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El lugar de la evaluación en el ‘Nuevo Currículo’ por Javier Esteban

Marrero Juana M. Sancho Fernando Hernández


Publicado por Silvio / Comunidad de Docentes el 13 de Septiembre de 2021 a las 12:34pm

Aunque la declaración de principios inicial de la LOMLOE es que la evaluación sea


formativa con carácter general, nos da la impresión de que salvo por algún matiz
(eliminación de las reválidas…) estamos en el mismo escenario: una evaluación por
materias trufada por las competencias.

Este texto plantea la necesidad de transformar la evaluación si queremos romper la


inercia de la práctica y desafiar nuestros hábitos epistémicos y los modos de conocer y
de fijar lo que es el conocimiento que se ha de aprender en la educación escolar. Para
situar esta necesidad partimos de una reflexión sobre el sentido del currículo como
fetiche y dispositivo, luego reflexionamos sobre la orientación del nuevo currículo
competencial y, terminamos apuntando algunas consideraciones sobre la evaluación
desde lo que sabemos hoy que están desarrollando el Ministerio y las Comunidades
Autónomas.

El currículo como fetiche


 
Fetiche: Figura o imagen que representa a un ser sobrenatural al que se atribuye el
poder de gobernar una parte de las cosas o de las personas, y al que se adora y se
rinde culto.
Al currículo en España se le otorga el poder de gobernar una parte de las ‘cosas’ de la
educación escolar y de las vidas de docentes y estudiantes. También es la pauta para
el negocio de la educación. Y para el enfrentamiento entre apocalípticos e integrados.
Por eso se le rinde culto, porque como al fetiche se le carga de sentidos: “nada se
puede cambiar porque no lo permite el currículo” dicen algunos docentes; “has de
saber programar según el currículo” dicen quienes forman a futuras maestras; “los
cambios en el currículo necesitan tiempo para adaptar los libros de texto”, señalan los
editores; “el currículo sigue un enfoque neoliberal’, apuntan quienes cuestionan la
perspectiva competencial; “favorece el antiintelectualismo populista” claman quienes se
mantienen en un tiempo que nunca fue. Y es que el currículo es un dispositivo de
gobierno de las subjetividades y por eso, es un territorio en disputa. Para quienes
sienten que no se enseña lo que se ‘debería’ aprender (casi siempre lo que ellos
enseñan), para quienes reclaman que hay que volver a ‘lo básico’, para quienes toman
el ‘debe ser’ como bandera para delimitar espacios de poder-saber.

¿Pero qué es el currículo -no como documento que esboza lo que se ha de enseñar y
evaluar ni como lugar simbólico que dibuja un tipo de sujeto para un tipo de sociedad?
El currículo puede ser un dispositivo normativo. Pero también de experimentación. En
palabras de L. Stenhouse sería “una hipótesis de acción”. Puede ser elaborado por un
grupo de expertos escogidos por quienes tienen la delegación política de ‘aprobarlo’. O
puede ser un documento que se gestiona a partir de encuentros entre colectivos que
contribuyen a que sea una hoja de ruta que recoja la pluralidad y priorice aquello que
refleja -en la medida de lo posible- lo que pueda contribuir a un proyecto de vida en
común. Un currículo puede ser un documento de 15 páginas que orienta o de más de
200 -como en algunas comunidades autónomas- que determina. Un currículo puede
ser un espacio para explorar, mover, agitar, transformar o un texto que se ha de seguir
como si de una guía religiosa de vida se tratara. Esta última visión requiere que lo que
se ha escrito -en el currículo- tenga una oscuridad necesaria que requiera la labor de
los intérpretes-formadores. También puede ser un modo de relación entre cada
profesor y cada estudiante.

El currículo en la LOMLOE
La LOMLOE, su propuesta curricular, hace un puente con el marco conceptual y
organizativo que promovió la LOGSE. Las novedades, lo que se ha hecho más visible
en los medios y los textos ministeriales disponibles, es una renovación de la
organización por competencias y la intención de reducir el sentido “enciclopédico” del
currículo mediante campos transdisciplinares en los que confluyan ámbitos (en
Primaria) y materias (en Secundaria). Vamos a situar y revisar estas dos novedades.

El aprendizaje por competencias no es una propuesta novedosa. Las competencias


entraron en el sistema educativo en 2006 (Real Decreto 1631/2006, de 29 de
diciembre), como fruto del impulso que le dio la OCDE y la orientación de las pruebas
PISA. La clave de su formulación es que no solo hay que aprender ‘qué’ (información,
estrategias, algoritmos, etc.) sino que ha de ‘servir para algo’. Se ha de poder transferir
lo que se aprende a situaciones cotidianas. Que sea una organización como la OCDE
la que marque la pauta, puede hacer esta orientación sospechosa de ser portadora de
una visión neoliberal. Pero también puede ser vista como una oportunidad para ir más
allá del academicismo acumulativo y del aprender para olvidar. Porque como nos
comentó Irit Rogofft, no importan tanto lo que dicen los documentos sino lo que
hacemos con ellos. Y aquí viene la necesidad de revisar cómo el profesorado y los
centros, se han apropiado en estos casi quince años del aprendizaje por competencias.
Cómo en lugar de relajarse o situarse en un sinsentido, a muchos de ellos -como los
implicados en la Xarxa de Competències Bàsiques, les ha permitido ‘mirar’ a los
estudiantes desde sus posibilidades y no desde sus carencias, plantearse otra mirada
sobre el aprender, revisar el sentido acumulativo de los contenidos y, quizá lo más
importante, replantear la evaluación, dándole una dimensión formativa, trianguladora y
favorecedora del sentido de aprendizaje del propio estudiante.
Que ahora se pongan nuevos nombres a las competencias que se señalaron hace tres
lustros no debería sorprender. Hay sistemas educativos que cada 10 años hacen
balance, señalan logros y apuntan cuestiones sobre las que es necesario mejorar. Que
sean estas las competencias las más adecuadas, así como su sentido, pueda (ha de)
estar sometido a debate y discrepancia. Pero las sociedades, si logran apartar el
debate partidista sobre estas cuestiones, pueden llegar a acuerdos que recojan los
aspectos compartidos de lo que podría servir de base para que lo común predomine.
Por eso, las ocho competencias que presenta la LOMLOE, se pueden ver como límites
o como posibilidades. Se pueden considerar como un cambio de nombre a lo
Lampedusa, para que todo siga igual. Pero eso depende de que no se conviertan en un
fetiche y que se les dote de sentidos en cada contextura. El cómo hacerlo puede ser el
tema de otro texto que ha de tener en cuenta lo que sabemos sobre cómo se favorecen
los procesos de cambio educativo sostenibles.

El otro aspecto es el de los ámbitos en los que confluyen conocimientos provenientes


de diferentes disciplinas y saberes. Esta propuesta ya se da en Primaria y presenta
resistencias y dificultades en Secundaria. Resistencias porque buena parte del
profesorado de secundaria define su identidad docente vinculado a una asignatura (soy
profesor de, …), a ese grado o licenciatura que le hace sentirse experto. Dificultades,
porque requiere una visión del conocimiento más situada que sobrepase la
descontextualización de las disciplinas clásicas. Roger Bacon, en el siglo XIII, impulsó
una nueva forma de conocimiento basado esencialmente en la experiencia y el
pensamiento racional. Según él, “todas las ciencias están conectadas; se prestan
mutuamente ayuda material como partes de un gran todo, cada uno haciendo su propio
trabajo, no por sí solo, sino por las otras partes; a medida que el ojo guía el cuerpo y el
pie lo sostiene y lo guía de un lugar a otro”. A la vez que precisa de una gestión del
tiempo para compartir con otros, que la mayoría de los centros de secundaria no
posibilita y del que el profesorado parece no disponer.

Para no situarnos desde la carencia y la dificultad, recordamos que hay centros que ‘ya’
trabajan y se organizan por ámbitos, cuyas experiencias y saberes han de ser
rescatados para compartirlos con otros docentes. Por eso necesitamos también más
investigación educativa centrada en el conocimiento pedagógico que se genera en
escuelas e institutos.

Llegados a este punto se hace necesario recordar que las propuestas y prescripciones
del nuevo currículo, afectan a la orientación de la evaluación y, por tanto, a la
trayectoria del alumnado. Porque tal como argumentaba Judah L Schwartz, cuando
George Bush planteó a finales del siglo XX la iniciativa School of the 21st Century, “si
queremos transformar el currículo, primero hay que cambiar la evaluación”. Pero ¿qué
dicen y no dicen las propuestas ministeriales a las que hemos tenido acceso hasta
ahora? ¿Qué implica una evaluación que “garantice una educación inclusiva y de
calidad y promover oportunidades de aprendizaje a lo largo de la vida para todos y
todas”?
La evaluación como y para el aprendizaje
Lo que sabemos hasta ahora de la evaluación en relación con el “nuevo” currículo de la
LOMLOE es muy poco y tiene un carácter general. Sabemos que en el cuarto curso de
educación primaria todos los centros realizarán una evaluación de diagnóstico de las
competencias adquiridas por los estudiantes. Esta evaluación, responsabilidad de las
Administraciones educativas, tendrá carácter informativo, formativo y orientador para
los centros, para el alumnado y sus familias y para el conjunto de la comunidad
educativa. También sabemos que en Secundaria la evaluación de los aprendizajes de
los estudiantes será continua, formativa e integradora. En todo caso promocionarán
quienes hayan alcanzado los objetivos de las materias o ámbitos cursados o tengan
evaluación negativa en una o dos materias. Para el bachillerato sabemos que el
profesorado de cada materia decidirá, al término del curso, si el alumno o alumna ha
logrado los objetivos y ha alcanzado el adecuado grado de adquisición de las
competencias correspondientes. Pero este marco nos dice muy poco de lo que sería el
meollo de las decisiones sobre la evaluación y nos deja en espera hasta saber cuál
será el perfil de salida de cada etapa educativa; o la relación entre saberes, contenidos
y criterios de evaluación en la que trabajan el Ministerio y las Comunidades
Autónomas. O las situaciones personales, sociales y culturales que ha de tener en
cuenta el profesorado para diseñar experiencias de evaluación y vincularlas con las
competencias específicas. Y, sobre todo, no sabemos cómo se concretará lo que se ha
de aprender y cómo aprenderlo con sentido.
Hasta aquí, los planteamientos -resumidos de forma muy telegráfica- de la política
educativa en materia de evaluación y lo que sabemos de lo que se está pensando para
la concreción de la organización de los aprendizajes vinculados a las competencias y
relacionados con los ámbitos y las materias. Pero no saber no nos impide preguntarnos
y pensar ¿cómo aprovechar este nuevo marco para seguir reflexionando y mejorando
la evaluación?

Inevitablemente se evalúa de acuerdo con una forma de pensar la educación, la


enseñanza y el desarrollo del currículo, según las concepciones que se tienen del
alumnado, del aprendizaje y de la materia que se enseña. Sin embargo, aunque la
declaración de principios inicial de la LOMLOE es que la evaluación sea formativa con
carácter general, nos da la impresión de que, a medida que se va entrando en cada
uno de los niveles educativos, se va convirtiendo progresivamente en continua, y ya en
el bachillerato es simplemente una evaluación positiva por materias. Salvo por algún
matiz (eliminación de las reválidas…) estamos en el mismo escenario: una evaluación
por materias trufada por las competencias.
A pesar de todo lo que se ha experimentado desde el 2006 sobre la evaluación por
competencias, y que, por ejemplo, Neus Sanmartí ha recogido en su último libro
‘Evaluar y aprender un único proceso’, nos queda aún un largo recorrido para que
llegue a la vida de las aulas y los centros. Y es que no sabemos si evaluamos para ver
lo aprendido de lo enseñado, o se enseña y se obliga a aprender porque hay que
evaluarlo. Y es que el desarrollo de una evaluación formativa y holística podría
llevarnos hacia una evaluación justa y equitativa, que se adapta a cada estudiante;
subjetiva y autorreferencial, que valora su progreso; cualitativa porque utiliza una
variedad de instrumentos, a través de los cuales se evalúa su desarrollo integral y
devuelve la información individualmente. Algo que todavía queda lejos de los textos
oficiales y de la cultura docente. No hay que olvidar que la desmedida presencia de la
evaluación de rendimiento, con todo lo que eso significa, puede ser una de las causas
del fracaso escolar, de la desmotivación del alumnado (de todos, también de “los de
éxito”) y de la falta de calidad de la enseñanza. Esto último porque separa los medios
de los fines. Y es que el hecho de evaluar no tiene que producir efectos negativos. Si
los causa es porque no tienen relación alguna con el proceso formativo -en todas sus
posibilidades- del alumnado.

Pero, sobre todo, nos queda mucho por deliberar sobre cómo asegurar que lo que
llamamos “evaluación” nos permite afirmar que refleja lo que cada estudiante ha sido
capaz de aprender sobre sí mismo, de las experiencias de aprendizaje que le ha
ofrecido el centro (el “contenido del currículo”) y el mundo que le rodea. Cómo convertir
esa mirada sobre sus logros y sus dificultades en un detonante que le permita situar
sus limitaciones y vislumbrar la forma de superarlas.

Por otra parte, la repetición de curso, en la que España está a la cabeza en Europa, se
ha mostrado indiscutiblemente ineficaz, resulta económicamente costosa e ineficiente y
constituye una de las principales causas endógenas del fracaso escolar. Una
evaluación excluyente, sancionadora y de control, basada en pruebas frecuentes -a
menudo de papel y lápiz, y estandarizadas, es contraria a su sentido educativo y a la
diversidad humana, generando abandono y exclusión.

Repensar la evaluación en el marco de las prácticas de enseñanza y aprendizaje que


parece demandar la nueva propuesta de currículo, es necesario por la diversidad de
funciones que hoy se le asignan a la evaluación. Se le pide que cubra cada vez más
necesidades, se aplica a más aspectos, y termina por convertirse en un concepto, a
menudo, meramente nominativo, ya que se evalúa por muchas razones. De aquí la
importancia de rescatar y fomentar prácticas educativas que favorezcan el aprendizaje
de todo el alumnado, quitándoles el peso y la presión que ha alcanzado lo que Gimeno
Sacristán denomina ‘la obsesión evaluadora’. Los cantos en favor del control de los
resultados, la competitividad, la gestión privada, el profesionalismo, la eficacia, la
enseñanza por competencias, la ‘excelencia’, los recortes de políticas públicas solo
buscan señales ‘seguras’ de efectividad del sistema. Además, en general lo pretenden
utilizando valores sustitutivos aproximados, cada vez más utilizados en los algoritmos
que dominan la inteligencia artificial y que, como han mostrado matemáticas como
Cathy O’Neill, se están convirtiendo en Armas de Destrucción Matemática, sobre todo
para las poblaciones más desfavorecidas. Mientras tanto, se nos aleja cada vez más la
posibilidad de llegar a una acertada valoración del aprovechamiento educativo de los
estudiantes para ayudarles a orientarse en sus estudios y en la elección de una
profesión o descubrir actitudes e intereses específicos para alentar y facilitar su
desarrollo y realización. 

Para seguir con la conversación


De todo lo anterior se infiere que las orientaciones y finalidades de la evaluación es lo
que termina por ‘cerrar’ el currículo. Que se puede dar el caso que el currículo posibilite
propuestas que reclamen apertura e imaginación pedagógica para favorecer la equidad
y que, las modalidades de evaluación terminen amparando una visión del conocer y el
aprender que se centre sólo en dar cuenta de la fidelidad a los criterios de reproducción
establecidos por los docentes o los responsables de las pruebas estandarizadas. Lo
que nos lleva a destacar la importancia de evaluar las fortalezas y debilidades de las
propuestas curriculares y el sistema educativo como un todo.

Para que, sobre todo los fracasos, no recaigan siempre en los eslabones más débiles:
el alumnado y el profesorado.

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