobreza. Pero no se aviene
a la vida plácida de criado de cardenal y prefiere
alistarse en el tercio de Moneada, bajo el capitán
Diego de Urbina. Tiene veinticuatro años de edad
cuando pelea como un héroe en Lepanto, inflama­
do el espíritu de entusiasmo por la causa cristiana.
Es herido en la batalla en la mano izquierda y en
el pecho, pasa laTgos meses de hospital en Mesina
y acaba por perder el movimiento de la mano lisia­
da. El almirante, don Juan de Austria, le recom­
pensa con aumento de sueldo. Aún pasa otros
años en la vida militar, y asiste a la toma de Tú­
nez y recorre diversas ciudades italianas. Cuando
los venecianos, por influencia francesa, pactan oon
el turco, Cervantes vuelve a España con una carta
de recomendación de don Juan de Austria, tan
elocuente y expresiva que le ocasiona grandes pa­
decimientos, porque los moros apresan el barco
en que regresa el soldado valeroso y la lectura de
la carta les hace creer que se trata de importante
personalidad, que lés valdrá por el rescate consi­
derables sumas.
Más de cinco años permanece cautivo de los
moros en Argel, tres más que su hermano Rodrigo,
el militar, a quien rescata primero la familia, qui­
zás por considerarlo más juicioso. Miguel, al cabo,
fuera de soldado, no es mas que un poeta. En Ar­
gel se convierte en cabeza de una conjuración que
se proponía nada menos que alzarse con la plaza
para devolverla a la Cristiandad, bajo la égida del
rey de España. Ahí está la carta en verso a Mateo
Vázquez, nunca contestada por el secretario del
monarca, que muestra sus designios. En un intento
de escapatoria de varios cristianos, Cervantes car­
ga noblemente con las culpas de todos. Al volver
a España rescatado, a los treinta y cuatro años de
edad, Corvantes está lleno de esperanzas, a cuya
realización le hacían acreedor sus servicios, talen­
tos y gran fama alcanzada entre los veinticinco
millares de españoles cautivos en Argel. Ha sido
el primero entre loa cautivos. La patria se lo ten­
drá que reconocer. No se lo reconoce. Espera en
Valencia la recompensa. No viene. Va a buscarla
& Madrid. No la encuentra. La Corte Be traslada
a Lisboa. La sigue, porque no puede creer que sus
servicios hayan pasado inadvertidos. Al cabo de
su espera no encuentra sino una comisión para un
viaje a Orán. A su vuelta a Lisboa está desenga­
ñado de la Corte y de las armas.
Escribe la Qálatea. No deja de alcanzar alguna
fama. La historia de sus infortunios, de sus cam­
pañas y de su cautiverio produce tanta impresión
entre los amigos que la escuchan, que Cervantes
concibe la idea de dedicarse a escribir comedias
en Madrid. Está a punto de ganarse con ellas un
modo establo do vivir, pero tampoco lo consigue»
ni siquiera la protección de algún Mecenas. A la
edad de cuarenta años decide dedicarse a los ne­
gocios. Es verdad que en estos años ha pasado su
espíritu por una crisis que le cambia el carácter.
Al volver de Lisboa conoció a Ana Franca, se ena­
moró de ella y tuvo con ella su única hija, Isabel
de Saavedra. Pero Ana se casó con otro, y tam­
bién Cervantes decidió casarse, como lo hizo, con
doña Catalina de Salazar, dama de Esquivias, oon
algunos bienes y cuidadosa de ellos. En parte es la
dificultad de ganarse el pan en el teatro, en parte
la influencia de la mujer, tal vez sus nuevos ami­
gos, los Argensolas, y dos vascongados, el nego­
ciante don Pedro de Insunza y el historiador don
Esteban de Garibay, en los qne ya se apunta la
misión histórica de la raza vasca, que parece con­
siste en enseñar a los pueblos hispánicos a armo­
nizar el espíritu moral con el de economía; quizás
también la necesidad de atender a los gastos de la
crianza de su hija; el hecho es que a la edad de cua­
renta años Cervantes cambia de rumbo y se dedica
a los negocios, con el cargo de comisario para la
provisión de la Armada Invencible.
Por un momento puede figurarse que ha dado,
al fin, con su verdadera vocación, aunque se trata
de un destino que le obliga a recorrer los campos
andaluces en busca de trigo y aceite para la escua­
dra. La Armada Invencible se va a pique. Cervan­
tes llora su pérdida en patrióticos versos. Al quo-
daree cesante, vuelve a escribir comedias, pero con
menos éxito que la primera vez, por lo que intenta
pasar a las Indias y solicita uno de los varios des­
tinos que hay vacantes. Su petición es desatendi­
da. En 1500 se encuentra con la necesidad de for-
matizar bus anteriores cuentas con la Hacienda.
>Se le adeudan algunos de sus sueldos, por lo que
ha necesitado disponer de parte de las sumas re­
caudadas para atender a sus necesidades. El año
siguiente su amigo Insunza, nombrado proveedor
do las galeras, le nombra oomisario. Recobra la
esperanza de hacer fortuna. Las quejas de los pue­
blos le obligan a ir a Sevilla para declarar en pleito
que contra el proveedor se sigue. Acompaña a éste
en viaje que hace a Madrid para justificarse. Fa­
llece Insunza y se queda sin valedor Cervantes.
Al cabo de algún tiempo lo encuentra en Miguel
de Oviedo, con lo que vuelve a ser comisario. Goza
un momento de tranquilidad en Esquivias con su
esposa, que no había querido acompañarle en sus
andanzas por Andalucía. Entonces es nombrado
alcabalero del reino de Granada, en calidad de
agente ejecutivo, que debía recaudar deudas mo­
rosas. Cervantes deposita parte del dinero recau­
dado en casa del banquero portugués Simón Freiré
de Lima. A los pocos días Simón Freire se declaró
en quiebra, alzándose con el dinero de Cervantes.
Todo el año de 1505 lo pasa en dimes y diretes con
la Hacienda. El año siguiente trata de volver a
ganarse la vida con la pluma, pues entiende que su
carrera administrativa pueda ya darse por con­
cluida. En septiembre de 1507, en vista de que no
tenía con qué prestar fianza, entró Cervantes en
la cárcel de Sevilla, donde el Quijote fué engendra­
do. Aún continúa la serie de desastres, porque
Cervantes tendrá que ir por diversas ciudades en
busca de su descargo, pero ya no le afectan tanto
como antes los dolores. Ya no espera nada, y ade­
más lleva en la cabeza, para consuelo de su pre­
sente y redenoión de su pasado, la formidable ma­
quinaria de su obra. En medio de estos y de otros
machos ajetreos fué pensado y escrito el Quijote,
cuya primera parte vió la estampa cuando el autor
entraba en el a&o 58 de su vida..
Aún pudiéramos seguir enumerando fracasos y
dolores, pero es innecesario, porque ya es axiomá­
tico que la vida de Cervantes fué un rosario de
desdichas. En su ánimo prevalecen sucesivamente
tres ideales: el de ser héroe, como lo es en Lepanto
y en Argel, ganándose allí la estimación de don
Juan de Austria y aquí la del rey Azán y sus com­
pañeros de cautiverio. Dice el padre Haedo que el
rey moro de Argel temía tanto los ardides de Cer­
vantes que era dicho suyo habitual que: «como
tuviese seguro al estropeado español tenía seguros
sus cristianos, sus bajeles y aun toda la ciudad»»
El doctor Sosa añade que: «Cervantes se quejó a
él muohas veces de que su patrón le hubiese teni­
do en tan grande opinión, que pensaba ser de loa
principales caballeros de España, y que por eso le
maltrataba con más trabajos, cadenas y encerra­
mientos.» Estas torturas debieron de encender sus
ilusiones, porque sólo a fuerza de esperanzas le
fué posible resistir sus dolores. De otra parte, sus
compañeros de cautiverio le confirman en la creen­
cia de que están bien fundadas. Cervantes vuelve
a España lleno de confianza en que se le va a hacer
justicia, concediéndole una posición adecuada a
sus méritos. Ha sufrido por su país. Moros y cris­
tianos le han tenido por el de más valer entre los
25.000 cautivos españoles de Argel. Todo lo que
consigue es que se lo confíe un pliego pare, Orán,
misión peligrosa, que no todos hubieran acop-
tado.
Esto le desengaña de la vida activa. Ya es inútil
tratar de ser héroe. Entonces se le ocurre dedicarse
a las letras. Siempre fué aficionado a ellas. Pri­
mero escribe la Galatea. Es un largo suspiro amo­
roso, en que unos versos son felices, y otros no, y
que, en conjunto, carece de interés. Parece más
que nada un homenaje a la atmósfera de lirismo
y de amor que se respira en Portugal. Vuelto a
Madrid concibe la idea de escribir comedias y de
cantar heroísmos, ya que el mundo se niega a co­
locarle en el puesto donde el temple de su alma se
pueda manifestar con luoimiento propio y prove­
cho del reino. En esto de laa comedias anduvo a
punto de dar en el blanco. Es el precursor de Lope,
y en el prólogo que puso a su impresión pudo de­
cir: «Fui el primero que representase las imagina­
ciones y los pensamientos escondidos del alma,
sacando figuras morales al teatro.» Pero las come­
dias no dan para vivir. Le dan fama, le rodean de
curiosos, pero no le sacan de la vida incierta. Cer­
vantes se va acercando a los cuarenta años. La
gloría no le basta. ¿De qué le habla servido la que
le dieron b u s proezas de Argel? Y a en la Gálatea
había dicho Timbreo:

♦Tú mismo te forjaste tu ventura*,

tu mismo, por haberte dejado guiar por la Vana­


gloria que: «a sí misma se promete— triunfos y gus­
tos, siji tener asida— a la calva ocasión .por el co­
pete— . Su natural sustento, su bebida—es aire, y
así crece en un instante— , tanto, que no hay me­
dida a su medida.»
Ya ha llegado la hora de dejarse de ilusiones y
niñerías. No hablo de sua amores con Ana Franca
por lo poco que de ellos sabemos, salvo que adivi­
namos, por la resignación con que su esposa se
quedaba en Esquivias, mientras recorría él la An­
dalucía, quo fue la mujer que m¿s quiso, aunque
pasó por su existencia como un meteoro luminoso.
Es el momento de la madurez. Hay que dejar de
lado las esperanzas mozas. Cervantes se decide a
ser hombre práctico. Es la edad crítica del hom­
bre. El que a los cuarenta años no se dedique a
hacer dinero es que no sirve para nada o está toca­
do de locura. Hasta ahora ha seguido errados rum­
bos. Ahora va a demostrar a su mujer y a todos
los de Esquivias y a sus amigos los vizcaínos y a
todos los cómicos y poetas, que no eran vanas las
esperanzas que en él ponían sus compañeros de
cautiverio. Los primeros años le va bien de comi­
sario de la Armada. Pero, a partir del segundo, su
vida es perenne trabacuenta. No es una vez, sino
dos las que se ve por la justicia empapelado. Y a
la tercera se alza con su dinero un portugués y
aquí se acaba la carrera administrativa de Cervan­
tes. Sus ambiciones prácticas rematan en la cár­
cel. Su ideal de madurez ha resultado tan fantas­
magórico como los de la juventud.
A estos desencantos de la vida externa ha de
añadirse otro más hondo. A partir del tiempo en
que, desengañado de sus esperanzas cortesanas,
se dedicó Cervantes a hacer comedias, y tal vez
antes, descubrió que llevaba dentro de sí a un
poeta, y no meramente a un gran poeta en prosa,
tal como se nos revela en el Quipte, sino a un poeta
en verso. La producción poética de Cervantes, com ­
pilada en la Argentina por don Ricardo Hojas, es
enorme en cantidad y muy considerable por la cali­
dad. Hay algo de verdad y algo de excesivamente
humilde en el famoso terceto del Viaje al Parnaso:
Y o que siempre me afano y me desvelo
Por parocor quo tongo de posta
La graoia que no quiso darme el cielo.

Había un aspecto de la poesía en el que Cervantes


se sabía sin rival, como en estos otros tercetos se
muestra:
Pasa, raro inventor, posa adelante
Con tu sotil disinio, y presta ayuda
A Apolo, que la tuya es importante,
Antes que el escuadrón vulgar acuda
De más de veinte mil sietemesinos
Poetas, que de serlo están en duda.

Armato do tua versos luego, y ponte


A punto de seguir este viaje
Conmigo, y a la gran obra disponte.

Más adelante escribe:

Desde mis tiernos años amé el arte


Dulce de la agradable poesía.

Y o el soneto Compuse que asi empieza,


Por honra principal de mis escritos:
«Voto a Dios que me espanta esta grandeza».'
Y o he compuesto romances infinitos
Y el de los «Celos» es aquel que estimo...

Y en dulces vagas rimas se llevaron


Mia esperanzas los ligeros vientos,
Que en ellos y en la arena se sembraron.

Fechado en septiembre-de 1592 existe un con­


trato en que Cervantes se compromete a escribir
seis comedias que habían de parecer «de las mejo­
res que se han representado en España». El análi­
sis mismo de su prosa revela que Cervantes poseía
el don de pensar inconscientemente en verso, o sea
por modos musicales. Tampoco cabo duda do que
en muchos de sus poemas el pensamiento que lo
anima es poesía de la más excelsa elevación. Pero
rara vez llegan a ser de primera calidad los veraos
de Cervantes. Y aquí nos encontramos con una
tragedia interior, que debió de amargar constan­
temente al autor del Quijote. Este hombre escribió
versos durante todo el curso de su vida. Se sentía
gran poeta. Su sentimiento no le engañaba. Tenía
indudablemente capacidades para haber sido gran
poeta. No lo fué, sin embargo. ¿Por qué? La ex­
plicación del Sr. Rojas me parece buena: «Quien
vivió errante, hambriento, cautivo, prisionero,
militante, menesteroso, picaro o bohemio, no gozó,
ciertamente, del vagar necesario para limar y re­
tocar sus obras. Hay siempre algo de improvisado
en las poesías de Cervantes; pero confesamos que
lo hay también en la mayor parte de su prosa.»
Ello lo ve muy claro el propio Cervantes, cuando
dice en su apéndice al Viaje al Parnaso que: «en el
poeta pobre, la mitad de sus divinos partos y pen­
samientos se los llevan los cuidados de buscar el
necesario sustento*. Pero la explicación es incom­
pleta. Ha habido grandes poetas que vivieron po­
bres y errabundos. No ha habido más que un hom­
bre que escribiera el Quijote. La poesía fué otro de
los grandes engaños y desengaños que padeció
Cervantes. Dios le había puesto en el alma el amor
de la poesía, no para que fuese gran poeta, sino
para que pudiera realizar en prosa su epopeya.
Cuando Cervantes concibe el Quijote, no sólo
está cansado y desilusionado, sino fracasado y
desmoralizado. Y como las fuerzas humanos tie­
nen límite, es inevitable que al escribir su obra
anhelase una vida de descanso, como máximo an­
helo, y que su corazón dictase a sus invenciones y
a sus palabras esa profunda e irresistible ansia de
reposo que el lector cándido percibe en cada una
de las páginas del Quijote. ¿Con qué podía soñar,
después de su vida aporreada, aquel melancólico
Cervantes, viejo, pobre, tullido, enfermo, fracasa­
do, desesperanzado, sino con descansar? Cuando
se piensa en la vida de Cervantes es cuando se
siente mejor el Quijote, que no es, por otra parte,
ningún libro esotérico. Sólo de cuando en cuando
alude en su obra a las cosas y personas de su tiem­
po; pero el reouerdo de la propia vida, de sus am­
biciones, de sus sueños y de sus desventuras tiñe
todas las páginas del libro. Y Don Quijote es el
mismo Cervantes, desposeído de circunstancias
baladies, pero abstracto, idealizado, elevándose
por encima del tiempo y del espaoio hasta tocar
en el corazón de cuantos hombres han puesto sus
sueños más arriba que sus medios de realizarlos.
J \

LA ESPAÑA DE CERVANTES

Si Cervantes está cansado cuando concibe a Don


Quijote, no lo está menos la nación española. Al
terminar el BÍglo xv y en el curso del siglo xvi
España completaba la liberación del territorio na­
cional contra un enemigo que durante ocho siglos
lo había ocupado, realizaba la unidad religiosa,
expulsaba a moros y a judíos, llevaba a cabo la
epopeya de descubrir, conquistar y poblar las Amé-
ricas, a costa, en parte, de su propia despoblación;
paseaba sus banderas victoriosas por Flandes,
Alemania, Italia, Francia, Grcoia, Berbería. De
cada hogar español había salide un monje o un
soldado, cuando no un monje y un soldado a la
vez. Santa Teresa había visto salir de su casa, para
América a todos sus hermanos, y, gran lectora de
libros de caballerías, había soñado con recorrer el
mundo. Todo el siglo xvi fué para España un es­
tallido de energía. Recordad los nombres de los
primeros circunnavegantes: Elcano, Legazpi, Ma­
gallanes; los de los conquistadores: Hernando de
D o n Q u ijo t e , D o n J c a n t l a C r le s t ih a . * a
Soto, Valdivia, 'Urdaneta, Garay, Solis, para no
hablar de Cortés, de Pizarro y de Almagro; evo­
cad la memoria del cardenal Cisneroe, do Igna­
cio de Loyola, de Santa Teresa y no nos olvide­
mos de los Reyes Católicos, del Gran Capitán,
del duque de Alba, de Felipe II. Acompañemos
cotí la imaginación a nuestros tercios en sus cam­
pañas victoriosas, sigámosles cuando van con Car­
los V a Witemberg y quieren desenterrar, para
quemarlos, los restos de Lutero, el hombre malé­
fico, a su juicio, que había roto en dos la Cristian­
dad. No nos olvidemos de que la batalla de Lé-
panto había arrancado de las manos del turco el
dominio del mar Mediterráneo.
Pensemos también que el móvil de» aquel ince­
sante batallar era puro y generoso. Los mejores
españoles se daban cuenta clara de que aquellas
campañas les estaban arruinando. Ahí están las
cartas de Felipe II, cuando era aún Príncipe Re­
gente de España, a su padre el Emperador, en las
quo se decía que la pobreza de las tierras españolas
no consentía quo se las gravase con impuestos tan
altos como los que podían soportar las más ricas
del centro de Europa. Esto mismo repiten, incan­
sables, las peticiones de las Cortes de Castilla. Y,
a pesar de todo, Felipe sigue, al subir al trono, la
política trazada por su padre, porque el mandato
de lo que creía su deber—el mantenimiento de la
fe católica por medio de las armas—le parecía
más urgente, más ineludible, que el de defender
los intereses de su patria. Y es que la prodigiosa
actividad física del pueblo español durante todo
el siglo xvi estaba también acompañada, e ins­
pirada, por intenso fervor espiritual, quo es la
otra forma de actividad en la que también ardie­
ron, basta consumirse, las energías nacionales. De
España surgieron, a la vez, el espíritu místico de
Santa Teresa y el militante de la Compañía de
Jesús, así como la mayor y mejor parte de la obra
social y educativa de la Compañía y de su produc­
ción intelectual. España es también el espíritu y
el brazo de la Contrarreforma, que alza fronteras
definitivas a la difusión del protestantismo por el
centro de Europa. De España nace el movimiento
antirrenacentista, en el seno de la Iglesia católica,
que le devuelve la severidad que el humanismo la
había hecho perder en Italia. Los teólogos espa­
ñoles llevan la voz cantante y decisiva en el Con­
cilio de Trento, que fija la ortodoxia de la Iglesia
frente a las perplejidades de la Reforma y del Re­
nacimiento. De la fecunda actividad literaria de
España surgen los orígenes del drama y de la no­
vela modernos.
Lo que eran los españoles de aquel tiempo lo
sabemos por los cuadros del Greco. Un español no
habría sabido quizás verlos. El cretense percibió
que aquellos hombres, que en lo físico no eran
extraordinarios, estaban animados por una espi­
ritualidad excepcional que sólo podía expresarse
pictóricamente por excepcionales procedimientos.
El Greco simbolizó en la luz el ideal que encendía
aquellos cuerpos. Concibió la luz' como una subs­
tancia que en el éter vibra y en el aire se rompe,
rodea los cuerpos, dieuolvc los límites, aligera los
pesos, convierte la gravedad en ascensión y trans­
forma a los hombres en llamos, que en su propio
fuego se divinizan y consumen.
Pero en los años en que el Quijote se engendra
y escribe, España se halla ya, y en consecuencia
de su pasmosa actividad creadora, exhausta, des­
poblada—sólo en el reinado de Felipe II había
perdido dos millones de almas— , miserable, cer­
cana a la derrota. ¿Y cuál podía ser el anhelo más
íntimo de aquel país demasiado trabajado sino el
de descansar? Oigamos a Galdós en su ensayo so­
bre Cervantes:
«No faltaban héroes todavía, porque esta tierra,
aun después de extinguido su vigor, conservaba
los gérmenes de aquella raza vencedora que tuvo
descendientes por muchos siglos después. Había
grandeB generales aún y soldados valerosos; pero
el ejército se moría de hambre y desnudez en las
tierras de Holanda y de Milán. Todo indicaba la
proximidad de aquellas desventuras horribles, de
aquellos encantamientos que 6e llamaron Rocroi,
la insurrección de Nápoles, el levantamiento de
Cataluña, la autonomía de Portugal, la emancipa­
ción de loa Países Bajos.»
¿Nos imaginamos a los soldados de I09 ejércitos
españoles, «muertos de hambre y desnudez», le­
yendo el Quijote en tierras de Mandes o de Ita­
lia? Cada mío de ellos podía sentirse Don Quijote,
por lo idealista y por lo maltratado. ¿Qué busca­
rían en sus páginas sino esa ansia profunda de re­
poso y de vuelta a la casa solariega de la patria,
que no se atreverían a confesar porque eran ven­
cedores, pero que sentirían en el alma con vehe­
mencia mayor que su silencio? Aquellos soldados
hambrientos y desnudos tenían que percibir, a todo
lo largo del cuerpo, los temblores de aquellas tie­
rras, próximas a perderse para España. ¿Y qué
impresión les produciría la lectura de un libro
cujras páginas todas eran condenación de la vida
aventurera y heroica de los caballeros andantes?
¿Se atendrían al texto de Don Quijote, el loco,
cuando dice: «Más bien parece el soldado muerto
en la batalla que vivo y salvo en la huida»? ¿O pre­
ferirían la copla del mancebo cuerdo que cantaba:

A la guerra me lleva
mi necesidad,
8¡ tuviera dineros
no fuera, en verdad?

¿O el dicho de Sancho: «N^ ha de ser todo: «San­


tiago y cierra, España»?
Pero no hay necesidad de preguntar cuando la
historia nos ofrece concreta y clara la respuesta.
Durante todo el siglo xvi gozó España de la co­
diciable facultad o poder que los Autores de libros
militares llaman la iniciativa, y es la capacidad
de iniciación de movimientos. Dedicamos nuestro
esfuerzo esa centuria a consolidar y asegurar la1
civilización cristiana de la Edad Media, amena­
zada internamente por la Reforma y aun por el
Renacimiento y externamente por el poder cre­
ciente de los turcos, a conquistar y cristianizar
América y a convertir al Cristianismo los pueblos
paganos, judíos o musulmanes. Para realizar este
ideal final concebimos los dos ideales instrumen­
tales de la unidad católica y de la monarquía uni­
versal, que cantó Hernando de Acuña en el so­
neto:
Y a se acerca, Señor, o ya es llegada
la edad gloriosa en que promote el cielo
una grey, y un pastor sólo en el suelo,
por suerte a nuestros tiempos reservada;
ya tan alto principio en tal jomada
os muestra el fin de vuestro santo celo,
y anuncia al mundo, parannás consuelo,
un Monarca, un Imperio y u m Espada.

No fuimos lo bastante poderosos para impedir


que la Cristiandad se dispersara, ni para evitar
que al Reino de Dioa, con que soñábamos, suce­
diera el Reino del Hombre, que en Inglaterra pro­
clamó, poco después, liord Bacon. Es posible que
el sueño nuestro no fuera realizable, ni conveniente
entonces; pero no tenemos para qué avergonzar­
nos de haberlo concebido, aunque sí tengamos que
dolemos de la excesiva sangre que derramamos al
intentar realizarlo. Fué un gran sueño el nuestro.
y nuestros padres lo persiguieron con energía de
héroes, .hasta que lo aventaron las tempestados
que deshicieron en los mares del Norte las forma­
ciones de la Armada Invencible.
Algunas veces se ha preguntado la razón de que
no se expresara esta gran epopeya española en
algún libro que pudiera parangonarse con el Qui­
jote. Estas preguntas negativas no tienen, en rigor,
contestación. No hay razón, por ejemplo, para que
Garcilaso no escribiera esa obra. Pero la verdad es
que fué escrita, sólo que en portugués. Os I/usiadas
es la epopeya peninsular, y sabido es que la histo­
ria espiritual y artística de los pueblos hispánicos
no debe hacerse aisladamente. En las Lusiadas se
encuentra la expresión conjunta del genio hispá­
nico en su momento de esplendor. Allí están su
expansión mundial y su religiosidad característica:
la divinización de la virtud humana. Varias veces
se ha hecho el paralelo entre las vidas de Cervan­
tes y Camoens. Con ocasión dél centenario del
poeta lusitano lo rehacía recientemente el señor
Rodríguez Marín: los dos genios peninsulares mos­
traron grandeza en el ideal y valor en su defensa;
los dos vivieron una vida de andanzas, peleas,
aventuras y amores; los dos sufrieron miserias y
cárceles; ambos gozaron los resplandores de la glo­
ria en las cercanías de la muerte. Pero a lo que
habría que habituarse es a considerar Os Lusiadas
y el Quijote como las dos partes de un solo libro
escrito por dos hombres, a pesar de su disparidad
aparente: epopeya y novela, verso y prosa, entu­
siasmo e ironía, Vasco de Gama y Don Quijote,
héroes de la realidad y sombras de la imaginación.
Donde acaban las I/usiadas empieza Don Qui­
jote. Esto es todo. No serían aquéllas libro de ple­
nitud si se limitasen a cantar las hazañas ya reali­
zadas. En toda plenitud ha de incluirse el ideal,
que mira al porvenir. No ha de contentarse con la
visión del mar desde la orilla, sino que ha de es­
cuchar también la canción del barco, que no podía
oír el conde Amaldos, porque sólo los navegantes
la perciben. Ahora va a realizarse, viene a decirnos
Camoens, el gran suceso por el que he suspirado
en todo el poema y en todo el curso de mi vida.
Acordaos de que al ir a Marruecos perdí Tin ojo.
Me queda aún otro para ver el triunfo. La epopeya
comienza con una excitación al rey don Sebastián
para que someta a los moros al poder cristiano y
acaba con otra en el mismo sentido. Esta es la
única empresa para la que de buena gana se jun­
tan patricios y plebeyos y en la que se unen es­
pontáneamente españoles y portugueses. Es el ideal
de Cervantes, que perdió una mano on Lepanto y
no puede olvidar sus torturas de Argel. Lo expre­
só en su epístola a Mateo Vázquez, y nunca lo ha
apartado de la mente.
Era también el ideal del pueblo, que miraba con
malos ojos las expediciones militares a países le­
janos. Al salir la de Vasco de Gama maldice, por
labios de un anciano, del primero que puso velas
a un madero y del ansia de gloria que llera a los
hombree a tierras tan remotas, cuando aun queda
por cumplir, a los puertas do cosa, su misión pro­
pia de sujetar y civilizar al moro:

{N o tona junto contigo o ismaelita}

Portugal y su monarca tienen que realizar una


hazaña. No es cosa fácil llevarla a feliz término,
porque el pueblo duda de sus capacidades. Para
curarle de sus dudas escribe Camoens su epopeya.
Al cantar las proezas de los gTandes navegantes
portugueses descubridores del camino de la In­
dia no piensa en el pasado, sino en el porvenir.
Hace falta infundir a los portugueses confianza en
sí mismos y estimularles con la perspectiva de la
fama. Otros pueblos cristianos se olvidarán de se­
guir su tradición; se aliarán a los turcos, dejarán
el sepulcro de Cristo en poder de los infieles, que
no son fuertes sino por su unión en la fe de Ma-
homa. Portugal, en cambio, aunque pequeño es
fiel a sí mismo y a su religión y al ideal hispánico,
y tiene asientos en el Africa, manda en el Asia
más que nadie, ara los campos del nuevo mundo.

V si TTIH.1 H mundo ouvera lá chegara.

Las Lusiadas concluyen en un hiato. Pasan


treinta y tres años desde su pubüoación. En el
camino señalado por el dedo de Camoens aparece
primero una figura: un hidalgo cabalga en nn ro­
cín y blande lanza; el pueblo lusitano se figura
que será el rey don Sebastián, pero cuando piensa
que va a aparecer detrás el cortejo de sus caballe­
ros, no ve sino a un escudero sobre las alforjas
de un borrico. Son Don Quijote y Sancho. Al vol­
verlos a mirar desaparecen. No son sino fantasmas.
¿Qué ha sucedido en este tiempo? Dos fechas:
1578 y 1588. El rey don Sebastián ha perecido en
Alcázarquivir, con sus caballeros, flor del reino.
La Grande Armada se ha ido a pique en los mares
del Norte. El pueblo portugués se queda atónito,
sin advertir que sus ilusiones se habían disipado.
Camoens, en cambio, consternado, no recobró
nunca el fuego necesario para escribir en verso.
En España no vislumbra las consecuencias que
últimamente se derivan de la pérdida de la Ar­
mada mas que el rey don Felipe. Sabía que su
imperio ultramarino requería, para ser conserva­
do, el dominio del mar, que había buscado primero
por las buenas, casándose con una reina de Ingla­
terra; después anexionándose las costas y la es­
cuadra portuguesa, y finalmente construyendo la
mayor flota que manos humanas habían fabricado.
No lo quiso Dios. Y murió don Felipe persuadido
de que estaba perdido su imperio.
Cervantes no enmudece por el desastre de su
Armada, y no es tan sólo que no lo crea irrepara­
ble, sino que la genialidad propia de su espíritu
consiste precisamente en sortear desengaños. A
Camoens le coge el fracaso nacional demasiado
viejo para soportarlo. Cervantes se va haciendo
poco a poco a las dificultades de su patria, y cuan­
do las aguas de la desilusión se le entran por la
boca se consuela, en vez de ahogarse, burlándose
de sus antiguas ilusiones.
Sin las Lusiadas no se puede entender el libro
de Cervantes. ¿Cómo habría podido desencantarse
todo ese mundo que rodea a Don Quijote de la
Mancha, si no hubiera conocido antes el encanta­
miento del ideal? ¿Contra qué gigantes habría pe­
leado Don Quijote si loa pueblos hispánicos no lle­
vasen ya un siglo peleando realmente con gigantes?
¿Para qué destruir los libros de caballerías, si no
fuera porque de libros de caballerías se nutrían
los almas de aquellos generaciones que se creían
llamadas a destinos quo eclipsasen los de los pue­
blos de la Antigüedad, y que, en efecto, llegaron a
eclipsarlos en más de un sentido?
Tampoco sin el Quijote se entienden del todo
las Lusiadas. He aquí una epopeya interrumpida
en casi todos sus cantos por las lamentaciones del
poeta. ¿De dónde surgen estas quejas? ¿Cómo se
justifican artísticamente? ¿Por qué vienen a ser
como la voz del coro antiguo, por la que se ex­
presan las normas naturales? Más de diez veces
parece estar Camoens a punto de abandonar el
poema. Unas veces se queja de la codicia de los por­
tugueses; otra, de su falta de gusto por las letras;
otras, de su apagamiento y vil tristeza. Sólo un
esfuerzo heroico le permite acabar la epopeya,
i Qué es esto?
Aquí entra la clave del Quijote. Lo que en las
Lusiadas está aún oculto se hace aquí evidente.
Ni por un momento disimula Cervantes que lo
mejor que puede hacer su hidalgo es estarse quie-
tecito en casa. Este es el sentimiento de toda la
novela. Y lo que necesita el poeta que escribe las
Lusiadas fes eso mismo: un poco de descanso. Sólo
que no se lo dice a sí mismo. Lo que se dice es que
quiere las batallas, las hazañas, la epopeya y la
victoria de su patria en Marruecos. No sólo cantar
esta victoria, sino contribuir a ganarla. Y la na­
turaleza so le resisto, no porque la suya sea flaca,
sino porque está demasiado trabajada.
Bon quejas que tienen la amargura de loa hom­
bres que han querido, intentado y hecho mucho.
Como el trabajo manual produce venenos que no
se eliminan sino con el descanso, el alma se em­
ponzoña igualmente con el trabajo espiritual, y los
hombres que han hecho demasiado se infeccionan
con toxinas que sólo desaparecerían en una isla
de paz, si la hubiera en el mundo. Las quejas de
Camoens son cansancio. Cansados han de estar
los hombres y las razas que han intentado conquis­
tar al mismo tiempo el mundo de la acción y el
del espíritu. Este es el caso de los pueblos hispá­
nicos en tiempo de Camoens. Por eso tienen sus
quejas un valor objetivo que legitima su presen­
cia en un poema heroico. Entre las Lusiadas y el
Quijote media el curso de una generación. España
ha seguido batallando y evangelizando. En estos
treinta y tres años ni se han colgado las plumas,
ni se han envainado las espadas. Ahora ya se cono­
ce la esencia de las quejas: son cansancio; hay que
descansar.
No está bien que se lea el Quijote sin las Lusiadas,
ni viceversa. ¿Adónde se irá con el empuje de la
epopeya, pero sin el freno de la novela? Como no
se adapten los medios a los fines, donde se busque
imperio no se hallará tal vez sino la muerte, y
menos mal si se sabe ennoblecerla con las pala­
bras últimas del rey don Sebastián: «Morir, pero
despacio.» ¿Y adonde se irá con la ironía del Qui­
jote, pero sin la fe de las Lusiadas? Al ideal de la
«paz en la indolencia», que denunció el conde de la
Mortera al recibir a Azorln en la Academia de la
Lengua. Y tampoco se logrará esa paz, porque
con perder uno el apetito no lo han perdido los
demás.
LA CONCEPCION DE DON QUIJOTE

Los detalles de la vida de Cervantes desaparecen


en el Quijote, pero es sólo para evocar el recuerdo
total de su vida frustrada. Y en este punto está
en lo cierto Díaz de Benjumea cuando dice:
«Convido al lector a que medite sobre la serie
de sucesos tan rápidos, tan graves y extraordina­
rios como llenaron el período de la juventud de
Cervantes; los cuales no necesitan más que la sim­
ple exposición para formar un cuadro dramático,
un poema interesantísimo. Porque ¿cuál es el fon­
do, cuál el móvil, cuál el principio y el término
de todas estas acciones? ¿Qué se ve en esta epo­
peya admirable? Al hombre de ánimo esforzado
luchando contra la adversidad, asunto, como dijo
el filósofo Séneca, digno de ser contemplado por
los dioses. Y bajo cierto aspecto, ¿qué viene a ser
el Quijote sino la alegoría de sucesos semejantes?
Esto es, el hombre débil, pero de gran temple de
alma, en lucha contra los obstáculos que se opo­
nen a la felicidad común.»
Cervantes se explica por Don Quijote y el Qui­
jote por Cervantes. El autor, como el protagonista,
ha leído muchos libros de caballería, los conoce y
los ama. *Esto e9 indubitable para cuantos recuer­
den el capítulo relativo al escrutinio que hacen el
Cura y el Barbero en la librería de Don Quijote.
El autor, como el héroe, ha sentido en su espíritu
nobles impulsos que le empujaran a la vida heroica
y aventurera de los antiguos caballeros. Esto es
también indiscutible para quien conozca,.siquiera
someramente, la historia de Cervantes.
En el soldado de Lepanto se producen al mis­
mo tiempo los impulsos de acción y los ideales ge­
nerosos. He aquí uno de esos hombres privilegia­
dos que no son sólo acción, sino palabra; que no
son sólo palabra, sino acción. Cuando soldado, ha
debido de soñar en batallas ciclópeas; cuando
amante, en amores de infinita ternura; cuando es­
critor, en librós inmortales; cuando patriota, en el
imperio universal. Hechos y sueños y palabras se
enlazan en los recuerdos y en las realidades de su
vida como en las aventuras de b u héroe.
Cervantes ha dicho de la batalla de Lepanto que
fué «la más alta ocasión que vieron los siglos y es­
peran ver los venideros*. Sólo hoy sabemos hasta
qué punto dijo la verdad. Allí se ventilaron loa
destinos de Europa; esa civilización occidental, que
hoy glorifican los pensadores de los pueblos anglo­
sajones y germanos, no habría surgido sin la vic­
toria de Lepanto sobre el turco dominador del mar
Mediterráneo; ahora es cuando nos damoa cuenta
de que el imperio sobre las aguas lleva aparejado
el poderío sobre la tierra.
El alférez Gabriel de Castañeda ha referido que,
al empezar la batalla de Lepanto, el capitán Ur-
bina, el alférez Santisteban y él se encontraron
sobre cubierta a un soldado amarillento y ojeroso,
porque Cervantes padecía de las cuartanas que
abundan en la isla de Corfú. Díjole el capitán, al
verle con la faz demudada y la vista turbia, que
se recogiera bajo cubierta, porque no estaba para
pelear. Pero Cervantes, excitado por la fiebre y,
sobre todo, por la proximidad de la ocasión única
que iba a depararse, dirigió a b u s jefes este párra­
fo: «Señores: en todas las ocasiones que hasta hoy
se han ofrecido de guerra a Su Majestad y so me
ha mandado he servido' muy bien como buen sol­
dado, y así ahora no haré menos, aunque esté en­
fermo y con calentura; más vale pelear en servicio
de Dios y de Su Majestad y morir por ellos que
no bajarme so cubierta. Póngame vuesa merced,
señor capitán, en el sitio que sea más peligroso,
y allí estaré y moriré peleando.» El capitán movió
la cabeza, pesaroso, como quien abandona a la
muerte a persona destinada en la vida a distin­
guirse, y ordenó a Cervantes colocarse en el esqui­
fe, al frente de doce hombres, con lo que eviden­
ció la gran confianza que le inspiraba el soldado
que tan nobles palabras pronunciaba.
En este episodio ha de hallarse el pasadizo que
nos abra acceso a las reconditeces del alma de
Cervantes; no sólo en la conduota, porque cual­
quiera de los soldados españoles de entonces se
batía con valor; no sólo en las palabras, porque
muchos escritores han consagrado írases más be­
llas a los deberes militares, sino en la totalidad
del episodio, en la,, fusión armónica de la conducta
valerosa y la palabra varonil. En los años de cau­
tiverio se le convierte el heroísmo en rasgo per­
manente del carácter. Por la información que se
hizo de su conducta sabemos que fué Cervantes
el más distinguido de los cautivos. Desde que puso
pie en Argel hasta la hora de su rescate no cesó
en preparar y organizar escapes de compañeros.
Por eso le tenia el rey Azán por el más peligroso
de los cristianos. Se le sorprende una vez y otra.
Cervantes echa una vez y otra sobre sí mismo la
responsabilidad del intento. El rey Azán mata a
palos a diversos cristianos por intentar lo mismo
que Cervantes. A Cervantes le enoadena, pero no
le apalea. La figura del manco debió de apare-
cérsele rodeada de algún nimbo. Pero al volver
Cervantes a su patria se encontró con que no se
hacía caso de sus méritos. Se habla imaginado in­
genuamente que el éxito en la vida deberá estar
en razón directa de los méritos. Así lo cree tam­
bién el pueblo español, que pronostica fácilmente
prosperidad a los talentos. Quizás no reparó Cer­
vantes en que los españoles sentimos tanta piedad
por las medianías, que no toleraremos nunca que
D o n Q u i j o t e , D on J u a r r ü C e l e s t in a . 6
so los desaloje de sus puestos, para abrir paso a
las capacidades.
El caso es que este héroe y poeta, conocedor de
la excelsa armonía de su ser todo, cuerpo y alma,
llega a los cincuenta años de su edad, fecha en que,
poco más o menos, aparece en su espíritu el pen­
samiento central del Quijote, fracasado por com­
pleto: como militar, pues que no progresó en la
carrera de las armas; como escritor, porque sus
comedias no le permiten vivir con decoro; como
hombre de carrera, puesto que se gana la vida co­
brando malaB deudas; como hombre de honor,
porque está, preso, y aun como hombre, puesto
que se halla manco.
A los cincuenta años, Cervantes vuelve los ojos
hacia atrás y se mira a sí mismo. ¿Qué encuentra?
Sus ideales de juventud fueron generosos; su bra­
zo los sustentó oon intrepidez; y, a pesar de ello,
so encuentra fraoosado y Be pregunta el porqué de
b u fracaso. ¿Culpa de los demás? ¿Culpa de s í mis­

mo? «Más versado en desdichas que en versos»,


como dice de sí mismo en el escrutinio de la libre-
ría, al hacer el balance de su vida pasada, repara
en la. inutilidad práctica de sus sueños, de sus idea­
les, de sus libros de caballería, de sus aventuras,
de su valor heroico. Y ese día melancólico y gris
nació en la mente de Cervantes la concepción de
Don Quijote de la Mancha.
Los exégetas del Quijote se han preguntado mu­
chas veces lo que se propuso el autor al escribirlo.
No hace falta quebrarse los sesos para averiguarlo.
Escrito ha quedado en el Viaje al Parnaso:

Y o he dedo en Don Quijote pasatiempo


Al pecho melancólico y mohíno
En cualquiera sazón, en todo tiempo.

Cervantes lo escribió para consolarse de sus amar­


guras, y por la misma causa que las gentes excla­
man, cuando un asunto no les sale bien: «¡Si yo no
hubiera sido tonto!», y aún más frecuentemente:
«¡Si yo no hubiera sido bueno!»
Este punto quedará más en claro si se recuerda
el género de las ocupaciones de Cervantes desde
1593 hasta 1603, los años que precedieron a la
concepción del Quijote y los de su elaboración. En
ese período de tiempo, y cuando Cervantes había
hecho ya el doloroso renunciamiento a vivir de
las armas, primero, y de las letras, luegó, fué as­
pirante a empleado, después comisario del pro­
veedor de la armada y después cobrador de atra­
sos, de deudas, de alcabalas. Aquella armada, en
cuyo abastecimiento trabajó, fué la Armada In­
vencible, deshecha en 1588, en cuyo triunfo ee
habían puesto tantas esperanzas que Cervantes
no quiere creer, ni tampoco España, en las prime­
ras noticias adversas. No es seguro, aunque sí po­
sible, que la primera lección que de aquel magno
desastre aprendiera fué la de que no basta poner
nombres sonoros a las cosas. De lo que no cabe
duda es de que los españoles contábamos tan fir­
memente con aquella victoria, como los portugue­
ses con la del rey don Sebastián contra los moros.
Pero las esperanzas eran una cosa y otra las reali­
dades y el ejército de navios se condujo como
rebaño de ovejas y loa vientos hicieron de gigantes
enemigos. Pensemos en la deamoralización que un
espíritu generoso, como era el suyo, y, sobre todo,
como lo había sido en su admirable juventud, tie­
ne que sufrir en profesión tan ingrata como la de
recaudador de atrasos, tercias y alcabalas. No hay
más que imaginamos el dilema que cotidianamen­
te se le presentaba: si apretaba a contribuyentes,
labradores y renteros, se veía obligado a hacerles
padecer; si se ablandaba ante sus quejas perdía el
empleo, o, cuando menos, los emolumentos. Re­
cordemos sus procesos y encarcelamientos. El más
largo de todos se debió a haber confiado en un
banquero portugués, en cuyas manos depositó sus
fondos. Es probable que no hubiera necesitado ir
a la cárcel de haber sabido aprovecharse de su
cargo para hacer dinero, como otros lo harían.
Probablemente sintió más de una vez que no esta­
ba preso sino por haber sido demasiado generoso
con las gentes, a las que debió haber estrujado
para enriquecerse. De ahí el grito que parece des­
prenderse de todas las páginas del Quijote: «¡Si yo
no hubiera sido bueno!» No se revuelve contra la
sociedad, porque le niega el premio debido a sus
merecimientos. No es, por lo tanto, un «resentido»,
a pesar de la tentación que le brindaban sus fra-
caeos. Pero se vuelve contra sí mismo, contra sus
propias ilusiones.
¿Cómo consigue consolarse? Cervantes pone los
propios sueños marchitados de su juventud idea­
lista en el cuerpo de un viejo impotente para rea­
lizarlos. Más de cien veces debió de ocurrírsele, en
sus tiempos de recaudador y alcabalero, comparar
sus esperanzas juveniles con sus realidades madu­
ras; pero un buen día la fantasía le hizo fundir en
una sola visión sus ilusiones mozas y sus achaques
juveniles, y en ese instante surgió, esencialmente
toda entera, la figura del ingenioso hidalgo. Por­
que todo lo que es fundamental en Don Quijote
se encuentra ya en la imagen que resulta al sobre­
poner con la fantasía la efigie del joven intrépido
y soñador de grandes empresas, que es Cervantes,
a la figura del viejo achacoso, desencantado y
canso, que es Cervantes también. El ingenioso
hidalgo no es sino un viejo con anhelos y sueños
e ilusiones de mozo, que no repara ni nota que está
viejo y que lleva esta inconsciencia de las circuns­
tancias hasta sus consecuencias últimas. En esta
mezcla incongruente de vejez y de juventud está
ya implícito el espíritu cómico, porque hace reír
el viejo que emprende una carrera sin acordarse
de la dureza de los huesos y de la cortedad del
aliento, como también el galán de pelo blanco que
se las echa de Borneo o el hombre de voz cascada
que quiere dar un do de pecho y se queda a mitad
de la escala. Y cuanto más excelso y trascenden­
tal sea el intento, y ninguno podrá parangonarse
con el de querer restablecer la edad de oro en nues­
tra edad de hierro, tanto más risible resultará la
impotencia del gesto; pero como al mismo tiempo
no podremos por menos de simpatizar con la in­
tención, la desproporción entre el propósito y el
resultado nos hará unas veces reír entre las lágri­
mas y otras llorar entre las risas, que es el consuelo
y la grandeza del Quijote.
De este contraste de vejez y juventud se deriva
también lógicamente la locura del héroe. El que
no repara en que está viejo es porque no distingue
entre realidades e ilusiones, entre las cosas que son
y las que el deseo proyecta en la pantalla de la
imaginación. Don Quijote sueña despierto, como
muchos hacemos, pero no distingue siempre entre
lo que sueña y lo que ve, y en ello consiste su locu­
ra. EÍ soñador normal se da cuenta de que una
cosa es el mundo y otra las sombras de sus sueños.
Don Quijote ve sus sueños on el mundo. Muda las
cosas con la imaginación, y como las cosas siguen
siendo lo que son, acaban por desplomarse sobre
el pobre Don Quijote con tanta mayor fuerza cuan­
to mayor es el contraste entre las realidades y las
imaginaciones. Para que este contraste sea el ma­
yor posible ha de poner Cervantes la acción de su
novela no en la ciudad, donde las esperanzas cor­
tesanas parecen dar consistencia a los sueños, ni
en las tierras ricas de Andalucía o de Italia, donde
la abundancia permite el devaneo y los caprichos,
sino en tierras pobres, claras y abiertas, donde el
espíritu rechace las leyendas y los misterios de laa
tierras de montaña y de bosque y donde la pobre­
za y los rigores del clima engendren el espíritu
cazurro, desconfiado, realista y resistente. Ya te­
nemos a Don Quijote looo y a su mundo demasia­
do ouerdo. Ahora neoesita la manera de enlazarlos
de algún modo. Para que Don Quijote no se en­
cuentre demasiado solo hay que tenderle algún
puente con el mundo. Esta necesidad es lo que
hace surgir a Sancho Panza, que tiene la natura­
leza del mundo, pero también la de Don Quijote,
en cuanto le cree y sigue.
Falta todavía un elemento decisivo: la especi­
ficación de la locura: los libros de caballería y la
caballería andante. La completa elucidación de
este punto requeriría mayor conocimiento histó­
rico del que yo tengo, acerca del papel que los
libros de caballería representaban en nuestra cid-
tura del siglo xvi. Por lo que se refiere al tipo de
Don Quijote es posible que tenga razón Mencndez
y Pelayo cuando apunta la idea de que tal vez lo
inspirase el espectáculo de algún personaje real,
a quien le diese la locura por suponerse caballero
andante. Eran entonces los libros de caballería
tan populares y tan exóticos como pueden serlo
actualmente en España los folletines de Xavier
de Montepín o de Emilio Richebourg. Todo el
mundo los leía, nadie los estimaba, salvo por el
esfuerzo y fortaleza que a sus héroes atribuían.
Casi todos sus caballeros, personajes y asuntos
eran extranjeros: el rey Arturo, Carlomagno, Per-
ceval, don Galaor, Flores y Blancaflor, Merlín,
Roldan, Reinaldos, Tristán e Isolda, el Santo
Greal, Godofredo de Bollón, Lanzarote. Este exo­
tismo procedía de que la caballería andante no fué
nunca en España una de las instituciones básicas
de la naoionalidad, como acaeció en la Europa del
Norte, donde al disolverse el imperio romano se
quedaron los pueblos sin más gobierno que el de
los caudillos, generalmente en lucha unos con otros,
por lo que surgió la caballería andante para prote­
ger a los débiles contra sus opresores, del mismo
modo que surgieron también los malos caballeros,
dedicados a ladrones de caminos.
Estas individualidades enérgicas, que se con­
fieren a sí mismas el encargo de ser el brazo de
Dios en la tierra, no podían surgir más que en so­
ciedades homogéneas, unificadas en punto a reli­
gión, raza y costumbres. En la España medieval,
mitad cristiana, mitad mora, no podían aparecer
sin alistarse en las milicias del rey o de la iglesia.
Sólo al final de la Edad Media surgen caballeros
castellanos, como Gonzalo de Guzmán y Juan de
Merlo, Aliarán de Vivero y Gutierre Quijada que,
en el siglo anterior al de Cervantes, van a los rei­
nos extranjeros a hacer armas con el que quiera
hacerles frente, al solo objeto de «ganar honra y
prez». Pero si la profesión (Je caballero andante
era desconocida entre nosotros, su espíritu, en
cambio, pos era familiar. Un caballero andante es
San Ignacio de layóla. También lo es, salvo el
nexo, Santa Teresa. También lo son los conquis­
tadores. En el espíritu de caballería andante se
inspira la proclamación do Alonso de Ojeda, en
1509, a los indios de las Antillas: «Yo, Alonso Oje­
da, servidor de los altísimos y poderosos reyes de
León, conquistadores de las naciones bárbaras, su
emisario y general, os notifico y declaro categóri­
camente que Dios nuestro señor, que es único y
eterno, creó el cielo y la tierra y un hombre y una
mujer, de los cuales vosotros, yo y todos los hom­
bres que han sido y serán en el mundo descende­
mos.»
Caballero andante por el espíritu había sido
Cervantes en sus años de Lepanto y de Argel, de
soldado y de cautivo. De caballero andante son
sus palabras ante el capitán Urbina, en Lepanto,
o ante el rey Azán, de Argel. Durante sus largos
años de cautiverio, ¡cuántas veces no habrá soña­
do con una de esas súbitas mudanzas de fortuna,
como las que acontecen a los caballeros andantes
y los hacen pasar desde las humillaciones más do-
lorosas a las glorias del triunfo! En cada uno de
sus intentos de escape pensaría en llegar a su pa­
tria y ser llamado por el rey don Felipe y recibido
por el monarca con los brazos abiertos e invitado
a contarle sus trabajos y desventuras, terminado
cuyo relato el rey buscaría de entre sus ejércitos
y escuadras un mando honroso en que emplearle,
hecho lo cual le presentaría a las damas de la Corte
y diría, poco más o rúenos, como en el capítulo X X I
del Quijote: «Este eB el oaballero del Sol (o de la
Serpiente, o de otra insignia alguna debajo de la
cual hubiere acabado grandes hazañas); éste es,
dirá, el que venció en singular batalla al gigante
Brocabruna de la gran fuerza; el que desencantó
al gran Mameluco de Persia, del largo encanta­
miento en que había eBtado casi novecientos años.»
Porque novecientos años son los que llevaba la
plaza de Argel, con la que quiso levantarse Cer­
vantes, en manos de los moros.
Un francés, un inglés, un alemán o un italiano
no se habría burlado de la caballería andante, de
haber poseído un espíritu de primer orden. Habría
sentido que se mofaba de una de las instituciones
fundadoras de la civilización en su país, como lo
fueron en Castilla los jueces y la iglesia, al princi­
pio; la monarquía y la iglesia, después, de cuyas
instituciones no se burla Cervantes. Si puede hacer
mofa de la caballería andante es porque no se trata
sino de una imitación extraña al carácter y a la
historia españoles. Pero si un caballero andante,
mirado por fuera, tiene que parecerle estrafalario
y digno del ridículo, por dentro, en cambio, por lo
entusiasta y lo creyente, se identifica con su juven­
tud. Por eso se consuela de los fracasos de su vida
al infundir sus sueños de juventud en la mente de
un viejo loco que se cree caballero andante. Don
Quijote vive fuera de la realidad, toma los molinos
por gigantes, los rebaños de ovejas por ejércitos ene­
migos, y ouando está sobre el caballo de madera,
donde los duques le colocan para divertirse de su
credulidad, se cree en la región de las estrellas. Esta
desproporción suscita la risa y ya entonces todas las
esperanzas que le salieron defraudadas se convier­
ten en fuentes de regocijo, porque la fantasía le
trastorna las ambiciqnes más legítimas en música
lejana y peligrosa, cantada por sirenas a las que
no debió escuchar.
«El mundo está mal», viene a decir Cervantes a
Don Quijote o al lector: «ni tú ni yo podremos
componerlo. ¿No vale más acomodamos a lo que
es, que soñar con cambiarlo y entristecemos por­
que sigue como antes?» Nunca se habrá escrito
libro alguno con mayor regocijo. El autor se iba
descargando al componerlo de sus antiguos des­
engaños, mostrándose a sí mismo los engaños en
que se originaron. Cada una de sus frustradas ilu­
siones no había sido más que un sueño. Al placer
de írselo descubriendo se añadía el de trasladarlo
al planeta de la caballería andante, donde nadie
vería que estaba todo el tiempo dándose el gusto
de hablamos de sí mismo. «El mundo está mal.
Yo fui ese loco Don Quijote, que lo creía lleno de
caballeros y princesas, endriagos y gigantes. Quise
moverme entre las cosas de la vida como si fueran
mis imaginaciones y me encontré con sus reali­
dades. Ríete, lector, de mis fantasmas, como yo
me río de mis desengaños y acuérdate en medio de
tu risa de que tú los soñaste conmigo, porque toda
España ha sido Don Quijote. Fuimos sonámbulos
que recorríamos la tierra creyéndonos despiertos
y estábamos dormidos. Andábamos sobre pedri­
zales y nos los figurábamos alfombras. Riámonos
ahora de los tropiezos y las descalabraduras. Y si
aún nos duele la hostilidad del mundo malo, llore­
mos también y descarguemos el pecho melancó­
lico.»
LOS CRÍTICOS DEL «QUIJOTE»

Por ser el Quijote el libro del desencanto espa­


ñol, las mejores páginas que se le han dedicado las
compusieron extranjeros que también soñaron con
una vida de acción, pero que se decidieron, al fin,
a vivir tranquilos en sus casas; románticos des­
engañados, que soñaron mucho, pero que no reali­
zaron gran cosa. Turguéñef, el ruso, concibió al
leerlo el pensamiento de dividir los caracteres idea­
listas en dos clases, que personificaba en Don Qui­
jote y en Hamlet: llamó quijotescos a los hombres
cuyos ideales Iob empujan a l sacrificio, y hamlc-
tianos a aquellos otros en quienes los ideales se re­
suelven en dudas. Cuando Turguéñef escribía estas
páginas, sus compatriotas, sus camaradas de ilu­
siones revolucionarias, derramaban en Rusia su
sangre por derrocar la autocracia y establecer el
imperio del «bien sobre la tierra». Pero Turguéñef
permaneció en París, componiendo tranquilamen­
te sus novelas, y amó el Quijote porque las desven­
turas de su protagonista le brindaban pretexto
para excusarse de la inacción, clasificándose entre
loe hamletianos.
También Heme quiso el Quijote con ternura.
Leyéndolo lloraba este otro soñador, que para
adorno de su tumba prefería a su lira de poeta su
espada de soldado de las humanas libertades; este
otro loco, que despertó de su locura revoluciona­
ria para ver que Europa no se había transformado
todo lo que él deseaba con los movimientos de 1848,
y para morirse también de melancolía, abrumado
de achaques y de preocupaciones económicas, con
el pensamiento puesto en grandes cosas, con la
existencia consumida en minucias. Y, con todo, al
recordar sus nobles arranques de otros tiempos,
tuvo para el Quijote la ocurrencia de llamarlo: «la
rechifla de todo entusiasmo».
En cambio Barbey d’Aurevilly, el prototipo del
romántico impenitente y rígido, del dogmático in­
capaz de desengaño, juzgó en estas palabras la
obra de Cervantes: «Fué el primer silbido que re­
tumbó distintamente contra el entusiasmo de la
guerra, la caridad cristiana y en armas de la an­
dante caballería, el sacrificio, el culto de la mujer,
la poesía de todas las exaltaciones, la defensa de
todos los debilidades.»
Y Byron, ese bárbaro para quien no existe poe-
BÍa fuera de la pasión, cuyas obras y cuya vida nos
ofrecen una masa bruta' de melodía rápida, de im­
petuosidad, de fuerza, de palabras inflamadas y
de instintos desbordantes, Byron ha dicho del
Quijote: «Fué un gran libro que mató a un gran
pueblo.» El juicio es excesivo. Cuando Cervantes
compuso su obra, aquel gran pueblo estaba ya
muy fatigado. El destino tenía contadas las horas
de su auge. Las historias del ingenioso hidalgo
hermosearon el crepúsculo. España rió en ellas las
aventuras que no podía ya emprender. Se sintió
representada en este libro porque estaba cansada.
No la mató el Quijote; los pueblos no mueren por­
que haya terminado su período de auge y de
esplendor. Lo que hizo el libro de Cervantes fué
pacificarle el alma, para que pudiera descansar
tranquilamente, por lo menos cuando el resto del
mundo se lo consintiera.
Los críticos españoles se han encontrado ante
un conflicto de solución difícil. El Quijote es el libro
nacional por antonomasia. Sobre esto no hay dispu­
ta. La primera parte del Quijote vió la estampa
en 1605. Cinco diversas ediciones se hicieron de
ella ya el primer año de su publicación. Doce edi­
ciones antes de que el autor publioase la segunda
parte. Si se tienen en ouenta las diferenoias de los
tiempos, Be advertirá que ese éxito iguala y aun
supera los mayores alcanzados en estos tiempos
nuestros de enseñanza universal obligatoria. Al
poco de publicarse el Quijote en Madrid, se hicie­
ron ediciones castellanas en Lisboa, en Milán y en
Bruselas. ¿Cómo explicamos este triunfo inmenso?
¿Podremos decir que se debe exclusivamente al
esparcimiento y a las risas que la obra procura a
los lectores? Pero ei se compara el Quijote con las
obras de risa de pot aquellos tiempos, y aun con
las que son al mismo tiempo grandes producciones
literarias, como La Lozana Andaluza, El Picaro
Ouzmán de Alforache, El Lazarillo de Tarmes o El
Gran Tacaño, se advierte al punto una diferencia
substancial. Del Quijote se desprende inmediata­
mente una filosofía moral muy concreta: la filoso­
fía que ha llegado a convertirse en máxima uni­
versal de nuestra alma española: No nos metamos
en libros de caballería; No seamos Quijotes; El que
se mete a Redentor sale crucificado. Pero los de­
más libros de nuestra literatura picaresca no dejan
en el ánimo filosofía alguna, sino meramente el
recuerdo de los incidentes que nos han divertido.
Nos regocijan al leerlos, pero no imprimen en
nuestras almas mandamiento alguno; sólo el Qui­
jote es al mismo tiempo diversión y consejo, poro
un consejo que ejerce su influencia especialmente
sobre los españoles. El Quijote se ha traducido a
todos los idiomas literarios del mundo, pero se me
figura que sólo en los pueblos españoles se ha leído
por la casi totalidad de las personas que saben
leer. En otros países, por añadidura, se ha gozado
como una obra entretenida y algo exótica. Los es­
pañoles, en cambio, lo hemos pensado como el
libro de nuestra filosofía nacional. En el extran­
jero sólo espíritus sutiles han meditado sobre la
filosofía posible del Quijote. Sentían, más o menos,
que les era extraña. Pero los españoles no podemos
leerlo sin sentimos identificados con el héroe. No
es que seamos actualmente más quijotescos que
los hombres de otros pueblos, pero lo fuimos en
nuestros años de esplendor y nos arrepentimos
después de haberlo sido, y si un día padecimos las
consecuencias de nuestro quijotismo, también es
posible que hayamos sufrido más tarde por haber
abandonado a Don Quijote en la picota del ri­
diculo.
La perplejidad que han sentido los principales
críticos españoles, aunque no se la formulen con
claridad, consiste en no saber si se enaltece me­
jor el Quijote al ponderar su trascendencia que al
encarecer su intrascendencia. Si dicen, por ejem­
plo, que no se burla más que de los libros de ca­
ballerías, le están achicando el magisterio, porque
en los tiempos de Cerrantes ya estaban estos
libros en decadencia. Si reconocen que la burla
se extiende al ideal caballeresco, entonces se ven
en la difícil alternativa de renegar del ideal caba­
lleresco o del libro de Cervantes. Si Don' Qui­
jote no es más que el caso particular de un loco
enloquecido por los libros de caballerías, tendría
razón Lope de Vega en el soneto que lo llamaba
«baladí». Si es, en cambio, representativo, hay que
plantearse valerosamente el dilema de escoger en­
tre el idealismo y el realismo, para tomar partido.
Si el Quijote es grande, su influencia ha de serlo,
y entonces hay que averiguar si buena o mala.
Ya en el siglo xvm don Vicente de Iob R íos tuvo
que buscar argujnentos contra el cargo do que el
Quijote «haya sido causa de haberse disminuido
entre los españoles el espíritu nacional de honra­
dez y valor». Un español no puede creer de buenas
a primeras que sea verdadero el apotegma de By-
ron. Preferirá permanecer perplejo y decir, como
Menéndez y Pelayo, que el Quijote es un libro rea­
lista, dando a esta palabra su sentido corriente, al
mismo tiempo que lo calificará de «último libro de
caballerías». Si se da a estas calificaciones valor
cronológico no hay inconveniente en ver al Qui­
jote en el momento donde acaba la literatura ma­
ravillosa de los libros de caballerías y comienza la
novela realista. Desde un punto de vista mera­
mente lógico, la contradicción entre ambos juicios
es patente.
También se contradice don Juan Valera ouando
afirma: «En ningún otro pueblo echó tan hondas
raíces como en el español el espíritu caballeresco
de la Edad Media; en ningún pecho más que en el
de Cérvantes se infundió y ardió ese espíritu con
más poderosa llama; nadie tampoco se burló de él
más despiadadamente»; pero después añade: «...de
censurar Cervantes un género de literatura falso
y anacrónico no se sigue que tratare de censurar,
ni que censuró y puso en ridículo las ideas caba­
llerosas».
No hay manera de resolver satisfactoriamente
esta contradicción, que encuentro también en otro
crítico que, si no es español, llega a considerar el
libro de Cervantes con una mentalidad casi e3pa-
ñola. Merimée niega el trascendentalismo del Qui­
jote con estas palabras: «Vivimos en tiempos en
que muchos juzgan la literatura una especie de
sacerdocio. Nada se escribe, ni «vaudevijle», ni filo­
sofía, que no se haga por la mejora de la humani­
dad... Estos letrados no permiten que sólo se haga
un libro para divertirse y divertir a los demás.
Creer que sólo Be ha tratado de ridiculizar los libros
de caballería es suponerle tan loco como a su hé­
roe, que se pelea con molinos de viento.» Pero en
otro pasaje exclama: «¡Ay del que no haya tenido
alguna idea de Don Quijote, ni corrido el riesgo de
verse apaleado o ridiculizado por enderezar en­
tuertos!» Aquí ha pasado Don Quijote, de mera
ocasión que era antes para divertirse con los libros
de caballerías, a símbolo y representación de lo
mejor y más noble que hay en cada uno de los
hombres.
La misma contradicción se puede encontrar en
don Manuel de la Revilla. De nntt parte juzga al
Quijote como al libro que le sugieren a Cervantes
los desengaños propios y de su época. De otra par­
te, se indigna y horroriza ante la contingencia de
que Don Quijote pueda personificar el ideal. Las
vacilaciones y perplejidades de un espíritu tan
amante de la verdad como el del Sr. Revilla son
tan interesantes que no resisto a la tentación de
transcribirlas:
«Fué Cervantes, escribe, en sus primeros años
un mozo de viva fantasía, corazón generoso y áni­
mo emprendedor y aventurero, que, devorado por
inquieta ambición y lleno de ensueños de gloria,
lanzóse a la vida en busca de aventaras y de triun­
fos, fiando .demasiado en b u s fuerzas y atendiendo
poco a los obstáculos que a cada paso nos presenta
la realidad. En tal sentido tuvo algo de Don Qui­
jote y pudo hallar en sí propio el modelo de su hé­
roe. Pero aleccionado por la experiencia, herido
en sus ilusiones por el desengaño, amaestrado en
la escuela del mondo, hubieron de despertarse en
su espíritu aquel recto y positivo sentido de la
vida, aquella justa apreciación de los hombres y
de las cosas, aquella tendencia observadora, crí­
tica y un tanto escéptica e irónica que caracteriza
a los hombres que han vivido mucho y de prisa,
han sufrido no poco y han conocido de cerca las
flaquezas de los hombres y las deformaciones de
la realidad. Su carácter regocijado y maleante, la
natural benevolencia de su ánimo y, más que todo,
la resignación que a los desgraciados imponía en­
tonces la fe religiosa, mostrándoles en un mundo
mejor la compensación de todos los dolores e in­
justicias del presente, le impidieron entregarse a
un negro pesimismo (por otra parte impropio de
b u época) y le movieron a ver objetos de risa y

burla en lo que otros juzgarían motivos de duelo


y llanto. Persuadido—quizá por la propia expe­
riencia—de que la causa de los desengaños y des­
venturas de los hombres consiste en dejarse aluci­
nar por vanas ilusiones y comprometerse en impo­
sibles aventuras, y creyendo hallar en los liaros
caballerescos la fuente de semejantes extravíos,
propúsose concluir por medio de la burla y de la
parodia con aquella funesta literatura, que tan
dañosos frutos producía, a su juicio, y a esto se
debió la concepción del Quijote, cuyo único fin,
por más que se diga, fué poner en aborrecimiento
de los hombres las fingidas y disparatadas histo­
rias de los libros de caballerías.»
Como está en la naturaleza de todo ideal, que
merezca este nombre, el ser inagotable y, por lo
tanto, irrealizable, no cabe duda de que en el pá­
rrafo tronsorito el Sr. Revilla vió en Don Quijote
la personificación del ideal. Pero este pensamiento
no tarda en consternarle, por lo que da media vuel­
ta y escribe:
«Si Don Quijote personifica el ideal resulta, por
tanto, ... que el ideal se identifica con lo ridículo...
Si tal fuera, la humanidad hubiera arrojado lejos
de sí, con horror y repugnancia, un übro que re­
presentaría lo que hay más odioso en el mundo,
el escepticismo pesimista sazonado por el sarcar-
mo y realzado por el cinismo: el escepticismo ho­
rrible de Mefietófeles. Si eso fuera, el Quijote, su
autor, merecería no los aplausos de la posteridad,
sino las maldiciones de la historia.»
No es eso, añade el señor Revilla: «Es un libro
realista», «el eco del buen sentido y de la experien­
cia». Lo único que se propuso Cervantes fué eom-
batir «el falso idealismo». El adjetivo ea inacep-
tal^e. El ideal de Don Quijote no es falso, puesto
que se propone realizar «el bien de la tierra». Lo
que ocurre es que la caballería andante es hace ya
siglos institución anticuada o impropia para su
ejecución. Tampoco es falHO el ideal hispánico,
idéntico, en substancia, al caballeresco; pero en
tiempo de Cervantes es ya inútil continuar pe­
leando por que no haya en el mundo mas que una
sola grey o un solo pastor: «un Monarca, un Im­
perio y una Espada», porque en esa lucha derra­
mará España la sangre de sus caballeros y mal­
gastará sus entusiasmos, y todo será inútil. La
verdad es que nuestros críticos han cometido ol
pecado, justamente denunciado por Croce, de se­
parar el arte de su terreno histórico, o de buscar
casi exclusivamente las fuentes literarias de las
obras, sin tener en cuenta que más ayuda a la
comprensión del Quijote, la contemplación de un
cuadro del Greco o las vidas de los Claros Varones
de Castilla que la lectura de los libros de caballe­
rías, porque así como el complejo histórico no
puede comprenderse más que por sus elementos,
tampoco pueden entenderse las partes más que
por el todo.
Póngase una fecha en cada una de las páginas
de la primera parte del Quijote, y entonces sí que
se justifican los reparos y laa vacilaciones que han
sentido los comentaristas españoles antes de deci­
dirse a colooarlo ontro los libros idealistas o entre
los contrarios al idealismo. Recuérdese que los
ideales históricos, encamados en instituciones, tie­
nen un «límite de plasticidad», como los ejércitos
en marcha, que se Tan separando de sus bases. El
ideal histórico español había rebasado esos lími­
tes ouando Cervantes concibió su obra. Uno de los
síntomas de ello ha de encontrarse en el hecho de
que pasaran inadvertidos los méritos de su autor.
En vano hacía don Felipe t i la vida de un nota­
rio laborioso y mientras él «escribía y firmaba, la
reina echaba polvos en lo escrito». Cuanto más tra­
bajaba el monarca más ee amontonaban los pape­
les en las mesas de sus secretarios. Cervantes fué
uno de los primeros hombres que sintió que los
ejércitos de España habían avanzado demasiado.
Cuando un ejército alcanza los límites de su elas­
ticidad no tiene más remedio que resignarse a per­
der la iniciativa y ponerse a organizar la resisten­
cia. Esto es lo que hizo España, y en este sentido
tiene completa razón Ganivet cuando dice que
España es la obra del soldado cautivo, como Ita­
lia la del Dante o Alemania la de Goethe. Aunque
en el momento actual el problema de España con­
siste precisamente en recobrar la iniciativa histó­
rica, es natural que en el siglo xvn la perdiéra­
mos e innegable que Cervantes realizó una obra
benéfica preparando los ánimos para resignarse a
dejar de avanzar. Escribió su libro con el espíritu
de un capitán que llamado a consulta por el ge­
neral dijese lealmente su opinión: «Ya hemos avan­
zado más de lo que debimos. Desde la hora de
aquel exceso se están malogrando nuestras fuerzas.
Me parece prudente reconcentrarlas, en vez de dis­
persarlas.» Y por eso, aunque el' Quijote sea un li­
bro de decadencia, el mejor libro de decadencia
que baya producido literatura alguna, no deja de
ser un libro sano, siempre que se tengan en cuenta
las circunstancias en que se produjo, porque lo
mejor que puede hacer un hombre, cuando se halla
cansado, es descansar. «No hay cosa más dulce y
graciosa al muy cansado que el mesón», decía Ce­
lestina.
Así se desvanecen, satisfactoriamente, las per­
plejidades de los críticos españoles. Se resistían a
subrayar la trascendencia del Quijote porque lo
que normalmente necesitan los hombres no es que
se les ridiculice el idealismo y el espíritu de aven­
tura, sino que seles exalte. Pero hay un momento,
un momento único, en que es obra meritoria des­
engañarles: cuando se encuentran agotados por
exceso de idealismo y lucha. Para ese momento
y para todos los momentos análogos, para todos
los hombres y para todos los pueblos que, después
de prolongado sobreeafuerzo, han perdido definiti­
vamente su Armada Invencible, escribió Cervantes
su epopeya.
Con esto queda dicho que Cervantes no fué, ni
quiso ser reformador de las instituciones de su
país. Grande es la simpatía que me inspiran aque­
llos críticos esotórioos, como Díaz de Benjumea o
el coronel Villegas, que se han negado a ver en el
Quijote, una producción meramente literaria, y han
querido encontrar un tratado de estrategia, de
psiquiatría, de teología o do política. En estas es­
peculaciones los resultados son erróneos, pero la
intención es acertada, como lo era en la astrología
de la Edad Media. Los astros no podrán decirnos
el número que saldrá premiado en la lotería, pero
el propósito de enlazar loe destinos de los hom­
bres con el sistema planetario se funda nada me­
nos que en la solidaridad del universo. No hay en
el Quijote lo que quieren ver sus esoteristas, pero
aciertan al relacionar el libro de Cervantes con
sus más íntimos cuidados, porque debajo del mi­
litar o del paisano, del liberal o del absolutista,
hay en todos nosotros un hombre que se interesa
por la relación entre la vida y el ideal.
Creo que Morel-Fatio tiene razón, en su confe­
rencia de Oxford, cuando recuerda a los críticos
modernos que han creído descubrir en Cervantes
a un preoursor, en punto a religión o a política,
que: «ningún escritor ha sido mas do su tiempo que
Cervantes». El hecho de que censure en los cléri­
gos el amor a la buena vida y los quebrantamien­
tos del voto de castidad, no quita para que Cer­
vantes fuese un católico devoto, que se inscribió
en 1609 en la cofradía del Olivar y alcanzó el tí­
tulo de «esclavo del Santísimo Sacramento». Su con­
vicción de que gobernantes y magistrados son ene­
migos naturales de los pobres, tampoco le convier­
ten en enemigo del mecanismo administrativo de
la monarquía española. Ello le parece provenir de
la naturaleza de las cosas, y considera como arbi­
trista o loco &1 que quiera mudar los usos, en vez
de cambiar los hombres. Pero Cervantes abro los
ojos en torno suyo, se da cuenta de la pobreza de
España y del cansancio de sus caballeros: todo está
en tomo suyo tan derrengado y jadeante como su
propio cuerpo. Ocúrresele entonces personificar ese
cansancio en un viejo que no se da cuenta de su
edad. Le planta en la cabeza la locura de la caba­
llería andante. Y la risa resultante es el «¡alto!»
que se da España en el avance que empezó sién­
dolo de gloria, pero que la habría conducido a la
muerte de haberlo continuado.
El sentido esotérico del Quijote está en la vida
de Cervantes. Su grandeza, en que su vida fué
simbólica de la magnificencia de nuestro siglo xvi.
Este es el fondo del cuadro. No es menos grande
del que los esotéricos se habían figurado.
vn

ESPAÑA Y EL «QUIJOTE»

Al consumarse en 1898 la pérdida de los restos


del imperio colonial español en América y el Ex­
tremo Oriente, se irguió la figura de don Joaquín
Costa para decimos: «Doble llave al sepíulcro del
Cid para quo no vuelva a cabalgar.» Don Miguel
do Unamuno escribió un artículo en Vida Nueva
y formuló también su sentencia: «Robinsón ba
vencido a Don Quijote.» En estos juicios se come­
tían dos errores totales, que son probablemente la
razón de que ni el señor Costa ni el señor Unamu­
no los hayan mantenido. El primero se refiere a
nuestras guerras. Ningún enemigo de España podrá
sostener con éxito la tesis de que las guerras colo­
niales de entonces, culminadas en el conflicto con
los Estados Unidos, fueron de iniciativa española.
Parte de la población colonial se sublevó en Cuba
y Filipinas en 1895 contra nuestra soberanía. Tra­
tamos de mantenerla lo mejor que pudimos, y en
medio del conflicto surgió la intervención de los
Estados Unidos en favor de la independencia de
Cuba. Lo que ee puede decir en contra nuestra es
que si hubiéramos otorgado a tiempo a las colo­
nias un régimen de autonomía o si hubiéramos sa­
bido avivar el amor o la admiración, o siquiera
el temor, de nuestras posesiones ultramarinas, aca­
so las habríamos conservado. Pero lo primero que
se ocurrió a nuestros pensadores independientes
fué atribuir a una quijotada, a una imprudencia,
a una aventura injustificada, que tenía que ser
castigada con la pérdida de las colonias, la ini­
ciativa de las guerras, cuando la verdad era que
habíamos peleado en ellas muy contra nuestro
gusto, y que nuestro pecado había consistido no
en hacer cosas aventuradas, sino, al contrario, en
no hacerlas, en no haber prevenido los conflictos
con las reformas pertinentes.
El segundo error era mÓB grave. Se pedía a los
españoles que no volviesen a ser ni Cides, ni Qui­
jotes, y los que' en aquellas horas de humillación
y de derrota sentíamos la necesidad de rehacer la
patria, de «regenerarla», según el lenguaje de aquel
tiempo, no tardamos en ver que no se lograría
sin que los regeneradores se infundiesen un poco,
cuando menos, del espíritu esforzado del Cid y del
idealismo generoso de Don Quijote. El señor Una-
muno había aceptado sin crítica el dicho de: «So­
mos unos Quijotes», con que solemos consolamos
los españoles de nuestras desventuras. Ello me hizo
reparar en el imperio que ejerce sobre nuestro es­
píritu popular la filosofía del Quijote. Que no hay
que ser Quijotes, que no hay que meterse en aven­
turas, que hay que dejarse de libros de caballe­
rías, que al que bg meto a redentor lo orucifioan,
son máximas que la sabiduría popular española
no deja apartar nunca de los labios y que contri­
buyen poderosamente a formar la substancia del
ambiente espiritual en que los españoles nos cria­
mos. Un estudio del Quijote y de Cervantes y su
tiempo muestra que no son arbitrarias las enseñan­
zas que saca el pueblo del libro nacional. Primero,
porque la lectura del Quijote nos consuela de nues­
tros desconsuelos limpiándonos la cabeza de ilu­
siones; segundo, porque esto fúé también lo que
Cervantes se propuso al escribirlo: consolarse y
reírse de sus desventuras, que creyó se engendraron
en excesivas ilusiones, y tercero, porque la Espa­
ña de aquel momento, también fatigada, a conse­
cuencia de la labor heroica, abnegada y excesiva
de todo el siglo precedente, halló en el Quijote la
sugestión que necesitaba para acomodarse a la
cura de descanso que requerían su ánimo y su
cuerpo.
Un hombre de 1900 no tenía para qué vacilar.
El cansancio de trescientos años antes no era ra­
zón para que se continuase predicando el reposo
a un pueblo que necesitaba intentar un sobrees-
fuerzo, si había de recuperar el espacio perdido, en
la carrera del progreso, respecto de otros pueblos.
Antes que permitir que siguiera desilusionando es­
píritus preferí lanzar el epíteto de «decacente» so­
bre el libro de Cervantes. Ello fué en 1903, en las
columnas de Alma Española. A pesar de la pro­
testa que produjo, no pasó mucho tiempo sin que
nnn. voz autorizada viniera a repetir lo que yo
había dicho. Don Santiago Ramón y Cajal escri­
bió en 1905:
«jAh! Si el infortunado soldado de Lepanto, caí­
do y mutilado en el primer combate, no sufriera
desdenes y persecuciones injustas, no se hubiera
visto obligado a escribir en aquella terrible cárcel
donde toda incomodidad tiene su asiento y todo
desapacible ruido hace su habitación; si Cervantes,
al trazar las páginas de su libro imperecedero, no
llorara una juventud perdida en triste y obscuro
cautiverio, ensueños de gloria desvanecidos y des­
ilusiones de un amor idílico, que pareció en sus al­
bores, casi divino, y que resultó, al fin, menos
que humano, ¡cuán diferente, cuán vigoroso y alen­
tador Quijote habría compuesto!... Entonces (séa-
me lícito acariciar en este punto una candorosa
ilusión) la novela cervantina no habría sido el
poema de la resignación y de la desesperanza, sino
el poema de la libertad y de la renovación.»
El desaliento que el Quijote imparte actúa sobre
todo en las naturalezas sensitivas, que son gene­
ralmente las más susceptibles al idealismo. Don
Quijote no es sólo un fantasma literario, sino, en
las palabras de uno de sus críticos, «el tipo del
ideal en todas las épocas». Las palabras que dice
Bon las más hermosas que se han escrito sobre el
ideal caballeresco. Y como , al mismo tiempo no
son sino los sueños de un looo, el lector idealista
tiene que preguntarse, al recogerse en sí mismo:
«Estas ideas mías, estos entusiasmos generosos,
estos deseos de sacrificio, ¿serán también locuras
y delirios?» Uno a uno se les caen a los idealistas
«los palos del sombrajo», como se dice en tierras
salmantinas, y aunque estos lectores idealistas no
son muchos, sino unas cuantas docenas en cada
generación, como no se alcen incansables contra
el egoísmo y el encogimiento de las multitudes, no
tardará en formarse un ambiente de escepticismo
contra el cual tendrán que estrellarse todos los es­
fuerzos por realizar «el bien de la tierra». Ocurrirá
como en los puertos y en los ríos de los países del
Norte en el invierno: mientras los vapores y na­
vios de toda índole cruzan veloces la superficie de
las aguas no se forman capas espesas de hielo,
poro si las embarcaciones so olvidan una noche
de sacudir las aguas se congelará la superficie y
a poco más que se descuiden se hará imposible la
navegación.
Pero estos males no se derivan necesariamente de
la lectura del Quijote. Reflexiones posteriores me
han hecho ver que la culpa está en la manera cómo
se ha leído, como si se hubiera escrito fuera del
tiempo y del espacio para lectores colocados igual­
mente en el plano de la eternidad. Hay que colo­
carlo en su perspectiva histórica. Aunque la fecha
de 1605, en que se publicó su primera parte, pue­
de servir para B c ñ a l a r el momento en que pierde
España la iniciativa y deja de aventurarse por re­
giones nuevas del mundo y del espíritu, esto no es
culpa del libro de Cervantes, aino del exceso de
sus iniciativas anteriores. Lo que hace el Quijote
es marcar el alto, no orearlo. Esta perspectiva sirve
también para aumentar el goce que produce la
lectura del libro. Se advertirá, por ejemplo, que
de haber sido, como hubiera deseado el señor Ra­
món y Cajal, una obra de esperanza y de ilusión,
no habría podido realizar su función histórica de
preparar el ánimo de los españoles para renunciar
a las empresas que no hubieran podido empren­
der de ningún modo. Ya no se le aplicará la pala­
bra «decadente» en sentido de reproche, sino como
definición. Los sueños de Don Quijote nos harán
pensar en los de Cervantes cuando joven, y como
el soldado de Lepanto es representativo del si­
glo xvi, en los de toda España, en el ápice de su
grandeza.
Esta perspectiva histórica nos inmunizará con­
tra la sugestión de desencanto que quiera infil­
trarnos el Quijote. Comprenderemos que había que
desengañar, por su propio bien, a ios españoles de
aquel tiempo. Y advertiremos, a la vez, que lo que
el nuestro necesita no es desencantarse y desilu­
sionarse, sino, al contrario, volver a sentir un
ideal. Ello nos hará mirar con otros ojos las obras
fundamentales de nuestro siglo de oro. Comprende­
remos que la esencia del arte barroco, que es como
decir la esencia de nuestro siglo xvi, consiste en
una voluntad de ideal y de creencia que se sobre­
pone a la realidad, a la evidencia de los sentidos
y al natural discurso, como en los cuadros del
Greco hay una espiritualidad que no tienen gra­
ciosamente las figuras, sino que quieren tenerla,
y por eso la alcanzan. Tal vez fué ese arrebato de la
voluntad lo que, si de una parte nos hizo realizar
increíbles hazañas, gastó nuestra energía en breve
tiempo. No creo que pueda contemplarse el Monas-
terio de El Escorial sin percibir a la vez las posi­
bilidades y las limitaciones de la voluntad huma­
na. Estoy seguro de que a medida que se estudie
en el mundo nuestro siglo xvi irá pasando a la
historia como el modelo de lo que los hombres pue­
den conseguir y de lo que no pueden.
Nietzsche dijo de España que es un pueblo que
quiso demasiado. Por eso pasamos al extremo con­
trario de no querer nada, a lo que llamó Ganivet
la abulia española, siempre que no se entienda
por esta palabra ninguna de las enfermedades de
la voluntad, de que han hablado los psicólogos
franceses, sino meramente la falta de ideal. A
partir del siglo xvn perdió España la iniciativa
histórica. No nos engañe el hecho de que aun
tuviera que pelear muchas guerras, demasiadas
guerras. Poseía un gran imperio ultramarino, que
suscitaba toda clase de codicias, y nos fué preciso
defenderlo, todo lo que pudimos, contra los codi­
ciosos, como también tuvimos que defender la in-
D o s Q u ijo t e , D o n J c u t t l a C e l e s t in a .
dependencia naoional oontra Napoleón y la fla­
queza de parto de nuestras clases gobernantes.
Tampoco la renuncia a la iniciativa histórica
pudo evitar que se nos entrasen por puertas y venta­
nas las ideas del mundo y nos agitasen la existen­
cia con el surgimiento de nuevas ansias y ambi­
ciones. Pero el fondo de la vida española ha sido
todo ese tiempo de profunda quietud. Ya en el
mismo Quijote puede observarse con toda claridad
el carácter vegetativo de la vida española. No hay
sino eliminar al héroe de la novela y no dejar mas
que al Cura, al Barbero, al Bachiller, a Sancho, su
mujer y su hija y demás personajes secundarios
de la obra. Todo lo que hay de ideal se concentra
en una figura única, símbolo de la realidad histó­
rica, porque el alma de España se concentró en­
tonces en sus hidalgos y en sus órdenes religiosas.
El resto del país vivió como sin alma, dejó pasar
los días y los años y vió desfilar la historia en tomo
suyo, como los puebloB de Oriente contemplaron
el poso de las legiones romanas, en Iob versos de
Mateo Amold, para volverse a ensimismar en sus
pensamientos. Hace trescientos años que juegan
al tresillo el Cura, el Barbero y el Bachiller y que
se dan un paseíto después de la partida. Azorín
nos ha descrito con impecable mano estos cuadros
de la vida provinciana, donde cada uno de los
personajes y de las cosas circundantes se han aco­
modado tan absolutamente a su reposo, que un
paso que se oiga a la distancia, un ruido que suene
en el picaporte, el temor vago a que surjan de
nuevo las pasiones de antaño, a que renazcan los
extintos deseos de aventuras, parece poner en con­
moción el orden cotidiano, pero no acaso porque
se sienta débil y amenazado, sino porque las his­
torias pasadas le han hecho formarse la voluntad
inexorable de no volverse a alterar nunca, hasta
el fin do los tiempos.
Es curioso que esta España quieta haya encon­
trado su artista en Azorin, porque el artista es de
nuestros días, que son precisamente los que están
viendo desaparecer esa quietud española. La ambi­
ción económica está llevando la intranquilidad, al
mismo tiempo que un poco de riqueza, a las más
apartadas regiones españolas. No es justo suponer
que el progreso material español venga importado
del extranjero. Lo que habrá venido del extran­
jero es la oportunidad instrumental que nos per­
mite aprovechar mejor nuestros recursos natura­
les. Es característico de las últimas décadas la
formación de una clase media numerosa y pu­
jante, así como la de una atmósfera de negocios
que está asimilando rápidamente el carácter na­
cional al de otros pueblos europeos. De ello han
surgido el alza de los salarios, los progresos de las
comunicaoionos, la difusión del bienestar en la ma­
yoría de las regiones. Creo que ha de verse con
simpatía y hasta con ternura el advenimiento de
un poco de riqueza en pueblo tan pobre como el
español. De otra parte, el ansia de dinero es insu­
ficiente para hacer recobrar a una nación la ini­
ciativa histórica, en primer término porque no se
satisface por sí sola, y además porque es incómoda
y hace la vida intolerable. Es un ideal que habrá
de superarse, porque si no se encuentran normas
que refrenen los apetitos individuales, y cada ve­
cino se consagra a esperar su oportunidad para
engañar y explotar al otro, lo probable es que las
gentes se cansen pronto de esta concurrencia y aca­
ben por preferir el retorno, si fuere posible, a la
quietud antigua, de donde estos anhelos vinieron
a sacarlas.
Del ansia de dinero podrá surgir el espíritu de
poder, al modo como Platón deriva del amor a la
belleza de un cuerpo el reconocimiento de su frater­
nidad con la de otro, y de la de dos cuerpos, la
de todos; lo que lleva a considerar superior la be­
lleza del alma a la del cuerpo y a amar las bellas
inclinaciones y costumbres y los conocimientos be­
llos, hasta que se ama, al fin, lo que es en sí bello
y ni comienza ni se acaba. Así se empieza por amar
el dinero, venga de dondo quiera, y se cae poco a
poco en la cuenta de que los hombres no pueden
satisfacer sus ansias de- riqueza si no ae dedican
más que a tratar de enriquecerse unos a expensas
de otros, porque todos seguirán pobres, después
de hacerse desgraciados, y de que no hay más fuen­
te inagotable de fortuna que la naturaleza; de lo
que se deduce que el camino de la riqueza para
todos ha de trazarse limitando las posibilidades de
enriquecerse a expensas de loa otros y aumentan­
do las do hacerlo con la invención y la producción
y la organización racional del trabajo, lo que sig­
nifica que el espíritu de poder no se consolidará
entre los hombres siau haciendo prevalecer entre
ellos la justicia y el amor, y aumentando con el
saber y la técnica su dominio de la naturaleza,
con lo que la ambición habrá servido para desper­
tamos al ideal.
Don Quijote es el prototipo del amor, en su
expresión más elevada de amor cósmico, para todas
las edades, si se aparta, naturalmente, lo que co­
rresponde a las circunstancias de la caballería an­
dante y a los libros de caballerías. Todo gran ena­
morado se propondrá siempre realizar el bien de la
tierra y resucitar la edad del oro en la del hierro,
y querrá reservarse para sí las grandes hazañas,
los hechos valerosos. Ya no leeremos el Quijote más
que en su perspectiva histórica; pero aun enton­
ces, cuando no pueda desalentarnos, porque lo con­
sideraremos como la obra en que tuvieron que ins­
pirarse los españoles cuando estaban cansados y
necesitaban reposarse, todavía n oB dará otra lec­
ción definitiva la obra de Cervantes: la de que
Dante se engañaba al decimos que el amor mueve
el sol y las estrellas. El amor sin la fuerza no puede
mover nada, y para medir bien la propia fuerza nos
hará falta ver las cosas como son. La veracidad es
deber inexcusable. Tomar los molinos por gigantes
no es meramente una alucinación, sino un pecado.
DCXN JUAN O EL PODER
EL TIPO DE DON JUAN

Hay un Don Joan común al Norte, al Sur, al


Este y al Oeste de Europa; pero le ocurre lo que
a los conceptos y pierde en contenido lo que gana
en extensión, por lo que el Don Juan universal no
pasa de ser sino una sombra que cruza el mundo se­
guida de una estela de mujeres. El artista que mejor
ha expresado este Don Juan es Carlos Baudelaire,
en sn pequeño poema Don Juan en los infiernos:
Quand Don Juan descendit ven l’ onde souterraine
Et lorsqu’ il eut dorrné son obole & Charon,
Un sombre mendiant, l’ oeil fier comme Anthisténe,
D’ un braa vangeur et fort eaisit chaqué aviron.

, Montrant leurs seins pendante et leurs robes ouvertes,


Des femmes se tordaient aous le noir firmament,
Et comme un grand troupesu de victimes offertes,
Derriére Iui trainaient un long mugissement.

Sganarelle en riant luí rcolamait see gogee,


Tandis que Don Luis avec un doigt tremblant
Montrait á tous les morts errant sur les rivages
Le fils audacieux qui railla son front blanc.
Frissonnant sous son douil, la chaste et maigre Elvire,
Prés de l’ époux pérfido et qui fut son amant,
Semblait lui réclamer un supréme sourire
Oú brillat la douceur de son premier serment.

Tout droit dans son armure, un grand homme de pierre


Se tenait k la barre et coupait le flot noir;
Mais le calme héros, oourbé sur sa rapiére,
Regardait le sillage et ne daignait ríen voir.

Y allá va también la traducción de don Eduar­


do Marquina:
1

Cuando bajó Don Juan al subterráneo abismo,


pagado ya a Caronte el óbolo supremo,
un mendigo sombrio, seguro de bí mismo,
el puño fuerte y duro colocó en cada remo.
Con los senos pendientes y la ropas rasgadas
las mujeres convulsas de un último deseo,
gran rebaño de víctimas por él sacrificadas,
iban tras <51, haciendo un largo clamoreo.
Le reclamaba atrasos Sganarelle cantando,
mientras Don Luis en medio de laa sombras cercanas
extendía implacable su dedo, señalando
al hijo audaz que un día pisoteó sus canas.
La casta y flaca Elvira, temblorosa en su luto,
frente al esposo pérfido, su amante de un momento,
parecía buscar en su adiós absoluto
la exquisita dulzura del primer jurameato.
Iba un hombre de piedra, metido en su armadura,
gobernando el timón, cortando el agua oscura;
pero el héroe tranquilo, apoyado en su espada,
contemplaba la estela, sin dignarse ver nada.

Esta visión magnífica de un Don Juan inclinado


sobre la tizona, que contempla la estela del agua
y no se digna ver más nada, es el espectro común
a toda Europa, y la razón de que sólo el espectro
sea común a todo el mundo es que, tan pronto
como nos ponemos a preguntamos por el alma de
esa figura singular, han empezado a multiplicarse
los Don Juanes, al punto de que cada nación y aun
cada artista ha concebido el 9uyo, lo que no es
obstáculo para que todos ellos puedan dividirse
en dos grandes clases: el Don Juan de los pueblos
del Norte, y aún Italia, que es el Don Juan ena­
morado, y el Don Juan de España, el de Tirso
y el de Zorrilla, que es el Burlador.
El Don Juan del Norte es, en substancia, un
alma brava y cargada de amor, que recorre el
mundo en la vana busca de una mujer ideal. Digo
el Don Juan del Norte, pero ha de entenderse lo
que los espíritus cultos del Norte de Europa en­
tienden por Don Juan, no el que tengan cristali­
zado en alguna obra. £1 Don Juan nuestro, el
Burlador, no lo conocen y creo que si lo conocieran
su primer impulso sería deportarlo por «indeseable».
Pero he de advertir que se da el caso de que el Don
Juan del Norte está aún por hacer, porque el de
Byron es una fantasía burlesca, en la que Don
Juan es lo de menos, el Don Juan de Moliere es un
Don Juan español con alguna variante y el Don
Juan de Lenau o el de los libretos de ópera no ex­
plicarían nunca el relieve con que la figura de Don
Juan se destaca en las almas del Norte, a pesar de
que ninguna creación de primer orden, excepción
hecha de las musicales, ha dado forma objetiva
a la visión del Don Juan que llevan dentro, como
un héroe familiar y querido. En el Don Juan, de
Mozart, y en el poema sinfónico de Strauss se en­
cuentra ciertamente, dentro de la relativa certi­
dumbre con que pueden reconocerse los sentimien­
tos en la música, la bravura y la amorosidad de
Don Juan, así como su desconsuelo ante el inevi­
table desengaño; pero ninguna creación literaria
de buena calidad ha dado expresión nunca al Don
Juan de la Europa del Centro y del Norte. Hoy
siguen siendo ciertos los versos de Musset, escritos
cuando ya eran conocidos los Don Juanes de By­
ron y Mozart:
Oui, Don Juan. Le voilü ce nom que tout repéte,
Ce nom mystérieux que tout l’univers prend,
Dont chacun vient parler, et que nul ne comprend.

Y éste es uno de los fenómenos más extraños en


la historia de la literatura. Todo el mundo habla
de Don Juan, en el Norte de Europa. Nadie lo
comprende. Todo escritor ha pensado en Don
Juan. Ninguno le ha dedicado una obra intensa.
¿Cómo es esto posible? Allá va mi respuesta: por­
que el Don Juan del Norte es intrínsecamente
incoherente, no sólo en la realidad, sino en la ima­
ginación, y se esfuma en los aires apenas se inten­
ta fijarlo en un carácter literario. Su incoherencia
se hace evidente tan pronto como nos ponemos a
pensar en un hombre, que anda errante por el
mundo cargado de un amor que no sabe dónde
descargar, porque todas las mujeres con -que va
tropezando le parecen -indignas de sus sentimien­
tos. ¿No es este tipo absurdo? ¿Acaso tiene nece­
sidad el amor de verterse en cálices de oro? ¿No
está en su esencia la generosidad? El alma cargada
de amor no ha menester de pasar errante por el
mundo, Bino que allí donde se encuentre tendrá
ocasión de darse en tomo suyo. El amor no busca
nada; ya ha llegado; ya está.
Quien busca la mujer ideal no es el alma carga­
da de amor, sino el romántico egoísta, a quien una
presunción desmedida le ha hecho creer en la exis­
tencia o en la posibilidad de que, en alguna parte
del mundo, exista una mujer que, desde el mo­
mento en que la encuentre, no verá en él sino laa
perfecciones y se olvidará de sí misma para no ha­
cer mas que adorarle, y será al mismo tiempo ma­
dre, hermana, querida y el eco de su voz y el re­
flejo de su alma y no vivirá sino para él. Conocido
nos es el tipo del romántico. Se figura haber halla­
do su ideal en la primera mujer que le sonríe, des­
pués descubre que esa mujer es egoísta y no le
quiere tanto como habría deseado ser querido y
el desengañado escribe un libro que titula, por
ejemplo: La enfermedad de un hijo del siglo. Pero
esto no es Don Juan.
Si Don Juan estuviese tan cargado de amor
como se lo figuran los europeos del Norte, sus des­
engaños serían proporcionales a su engaño y al
segando o tercero renunciaría definitivamente a
buscar la felicidad en la mujer, como lo hace Faus­
to después de hallar a Elena. Pero el Don Juan
de loa españoles no busca la felicidad, sino el placer
de la hora; no es enamorado, sino soberbio y sen­
sual, y ésta es la causa de su consistencia y de su
fuerza. El Don Juan, de España, es el Burlador,
lo mismo en el esperpento de Zamora, tan gustado
por nuestro pueblo, en el siglo xviu y primera par­
te del siglo xix, como en los Don Juanes de Tirso
y de Zorrilla. Y lo que diferencia radicalmente el
Don Juan, español, del Don Juan nórdico, es que
el nuestro carece de anhelos superiores. Es, por
definición, el hombre de apetitos, pero sin ideales,
que se contenta con poseer las criaturas, sin darles
otro valor que el que alcancen en la balanza de
sus ojos, pero que no aspira a participar de lo in­
creado. Esta ausencia de ideales en nuestro Don
Juan es lo que le hace incomprensible en el Norte.
Quizás sea tan urgente en los hombres del Norte
el afán de ideales que, cuando no los tienen, se los
fingen, porque no creen posible vivir sin ellos. Los
españoles, en cambio, sabemos do buena tinta quo
no son indispensables, porque sin ellos vive nues­
tro pueblo desde hace varios siglos y ésta es la ra­
zón profunda del españolismo de Don Juan y una
de las razones de su gran belleza.
El Don Juan de Tirso es más fuerte que el de
Zorrilla, pero el de Zorrilla es más humano, más
completo y más satisfactorio. La diferencia funda­
mental oonsiste en que ol do Tirso no llega minea
a enamorarse y el de Zorrilla sí. El de Tirso es ex­
clusivamente un burlador, mientras que el de Zo­
rrilla es también un hombre. Dos grandes «moti­
vos» caracterizan al de Tirso: uno es el de «esta
noche he de gozalla» que prorrumpe tan pronto
como ve a una mujer que le gusta, lo mismo si se
trata de la duquesa Isabela, que de la cazadora
Tisbea, de Doña Inés de Ulloa que de la labradora
Aminta. El otro es el de: «si tan largo me lo fiáis»,
que Don Juan exclama en cuanto se le amenaza
con los castigos del infierno que sus fechorías me­
recen. Sus procedimientos de seducción no pueden
ser más toscos. Si se trata de damas educadas, a
las que no puede engañar con bus palabras, como
la duquesa Isabela y Doña Inés de Ulloa, so hoce
pasar por sus prometidos al amparo de la noctur­
na obscuridad. Si corteja a doncellas más simples,
como Tisbea y Aminta, las da palabra de matri­
monio, y no se olvida de mencionar el hecho de
que es un señorito de influencia. En Nápoles dice
para que no se ponga mano en él:

Porque caballero soy


del Embajador de España,

y otra vez recuerda que procede

de loa Tenorios antiguos


ganadores de Sevilla,
y cuando empieza a verse acorralado confia en
que:
Si es mi padre
el dueilo de la justicia
y es la privanza del Boy.

Y como este sefiorito abusador de sus ventajas


es incapaz de sacramento, no parece que se pierde
gran cosa cuando la estatua del Comendador, que
es el Convidado de Piedra, «—buen viejo, barbas
de piedra—», como Don Juan le llama, le da de
comer alacranes y víboras, de beber hiel y vinagre
y le planta en el infierno sin otras consideraciones.
Este fué, según todas las probabilidades, el primer
Don Juan de la literatura. De prisa fué escrito,
como las restantes innumerables obras de su au­
tor, pero salió lo bastante robusto para atravesar
impávido los siglos.
El Don Juan de Zorrilla tiene la ventaja sobre
el de Tirso, en primer termino, de estar mejor es­
crito. En el de Tirso hay media docena de frases
límpidas y acertadas; en el de Zorrilla se encuen­
tran esas frases por docenas y esta felicidad de la
dicción es lo que las ha clavado en la memoria po­
pular. Podrá achacarse a la poesía de Zorrilla el de­
fecto de ser en exceso epidérmica y de hablar más
a los ojos y a los oídos que a las regiones profundas
del espíritu; pero en punto a musicalidad, riqueza
de imágenes y pureza de palabra no hemos tenido
en nuestra lengua poeta que le gane, y el solo he­
cho de que Rubén le tuviese por maestro bastaría
para ridiculizar el menosprecio en que últimamen­
te se le había- tenido. Zorrilla tenía la costumbre,
en b u s últimos años, de hablar mal del Tenorio y
hasta de arrepentirse de haberlo escrito, y no he de
tratar de averiguar si. la razón que a ello le movía
era tanto el desconsuelo de que su obra, cuya pro­
piedad había enajenado por una miseria, enrique­
ciera sucesivamente a varios editores, o si se le
asustaba la conciencia al advertir el entusiasmo
con que el público aplaude I o b peores sentimientos,
porque es regla que la galería se entusiasme cuan­
do dice Don Juan: «Yo a los palacios subí—y a las
cabañas bajé—y en todas partes dejé— memoria
triste de mí.» Pero el efecto desmoralizador que
pueda derivarse del Don Juan de Zorrilla se debe,
sobre todo, a defectos de construcción de una obra
que fué escrita antes de ser maduramente planea­
da. No puede ser cosa inferior un drama cuyos
versos se ha aprendido de memoria todo- un pue­
blo. Aunque el tipo del Don Juan de Zorrilla sea
substancialmente el mismo que el de Tirso, Zorri­
lla le ha añadido nn elemento de amor que poten­
cia su interés humano, multiplica sus facetos y
redime su figura mora). Y, sin embargo, a pesar
de sus bellezas, no se puede decir que el Don Juan
de Zorrilla sea una obra definitiva, hecha, como
el Quijote, de una vez para siempre. Para ello sería
necesario construirlo de otro modo, hacer explí­
cito lo que en Zorrilla queda sin decir y dejar en
D o n Q u i j o t e , D o n J d a -1 t l a C e l s s t h a . 9
el tintero mucho de lo que expresa, pero no sería
necesario alterar ninguno de los rasgos caracterís­
ticos del héroe para darle expresión definitiva.
Hasta es posible—la observación es de don Fran­
cisco A. de Icaza, y me parece justa—que bastaría
con que surgieran los actores que nos hiciesen sen­
tir adecuadamente los cambios de Don Juan: bra­
vucón en los primeros actos, enamorado al conocer
a Doña Inés y desesperado después de perderla.
A mí se me figura que el escudo de Don Juan
tiene por lema: «Yo y mis sentidos» y que su gran­
deza se debe al equilibrio de los dos pecados fun­
damentales: el egotismo y el egoísmo; el orgullo y
la concupiscencia. Este equilibrio no ha de ser el
del asno de Buridán, indeciso ante sus dos monto­
nes de heno. Uno de los dos vicios ha de prevalecer
sobre el otro, para que el tipo sea activo y prontas
sus decisiones. El orgullo es la nave; la sensuali­
dad, el cargamento. El motor es el yo; las cosas
deseadas no son sino el motivo. En el punto pre­
ciso en que las languideces voluptuosas le van a
hacer olvidarse de sí mismo. Don Juan pega un
brinco, se ciñe la espada, mira en tomo suyo, alzo,
y baja los hombros y se arroja a la nueva aventura.
No sabría contentarse con los placeres. La lite­
ratura española no ha producido nunca una figura
triunfalmente sensual y satisfecha de su sensuali­
dad. Una risa como la de Sir John Falstaff no ha
resonado nunca por los ámbitos de nuestras letras.
Si un hombre se define: «No tan sólo soy ingenioso,
sino la razón del ingenio en los demás», o si se le
define: «Es a la vez joven y viejo, emprendedor y
gordo, inocente e ingenioso, débil por principio y
decidido por temperamento, cobarde en aparien­
cia y valeroso en realidad, pillo sin malicia, men­
tiroso sin engaño, caballero, noble y soldado sin
dignidad, decoro, ai honor», como dice Shakes­
peare de Sir John Falstaff, quedaría entendido en
una obra española que se trataba de un persona­
je secundario, que no surge a la escena sino para
servir al héroe de pedestal o marco, como Sancho
en el Quijote o los graciosos en el teatro clásico.
Y ni el genio de Shakespeare ha logrado que su
Falstaff pueda parangonarse con sus héroes paté­
ticos.
Tampoco es Don Juan el asceta satánico, casto
y ayunador desde la creación del mpndo, como el
diablo, y antes resignado a la vigilia eterna que
a tener que dar gracias por las maravillas de la
vida. El tipo nos es harto familiar: «A mí no se me
impone nadie», «nada me importa nada», «o todo
o nada», son expresiones demasiado conocidas para
ignorar su significación. Son la voz de una profun­
da indisciplina, que lia necesitado el contrapeso de
la obediencia férrea y pasiva, tanto en el Ejército
como en las Ordenes religiosas, para que se hiciera
posible alguna medida de colaboración entre nos­
otros, ya que la envidia y la soberbia nos privaban
de la espontaneidad y la alegría en la común labor,
y de la eficacia, en consecuencia. Pero esta fuga
del mundo y supresión del universo, para sumirse
en la nada de una soberbia ociosa, tan estéril como
la indiferencia resignada, soberbia que es el último
seoreto y enfermedad de nuestras almas, así de
selección como vulgares, impetuosas como enco­
gidas, no ha encontrado todavía su mito literario,
quizás porque su cristalizacióa en un carácter re­
sultaría demasiado dolorosa, o porque España no
ha superado todavía su Nirvana de orgullo o por­
que aún no han surgido los espíritus que consigan
saltar sobre sí mismos para verse a distancia.
Lo que en Don Juan acompaña al orgullo es la
virtud del valor, la perenne disposición a desenvai­
nar la espada para pelear por b u capricho. Su cau­
sa será mala, pero es un buen guerrero. En medio
de la contienda europea soñé más de una vez ante
las líneas enemigas con que los buenos soldados del
otro lado de la loma se unieran a los de éste, y to­
dos juntos, ingleses, franceses, alemanes y belgas
se volvieran contra los pacifistas y aprovechado-
res de la retaguardia. No había para qué soñar
con ello. Están unidos desde el comienzo de la
historia en la región de las estimaciones, y tienen,
por aliada, en los mismos ánimos pacifistas, la
última verdad que les dirá siempre que el valor es
la virtud de las virtudes y que su menosprecio del
heroísmo no es mas que la teoría con que están
tratando de éxcusar su vicio. Adalid de sí mismo
y bueno en cuanto valiente, lo malo de Don Juan
es que no pone su valor al servicio de los ideales
superiores que bou nuestros deberes, sino al de su
albedrío y su sensualidad.
Esta sensualidad es, sin embargo, lo que modera
su soberbia y la salva del satanismo. Quizás pue­
dan servir los sentidos para la cura de almas: One
ionch of Nature makes the whóle worid kin, lo natu­
ral nos emparienta a todos, le hace decir Shakes­
peare a Ulises en Troilo y Cresida. El orgullo aisla
a los hombres, pero en la preferencia de Don Juan
por el juguete nuevo sobre el viejo, en su gusto
por la última mujer apenas entrevista, y sobre
todo en su deleite por la vida suntuosa, los trajes
ricos, la buena mesa y las noche9 serenas, todos
los hombres nos hacemos uno, nos alargamos mu­
tuamente el vaso de buen vino, y nos reímos los
donaires, sin reparar en quien los diga. Es verdad
que Don Juan se mantiene algo aparte de estos
desbordes pánicos. No se despojará nunca total­
mente del egotismo que le separa de los «cerdos
de la piara de Epicuro» y le eleva sobre un Caliban,
un Falstaff o un Gargantúa. Ninguna tentación
de la carne le hará olvidarse nunca de que es Don
Juan y de que tiene un Yo que no ha de consentir
llegue a fundirse con el mundo. Las sensualidades
excesivas serán, si acaso, para sus criados y pará­
sitos, a los qne no les importa quedarse relegados
en segundo término y hasta preferirían no .figurar
en el cuadro, porque con tal de llevarse su tajada
desearían que nadie lo supiera, ya que están algo
avergonzados de no ser como su amo, que sacrifi-
caria, si necesario fuese, el pan do cada día a la
necesidad de estar en primer término y ser el nú­
mero uno.
Sin el calor de las mujeres hermosas, sin la jo-
cundidad del placer y del lujo, Don Juan se nos
perdería en el desierto. Pero orgulloso, sobre todo,
no ve en el aparato suntuario ni en el estrépito de
los goces más que la decoración en que su persona
ha de envolverse, y lo que mejor percibe en los
mujeres, antes que la promesa de felicidad, es
la voluntad de dominio, la vieja pasión de Eva.
«Me vencerán si no las venzo», se dice mientras
entona con los labios la retórica del amor. Don
Juan no besa la mano a una mujer sin verle en
las uñas las zarpas de la esfinge que le ha de des­
garrar si se deeouida. El amor es para él una gue­
rra, en la que no hay compasión para el vencido,
ni más honor que el de la fuga después de la victo­
ria, por lo que hay que tener el caballo ensillado
y el espíritu alerta. ¡Ay de Don Juan b í se dejase
el corazón entre las manos de una de sus mujeres!
¡Antes los picos de los buitres! Por eso el de Tirso
no se enamora nunca y el de Zorrilla tan sólo cuan­
do encuentra la niña candorosa que le da el alma
sin reservas y sin deseos de dominación. Pero esto
ya no es el tipo, sino el drama de Don Juan.
EL ESPAÑOLISMO DE DON JUAN

Mi amigo don Víctor Said Armesto escribió el


libro La Leyenda de Don Juan para demostrar el
perfecto y cabal españolismo del famoso Burlador
de Sevilla. Porque es el caso que se ha puesto en
duda el españolismo originario de Don Juan. ¿Es
Don Juan español? La pregunta parece ociosa,
porque el mundo entero ha españolizado a Don
Juan hasta en el nombre. Se escribe Don Juan,
así, en perfecto castellano, en todos los países, y
el desespañolizador que lo desespañolice buen des-
españolizador será. Sin embargo, ha habido un
sabio italiano, el Sr. Arturo Farinelli, que ha du­
dado del españolismo de Don Juan. Los funda­
mentos de esas dudas Bon, desde luego, excesiva­
mente quebradizos y sutiles: «Es opinión común
—escribe Farinelli—que Italia recibió de España
el tema de «Don Juan» y del «Convidado». Pero
¿cómo se explica la represcntaoión de un «Convi­
dado de Piedra» en Italia ya en 1620, según afirma
Riccoboni?» A pesar de que la más antigua edición
hasta ahora descubierta del «Burlador» de Tirso,
fué impresa en Barcelona en 1630, esto es, diez
años después de ese «Convidado de Piedra» de que
habla Riccoboni, el Sr. Farinelli no se atreve a
sostener la tesis de que el Burlador español fuese
imitación del italiano, sino que escribe: «En mis
notas críticas sobre el ((Don Juan» más me he es­
forzado en poner de relieve estos problemas que
en resolverlos; más, mucho más he dudado que
afirmado.» Y luego, puesto a especular sobre las
posibles fuentes de la figura de Don Juan, añade:
«La Larva Mundi, la fábula de Leontio, tiene, como
ya había advertido, la más singular analogía con
Ir fábula de El Convidado de Piedra; analogía
imposible de explicar sin admitir una derivación
directa o indirecta de una u otra fábula. No co­
nozco otro drama del argumento de Leontio ante­
rior al de los jesuítas de Ingolstadt (1615) con el
título Von Leontio, einem Chafen, tvelcher durch
Machiavellum verführt, ein erschreckliches Ende,
genommen. Aquí, como en la Thanatopsychie, re­
presentada veinte años después en Inglan, la ca­
tástrofe es la misma que en «Don Juan». Y todo
ello, en definitiva, parece inclinar el ánimo de Fa­
rinelli a pensar que la leyenda del Burlador es
italiana: «Exteriormente—dice— esta fábula de
Leontio parece de origen italiano... La fisonomía
moral del impío, noble hidalgo de Italia, tiene per­
fecto colorido italiano... No creo que las proezas
de Don Juan sean características de la nación es-
pañola»... Y, finalmente: «Las fuentes del Burla­
dor hay que buscarlas en la fértilísima Italia del
Renacimiento.»
De todo este andamiaje de dudas no deja Said
Armesto ni una tabla. En primer término no es
verdad que Riccoboni afirmase que en 1620 se
representase en Italia el Convidado de Piedra. Aun­
que lo afirmara, el testimonio de E4ccoboni no
valdría mucho, ya que se trata, a lo que parece, de
un ((historiador ignaro, humildísimo, misérrimo,
totalmente ayuno de método, de erudición, de
crítica y de estilo». Pero es el caso que quienes han
dudado del españolismo de Don Juan, fundados
en el decir de Riccoboni, lo han hecho sin meterse
a averiguar lo que realmente había afirmado Ric­
coboni, quien, en su Histoire du T hea.tre italien,
dijo que «hacia 1820 las bellas letras cayeron mu­
cho en Italia», que «en esta decadencia», decayó
también el teatro,.que se substituyeron las trage­
dias italianas por traducciones e imitaciones de
comedias o tragicomedias españolas, y que «las
tragicomedias españolas traducidas como La vida
es sueño, el Sansón y El Convidado de Piedra y
otras semejantes eran los más bellos ornamentos
del teatro italiano en Italia». Riccoboni no dice,
pues, que El Convidado de Piedra se representase
en Italia en 1620; lo que hace es historiar sumaria­
mente la decadencia del teatro italiano y señalar
la fecha de 1620, «hacia» 1620, como comienzo de
esa decadencia y añadir que, «en lo más fuerte de
esa decadencia», esto es, no en 1620, sino después,
mucho después, según todas las probabilidades,
treinta o cuarenta años, cuando se había ya con­
sumado la disolución del arte trágico italiano, se
representaba una traducción del Convidado de
Piedra.
El solo hecho de citar el Convidado al mismo
tiempo que La vida es sueño es significativo, pues
así como el Convidado debe de ser una de las obras
primerizas de Tirso de Molina, La vida es sueño
fué evidentemente elaborada 'en la madurez de
Calderón y aun posiblemente en su larga anciani­
dad, hipótesis que destruye la posibilidad de que
su traducción se representase en Italia basta muy
entrada la segunda mitad del siglo xvn. Pero tam­
poco hay razón para suponer que Tirso de Molina
no escribió el Don Juan hasta 1630. Verdad que
la primera edición que se conserva es la de Barce­
lona de esa fecha, pero el mismo Farinelli reconoce
que el «Burlador» de esa edición «está ya tan mal
parado, tan bárbaramente imitado que difícilmen­
te puede dar idea del original». No se sabe a punto
fijo ouándo escribió Tirso esta obra, pero lo proba­
ble es que sea anterior a 1621, cuando el fraile lle­
vaba ya escritos unos trescientos dramas, y que
Tirso la escribiera, como afirma Said Armesto, a
quien dejo la palabra, «al comienzo de su carrera
literaria», porque: «está ese drama tan acomodado,
tan de todo en todo sometido a los procedimientos
dramáticos de Lope; sigue de un modo tan servil,
tan paso a paso su peculiar manera que no parece
obra del artista maduro, del Tirso hecho y dere­
cho, de aquel escritor tan lleno de si mismo, tan
libérrimo y ya tan avezado a volar con alas pro­
pias, sin ensayo del autor primerizo, del poeta no­
vel, enérgico, robusto y grande, sí (un poeta novel
de primer orden que se bebió de un trago los alien­
tos del monstruo), pero que todavía marcha dócil,
obediente y sin torcer el paso una sola vez por la
trillada senda que trazó el maestro».
Pero tampoco es verdad que el tipo de Don
Juan proceda del Leontio de la Larva Mundi, de
los jesuítas de Ingolstadt. Ese conde Leoncio es
un maquiavelista incorregible, ateo y blasfemo,
que topando al paso una calavera espantosa, le
dicc, dándole con el pie: «Si hay algo en ti que no
murió del todo, ven a mi casa y cenarás conmigo»,
La calavera comparece a la cosa del conde, se
sienta a la mesa y dice a su ofensor: «Yo soy tu
abuelo, y vengo aquí para probarte que hay un
más allá», lo despedaza y se lo lleva al otro mun­
do, con terror de los demás comensales. Este Leon­
cio no se parece nada a Don Juan. «No es—dice
Armesto—el libertino burlador de mujeres, ni si­
quiera el sacrilego provocador de Dios y de los
hombres, sino un enemigo obstinado de los curas
y de los pordioseros, a los que se complace en
maltratar con inhumanidad y rigor bárbaro.» Ade­
más, el Leoncio florentino a que alude Farinelli
«señálase por una singular rareza: la de emplear
sus ocios en la extravagante ocupación de cebar
ratas. Cuando sobreviene la catástrofe, los ani-
malejos se derraman como una tromba por el
arruinado palacio de Leoncio, devoran cuanto en­
cuentran, y gTacias a que el muerto se ba llevado
ya al impío en cuerpo y alma, que si no, los tales
bicharracos de puro agradecidos no dejan casta
de él».
Pero tampoco es necesario buscar las fuentes
del Burlador «en la fértilísima Italia del Renaci­
miento», cuando se encuentran en España. Las
fuentes del Burlador son de dos órdenes: «El doble
título—dijo Picatoate— de El Burlador de Sevi­
lla y Convidado de Piedra muestra bien claramente
las do9 partes de esta leyenda... Son dos c o b o s dis­
tintas, aunque íntimamente relacionadas, el tipo
del aventurero, del galanteador, y el suceso tradi­
cional del Convidado de Piedra.» Hay que distin­
guir cuidadosamente el carácter del mozo arries­
gado, procaz y libertino, diestro en requebrar y
perseguir mujeres, y el mito de la invitación a la
estatua del Comendador, la asistencia de ésta al
fúnebre banquete y la condenación final del héroe.
«La importancia capital del Burlador—confiesa el
mismo Farinelli—consiste en haber reunido por la
vez primera las dos partes en un mismo drama.»
Esa unión es la que, en efecto, da a Don Juan la
peculiar fascinación que debió ejercer sobre el pú­
blico de la España del siglo xvn. Ya no es sólo
el señor de Albarrán, ni el oonde de Mañara, ni
el Jaan de Salamanca, ni el Juan Salazar, ni nin­
guno de los Don Juanes valientes, inquietos y
enamorados que ha habido en España, de que ha­
blan las historias y leyendas, algunos de los cua­
les ya aparecieron en obras anteriores a la de
Tirso, como El infamador, de Cueva; el Esclavo
del demonio, de Ameacua, y la Fianza satisfecha, de
Lope de Vega; es el hecho de la invitación sacri­
lega a un muerto lo que da a Don Juan la gran­
deza satánica con que llenó de horror y de admira­
ción, al mismo tiempo, a un público cuyos profun­
dos sentimientos religiosos no debieron en aquel
tiempo ser incompatibles con cierto secreto deseo
de sacudirse de encima el dominio de la Iglesia.
Pues si la figura del Burlador se hallaba ya en
las leyendas e historias populares de España como,
por supuesto, en las de todos los países, el episodio
del banquete sacrilego se encuentra también en
romances populares anteriores a esa época. Said
Armesto ha comprobado este aserto recogiendo
de viva voz numerosos romances gallegos, portu­
gueses, asturianos, leoneses y castellanos, que se
conservan por tradición verbal. Uno de ellos, de
Iiiello, provincia de León, dice así:
«Pa misa diba un galán—caminíto de la iglesia
—no diba por ir a misa—ni pa estar atento a ella,
—que diba por ver las damas—las que van guapas
y frescas.—En el medio del camino—encontró una
calavera—mirárala muy mirada—y un gran pun­
tapié la diera;—arregañaba los dientes—como si
ella se riera.—Calavera, yo te brindo—esta noche
a la mi fiesta.—No hagas burla, el caballero—mi
palabra doy por prenda.—El galán todo aturdido
—para casa se volviera.—Todo el día anduvo tris­
te—hasta que la noche llogar^de que la noche
llegó—mandó disponer la cena.—Aun no comiera
un bocado— cuando pican a la puerta.—Monda a
un paje de los suyos—que saliese a ver quién era.
—Dile, criado, a tu amo—que si del dicho se acuer­
da.—Dile que sí, mi criado—que entre pa ca no­
rabuena.—Pusiérale silla de oro—su cuerpo sen-
tara’n ella:—pone de muchas comidas—y de nin­
guna comiera.—No vengo por verte a ti—ni por
comer de tu cena:—vengo a que vayas conmigo
—a media noche a la iglesia.—A las doce de la
noche— cantan los gallos afuera,—a las doce de la
noche—van camino de la iglesia.—En la iglesia
hay en el medio—una sepultura abierta.—Entra,
entra, el caballero,—entra sin recelo’n ella:—dor­
mirás aquí conmigo,—comerás de la mi cena.—Yo-
aquí no me meteré,-—no me ha dado Dios licen­
cia.—Si no fuera porque hay Dios—y al nombre
de Dios apelas—y por ese relicario—que sobre tu
pecho cuelga,—aquí habías de entrar vivo—quisie­
ras o no quisieras.—Vuélvete para tu casa,—villa­
no y de mala tierra,—y otra vez que encuentres
otra,—hácele la reverencia,—y rézale un páter-
nóster,—y échala por la huesera;—así querrás que
a ti t’hagan—cuando vayas desta tierra.»
En estos romances encontramos ya perfilado el
tipo de Don Juan. Este galán que «diba a misa»
y «no diba por ir a misa»—«que diba por ver las
damas» no es ya el Leoncio cebarratas de la leyen­
da florentina, sino nuestro Don Juan. Pero aun
falta un cabo por atar, y es el hecho misino del
convite a un muerto. ¿A qué obedece tan extraña
ficción? ¿De dónde surge? ¿Cómo la ha concebido
el pueblo? Y estas preguntas las esclarece Said
Anuesto con el hecho de que en Galicia y otros
países prevaleció hasta el siglo xvi la costumbre
de celebrar la fiesta de los muertos el 2 de noviem­
bre con ruidosas orgias celebradas en las iglesias,
cuyos altares servían de aparadores para jarras
y platos, y ocurría que cuando el vapor del vino
calentaba los cascos de los comensales se proferían
brindis sacrilegos a la memoria de los muertos que
yacían en las arcas de piedra de las capillas veci­
nas, y las imaginaciones, exacerbadas por las liba­
ciones, soñaban luego que a la media noche cele­
braban los muertos otro banquete, correspondiendo
a la macabra broma de los parientes vivos. To­
davía en el siglo xv n era costumbre en algunas
familias españolas poner uno o dos cubiertos en la
mesa para lus muertos, en determinados dias del
año, como si aquel lugar o lugares vacíos hubie­
ran de ocuparlos, invisibles, el padre o los padres
del jefe de la casa.
He ahí, por tanto, en España todos los elemen­
tos que integran a Don Juan: el Burlador, en la
leyenda y en obras anteriores a la de Tirso; el
convite al muerto, en el romance popular; la esta­
tua de piedra, en las estatuas yacentes de las igle­
sias; los cubiertos del banquete fúnebre, en las cos­
tumbres de familias españolas, y el hecho de que
Don Juan se suela representar en los teatros de Es­
paña la noohe de difuntos, en la costumbre multi-
sccular de los banquetes en las iglesias en honor
de los muertos. Pero en todo este aspecto histórico
de la cuestión no he hecho mas que seguir el mag­
nifico trabajo documental de Said Armesto.
Ahora entramos en el aspecto psicológico. Vea­
mos si es cierta la afirmación del señor Said Ar­
mesto cuando dice: «Este indómito Don Juan, tan
español y tan bello, no es una idea abstracta que
se realiza más o menos, sino un tipo concreto que
se impone»; la de que esta «airosa figura se pre­
senta ante nosotros como la expresión individual
de toda una época, como símbolo y cifra de una
generación emprendedora, de instintos bullan­
gueros, y díscolos, de orgullo indómito, de poten­
tes arrestos paia la acción, para la guerra, para el
libertinaje». También el señor Picatoste ha dicho
a este respecto: «Para demostrar el españolismo
do Don Juan nos bastará la afirmación do quo los
extranjeros no han sabido nunca comprenderle.»
Ya hemos dicho, en efecto, que los extranjeros
no conciben a Don Juan como al burlador, sino
como al buscador de ideal. Tal es, por ejemplo,
el Don Juan de Lenau; pero su verdadero nombre
es Fausto. He aquí el tipo literario que busca en
la mujer el ideal, para perseguirlo después en la
belleza, en el poder y, por último, en el bien. Pero
el doctor Fausto no es Don Juan. Hay además del
fáustico y del musical, otro Don Juan extranjero
importante: el de Moliére; pero no se diferencia
del español mas que en un rasgo de importancia.
El francés es ateo y blasfemo y no cree en la otra
vida; el español no es ateo ni blasfemo, si no de­
voto, es al menos católico, pero de tan desenfrena­
dos apetitos y de resoluciones tan prontas, que el
impulso fogoso del placer no le deja pensar en la
expiación trerrtenda que le aguarda. Tal lo conci­
be Tirso. Cada vez que Catalinón, el criado, ame­
naza a Don Juan con las penas de ultratumba:
«Los que fingís ^y engañáis—las mujeres de esta
suerte— lo pagaréis en la muerte», Don Juan le
contesta: «¡Qué largo me lo fiáis!» «¡Si tan largp
me lo fins!» Esta es su muletilla: «¡Si tan largo me
lo fías!» En la obra de Tirso no hay un solo mo­
mento en que Don Juan niegue las penalidades de
ultratumba; lo único que hace es apartarlas, ale­
jarlas sistemáticamente de su conciencia. No es que
no crea en la otra vida; es sencillamente que no
quiere pensar en b u creencia. Pero Moliére no
podía contentarse con imaginar a Don Juan tal
como lo había concebido Tirso. Como buen fran­
cés, no se contentó con imaginársele, sino que pre­
tendió explicárselo. El Don Juan de Tirso es un
hombre que cree quizás en la otra vida, pero que
se niega a pensar en ella y que se conduce hasta
D on Q u ijo t e r o n J t¿N v la C e j .f s t i i u . 10
en el convite a la estatua del Comendador como
si no creyera. Nosotros, españoles, y los ingleses
que lian estudiado a España, sabemos perfecta­
mente que Don Juan no invita a cenar a la ostatua
por escepticismo, sino por soberbia. Si Don Juan
fuese escéptico su convite resultaría absurdo. Don
Juan es soberbio, no es escéptico, no es intelec­
tual. España no es intelectual ni para dudar ni
para creer. «España no es un país fanático— dice
Borrow en La Biblia en España— . La conozco
bastante: ni lo es ni lo ba sido nunca, y España
nunca cambiá. Verdad que fué durante dos siglos
«la verdugo» de la maligna Roma..., pero no fue el
fanatismo el resorte que la impelió a la obra de
matanza, sino otro sentimiento, predominante en
ella: su fatal orgullo. Fué halagando su orgullo
como la Iglesia la indujo a derrochar su sangre
preciosa y sus caudales^ en las guerras de los Paí­
ses Bajos, en el lanzamiento de la Armada y en
otras acciones igualmente locas. El amor a Roma
influyó poco en su política; pero halagada por el
título do Ganfalonera del Vicario de Cristo, y dis­
puesta a mostrarse digna de la obra, cerró los ojos
y se lanzó a su destrucción al grito de «|Santiago
y cierra, España!»
Todo esto debió pareuerle a Moliére extraño y
aun absurdo. ¿Un Don Juan que cree y que obra
como si no creyese? ¡Contradicción palpable! Y
para suprimir esta contradicción despojó a Don
Juan de su creencia. Tirso no necesita hacerlo. Su
Don J 110,11 no hace sino aplazar la hora del arre­
pentimiento. Tirso nos dice: «Arrepentios y refor­
maos ahora, porque mañana será tarde.» También
el Don Juan de Moliére habla de arrepentirse, pero
bus palabras delatan que se burla de todo el nego­
cio: «Sí, ¡a fe! |Hay que arrepentirse! ¡Aún veinte
o treinta años de esta vida, y pensaremos en todo
ello!» En realidad, el Don Juan de Moliére, como
no cree, no piensa nunca en arrepentirse como no
sea de sus escándalos exteriores. En el último acto
lo que ae propone es ser hipócrita: «La hipocresía
es el vicio a la moda, y un vicio a la moda pasa
por virtud. El papel dé hombre honrado es de
mucho lucimiento en la comedia del mundo. La
profesión de hipócrita, ventajosísima... A muchos
conozco yo que de este modo han reparado dies­
tramente faltas cometidas en la juventud, y escuda­
dos con el manto de la religión se prevalecen de su
respeto para ser los peores del mundo. Sabidas son
de todos sus intrigas, y todos los conocen por lo
que son en realidad, pero no pierden crédito por
ello, y con un mirar humilde, un suspirar profun­
do y un cruzar las manos devoto, imponen silencio
sobre los mayores escándalos.»
Mozart, de otra parte, se limita a divinizar a
Don Juan; no lo explica, y somos nosotros los
que tenemos que explicarnos a Mozart, ya que no
en su genio, porque es inexplicable, al menos en
la simpatía que le inspiró indudablemente el tipo
de Don Juan. Beethoven, el casto Beethoven, no
supo comprender esa singular debilidad de su ado­
rado Mozart. Lejos de explicársela, la censuró acer­
bamente en sus cartas. A su juicio de héroe, que
considera .la castidad virtud viril y virtud de ar­
tista, el arte sagrado de la música no debe reba­
jarse para servir de pabellón a la historia escan­
dalosa del libertino español. Pero la génesis de esa
simpatía de Mozart hay que buscarla en la vida
íntima del músico; no que Mozart fuera un Don
Juan, nada de eso: es que padecía por no serlo, por
no poderlo ser. Mozart casó con una muchacha,
Constance Weber, que le quería mucho y que le
divertía con su habilidad para narrar historias,
pero que no sabía gobernarle la casa. Mozart que­
ría también a su Constance, y era tan pésimo ad­
ministrador como su esposa; así que en aquella
casa había amor, pero no había gobierno; había
sonrisas y besos y palabrillas de enamorados, pero
también deudas y enojos y recriminaciones. ¿No
es lógico que Mozart soñara de cuando -en cuando
con la libertad irresponsable con que Don Juan
abandonaba a las mujeres apenas le enojaban? No
por ser un Don Juan, sino por no serlo, soñó Mo­
zart con Don Juan para divinizarlo.
|v También para los españoles fué Don Juan una
ilusión y no una, realidad. No se trata de un tipo
corriente y admirado, ni en la España de Tirso
abundan los Don Juanes jactanciosos y burlado­
res de casadas y doncellas. Parece indudable que
no se trata de un carácter histórico, sino legenda­
rio. El novelista francés Próspero Merimée, autor
de Carmen, fundió en uno los dos tipos del Bur­
lador de Sevilla y de aquel extraño Don Miguel
de Mañara, cuyo epitafio, colocado a la entrada
del convento de la Caridad, de Sevilla, reza: «Aquí
yacen los huesos y cenizas del peor hombre que
ha habido en el mundo.» También el pueblo sevi­
llano ha llegado a fundir en uno los dos tipos, pero
ni en las tradiciones sevillanas figura la leyenda
del Burlador, ni tampoco es posible que el Burla­
dor fuese Mañara, porque Mañara murió en 1679,
y para entonces ya hacía muchos años que venía
Don Juan rodando por la escena.
¿Que los Don Juanes se daban en la España
de entonces a puntapiés? Hay muchos motivos
para dudarlo. Todos o casi todos los españoles
desearían alcanzar en amores las buenas fortunas
de Don Juan, y ai son parlanchines y vanidosos,
todos dicen o dejan entrever que «en sus tiempos»
las han alcanzado, y todos nos sentimos tentados
instintivamente á creer en la posibilidad o en la
existencia de otros hombres m¿s afortunados que
nosotros. Sólo que en cuanto nos ponemos a pen­
sar dos minutos averiguamos que los autores espa­
ñoles de Don Juanes, Tirso, Zamora y Zorrilla,
han dudado sabiamente de la posibilidad de que
su héroe realizase sus hazañas en España. Tirso
nos pinta en Nápoles el episodio de la duquesa;
Zamora extiende la residencia en el extranjero de
su héroe; Zorrilla emplaza en Roma—«Ibb roma-
ñas caprichosos,—las costumbres licenciosas,—yo
gallardo y calavera»—y en Ñapóles,— «Ñapóles, rico
vergel—de amor y placer emporio»—las conquistas
del Tenorio, y en París las de Don Luis Mejía
para no colocar en España mas que un episodio
relativamente insignificante. Y es que las mujeres
españolas no se han dejado nunca, salvo casos muy
excepcionales, engañar por Don Juan. El español
podrá ser tan ardoroso como queramos; la espa­
ñola es cosa muy distinta. Los viajeros extranjeros
más agudos han observado, por ejemplo, que la
mujer inglesa, al hablar con un hombre, tiene con­
ciencia de sil sexo, mientras la española, aunque
cortés, es siempre ¿ría y retenida. Doña Emilia
Pardo Bazán asegura, aunque me cuesta dar cré­
dito a su aserto, que las españolas carecen de lo
que llaman las francesas «temperamento». Otros
viajeros han observado que los hombres en Espa­
ña están sometidos a las mujeres, porque ellas son
frías y ellos son ardientes. El holandés Fischer es­
cribió en 1799 que las españolas «prefieren elegir
a ser elegidas, desempeñan el papel del hombre
y a él le corresponde ceder y sacrificarse. De ahí
que un hombre reticente y frío tenga más éxito
con ellas que el amante ardoroso y apasionado».
Téngase en cuenta que en España las mujeres man­
dan. Ellas saldrán poco a la calle, no llenarán los
salones de conciertos; pero son amas de la bolsa,
heredan el caudal familiar como los varones a par­
tes iguales, llevan la caja de sus maridos y, en úl­
timo término, disponer» de la dirección política
del país.
En resumen: yo no creo que el tipo de Don Juan
haya podido darse en España, ni en país alguno,
porque los elementos que constituyen su psicolo­
gía son irreductibles a una unidad común. Sigue
a la mujer y no se enamora; es libertino, y no se
desgasta; es pródigo, y no se arruina; desconoce
toda idea de deber social y religioso, y es siempre
el hidalgo orgulloso de su estirpe y de su sangre
de cristiano viejo. Don Juan es un mito; no ha
existido nunca, ni existe, ni existirá sino como
mito. Pero la consistencia imaginativa de la iigura
de Don Juan depende precisamente de su condición
de mito. La figura de Don Juan es más popular
que literaria. Quien la hizo realmente fué el pue­
blo, al reconocer en ella la fusión de dos viejas le­
yendas—la del Burlador y la del Convidado—y al
encontrar en Don Juan la solución imaginativa de
sus problemas.
Don Juan conquista mujeres y no se enamora.
Ello ocurre alguna vez en la realidad; por ejemplo,
a los cazadores profesionales de herederas ricas.
Sí, pero la conquista de una heredera fea no es
ideal popular; el hombre del pueblo aspira a con­
quistar mujeres guapas. ¿No ha de estremecerse
de entusiasmo al ver que Don Juan hace lo mismo
que él qinsiera? Don Juan vive vida de libertino
y no se debilita'. He ahí otro motivo de entusias­
mo para el pueblo. Don Juan no es rebelde a la
autoridad del Bey, pero qp indisciplinado y anár­
quico. Va a la guerra para divertirse, y no llegó
a. sentir nunca el ideal imperialista de los Austrias.
Don Juan no es rebelde a la autoridad de la Iglesia,
pero sí un materialista práctico, y en el pueblo espa­
ñol se encuentra en cualquier momento histórico ese
«ingenioso, brutal y materialista escepticismo ibéri­
co, que fluye en las letras españolas desde Juvenal
hasta Larra», de que habla, a mi parecer con j liste­
za, el observador norteamericano Mr. Royall Tyler.
Pero Don Juan es, ante todo, una energía bru­
ta, instintiva, petulante, pero inagotable, triunfal
y arrolladora: es, como dice Said Armesto, «el sím­
bolo de aquella Espafía inquieta, caballeril y an­
dariega, que tenía por fueros sus bríos y por prag­
máticas su voluntad»; es el instinto sobre la ley,
la fuerza sobre la autoridad, el capricho sobre la
razón; es, según la frase de Ganivet, la personifica­
ción de aquellos hidalgos cuyo ideal jurídico se
reducía a «llevar en el bolsillo una carta foral con
un solo artículo...: este español está autorizado
para hacer lo que le dé la gana». Y en este sentido,
la visión de Don Juan realiza imaginativamente
el sueño íntimo, no sólo del pueblo español, sino
de todos los pueblos, porque lo que verdadera­
mente desean los hombres, más que loa tesoros de
la gruta de Aladino y más que las huríes del Edén
de Mahoma, es la energía necesaria—la energía
infinita—para apoderarse de todas las grutas y
de todos los edenes de la tierra y del cielo.
EL MITO DE DON JUAN

Don Juan no es humano, vienen a decir los ene­


migos que recientemente le han salido al más uni­
versal de los fantasmas literarios. A lo que se ha
de contestar con una pregunta: ¿No consistirá
precisamente su grandeza en que no es humano,
sino en la medida en que lo son los mitos? Lo en­
gendró la fantasía hispánica, pero no la realidad
española; surgió de la leyenda, no de la historia;
lo produjo la imaginación creadora, no la obser­
vación. Bosta ponerse a mirar la realidad oon ojos
francos, y sobre todo con ojos modernos, para que
se muestre la inconsistencia de Don Juan. ¿Qué es­
cándalo es éste de un sefior que se dedica a con­
quistar mujeres y no se enamora de ninguna?
¿Cómo puede tolerarse que no crea en la retórica
del amor su principal figura? Si Don Juan fuera
humano se enamoraría más o menos de cada una
de las mujeres que persigue, porque no las perse­
guiría si no las oodiciase y no las codiciaría si no
estuviese enamorado de ellas. Pero un Donjuán
que se enamora no es ya Don Juan.
Presumo que de esta serie de razonamientos ha
nacido el intento de los señorés Hernández Catá
y Marquisa de rehabilitar la figura de Don Luis
Mejía para tratar de presentarla en primer térmi­
no frente a la db Don Juan. Don Luis es un Don
Juan que se enamora. Es un erótico, en el sentido
moderno de la palabra. Pone fantasía y corazón
en sus amoríos. Allí donde se le van los sentidos
no puede evitar que se le escapen los afectos y la
imaginación. Es, en otras palabras, el hombre que
toma por lo serio, relativamente, los amores que
en el fondo no son serios. Las palabras «lío», en
español, y «affaire», en francés, expresan con exac­
titud estas relaciones amorosas quo 6on y no son
serias, según la posición del que las juzga. Este
Don Luis es el hombre que va de caza y se deja
la piel entre las zarzas, mezcla el apetito con el
afecto y la fantasía, interpreta sus instintos sexua­
les con la imaginación y no se da cuenta del grave
pecado que comete al poner nombre^ bonitos a co­
sas feas.
De este pecado está libre Don Juan. Es posible
que también llame a sus adulterios «afinidades elec­
tivas», pero lo hará guiñando el ojo y a sabiendas
de que no trata sino de engañar a alguien. A sí
mismo, cuando menos, no se engaña. Y quizás
porque no deja que le invadan el alma los vahos
del placer es por lo que conserva esa fuerza suya
tan grande, que si apareciera en la escena donde
se representa a Don Luis Mejia, uno ee figura
que tendría que terminarse la obra, a pesar del
talento y sutileza qúe en ella han puesto los auto­
res, y quizás por este misma sutileza, que les ha
hecho confesar que:
Por eso siempre serán
las mujeres de Don Juan
y Don Luis de loa mujoros.

El secreto de la fascinación que Don Juan ejer­


ce, consiste precisamente en su energía inagotable.
Esa infinitud dependerá de que no se enamora, de
que no se gasta o de que es intrínsecamente inago­
table. No lo sabemos, ni es necesario averiguarlo.
Alguna vez me he figurado que el enigma de Don
Juan se descifra imaginándole alguna secreta ra­
bia a las mujeres, como la que debió sentir el Don
Ramiro, de Rodríguez Larreta, al averiguar que
su padre era un morisco y no el altivo caballero'
castellano de quien se imaginaba descender. Pero
esta hipótesis de un alma amargada, que sirve
perfectamente en el drama de Zorrilla, para expli­
camos, en los actos últimos, el reto sacrilego a los
muertos para que asistan a su banquete, no se
acuerda, en cambio, con la jovialidad y el ímpetu
con que se nos presenta el personaje, y que ínte­
gros conserva hasta que pierde a Doña Inés.
También he considerado la posibilidad de expli­
cármelo como uno de esos buenos mozos, que sa­
len frecuentemente de las grandes casas de Anda­
lucía o Extremadura, se crían halagados de sir-
vientes, en un ambiente de consentimiento, se ro­
dean desde muy jóvenes de malas compañías, sqn
hábiles en el manejo de las armas y apenas llegan
a la edad juvenil se ven asediados de mujeres, que
se los disputan por diversos motivos. Todavía en
el siglo xx suele caer por Madrid de ouando en
cuando algún propietario de dehesa, que vive unos
cuantos años vida alegre, ora en la buena sociedad,
ora en la menos buena, y desaparece de la circula­
ción porque *ae ha casado, o porque ha envejecido,
o porque se ha quedado sin dinero. Le veo lncir
los carruajes más lujosos y las mejores mozas. Me
imagino que llega, como Godoy, a favorito de una
reina, o que se casa con la heredera más rica de
España, o que la mala vida le hace engordar o en­
flaquecer demasiado. De este tipo de hombre pue­
do sacar al «coburguista», al sensual y hasta al
santo, en el caso feliz de un desengaño y un arre­
pentimiento. Pero Don Juan no sale de su especie,
porque no procede de la vida real.
Viene de la fantasía, como Don Quijote y como
Celestina. Lo ha engendrado el sueño. Es un mito.
Por casualidad no se encuentra en Las mil y una
noches, pero no me extrañará que algún investi­
gador de letras orientales lo descubra en alguna
de las leyendas más antiguas del mundo. Es posi­
ble que no sea sino la contrafigura masculina de
aquellas reinas fabulosas que mataban al amane­
cer a sus amantes de una noche. Es el Aladino de
la vitalidad, la lámpara maravillosa de la energía
siempre renaciente, et milagro de la fuerza, inago­
table. Como nos lo presenta un español del si­
glo xvn, realista por español y por el siglo, se nos
aparece despojado de su «charismu» sobrenatural.
Una imaginación del Norte le habría hecho surgir,
como a Maobeth o a Fausto, entre potencias de la
obscuridad. Una bruja o por lo menos una gitana
habría predioho, en la hora de su nacimiento1:
«Conquistarás a todas las mujeres». Otra le habría
dicho: «Vencerás a todos los hombres». Una ter­
cera: «No agotarás jamás la bolsa». Y entonces
habrían surgido las potestades orgullosos para re­
cortarle las alas. Una le habría prevenido: «¡Cuí­
date de no invitar nunca a los muertos!» Y ante la
risa de Don Juan, por la extraña, ocurrencia, ha­
bría añadido otra: «¡Cuidado con enamorarte^
Así surge Don Juan, armado de sus poderes'
mágicos, pero rodeado también de mágicos peli­
gros. Si no se enamora, el mundo E e r á suyo, por­
que no es de esperar que se le antoje la compañía
de los muertos para sus comidas. El mundo será
suyo, enteramente, sin responsabilidades. No dará
cuenta a nadie de sus actos. Será al mismo tiempo
el poder absoluto y la libertad absoluta. «Yo a los
palacios subí—y a las cabañas bajó—y en todas
partes dejé—memoria triste de mí», dice Don Juan,
según Zorrilla. Será la encamación del capricho
absoluto. Esta es su afinidad profunda con los
cuentos de Las mil y una noches. Lleva en su pre­
sencia y en su palabra la varita mágica. Lo que a
los hombres nos interesa no és tanto sacar agua de
^ las peñas o atravesar instantáneamente los espacios
como imponer nuestra voluntad a otros hombres.
Y aún rriás que a los hombres, a las mujeres.
Don Juan es el jugador que juega a las mujeres.
Es el jugador, porque la vida carece de sentido.
Que otros hombres peleen por el Rehacimiento
de la Antigüedad, por la Reforma de la Iglesia o
por la unidad católica de los pueblos cristianos.
Don Juan no puede ver en el universo roas que el
campo donde su yo se mueve. Si no se sintiera a sí
mismo con fuerza tan indeclinable y si fuera capaz
de ordenar en discurso sus ideas, el mundo se le
aparecería como una óptica ilusoria sin otra subs­
tancia que el Nirvana. Por eso es jugador. Nada
lleude tomarse en serio, porque nada es serio, ni la
propia existencia. Don Juan está siempre dispues­
to a jugársela por cualquier friolera. Lo mejor es
jugarla a las mujeres. El dinero y el poder son de­
masiado abstraotos y no le dicen nada. La comida
y la bebida son demasiado materiales, y no le in­
teresan. El lema de su vida: «Yo y mis sentidos», le
exigen una actividad donde al mismo tiempo se sa­
tisfagan el egotismo y el egoísmo. Por eso se dedica
a la conquista de mujeres para poder enumerar sus
nombres, como el piel roja de Massachussets pelea­
ba para poder mostrar las cabelleras de sus vícti­
mas. Y antes de cortar el cuero cabelludo deja Don
Juan que se le aplaquen los sentidos.
El universo entero se halla bajo la, «Moira» de
las leyes naturales. La Moira es la división, la cla­
sificación, la partición, es decir, los limites de oada
cosa y cada ser. Por encima de los dioses del Olim­
po está la Moira. Los dioserf mismos, el del mar, el
del aire, el del fuego, el de la sabiduría, no son sino
«noiraie» especializadas. Cada cual atenderá a su
juego y se contentará con Su espacio y su tiempo.
Lo que-fué no puede dejar de balier sido. Lo que
está en una parte, no está et la otra. Es «Moira»
quien fija los mojones y hay que acatar sus órde­
nes. Pero ¿habría nada más hermoso que saltar
sus barreras -y convertirse uno en ley para sí mis­
mo? La vida que pasa, la que se derrocha no puede
recobrarse. Todos los seres estamos condenados
a andar por el mundo entre tapias altas, como pa­
sillos de uárcel, que nos quitan la vista, ensombre­
cen el aire y paralizan la acción. Pero dejad que
suenen los clarines. Surge .Don Juan. Ya no hay
pasado, ni porvenir, ni añoranza, ni saudad: todo
es presente. Ya no hay tuyo, ni mío: todo es mío.
Las barreras han caído y el mundo entero se tien­
de a nuestros pies. '
Además de la «Moira» está la «Dike». Es la ley
moral. La sociedad aguarda nuestro servicio. Dice
que le tenemos que pagar el cubierto en el ban­
quete de la vida. Nacemos ¿pudores, porque para
nosotros han trabajado nuestros padres. Hemos
de pagar nuestra deuda y nos conformaremos con
el lote que a cada trno ha sido designado, porque
los dioses que encienden nuestras luces las pueden
apagar, y los que nos dan la fuerza la retiran y son
inexorables para los orgullosos. La rueda del tiem­
po siega fatalmente las cabezas que se alzan de­
masiado. Mas he aquí el hombre que no paga las
cuentas que el mundo le presenta sino con la pun­
ta de su espada. Para él no rigen tampoco los lími­
tes sociales: «Sevilla a veces me llama-—El Burla­
dor, y el mayor—gusto que en mí puede haber—es
burlar una mujer—y dejarla sin honor», dice Don
Juan, según Tirso. «Por donde quiera que fui—la
razón atropellé— , la virtud escarnecí— , a la jus­
ticia burlé—y a las mujeres vendí», añade, según
Zorrilla. Estamos los hombres condenados a ser
ovejas en la plaza, pero llevamos también nn lobo
dentro. Mejor toro un año que buey un siglo, dice
un proverbio ru B O . No abre Don Juan la boca Bin
que se le caiga la baba al bolchevique que vive
dentro de cada hombre., ,
Estarnas cansados de razonar y de hacer esto
para que produzca aquellas otras consecuencias.
Obrar por deseos, trabajar por dinero, refrenamos
por interés: éstas Ion las cosas que entristecen la
vida. Lo que nos gusta es hacer una cosa porque
sí, actuar por impulso, ceder al capricho y despre­
ciar las consecuencias. No hay más felicidad inten­
sa que la del botarate, Don Juan es el perfecto bo­
tarate. No será él quien se ponga a hacer cabalas
sobre los resultados de su conducta. «¡Si tan largo
me lo fiáis!», es su estribillo, según Tirso. Como el
mundo 6e concluye en cada instante dará el 'por-
venir y la eternidad por un antojo. «¡Esta noche
he de gozalla!», exclama, cuando ve a una mujer
diversa y codiciable. Los demás hombres vivimos
atormentados por la conciencia de nuestras limi­
taciones, por las que las leyes sociales nos imponen
y por la anticipación de las consecuencias de nues­
tros actos. Nos oprimen la ley natural, la ley so­
cial y la razón: la Moira, la Dike y el Logos. Don
Juan salta sobre la9 tres. Ha sacudido los tres yu-
gOB. La razón y la experiencia nos dicen que, entre
gente refinada cuando menos, la jactancia y la
bravuconería no alcanzan mas que desprecio para
el que se decide a soltarles la espita. ¿Hay, sin
embargo, nada que nos guste tanto como cantarle
las verdades al lucero del alba y tapar la boca a
todo el que se atreva a contestarnos? ¿Cuál ha sido
el ideal de toda niñez un poco intrépida sino la
vida del capitán pirata ? Y cuando jugábamos a
justicias y ladrones, ¿por qué nos era preferible
ser ladrones, sino porque el ladrón hace lo que le
da la gana, mientras que el justicia tiene que hacer
lo que le mandan?
La primera edición que se oonoce de El Burla­
dor de Sevilla es la de Barcelona de 1630. El drama
es anterior. ¿De 1625? ¿De 1620? ¿De 1615? ¿So
escribió antes o después que empezó la guerra de
los Treinta Años, que no terminaría para España
sino con la pérdida de los Países Bajos? En todo
caso es posterior a la aparición de la primera parte
del Quijote. Pero cuando escribe su obra Cervantes
D o n Q u i j o t e , D o r J u a s y l a Ce l e s t in a . 11
ya sentían los soldados españoles, desparramados
por el mundo, temblar bajo sus pies la tierra que
pisaban. El proceso de descomposición ha avan­
zado en estos años. España se halla presa en su
imperio y empeñada en una tarea de la que no
puede desentenderse. Ha de hacer centinela en
Portugal, en Flandes, en Alemania, en Milán, en
Nápoles, en las inmensidades de América y en las
de los mares, que cruzan sus galeones. Todo se va
a perder, más pronto o más tarde. Ya no cabe,
como un Biglo antes, la elección de no aventurarse
por tierras alejadas. Está en ellas, la iniciativa es
de los que la atacan; tiene que defenderse. Si al
leer el Quijote se reía de las aventuras que no po­
día ya emprender, ¿qué sentiría ante Don Juan?
Don Juan es la libertad de movimientos, la irres­
ponsabilidad, la energía infinita, inagotable. Sólo
soñarlo es el paraíso para el que se siénte con el
agua al cuello. Y un momento después la vida es
sólo sueño, mentira los halagos del mundo, y no
hay más verdad que la que prometen las campa­
nas cuando doblan a muerto.
Don Juan emplea mal la vida, pero tiene una
vida fuerte que emplear. Don Juan es la fuerza y
la fuerza es un bien. Don Juan malgasta su fuerza.
Señor, Señor, te prometemos no malgastarla, pero
¡danos fuerza que podamos malgastar! para el mal,
para otros bienes, para perdemos, para seguir tus
pasos; ¡danos, Señor, la fuerza, la vida, el poder,
la victoria!
El Don Juan español no cree en el amor, y esto
le diferencia de todos los Don Juanes del roman­
ticismo. El Tenorio no cree que se alcance la feli­
cidad por ol amor, no siente ose vacío previo que
empuja al «Adolfo», de Benjamín Constant, a ena­
morarse, tanto para satisfacción de uua necesidad,
como para reivindicación de uif derecho, porque
los románticos mantienen el derecho al amor, como
si fuera uno de los implícitamente contenidos en
la Declaración de 1789. El Don Juan español se
enamora. Este es su percance, su suceso dramáti­
co, pero no su ideal. A Don Juan no se le ocurre
pensar, como a Sénancour, el panegirista del
amor, que éste «es un velo tendido sobre el vacío
en el que tenemos que caer», porque Sénancour es
un trágico que necesita velos para no ver la muer­
te, y Don Juan no los necesita, acaso porque tiene
la fortuna de poseer una naturaleza más robusta.
No es suya, por lo menos, esa enfermedad del hom-
bre moderno que después de haber despojado el
mundo del Valor absoluto, que daba su valor a
sus valores relativos, necesita ponerle velos al va*
cío infinito de las cosas para no morirse de desespe­
ración. Todos los ideales modernos son velos ten­
didos sobre el vacío. Don Juan puede vivir robus­
tamente sin ninguna clase de ideales.
Don Juan no cree en el amor, porque supone
que las mujeres son tan egoístas como él, y es pro­
bable que tenga razón si se recuerda que, por ser
español, no ha tenido oportunidades sino de tratar
a mujeres de rompe y rasga, en b u ciudad natal, o
a damas de costumbres licenciosas, en las capitales
extranjeras que ha recorrido en busca de placeres.
Una noche, hace ya más de veinticinco añoa, esta­
ba D. Ensebio Blasco en la «cacharrería» del Ate­
neo de Madrid. Eran más de las doce: el escri­
tor dobía de venir de alguna fiesta, porque vestía
smoking. Estaba en pie, junto a la ohimenea, en
el centro del corro, con las espaldas vueltas al
fuego: la cabeza calva, la barba redonda y gris, los
ojos redondos y cansados. Jugaba la mano dere­
cha con los lentes, a la altura del pecho. «Para que
se den ustedes cuenta de nuestra vida absurda, les
voy a hacer una pregunta. Ya es tarde. Vamos a
recogernos, me imagino, todos nosotros. Todos
somos hombres de mundo. Dos diputados, un se-
nador, un título del reino, tres escritores, un ren­
tista. Seamos francos. ¿A cuántas mujeres, que no
sean las de nuestra familia, hemos hablado el día
■de hoy? ¿A ninguna?... Pues es absurdo, absurdo»,
repetía nuestro bovlevardier.
Las mujeres que ha couocido Don Juan, antes
de tropezar con Doña Inés, están mucho más dis­
puestas a recibir amores que no a darlos, y Don
Juan, como es lo. mismo que ellas, lo sabe todo el
tiempo. Le quieren las mujeres porque es rico, por­
que es buen mozo, porque es fuerte, porque es bra­
vo y, en parte, por su fama. Le quieren también
por darse celos las unas a las otras, es decir, por
vanidad. Y también por espíritu de aventura y
por orgullo: porque cada una de ellas se cree capaz
de burlar al burlador, en vez de ser burlada. Nada
satisfaría tanto su amor propio como rendir a Don
Juan y hacerse seguir de él como de un perro fal­
dero. Don Juan lo sabe todo el tiempo, se hace el
bobo y a cada uua de las mujeres que le gustan
dispara la misma sonatina: que no ha encontrado
su ideal, que si encontrase su ideal sería otro hom­
bre, que no es tan malo como se le cree, que no ha
hallado la mujer que le levante de sus placeres
para colocarle en el buen camino, que sólo ella, la
que le está escuchando, podría salvarle, y, en fin,
no dice sino lo que piensan de Don Juan, de buena
fe, las bueDas gentes de la Europa del Norte. Las
mujeres que le oyen ya presumen que Don Juan
está mintiendo, y esto las irrita el amor propio;
pero de otra parte no rechazan los halagos de Don
Juan, en primer término porque los suponen me­
recidos, con lo que su vanidad se siente al mismo
tiempo herida y halagada, lo que quiere decir que*
están perdidas, porque en batallas de amor el que
más pierde es el que más pone, Don Juan no pone
nada, en ellas no'hay más victoria que la fuga, y
Don Juan es siempre primero en escaparse.
Don Juan vence, además, porque es hombre y
el hombre es menos espiritual que la mujer, si ee
entiende por espíritu, como Jrineo, la unidad del
cuerpo y del alma. En la mujer están mejor solda­
dos que en el hombre el cuerpo y el alma, y ello
hace muy difícil que Eva pueda separar tan nítida­
mente oomo Adán los sentidos del alma. Don Juan
puede desear una mujer y despreciarla al mismo
tiempo o no sentir hacia ella sino perfecta indife­
rencia. A la mujer le es más difícil este desdobla­
miento. Verdad también que al hombre le es tam­
bién más fácil'cegarse en absoluto a los palmarios
defectos de su amada y querer a una mujer egoísta
y vana, como si se tratase de la Virgen Santísima,
mientras que la mujer, mística en el credo, pero
frecuentemente cínica en la crítica, suele conser­
var, en medio de sus enamoramientos, la facultad
de ver al ser amado tal como es, excepto cuando se
trata de Don Juan, que se escapa a la compren­
sión de las mujeres, precisamente por su capacidad
de poner un máximo de deseo, en lo que no le ins­
pira ni un mínimo de afecto.
Don Juan prevalece sobre Doña Juana porque
es más frío y no se hace ilusiones, ni se imagina
por un instante que ninguna mujer pueda hacerle
feliz, ni cree posible, ni le importa, convertir el
corazón de las mujeres que le escuchan con la se­
creta intención de dominarle. No busca en cada
una sino cierta cantidad de goce, que tampoco
supone será mayor que el de obtenerlo, porque
Don Juan, aunque sensual, no es lúbrico, y no
hay que confundirle con los degenerados que bus­
can el infinito en el placer. Don Juan sabe que no
está, ni puede estar en unas pobres caricias de
mujer. Los placeres del mundo son limitados. Lo
único ilimitado en este mundo es la energía del
propio Don Juan.
Este es el hombre de quien se enamora Doña
Inés, que es una novicia, una colegiala, que toma
al pie de la letra lo que le escribe y le dice Don
Juan y lo que corrobora y exagera la celestina
que su galán emplea. Pero ante Doña Inés se en­
cuentra Don Juan, y ésta es la belleza suprema
del drama de Zorrilla, con el ser divino y miste­
rioso, que le cambia las ideas de la vida. Doña
Inés no le quiere por vanidad, porque es sencilla;
ni por deseo de dominación, porque no lo padece;
ni por sensualidad, porque es inocente; ni por codi­
cia, porque le es ajena; ni por su nombradía, que
ignoraba. Doña Inés le entrega buenamente el
alma y Don Juan se encuentra con que existe en
el mundo un elemento de bondad, de ingenuidad,
de abnegaoión y de amor, con el que no contaba.
Doña Inés Baoa al alma de Don Juan las ternuras
olvidadas do la infancia: la voz lejana de una mu­
jer que fué su madre, el fervor de la primera co­
munión, las oraciones en alguna capilla de la In­
maculada y luego, con las reflexiones juveniles,
el anhelo de añadir honra a su linaje. La presencia
de una niña enamorada, como Doña Inés, basta
para transformarle el universo. Ya no está vacío.
Ya no carece de sentido. La mujer es el signo de la
familia; la monarquía, el de la justicia; la Iglesia,
el del cielo; la tierra y sos maravillas, el de Dios.
Aquí he de señalar el defecto de mala construc­
ción, de que adolece la obra de Zorrilla. La tran­
sición entre el burlador y el enamorado es dema­
siado brusca. Haría falta algo más tiempo para
que el espectador so penetre del oambio sufrido
por Don Juan. Al descubrir los amores de Doña
Inés debiera mostrarse tímido, callado, estupefac­
to, como quien se encuentra bruscamente en un
mundo distinto y mejor. Cuatro palabras son in­
suficientes para que el oyente se haga cargo de
que Don Juan se está transformando ante sus
ojos. Y, sin embargo, ahí está la radical mudanza:
«No es, Doña Inés, Satanás—quien pone este amor
en mí— ; es Dios que quiere por ti—ganarme para
El quizás.» Y acaso bastaría un actor de primer
orden para que pudiéramos sentirla.
A la vista de Doña Inés se olvida Don Juan de
su pasado y del mundo vil que ha conocido. No
Burge ante sus ojos la visión de la alameda inaca­
bable del amor, por el qué los amantes se encami­
narán al i n fin it o enlazados del talle, ni la de la
barca solitaria en que el egoísmo de los enamora­
dos se alejará, del mundo, sino que Don Juan sue­
ña con la familia, con los hijos, con las responsa­
bilidades paternales, con el hogar, con las tierras
de labranza, con sus funciones de caballero cris­
tiano, con el Rey, con el Papa, con un orden social
divinamente estable, en el que hay un puesto que
le está reservado. Don Juan descubre, en suma,
la existencia en el mundo de una categoría cós­
mica, que enlaza los seres y las cosas en nn orden
superior, que las da su valor y las libra con ello de
merecer la muerte. Es el amor, no ya la pasión
clandestina, sino el amor abierto, al que su orgullo
había cerrado el paso al alma. La humildad de
Doña Inós le ha desarmado. Ante el amor ingenuo
de la niña ha sentido la Superfluidad del orgullo.
Como la soberbia propia no suele alimentarse más
que de la ajena, se le desvanece la que tiene ante
la pobre colegiala que se olvida de sí misma para
amarle. Se le han caído las telarañas del amor pro­
pio, y todo el amor universal irrumpe en su alma,
como la luz en la del ciego que recobra la vista.
Sólo que entonces surge el Comendador, que no
puede darse cuenta de la transformación de Don
Juan, porque 110 tiene el don celeste de poder leer
en los corazones y ha de atenerse a los actos al juz­
gar a los hombres, y los hechos de Don Juan han
sido siempre abominables.
El Comendador es una de las figuras más gran­
des del arte dramático. Representa nada menos
que la inercia de la historia. Don Juan se cree otro,
por haber encontrado a Doña Inés, y es otro en
efecto; pero el Comendador no lo ve, ni puede
verlo, porque la historia tiene que aguardar a que
el cambio se manifieste en actos antes de consta­
tarlo. Por las palabras no puede creerse a un hom­
bre, mucho menos cuando se halla tan habituado
a mentir como Don Juan. La conversión de Don
Juan es positiva. Todos los dias se están efectuan­
do cambios semejantes en el mundo. La inercia de
la historia es cotidianamente reducida por la afir­
mación que Be hace al rezar en el padre nuestro el
pasaje que dice que perdonamos a nuestros deu­
dores, porque ello implica borrón y cuenta nueva
y la apertura de otra cuenta corriente en el gran
libro de la vida; pero los demás hombres no se
enteran, como los estadistas de VersaUes no acer­
taron a darse cuenta, en el momento preciso, de
que las intenciones de los pueblos se habían trans­
formado, y acaso hicieron bien en no enterarse,
porque quizás no tardaron en desaparecer las nue­
vas intenciones, lo que implicó tal vez la resurrec­
ción de las antiguas.
El resto lo hace la fatalidad. Don Juan mata al
Comendador, y pierde con ello a Doña Inés, que
no podrá ya amar al matador de su padre y que
morirá de su aflicción, y Don Juan vuelve a ser
el burlador; pero ya no será el mismo de antaño,
sino un hombre que sabe lo que antes no sabía;
y es que existe la bondad en el mundo, pero
no para él; que ha concebido la posibilidad de un
universo en que hombres e instituciones colaboran
en el servicio de Dios, en lo que los individuos en­
cuentran una felicidad superior a la que alcanzan
considerándose a sí mismos como fines últimos,
como les aconsejaría la soberbia; pero se considera
excluido de ese mundo, por lo que reanuda su
vida antigua de pendencias y amoríos, sólo que
más amarga y desesperadamente que antes. Es
esta amargura lo que nos explica la acción ex­
traña de invitar a los muertos a un banquete, obra
de un loco que Be cree perseguido por la Providen­
cia, y por ello la reta, y causa incidental del desafío
con el capitán Centellas, en que muere Don Juan,
no sin salvar antes el alma.
Este es un aspecto particularísimo del Don Juan
de Zorrilla: la salvación del alma de Don Juan.
Que «un punto de contrición— da a un alma la
salvación», es doctrina a la que no pueden resig­
narse los que se han disciplinado toda la vida al
objeto de no perder el alma. Y es que todavía no
queremos hacemos cargo de que el enemigo que
con mayor ahinco combatió Jesús fué el fariseís­
mo y que una vida austera desmerece mucho si
no se ha vivido por amor de Dios, sino por estí­
mulo de la recompensa, que es la razón de que la
Providencia nos juzgue a los hombres por las in­
tenciones, al revés del Comendador, que sólo pue­
de juzgamos por las obras. En el Reino de los Cie­
los ha de ser indiferente la irrcvcrsibilidad del
tiempo y la pesadumbre de la historia, porque la
vida perdurable, para ser perdurable, necesita ha­
llarse por encima de las fatalidades de la duración
y el uso y el desgaste. De otra parte, nó ha de con­
tribuir poco a la salvación de Don Juan el hecho
de que Doña Inés rece por él, y no que estas ora­
ciones de Doña Inés signifiquen que lo Eterno Fe­
menino nos atraiga hacia lo alto, porque Don Juan
el Burlador, hijo de la Edad Media y de la teolo­
gía, no es pariente de Fausto, salido de la filosofía
y de la modernidad, sino porque no es entera­
mente malo el hombre que halla junto a su sepul­
tura un alma amante que por su alma rece, y me­
nos si es un muerto, oon la Buperior videncia de
los muertos, quien intercede por b u salvación-
No está mal, de otra parte, que la salvación de
Don Juan nos inspire recelos y aun protestas. Ya
dice Zorrilla: «Y sólo en vida más pura—los jus­
tos comprenderán—que el amor salvó a Don
Juan—al pie de la sepultura.» Está bien que no
lo comprendamos en esta vida. Si tuviéramos que
juzgar a Don Juan, como jurados, por la muerte
del Comendador y de Don Luis, el espíritu de jus­
ticia nos obligaría a condenarlo. El sagrario de la
conciencia nos está cerrado. Por lo que ha hecho,
no por lo que haya sentido, tendremos que juzgar­
le. Pero con la imaginación podemos figuramos
que desde la hora de su crimen no ha recobrado
la paz de la conciencia. Ha reanudado la vida de
desafíos y disipación. Sólo que ha pensado todo
el tiempo que hubo un día que quiso ser bueno,
vislumbró el bien y lo siguió. Fuerzas extrañas le
cortaron el camino: (¿Llamé al Cielo y no me oyó,
—y pues sus puertas me cierra—de mis pasos en
la tierra—responda el Cielo, no yo.» Antaño, cuan­
do al cumplirse una aventura alzaba los hombros,
como preguntándose si podía hacer otra cosa que
burlar nuevas mujeres, los bajaba como si con­
cluyese negativamente: «¡Zapatero, a tus zapatos;
burlador, a tus engaños!» Ahora sabe que puede
hacer algo mejor, que lo hacen otros hombree, y
él no lo puede hacer. Pero Dios es testigo de su
corazón. Y le perdona, por haber amado y por
haber sufrido.
LA HORA DE DON JUAN

Con ser tan bello el drama de Zorrilla, la impor­


tancia de Don Juan no consiste tanto en lo que
le sucede como en lo que os: de una parto el mito
de la energía inagotable; de la otra, el lema de
«Yo 7 T-nin sentidos», frente a todas las leyes hu­
manas y divinas. Por lo primero es ideal perma­
nente del espíritu humano; por lo segundo, ideal
histórico, que surge en horas de crisis, desaparece
con la normalidad y reaparece con la nueva ^ri­
áis. No es por mero capricho por lo que se ha pen­
sado tanto en Don Juan en estos años, sino porque
no había cosa mejor en que poner los ojos. Hay
horas en que se nos cierra la visión de todos los
caminos. Puestos a prueba los ideales que nos han
movido, no han pasado de ser óptica ilusoria. Al
entusiasmo ha sucedido el desencanto. Estamos su­
midos en problemas enloquecedores e insabibles.
Y entonces aparece la alternativa del capricho
absoluto. Las almas apáticas se dejarán vivir; las
que sienten la plenitud del apetito en medio de
un mundo desolado y vacío, ven a Don Juan y
se preguntan si no tendrá razón.
Don Juan ha vuelto a surgir entre nosotros,
porque estos años marcan otra crisis de ideales.
Ya se sabe lo que fueron el de 1898 y los que le su­
cedieron: confusión y polémica, en que a vueltas
de palabras apasionadas y de juicios prematuros,
nos dimos cuenta de que éramos débiles y pobres,
lo que equivale a decir que apareció entre nosotros
el ideal de la fuerza. Como éste no se podía expre­
sar militarmente, por vivir entre países de pode­
río militar muy superior ol que habríamos podido
alcanzar, aun en el caso de proponérnoslo, se ma­
nifestó económicamente, y económicas, principal­
mente, han sido las actividades españolas a partir
de aquel año.
Luego, hacia 1010, se sintió la necesidad de de­
purar los juicios, sentimientos y motivos que la
generación anterior había aportado al ambiente
nacional, con lo que digo que surgió el ideal de
saber exacto, especializado, para encauzar y de­
purar el de poder, que se había alumbrado diez
años previamente. En efecto: los talentos de los
últimos años se han encarrilado con preferencia
en las actividades especializadas de la ciencia, des­
deñando más bien las literarias. Pero la guerra
mundial ha evidenciado la necesidad de someter
el ideal de la ciencia especializada a otro superior,
porque el Prometeo de la invención y del progre­
so, en que los hombres habían puesto tantas eape-
Tanzas, lo mismo sirve para curar heridos en los
hospitales que para fabricar gases asfixiantes, lo
que equivale a decir que es indiferente a las dichas
y desdichas humanas, y no se hable de la ciencia
pura, porque hace tiempo es cosa averiguada que
no podrá decirnos nunca ni a dónde vamos ni de
dónde venimos. Y ésta es la causa de que ya ae
perciban tendencias indicadoras de que se va a
alumbrar un ideal nuevo, que será acaso un ideal
de felicidad, pero que yo creo y espero que se con­
tentará con indicar la senda del deber.
En esta incertidumbre resurge Don Juan, por­
que señala la existencia de otra alternativa a cual­
quiera posible elección de ideales, a saber: la fac­
tibilidad de vivir sin otro empeño que los vaive­
nes de nuestros apetitos y caprichos. Nacidos entre
programas que han perdido su poder atractivo,
contradictorios entre sí, refutados con el oálculo,
rechazados con el sentimiento, aun antes de en­
sayados muchos de ellos, ésta es la ocasión de pre­
guntarse si se puedé vivir sin ideal. Don Juan apa­
rece por primera vez en el mundo, poco antes
de 1630, en el preciso momento en que* la Contra-
reforma se ha gastado, como antes la Reforma y
el Renacimiento. Los pueblos pueden vivir de ideas
que ya han perdido el ímpetu. Hasta suelen orga­
nizar en tomo de ellas sus instituciones. Pero hay
naturalezas enérgicas que no pueden gustar de las
ideas sino cuando son frescas y reciben el bautis­
mo de fuego. Los héroes de Shakespeare suelen ser
hombres que se abandonan a su pasión o a su ca­
pricho. Shylock, Hamlet, Romeo, los dos Falstaffs,
Othelo, Marco Antonio, Julio César, algunos de sus
reyes, son almas que han perdido o desconocen el
freno del cristianismo, y que no encuentran otro
guía interior. Todos ellos parecen escapados de la
sociedad y ansiosos de vivir y morir por cuidados
que no sean los de su cargo, su oficio o su ciudad.
Shylock no e3 un judío, sino un hombre envidioso
de Antonio; Hamlet no es un príncipe celoso de
su pueblo, sino un cavilador enamorado de sus
pensamientos; Romeo no es un Montesco, sino un
erótico impetuoso. Pero entre todos los hombres
escapados a la disciplina social, ¿hay ninguno cuyo
individualismo pueda compararse al de Don Juan?
Vuelve a surgir el burlador hace cien años, cuan­
do al término de las guerras napoleónicas se dan
cuenta los hombres de que ya no sentían ni la fe
racionalista ni la revolucionaria, y huérfanos de
ideal, son genios incomprendidos, enfermos del si­
glo. El romanticismo no hace más que ,modelar
el Don Juan a su modo, pintándolo como espíritu
sediento de que la divinidad encame en alguna
mujercita que le entienda y le haga feliz, porque
todavía no ha perdido la vanidad rusoniana de
creerse príncipe desterrado, nacido libre, pero que
se halla esclavo, despojado de una corona y acree­
dor a que la humanidad le depare la más solemne
de las restauraciones. Y por eso vuelve a surgir
Don Juan ahora, ccfti las variantes de loa tiempos,
D o n Q ü u o t j , D o s J d a s t i ¿ Ce l e s t in a . 12
más democrático o menos varonil, pero siempre
la, misma paradoja esencial: una voluntad quo
nada quiere, fuera del inmediato antojo; un es­
fuerzo sin finalidad, heroioo por el temperamento
y nirvánico por la falta de principios.
Nadie volverá a creer cándidamente en la cau­
sa de los pueblos oprimidos, después de advertida
la facilidad con que en opresores se convierten.
Esta es la crisis del nacionalismo. Nadie de nuevo
confiará en que la libertad de pensamiento im­
plique pensamiento, porque también entraña el
derecho a no pensar; ni que la libertad de imprenta
signifique cultura, porque en ella se ampara el pe­
riodismo reaccionario o revolucionario con que las
multitudes europeas se hipnotizan; y ésta es la
crisis del liberalismo. Nadie tampoco podrá creer
que el objeto supremo de las instituciones sociales
sea el respeto de la personalidad humana, después
de haber oído a los «objetantes concienzudos» de
Inglaterra invocar el sagrario de esa personalidad
para negarse a arriesgar la vida por una guerra
justa, con el argumento de quo eu propia vida les
interesaba más que el triunfo de la justicia. Tam­
poco será ya posible confiar en que el socialismo
mejore la condición del hombre, después de los
ejemplos de opresión, de hambre y de exterminio
de los valores culturales que Rusia nos ofrece. En
esta crisis de ideales se alza Don Juan como el
ejemplo irrefutable de haber fracasado el huma­
nismo en su empeño de reducir el bien a lo que es
bueno para el hombre, porque Don Juan es lo que
quisiéramos ser muchos de nosotros, y lo que de
cierto sabemos que es el mal.
Pero Don Juan tiene también eu lado positivo.
Las épocas de crisis de ideales lo son también de
crisis de poder: o porque en ellas se echa de menos
la energía que se malgastó en épocas de fe, o por­
que se siente hervir una energía nueva dentro de
las venas, y no se sabe lo que con ella se ha de
hacer. Don Juan es el poder, la energía que Dios
da, sin que cueste nada de almacenar y mantener;
la fuerza por gracia, y no por mérito. Por la in­
mensidad de su energía es Don Juan el ideal, el
sueño, el mito. Y porque la invierte en el placer
y no sabemos, en horas de crisis de ideales, emplear
mejor la vida, es nuestra tentación.
LA RAZON DE DON JUAN

Don Juan es el espolón de un barco que al hendir


nuestro pecho separa a un lado nuestro deseo y
deja al otro nuestro deber. Es el mal, porque mata
y deshonra; mas por gusto no preferirá nadie ser
victima a verdugo, carne a cuchillo, sin confesar
que se halla enfermo. El hombre sano codicia in­
tensamente a la mujer hermosa, y quiere, al mismo
tiempo, mantener su independenoia espiritual res­
pecto de ella, y como no se da ouenta,, sino cuando
viejo, de que estos deseos son incompatibles, ad­
mira a Don Juan, no tan sólo por la energía in­
agotable, sino porque tiene el valor de desprender­
se de las mujeres en cuanto las conquista, y antes
de que le apresen, y también porque despacha de
una estocada al hombre que Be le cruza en el ca­
mino, en vez de odiarlo y envenenarse el alma
con el odio.
Don Juan es el mal, porque es el capricho ab­
soluto y una ley para sí mismo. Pero no hay nada
tas feliz como la omnipotencia del capricho. ¿Por
qué no hemos de ser el mal, si esto es lo que nos
gusta? ¿Por qué seguir respetando prohibiciones
que nosotros no establecimos? ¿Quién las estable­
ció? ¿No es el mal un espantapájaros inventado
por las autoridades para mantener al común de
los hombres tranquilos y sujetos? Si las palabras
malo y bueno carecen de. realidad objetiva, si su
significación depende exclusivamente de las clases
sociales que ocupan el Poder, si la totalidad del
universo es indiferente al bien y al mal, si no
hay un Dios en los cielos y Don Juan nos gusta,
Don Juan tiene rozón.
Hay, sin embargo, quien no cree en Dios y dice
que el impulso creador ha de fomentarse sobre el
destructor, y prefiere los espíritus afirmativos,
como Walt Whitman, a los declarados en guerra;
como Carlyle, contra la mediocridad moral. Pero
estos son gustos individuales, sobre los que sería
ocioso disputar. Es posible que Carlyle se encon­
trase dispépsico y que una buena dieta le habría
transformado. Don Juan, en cambio, no padece
del estómago. Hay quien gustará más de los cor­
deros que de los tigres; pero ello no significa que
los tigres no tengan su razón. Decir que se prefie­
re la oreación a la destrucción no es nada. Casi
todos los niños opinan lo contrario, sin que tam-*
poco nos convenzan. La destrucción no será peor
o mejor que la creación por lo que digan los par­
tidarios de una u otra. Hará falta que la sentencia
esté dictada por quien se encuentre encima de
ellos. Si a gustos vamos, los tigres no se han ave­
nido nunca a ser corderos.
Ni tampoco se llamará destructor a Don Juan
si con precisión se habla. En rigor no puede el
hombre ni crear ni destruir. Al matar a una per­
sona se da de comer a los gusanos. Hamlet obser­
va en el cementerio que con los muertos se puede
hacer arcilla para tapar los agujeros de un barril
de cerveza. Crear o destruir no es, en verdad, sino
convertir unas cosas en otras de mayor o menor
estima. Pero si detrás de nuestra tabla de valores
no hay nnn. escala cósmica, un metro universal, un
patrón absoluto, del que nuestras medidas no son
sino reflejo defectuoso, más o menos erróneo y
relativo a nuestras perspectivas; si las estimacio­
nes nuestras no tienen más valor universal que
las de los gusanos; si no hay un Dios en los cie­
los, Don Juan tiene razón.
No me digáis que a un Don Juan de carne y
hueso lo prendería la justicia. Esto es ignorar su
capacidad de adaptación. Don Juan no se dejaría
encarcelar tan fácilmente. El de Moliére conjura
este peligro haciéndose hipócrita. A mi no me cabe
duda de que lo mismo se haría fascista en Roma
que lord en Inglaterra o comunista en Moscou.
Mataría de noche y a solas, después de preparar
la coartada. Se haría legislador para que le salie­
se la ley a su medida. Se enguantaría las garras,
pero conservaría las mañas. Perdería quizás algo
de su ímpetu, pero aumentaría su perversidad. Y
no pongamos las cosas en modo subjuntivo. Don
Juan existe, en cierto modo. Si no hay seres de su
fuerza sobrehumana los hay que en maldad nada
le ceden. Muchos hombres han llegado a la con­
clusión de que no hay Dios, y los que son lógicos
obran en consecuencia: todo está permitido. Es
verdad que el Don Juan de Tirso tiene que ir al
infierno llevado de la mano implacable del Comen­
dador. Ello quiere decir que nuestro poeta creía
en un Valor absoluto por encima de nuestros va­
lores relativos. ¿Y si la fe de Tirso resultase ilu­
soria?
El Don Juan de Zorrilla salva su alma por el
amor de Doña Inés, pero pierde en el mundo a
Doña Inés por los escándalos de su vida anterior.
Zorrilla aporta el testimonio de la historia en re­
fuerzo de la conciencia moral. Sólo que "la historia
no es prueba, sino signo, y habla más a los pueblos
que a los individuos. En el caso de Don Juan no
es convincente. Su tragedia es el amor por Doña
Inés. No tenía necesidad de haberte enamorado.
Tenemos que elegir entre la intuición que nos
dice que Don Juan es el mal porque su vida es
una ofensa contra el espíritu de servicio social, de
castidad, de veracidad, de lealtad; y el impulso
que nos lleva al donjuanismo, por las pasiones que
hay en cada uno de nosotros, fauces abiertas que
necesitan hacer prosa. De una parte, el deber ab­
soluto; de la otra, el capricho absoluto. La deci­
sión es aventura. No hay seguridad en parte al­
guna. Pero si nos decidimos por el deber y contra
el capricho, la historia surgirá en apoyo nuestro
para evidenciamos que Don Juan luchaba contra
el mundo, y que nosotros, al combatirle, nos he­
mos abrazado al universo. Esta confianza de an­
dar con las estrellas infundirá a nuestro brazo el
mismo brío que a Don Juan le presta la conformi­
dad con sus instintos. Es la virtud romana lo que
da a Roma el imperio del mundo. Es el vicio lo
que destruye el imperio romano.
- Y lo que nos dice el Don Juan de Zorrilla es que
Dios podrá perdonamos a última hora, pero que
la historia no perdona, porque su lema es «ahora
o nunca». Los mejores romanos del siglo v no sólo
se habían arrepentido de los vicios paganos, sino
también del horror al mundo del cristianismo pri­
mitivo. San Agustín, Orosio, San Jerónimo, ade­
más de modelos de virtud privada, eran ciudadanos
excelentes. ¿Por qué los ejércitos romanos, com­
puestos de buenos cristianos, no prevalecían sobre
las hordas bárbaras, paganas o heréticas? Porque
ya era tarde. A pesar de sus santos, la sociedad es­
taba corroída de voluptuosidad, de pacifismo y de
avaricia. El tardío arrepentimiento pudo salvar las
almas, no el Imperio. Tampoco rescata la vida de
Don Juan.
Pero si no hay Dios en los cielos, y los valores
de la historia son engaño, y se equivalen nuestras
honras y deshonras; si no hay más medida de
nuestros actos que la Vida, lo que quiere decir
que no hay medida, porque la vida de los gusanos,
por ser vida, valdría tanto como pudo valer la del
cadáver de que se alimentan; si no existe un Valor
absoluto, Don Juan tiene razón.
Si no hay en el universo, y detrás de él, una
Armonía de poder, de saber y de amor, donde el
poder se mantiene sin menguas, porque sabe ha­
cerlo y porque todos sus elementos se unen en el
amor; si el poder de Don Juan no es un préstamo
del que deba dar cuenta, y sólo un capricho de la
naturaleza ciega, nadie tendrá derecho a censurar
a su amo porque lo malgaste como quiera. Es deber
elemental conservar la energía; deber superior em­
plearla para fortalecer entre los hombrea el saber
y el amor. Pero si loa deberes no tienen fundamento;
si no existe Acreedor con derecho a exigimos el
pago de las deudas; si no hay deudas y la felioidad
es la suprema ley, derramemos la energía a capri­
cho, porque esto es el placer, y proclamemos de
nuevo y finalmente que Don Juan tiene razón.
LA CELESTINA O EL SABER
EL AMOR DE CALISTO Y MELIBEA
t

El autor de La Celestina cuenta el argumento


de la obra con palabras de las que no hemos de
alterar sino la ortografía:
«Calisto fué de noble linaje, de claro ingenio, de
gentil disposición, de linda crianza, dotado de mu­
chas gracias, de estado mediano. Fué preso en el
amor de Melibea, mujer moza, muy generosa, de
alta y serenísima sangre, sublimada en próspero
estado, una sola heredera a su padre Pleberio, y
de su madro Alisa muy amada. Por solicitud del
pungido Calisto, vencido el casto propósito de
ella—interviniendo Celestina, mala y astuta, mu­
jer, con dos sirvientes del vencido Calisto, enga­
itados y por ésta tomados desleales, presa su fide­
lidad con anzuelo de codicia y deleite—, vinieron
los dos amantes y los que les ministraron en amar­
go y desastrado fin. Para comienzo de lo cüal dis­
puso la adversa fortuna lugar oportuno, donde a
la presencia de Calisto se presentó la (leseada Me­
libea.»
El primer encuentro acontece en el jardín de
Melibea, donde entra Calisto, que va de caza, sal­
tando la tapia, en busca de un balcón. La vista
de Melibea produce en Calisto un cboque intenso,
que le hace balbucear comparaciones desatinadas
entre el placer que le causa el espectáculo de la
buena moza y el que sienten los santos con la vi­
sión divina. Melibea debe de experimentar una sa­
cudida tan enérgica como la del galán; pero el
pudor se le fevuelve y arroja con fiereza de sí al
hombre osado que quiere hacer con ella lo que con
su jardín: «¡Vete, vete de ahí, torpe! Que no pue­
de mi paciencia tolerar que haya subido en cora­
zón humano conmigo el ilícito amor comunicar su
deleite.» La frase es algo confusa. Se escribió antes
del 1500, en tiempo en que el humanismo trans­
formaba la lengua, y los idiomas no se están quie­
tos cuatro siglos. Lo que quiere decir es que su
paciencia no puede tolerar que Calisto haya con­
cebido la idea do «comunicar conmigo su deleite el
ilícito amor». El amor nace aquí con el deseo. Me­
libea percibe la índole de la pasión que ha encen­
dido en Calisto, y como es una doncella honrada
lo aparta imperiosamente de su lado. Melibea es
mujer «muy generosa», dice el autor; de «pecho
-alto» y «labios colorados y grosezuelos», añade Ca­
listo; «como si tres veces hubiese parido», murmura
de su pecho una protegida de Celestina. Melibea
no tiene la culpa de inspirar a los hombres lo que
llaman los modernos el amor-pasión. Su volun­
tad de mantenerse honrada sé expresa en la repul­
sa con que -rechaza la galantería de Calisto y la
insinuación de Celestina al pronunciar el nombre
del galán. Pero esta lucha entre la voluntad y la
naturaleza, en que la voluntad sale vencida, es Iq
que da interés a su figura.
Celestina no se retira, como Calisto, porque Me­
libea la llame barbuda, desvergonzada, hechicera,
enemiga de honestidad y otras palabras todavía
más fuertes. «jOtras más bravas he amansado yo!»,
se dice en un aparte, y luego explica a los suyos
que en eso se han de diferenciar «las públicas que
aman de las escondidas doncellas», porque éstas,
«aunque están abrasadas y encendidas de vivos fue­
gos de amor, por su honestidad muestran un frío
exterior, un sosegado bulto, un apacible desvío, un
constante ánimo y casto propósito, imas palabras
agras, que la propia lengua se maravilla del gran
sufrimiento suyo, que las hace forzosamente con­
fesar lo contrario de lo que sienten». Celestina co­
noce el secreto para transformar súbitamente la
furia en curiosidad e interés. Consiste en mudar
el carácter de su demanda y pedir compasión en
vez de amores. Melibea no ha comprendido bien;
ella trabaja «en servicio de Dios», no «en pasos
deshonestos». Lo que ocurre es que Calisto pade­
ce un violento mal de muelas, que sólo se podrá
sanar con la oración de Santa Polonia, que sabe
Melibea, y con el cordón de ésta, que ha tocado
cuantas reliquias hay en Boma y en Jerusalén. Y
al oír la buena moza estas excusas siente mudarse
b u ánimo, porque «& obra pía y santa sanar los

pasionados y enfermos». Ha sido víctima de una


de las tretas más ingeniosas y profundas de que
tengo noticia. Las gentes de buenos sentimientos
no toleran la idea de ceder a una pasión amorosa
por la codicia del deleite o por debilidad. Han de
darse a sí mismas otro pretexto: los hombres se
dirán que aman porque necesitan una musa que
inspire sus hazañas; las mujeres, porque su piedad
las ordena salvar un alma que estaba a punto de
perderse. El juego de nuestros deseos y temores
no se contenta con proyectar imágenes en nuestra
fantasía, sino que también finge razones en el en­
tendimiento. El hecho es que Melibea ha encon­
trado la llave que le permite penetrar en el cuarto
cerrado donde guardaba sus pensamientos amoro­
sos. Ya no necesita avergonzarse de pensar en Ca­
listo; no es un enamorado, sino un enfermo.
Al día siguiente envía recado a Celestina para
que vaya a verla. Se ha pasado, aunque no lo dice,
toda la noche pensando én su galán y su daño no
tiene ya remedio. Se da cuenta de ello cuando ad­
vierte que se le ha roto la honestidad. Mucha ver­
dad. Y el río de su pasión se ha salido de madre.
«Comen este corazón serpientes dentro de mi cuer­
po», dice a Celestina. Ya no duerme, ni vive, ni
soporta alegrías. Y Celestina le dice que el nombre
de su mal es «amor dulce», «fuego escondido, agra­
dable llaga, sabroso veneno, dulce amargura, de-
lectable dolencia, alegre tormento, dulce y fiera
herida, blanda muerte». Se da ouenta do que ya no
es posible luchar contra su amor. La doncella de
la víspera es ahora la mujer que defiende su pa­
sión como una leona sus cachorros. Julieta puede
no ser más que el arrobamiento de un poeta. En
Melibea se siente hasta el peso del cuerpo al andar
por el suelo. Entre tanto Calisto, mientras ignora
su ventura, tiene perdida la cabeza. Es curioso
que lo primero que hace Romeo, al ver a Julieta,
es evocar un paisaje:

Parece colgar de la mejilla do la noche


Como rica joya del oido de un etiope.

Lo primero, en cambio, que dijo Calisto al ver


a Melibea fué: «En esto veo la grandeza de Dios.»
O habla de ella y la describe tal como es o la llama
su Dios, pero sin compararla, como hace Romeo,
con ninguna otra belleza natural, porque si la com­
para con algo es con la m ism a Divinidad. No sé si
ello se debe al alma semítica de Fernando de Rojas
o a la aridez de la meseta toledana donde escribió
la obra. El ser humano es para Calisto demasiado
alto para que pueda compararse con el resto de la
naturaleza. Y bu turbación le hace franquear la
distancia infinita que hay entre los humanos y el
Rey de los Cielos. Los eruditos podrán objetar
que no debe atribuirse demasiada importancia al
empleo profano de frases religiosas, porque era
Don Q u i j o t e , Don J u a h y i a C e lu s tu a . « 13
usual entre los galanes de la época. A ello ha de
contestarse que lo peculiar de Calisto no es que las
diga, sino que las sienta. Su criado Sempronio des­
cribe su estado diciendo que anda «perdido el sen­
tido, cansado el cuerpo, la cabeza vana, los dias
mal durmiendo, las noches todas velando, dando
alboradas, haciendo momos, saltando paredes, po­
niendo cada día la vida al tablero, esperando
toros, corriendo caballos, tirando barras, echando
lanzas, cansando amigos, quebrando espadas, vis­
tiendo armas 7 otros mil actos de enamorado, ha­
ciendo coplas, pintando motes, sacando invencio­
nes.» Pero lo característico de la pasión que se
apodera de Calisto es que Melibea ocupa inmedia­
tamente en su ánimo el lugar destinado al senti­
miento religioso. A la pregunta de si es cristiano,
que Sempronio le hace, contesta el enamorado:
«¿Yo? Melibea soy y a Melibea adoro y en Melibea
creo y a Melibea amo.» Menéndez y Pelayo, en b u
magnífico estudio sobre La Celestina, se escandali­
za de las frases blasfemas que Calisto profiere,
tales como la oración que hace cuando Sempronio
sale a buscar a Celestina: «¡O todopoderoso, perdu­
rable D í o b ! Tú, que guías a los perdidos, y a los
reyes orientales por la estrella precedente a Belén
trajiste y en sa patria los reducíate, humildemente
te ruego que guíes a mi Sempronio, de manera que
convierta mi pena y tristeza en gozo y yo, indigno,
merezca venir al deseado fin.» Estas y otras pala­
bras análogas le hacen sospechar al Sr. Menéndez
y Pelayo que acaso compuso 6u obra Femando de
Boj as con pérfida intención moral. Ya tendremos
ocasión de mostrar que esta descripción del amor
como poder incontrastable es mucho más peligrosa
y nociva desde el punto de vista judío que desde
el cristiano. Lo característico de Calisto es que se
trata de un alma profundamente mística j que por
ello viene a ocupar el amor físico el puesto que
antes el fervor religioso. Por eso dice a su amada,
confundiendo lo humano y lo divino: «¡Oh mi seño-
Ta y mi bien todo! ¿Por qué llamas yerro a lo que
por los santos de Dios me fué concedido? Rezando
hoy ante el altar de la Magdalena me vino con tu
mensaje alegre aquella solícita mujer.» Romeo y Ju­
lieta están separados porque el mundo se les inter­
pone. Romeo es un Montesco, Julieta una Capu-
leto. Es la desgracia, no el amor, lo que hace que
sus familias estorben sus amores. Pero en Calisto
y Melibea es el amor mismo lo que separa del mun­
do a los amantes. Su pasión es una barca sin ama­
rras que los lleva a alta mar.
En Romeo y Julieta el amor es anterior al en­
cuentro de los protagonistas. Romeo está ya ena­
morado de otra mujer, o se figura estarlo. Julieta
es un capullo en el preciso momento de abrir los
pétalos, para trocarse en flor. El amor está en el
aire, en la ciudad, hasta en el suavísimo nombre
de Verona. Julieta no es para Romeo sino la más
brillante de las joyas, el más blanco de los lirios,
el más sutil de los aromas, el más armonioso de
los ruiseñores, la exaltación, en suma, del mundo
de belleza y de esplendor en donde vive a diario.
Para Calisto, en cambio, no hay joyas, ni perfu­
mes. Sn paisaje de estepa está lleno de cielo. Una
vez enamorado se le entremezclan y confunden
con Melibea las cosas de encima de las tejas. La
tragedia de Horneo y Julieta es accidental. Depen­
de de que nacen en un mundo de Capuletos y Món­
teseos. Pero la de Calisto y Melibea es inherente
al amor m is m o . Se quieren como a dioses y ten­
drían que ser dioses realmente para que su amor
quedase satisfecho. Es verdad que ocurre una ca­
tástrofe que cuesta la vida a los amantes, pero esta
desgracia no es tal vez la mayor que puede acon-
tecerles. Imaginémonos a Calisto y a Melibea al
cabo de unos años, después de haberse descubierto
recíprocamente todo lo que a cada uno de ellos les
falta para ser lo que se imaginaron al conocerse.
Figurémoslos arrugados, pálidos, desencantados,
paseando su experiencia mundana por las calles
de la corte o dedicados en la villa a cuidar de sus
bienes. Ya no serían Calisto y Melibea sino cenizas
ambulantes, abandonadas por la vida. Distinto
fuera, en cambio, el caso de Horneo y Julieta, a no
haberse estrellado en su desgracia. El curso de los
años habría dulcificado la violencia de su amor,• *
pero se habrían llegado a comprender. Su mutuo
encanto desaparecería con el tiempo, lentamente,
pero al encerrarse en una mismn. casa veinte, trein­
ta, cuarenta años seguidos, sería reemplazado por
una profunda identidad. Lo probable, porque am­
bas almas eran nobles, es que se hubiesen resigna­
do al cambio y entendido que la embriaguez de
los primeros tiempos no tenia otro objeto que pre­
parar este conocimiento mutuo, por el que los de­
fectos se avergüenzan de ser y desaparecen poco
a poco, mientras las almas se preparan para las
responsabilidades de la madurez y de la senectud.
El amor de Romeo por Julieta es un poco de la ca­
tegoría del que siente Dante por Beatriz. Julieta
es también una figura indeterminada, fugitiva,
que se ve y no se ve, que esparce un sentimiento
inefable de beatitud, como dice, de Beatriz, Bene-
detto Croce. Romeo y Julieta se aman porque se
parecen mutuamente. Quizás so parezcan porque
son más bien símbolos, como Hero y Leandro,
Tristón e Isolda, a falta de una definición que los
convierta en caracteres. Son un silfo y una süfide
nacidos para jugar con los rayos de la luna que
platean las copas de los árboles. Como se aman por
afinidad, se exaltan y potencian mutuamente. Es
verdad que ella es Capuleto y él Montesco, y que
de alguna manera se tiene que morir, pero al resu­
citar de entre los muertos se encontraron en la
región etérea, donde viven eternamente, padres y
abuelos de otros silfos y sílfides, ministros del ca­
pricho y ángeles de la media luz, ocupados todo el
tiempo en hacer parpadear a los luceros, en dorar
los crepúsculos, en amansar a los océanos desde las
playas donde los niños juegan y en cosquillear al
padre de los tiempos, para que al pasar del invier­
no al estío no se olvide de enviar la primavera.
Calisto y Melibea se quieren por contraste. Ca­
listo es el místico español, quizás algo morisco,
quizás algo judío, católico tal vez, el místico espa­
ñol, de todos modos, que necesita suprimir el mun­
do para amar a Dios. Melibea es también la mujer
española que no da una mirada sin entregar con
ella la vida toda entera. Calisto siente en Melibea
la llamada de la madre tierra y vuelve hacia ella
el ímpetu pleno de su absolutismo religioso. Meli­
bea no analiza, ni quiere más que complacer a su
amado, como a un niño al que ha de recoger en su
regazo, pero ve en ese niño las alas que la han de
alzar al cielo de su ilusión. Esta es la gran nove­
dad de La Celestina. Sus amantes están definidos.
No son meramente él y ella, sino el místico y la
sensual al encontrarse. Se buscan estos aman­
tes como si fuera verdadera la leyenda platónica
de aquel primitivo tercer sexo, que tenía cuatro
pies y cuatro brazos y dos caras, y andaba a vuel­
tas y ora tan hábil y tan fuerte que los dioses, en­
vidiosos, lo cortaron en dos pedazos, que ahora se
buscan mutuamente para recobrar su vigor primi­
tivo. La leyenda, sin embargo, es engañosa. Hom­
bres y mujeres no son mitades de otro ser, sino
seres enteros. No son unos carnales y otros espiri­
tuales, sino que todos son espirituales y camales.
En cada uno de ellos hay una armonía potencial
ue debe realizarse por medio de la conciencia de
nuestros defectos y la voluntad de corregirlos. El
espiritual ha de entender que no se le ha puesto
en este mundo para no soñar sino en el otro. El
carnal ha de comprender que no se le ha dado para
nada el descontento de la mera satisfacción de sus
instintos. No podemos aspirar a que nos venga de
fuera, de otro ser, la armonía de que carecemos.
Tenemos que conquistarla por nuestro propio es­
fuerzo. Buscarla fuera de nosotros es condenarse
por anticipado a no encontrarla. Me imagino que
Calisto y Melibea se hallarán a estas fechas en
algún purgatorio, donde tendrán que aprender a
bastarse a sí mismos, antes de que se les conceda
permiso para amarse de nuevo. So les concederá,
seguramente, aunque se amaron mal, porque se
amaron mucho.
n

LA TRAGEDIA DEL AMOR-PASION

La mediación de Celestina vale a Calisto su pri­


mera cita de amor con Melibea. De haber reflexio­
nado los amantes habrían caído en la cuenta de
que ellos y su amor se habían puesto a merced de
la codicia o de la mala voluntad de la ingeniosa
bruja. Embebidos en sí mismos no repararon en
la sombra que se cernía entre los dos. Acabada su
primera entrevista, los criados de Calisto fueron
a casa de Celestina para pedirle parte en el collar
con que su señor había premiado sus servicios, y
como la vieja se resistiera, la asesinaron, quedan­
do medio descalabrados al Baltar la ventana, hu­
yendo de la justicia, que los remató en la plaza,
con la horca. Por un momento se da cuenta Calisto
de la magnitud del desastre: «¡Oh mi triste nombre
y fama, cómo andas al tablero de boca en boca!
¡Oh mis secretos más secretos, cuán públicos anda­
réis por las plazas y mercados! ¿Qué será de mí?
¿Adonde iré? ¿Qué saldrá allá? A los muertos no
puedo remediar... Todo será público cuanto con
ella y con ellos hablaba, cuanto de mí sabían, el
negocio en que andaban. No osaré salir ante gentes.
’Oh mi gozo, cómo te vas disminuyendo!»
Pero ella le espera a media noche en el jardín.
Esta vez no se verán entre puertas, y aunque la
sombra se ha espesado^ Calisto no la advierte.
Aquí ha de observarse que mientras unos eruditos
afirman que la «verdadera» Celestina, la de la edi­
ción de Burgos, de 1499, no describe mas que una
escena de amor en el jardín, por lo que atribuyen
la segunda noche que aparece en la edición de Va­
lencia, de 1500, a los añadidos que puso en el libro
el corrector Alonso de Proaza, hay otros que creen
que las dos noches están escritas por la misma,
mano, y ésta es cuestión en la que no me siento
con autoridad para mezolarme. Lo que aseguro es
que si Alonso de Proaza pudo ser el autor de esta
segunda noche y del episodio del Centurio, la dispu­
ta carece de importancia, porque el corrector se
había sorbido de tal suerte el patetismo y el gra­
cejo y la ironía del autor que es ya indudable que
la obra surgió de un solo espíritu, aunque quede
en pie la duda sobre si la paternidad es de uno o
más autores. La mejor de las dos noches de amor
es, sin disputa, la segunda, cuya autentioidad se
discute. Melibea aguarda con su criada en el jar­
dín. Para distraer su espera hace cantar a Lucrecia
en voz baja, «muy paso entre estas verduricas, que
no nos oirán los que pasaren». La música la excita
y une la suya a la voz de la criada... Al fin susurra
sola:
Papagayos, ruiseñores,
que cantáis al alborada,
llevad nueva a mis amores,
cómo espero aquí sentada.

La media noche es pasada


y no viene,
miradme si hay otra amada
quel detiene.

Menéndez y Pelayo ha comparado estos versos


con otros de Safo, pero que sólo en 1526 tradujo
al castellano el gramático Hefestión:

Y a sumergióse la luna,
Y a las Pléyades cayeron,
ya os media noche, ya es hora,
¡tristel, y yo sola en mi lecho.

Toda la obra está llena de reminiscencias de


Horacio, Virgilio, Terencio, Juvenal, Plauto y
Peisio. Menéndez y Pelayo encuentra hasta cua
tro versos seguidos de Persio disueltos en el diá­
logo. Pero estas palabras que profiere Melibea, al
enterarse de que Calisto está escuchando sus can­
ciones, nadie se las disputa al autor de La Celestina:
«¡Oh sabrosa traición! ¡Oh dulce sobresalto! ¿Es
mi señor del alma? ¿Es él? No lo puedo creer. ¿Dón­
de estabas, luciente sol? ¿Dónde me tenías tu cla­
ridad escondida? ¿Había rato que escuchabas?
¿Por qué me dejabas echar palabras sin seso al
aire, con mi ronca voz de cisne? Todo se goza en
este huerto con tu venida. Mira la luna cuán clara
se nos muestra, mira 1&b nubes cómo huyen. Oye
la corriente agua de esta fuentecica, ¡cuánto más
suave murmurio bu río lleva por entre las frescas
yerbas! Escucha los altos cipreses, ¡cómo se dan
paz unos ramos con otros por intercesión de un
templadico viento que los menea! Mira sus quietas
sombras, ¡cuán obscuras están y aparejadas para
encubrir nuestro deleite!»
No es esta la música de Calisto; aquí hay paisa­
je. Ya ha encontrado Melibea las alas; la inercia se
ha hecho vuelo; la madre tierra se ha trocado en
estrella; la dicha ha rebasado sus linderos. Es la
hora de la muerte. Al saltar Calisto de la tapia se
estrella los sesos contra el suelo. La catástrofe es­
taba en el aire, en la ciudad, en el mercado. Se ha
venido al jardín de los amantes. Al oír las lamenta­
ciones de los criados de Calisto exclama Melibea
desde el otro lado de la tapia: «¿Oyes loque aque­
llos mozos van hablando? ¿Oyes sus tristes canta­
res? Rezando llevan con responso mi bien todo;
muerta llevan mi alegría. No es tiempo de yo vi­
vir.» Melibea acumula sobre su cabeza cuantos
males origina el fallecimiento de su amado, sube
a la torre de su casa, después de cerrar la puerta,
y desde lo alto dice a su padre que si no trata de
estorbarla oirá la causa de sn muerte, pero que si
lo intenta se quedará más quejoso «en no saber
por qué se mata, que doloroso por verme muerta»:
«Bien ves este clamor de campanas, este alarido
de gentes, este aullido de canes, este gran estrépito
de armas. De todo esto fui yo la causa. Yo cubrí
de luto y jergas en este día casi la mayor parte de
la ciudadana caballería; yo dejé hoy muchos sir­
vientes descubiertos de señor, yo quité muchas
raciones y limosnas a pobres y vergonzantes, yo
fui ocasión de que los muertos tuviesen compañía
del más acabado hombre, que en gracia nació, yo
quité a los vivos el dechado de gentileza, de inven­
ciones galanas, de atavíos y bordaduras, de habla,
de andar, de cortesía, de virtud; yo fui causa de
que la tierra goce sin tiempo el más noble cuerpo
y más fresca juventud, que al mundo era en nues­
tra edad criada.» Después de contar su historia
dice a su amante muerto: «¡Oh mi amor y señor
Calisto! Espérame, ya voy; detente, si me esperas;
no me acuses la tardanza que hago, dando esta
última cuenta a mi viejo padre, puos le debo mu­
cho más.» Y acaba diciendo a éste: «Salúdame a
mi cara y amada madre; sepa de ti largamente la
triste razón porque muero. ¡Gran placer llevo de
no la ver presente! Toma, padre viejo, los dones
de tu vejez. Que en largos días, largas se sufren
tristezas. Recibe las arras de tu senectud antigua;
recibe allá tu amada hija. Gran dolor llevo de mí;
mayor de ti; muy mayor de mi vieja madre. Dios
quede contigo y con ella. A El ofrezco mi ánima.
Pon tú en cobro este cuerpo, que allá baja.»
Melibea muere, dice Menéndez y Pelayo, por­
que «estas grandes enamoradas no tienen más razón
de ser que el amor mismo; llevan enclavado el dar­
do ponzoñoso de la venganza de Afrodita». Hay
quien ve en el género de su muerte la sugestión de
Hero y Leandro. Más parece que se la ha inspirado
la propia de Calisto, al caerse de la tapia. Tal como
ha sido la muerte del amante, será la de la amada.
Lo único que pide a su padre, en estas últimas pa­
labras, es «que sean juntas nuestras sepulturas,
juntos nos hagan nuestros obsequios». Tan segura
está de que el amor lo justifica todo que antes de
despeñarse previene a su padre: «Si oyes mis últi­
mas palabras, no culparás mi yerro.» Y su padre,
Pleberio, no la culpa, en efecto. Culpa al mundo:
«Oh vida de congojas llena, de miseria^ acompañada!
¡Oh mundo, mundo!... Yo pensaba en mi tierna
edad que eras y eran tus hechos regidos por alguna
orden; ahora he visto el pro y la contra de tus
bienandanzas, me pareces un laberinto de errores,
un desierto espantable, una morada de ñeras, jue­
go de hombres que andan en corro... Prometes
mucho; nada no cumples; échanos de ti porque no
te podamos pedir que mantengas tus vanos pro­
metimientos...» Culpa, sobre todo, al amor: «¡Oh
amor, amor! ¡Que no pensé que tenías fuerza ni
poder de matar a tus súbditos! Herida fué de ti
mi juventud, por medio de tus brasas pasé: ¿cómo
me soltaste, para me dar la paga de la huida en
mi vejez? Bien pensé que de tus lazos me había
librado, cuando los cuarenta años toqué, cuando
fui contento con mi conyugal compañera, cuando
me vi con el fruto, que me cortaste el día de hoy.
No pensé que tomabas en los hijos la venganza de
los padrea. No sé si hieres con hierro ni ai quemas
con fuego. Sana dejas la ropa; lastimas el corazón.
Haces que feo amen y hermoso les parezca. ¿Quién,
te dió tanto poder? ¿Quién te puso nombre, que
no te conviene? Si amor fueses, amarías a tus sir­
vientes. Si los amases, no les darías pena. Si ale­
gres viviesen, no se matarían, como ahora mi ama­
da hija.» A quien no recrimina el pobre Pleberio
es a la hija muerta; aquí la queja no es sino lamen­
to: «¡Oh mi hija despedazada! ¿Por qué no quisiste
que estorbase tu muerte? ¿Por qué no hubiste lás­
tima de tu querida y amada madre? ¿Por qué te
mostraste tan cruel con tu viejo padre? ¿Por qué
me dejaste cuando yo te había de dejar? ¿Por qué
me dejaste penado? ¿Por qué me dejaste triste y
solo in Jtaec lachrymanwi valle?» Podemos estar
seguros, después de estas palabras, de que por
parte de Pleberio cumplido queda el deseo de Me­
libea y enterrados sus restos en la misma fosa que
los de Calisto.
Estas palabras de Pleberio justifican las de Me­
néndez y Pelayo, cuando dice que: «Para Rojas el
amor es una deidad misteriosa y terrible, cuyo
maléfico influjo emponzoña la vida humana y
venga en los hijos los pecados de los padres.» Se
advierte quizás en él la influencia de Lucrecio y
de sn atiálisis implacable. El amor ea una rabia
contra la persona que lo inspira, y ésta es la causa
de que muerda y haga daño. Es un anhelo vano de
entrar en ol cuerpo que se abraza o do despedazar­
lo, .en que hasta los vestidos de púrpura se cansan
de beber los sudores de Venus. De la fuente misma
de la voluptuosidad surge la amargura de malgas­
tar la vida en la ociosidad o en los placeres. Y si
eso ocurre en los amores felices, no hay para qué
mentar los desgraciados. Se ha comparado tam­
bién este pesimismo de Rojas con el de Schope-
nhauer. El de Rojas cala más hondo y es más ne­
gro, porque si el amor de Schopenhauer sacrifica
a los individuos es solamente en aras de la especie.
Si el amor apareja bajo el mismo techo a natu­
ralezas heterogéneas, que no pueden entenderse y
viven nTifl. vida desgraciada, como frecuentemente
ocurre, según el proverbio castellano, citado en
«El mundo como voluntad y como representación»:
«Quien se casa por amores, ha de vivir con dolores»,
la causa de ello es el genio do la especie, que ha de
sacrificar a los padres para obtener los hijos que
desea. Si los individuos padecen, la especie se sal­
va, por lo que el pesimismo de Schopenhauer vie­
ne a ser relativo. El profundo y radical es el de
Rojas. Y es que un hombre que vive en el mundo
y no entre libros, tiene que hacer la observación,
que se puede escapar al filósofo, de que la especie
se propaga por los matrimonios tranquilos, mien­
tras que los amores tempestuosos, por lo comúo
estériles, suelen cuidarse tan escasamente de la
progenie como de las demás moralidades. Nos go­
biernan poderes hostiles, viene a decir Hojas. «El
mundo es un laberinto de errores», observa Ple-
bcrio. Es la filosofía que frecuentemente revelaban
los soldados de la guerra europea: la de que existe
un gran poder encima de nosotros, pero que ese
poder es maligno y terrible. Alguna vez Be me ha
ocurrido que debe de ser también la de los pueblos
que viven, como el de Ñapóles, sobre zonas volcá­
nicas. Todo está bien, porque la vegetación de esos
países suele ser lujuriante, todo es tan codiciable
como la caricia de la mujer amada, pero debajo
de la tierra florida vive un monstruo hambriento
y ¡ay del que se encuentre cerca de sus fauces el
día que las abra!
Se ha observado también que Calisto y Melibea
proceden como paganos y como tales hablan; po­
drán practicar la devoción exterior, pero carecen
de la noción del pecado y desconocen el remordi­
miento. La observación ee más exacta respecto de
Melibea que de Calisto, que es siempre un místico
que al perder la cabeza se lanza a idolatrar a Meli­
bea. Pero si lo que se quiere decir por paganismo
es la inocencia y el abandono con que se dejan
llevar de b u pasión, al modo de un Dafnia y una
Cloe que hubiesen alcanzado la madurez de los
sentidos, no cabe duda de que la observación es
justificada. Los amantes de La Celestina no son
cristianos, en cuanto que no se juzgan a sí mismos
en el tribunal de la conciencia. No son tampoco
judíos, en cuanto que han perdido el dominio de
la voluntad, que ha de suplir en los ánimos forma­
dos en la religión mosaica, la falta de los apoyos
que busca el cristiano en la devoción y en los sa­
cramentos. Pero Rojas, su creador, no es inocente,
Eino que por boca de Pleberio llama a capítulo a
la fuerza ciega que mata a los amantes, la juzga y.
la condena. Si es pagano flojas, su paganismo es
como el de Lucrecio, al revolverse contra los dio­
ses, o como el de Eurípides, al protestar dé sus
crueldades. Es curioso que la única obra de fanta­
sía en que encuentro un sentimiento del amor aná­
logo al de Rojas sea Las Bacantes, de Eurípides,
aunque los argumentos difieran tanto que se ex­
cluye toda idea de influencia directa. El dios Dio-
nysos regresa a Tebas, donde quiere que se vuelva
a adorarle. Enloquece a las mujeres, convirtién­
dolas en un coro de Ménades furiosas, hace que
éstos despedacen al rey Pentheo, enemigo de su
culto, que después se lamenten por haberle desr
pedazado, que continúen poseídas por el dios cruel
y que éste suba al cielo, mientras los mortales
siguen adorándole. El espíritu llamado Dionysos
podrá llevar al alma la inspiración y la alegría,
pero es también el enemigo de la tranquilidad hu­
mana. La vida cotidiana podrá parecemos gris y
monótona, pero ¡ay de nosotros si nos visita la pa­
sión, para pintamos la existencia de colores va­
riados y violentos! Esas fuerzas desconocidas que
D on Q u i j o t e , D on J u a n t l a C e l e s t i n a . 14
hacen salir al hombre de sus normalidades no son
mejores, sino inferiores a él, que cuando menos
entiende y compadece. Eurípides escribió Loa Ba­
cantes a los setenta, y cinco años de su edad. ¿Qué
experiencia extraordinaria cruzó el espíritu del
bachiller don Femando de Rojas para escribir su
obra a los veinticuatro, si es verdad que tan joven
la compuso?
Es posible que La Celestina se concibiera con un
propósito dé ejemplaridad. Tal se dice en su título:
«La comedia o tragicomedia de Calisto y Melibea,
compuesta en reprehensión de los locos enamorados
que, vencidos en su desordenado apetito, a sus
amigas llaman y dicen ser su Dios.» Más probable
me parece que este propósito moral no haya sido
sino la excusa con que cubrió el autor la necesidad
espiritual en que se hallaba de publicar La Celesti­
na, necesidad surgida meramente de que la intui­
ción artística es un tesoro oculto que no adquiere
valor sino cuando se pregona. Me inclino a creer que
el autor nos cuenta, una historia, vivida o imaginada
o ambas cosas, sencillamente porque le ha iinpre-
sionado. Pero ello no quiere decir que no contenga
bu moralidad. Toda obra grande de arte, toda so­
lución estética constituye un problema moral. Lo
primero que nos dice Rojas es que el amor-pasión
es una desgracia y que hace falta que los hombres
estemos precavidos contra la posibilidad de esta
catástrofe. No lo han estado siempre. No lo están
en la actualidad. El romahticismo nos ha vuelto
a dejar indefensos oontra los ataques del dios crnel,
porque ha exaltado la espontaneidad y las pasio­
nes, a expensas de la reflexión y de la voluntad.
Y hace falta que resuene de nuevo una voz clásica
para recordamos, con el coro de Sófocles, que el
poder del amor suele no ser benéfico:

Amor, irresistible en la pelea, abateB al soberbio,


Te duermes on la mejilla de la virgen.
Vagas allende el mar y en las guaridas de los campos,
Y ni los dioses se te escapan, ni Io b hombres efímeros.
Al que posees lo enloqueces,
Al justo haces injusto; al sensato, insensato.
Por las claras pupilas de las novias,
Luz de los matrimonios de fortuna,
Compartes los sitiales de los grandes.
1Invencible te burlas, Afrodita divina!

El amor-pasión es una desgracia, porque un sen­


timiento tan excelso como es el del amor no nos
fué dado para contentarse con lo particular, ni
puede satisfacerse una esencia perdurable, cósmi­
ca, divina, con la forma pasajera de la criatura
amada. Por eso está escrito en la puerta del amor-
pasión el verso de Ovidio: Nec tecum, nec sine te
vivere possum. Ni contigo, ni sin ti. Pero además
es un pecado. Esta esencia sublime no nos fué
concedida para desperdiciarla. Somos guardianes
que debemos rendir estrechas cuentas de nuestros
amores. No es verdad que el amor sea bohemio y
no haya conocido nunca leyes. La ley del amo,
es que no debe amar lo particular, sino lo univf-r-
sal; lo que quiere decir que no ha de ser nunca
clandestino. Ha de quererse al ser amado en el
complejo de 9us relaciones y deberes, en su fami­
lia, en su nación, en su moral. No ha de separár­
selo del resto dol mundo, como hacon lo mismo
Melibea que Calisto. «De día estaré en mi cámara,
de noche en aquel paraíso dulce, en aquel alegre
vergel, entre aquellas suaves plantas», dice el ena­
morado. Y responde la enamorada: «Muertos por
mí sus servidores, perdiéndose su hacienda, fin­
giendo ausencia con todos los de la ciudad, todos
los días encerrado en casa con esperanza de ver­
me a la noche, ¡afuera, afuera la ingratitud, afuera
las lisonjas y el engaño con tan verdadero ama­
dor, que ni quiero marido, ni quiero padre ni pa­
riente!» Aspiran los amantes apasionados a vivir
eternamente en un jardín aparte, lejos de la tierra
y lejos también del cielo. Este es un egoísmo que
contradice y anula el amor originario. Es un pe­
cado que puede perdonarse, porque lleva en sí
mismo la penitencia. Pero como la paga del pe­
cado es la muerte, ose jardín no existo sino en los
cementerios.

+ * *

Don Juan de Valdés y últimamente don Juan


Valera han discutido si debía hacérsele a Rojas
algún reparo por no haber casado a sus amantes,
ya que nada ni nadie se oponía a esta solución,
que es la normal. A esta objeción no me atrevo
a decir sino que me figuro que, de haberse casado,
Calisto y Melibea no habrían podido ser felices. Y
éstas son mis razones.

* * *

Don Juan Valera da un aldabonazo en la puerta


de Calisto, su sobrino. Don Juan es gran casamen­
tero. Ha posado justamente un año desde que un
criado le trajo la noticia de la muerte de Celestina
y del ajusticiamiento de los criados de Calisto, y
aun le duelen los trotes que hubo de darse, con su
tocayo D. Juan de Valdés, para aligerar las amo­
nestaciones y casar a los amantes sin pérdida de
dias. Hace meses que no sabe-de los chicos: «La
felicidad no tiene historia», so dico sonriendo.
Un criado le conduce al aposento de Calisto. Al
cruzar el umbral D. Juan se pone 9erio. «¡Calisto!»,
exclama con voz en que se mezclan el cariño, la
sorpresa y el reproche. Calisto se levanta del re­
clinatorio donde reza ante la imagen de la Vir­
gen Blanca. «¡Calisto!», repite D. Juan, abrien­
do los brazos. Calisto se ruboriza un poco y explica
la razón de sus plegarias: «Daba las gracias a la
Madre de Dios de que me guarde la belleza de Me­
libea, como si quisiera mostrarme en esta vida lo
que serán los cuerpos gloriosos en la otra, cuando
ni el tiempo, ni sus hijas: la tristeza, la noche y la
muerte, se atrevan a acercársenos. Porque ¿no es
verdad, querido tío, que Melibea se está volviendo
todo luz y vida y alegría?»
«|Basta!», exclama D. Juan, levantando la
mano derecha, como si tuviera el don de parar
con el gesto la comente de un río. Después habla
despacio, como quien se contiene y mide las pa­
labras: «Ya es hora, Calisto, de que ceses de mez­
clar cosas humanas con divinas. Lo que hace un
año podía parecerme manera de decir, ahora es
obcecación, y dentro de otro año sería desvarío.
También es hora, sobrino, de que pienses si hace
bien hombre de tu calidad y prendas con pasarse
la vida encerrado entre paredes, sin otro pensa­
miento que el amor de su esposa, cuando tantos
caballeros cristianos derraman su sangre en las
empresas de su iglesia y de sus reyes, y otros con­
sagran el espíritu al cuidado de la religión o de la
república, y otros a la mejora de sus haciendas...»
Repara D. Juan en que su sobrino no le escu-
oha. Mira a otra parte con los ojos suspensos y
brillantes. En el umbral se yergue Melibea, alta
y ancha y lozana, despejada la frente, negros los
ojos, rojos los labios, leche y rosas la piel, con un
cuello en que se pelean y se casan la esbeltez y la
fuerza, el pecho firme y separado, sonriente y tran­
quila la expresión.
«¿Cómo vai señor tío?—pregunta con voz sua­
ve— . ¿Viene usted a sacarme a Calisto de mi lado?
¿Se figura que no hay aquí quien aprecie sus dotes
y talentos, que ya quiere llevárselos, cuando ayer
todavía nos casamos? [Qué más quisiera yo que
ver acometer a mi marido las empresas para las
que so. condición le llama! Tiempos son estos de
caballerías y de hazañas, qne no en balde nos go­
bierna una mujer. ¿Y no pienBa usted, señor don
Juan, que debieran repetirse las historias de los
antigaos libros, que nos hablan de las batallas que
ganaba Pentesilea, reina de las Amazonas, capaz
de hacer frente al propio Aquiles? ¿Y no cree usted
también que la reina Dido...?»
Don Juan mira alternativamente a sus sobrinos.
Compara la calma de Melibea con la febril exal­
tación de su sobrino. Calisto está más pálido y
más ñaco que cuando se casó; Melibea más her­
mosa y más joven. «Aquí está, señor tío—añade
la sobrina—, quien le despertará a Calisto, si fue­
ra menester, cuando le llegue la hora.» Don Juan
prefiere marcharse a darse por vencido, y al des­
pedirse de sus protegidos se le puede ver rascarse
la barbilla, y salir murmurando: «Será Calisto como
el seminarista, pero Pepita Jiménez no era cier­
tamente de la misma madera que esta Pentesilea.»
Aquella noche, entre una y dos de la madruga­
da, se despierta bruscamente Calisto. JugueteaD
en el techo del cuarto reflejos del tronco que en la
chimenea arde. Melibea duerme profundamente. El
rosado resplandor del fuego aviva la color de sus
mejillas. Al ritmo da su aliento suben y bajan las
mantas y las sábanas como al impulso de una má­
quina poderosa y pausada. Calisto se incorpora del
lecho, Be envuelve en una capa y Be sienta en el
sillón, junto a la lumbre. Está sudoroso, como si
acabase de salir de alguna pesadilla. Dos grandes
lágrimas le corren por la cara. Y se pone a pensar:
«Don Juan tiene razón. La vida se me está yen­
do en el placer. Como ha pasado este año, se ven­
drá la vejez, tan sin sentirlo. ¿Qué se hicieron los
votos míos de emular y superar a mis mayores?
No vivían aquéllos entre blanduras y delicias, sino
en la intemperie de los campamentos. Ni tampoco
los santos se ganaron el altar agasajando a sus
mujeres. ¿Qué estoy haciendo de mis sueños sino
palabras que acarician los oídos de Melibea? Y no
sé siquiera si me quiere por mí mismo o por ella.
¿Me quiere a mí, por mí, o me quiere nada más
que porque la quiero? ¿Me quiere a mí o se quiere
a sí misma?»
Calisto se levanta y pasea agitado de un rincón
a otro de la estancia. Al cabo d§ un rato se arrodi­
lla ante la imagen de la Virgen Blanca:
«Guíame tú, que nunca en ti pensaste. De mis
cavilaciones y torturas sácame; por la vida condú­
ceme. Que cuando yo siga mal camino se te frunza
el ceño; quo cuando enderece min pasos véate son­
reír. Quo cuando yo muera me beses, Virgen Blan­
ca, en la frente.»
«¿Así?»—pregunta Melibea, poniéndole las manos
al cuello e inclinándose sobre la cabeza de Calisto
para ponerle la boca entre los ojos.
No pasan muchos minutos sin que Bienta el ca­
ballero serenársele el ánimo. Pero otra noche, al
cabo de unos meses, cuando Calisto vuelve a des­
pertarse sobresaltado de su sueño, Melibea le oye
deoir: «A'ec tecum, nec sine te», y ella traduce, tem­
blorosa: «Ni contigo, ni sin ti.» Dos años después
Calisto está más pálido quo nunca, mientras que
Melibea no cesa do hermosearse.
Y no puedo decir cómo acaba todo ello, porque
un invierno de penuria quemó el Ayuntamiento
cuantos legajos tenia en el archivo. Unos dicen
que Calisto se volvió loco, otros aseguran que se
escapó de su casa una noche para alistarse en la
expedición que conquistó Melilla en 1496. Hay
quien afirma haber visto una mañana que mien­
tras Calisto rezaba fervoroso en la iglesia sonreía
Melibea a un galán caballero.
Para evitar estas incertidumbres tuvo Rojas la
buena ocurrencia de poner corto y dramático fin
a los amores de Calisto y Melibea, evitándonos la
amargura de las heces y la sal de las cenizas que
dejan las pasiones al consumirse y consumimos.
EL SABEE DE CELESTINA

El autor nos presenta a Celestina cuando Sem­


pronio, criado de Calisto, va a encargarla de aman­
sar, en beneficio de su señor, el furor de Melibea.
Su pupila Elicia, amiga de Sempronio, tiene a Crito
en el cuarto. Hace falta que Sempronio no se en­
tere. Desgraciadamente se oyen pasos. Pero Celes­
tina conoce a todos. Elicia pide celos a Sempronio.
Celestina inventa una mentira: se trata de una
moza que le ha confiado un frailo. Añade una bur­
la, y Sempronio, más interesado en los amores de
Calisto, por lo que pueda tocarle de las dádivas de
su amo, que en loa.suyos propios, no tarda en ol­
vidar el ruido de los paBos para concertar el ne­
gocio con la mediadora, que se alegTa de los amores
de Calisto, «como los cirujanos de los descalabra­
dos», con lo que muestra ser el único personaje de
la obra capaz de considerar el amor con ojos fríos.
Calisto muestra, al verla, que ha perdido el seso,
porque dice: «Desde aquí adoro la tierra que hue­
llas y en reverencia tuya beso.» Se arrodilla ante
la mediadora oomo un siglo mÓB tarde Don Qui­
jote ante la rústica Aldonza. Innecesario añadir
que Celestina no está por homenajes, sino por di­
nero. En esto se va Calisto en busca de sus mone­
das de oro y queda sola con el criado Pármeno,
que es leal a su señor. Celestina tiene que ganarse
esta influencia contraria. Empieza por hablar de
todo y con abundancia, como el buen duelista que
ataca por todas partís para buscar el flaco del
enemigo. Así se entera de quién es. Resulta que
conoció a sus padres. Empieza por ofrecerle las
monedas que dice que su padre tuvo que enterrar
al morirse confiándola el secreto para cuando cre­
ciera su hijo; poro Pármeno no parece entusias­
marse demasiado con la contingencia del dinero.
Después previene largamente al criado contra la
ingratitud de los señores. Tampoco muerde el cria­
do en el anzuelo, porque profesa fidelidad a 6u
amo. Entonces le ofrece parte on el botín. Cuando
Pármeno dice que no quisiera bienes mal ganados,
Celestina responde: «Yo, sí. A tuerto o a derecho,
nuestra casa hasta el techo.» Pero Pármeno no
parece codicioso. Y Celestina sigue hablando, lar­
gamente, hasta que descubre que el criado tiene
afición a Areusa, prima de Elicia, la amiga de
Sempronio. «Aquí está quien te la dará», dice la
mediadora. Y como aun le quedan reservas al
criado, Celestina comienza a moralizarle a su ma­
nera: «No te retraigas ni amargues, que la natura
huye lo triste y apetece lo delectable. El deleite
es con los amigos en las cosas sensuales y especial
en recontar las cosos de amores y comunicarlas:
esto hice, esto otro me dijo, tal donaire pasamos,
de tal manera la besé...»
Imposible copiar el resto. Ya he dicho que el
gracejo con que se ensartan en este libro los voca­
blos y conceptos picantes es punto menos que una
catástrofe nacional, en cuanto impide manejar sin
reservas uijo de nuestros frandes clásicos. Celes­
tina sigue ahora hablando, que es como meter sol­
dados y más soldados por el boquete abierto en
la fortaleza enemiga. No pára hasta que Pármeno,
engatusado con el cebo de Areusa y atolondrado
con las palabras de la vieja, se muestra arrepenti­
do y promete ayudarla en lo futuro. Aquí viene el
conjuro que hace la vieja para aquistarse los fa­
vores del «triste Plutón, señor de la profundidad
infernal, emperador de la Corte dañada», para su
empresa de ganarse a Melibea. Este conjuro, como
el tipo mismo do la Celestina, es una de las deudas
que tiene el autor contraída con sus predecesores.
Los eruditos se deleitan buscando y hallando en
las literaturas medieval y clásica las fuentes en
donde se inspiró para orear su heroína. Es labor
la suya meritoria, y no dejaría de ser interesante
comparar a Celestina con la mediadora del Ar­
cipreste de Hita en el Libro del Buen, Amor. Pero
yo creo que no deja tampoco de tener su interés
la tarea de buscar a derechas, en las mismas obras
maestras, las esencias que las ligan inmortalmente
al oorazón humano. Y ol conjuro de la Celestina,
en obra tan crítica y realista como la de Rojas,
me parece demasiado literario y arcaico para con­
tener esas esencias. La astuta vieja no es tan gran­
de por sus relaciones con el diablo como por su
profunda humanidad.
Más interesante es bu primer y decisivo encuen­
tro con Melibea. Sólo que ya conocemos la tác­
tica. Es la misma, mvtatia mutandia y exceptis ex-
cipiendis, que la que ha seguido con Pármeno.
Primero habla mal de la vejez, que es como hablar
mal de sí misma. Después pondera las asechanzas
de que los ricos son objeto, que es un modo de con­
graciarse con Melibea y su familia. Vuelve al tema
de la vejez para decir que «no hay cosa más dulce
ni graciosa al muy cansado que el mesón. Así que,
aunque la mocedad sea alegre, el verdadero viejo
no la desea». A la observación de que ha cambiado
su fisonomía replica: «Señora, ten tú el tiempo que
no ande; tendré yo mi forma, que no se mude.»
Todo ello parece charla ociosa. La vieja está tan­
teando el terreno, y habla, además, por demostrar
que no es una cualquiera, sino persona de juicio
e ingenio, cualidades las dos que siempre fueron
apreciadas en tierras de Castilla. Y cuando em­
pieza a exponer bu negocio lo hace con palabras
ambiguas, que le permitan la retirada en caso ne­
cesario. No habla por sí misma. De nadie necesita
nada: «Jamás me acosté sin comer una tostada en
vino y dos docenas de sorbos, por amor de la ma­
dre, tras cada sopa.» Y al cabo de otros rodeos
entra en materia, es decir, en otro rodeo: «Yo dejo
un enfermo a la muerte, que con sólo una palabra
de tu noble boca salida, que le lleve metida en mi
seno, tiene por fe que sanará, según la mucha de­
voción que tiene en su gentileza.»
Queda perpleja Melibea. No entiende al pronto
sino en sentido literal. «Que yo soy dichosa, si de
mi palabra hay necesidad para salud de algún
cristiano.» Aquí cree la vieja oportuno una cum­
plida loa de las gracias de Melibea, que concluye
con una pregunta: «¿Por qué no daremos parte
de nuestras gracias y personas a los próximos, ma­
yormente, cuando están envueltos en secretas en­
fermedades, y tales que donde está la medicina
salió la causa de la enfermedad?» Tampoco entien­
de Melibea, aunque ya empieza a impacientarse.
En esto pronuncia la vieja el nombre de Calisto,
con tan grande indignación de Melibea, que teme
Celestina que todo vaya a perderse, por lo que
invoca al diablo para que la ayude. Y aquí echa
mano la vieja de su ardid supremo, cuyo éxito
hemos descrito ya al analizar el amor de Melibea.
Rápidamente se como sus palabras y deja de ha­
blar de amores para suscitar la compasión de la
muchacha. Mientras Melibea descarga su indig­
nación, la vieja mediadora medita su excusa. Lo
que quiere Calisto es una oración que le dijeron
sabía Melibea para el dolor de muelas y el cordón
suyo que ha tocado todas las reliquias.
Celestina ha encontrado el pretexto que nece­
sitaba Melibea para pensar en ol galán sin remor­
dimientos de conciencia, en vez do apartárselo con
toda violencia de la mente. Y no es tan sólo que
así se abre la puerta de la cámara en donde Meli­
bea había guardado bajo siete llaves su inclina­
ción hacia Calisto, sino el modo cómo se abre.
Porque el amor de la mujer normal culmina en la
maternidad, por lo que quiere al hombre, sea pa­
dre, hermano, marido o amante, como madre, y
se complace en tratarle como hijo, para darle lo
que necesite, respeto, cuidado, alimento o caricia,
según su edad y condición, pero siempre con el
gesto del manto que se recoge para proteger al
ser querido contra la soledad y el frío, por lo que
el acceso más seguro para alcanzar el amor de
una mujer de generosa sangre, como lo es Melibea,
consiste en suscitar su compasión. No nos extrañe
que Calisto, para celebrar la astucia de la vieja,
lo comparo oon el ardid ascánico de que so valió
Venus, al acabar el primer libro de la Eneida, para
inflamar a la reina Dido con el amor de Eneas,
enviándole a Cupido bajo la forma del niño Asca-
nio, hijo de Eneas, para que el afecto al niño en­
cienda el amor al padre, como la piedad hacia el
«pasionado y enfermo Calisto» engendra la pasión
por el galán.
Ya ha realizado Celestina su obra principal. Está
en sus glorias. Sabe apañárselas para que aumen­
ten los regalos de Calisto. Prodiga sus consejos.
A Pármeno le dicc: «Goza tu mocedad, el buen din,
la buena noche, el buen comer y beber. Cuando
pudieres hacerlo, no lo dejes... |Oh, cuán dichosa
me hallaría en que tú y Sempronio estuvieseis muy
conformes, muy amigos, hermanos en todo, vién­
doos *venir a mi pobre casa a holgar, a verme y
aun a desenojaros con Bendas muchachas!» A
Areusa, después de alabar su hermosura: «¡Y qué
gorda y fresca estás!» (porque hay clases, y no
ha de ponderar con las mismas palabras la be­
lleza de Melibea y la de nna moza «enamorada»,
como entonces se decía), la excita con estas pa­
labras a que conceda sus favores a Pármeno: «Por
Dios, pecado ganas en no dar parte de estas gra­
cias a todos los que bien te quieren... No atesores
tu gentileza. Pues es de su naturaleza tan comuni­
cable como el dinero. No seas el perro del horte­
lano... Mira quo es pecado fatigar y dar pona a
los hombres pudiéndolos remediar.» Y cuando
Areusa alega que no debe hacer ruindad al amigo
que la da cuanto necesita, la trata como si fuese
su señora y acaba de partir para la guerra, Celes­
tina la excita a que siga el ejemplo de su prima
Elicia, cuyos amigos son siempre numerosos (y
aquí deploro que la misma precisión de las pala­
bras las haga impropias para su reproducción en
un libro moderno) «y a todos muestra buena cara
v todos piensan que son muy queridos, y cada
uno piensa que no hay otro y que él solo es pri­
vado y él solo es el que le da lo que ha menester...
¿De una sola gotera te mantienes? ¡No te sobra­
rán muchos manjares!»
Aun ha de recordarse el gran momento en que
la vieja, con Sempronio y Pármeno, Elicia, Areu-
sa y Lucrecia en tomo suyo., evoca sus glorias de
otro tiempo, cuando en esa misma mesa tenía sen­
tadas hasta nueve mozas, «que la mayor no pasa­
ba de dieciocho años y ninguna había de menos
de catorce», y las mismas gentes de iglesia (mara­
villa es que la Inquisición respetase esta página)
dejaban el libro de horas para preguntarle cada
uno por su moza y se turbaban al decir misa, en
cuanto la veían, y llenaban su casa de toda suerte
de golosinas y aves prooodentcs de los diezmoB de
Dios, y del mejor vino de Monviedro, de Toro,
de Madrigal, de Luque, de San Martín, «que harto
es que una vieja, como yo, en oliendo cualquier
vino, diga de dónde es».
Pero aquí también, a la gloria de la mediadora
sigue la desgracia, como en el caso de Calisto y
Melibea . Todo por culpa de un collar que Calisto
le ha dado, del que la vieja ésta Be niega a dar par­
te a Sempronio y a Pármeno, ofreciéndoles, en
cambio, cuantas muchachas quieran. Aquí no cabe
duda de que Celestina pierde la cabeza, porque
Sempronio no es hombre al que pueda» contentarse
con palabras, y lo prudente habría sido darle su
parte y atraerse a Pármeno, menos codicioso que
su colega, en vez ,de llamar cobardes y rufianes a
los dos, con lo que también éstos pierden la ca-
D o x Q u i j o t e , D ow J t 'as r u C iu s m u . 16
bcza y hieren y matan a la vieja con la espada,
lo que ocasiona, con los gritos de auxilio de Celes­
tina, que se descalabren al saltar la veptana para
huir de la justicia.
Esta muerte de la vieja la considero, sin embar­
go, accidental. De ser inherente a la profesión de
Celestina o a su carácter no se podría hablar de la
comedia del egoísmo, sino que se tendría que llo­
rar su tragedia. Pero la profesión de Celestina, a
falta de otras virtudes, no sólo no e6 tacaña, sino
que se cuida muy mucho de ensalzar y encomiar
la virtud de la generosidad, puesto que de ella
vive. Es característico de las industrias del vicio
que pagan a su personal más generosamente que
las de la producción. «Vivir y dejar vivir» es la
divisa común a sus ministros de ambos sexos. Una
avaricia tan ciega como la que muestra Celestina
en sus momentos últimos no se acuerda tampoco
con su carácter, en que la nota fundamental es el
dominio de la situación por el conocimiento de las
gentes. Ahí está Sempronio, que no pone dema­
siado empeño en enterarse de si Elicia le es o no
infiel. Su condición es codiciosa, y Celestina ha de
saber que se trata de un bruto. ¿Por qué ha de
dejar la vieja que se le eche encima este perro ra­
bioso cuando no necesita más que arrojarle un
hueso para que se distraiga y amanse? Pero tam­
bién Homero duerme a ratos, y es cuanto puede
decirse para explicarse esta funesta debilidad de
Celestina.
Menéndcz y Pelayo considera a la Celestina
como «el gordo del mal», el «sublime de mala vo­
luntad», «capaz de dar lecciones al diablo mismo».
«En lo que pudiéramos llamar infierno estético, en­
tre los tipos de absoluta perversidad que el arta
ha creado, no hay ninguno que iguale al de Celes­
tina, ni siquiera el de Yago. Ambos profesan y
practican la ciencia dél mal por el mal; ambos do­
minan con su siniestro prestigio a cuantos les ro­
dean, y los convierten en instrumentos dóciles de
sus abominables tramas. Pero hay demasiado ar­
tificio teatral en los crímenes que acumula Yago,
y ni siquiera su odio al género humano está sufi­
cientemente explicado por los leves motivos que
supone para su venganza. En Celestina todo es só­
lido, racional y consistente. Nació en el más bajo
fondo social, se crió a los pechos de la dura po­
breza, conoció la infamia y la deshonra antes que
el amor, estragó torpemente b u juventud y las aje­
nas, gozó del mundo como quien se venga de el,
y al verse vieja y abandonada de sus galanes ven­
dió su alma al diablo, cerrándose las puertas del
arrepentimiento.»
Comparto el sentimiento de grandeza que el
maestro experimenta ante la figura de Celestina,
pero no puedo ver la vieja mediadora como el
«sublime de mala voluntad», ni mucho menos como
«la ciencia del mal por el mal». Estas expresiones
son aceptables como encarecimientos de la pujan­
za que hay en el tipo de Celestina; pero si se toman
como definiciones son impropias o inadecuadas y
algo románticas, en el sentido que parecen más
bien referirse a alguno de I o b héroes byronianos
que, a consecuencia de algún pecado irredimible,
tienen que vivir condenados a perpetua lucha
contra el bien. No es éste el caso de Celestina. Es
demasiado interesada y utilitaria para dedicarse
al mal por el mal y hasta para divertirse con su
mero espectáculo. Cuando Calisto se arrodilla ante
ella no se le ocurre ni siquiera reírse de la ridicula
escena, sino que inmediatamente exhorta a Sem­
pronio para que le diga «que cierre la boca y co­
mience a abrir la bolsa». Lejos de dedicarse al mal
por el mal, es hasta muy capaz de dedicarse al
bien, como ello le sea provechoso, y en cierto modo
se dedica, porque el entretenimiento que propor­
ciona con su conversación no es siempre cosa mala.
Y en sus últimos momentos, cuando Sempronio y
Pármeno la acometen para que comparta con ellos
las dádivas do Calisto, la vieja dice explícitamente
que no ha adoptado su profesión por amor al arte,
sino por ganarse la vida: «Vivo de mi oficio, como
cada oficial del suyo, muy limpiamente. A quien
no me quiere no le busco. De mi casa me vienen
a sacar, en mi casa me ruegan. Si bien o mal vivo,
Dios es el testigo de mi corazón.»
Antes que la «ciencia del mal por el mal» es Ce­
lestina la ciencia a secas, el saber sin calificativos.
«¡Sabia Celestina! No podemos errar», dice Calis­
to. «Sabia mujer y maestra», corrobora Melibea.
Uno y otra corrigen la observación primera de
Sempronio cuando la habla recomendado mera­
mente como mujer «astuta y sagaz». Calisto y Me­
libea emplean exactamente la misma palabra que
el pueblo aplica, en primer término, para definir
a una mujer que tiene las virtudes de Celestina:
«Sabe mucho», suele decir, sin que le importe el
becho de que Celestina sólo sepa lo que le conviene,
porque a esto precisamente llama saber el pueblo:
a saber lo que a uno le conviene. No se trata de
oponer al concepto popular del saber una idea más
elevada, porque loe sabios están corroborando la
opinión del pueblo cuando dicen, como Benjamín
Kidd, que la razón no es sino la linterna del egoís­
mo, o cuando definen, como Bergson, la inteligen­
cia como la facultad de fabricar instrumentos.
Y tampoco se refutfi el saber de Celestina con
decir, como Pármeno, después de inventariar los
oficios numerosos y las prodigiosas habilidades de
la vieja, que: «Todo es burla y mentira», porque
lo mismo dicen de la ciencia los modernos sabios,
sólo que donde Pármeno pone burla escriben ellos
«símbolos», y donde mentira, «ficciones» o «hipó­
tesis».
Lo mismo los voluntariatas, y son regimiento,
cuando afirman qtíe el pensamiento y sus catego­
rías no son mas que herramientas de la voluntad,
que los biologistas, y son también legión, cuando
aseguran quo los procesos mentales son funciones
de la vida y están sometidos a las mismas leyes
que los procesos vitales, que los pragmatistas,
cuando juran que la verdad no puede separarse
del balda materna de nuestras ansias y codicias
sin morirse de soledad y de frío, no hay tendencia
moderna que no venga a decirnos que el pensa­
miento y la razón no pasan de ser medios para fines
de otra índole. Para que los creyentes del saber
por el saber, si quedase aún alguno, no puedan
acogerse ni a la mera satisfacción de sus conciencias,
Nitzsche lea dedica en su Zarathustra el capítulo
sobre: «El conocimiento inmaculado», en que los
pinta como una luna que apareciese preñada de
sol y luego resultase estéril, porque no llevaba den­
tro una mujer, sino un monje concupiscente y co­
dicioso de la tierra y eus placeres, y, mejor que
un monje, un gato que se introdujese silencioso
por las ventanas entreabiertas. La contemplación
no es para Nitzsche mas que lascivia hipócrita. La
limpieza del alma no la encuentra en el saber, sino
en la creación. Lo mismo pensaba Celestina: «La
mucha especulación nunca carece de buen fruto».
Lo que hace Celestina, al no ver en las gentes mas
que las debilidades explotables, es loque se dice del
saber científico: que todo su. aparato de símbolos e
hipótesis no se propone sino buscar el modo de
explotar el universo.
¿Aceptaremos este concepto de la ciencia? No es,
por de pronto, el mío. No creo que sea el hombre la
medida de todas las cosas, ni que la verdad deba
considerarse como producto suyo, ni que el tiempo
y el espacio y el mundo de las ideas sean propie­
dades de la mente, ni que estemos tan encerrados
en nosotros mismoB que no podamos asomamos al
mundo mas que para arrancarle algún corrusco.
El encierro existe precisamente cuando nos senti­
mos presa de nuestros apetitos. Los más de los
humanos no se duelen de apetecer cosas, sino de
no satisfacer sus apetitos; pero los pocos que llegan
a sufrir opresión por no vivir mas que en sus inte­
reses particulares fácilmente consideran el propio
yo como una cárcel y el resto del mundo como la
libertad, por lo que salen de su yo para ensancharse
en el univereo y dejan a un lado sus esperanzas
y temores, sus creencias y prejuicios cuando se
asoman a los miradores del espíritu. Pero aquí la
contemplación y lo que suelen llamar los filósofos
el saber puro presuponen un acto que no es mera­
mente de saber. El yo se crucifica para resucitar
engrandecido en la parte de infinito que cada con­
templador alcancc. La contemplación se funda en
un acto de amor y abnegación, que tampoco se
efectúa sin fuerza, porque el mortal ordinario tiene
miedo a salir de sí mismo, por lo que su saber, el
saber corriente, es el saber egoísta, acomodado a
nuestras necesidades, el saber utilitario, que en­
cuentra en Celestina su personificación literaria,
su mito.
Si las actividades de Celestina llevasen consigo
aparejada la probabilidad de una tragedia, como
la que le cuesta la existencia, preferiría calificarla
de «mártir del utilitarismo)) o del hedonismo. Como
su tragedia es meramente accidental, bastará con
llamarla «santa del hedonismo». Pero el tema re­
quiere otro capítulo, aunque entretanto las som­
bras de Bentham y Stuart Mili nos amonesten gra­
vemente.
LA SANTA DEL HEDONISMO

Celestina es un ministro del placer. Su función


de mediadora consiste en tratar de satisíacer las
pasiones, los caprichos y los deseos amorosos de
los hombres que solicitan sus servicios y en procu­
rar enamorados y clientes a las mujeres por quie­
nes se interesa. Su profesión es repugnante y des­
honrosa, en todos los países, y si Celestina no
hiciera más que practicarla carecería de relieve.
Quizás fuera su tipo más importante para un his­
toriador de los orígenes del capitalismo, al modo
de Max Weber, que para el de los Origenes de la
Novela, D. Marcelino Menéndez y Pelayo. Lo grave
es que Celestina predica también lo que practica,
en una dialéctica de carácter dramático, porque
se ciñe a la justificación de su conducta, y sus bre­
ves argumentos son tan sólidos y se fundan en
principios tan difícilmente contestables que, cuan­
to más sublevan nuestros sentimientos morales,
menos razones encontramos que lógicamente los
refuten. O matarla o dejarla, nos decimos. Y poco
a poco, de sentencia en sentencia, Celestina se va
levantando, hasta oonvertirse en el escándalo más
agresivo do la literatura universal. Para ella care-
oe de sentido quo las gentes se priven de los place­
res que pueden disfrutar. La natura huye lo triste
y apetece lo deleitable. Es condición de la genti­
leza femenina ser tan comunicable como el dinero.
Las mujeres hermosas han de dar «parte de sus
gracias y personas a sus próximos». La mocedad
debe gozarse y la idea de la muerte no debe influir
en la conducta, porque lo que llegó a su cumbre
necesariamente tiene que amenguarse. Y si nos
olvidamos por un instante de que somos personas
de honor, ¿nos bastará la mera inteligencia para
probar a Celestina que sus principios son erróneos?
Celestina no ignora que estas ideas y prácticas
suyas indignan a las gentes reputadas de honestas.
Cuando va a casa de Pleberio sabe muy bien a lo
que se expone: «Podría ser que, si me sintiesen en
estos pasos de parte de Melibea, que no pagase con
pena que menor fuese quo la vida, o muy amen­
guada quedase, cuando matar no me quisiesen,
manteándome o azotándome cruelmente.» Celes­
tina lleva en la Cara una cicatriz, por la que se le
apoda «La de la cuchillada». No es probable que
se la diesen sin motivo. Por eso no me sorprende
que cuando Melibea, al enterarse de que viene a
hablarla de parte de Calisto, la llame destempla­
damente barbuda, desvergonzada, falsa, enemiga
de honestidad y otros dicterios, Celestina no se
extrañe, porque ya sabe que su oficio la expone a
ciertos riesgos, como estos de laB malas palabras
y los tratos peores. Así sabe el contrabandista que
tiene que arrostrar los peligros correspondientes
a su tráfico, sin que por ello considere su profesión
menos honrosa que la del carabinero, su enemigo.
No tenemos el menor fundamento para suponer
que Celestina desprecie más su oficio que el con­
trabandista el suyo. «Si bien o mal vivo, Dios es
testigo de mi corazón», contesta, poco antes de
morir, a las amenazas de Sempronio. Tampoco
tendríamos derecho a negar la sinceridad de su
apotegma: «La naturaleza huye lo triste y apetece
lo deleitable.» Este es, probablemente, su concepto
moral del universo y Celestina es veraz consigo
misma, aunque su oficio la obligue a faltar a la
verdad con los demás. Hasta es posible que Be
halle convencida, según lo que pondera los excesos
y desgracias que el amor ocasiona, de que su mi­
nisterio sea más bien benéfico, porque el amor con
amor se curtí, en la pluralidad está el remedio y
en hacer que las gentes gocen sus mocedades, «que
quien tiempo tiene y mejor lo espera, tiempo vie­
ne, que se arrepiente».
Este es el lema de su oficio, y no podrá llamár­
sele satánico, a menos que no medie Satán en las
conversaciones de los enamorados, porque será
muy rara la pareja donde el galán no recite, a su
modo, el soneto de Ronsard:

Recoged desde hoy las rosas de la vida.


en tanto que la amada procura dilatar basta el día
del matrimonio la visita al jardín. El propio Ca­
listo, p. pesar de su misticismo fundamental y de
que no parece haber nacido sino para amar a Me­
libea, no deja de .decir cosa equivalente, y si es
mucha verdad que no puede parangonarse el di­
cho que Burge de la turbulencia de la pasión con
el que deliberadamente profiere la codicia, y que
no es cierto que lo misino peque el que por el pe­
cado paga que el que por la paga peca, y que lo
malo de Celestina es precisamente que no se deja
arrastrar por la corriente del amor, sino quo la
mira desde tierra firme, para pescar a río revuelto,
tampoco es tan radical la diferencia entre el publi­
carlo y su cliente que podamos separar del género
humano al expendedor de bebidas alcohólicas
para afiliarlo al- regimiento de Satanás, Luzbel y
Belcebú. Sólo un supuesto pudiera interponerse
como barrera que separase definitivamente al ta­
bernero del borracho: el de que el tabernero fuese
abstemio y estuviese sinceramente convencido de
que el alcohol es un veneno. No es éste el caso de
Celestina, que si fuera joven se desenojaría como
sus clientes, y aunque la explotación del vicio sea
más pecaminosa que el vicio mismo, la diferencia
no es tan fundamental que no tenga derecho Ce­
lestina a considerar su profesión como una indus­
tria cualquiera. «Vivo de mi oficio, como cada
cual oficial del suyo, muy limpiamonto.» La dife­
rencia que advierte es que se trata de profesión
arriesgada, como la de contrabandista, debido a
las persecuciones de los hombres.
¿Son justas siempre las persecuciones de los
hombres? Celestina tiene sobrados motivos para
suponer que los más de los hombres se precian de
cosas que carecen de valor, lo que hace sospechar
que persiguen acciones que, en realidad, son ino­
centes o benéficas, según su parecer. Uno de los
menesteres accesorios de Celestina consiste en re­
parar la doncellez perdida. La sociedad de enton­
ces concebía la doncellez como un órgano físico
que quizás pudiera restaurarse, si se tenía ciencia
bastante para ello. Celestina ha vendido repetida­
mente por doncellas las mismas mujeres, y los
hombres son tan poco inteligentes que pagan altos
precios por lo que no saben si existo, ni sabrían
tampoco averiguarlo. Pues si este aprecio do la
doncellez no tiene sentido, ¿por qué ha de tenerlo
mayor el de la honestidad? Celestina frecuenta
mucho las iglesias y ha encontrado entre los ecle­
siásticos castos varones, que han rechazado toda
idea de trato con ella. Ha encontrado otros, en
cambio, que la obsequiaban con los mejores frutos
de los benditos diezmos, a fin de que Celestina les
facilitase la satisfacción de sus deseos. ¿Por qué
ha de suponerse que los castos varones obraban
mejor que los otros? A Celestina no le cabe en la
cabeza que las gentes se torturen innecesariamente
y se abrasen de deseos cuando pueden satisfacerlos.
Y si no lo dice tan abiertamente es por dos razo­
nes: la primera ea que en aquellos tiempos se hu­
biera castigado mucho más al que defendiese con
teorías la profesión de mediadora que a quien la
practicase; y la segunda es que se trata de profe­
sión que no puede prosperar sino cuando se consi­
dera pecaminosa la satisfacción del instinto sexual,
y aunque esta consideración tiene que parecei
absurda a Celestina—y entre los perros, por ejem­
plo, las mediadoras son desconocidas— , no ha de
pedirse a una pobre vieja, acaso no sobrada de
recursos, qne desacredite su propio modo de vivir.
Para Celestina no hay más bien, es decir, no
hay más Dios que el placer. A ministrarlo se dedi­
ca. Cuando era joven se consagraba a dar parte
de sus gracias a los solicitantes; luego, a facilitar
el comercio amoroso entro los aficionados; para
ella no se reserva, aparte de su corretaje y el en­
tretenimiento que puede proporcionarle la con­
ducción de sus empresas y el sorteo de sus peli­
gros, mas que el placer del vino. El bien que cono­
ce lo predica, practica y difunde. Dios es testigo
de su. corazón. No podemos negarla el título de
santa del hedonismo o del utilitarismo, aunque
Stuart Mili proteste desde la sepultura. Lo que
podrá decimos el apóstol moderno del hedonismo,
contra su antecesora medieval, es- que: «No hay
teoría epicúrea de la vida que no asigne a los pla­
ceres del intelecto, de las emociones e imaginación,
de los sentimientos morales, un valor mucho más
alto, como placeres, que los de la mera sensación.»
Celestina no tendría nada que objetar a estas pa­
labras. La vieja mediadora se sentirla muy satis­
fecha de saber que los ascetas de la Tebaida y los
monjes benedictinos tienen placeres mucho más
intensos, con sus trabajos y mortificaciones, que
sus clientes y enamoradas con los suyos. Ya Ru­
bén Darío expresó análoga satisfacción cuando
dijo en su poema de La Cartuja:
¡Ah fuera yo de esos que Dios quería,
y que Dios quiere cuando así le place,
dichosos ante el temeroso día
de losa fría y 1iequiescat in pace!
...................................
Darme unas manos de disciplinante
que me dejen el lomo ensangrentado,
y no estas manos lúbricas de amante
que acarician las pomad del pecado.

Celestina no se opondrá a que otros gocen coq


las disciplinas, con tal de que no le falten a ella
sus dineros en la hucha y su jarra de vino en la
alacena. No será ella quien proteste de que Stuart
Mili llame placeres a los sacrificios del asceta. Su
experiencia de la vida es distinta y otros los pla­
ceres que ella ha conocido, y si, como dice don An­
tonio Machado:
Bueno es el que en la venta del camino
Da al sediento agua y al borracho vino,

no podría negarse que Celestina es buena, porque


a ello se dedica la mediadora, a facilitar vino al
borracho, por lo que no es extraño que Pármeno
asegure, después de haber satisfecho su apetito,
que andaría de rodillas por complacerla.
Celestina no querrá tampoco, como CaliBto y
Melibea, aislarse del mundo para vivir egoÍBta-
mente en el jardín de las delicias, sino que se man­
tiene todo el tiempo en su función social, centinela
alerta, lista siempre a servir con sus buenos oficios
a todo el que la busque. El placer, tal como ella lo
entiende, se lo procurará a Calisto, a Pármeno y
a Melibea. Y si no cree, en conciencia, que haya
otros placeres que los materiales, no se lo repro­
chemos demasiado.|Stuart Mili dice, en defensa
del epicureismo, quo los placeres superiores son
los del arte, la inteligencia y el servicio social; pero
cuando llama placer a las torturas de Flaubert
para componer una página hermosa o a la ampu­
tación de manos que sufre a menudo el investiga­
dor del radio o a la oicuta de Sócrates o a la cruz
de Jesús, no cabe duda de que se está tomando
demasiada libertad con el lenguaje. El placer o el
dolor no juegan en estas actividades sino una fun­
ción secundaria. Son lo que suelen llamar «epife­
nómenos» los especialistas. La cultura superior es
un rebosamiento del plano del placer y del dolor.
Ni el mártir es mártir por amor al dolor, sino por
amor a su causa, ni el científico busca el saber por
la felicidad, sino por el saber. Y para que no quede
enfrontada la fe de Celestina con la de Stuart Mili
y el público indeciso, como suele ocurrir tras un
debate en quo uno de los contendientes mantiene
que dos y dos son cuatro y el otro que son cinco,
por lo que deciden los cautelosos que serán cuatro
y medio, dejaré que el asunto lo resuelvan los he­
chos. Si los hombres gustasen tanto de los placeres
del arte, de la ciencia y el servicio social, como del
vino y el erotismo, no sería necesario que los go­
biernos se gastasen grandes snmas en fomentar la
cultura, como no se las gastan en proteger los so­
laces gratos a Celestina. Los hombres serán tan
excelentes como Stuart Mili, con su entusiasmo
liberal, los pinta; pero si los gobiernos de Inglate­
rra no impusieran tributos tan enormes a las be­
bidas intoxicantes, mandarían sobre un pueblo de
alcohólicos; si no persiguieran tan rigurosamente
la explotación del tráfico sexual, la verían propa­
garse, y, en cambio, si no subvencionasen y prote­
giesen de mil modos las escuelas, universidades y
centros de cultura, presenciarían su extinción. Pues
si los placeres de Stuart Mili hay que fomentarlos
artificialmente para que subsistan, mientras quo
sólo la persecución evita que los de Celestina se
propaguen como plagas del campo, el pleito está,
fallado.
El común de la humanidad no entiende el pla­
cer sino como Celestina. Celestina no es sólo el
mayor número, sino un aspecto de cada uno de
nosotros. Este es el secreto de su fuerza. Por eso
no creo que definan a Celestina las calificaciones
de «sublime de mala voluntad», «infierno estético»,
D os Quuote, Dok J f a s t ia C m annA. 10
<>absoluta perversidad» y «ciencia del mal por el
mal», con que Menéndez y Pelayo la denosta. Al
compartir el horror que la figura do Celestina ins­
pira al maestro, hemos de lamentar precisamente
el hecho de que ese horror no lo inspire un mons­
truo extraño a la naturaleza humana y nacido
para corromperla. Lo que acrece el horror es pre­
cisamente el hecho de que, por labios de la heroína
de Rojas, está hablando la naturaleza humana
misma, de la que Celestina no es sino uno de los
aspectos, el más universalmente difundido. Es una
categoría de la humanidad, su lado utilitario, el
interés sin honor ni religiosidad, por lo menos en
el sentido ético que la religiosidad ha llegado a
alcanzar. Celestina tiene valor y talento y despejo.
Es la claridad racionalista que hace evidente la
proposición de que una mujer bella ha de obtener
más beneficio de varios amantes que no de uno. El
interés es oosa clara y la razón lo dilucida sin difi-
oultad. El bien es lo que no debe de ser tan claro,
cuando Platón lo colocaba más allá del ser. La
mirada de Celestina no sabe ver sino lo que está
claro. Por eso no se pierde en divagaciones. Es va­
liente de añadidura (digo de añadidura porque el
valor no es intrínseco al utilitarismo). En la duda
se deja llevar por la buena máxima de que: «Ma­
yor es la vergüenza de quedar por cobarde, que la
pena, cumpliendo como osada lo que prometí.» Si
ol talento justifica su codicia, el valor la engran­
dece. Es, pues, todo esto: apetito, talento y valor,
pero su ser se caracteriza, privilegio de Iob fantas­
mas literarios, tanto por lo que le falta como por
lo que tiene.
Es ún aspecto de la humanidad, pero presentado
en aquel ángulo preciso de visión en que mejor nos
muestra sus defectos. Al reconocer que sus argu­
mentos son irrefutables, desde un punto de vista
estrictamente utilitario, se nos hace más intolera­
ble la repugnancia que provocan. La monstruosi­
dad de que habla Menéndez y Pelayo consiste pre­
cisamente en la incapacidad en que*nos encontra­
mos para refutar el egoísmo. Sus sentencias filo­
sofales no tienen vuelta de hoja. No se encontrará
apenas ser humano a quien no le convenga seguir
literalmente los preceptos de Celestina. Su mora­
lidad es tan universal como cualquiera otra. Si es
abominable no es por falta de universalidad, sino
sencillamente porque nuestra intuición moral ha
rechazado, aun antes de analizarlos, los argumen­
tos de los utilitarios, con sólo decimos que una
cosa es el placer y otra distinta el bien, y porque
los hombres no somos meramente lo que hay en
nosotros de individuo, sino el espíritu moral que
llovamos dentro, y como este espíritu moral suele
prevalecer en nuestras asambleas, existen socie­
dades y gobiernos que protegen la cultura y per­
siguen el alcoholismo y la trata de blancas. Si no
fuera por ello, la moral de Celestina habría triun­
fado en absoluto y las sociedades humanas se hu­
bieran extinguido, faltas de fuerza, de verdad y
de amor, y hasta de madres y soldados que se
sacrificasen para perpetuarlas y mantenerlas.
Celestina representa la bandera del individuo
contra la sociedad, el placer del instante frente al
deber que el porvenir impone. Es el Ahora y el
Aquí, el aspecto intranscendente de cada uno de
nosotros. Y ésta es la causa de que sus razones se
apoderen del ánimo y lo corrompan, casi sin reme­
dio, como no proteste en nosotros el lado irreduc­
tible a las razones de la utilidad. Como la luz se
quiebra y descompone al pasar un prisma, así la
naturaleza humana se ha despedazado al cruzar
la fantasía de Femando de Rojas. Su imaginación
ha destilado un tipo en que se nos ofrecen reuni­
das algunas de las cualidades más preciadas: la
voluntad, el valor, el ingenio, la elocuencia, el
conocimiento del corazón humano y el apetito de
la vida. ¿Qué le falta a Celestina? Solamente—per­
mitidme la expresión—las virtudes teologales o
aquel reflejo humano de las virtudes teologales
que mejor se expresa con la palabra honor, que es
fe en el bien, esperanza en su triunfo y ardiente
caridad en su ejercicio. El concepto del honor no
tiene sentido en una moral utilitaria que sólo se
proponga la Felicidad del Mayor Número, porque
el honor nos llevaré posiblemente al sacrificio, que
es lo contrario de la felicidad. El concepto del ho­
nor es una bisectriz que separa a los hombres. A
un lado, los utilitarios, los villanos; al otro, los
caballeros. El tipo de Celestina es también una
divisoria entre los hombres. Unos y otros se po­
drán servir de ella para arrojarla a la cabeza de
sus adversarios. Si los utilitarios la rechazan, no
será ya por utilitarios, sino por tímidos, escandali­
zados de las consecuencias de su propia doctrina.
Creo que si la literatura universal produjera ac­
tualmente un tipo de su fuerza no tardaría en con­
vertirse en centro de las discusiones generales, por­
que el mundo culto no ha debatido nunca mas que
una sola cosa: la trascendencia o intrascendencia
del hombre: si somoB meramente naturaleza o tes­
tigos y copartícipes de lo sobrenatural.
Y por eso creo que este tipo no ha podido surgir
sino de un espíritu torturado por el problema reli­
gioso. Lo cual nos lleva a examinar los pocos datos
que de la vida de Rojas conocemos.
LA FE DEL BACHILLER ROJAS

Las disputas suscitadas en tomo de la paterni­


dad de La Celestina encuentran solución satisfac­
toria con la hipótesis de que el autor es un judio
converso, que ha derramado en su obra los senti­
mientos que le indnjeron a abandonar la fe de sus
mayores, sin adoptar tampoco de corazón la de su
patria nativa. Así se explica el hecho de que Ja
primera edición de que tenemos noticia se publi-
oose, sin nombre de autor, en 1400; pero dice el
libro «con los argumentos nuevamente añadidos»,
como si se tratase meramente de la ampliación de
una obra original. El nombre del autor no aparece
sino en unos versos acrósticos de la segunda edi­
ción conocida, que tiene también seis actos más
que la anterior e importantes correcciones y aña­
didos. En edición posterior la obra contiene un
prólogo, en el que se dice que la obra original, el
primer acto, salió de la pluma de Mena o de Cota.
Todavía hay otras ediciones en que se encuentra
otro acto, hasta veintidós.
De esta confusión y retoques de las primeras
ediciones han nacido las polémicas de los eruditos.
Mientras el director de la Sevue Eispanique, mon-
sieurFoulohé-Delbosc, dudó de que elbaohiller Fer­
nando de Rojas fuese autor de la obra y se inclina­
ba a atribuir la paternidad a persona que hubiese
dado otras muestras de ser un escritor de primer
orden, Menéndez y Pelayo, al contrario, ha expre­
sado su opinión de que toda la obra, incluso el pri­
mer acto, era original del bachiller Rojas. En cam­
bio, el Sr. Bonilla San Martín cree que el primer
acto no es de Rojas, pero sí los restantes, mientras
el Sr. Cejador ha defendido la tesis de que de Ro­
jas no son sino el primer acto y los quince más de
la primera edición, mientras que los otros y las
adiciones son del editor Alonso de Proaza. Pero si
el autor es un judío converso, del que se sospecha,
como dice el Sr. Menéndez y Pelayo, que no es
mny fervoroso de la religión cristiana, y si La Ce­
lestina no la escribe sino por haber dejado de ser
judío, sin hacerse de corazón cristiano, todo queda
explicado, incluso las vacilaciones que ha tenido
en declararse o no autor de la obra y hasta las pa­
labras que preceden al Argumento y en las que
nos asegura que compuso la Tragicomedia «en
reprehensión de los locos enamorados, que, ven-
cidos en su desordenado apetito, a sus amigas
llaman y dicen ser su Dios. Asimismo hecha en
aviso de los engaños de las alcahuetas y lisonjeros
sirvientes».
El Sr. Menéndez y Pelayo dice que fué b u profe­
sión de abogado lo que le hizo inventar la historia
de un primer acto original de Mena o Cota, por
«el eaorúpulo, bastante natural, de no cargar él
solo con la paternidad de una obra impropia de
sus estudios de legista, y más digna de admiración
como pieza literaria que recomendable por el buen
ejemplo ético, salvo las intenciones de su autor,
que tampoco están muy claras». La hipótesis es
plausible, pero los elogios que el autor hace de la
obra en la carta que aparece en la edición de Sevi­
lla, 1501, si no contradicen la hipótesis del Sr. Me­
néndez y Pelayo, por lo menos incitan a darle otro
sentido, porque el autor no se siente en manera
alguna avergonzado de la obra: «Y como mirase su
primor, sutil artificio, su fuerte y claro metal, su
modo y manera de labor, b u estilo elegante, jamás
en nuestra castellana lengua visto ni oído, leílo
tres o cuatro veces.» No puede ser que un abogado
de Talavera sienta como tal abogado desdoro de
haber compuesto la mejor obra do lengua caste­
llana. Hay que buscar otra razón para que se es­
conda detrás de los nombres de Juan de Mena o
de Rodrigo Cota, aunque pregone el suyo propio
en los versos acrósticos. Y la razón de ello es que
no se trata meramente de la obra de un converso
que no se entusiasma con su nueva religión, sino
de una obra en que se explayan los sentimientos,
no digo las razones, que a convertirse le indujeron.
Y como la Inquisición funciona y estos sentimien­
tos no son nada cristianos, no ha de extrañamos
que el autor nos empañe el cristal de su pecho.,
Que se trata de la obra de un converso se sabe
por las averiguaciones del profesor Sr. Serrano
Sanz, que encontró entre otros procesos de la In­
quisición de Toledo uno de 1525 contra Alvaro de
Montalbán, que declara tener una hija llamada
«Leonor Alvarez, mujer del bachiller Rojas, que
compuso a Melibea, vecino de Talavera». Y luego
dijo que nombraba defensor al «Bachiller Fernan­
do de Rojas, su yerno, que es converso». Aquí he
de añadir que de lo que se acusa al suegro de Rojas
no es de seguir practicando en secreto los ritos
judaicos, aunque por ello se había reconciliado
cuarenta años antes, sino precisamente de indife­
rencia respocto a su nueva fe; por ejemplo,' de ha­
ber contestado a personas quo lo decían que los
placeres de esta vida eran todos burla y que lo
importante era la vida eterna, «que acá tuviese el
bien, que en la otra vida no sabia si había nada»,
así como de pasarse el tiempo de la misa sin sen­
tarse de rodillas, ni quitarse el bonete, ni menear
los labios para rezar, ni comulgar, ni confesarse.
De la conducta del suegro no puede inferirse que
sea análoga la d<jl yerno, pero sí que Rojas estaba
familiarizado con el tipo de un converso que ha­
bía dejado de ser judío sin aceptar de corazón el
cristianismo.
Si La Celestina se escribe, como yo creo, para
desoargar el pecho de los sentimientos que inducen
a Rojas y a personas de b u intimidad y mayor
afecto a abandonar la religión de sus mayores,
todas estas obscuridades se explican porque son
voluntarias, como nacidas de un espíritu que ha
dejado de ser judío, pero que no se ha hecho cató­
lico, ni cristiano. Rojas publica La Celestina de los
dieciséis actos, sin nombre de autor y hablando
de «los argumentos nuevamente añadidos», por si
acaso se penetra lá Inquisición de su propósito.
En vista de su éxito y de que la obra no es objeto
de persecuciones, se atreve a corregirla, a adicio­
narla y a dar su nombre en unos versos acrósticos.
Luego vuelve a temer las consecuencias y da lo&
nombres de Mena y de Cota en un prólogo tan
laudatorio de la obra, aunque no inmerecidamente
laudatorio, que no parece propio del mismo autor,
y de esta suerte procura, al mismo tiempo, atri­
buirse la gloria que legítimamente le pertenece y
desviar los tiros dol celo inquisitorial que puedan
surgir.
Recuérdese que Rojas llega a ser persona sos­
pechosa a la Inquisición, que por eso no le quúo
aceptar finalmente para defensor de b u suegro.
El hecho de que no produjese más que La Celestina
se explica también con la hipótesis de que este libro
está escrito como consecuenoia del tumulto de sen­
timientos que tienen que aglomerarse en un espíritu
que pasa por trance tan severo como el de una con­
versión religiosa en el siglo xv y en los tiempos de la
expulsión de los judíos de España, que fué en 1492,
el año misino de la conquista de Granada y el des­
cubrimiento de América, acontecimientos cuyo re­
cuerdo aduzco para mostrar que eran tiempos de
grandes mudanzas, de grandes expectativas e in­
quietudes. Rojas descargó el pecho y se dedicó
tranquilamente a sus clientes de Talavera. No es
un charlatán. No tiene para qué escribir de otra
cosa. Las letras no le interesan por sí mismas, sino
para gozarlas como lector. Ha volcado su alma.
Es verdad que no lo ha hecho directamente. Se ha
cuidado muy muoho, al tiempo de escribir, de
ampararse en la autoridad de los clásicos y de lle­
nar su libro de citas eruditas. Ha tomado pie para
sus personajes en los de otras obras, como el Libro
del Buen Amor, del Arcipreste de Hita. La manera
que ha tenido Rojas de volcar su alma ha consisti­
do en infundir su propia vida en sombras litera­
rias. Donde el Arcipreste juguetea, Rojas enciende
la pasión al rojo más intenso; mas, por lo mismo
que su libro es vida, tiene miedo y se oculta, como
dicen que Colón ocultaba su origen los que sostie­
nen que fué un judío converso, nacido en Ponte­
vedra.
Todavía al íin de la Tragicomedia necesita pre­
venir al lector de que la ha escrito para escarmen­
tarle con el ejemplo de Calisto y Melibea, e indu­
cirle a amar a Cristo, propósito que ciertamente no
se deduciría de la lectura de la obra, por lo que
pide que se le perdone lo lascivo que en ella se en­
cuentre, «que es la muestra—por donde se vende
la honesta labor», en gracia al alto consejo que
da. Reconoce que está: «Turbias con claras mez­
clando razones», e invita al que las siga a dejar
la paja y quedarse con el grano. Sólo que este con­
sejo no se podría tomar al pie de la letra sino en
el caso de que las turbias razones se hallasen peor
fundadas que las claras. Lo que acontece e9 pre­
cisamente lo contrario,-a saber: que las razones de
Celestina en defensa de su egoísmo son picudas y
entran en el espíritu, mientras qqe las moralida­
des que uno encuentra en el curso del libro no
parecen surgir sino a la fuerza y para escudo del
autor, como polvo que se arroja a los ojos de una
sociedad que no habría perdonado la publicación
de un libro que desembozadamente se inspirase en
el más desolado paganismo. Todas las perplejida­
des que suscitan los prólogos y epílogos, cartas y
versos acrósticos, añadidos y correcciones y refe­
rencias a autores previos se resuelven, en cambio,
con la tesis de que lo que Rojas se propuso con b u
Tragicomedia fué descargarse el pecho, pero cui­
dándose de evitar al mismo tiempo que se llegase
a comprenderle.
Rojas viene a decimos, poco más, o menos: «Yo
abandoné el regazo de Israel porque me fué im­
posible seguir creyendo que éramos los judíos el
pueblo elegido. No concibo que la Providencia nos
destine a una misión aleccionadora y redentora de
los demás pueblos. Tampoco creo que la riqueza
sea resultado de la observación estricta de la ley,
ai que la pasión del amor sea tan criminal como
me habían enseñado. El mundo está regido con
fuerzas ciegas, como la codicia y la pasión amoro­
sa, que juegan con los hombres, y la vida es una
lucha sin sentido.» Y si es éste el mensaje de La Ce­
lestina, no ha de extrañarse que el autor trate de
envolverlo en toda clase de autoridades, sabidu­
rías y propósitos morales, porque este paganismo
era el menos adecuado para crearle amigos ni entre
los cristianos ni entre los cripto-judíos que que­
daron en España después de la expulsión de los
correligionarios que no quisieron convertirse.
¿Pero es eso realmente lo que nos dice La Celes­
tina? Coloquémonos, para dilucidar el punto, en
perspectiva histórica. La primera edición de que
tenemos noticia se publica en 1499. Ello significa
que la obra tuvo que ser concebida y escrita en
años críticos para la raza de Israel. En 1481 se
había establecido la Inquisición en Sevilla. En ese
mismo año fueron quemadas en Andalucía tres
mil personas de origen moro o isrealita. En 1483
fué nombrado Torquemada inquisidor. En 1492
fué decretada la expulsión de los judíos. Eran
éstos los habitantes más ricos de la península.
También, probablemente, los más cidtos. Los ju­
díos españoles, sefarditas, se han considerado y
se siguen considerando como una ariato.cracifci en­
tre todos los judíos del mundo. La aristocracia del
judaismo rabínico se constituye por el saber. Una
sinagoga no es un templo, sino más bien una escue­
la, donde también se reza y se canta himnos, pero
en que la ocupación fundamental consiste en leer
e interpretar los libros sagrados. Un rabino no es
nn sacerdote revestido de funciones sacramentales,
sino un maestro, un intérprete de la ley. Los ju­
díos españoles son los más ricos y también los
que dedican más tiempo al estudio de la ley. No
se conforman con ir el sabbat a la sinagoga, sino
que hombres de negocios, joyeros, banqueros, mi­
nistros de Hacienda, médicos, dedican exclusiva­
mente otras dos noches por semana al examen de
la ley, los profetas y el Talmud. Este celo especial
se debe, en parte, a haber sido Córdoba la cuna de
Maimónides, «el segundo Moisés», como se le llama
aún entre los judíos. Al gran Maimónides se debe
la codificación de las prescripciones que en el
Talmud son todavía elásticas y aun flúidas. Y es
lógico que los discípulos dediquen largo tiempo
a la obra del maestro. Según Maimónides, rigen
sobre ellos nada menos que 613 prescripciones, de
las cuales 248 son mandatos y 365 prohibiciones,
y descontando los referentes a la agricultura de
Palestina, a los deberes cívicos de su Estado na­
cional y al servicio del templo de Jerusalén, si­
guen siendo valederos, para los judíoB desparrama­
dos por el mundo, 126 mandamientos y 243 pro­
hibiciones, según dice el rabino Herr L. Stem, en
su obra sobre Las prescripciones del Thora.
Estos judíos eruditos, sutiles.y ricos se ven con­
frontados por el edicto de expulsión. Ya nn siglo
antea les venia persiguiendo el pueblo, lo m ism o
en Córdoba que en Burgos, en Toledo que en Va­
lencia, y el 6 de mayo de 1392 hubo en Barcelona
una matanza bastante extendida de judíos. La
misma guerra civil entre don Pedro el Cruel y En­
rique II se babía librado en tomo de la cuestión
semita. A don Pedro se le acusaba de ser demasia­
do amigo de los judíos, de practicar en secreto los
ritos judaicos y hasta de ser él mismo judío, que ba­
bía suplantado secretamente cuando niño a la cria­
tura de la reina de Alfonso X I, hembra y no varón.
El Roldado francés Du Guesclin era en realidad un
cruzado que ayudaba al que fué después Enri­
que II para oombatir a los enemigos de la fe. Pero
en tiempos del sitio de Granada el período de gran­
des persecuciones parecía pasado. En el siglo xv
habían estado tan ocupados los cristianos en com­
batirse mutuamente, que los judíos habían’ recu­
perado parcialmente su poderío e influencia. Las
Cortes de Castilla no menudeaban ya sus quejas
contra la usura de los israelitas. De otra parte,
los «progromos» del siglo xrv habían obrado la con*
versión forzosa de innumerables judíos, y lo que
principalmente se discutía en el siglo xv es si los
nuevos cristianos eran realmente cristianos o se­
guían practicando en secreto los ritos judaicos,
cuando el fanatismo religioso de la reina Isabel
la hizo firmar el edicto de expulsión de los judíos
a los pocos meses de la conquista de Granada.
Los judíos consideraron esta calamidad casi tan
horrorosa como la toma y destrucción, de Jeruea-
lén. ¿Adónde ir, si de España se lee expulsaba?
Porque de Francia habían sido arrojados un siglo
antes, en 1394. También de Inglaterra se les había
expulsado hacía dos siglos. Alemania era el país
de donde habían surgido las primeras medidas re­
presivas contra ellos. Los judíos de Roma no que­
rían recibir a los echados de otros países. Verdad
que algunas tierras mahometanas ofrecieron asilo
a los expulsados; pero la salvación no era tampoco
cierta. En Fez, por ejemplo, no se les dejó entrar
por miedo a que faltasen alimentos a los vecinos.
Se dió el caso de un árabe que violó a una hebrea
y la mató en seguida para que no engendrase un
niño de la religión odiada. El antisemitismo no
era menor en los países muslímicos que en los cris­
tianos. Y aunque los expulsados hallasen tierra
de refugio, una cosa era el asilo y otra los medios
de vivir, que se quedaban en España, salvo el oro
que llevaron consigo.
Lo extraño fué que no aceptara la inmensa n a
yoría el dilema do conversión que ol edicto de ex­
pulsión les ofrecía. Pero los capaces de conver­
tirse lo habían ya hecho, en su mayor parte, con
ocasión de las persecuciones anteriores. Casi todos
los restantes permanecieron fieles a su fe y salieron
de España con los libros de su ley, persuadidos de
que 6ólo ellos eran el pueblo de la ley de Dios y
que aunque por ello se les persiguiese e insultase
era seguro que vendría un día, que no podía fijar­
se en el tiempo, porque nadie era capaz de prede­
cirlo, en que el mundo se transformaría de la noche
a la mañana, y el pueblo perseguido se vería reco­
nocido como guía del orbe, convertido en imperio
mesiánico por los guardianes de la ley. «En ese
tiempo— decía Maimónides—no habrá guerra, ni
envidia, ni celos, sino que lo bueno se extenderá a
lo lejos, y en todo el mundo do habrá más ocupa­
ción que la de conocer a Dios.» Los sufrimientos de
la generación presente no son sino la penitencia por
los pecados de generaciones anteriores; pero con
esta penitencia ee prepara el advenimiento del Me­
sías. Con esta esperanza abandonaron los más de los
judíos españoles la patria de s u b padres. Con ella
quedaron los muchos miles quo adoptaron el cris­
tianismo en público, pero siguieron practicando sus
ritos en secreto y manteniendo su fe, en la expec­
tativa de tiempos mejores en que lo oculto pudiese
revelarse. Hubo algunos conversos, en cambio, que
no sólo aceptaron con sinceridad y fervor la nue­
va fe y alcanzaron posiciones eminentes en la Igle­
sia, sino que se distinguieron por la pasión, real­
mente semítica, con que se convirtieron, como Pa­
blo de Burgos, en los perseguidores más crueles y
encarnizados de sus antiguos correligionarios. Pero
hubo muchos que aceptaron sin reservas mentales,
pero también sin entusiasmos la nueva religión, al
modo como se acepta una epidemia o el cambio de
las estaciones o un fenómeno natural cualquiera
que no puede evitarse.
D on Q u ij o t e . D on J c a n i l a C e ie s t i h a . 17
No ha de pensarse que los que aceptaron oon
este espíritu el cambio de religión fueron siempre
los más ignorantes y menos sensitivos. Algunos, al
contrario, pudieron ser los más impresionados por
los tremendos sucesos de la hora. Tal vez los que
con más ardor habían creído en Israel como el pue­
blo elegido pudieron preguntarse en la hora de la
persecución: «¿No es presunción y locura figurarse
que un pueblo puede ocupar eternamente esta po­
sición privilegiada entre todos los otros? ¿No es
posible que estas persecuciones de que somos ob­
jeto no sean sino el resultado de nuestro orgullo,
por el que nos consideramos como pueblo apaste?»
O tal voz adoptaron estas reflexiones un tono más
amargo y más decisivo: «No es verdad que haya
nadie que con su dedo índice conduzca la historia
de los hombres y de los pueblos, como las niñeras
llevan con andadores a los niños. Este mundo no
tiene atadero, ni quien lo ate y ordene. Es una lo­
cura y un azar y una guerra, en que triunfa el que
triunfa, sin razón ni motivo.»
Y esta negación del providencialismo es precisa­
mente lo que se encuentra en La Celestina. En pri­
mer término, por la totalidad de la obra, en la que
todos los personajes parecen dominados por fuer­
zas ciegas, el amor en los unos, la codicia en los
otros, que los conducen «a su amargo y desastrado
fin». Pero, además, de un modo explícito y directo,
lo mismo en el prólogo, cuando dice, con Heráclito,
que: «Todas las cosas son criadas a manera de con­
tienda o batalla: omnia secundum lilem fiunU, que
en las páginas últimas cuando exclama Pleberio:
«Oh mundo, mundo!... Yo pensaba en mi más tier­
na edad que eras y eran tus hechos recogidos por
alguna orden; ahora, visto el pro y la contra de
tus bienandanzas, me pareces Tin laberinto de
errores, un desierto espantable, una morada de fie­
ras, juego de hombrea que andan en corro, laguna
llena de cieno, región llena de espinas...»
Este es el espíritu de La Celestina, obra amarga
y profunda, con toda su liviandad y gracia. Un
judío que ha abandonado el culto de la ley nos
cuenta en ella su desengaño. Había creído cuando
niño que Jehová llevaba de la mano al pueblo de
Israel. Ya no lo cree. Fuerzas ciegas e inexorables
nos empujan. En su operación omnipotente no
somos sino el polvo que brilla un segundo en el
rayo de sol, para desaparecer luego en la sombra.
Riamos o lloremos, porque lo mismo da. Lo mismo
es ser cristianos que judíos. Si resucitase el paga­
nismo antiguo seríamos paganos.
La desolación que hay en el libro de La Celestina
recuerda la de Job: «La tierra está entregada a los
perversos, ¿por qué viven los malvados, prolon­
gan sus días y aun prosperan en riquezas?» Sólo
que la desesperación de Job es pasajera y los dis­
cursos de un desesperado no son sino viento. El
autor de La Cdestinu, en cambio, acepta estoica­
mente la desesperación, como una ley de la natu­
raleza. El mundo no tiene sentido, ni ha de espe­
rarse que el justo prevalezca; pero al justo le queda
su conciencia, y al codicioso su codicia, y al aman­
te su amor, y aun es posible reírse un pooo. Loe
hombres somos huérfanos y a la orfandad hemos
de resignamos. La Celestina, en suma, es uno de
los primeros libros en que aprendió el pueblo es­
pañol la posibilidad de vivir sin ideales.
Esta interpretación peca por genérica. Lo mis­
mo explica al judío que necesita descargar el pe­
cho al abandonar su ley que al cristiano que ha
perdido la fe. Pero que se trata del escepticismo
de un judío, y no de un cristiano, nos lo mostrará
la presentación y el orden de las dos pasiones: el
amor y la codicia, que mueven los personajes de
La Celestina.
LA CODICIA Y EL AMOR-PASION

Si hay algo característico y diferencial en la ética


de la religión mosaica, que el autor de La Celestina
ha abandonado, es su indulgencia para la codicia,
dentro de ciertos límites, y su severidad para los
pecados del amor. Estas palabras no han de en­
tenderse, sin embargo, de un modo absoluto, sino
comparativamente. Dos religiones como la cris­
tiana y la mosaica, que tienen comunes los diez
mandamientos, no pueden inspirarse en antagóni­
cos principios morales; pero no se trata de los prin­
cipios, sino del ethos, según la definición de Max
Weber:' «El ethos especifico de una religión no lo
constituye su doctrina ética, sino aquella conduc­
ta ética, para la cual se haji estatuido premios, por
medio del modo y condiciones de la salvación.»
En este sentido es como mejor se puede adver­
tir la diferencia práctica entre cristianismo y mo-
saísmo, sobre todo entre catolicismo y mosaísmo.
Lo importante en este aspecto no es tanto lo que
la religión dioe en sus textos sagrados y en sus
dogmas como lo que se subraya en la vida coti
diana. Lector o no del Evangelio, no hay católico
que no haya oído desde niño que a la Magdalena
le fueron perdonados 6us pecados por lo mucho
que amó, y que más fácil pasará un camello por
el ojo de una aguja que entrará un rico en el reino
de los cielos. Y ai es mucha verdad que en la reli­
gión católica, como en las protestantes, o en la mo­
saica, suelen darse frecuentemente juntas la ri­
queza y la piedad, no lo es menos que esto es pie­
dra de escándalo y objeto de las murmuraciones,
por lo menos de las gentes ignaras, mientras que
en la religión de Israel nadie se asombraba de que
el barón Amschel Rothschild fuese el más piadoso
de los judíos de Francfort y pasase los sabbats en
la sinagoga golpeándose el pecho, clamando a los
oielos, Dorando ante Dios, hasta caerse desmayado,
de cuyos sopores no volvía en sí mas que aspirando
fuertes plantas narcóticas que expresamente culti­
vaba en su jardín.
Ya hemos visto que así eran también los sefar­
ditas de los tiempos de Rojas. Se sabe de numero­
sos financieros, médicos, joyeros y banqueros es­
pañoles del siglo xv qy^no dedicaban meramente
el aabbat, sino otras dda noches semanales, exclu­
sivamente al estudio de los libros sagrados. Y ya
sabemos que no les faltaría ocupación, porque
Maimónides, «el segundo Moisés», les obligaba a
estudiar en el Thora 126 preceptos positivos y 243
prohibiciones. Ha do advertirse que e9tc mundo
de órdenes y vetos tiene más importancia en la
confesión de Israel que en otra alguna, porque se
trata de iin t religión sin dogmas, ni sacramentos,
ni misterios, en la que la ética eB el principio, y
no la consecuencia, de la religión, y en la que es
inseparable, y algunos de sus pensadores, como
Hermann Cohén, llegan a sugerir que indistingui­
ble, la doctrina moral de la teología.
Israel ha permanecido fiel, en todo tiempo, a la
creencia de que a los justos les va bien en el mun­
do y mal a los injustos. En el Antiguo Testamento
hay centenares de pasajes que expresan esta fe.
Las bendiciones de Dios al pueblo de Israel presa­
gian generalmente bienes terrenales: «El Señor tu
Dios te bendecirá, como to ha prometido. Presta­
rás a muchos pueblos y a ninguno pedirás presta­
do» (Deut., 15, 6 ). Los salmos están llenos de pro­
mesas de bienestar paia los buenos. Veinte veces
aparece repetida la idea de que nada le faltará al
que a Dios tema. La recompensa que Job recibe,
con la bendición, consiste en 14.000 ovejas, 6.000
camellos, 2.000 bueyes y 1.000 burras. Los pro­
verbios de Salomón no se inspiran en otro espíritu:
«La corona del. sabio es su riqueza» (14, 24), no
es sino muestra de lo que veinte veces puede en­
contrarse en ellos. Y el judaismo talmúdico no
hace sino confirmar y perfeccionar la tendencia
de Israel. El rabinismo no os tan sólo glorificación
de la riqueza—me refiero, naturalmente, a la bien
adquirida— ; sino también escuela excelente para
aprender a adquirirla, porque no se contenta .con
establecer preceptos que suenan extrañamente en
oídos gentiles, como el de: «Antes morir que men­
digar», sino que está el Talmud lleno de consejos
que constituyen la quintaesencia del capitalismo,
como el de: «El hombre debe tener siempre ocu­
pado su dinero.» «Vende tus artículos antes de qui­
tarte el polvo de los pies.» Muchas páginas pudie­
ran llenarse con textos que corroboran esta tesis.
No es ya necesario después de las obras de Max
Weber y Wemer Sombart. Estos libros no han
añadido, de otra parte, mÓ9 que la explicación al
hecho universal y milenario que nos muestra en
el seno del judaismo una asociación tan intima
entre la devoción, el saber y la riqueza, como no
se encuentra en ninguna otra religión.
Ninguna otra es tampoco tan intolerante para
los pecados del amor. La misma relación de los
conceptos de amor y de pecado es de origen pura­
mente israelita. Las religiones anteriores habían
sentido en la sexualidad una revelación divina, que
es la razón de los cultos eróticos que no sólo en
ellas, sino en la mayor parte de las posteriores se
encuentran, oon mayor o menor sutileza y refi­
namiento. El mosaísmo es la primera religión que
condena el placer de los sentidos y que considera
la mujer como la portadora del pecado. Para ha­
cerse digno Moisés de la presencia de Jehová ha
de alejarse de ella por algún tiempo. El Antiguo
Testamento está lleno de prevencioiffes contra los
pecados por amor. En el libro de los Proverbios
se lee, por ejemplo: «Porqueros labios de la mujer
extraña destilan miel, y su paladar es más blando
que el aceite; mas su ñu es tan amargo como el
ajenjo, agudo como cuchillo de dos filos.» En el
Talmud remachan el clavo los rabinos. Los dos
sexos no han de juntarse nunca en un mismo local.
El hombre no ha de pensar nunca en la mujer sin
imaginarse lo repugnante que sería ri Be la desolla­
se. He ahí dos preceptos talmúdicos. Otras religio­
nes han sentido también esta repugnancia, pero
la han resuelto con órdenes monásticas y el voto
de castidad. La solución judaica consiste en el ma­
trimonio temprano y- obligatorio. Y que la loy se
cumple lo demuestra el hecho de que no hay pue­
blo donde sean menos frecuentes los nacimientos
ilegítimos. Examínense las estadísticas de la na­
talidad en Rusia o en Alemania. Si por cada 100
nacimientos hay entre los protestantes del anti­
guo imperio ruso 3,70 ilegítimos, entre los cató­
licos 3,57, entre los ortodoxos griegos 2,49, en­
tre los judíos su número desciende a 0,46.
La razón de esta continencia no ha de hallarse
tan sólo en la específica condenación de la salaci­
dad, salvo cuando se propone, dentro del matri­
monio, la perpetuación de la especie, porque esta
condenación os común a otras religiones, sino en
que el judaismo es esencialmente una disciplina
de continencia y voluntad. No hay en él arroba­
mientos ni éxtasis. La enajenación, el perder la
cabeza, se considera como la fuente del pecado.
La prescripción fundamental del Talmud es la de
no perder la cabeza: «El alma que se te ha dado,
mantenía, no la aduermas.» La actitud caracterís­
tica del judío deberá ser, y es, generalmente, la de
intensa vigilancia. No ba de entregarse nunca. Y
no se entrega. Es una religión que muestra bu con­
fianza omnímoda en el poderío de la voluntad, en
cuanto que no necesita de la gracia ni de los sa­
cramentos. San Pablo decía que no le era dado
a todos el cumplimiento de la ley, porque sabía
que esto es precisamente lo contrario de lo que
cree el judío. Entre los pueblos de Occidente se
ha dejado prevalecer la idea de que el amor es
ciego y nada vale la razón en contra suya. L ’amour
est enfant de Bohime— et n’a jamais connu des lois.
Pero a esto ho oído responder a un rabino eminen­
te en la Sociedad Londinense para el Estudio de
la Religión: «Dios manda amar, y no lo mandaría
si no 6e le pudiera obedecer.» Y es una frase que
no olvidaré nunca. El judaismo rabínico, en suma,
considera el pecado de lascivia con el mismo ho­
rror con que el espartano enseñaba a sus hijos al
ilota borracho, a fin de que aborreciesen la em­
briaguez, con la diferencia de que el judío no se
imagina que le bastará el respeto de sí mismo para
mantenerse alejado del vicio, porque recuerda que
hubo tiempos en que su propio pueblo adoró al
becerro de oro, que debió de ser también un dios
erótico do los que mueren y resucitan, y siento que
las viejas pasiones paganas le hierven aún dentro
del pecho, por lo que, lejos de asomarse a los lu­
gares de placer, se apartará con todo cuidado de
«los teatros y circos de los paganos, donde se sien­
tan los zumbones».
En esta atmósfera espiritual se crió don Fernan­
do de Rojas, autor de La Celestina. Un buen día
se encontró sin ella. Pensad en ello los que tenéis
hijos. Rezan y charlan y discurren, como si Dios
estuviera con ellos, debajo de la almohada, al lado
de su boca. En tomo del Altísimo juegan y cantan
los ángeles y arcángeles. Lo natural y sobrenatural
se mezcla y entrecruza en su pensamiento. Todo
es para ellos milagro y cuento de hadas. Y lo máa
probable es que llegará un día en que se sentirán
huérfanos de cielo y perdidos en el bosque del
mundo, sin otro lazarillo que sus propias pasiones.
Esta orfandad espiritual ha encontrado su expre­
sión elegiaca suprema en un poeta hispánico, el
portugués Anthero de Quental:

Como un vento de morte e de ruina


A Duvida soprou sobre o Universo,
Fez-so noite de súbito, inmerso
O mundo em densa o álgida neblina.

El alma mística que pierde la fe es un enamorado


al que la amada se le muere y se queda con su
amor frente a un cadáver. El mundo de Anthero
es una arquitectura sin materia, una claridad sin
color, un espectro sin substancia. Es una luna muí-
tiplicoda y muerta en oada una de las estrellas.
La propia voz del poeta no es sino el epitafio que
se ha de escribir sobre una losa. Pero al enamorado
que ha perdido a su amada le queda aún el amor.
Y lo que dulcifica la tragedia de Anthero, lo que
ha dulcificado la de cada uno de nosotros al per­
der las creencias de la infancia, unos para siempre,
otros para recuperarlas con los cambios anejos al
tiempo, es que en esta orfandad no estamos solos,
sino que nos acompañan todas las almas afines a
la nuestra, por lo que la pérdida de las creencias
primeras parece tan normal como el advenimiento
de la juventud.
En el caso do Rojas, en cambio, no se trata sólo
de la pérdida de la fe, sino de un cambio de ban­
dera y de nacióu. Había que elegir entre los ju­
díos que salían de España en busca de asilo y los
que se quedaban en su hogar, entre la patria na­
tiva y la espiritual. Esto de una parte. Pero entre
los judíoB que se quedaban en la patria nativa
había unos que conservaban secretamente su fe
antigua y otros que la perdían definitivamente.
Aquéllos seguían reuniéndose para comentar el
Talmud y practicar todos los ritos que no les des­
cubriesen. Estos, al contrario, se resignaban, con
mayor o menor sinceridad, a fundirse en la nueva
religión. Y el motivó del cambio era también, a
menudo, el interés o la pasión amorosa. Los unos
aceptaban la religión que se les imponía para evi­
tar persecuciones, para conservar su hacienda, para
no abandonar los quehaceres habituales, es decir,
por codicia; los otros, en cambio, porque el amor
de una cristiana o de un cristiano les hacia des­
afiar la hostilidad de los rabinos a los matrimonios
mixtos. También sobre el Tabernáculo ha volado
a menudo la paloma de Venus. Esta ruptura de
las viejas relaciones se produoe frecuentemente en
nuestras sociedades, por ejemplo: cuando se emi­
gra a países lejanos o cuando uno Be casa a dis­
gusto de la familia. Es también un drama lamen­
table, que en todos los idiomas ha encontrado
numerosos poetas que lo lloren. Pero lo que da al
caso de Rojas y de los conversos del siglo xv su
pathos peculiar es que se trataba al mismo tiempo
de la pérdida de la fe ancestral y del cambio de am­
biente y de medio social. Cualquiera de estos dos
cambios, el espiritual o el social, es ya profunda­
mente doloroso. Los dos juntos tienen que ir acom­
pañados de una revolución de los sentimientos más
arraigados. No son posibles si no se vuelve la tor­
tilla en nuestro corazón, y las cosas que abajo es­
taban no quedan arriba y por tierra las que antes
venerábamos. Y esta revolución sentimental es
precisamente lo que en La Celestina se ha cum­
plido.
Una revolución de sentimientos no puede con­
sistir sino en la disociación de los valores que antes
nos parecían inseparables. Rojas ha nacido en una
disciplina milenaria que le ha hecho ver siempre
juntos la piedad, el ingenio, la riqueza, el saber
y el honor. Se rompe en el corazón de Rojas este
sentimiento de la santidad. La piedad y el honor
quedan a un lado; el ingenio, el saber, la riqueza
caen del otro, asociados al egoísmo más impertur­
bable, y surge Celestina. La trotaconventos es un
rabino por el conocimiento y la sutileza dialéctica.
No anda por la calle sino diciéndose entre dientes:
«Esto me dirá, y cuando yo responda esto otro me
dirá lo de más allá.» La Celestina es un rabino que
conduce el mundo no al imperio mesiánico, sino
al de su propio interés. Desempeña el más vil de
los oficios, es además borracha, para mayor igno­
minia, como si no bastase el hecho de que su mero
nombre sea un baldón de deshonra en la ciudad.
Rojas ha aprendido de niño a venerar el saber. Ce­
lestina es on prodigio de saber, aunque no sepa
mas que engaños, brujerías y maldades. En su
tierna infancia fué enseñado Rojas a respetar el
ingenio y la habilidad en las respuestas. Celestina
os un genio dialéotico, pero no se propone sino
implantar el vicio y la falsía en la persona que la
escucha. Rojas ha venerado toda la vida la rique­
za, como premio que concede la Providencia a los
que bien la sirven. Celestina es rica y se sigue enri­
queciendo cada día, pero sus bienes 9on la paga
del diablo. No sé si Rojas se propone consciente­
mente decir a los judíos escondidos de su tiempo
que los bienes que admiran: la diligencia, la ri­
queza, el saber, el ingenio, la sutileza, pueden dar­
se en la más vil de las mujeres. No puedo asegurar
que diga a nadie estas cosas, pero se las dice a sí
mismo. Quizás se las está revelando a sí mismo al
componer La Celestina para desahogo de su cora­
zón. El hecho es que el tipo de la Celestina en­
vuelve en sí mismo el desmoronamiento del ideal
rabínico.
En cambio, el gran pecado talmúdico del aban­
dono en el amor encama en los dos personajes sim­
páticos de la obra: Calisto y Melibea. Ya el solo
hecho de abandonarse a una pasión cualquiera,
de perder la vigilancia, de dejar «amortiguarse el
alma», según la frase rabínica, es uno de los pe­
cados más graves que pueden cometerse. El Can­
tar de los Cantares pertenece al Antiguo Tes­
tamento; en el Tamud no hay nada análogo. Pero
abandonar todos los deberes, el cuidado de la ha­
cienda, como Calisto; el respeto debido al hogar
paterno, como Melibea, y no pensar sino en los
placeres que sentirán al abrazarse en el jardín y
no vivir mas que para ellos, eso es ya cosa que el
judío no concibe 6Íno como aberración de los pue­
blos paganos ignorantes de Dios y de la ley. Estos
dos seres abandonados encaman, sin embargo,
todas las virtudes y dones del cielo: son jóvenes y
apuestos, tienen riqueza y posición social, ambos
son muy leídos y personas de gusto y además ge­
nerosos y valientes. Y es su mismo abandono, la
facilidad con que arrojan cuanto tienen: posición,
riqueza, honra y vida, a la insaciable hoguera de
su pasión, lo que les hace más simpáticos. Tan
pronto como se pusieran a hacer oábalas, para re­
gatear a bu amor lo que les pide, empezarían a
perder nuestro afecto. Les queremos precisamente
porque se han abrazado a un torbellino que tiene
que arrastrarles. Los exaltamos en nuestra devo­
ción porque han perdido el espíritu racionalista y
oalculador que el Talmud recomienda como una
de las máximas virtudes. Y si después do habernos
mostrado en el tipo de la Celestina que esas virtu­
des pueden no ser sino instrumentos de mal y des­
honor, nos presenta en Calisto y Melibea dos seres
que se ganan nuestro corazón precisamente por
carecer de espíritu de oálculo y amarse por enci­
ma de toda consideración, ¿de qué otra prueba
necesitaremos para convencernos de que La Celes­
tina, obra de un judio converso, es la expresión
de un alma en la que se ha invertido la tabla de
valores de Israelí
Recordemos también el fatalismo total de la
obra, que despeña al abismo, jinetes de sus pasio­
nes desbocadas, a todos los personajes principales.
No diré que Rojas haya querido exponer en La
Celestina los sentimientos que le han apartado del
judaismo. Lo que digo es que los ha expuesto. Hay
en el judaismo rabínico tres pecados que no se
expían ni con la muerte: la idolatría, el asesinato
y la lascivia. Los tres se cometen en La Celestina,
y no es el menos grave de los tres el primero, en
que incurre Calisto cuando llama su dios a Meli­
bea. No podré asegurar, a falta de otros documen-
toe, quo Rojas caté diciendo en su obra a los ju­
díos escondidos que quedan en España después de
la expulsión las razones que tiene para no acom­
pañarles en sus reuniones ni en sus ritos; pero
todo indica que nos está contando los resultados
de una crisis que le ha cambiado el corazón.
De otra parte, no e6 un libro cristiano. En este
punto tiene razón Menéndez y Pelayo cuando ob­
serva que los sentimientos de Calisto y Melibea
no son cristianos, y mucho menos los de Celestina,
así como cuando habla de la «negra profundidad»
de la obra. Tampoco es cristiana la actitud de pa­
siva resignación ante la muerte que expresan lo
mismo Melibea que Celestina, como si no hubie­
se lucido nunca para ellas la esperanza del más
allá. Tampoco lo son mucho los juicios que hace
Celestina de la moralidad sexual de los clérigos.
Lo extraño es que la obra fuese tolerada por la
Inquisición, hasta fines del siglo xvm , en que la
condenó. La razón de ello es que a primera lec­
tura no se ve más pecado en La Celestina que el
de la liviandad, y éste lo cubría, en parte, la lec­
ción que se pretendía dar a los enamorados im­
prudentes y sobre todo la belleza del estilo. Pero
no se dejaron de tener sospechas sobre Rojas,
como se mostraron en el proceso de su suegro.
Y ésta debió de ser una de las razones de que el
autor no volviera a componer ninguna otra obra
de imaginación. Además, lo había dicho todo. El
momento dramático de su vida fué aquel en que
D o n Q u i j o t e , D o s J o a h t l a C b le b t i h a . ib
una razón desconocida de amor o de interés le había
hecho abandonar la religión de bus mayores. Esa
razón no nos la cuenta, pero sí la revoluoión de
sentimientos que se ha operado con el abandono
de su religión o que lo han determinado. Ya ha
disparado su arco. Ahora puede dedicarse tran­
quilamente a sus clientes y a sus hijos. Mucho le
satisface que se le señale a un forastero diciendo:
«Ese es el que compuso a Melibea», pero acaso
más que no se le haya comprendido, porque debió
temer todo el tiempo que los judíos Be ofendiesen
con su apoetasía y que se encolerizasen los cris­
tianos con su indiferencia. Y mientras el autor se
escondía en Talayera, la obra se iba abriendo ca­
mino por el mundo.
vn

MUNDO Y ULTRAMÜNDO

El libro de Rojas nos presenta la tragedia de


doa enamorados, de la mala y aítuta mujer que
en el torbellino de su pasión los junta y de dos
falsos y lisonjeros servidores. Todos acaban de
muerte violenta: los buenos amantes y los maloB
mediadores y criados. EL espectáculo de su fin
desastrado nos ofrece la purificación que el alma
del hombre alcanza en la tragedia, porque el dolor
moral, lo mismo que el físico, nos señala las cosas
que nos pondrían en peligro y que debemos evi­
tar. Pero el mundo en que ocurre esta tragedia
carece, según Rojas, de ordenación y de sentido.
En él no surge nada «sino a manera de contienda»:
Omnia secuiidum litem fiunt, «prometes mucho y
nada no cumples», ninguna orden rige sus hechos,
sino que es «un laberinto de errores», «juego de
hombres que andan en corro». El mismo amor se
nos presenta como potencia cruel que «toma en
los hijos venganza de los padres» y cuya llama usa
por leña «almas y vidas de humanas criaturas».
Esta es la concepción del mundo que La Celestina
nos propone. En su prólogo al Rubayat de Ornar
Kayam, Fitz Gerald nos dice que, antes de Lu­
crecio y de Epicuro, ésta es, desde el principio de
los tiempos, «la Irreligión de los hombres pensa­
dores». Si no la de los pensadores, es indudable­
mente la de algunos de los poetas máximos. Es
la visión de Shakespeare cuando dice que somos
en manos de los dioses como moscas en las de los
niños, que por juego las matan. Pero Shakespeare
encuentra un lenitivo a bu pesimismo. El mundo
es sólo sueño. ¿Somos la tela de que los sueños
se hacen, y nuestras vidillas se envuelven en le­
targo.» Para un espectador dado al arrobamiento,
la realidad y la fantasía se funden dulcemente en
una misma danza, que es siempre la danza de los
muertos. Todo se ha de acabar, ¿qué inferir de
ello?, se preguntaba Mefistófeles. «Es como si no
hubiera existido, pero da vueltas como si existiera.
Prefiero quedarme con mi Vacío Eterno.»
Shakespeare, el soñador, puede consolarse de
«la infinita vanidad del todo» con ver pasar las
sombras de la linterna mágica y olvidarse de su
insignificancia en gracia de su diversidad, aparte
de que no llega a su escepticismo sino al cabo de
su obra. Pero Rojas, semita, «finalista», que ha
dejado de hallarle finalidad a la vida, empieza en
La Celestina donde Shakespeare termina, y se deja
vegetar en Talavera, como Shakespeare en Straf-
ford-on Avon, el resto de su vida. Desde que es­
cribe La Celestina hasta el proceso de su suegro
Alvaro pasa más de un cuarto de siglo, la flor de la
edad, sin que se sepa cosa alguna de su existencia.
He ahí a uno de los genios más altos que ha pro­
ducido España. Posee el arte de escribir como el
mejor hablista, se sabe creador de la mejor prosa
castellana, tiene el secreto de la risa y el llanto,
es a la par original y culto. Puede componer otros
libros o arrojarse a las disputas de su tiempo o de­
dicarse a los negocios públicos. Prefiere su escon­
drijo, sus lecturas, el cuidado de su familia y sus
ocupaciones de abogado. Puede vivir para el mun­
do, pero opta por reducirse a los suyos; como se
habría disipado en los placeres de no haberle apar­
tado de su goce afectos familiares y residuos sen­
timentales y morales de sus tradiciones ancestra­
les. Y es natural que así proceda quien ha llegado
a la conclusión y al sentimiento de que el mundo
no merece sacrificios. William James dice que en
el teatro del mundo los primeros papeles son para
los héroes. Pero la fe es esencial al heroísmo, por
ser lo que de la desesperación lo diferencia. Si la
fe falta, nada importa un bledo.
La de Rojas es una de las tres posiciones lógicas
que el hombre puede adoptar ante la vida. No
tiene sentido el mundo, no hay una mente que lo
ordene. Las cosas y los hombres se hallan donde
están a fuerza de golpes que se vienen dando de
toda eternidad:

Ex infinito verán tur peroita plagie.


como Lucrecio había dicho. Esta es la posición
del que no tiene sentido religioso de la vida. Es
tan frecuente en España, se descubre con tanta
transparencia en nuestras letras, aun en las obras
de los tiempos de nuestros más intensos fervores
religiosos, así como en la mayoría de las novelas
picarescas, que a veces ho sentido la tentación de
atribuirle origen histórico y de suponer que la in­
credulidad de buena parte del pueblo español se
debe a la acción corrosiva de las masas de judíos
y moriscos que, bautizados a la fuerza, perdieron
su religión originaria, sin adquirir tampoco la cris­
tiana, con lo que se convirtieron en privados, pero
eficaces misioneros de la incredulidad. Creo toda­
vía que valdría la pena de inquirir la influencia
que han tenido en los sentimientos de los pueblos
hispánicos estos centenares de miles de judíos y
moros conversos. Pero la incredulidad no es cosa
específicamente española. Se da en todos los paí­
ses. La sostienen lo mismo algunas de las mentes
más esclarecidas que buena parte de las multitu­
des. Hay incrédulos que ríen, como Anatole Fran-
ce, y otros que lloran, como Renán, y otros que
ríen y lloran, como Rojas y Shakespeare. Y es que
la persuasión de que nuestras acciones nada valen
es tan risible para nuestra vanidad y nuestras pre­
tensiones como lamentable para nuestros dolores
y nuestras esperanzas.
Lo que suele impedir a los incrédulos abando­
narse a su escepticismo es que viven en un orden
de cosas inspirado en la fe que les impone, quieras
que no, b u disciplina. La fe do los franeases es
kFrancia. Esta es, en la practica, b u valor supremo.
Por referencia a este valor cobran el suyo las ac­
ciones humanaiS. Para el patriota francés no son
indiferentes sino las acciones que no afectan a
Francia, porque, si llegan a afectarla, hasta la in­
diferencia sobre Francia deja de ser indiferente
para convertirse en pecaminosa. En cambio no le
importa que uno sea «creyente» o descreído, casto
o lascivo, rico o pobre. Para el calvinista, en cam­
bio, es menos importante la patria, pero lo son
más la riqueza y la corrección sexual en cuanto
las considera como signos externos de la posesión v
de la gracia divina, y la creencia lo es todavía
más, en cuanto so confunde con la miBma gracia.
Para el deán de San Pablo, Mr. Inge, todo es
importante, porque define la fe como el postu­
lado de que no sólo están relacionados el mundo
de los valores con el de laa existencias, sino de que
toda existencia es «capaz de ser expresada y or­
denada en términos de valor y todo valor en tér­
mino de existencia», con lo que deja de haber
cosas y acciones indiferentes en' el mundo. Y esta
posición de fe total, la segunda de las posiciones
lógicas, es la perfecta antítesis de la incredu­
lidad, porque para ésta todo surge en el mun­
do caprichosamente y a modo do contienda: ol
placer y el dolor, el éxito y el fracaso, el bien y
el mal.
El escepticismo de Rojas o el de la novela pica­
resca o el del refranero popular, requería el antí­
doto de una fe omnímoda en el valor del mundo
y en el de cuantaa cosas y acciones son suscepti­
bles de valorizarse. Habría habido que afirmar
que todo es importante y hasta trascendental:
la salud, la riqueza, la obra, el oficio, la nación, la
familia, la tierra, todos los órdenes de nuestros
afectos, ocupaciones y deberes, todos los valores
de la naturaleza y de la historia. Desgraciadamen­
te, el trascendentalismo que hemos solido oponer
los pueblos hispánicos a la incredulidad es el del
rasero do la muerte, por el que todos los valoreB
del mundo desaparecen ante los ultramundanos.
Y ésta es la tercera actitud lógica del hombre ante
la vida. Antes que Boj as-había escrito Jorge Man­
rique. Antes que Manrique había preguntado Fe-
rrant Sánchez Talavera:

l A do las Q¡en;ias, a do los saberes,


a do los maestros de la poetría?

Al través de quinientos años de poesía hispánica


no cesa este lamento. Los mejores versos 9e dedi­
can invariablemente a mostrar la inutilidad de los
esfuerzos humanos en la tierra. Es la nota común
a Santa Teresa y a Montcmayor, a Garcilaso y a
Fray Luis, a Cervantes y a San Juan de la Cruz,
al autor de la Epístola Moral y a Argensola, a
Rodrigo Caro y a Quevedo, a Calderón y a Rioja.
Nada hay en el mundo que no sea, en la linea sin
par de Mira de Mescua:

Breve bien, fácil viento, leve espuma.

A los sentimientos de los poetas añádanse las


predicaciones de los libros de ascética y los conse­
jos de los confesores. Unos y otros han ido plas­
mando el alma de los pueblos hispánicos. ¿Podrá
negarse que no9 han enseñado a considerar enga­
ñosos los bienes mundanales y a apartar nuestros
ojos del mundo para atender a nuestra salvación
ultramundana? En estos años se han dado cuenta
algunos espíritus creyentes, pero alertas, del daño
que a los pueblos católicos se infiere con este me­
nosprecio de las cosas temporales. En su libro
Sobre, apologética católica dice Mr. E. I. Watkin,
uno de los mejores defensores que el catolicismo
tiene en Inglaterra: «Es, en verdad, cierto que mu­
chos escritores espirituales y místicos hablan como
si todos los hombres debieran dedicarse totalmen­
te a la vida superior y ocuparse de cosas tempora­
les sólo en la medida necesaria para la mera sub­
sistencia. Esta falta de apreciación del valor y
lugar adecuados de las actividades seculares hace
desmerecer bastante el valor práctico de tales
obras como guías dé hombres y mujeres en el mun­
do.» El mismo pensamiento se encuentra en el
libro De la Vida y de la Muerte del agustino espa­
ñol P. Bruno Ibeas, que es. una de las obras que
vienen a romper el silencio casi secular que viene
guardando nuestra Iglesia en las regiones elevadas
del alma: «Trabando de la bondad de la vida no
cabe pasar en silencio y sin protesta la falsa inter­
pretación que a las enseñanzas de Cristo se da en
muchos libros ascéticos, máxime cuando esa inter­
pretación es el argumento más poderoso que esgri­
men los adversarios del Cristianismo para demos­
trar que el Cristianismo odia la vida y el progreso
humanos, que es opuesto a la civilización y a la
vida. Para esos comentadores originales del Evan­
gelio, ésta, en bu forma sensible o temporal, no
merece consideración ni estima algunas. Los bie­
nes que la constituyen, como la riqueza, el placer
y los honores, son males del alma y, por consi­
guiente, hay que despreciarlos; el cuerpo, que e6
b u soporte, es enemigo del espíritu y, por lo tanto,
hay que combatirlo como a un jumento, ésta es
la frase consagrada, que recalcitra cuando debe ir
hacia adelante.»
Muy de desear es que prevalezca este criterio.
Si la Iglesia Católica no consigue que sus pueblos
alcancen el primer puesto en las actividades cultu­
rales, tendrá que sufrir el reproche de no ser mas
que una religión de países de segundo orden. Pero
no lo conseguirá en tanto que sus apologistas más
esclarecidos sigan pensando, como Mr. Watkin,
que la vida «superior» es la contemplativa, o,
como el P. Bruno Ibeas, que la excelencia del
Cristianismo se conoce muy principalmente en
enseñar a bien morir. Sin duda realiza este ideal.
Para quien piense, como el P. Ibeas, que la vida
es hastío y decepción y que todo es en ella ficción
y vanidad, la muerte no ha de ser tan amarga
como para el que se halla convencido de haber
venido al mundo para realizar una obra y padece
la angustia de ver consumirse sus días sin que se
cumpla su labor. Pero aunque el ideal de una
muerte decente es importante, el de una vida fe-
ounda lo es más. Somos los españoles exoelentes
perdedores. Nos lo decía recientemente la poetisa
Gabriela Mistral. Fácilmente nos resignamos a
abandonar la obra comenzada. Hemos oído tan
a menudo que los bienes de la vida valen poco,
que estamos demasiado dispuestos a creerlo. En
esta doctrina coinciden los desengañados, como
Rojas, que han perdido la fe, los poetas que nos
dicen que la muerte lo nivela todo, los místicos
que desdeñan el mundo y los materialistas que
ponen tan baja la mirada que ninguna alma dis­
tinguida se puede contentar con lo que ofrecen.
Parece que todos se han puesto de acuerdo para
hacemos sentir, como Manuel Machado:

... ¡Que la vida so tome la pona de matarme


ya que yo no me tomo la pena de vivir!

Pisamos la tierra con tan incierto pie que no es


difícil desalojamos de ella. Pero vamos a suponer
que no se trata de perder y de morir, sino de vivir
y de ganar y de justificar nuestra existencia con
el aumento, por nosotros logrado, de los bienes
materiales y espirituales de la tierra. ¿No sería
entonces preferible una creencia que subrayase la
importancia de nuestras ocupaciones temporales
y la obligación de poner en ellas lo mejor de nues­
tra alma, según puede sugerir Santa Teresa, cuando
no9 aseguraba que el Señor está entre los pucheros?
El relojero de Ginebra que al componer un reloj
so figura quo su buena compostura es el signo de
la posesión de la gracia y Lo que le proporciona la
certidumbre de su salvación, ¿no será mejor relo­
jero que el que no ve en la compostura mas que un
acto económico, que ha de valerle tanto dinero,
pero que carece de significación moral o religiosa?
Aquí hay un pueblo que construye sus acorazados
poniendo concienciosidad en el trabajo, por estar
convencido de que esta escrupulosidad es indicio
seguro de la salvación de las almas. Allá hay otro
en que los constructores de acorazados trabajan
persuadidos que los actos económicos no tienen
sino una relación remota con el negocio de la sal­
vación. Si mañana tienen que pelear las dos nacio­
nes, ¿qué duda cabe de que, en igualdad de otras
circunstancias, el 'acorazado construido más con­
cienzudamente echará a pique al fabricado por
deseo de lucro? Y si un pueblo infunde a sus ban­
queros la concienciosidad y otro no logra hacerlo
porque los banqueros se figuran que no es en la
banca, sino en el templo, donde han de poner la
mejor parte de su alma, ¿se extrañará nadie de
que en éste se derrumben loa bancos poderosos
como ai fuerau castillos de naipes?
Hay que dar sentido de eternidad a nuestros
negocios temporales. Lo que estorba para ello no
es ninguna cuestión dogmática y de principios,
sino la práctica, la tradición o la costumbre. No se
trata de elegir entre mundo y ultramundo, sino de
ordenar el mundo en el ultramundo, tal como éste
se nos revela en nuestros juicios de valoración. No
sé que se pueda valorar el mundo sin creer en el
ultramundo, no solamente porque los valores re­
basan las existencias, sino porque la única teoría
que da verdadero valor a nuestros actos es la que
nos dice que sus consecuencias han de ser perdu­
rables. La razón única que nos hará cuidar de lo
que hagamos es la que nos asegure que hay accio­
nes que no podrán ser nunca perdonadas. Lo tem­
poral carece de sentido como no encuentre en la
eternidad su caja de resonancia. Pero tampoco
tendría sentido la eternidad si este mundo no
fuera mas que un valle de prueba, sin participa­
ción de ninguna clase en la vida perdurable. Dios,
que lee en los corazones, no habría creado loS cuer­
pos, si no estuviéramos en el mundo para algo más
que para ser juzgados, porque para esto bastaría
con las almas en una vida de meras intenciones.
El dilema de los tiempos es siempre el de Dosto-
yevski: el valor absoluto o el capricho absoluto.
Pero el valor absoluto no puede consistir en supri­
mir el mundo actual, para no considerar por vale­
dero mas que el otro. Este sería un absoluto in­
completo, porque prescindiría de todo el mundo
material. El valor absoluto no será absoluto si no
incluye el mundo.
Es verdad que el mundo nos muestra frecuente­
mente el espectáculo de la maldad triunfante. La
muerte violenta de Celestina es un mero accidente.
La vida nos ofrece a menudo el ejemplo de Celesti­
nas que mueren en sus camas, cargadas de años y
riquezas. En cambio un pecado menos grave, como
la pasión de Calisto y Melibea, suele ser «llama
que consume almas y vidas de humanas criaturas».
En pie nos deja Rojas sus problemas. Aquí hay
una visión sespiriana del mundo. Celestina vale
por Macbeth; Calisto y Melibea más que Romeo
y Julieta.' Aquí he de decir que, aun siendo estas
cosas incomensurables, no cambiaría yo la Tragi­
comedia por dos cualesquiera de las mejores trage­
dias o comedias de Shakespeare. Lo que hay de
común a Rojas y a Shakespeare es el tema de la
injusticia del mundo con los hombres. A unos les
da demasiado; a otros, demasiado poco. Y por eso,
cuand6 no se considera sino el individuo, el mundo
tiene que parecer falto de guía. La vida se nos pre­
senta como insensible engendradora y devoradora
de sus hijos. Ni siquiera se podría asegurar que es
norma suya la injusticia, porque la virtud es re­
compensada lo bastante a menudo para que Fran-
klin pueda decirnos que la honestidad es la mejor
política. Sólo que frente a Franklin 6e alza Job y
con derecho alega que el mundo ha sido dado a los
perversos. La verdad es que la moralidad no coin­
cide con el interés, ni con la razón de los indivi­
duos, sino que les trasciende, como su religión.
¿Dónde está el bien? En el pecho del hombre, dice
Kant. No estaría en el pecho del hombre si no se
hallase en el seno del mundo. Pero al individuo no
se le hace justicia siempre en este mundo. Por eso
no debe creer mas que por fe en el sentido moral
del universo.
En cambio a los pueblos se les hace justicia.
Las balas son ciegas en las guerras. Matan lo mis­
mo a los buenos que a los malos. Pero al fin de las
campañas, a la larga, cada pueblo alcanza, en
gran escala, lo que se le debe. Los conflictos de
pueblos son exámenes en que los jueces no se olvi­
dan de ninguno de los factores que constituyen el
valor y el disvalor de las naciones. Lo mismo sirve
para la victoria el espíritu de solidaridad que el de
disciplina, el de sacrificio que el de capacidad téc­
nica, el de economía que el de fecundidad y el de
inventiva. En estos grandes exámenes se aprueba
a los mejores. Aquí rige el apotegma hegeliano:
Die Weügeschichte ist das Wdlgericht (La historia
universal es el tribunal universal). Son los indivi­
duos los que necesitan del ultramundo. Los pue­
blos son mundo y ultramundo. Jehová hace su
alianza con Israel, no con los israelitas. Los pue­
blos han de servir al mundo entero para prosperar.
El nacionalismo o patriotismo egoísta, que intenta
romper la conexión entre loa conceptos de socie­
dad y moralidad universal, es al final suicida, por­
que destruye la razón de que el individuo ae sacri­
fique por su patria, que no e8 otra que el servicio
de la patria a la humanidad, aparte de que concita,
en contra de la nación egoísta, la hostilidad de las
extrañas. Han de fomentar los pueblos todas las
virtudes y todos los valores: los de creación, los de
conservación y los de saorificio. Sin madres que
las perpetúen y sin soldados que las defiendan no
Se podrán sostener las sociedades. Jamás, sin em­
bargo, convendrá interesadamente a las mujeres
y a los soldados el sacrificio de la maternidad y de
la vida. Las sociedades necesitan del aacrificio
individual. Por eso lo exaltan. Su vigor depende
de la moralidad. Pero el individuo ae resiste a ser
sacrificado. Y lo que le confirma en au resistencia
es el espectáculo frecuente de ver triunfar a los
malvados. ¿Qué sentido, entonces, puede ofrecer-
noa Celestina, rodeada triunfalmente de su corte
de enamorados de ambos sexos, que beben sus
palabras?
Es el margen de ciego azar en la existencia.
Sirve para deoimos que el problema moral no se
ha resuelto. Representa la cantidad de desarre­
glo necesario para impedir que la' moralidad se
automatice en un equilibrio de virtud y recom­
pensa. Y, además, nos recuerda el dualismo irre­
ductible de aociedad e individuo. Religiones, es­
cuelas políticas e instituciones de toda índole han
de dedicarse a buscar acomodo eDtre el egoís­
mo individual y el interés social. Es el problema
perenne del espíritu y no se resolverá, nunca del
todo.

FIN
I NDI CE

l?áglDM.

D edicatoria....................... ................................. 5
P rólogo.— Los hijos de la fantasía y su natu­
raleza.................................................................. 9
DON QUIJOTE O EL AMOR
I.— Fiestas y decadencia......................... 26
II.— Hamlet y Don Quijote...................... 39
HE.— La vida de Cervantes........................ 61
IV.— La España de Cervantes................... 66
V.— La concepción de Don Quijote......... 78
VI.— Los críticos del «Quijote».................. 93
VTI.— España y el «Quijote*........................ 107
DON JUAN O EL PODER
I.— El tipo de Don Juan......................... 121
II.— El españolismo de Don Juan........... 136
III.— El.mito de Don Juan........................ 163
IV.— El drama de Don Juan..................... 163
V.— La hora de Don Juan........................ 174
VT.— La razón de Don Juan...................... 180
LA CELESTINA O EL SABER
I.— El amor de Calisto y Melibeo........... 189
II.— La tragedia del amor-pasión............ 200
H I.— El saber de Celestina........................ 218
IV.— La santa del hedonismo.................... 233
V.— La fe del bachiller Rojas................... 246
VI.— La codicia y el amor-pasión............. 271
V il.— Mundo y ultramundo........................ 276

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