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Relatos del Ciclo Elemental

Un ciclo de relatos de La Leyenda de los Cinco Anillos

1
Índice de relatos
Una grulla alza el vuelo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 3
La aldea de Kurosunai . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 14
Forasteros . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 25
El centro del jardín . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 35
Entre líneas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 44
El tigre acecha a su presa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 51

© 2018 Fantasy Flight Games.


Una grulla alza el vuelo
Por D.G. Laderoute

La desesperación colgaba de un ejército derrotado como una nube de humo.


Doji Hotaru podía sentirla, tan espesa y agria como el humo real que contaminaba el aire
del campamento militar del Clan de la Grulla, que salía de una miríada de fogatas para cocinar,
herrerías y hogueras de vigilancia. Llevaba horas atravesándolo, con su séquito de guardias y ofi-
ciales de estado mayor a remolque. Horas durante las que se había ido parando para hablar con
los hoscos escuadrones de soldados que contemplaban esas mismas hogueras con rostros duros
y distantes mientras revivían revivía la pequeña parte que les había tocado en la derrota de aquel
día contra el Clan del León. Cada una de las veces que se había detenido había tratado de ser un
soplo de inspiración para disipar aquel manto de desesperación. Había hablado a los soldados
Grulla del orgullo de sus ancestros, de su importancia para el clan, de que la derrota era solo algo
temporal, un crisol que purificaría al ejército y lo haría más fuerte, todo ello puntuado por las
citas apropiadas del Libro de Sun Tao. Y cada vez, cuando se marchaba, los soldados parecían al
menos un poco más alegres, la neblina de desesperación que los rodeaba se disipaba un poco.
Yo he sido ese viento purificador...
¿O no?
Hotaru y su séquito se acercaron al siguiente grupo de soldados, uno de los últimos. O al
menos uno de los últimos si no contaba a los escuadrones de guerreros adustos y algo escuálidos
agrupados a lo lejos, en torno a un grupo de hogueras alejadas del campamento principal. Y ella
no los contaba. Eran una partida de guerra de rōnin, uno de los muchos grupos contratados por
el ejército Grulla como mercenarios.
Hotaru apenas les dedicó una mirada. Perros sin honor... y sin duda bandidos, cuando no les
pagaban para luchar. No necesitan otra inspiración que el oro Grulla...
Oro Grulla. Cada día había menos. Sin duda, no el suficiente como para desperdiciarlo en
toscos mercenarios. Pero el ejército del Clan de la Grulla, que ya para empezar era pequeño com-
parado con los de los demás Grandes Clanes, había sufrido tantas pérdidas durante sus batallas en
torno a Toshi Ranbo que contratar mercenarios había sido la única solución. Y eso requería oro.
La escultura, titulada Una grulla alza el vuelo, estaba embalada para su entrega a los merca-
deres del Concilio Comercial Daidoji que la estaban esperando. La estatua había estado expuesta
en el mismo lugar en Kyūden Doji desde que tenía memoria, en el recodo de un pasillo.
Alguien, no podía recordar quién, le había dicho que había sido tallada por uno de los mejo-
res escultores Grulla en la época en la que el Clan del Unicornio volvió a Rokugán… así que hace
unos trescientos años.

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Y ahora había desaparecido, vendida como consecuencia de su decreto, para pagar a los
mercenarios...
Pero el arrepentimiento era un pecado. Lo que importaba era su clan. Su pueblo y sus súbdi-
tos no podían comer arte, pero si con ello ayudaba al clan a defender las fértiles Llanuras Osari,
vendería hasta la última obra maestra si fuera necesario.
¿Y qué diría Satsume al respecto?
Hotaru aceleró el paso, evitando a los rōnin silueteados contra su hoguera y dirigiéndose
hacia su puesto de mando. Por el camino, ella y su personal pasaron por una tienda de campaña
médica rodeada de soldados caídos en camillas. El cántico de un solitario shugenja salía del inte-
rior, pero las oraciones no eran suficientes para ahogar los gemidos que se elevaban de muchas
de las camillas. Y con todo, ¿no era el sonido del sufrimiento una bendición, cuando la alterna-
tiva era el silencio eterno?
No tenía forma de saberlo.
La hierba alrededor de la entrada de la tienda de campaña había quedado aplastada y emba-
rrada. ¿Qué parte del barro era agua y qué parte era sangre? Podía detenerse, hablar con los
heridos...
El arrepentimiento es un pecado...
...y simplemente siguió adelante.
El viento purificador se había agotado, y aún le quedaba mucho por hacer.

La comitiva de Hotaru se dispersó al acercarse a su puesto de mando, un grupo de tiendas de


campaña en un lugar elevado cerca del centro del campamento. Entró sola en su tienda de mando
y se detuvo. Ya había un hombre aguardándola. Daidoji Netsu: el general que hoy había perdido
la batalla para los Grulla.
Hotaru se quitó la chaqueta haori que había llevado para protegerse del frío de la noche y
dejó que sus ojos se habituaran al resplandor de las linternas, suaves y pálidas, pero aun así muy
brillantes en comparación con la oscuridad del exterior. Daidoji Netsu se arrodilló ante ella, de
espaldas a la mesa de mapas en la que se veían las posiciones de las tropas Grulla y León alrede-
dor de Toshi Ranbo. Cuando sus ojos finalmente se encontraron, Netsu se inclinó hacia delante
y plantó la frente sobre las tablas de cedro del suelo de la tienda.
—Levantaos, Netsu-san —dijo Hotaru—, y decidme qué es lo que ha salido tan mal hoy.
Netsu se enderezó, pero permaneció arrodillado. No llevaba armadura, sólo un kimono azul
y gris, y había colocado su daishō en el suelo a su izquierda, listo para desenvainarlo en defensa
de su señora. Hotaru se fijó en un trozo de papel plegado bajo el wakizashi.
—He comprometido nuestras reservas demasiado pronto, Doji-ue —dijo Netsu—. Por este
motivo, cuando apareció la fuerza de flanqueo León y nuestro flanco derecho comenzó a fla-
quear, no tenía nada con lo que reforzarlo.

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Hotaru miró fijamente a la mesa de mapas. Su descripción de la situación estratégica general
en torno a Toshi Ranbo hacía que la batalla perdida, que sólo estaba representada por un puñado
de las muchas fichas de madera que representaban las disposiciones de las tropas León y Grulla,
pareciese algo trivial. Pero al vencer aquel día, el Clan del León había forzado a los Grulla a reti-
rarse de una aldea conocida como Tres Árboles. Sin lugar a dudas, los León ya habían conquis-
tado y fortificado la aldea, cortando con ello otro de los caminos que conducían a Toshi Ranbo.
Eso dejaba a los Grulla en una posición precaria: sólo quedaba una carretera, que llevaba al
palacio de su familia vasalla Tsume, Kyūden Kyotei, en el Valle de Kintani, desde la que abastecer
a la guarnición que aún defendía Toshi Ranbo.
Con la mirada aún sobre la mesa de mapas, Hotaru preguntó, —¿Por qué utilizasteis las
reservas cuando lo hicisteis, Daidoji-san?
—Percibí una debilidad en la formación central León —dijo Netsu— y traté de aprovecharla.
—Hotaru oyó al Daidoji cambiar de postura tras ella—. Fracasé. Y ese fracaso es el motivo por el
que he preparado esto, Doji-ue.
Hotaru se dio la vuelta y se encontró a Netsu sosteniendo el papel que había colocado bajo
su wakizashi.
—Es mi poema fúnebre, mi señora. Por supuesto, llevaré a cabo los tres cortes para expiar mi
fracaso de hoy.
Hotaru aceptó el papel pero no lo desplegó. En lugar de ello, se volvió hacia la mesa de mapas
y dejó que su mirada deambulara por ella. Netsu permaneció arrodillado, esperando a que ella
aceptase su ofrecimiento de cometer seppuku.
El instante de silencio se alargó bastante, roto sólo por los sonidos lejanos e inquietos de un
ejército acampado.
Patrimonio Grulla... empleado para financiar la supervivencia del clan.
¿No hemos gastado ya suficiente?
Hotaru puso el poema fúnebre, aún doblado, en el lugar que marcaba Tres Árboles en la mesa
de mapas.
El arrepentimiento es un pecado.
—No —dijo ella, volviéndose hacia Netsu—. No permitiré que hagáis los tres cortes —el
rostro de Netsu empezó a tensarse con asombro, pero Hotaru levantó la mano—. No es porque
me niegue a que recuperéis vuestro honor, Netsu-san. Todo lo contrario, de hecho. Quiero que
restauréis vuestro honor llevando a nuestro ejército a la victoria en su próxima batalla.
—Mi señora...
—Empleasteis la reserva porque visteis la oportunidad de romper las líneas León, ¿correcto?
—Sí, mi señora.
—Así que buscabais la oportunidad de ganar la batalla. Y como consecuencia de ello, no
pudisteis evitar que la perdiéramos, ¿verdad?

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—...Supongo que es cierto, Doji-ue.
—¿Y acaso no dijo el propio Akodo-no-Kami en Liderazgo, su obra principal, que “defender
es simplemente ser optimista, mientras que atacar es ser victorioso”?
—Lo hizo, mi señora.
—Prefiero tener un general al mando de nuestro ejército que desee la victoria de forma agre-
siva, Daidoji-san, que uno que simplemente se esfuerce para no perder.
—Entiendo, Doji-ue. Pero eso no altera el hecho de que os fallé, que fallé a nuestro clan...
—Un fracaso que espero que recordéis, y no repitáis, Daidoji-san.
Netsu miró a Hotaru durante un instante, y luego se inclinó. —No soy digno de la confianza
que depositáis en mí, mi señora. Me esforzaré por ganármela.
—De eso, no tengo duda alguna —miró a la mesa de mapas, al papel colocado en Tres
Árboles—. Mientras tanto, dejaré vuestro poema fúnebre donde está. Os lo devolveré después de
vuestra victoria en nuestra próxima batalla contra el León.
Y si sois derrotado de nuevo, leeré vuestro poema, y ejecutaréis los tres cortes, Daidoji-san. Eso
no lo dijo, porque no era necesario. Ambos sabían que el seppuku de Netsu había sido suspen-
dido, no cancelado.
El Daidoji abrió la boca para decir algo más, pero una repentina conmoción en el exterior le
detuvo. Se oyeron voces, una exclamación repentina, y luego una figura envuelta en una pesada
capa entró en la tienda de campaña. Netsu se lanzó de inmediato hacia su katana, pero se detuvo
cuando la figura echó hacia atrás su capucha.
Hotaru... simplemente se le quedó mirando.
El hombre de pie en la entrada sonrió.
—Saludos, hermana —dijo Doji Kuwanan—, veo que no me esperabas.

—Kuwanan —sonrió Hotaru ampliamente tras despedir a Netsu— ...¡estás vivo!


Kuwanan resopló. —A menos que creas que soy un shiryō que ha venido a atormentarte eso
parece, hermana.
La sonrisa de Hotaru se encogió un poco al percibir la dureza de las palabras de su hermano.
Fantasmas... ¿Le acechaba ahora el fantasma de Satsume, saboteando sus esfuerzos por guiar al
clan en estos tiempos difíciles?
Estúpida, se regañó a sí misma. Está muerto y enterrado.
—Todo lo que sabíamos —se las arregló a decir en lugar de eso— es que habías desaparecido
después de una escaramuza en Shirei Mura. No se encontró un cadáver, pero sin más pistas,
tuvimos que pensar lo peor.
—Fui hecho prisionero por un grupo de rōnin. Afortunadamente, pude escapar de ellos. Me
dirigí a Kyūden Kakita, donde descubrí que estabas aquí.
Hotaru miró la mesa de mapas. Hecho prisionero por un grupo de rōnin. No muy diferentes a
los que ahora luchaban contratados por el ejército Grulla. ¿Podrían ser...?
Apartó esa idea y miró de nuevo a Kuwanan. —Bueno, agradezco a las Fortunas tu regreso,
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hermano. Me alegra mucho volver a verte.
Kuwanan se quitó su capa de viaje de paja, la colocó sobre un taburete de campaña, y luego
se calentó las manos sobre un brasero lleno de resplandecientes ascuas. Mientras lo hacía, su
mirada recorrió la mesa de mapas.
—Nuestra situación no parece prometedora —dijo por fin, y luego frunció el ceño ante el
papel doblado colocado en el mapa sobre Tres Árboles—. ¿Qué es eso?
—El poema fúnebre de Daidoji Netsu-san —explicó Hotaru—. Se ofreció a realizar los tres
cortes, para expiar nuestra derrota de hoy ante los León.
—Ya veo. ¿Y cuándo sucederá? Sería apropiado asistir.
—No ocurrirá. No acepté su seppuku.
Kuwanan miró de reojo a Hotaru. —¿Por qué no?
—Es un general hábil y un recurso para nuestro clan. Por lo tanto, le encargué que se hiciera
con la victoria en nuestra próxima batalla, como una mejor manera de expiar la derrota en ésta.
—Aunque fue derrotado hoy.
—Sí, pero…
—¡Pero nada! —soltó Kuwanan—. Llevó a nuestro ejército a la derrota, dejando nuestra
posición estratégica... —hizo un gesto con la mano a la mesa de mapas— ...no sólo débil, sino
prácticamente insostenible. Tenemos soldados, súbditos, incluso rehenes en la balanza. Kakita
Asami… —se detuvo, y recuperó la compostura antes de continuar—. Y a pesar de lo que está
en juego, ¿éste es el hombre al que volverás a poner al frente de nuestras fuerzas? —Kuwanan
lanzó un vistazo airado al poema fúnebre durante un momento, y luego se encaró de nuevo con
Hotaru— Deberías haber aceptado, haber dado por hecho, que realizara los tres cortes, hermana.
Eso es lo que exige el Bushidō.
Hotaru se obligó a no encogerse ante la dura mirada de su hermano. No tenía ni idea de lo
que se exigía de ella. —El Bushidō exigía que hiciera el ofrecimiento, hermano. Y lo hizo. Es mi
elección como campeona aceptarlo o no.
Kuwanan echó la mirada hacia el papel doblado y asintió. —Así es —miró a Hotaru—. Es
sólo que resulta lamentable que tiendas a hacer tales... compromisos.
¿Qué sabes tú de compromisos, hermano, cuando nunca has sido realmente puesto a prueba?
Se hizo el silencio durante un instante, perturbado solamente por el suave chasquido de un
rescoldo en el brasero. No podía dejar pasar aquel insulto. —¿Compromisos?
Kuwanan, con la mirada aún puesta en el papel, suspiró lentamente. —Tus decisiones no
tienen sentido para mí, hermana. Pones al mando de nuestro ejército a un general fracasado,
cuando una derrota más probablemente signifique la pérdida de Toshi Ranbo —se giró y la miró
fijamente a los ojos—. Y no haces nada sobre la muerte de nuestro padre.
—Los magistrados Esmeralda...
—Lo están investigando, sí. Eso me dijeron en Kyūden Kakita. ¿Y qué han averiguado?

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—Aún no habían hecho un informe cuando me marché de Otosan Uchi.
—Así que nada, entonces. ¡Doji Satsume muere, las semanas se convierten en meses, pero no
hay interrogatorios, ni arrestos, ni cargos contra nadie!
Hotaru apretó los puños a un costado. —Para que haya sospechosos, hermano, debe haber
habido un asesinato. Pero los magistrados Esmeralda han dictaminado que la muerte fue por
causas naturales.
—¿Entonces Satsume no fue asesinado?
—¿No estás escuchando? He dicho…
—¡No estás haciendo ningún esfuerzo para descubrir la verdad por ti misma! —la interrum-
pió Kuwanan, paseándose por la tienda de campaña. —Tienes la obligación de que se haga jus-
ticia con él, con nuestra familia y con nuestro clan. De determinar quién mató a nuestro padre,
y vengarse de ellos —se detuvo, hizo una pausa y agregó—. Eso es ciertamente lo que nuestro
honorable padre hubiera esperado de ti... y es lo que habría hecho en tu lugar.
¡Cómo te atreves! Tú, que nunca has pasado por lo que yo he tenido que soportar....
Hotaru se dio cuenta de que estaba apretando los dientes de nuevo. Relajó deliberadamente
la mandíbula. —Pero no es nuestro padre quien se enfrenta a estas decisiones. Soy yo.
Kuwanan se giró hacia ella. —Eso es lo único que está claro aquí. Tú estás tomando estas
decisiones. Ciertamente no son las que padre hubiera tomado.
Porque yo no soy él, y no tengo ningún deseo de serlo. Pero era evidente que Kuwanan no lo
entendería. No la había aceptado en lugar de su padre. Y tal vez nunca lo haría.
En vez de eso, simplemente dijo, —Todo lo que sabemos es que nuestro padre murió,
Kuwanan. Es posible que las Fortunas decretaran que era su hora de volver a la Rueda Kármica.
Los magistrados Esmeralda...
—¡No son el Clan de la Grulla! ¡No son nuestra familia! —Kuwanan se acercó a Hotaru, con
la expresión aún dura, pero con mirada suplicante—. ¿No lo ves, hermana? El honor exige que
nosotros... que tú descubras la verdad sobre su muerte, sea la que sea. Y si fue asesinado, enton-
ces debes hacer justicia por su muerte.
Hotaru miró a la mesa de mapas, pero no quería ver su terrible mensaje, así que se volvió
hacia el brasero.
Todo te parece tan sencillo porque no ibas a ser el campeón de nuestro clan. Padre no esperaba
de ti lo que esperaba de mí. Nunca le fallaste, porque tus éxitos no importaban. ¿Cómo puedes no
verlo?
Su silencio hizo fruncir el ceño a Kuwanan. —Tal vez simplemente no deseas investigar
la muerte de Satsume, Hotaru. Tal vez no te importa la verdad... o sencillamente no quieres
descubrirla.
Esta vez Hotaru apretó los puños además de la mandíbula. Se giró hacia la mirada ardiente de
su hermano, con las uñas clavadas en las palmas de las manos. —¿Cómo puedes decir tal cosa?
—Porque, hermana, no creo que lamentes mucho la muerte de Satsume. Todavía lo culpas
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por el suicidio de nuestra madre...
—Y si lo hago —soltó Hotaru— es porque él la impulsó a hacerlo. Pero incluso si eso es cierto,
¡cómo te atreves a sugerir que dejaría que eso nublara mi juicio o evitaría mi deber por ello!
—Y aun así, no haces nada.
Hotaru tomó aliento profundamente... y exhaló de nuevo. Esta conversación se estaba diri-
giendo a lugares de los que tal vez no pudiera regresar. Se obligó a bajar el tono. —Los magistra-
dos Esmeralda, como tú mismo has reconocido, llevan semanas investigándolo. No han encon-
trado nada que sugiera que Satsume haya sido asesinado. ¿Crees que están mintiendo, o que
simplemente son unos incompetentes?
—Lo que creo —replicó Kuwanan— es que te contentas con dejar el asunto en manos de
otros, sin importar su honestidad o su capacidad —se detuvo, frunciendo los labios con la mirada
aún puesta en su hermana. Finalmente, dijo—. Los Escorpión tienen mucho que ganar con la
muerte de nuestro padre. He oído que Bayushi Aramoro fue uno de los contendientes finales del
Campeonato Esmeralda. Puede que haya sido Akodo Toturi el que acabase ganando el título,
pero eso no cambia el hecho de que la pérdida de nuestro clan no puede sino ser la ganancia del
Escorpión... la ganancia de Bayushi Kachiko.
Hotaru se movió hacia la mesa de mapas; el tablero militar desapareció de la vista. Que
Kuwanan insinuara que Kachiko estaba implicada de alguna manera en la muerte de Satsume
era tan censurable que quería golpearlo…
“...algunos sugieren que su muerte no fue natural ni accidental…”. Eso había dicho Shizue poco
después de que Hotaru llegase a la Capital Imperial, “...y que ahora el Campeonato Esmeralda está
disponible para aquellos que puedan codiciarlo”.
Hotaru continuó planteándose que Shosuro Hametsu, el hermano de Kachiko, era un maes-
tro en el uso de venenos. Y luego estaban sus propias palabras, al hablar aquel mismo día con
Shizue:
“...cada día que pasa, el control Escorpión sobre la Corte Imperial se hace más fuerte…”
Kuwanan se puso a su lado. —Hermana... escúchame. Creo que nosotros… tú, yo y muchos
otros, estamos siendo manipulados. Alguien nos considera poco más que marionetas que mover
a su antojo —se acercó más a Hotaru—. La muerte de Satsume....mi captura a manos de rōnin...
el Campeonato Esmeralda... todo es una obra de teatro, escrita con el pincel y la tinta de algún
dramaturgo invisible. Ese dramaturgo podría ser la Consejera Imperial —levantó una mano
mientras ella abría la boca—. Y puede que no. Pero debemos estar seguros. Y no soy el único que
cree que esto es posible.
Hotaru miró a su hermano. El repentino resplandor de indignación e ira se había desvane-
cido, pero seguía queriendo que simplemente.... se callase.
—¿Qué pruebas tiene de esto? —preguntó.
—¿Pruebas? —Kuwanan se encogió de hombros—. Por el momento, no tengo ninguna. Pero

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eso no significa que no existan, o que esa manipulación no sea real.
—Cualquier cosa puede ser verdad, si es suficiente con decir que lo es.
—Dije que no tengo pruebas por el momento, hermana. Simplemente necesito encontrarlas
—se acercó de nuevo—. Déjame hacerlo, Hotaru. Déjame encontrar las pruebas. Permíteme des-
entrañar esta conspiración y llevar a sus autores ante la justicia.
Hotaru miró una vez más a la mesa de mapas. Había crecido con Una grulla alza el vuelo,
siempre en el mismo lugar, como una presencia sólida y constante. Una vez estuvo a punto de
romper la escultura mientras perseguía a Kuwanan por el pasillo cuando eran sólo unos niños.
Había tropezado y golpeado la escultura y ésta se había tambaleado hacia su destrucción, pero
Kuwanan logró salvarla, tras lo que se quedaron mirándose fijamente con los ojos desorbitados
ante el desastre que había estado a punto de ocurrir.
Y ahora había desaparecido. Aquel oscuro rincón de palacio estaba vacío.
La mesa de mapas se desdibujó. Hotaru parpadeó hasta que volvió a ver claramente aquella
sombría visión de las fortunas Grulla.
El arrepentimiento es un pecado.
El poema fúnebre de Daidoji Netsu atrajo su atención. Había rechazado su seppuku porque
los Grulla le necesitaban. El clan había gastado demasiada de su menguante riqueza... demasiada
de su herencia y de sus reliquias... demasiadas de sus vidas. No podía permitirse más.
Igual que había hecho con Netsu, se volvió hacia Kuwanan y le dijo. —No, te necesitamos
aquí, Kuwanan. Necesito que ayudes a estabilizar nuestra situación estratégica y luego comiences
a preparar una contraofensiva para consolidar y asegurar nuestro control sobre Toshi Ranbo.
Kuwanan miró fijamente a su hermana durante un momento. Igual que cuando eran niños,
Hotaru podía ver como su mirada se endurecía con testarudo desafío. Si se le hubiese exigido lo
mismo que a ella, Satsume se habría asegurado de que aquella rebeldía hubiese sido sólo algo del
chico, y no parte del hombre. Pero no lo había hecho, así que...
Kuwanan sacudió la cabeza.
No... por favor, Kuwanan-kun, no hagas esto...
—Quieres que haga cosas que son meramente necesarias, hermana —cogió su capa de paja y
se la puso sobre los hombros—. Pero debo hacer lo correcto. Lamento que no puedas entenderlo.
Podía detenerlo. Ponerlo bajo vigilancia. Pero no lo hizo. Conocía bien los arranques de mal
genio de su hermano. Eran como los chubascos que caían a menudo sobre Kyūden Doji desde el
océano... intensos, pero breves. Puede que se resista a sus órdenes, pero al final, Doji Kuwanan se
sentiría obligado por el deber, igual que ella.
Kuwanan desapareció por la puerta de la tienda de campaña y se adentró en la noche.
Que descubra la verdad que tanto anhela. Sé que no fue Kachiko.
Kachiko ya había elegido a Hotaru antes que a su clan. No habría matado al padre de Hotaru…
a menos que pensase que era lo que ella quería.

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¿Lo era? ¿Era feliz ahora?
No, imposible. Debo de estar agotada para siquiera planteármelo.
No, ahora solo había una mayor presión para que tuviera un heredero con Kuzunobu. La
alianza de su clan con el Clan del Zorro dependía de ello, una alianza que podría albergar el
secreto para restaurar la armonía elemental en sus tierras.
Pero, ¿qué importaría la sucesión si no hay nada que heredar? No haría como Satsume, no
dejaría a su heredero un clan en ruinas.
Nuestros sacrificios no habrán sido en vano.
A lo lejos, unos truenos cayeron sobre las llanuras.
Y no me arrepentiré.

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© 2018 Fantasy Flight Games.


La aldea de Kurosunai
Por Chris Longhurst

El poste de la valla estaba torcido. Katsuo maldijo en voz baja, rodeó el poste con ambas manos,
y tiró. Se desprendió del suelo seco con demasiada facilidad; el largo verano había convertido la
tierra en polvo grueso.
—¿No se supone que deberías estar arreglando esa valla?
Katsuo dejó el poste en el suelo, se giró, y dedicó una sonrisa cansada a Tomoko. Estaba de
pie bajo un nudoso árbol de alcanfor a un lado del camino, aprovechando la sombra que no lle-
gaba hasta el lugar en que Katsuo se encontraba trabajando. A su lado, en el suelo, había dos cu-
bos de agua.
—Yo no construyo como los Kaiu —hizo un gesto al hoyo—. Estaba torcido.
—Lo sé —Tomoko sonrió con suficiencia—. Te he estado mirando sudar durante un rato.
Katsuo puso los ojos en blanco y extendió la mano. —Ven aquí.
Tomoko se quedó donde estaba e imitó el gesto de Katsuo. —Ven tú aquí. Hay más sombra —
Katsuo se encogió de hombros. Era verdad. Atravesó el camino y la saludó con un beso.
—Tu madre va a preguntarse dónde está el agua —dijo. Tomoko le rodeó con los brazos y
apoyó la cabeza sobre su hombro.
—Me ofrecí voluntaria para ir al pozo por el camino que pasa junto a tu granja —dijo—. Ella
sabe exactamente dónde está su agua. Además —añadió—, a mis padres les gustas.
Katsuo no dijo nada y abrazó a Tomoko. Se había puesto una flor en el pelo, y su perfume
se mezclaba con el olor a alcanfor del árbol. Si miraba por encima de su hombro, bajo las ramas
cargadas de bayas, veía los campos en terrazas de la aldea de Kurosunai, el bosque local que los
bordeaba a su derecha, y a la izquierda el camino de tierra por el que iban y venían los pocos vi-
sitantes de la aldea. Más allá, la extensa provincia de Ishigaki. Tal vez algún día tendría la opor-
tunidad de ver algo de aquello.
Entrecerró los ojos y se los protegió de la luz. Tomoko se giró para ver qué estaba mirando.
Había figuras en el camino. Un pequeño grupo, montado, con gallardetes, demasiado lejos para
poder distinguir su emblema.
—¿Samuráis? —dijo. Tomoko asintió.
—Eso parece. Pero Yasuki-sama suele venir sola, ¿verdad?
—Normalmente. ¿Por qué necesitaría?... —Katsuo notó un escalofrío repentino—. Es el
alambique. La cebada. Tiene que serlo.
—No —Tomoko se alejó de él. Se mordió el labio— ¿Quizás? No. ¿Quién se lo diría?
—Lleva el agua a tu madre, y hazle saber que vienen samuráis —dijo Katsuo.

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—No puedo irme a ningún lado antes de arreglar esta valla.
—Hazlo rápido —dijo Tomoko. Se agachó para coger su vara de transporte, la enganchó a las
asas de los dos cubos y se la echó al hombro mientras se ponía de pie—. Yasuki-sama todavía te
adora como a una madre, así que eres nuestra mejor opción para que no sea dura con nosotros.
Katsuo la miró mientras se alejaba a toda prisa. Esta vez no sintió alegría, ni se maravilló de
que, de entre todos los muchachos, ella lo hubiera escogido a él... sólo sintió un gélido terror en
el estómago.
Yasuki Hikaru había cuidado de la aldea desde antes de que él hubiese nacido, y le había sal-
vado a él y a su familia de unos bandidos cuando él era demasiado joven para recordarlo. Desde
aquel momento comenzó a ir con mayor frecuencia para asegurarse de que los bandidos habían
desaparecido de verdad, y nunca había dejado de hacerlo. Se había aprendido su nombre y el de
los demás aldeanos, y les había visto crecer a él, a Tomoko y a Shiro. El que los samuráis se pre-
ocupasen por sus súbditos era algo inusual, al mismo tiempo una bendición y una maldición.
Desviar la atención de la magistrada del alambique de shōchū y de la cebada desaparecida que
utilizaba se había convertido en algo rutinario. Pero la llegada de un grupo de samuráis no augu-
raba nada bueno. Katsuo respiró hondo y se volvió hacia el hueco de la cerca. Las cosas de una
en una. Primero una valla recta, luego directo a casa.

Katsuo caminó en dirección a su casa, demasiado aprensivo como para sentirse cansado, a pesar
del pesado martillo que descansaba sobre su hombro. Había gente fuera de la casa: los volumino-
sos contornos de su padre y su madre, la poderosa forma de su amigo Shiro, cortando leña, y las
marcadas líneas de la ropa de viaje y la armadura de la Yasuki. Katsuo empezó a correr, y luego
se obligó a ir más despacio. Todavía nada parecía fuera de lugar.
Justo delante de su casa, su perro saludó a la samurái con entusiasmo; ella se agachó para aca-
riciarlo, antes de coger un palo de la pila de leña y tirarlo para que Takuhiro lo cogiese. La magis-
trada era de la misma edad que su madre, con el pelo negro ya entrecano y arrugas en el rostro,
pero ni vestida con harapos se la confundiría con una plebeya. Tenía demasiado aplomo, estaba
demasiado segura de su propia fuerza, y sus brazos estaban cubiertos de cicatrices de las que se
negaba a contar su historia. Vestida con su haori azul celeste, con su armadura laminada brillan-
do bajo el sol, podría haber sido un kami emergiendo del mismo aire. Saludó a Katsuo con un
gesto casual que hizo que su padre se estremeciese.
—¡Katsuo-kun! —llamó— Tu padre me dice que has estado arreglando cercas.
—Así es, Yasuki-sama —contestó Katsuo. Dejó caer la cabeza del martillo de su hombro y se
inclinó profundamente.
—Y se está tomando su tiempo —dijo el padre de Katsuo— ¿Dónde has estado, Katsuo-kun?
—Arreglando la valla del prado de cabras, padre —contestó Katsuo—. El primer poste de la
cerca estaba torcido, así que tuve que reajustarlo.

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—La diligencia de Katsuo-kun
te honra —dijo la Yasuki—. Has
criado un buen hijo. Un buen hi-
jo que parece preocupado por algo.
¿Qué te aflige, Katsuo-kun?
Katsuo dudó un momento, y
luego dijo.
—He visto a varios samuráis
en el camino, Yasuki-sama —di-
jo—. Me preguntaba qué les trae
por aquí.
—He venido sola —la Yasuki
frunció el ceño— ¿Puedes describir
a esos samuráis?
Katsuo sacudió la cabeza. —Estaban demasiado lejos, Yasuki-sama.
—Bueno. Debería estar presente cuando lleguen. Sanjiro-san, por favor, cuida de mi caballo.
Me apetece estirar las piernas.
—Por supuesto, samurái-sama —el padre de Katsuo se inclinó tanto como pudo, pero la Ya-
suki ya se estaba alejando. Apenas había llegado a la carretera cuando Shiro se acercó y dio una
fuerte palmada a Katsuo en el hombro, haciéndole tambalearse. Tenía la misma edad que él, pero
mientras que el trabajo en la granja había hecho a Katsuo fibroso, el duro trabajo en la herrería
había convertido a Shiro en una mole de músculos y más músculos.
—¡Alabanzas de la magistrada! —su rostro se abrió en una amplia sonrisa— ¡Quizás algún
día te quiera contratar como uno de sus dōshin!
—¿Para que se pase el día recorriendo toda la provincia por asuntos de samuráis? No, te ne-
cesitamos aquí en el pueblo, Katsuo —el padre de Katsuo miró hacia la Yasuki por encima de su
hijo mientras se alejaba por el camino— ¿Pero dijiste que había otros samuráis?
—Sí —dijo Katsuo—. Creo que están aquí por el alambique, o al menos por la cebada que he-
mos utilizado en él.
—No tienes forma de saberlo —dijo Shiro, aunque parecía tenso.
—¿Por qué si no iba a venir aquí un grupo de samuráis? —replicó Katsuo—. Deben saber que
les hemos estado dando menos cebada de la debida.
—¿Cómo? —presionó Shiro—. Son samuráis. No saben cuánta cebada obtenemos en
una cosecha.
—¿A lo mejor alguien se lo dijo? —respondió Katsuo—. No lo sé. Pero sin duda alguna vienen.
—¿Dónde están los barriles? —la madre de Katsuo les interrumpió.
—En la casa del jefe de la aldea —dijo su padre—. Mientras Yasuki-sama no entre...

33
—¿A dónde más va a ir? —estalló la madre de Katsuo. Su cara se retorció como un puño—. Si
va a recibir a otros samuráis, lo hará allí. Dime al menos que los barriles están escondidos.
Katsuo vio cómo el color desaparecía del rostro de su padre. —Estábamos esperando a Shin...
La madre de Katsuo se dio la vuelta. Blasfemó de forma explosiva, y Katsuo dio un paso atrás
de forma involuntaria.
—Lo hemos temido demasiado fácil durante demasiado tiempo —dijo su padre disculpán-
dose. Sacudió la cabeza—. El orgullo nos ha puesto en ridículo a todos, Maki.
—Nos convertirá a todos en cadáveres —dijo Maki. Volvió a maldecir, con mucho entusias-
mo—. Katsuo, Shiro, venid conmigo. Necesitamos mantener a Yasuki-sama y a los demás fuera
de esa casa o nos matarán a todos.
—¿Realmente nos matarían? —preguntó Shiro mientras corrían por los arrozales. Estrechos
senderos pasaban a través del arroz para los aldeanos que no querían tomar el camino de vuelta,
y ahora serían un atajo de vital importancia— ¿Por shōchū?
—Los samuráis nos matarían por hacer una reverencia demasiado escasa —dijo Maki—, o
porque han tenido un mal día. No me cabe duda que nos matarían a todos por escamotear ceba-
da de los libros de cuentas.
—Pero Yasuki-sama siempre pareció que se preocupaba por nuestro pueblo —protestó Shiro.
—Los samuráis son humanos —dijo Maki. Su cara era una máscara fija de tensión—. Pe-
ro el Bushidō viene de los Kami. Harán lo que crean que deben hacer, aunque los convierta
en monstruos.

Otros habitantes de la aldea habían pensado de manera similar. Cuando Katsuo, Shiro, y Maki
llegaron al centro del pueblo, el jefe y los demás aldeanos mayores, los que no trabajaban en los
campos ni se ocupaban de otras tareas, se habían reunido y estaban saludando a Yasuki-sama.
Los rituales de saludo la retrasarían, pero estaba claro que quería recibir a los otros samuráis en
el ambiente más formal que podía brindarles la aldea.
—¿Dónde están los demás samuráis? —dijo Katsuo mientras el trío reducía la marcha a un
paso despreocupado. Miró a su sombra para ver la posición del sol—. Los vimos hace al menos
una hora, tal vez dos.
—Preocúpate por eso cuando lleguen —dijo Maki. Bajó la voz y acercó a los dos jóvenes—.
Katsuo-kun, tú y yo hablaremos con Yasuki-sama. Shiro-kun, explica a los demás la situación
cuando se distraiga.
Su rostro asumió una sonrisa agradable y se dirigió hacia la samurái, seguida por Katsuo. In-
tentó igualar su comportamiento pero no pudo… Yasuki-sama había percibido fácilmente su an-
terior ansiedad, y se sentía mal engañando a alguien que siempre había sido muy amable con él.
¿No podían explicarlo? ¿Llegar a algún tipo de acuerdo?

44
—Yasuki-sama —dijo Maki, inclinándose profundamente— ¿Puedo robaros un momento de
vuestro tiempo?
—Por supuesto, Maki-san —dijo la samurái. Se excusó del anciano con el que había estado
hablando. Tan pronto como se dio la vuelta, el hombre salió corriendo hacia donde los otros an-
cianos se estaban reuniendo alrededor de Shiro.
—Aunque —añadió la samurái—, si llegan mis compañeros, deberé saludarlos de inmediato.
—Naturalmente, Yasuki-sama —Maki se inclinó de nuevo—. Mi hijo ya tiene edad para
elegir un camino en la vida, y desea comprometerse a vuestro servicio. ¿Lo aceptarías como
un ashigaru?
Katsuo hizo una profunda reverencia para esconder la sorpresa de su expresión. ¿Un ashiga-
ru? ¿Qué hay de la granja? ¿Y de Tomoko?
La Yasuki no dijo nada. Katsuo no estaba segura de cuándo... de si sería apropiado que se en-
derezara. Los aldeanos murmuraban no muy lejos. Los insectos cantaban. Sin embargo, no se
oían pájaros. ¿Sería un presagio?
—Katsuo-kun. Maki-san. Levantaos —si la voz de Yasuki-sama fuese una espada, su mano
estaría en la empuñadura.
Katsuo obedeció. El rostro de la samurái coincidía con su voz, una suave máscara lo suficien-
temente delgada como para que se viese el acero que había debajo.
—Conozco a vuestra familia desde hace diecisiete años —dijo, dirigiéndose tanto a Katsuo
como a su madre—, así que pasaré por alto el insulto implícito en vuestro engaño. Pero me sien-
to herida. ¿Por qué me estáis mintiendo?
Katsuo abrió la boca para decir algo, pero inmediatamente se vio interrumpido por un horri-
ble grito. Era una forma novedosa de distraer a Yasuki-sama...
Cascos de caballo. ¿Quién tenía
un caballo? La Yasuki le golpeó en el
pecho y el joven cayó hacia atrás, sin
aliento al golpear contra el suelo. Una
enorme forma se sacudió entre ellos
en un torbellino de pezuñas, justo
donde había estado. Se puso en pie de
un salto para ver a una figura monta-
da (¡un samurái a caballo!) abatiendo
a aldeanos. Gente a la que conocía,
gente con la que había crecido. ¿Era
aquella la justicia de un samurái por
usar un poco de cebada para hacer
shōchū? ¿No habría juicio, ni cere-
monia? ¿Sólo una masacre?

55
—¡Entra! —gritó la Yasuki— ¡Cierra las puertas!
Se encontraba sola en el centro de un círculo cada vez más amplio. Los aldeanos no necesita-
ban que les animaran a huir. Un puñado de cuerpos inmóviles reflejaban lo que sucedería a aque-
llos que no reaccionaran con la suficiente rapidez.
Katsuo vislumbró a los samuráis a caballo dando vueltas alrededor de la herrería, volviendo
para otra carga.
¡Y ahí, otra! Con su andrajoso caballo al trote, daikyū en mano, sus ojos inexpresivos sobre la
máscara en forma de perro de su casco. Pero si no eran aliados de los Cangrejo, ¿por qué estaban
aquí? ¿Por qué estaban matando gente?
—¡Katsuo! ¡Adentro! ¡Ahora!
—Pero...
Ella le dedicó una mirada, y estuvo a punto de tirarse al suelo y rogar que le perdonase. En su
mirada no había más que muerte. La de él. la de ella. La de cualquiera.
Una flecha silbó. La espada de la Yasuki saltó y la flecha cayó partida en dos pedazos.
Katsuo corrió.
La puerta de la herrería estaba cerrada. Bloqueada. La siguiente casa también. Todo el mun-
do se estaba tomando en serio las instrucciones de la Yasuki. Tras él oyó el trueno de los cascos,
otro silbido de flecha, el grito kiai de la Yasuki haciendo temblar las persianas. Miró hacia atrás,
pero el combate se había perdido de vista...
Algo rodó bajo su pie, y el joven cayó al suelo. Mirando hacia abajo, vio que había tropezado
con una cabeza.
No tenía ni idea de quién era. No podía ver ningún cadáver cerca. El instinto lo impulsó a le-
vantarse y alejarse de ella: las piernas y los brazos se movían por sí solos, sus manos se aferraron
a un edificio cercano. Se apoyó contra él, respirando pesadamente, incapaz de apartar sus ojos de
la ensangrentada cabeza.
De la casa salieron gritos, como si hubiese tocado un nervio. Las persianas cercanas resona-
ron violentamente contra sus ataduras cuando un gran peso se estrelló contra ellas desde el in-
terior, seguido por el distintivo y húmedo sonido de una espada contra la carne. Una carnicería.
—¡Katsuo!
Tomoko corrió hacia él con la ropa empapada de sangre y los ojos desorbitados por el terror.
Shiro le seguía de cerca.
—¡Corre! —gritó Shiro— ¡Están en las casas! ¡Están matando a todo el mundo!
—También están en el centro de la aldea —gritó Katsuo. ¿Cuántos eran?
Tomoko se estrelló contra él, abrazándole y llorando sobre su hombro con fuertes sollozos.
Seguía teniendo la flor en el pelo, observó Katsuo. Los pétalos estaban un poco doblados.
No había ni una gota de sangre en ellos. Shiro estaba pálido, sus ojos saltaban a uno y otro la-
do mientras apretaba y aflojaba los puños. Más gritos los hicieron estremecerse a todos. No po-
dían quedarse allí.

66
Una puerta crujió al abrirse. Katsuo no esperó a ver quién salía. —Corred —instó, soltándo-
se de Tomoko— ¡Corred!
Ella gimió, pero se movió. Katsuo la siguió, y Shiro a él, pero Shiro no estaba hecho para co-
rrer. Katsuo le escuchó gritar y caer, y luego gritar desafiante y lanzar todos los improperios que
conocía a su perseguidor, mientras Katsuo y Tomoko le dejaban atrás. Katsuo miró hacia atrás
mientras giraba la esquina de la siguiente casa: Shiro de rodillas, agarrándose el pecho con los
brazos. Sobre él, un samurái con una armadura que en algún momento había sido verde. El
samurái partió el estómago de Shiro de lado a lado con un movimiento de muñeca. Katsuo se
agachó a la vuelta de la esquina, mientras rezaba a cualquiera que estuviese escuchando para que
no le viesen. Tomoko hizo un gesto desde una puerta abierta, y corrió a unirse a ella.
—¿Qué está pasando? —dijo ella, con la voz aguda y tensa. Katsuo sacudió la cabeza mientras
cerraba la puerta con gran lentitud y colocaba la barra en su sitio.
—No tengo ni idea —susurró. Las persianas de las ventanas de la habitación principal se-
guían abiertas. Si el samurái les seguía, podría mirar dentro de la casa y verles—. No podemos
quedarnos aquí.
—¿Adónde podemos ir? —preguntó Tomoko. Se mordió los nudillos para ahogar un sollozo.
Katsuo miró a su alrededor.
—Por la ventana trasera —susurró—. Rápido y en silencio. Podemos escabullirnos mientras
él está...
—¿Y después de eso? —Tomoko se aferró a la camisa de Katsuo. El joven respiró hondo, co-
gió las manos de ella y se obligó a no mirar por la ventana por la que el samurái pasaría en cual-
quier momento. Todo lo que ella quería era esperanza. Tenía que convencerla de que todo podía
salir bien.
—Después de eso, mi casa. Y después de eso... —interrumpió su protesta antes de que empe-
zara— …simplemente... lejos de aquí. A cualquier lugar menos este. Podemos hacerlo. Pero tie-
ne que ser ahora.
Ella asintió y se acercó a la ventana trasera, trepando ágilmente a pesar de su kimono y del
temblor de sus manos. Katsuo le siguió, y luego regresó para coger un cuchillo de gran tamaño
de la cocina antes de reunirse con Tomoko en el exterior. Le entregó el cuchillo. Ella se le quedó
mirando sin entender.
—Si tienes la oportunidad, apuñálalo.
—¡No puedo matar a nadie! —dijo Tomoko horrorizada.
— Puede que no —dijo Katsuo. A un lado de la casa había un montón de leña cortada, y junto
a ella herramientas, incluyendo un pesado mazo como el que había usado para clavar los postes
de las vallas esa mañana. Lo cogió—, pero mejor tenerlo y no necesitarlo.
Un gran grito resonó por la aldea. Algo pesado había chocado contra el suelo no muy lejos,
el ruido de madera contra madera. La Yasuki seguía viva, seguía luchando.

77
—Vete a mi casa —dijo Katsuo—. Coge los atajos. Los samuráis no los conocen y sus caballos
no cabalgarán bien por los arrozales.
—Oh, no —sollozó Tomoko, negando con la cabeza al adivinar qué era lo que quería decir—.
Tú te vienes conmigo.
Katsuo se esforzó por encontrar las palabras adecuadas. Cualquier palabra.
—Yasuki-sama está luchando sola contra ellos —dijo al fin, como si eso explicase algo.
—¿Y qué vas a hacer? —suplicó Tomoko—. No puedes luchar contra samuráis. ¡Morirás!
¿Cómo podría no luchar contra ellos? ¿Cómo podría dejar luchar y morir a la magistrada
cuando su presencia podría marcar la diferencia? Ella lo salvó una vez, y ahora podría devolver-
le el favor.
—Escucha —Katsuo inclinó la barbilla de Tomoko para mirarla a los ojos—. Vuelve a tu
granja, busca a tu familia y nos reuniremos en mi casa. Si no llego pronto, vete sin mí.
Tomoko cogió a Katsuo de los brazos. —Te quiero —dijo ella—. Necesito que lo sepas.
—Yo también te quiero —dijo Katsuo, y lo decía en serio. La besó—. Pero no podría irme
sin... saberlo.
Otro grito kiai proveniente del centro de la aldea, esta vez apagado. La Yasuki había seguido
su propio consejo y se había metido en un edificio.
—Vete. Cuídate. Haré lo que pueda.
Haré lo que tenga que hacer.
Katsuo dio un pequeño empujón a Tomoko, y luego se apartó de ella. No se atrevió a mirar
hacia atrás para verla marcharse.

El movimiento llamó la atención de Katsuo entre la quietud del centro de la aldea. La puerta de
la casa del jefe, abierta y oscilando de sus bisagras. No había rastro de los samuráis, de sus caba-
llos ni de la Yasuki. Ningún grito. Ni un sonido excepto el suave ruido de sus pasos al acercarse a
la puerta. Si la magistrada estaba en algún lado, seguramente estaría allí.
Resultaba lógico que el jefe de la aldea tuviera la casa más grande. Casi toda la planta baja
estaba compuesta por una sola habitación abierta, lo bastante grande para que toda la aldea se
reuniese si era necesario, y lo suficientemente bien equipada para recibir a la Yasuki, a Shin el
mercader, o a cualquier otro invitado de honor.
Hoy había recibido algo diferente. El aire estaba cargado con el olor de la sangre. Dos gran-
des barriles de shōchū se encontraban donde los habían dejado, sin marcar pero de naturaleza
evidente. Las esteras de tatami en el suelo estaban empapadas de sangre, había cadáveres tirados
allá donde los habían derribado. Y en el extremo opuesto de la habitación, sentado a la mesa del
jefe de la aldea, había una criatura de pesadilla.
A primera vista parecía un samurái, armado y acorazado como un samurái con un yelmo
con forma de calavera... pero al acercarse, Katsuo se dio cuenta de que el cráneo era su cara,

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sin piel, y que tenía una expresión es-
pantosa a consecuencia de los trozos
de carne que quedaban pegados a él. El
monstruo examinaba una fila de globos
oculares colocados ante él sobre la me-
sa: los sostenía delicadamente entre dos
delgados dedos y los estudiaba con sus
cuencas vacías.
Katsuo se quedó paralizado en la
puerta. Su estómago se encogió. Aque-
llo no era un samurái.
Era algo mucho peor. Historias de
miedo de la infancia, medio recorda-
das, se disputaron su atención. “Si no te
portas bien te llevarán los trasgos”. ¿Era aquella… cosa... una especie de castigo divino por robar
la cebada?
La criatura dejó el ojo que estaba examinando en la fila que tenía ante ella y pasó al siguiente.
La Yasuki no estaba allí. Katsuo intentó escabullirse por la puerta pero se detuvo cuando su
mirada errática se posó sobre la forma caída de su madre, acurrucada en un ovillo no muy lejos
del monstruo sin ojos. Mientras la miraba, Maki se movió un poco y gimió. ¡Estaba viva!
El monstruo continuó con su macabro examen.
Katsuo se acercó a su madre con dolorosa lentitud. El sudor le goteaba por la cara. Le dolie-
ron los nudillos de aferrar el garrote. La cara de Maki estaba destrozada, pero aun así respiraba
de forma profunda y temblorosa.
Katsuo se obligó a dar los últimos pasos lenta y silenciosamente; la criatura parecía estar cie-
ga, al carecer de ojos. Se agachó junto a su madre, tratando de no percibir el horror.
—No digas nada —susurró, y Maki ahogó un gimoteo—. Soy yo, Katsuo. La criatura no pue-
de ver. Si nos mantenemos callados, podemos escapar.
—Puedo ver perfectamente —dijo la voz demacrada.
Katsuo se puso en pie de un salto, dándose la vuelta. Aquella parodia de samurái estaba tan
cerca de él que retrocedió, tropezándose con sus propios pies hasta que su espalda se estrelló
contra una columna de apoyo. Uno de los ojos estaba alojado ahora en la cuenca derecha de la
criatura. Su mandíbula colgaba suelta, su profunda voz sepulcral resonaba sin lengua ni labios.
La criatura puso una mano sobre la empuñadura de su katana. Con la otra señaló al rostro de
Katsuo (a sus ojos, comprendió) y luego golpeó el pómulo bajo su cuenca vacía. Toc, toc, sonó el
guantelete contra el hueso.
Katsuo aferró el mazo en una postura defensiva. Sus intestinos parecían estar llenos de agua
helada. Tenía el corazón en la garganta, latiendo como si fuera a estallar.

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El ser cerró la mandíbula con un chasquido definitivo. Su katana tañó como una campana al
deslizarse de su funda. Avanzó hacia Katsuo, sin molestarse en adoptar una postura de kenjutsu.
Katsuo levantó el mazo mientras le acosaban las palabras de Tomoko.
No puedes luchar contra samuráis.
Morirás.
Un aullido sobrenatural resonó por la habitación, y una desgarrada forma se estrelló contra
el monstruo, desequilibrándolo.
—¡Madre!
Maki gritó como un espíritu salido de Jigoku mientras se aferraba al brazo de la espada de la
criatura con todo el cuerpo, haciendo girar y caer al suelo a los dos.
El monstruo desenvainó su wakizashi con la mano libre y lo clavó tan fuerte en el pecho de
su madre que Katsuo lo oyó golpear contra la madera del suelo. Maki se estremeció y tosió san-
gre pero se aferró a la criatura con la tenacidad de la muerte. La criatura samurái se detuvo para
ponerse de pie, lista para liberarse de una vez por todas de la mujer.
Como plantar el poste de una valla. El golpe de Katsuo convirtió en astillas el cráneo de
la criatura.

Cuando llegó a la granja de su familia, la única señal de vida era el caballo de la Yasuki, que aún
esperaba pacientemente fuera. ¿Matarían las abominaciones a toda la gente pero dejarían vivos a
los caballos? Katsuo no lo sabía.
—¡Katsuo-kun! —Tomoko salió corriendo por la puerta y le abrazó. Luego se echó para
atrás—. Encontré a Yasuki-sama. ¡Está aquí!
Por supuesto, la samurái había seguido a Tomoko fuera de la casa. Estaba armada con el ma-
zo que Katsuo había dejado en la granja, tenía la ropa desaliñada, su armadura mostraba señales
de haber estado en combate, pero aparte de eso estaba indemne. Era como ver una montaña salir
de su casa. Detrás de ella se escondía su padre, que aferraba a Takuhiro por el collar. El perro se
quejó y enseñó los dientes, consciente de que algo andaba mal. Quizás podía olerlos.
—Yasuki-sama —dijo Katsuo, inclinándose—. No son humanos. El que maté no tenía cara.
No sé.... no sé qué es lo que son.
—¿Mataste a uno? —Yasuki alzó un poco las cejas y miró al mazo que llevaba—. Impresionante.
—Tuve ayuda —Katsuo no podía mirarla. Su elogio le recordó a Shiro, segado como si fuera
trigo—. Padre… madre está muerta.
El padre de Katsuo asintió bruscamente, con el rostro pálido pero sin mostrar ninguna otra
reacción. Él y Katsuo llorarían más tarde.
—Son los Perdidos —dijo la Yasuki. Apoyó el mazo contra el marco de la puerta—. Samuráis
que han sido consumidos por las Tierras Sombrías. ¿Puedo ver tu martillo?

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—No tenía cara —repitió Katsuo mientras le daba el martillo a la samurái. Dicho en voz al-
ta, sonaba absurdo.
—Las Tierras Sombrías generan todo tipo de horrores —continuó la Yasuki. Parecía distraí-
da mientras examinaba la cabeza del martillo—. Sin rostro y de muchos otros tipos. Di la verdad:
¿realmente lo mataste?
—Sí, samurái-sama.
—Entonces le has hecho un favor a Rokugán —dejó el mazo al lado del otro. Salió a la parte
delantera de la granja, miró hacia arriba y hacia abajo del camino, y luego regresó con la familia.
Durante un instante, Katsuo vio como una expresión luchaba por llegar a su cara, pero la repri-
mió—. Y ahora yo también debo hacer un servicio a Rokugán.
—La provincia de Midakai no está lejos, al este —dijo el padre de Katsuo. Su voz era débil—.
Puede que allí estemos a salvo, y avisaremos al clan de lo que ha pasado.
—No —la Yasuki negó con la cabeza—. Para detener la propagación de la Mancha de las Tie-
rras Sombrías, todos debéis morir —desenvainó su katana. La hoja brilló al sol.
—¿Qué? —chilló Tomoko— ¡Hemos sobrevivido!
—Katsuo, Tomoko. Estáis cubiertos de sangre. Habéis quedado expuestos a las criaturas de
las Tierras Sombrías. La Mancha podría estar arraigando ahora mismo en vuestros cuerpos. Co-
mo samurái al servicio de mi clan, no puedo permitir que viváis y la propaguéis más. Lo más que
puedo ofreceros es una muerte limpia, a mis manos.
—¿ Y qué hay de ser humano, Yasuki-sama? —preguntó en voz baja el padre de Katsuo—.
Nos salvasteis de los bandidos. Habéis visto crecer a Katsuo-kun. ¿Lo máximo que podéis ofre-
cernos, como persona, es una muerte limpia?
—Como persona, me rompe el corazón —el rostro de la Yasuki no mostró ningún rastro de
emoción—. Pero mi deber está claro. Por favor. Inclinad la cabeza.
—¿Y qué hay del jade? —preguntó Katsuo, tratando de recordar las historias— ¡Podemos pu-
rificarnos con jade!
Un silbido, y el sonido de metal contra carne. Katsuo medio esperaba ver su propia cabeza
caer de su cuerpo, pero al primer silbido le siguió un segundo, y esta vez la Yasuki se movió como
un borrón mientras su espada cortaba una flecha espinosa en mitad del aire. Una tercera flecha,
que cayó una vez más al suelo partida en dos. Katsuo tardó un instante en localizar la primera:
clavada firmemente en la espalda de la Yasuki.
En el camino, la mujer con la máscara de perro de antes había regresado, daikyū en mano.
Ahora que sabía cómo buscarla, Katsuo podía ver la Mancha tanto en ella como en su caballo: su
apariencia demacrada, su piel gris, translúcida, salpicada de venas negras. Casi con indiferencia,
la mujer descordó su arco y desmontó. Desenvainó su espada y miró hacia abajo, inspeccionán-
dola en busca de defectos, pero no se acercó.

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—No hay jade —dijo la Yasuki. Una pequeña vacilación en su voz. ¿Un dolor físico, o del co-
razón? Sobre su haori brotaba sangre donde se había clavado la flecha—. Los demás clanes no
nos lo venderán, y no tenemos suficiente para cumplir con nuestro deber.
Katsuo trató de encontrar palabras. —No... no lo entiendo.
—Ellos tampoco —la Yasuki intentó respirar hondo, y no pudo. Tosió, la sangre salpicó sus
labios mientras se doblaban en una amarga sonrisa—. He vivido lo suficiente como para olvidar-
me de la mortalidad. Voy a morir aquí, Katsuo, y necesito que me hagas un juramento.
—¿Un juramento?
—Si tu padre, Tomoko o Takuhiro muestran el menor síntoma de la Mancha....tienes que ma-
tarlos. Si tú manifiestas los síntomas de la Mancha...
—Entiendo —Katsuo miró a Tomoko, que miraba aterrada hacia la pálida samurái del cami-
no. ¿Podría matarla a sangre fría?—. Lo haré.
—Entonces serás mejor samurái que yo —la Yasuki echó la mano hacia atrás y con un jadeo
de dolor rompió el astil de la flecha—. Utilizaré lo que me queda de vida para conseguirte todo
el tiempo que pueda. Coge a tu familia y corre.
El padre de Katsuo se acercó a ellos. Con un gesto silencioso entregó a la Yasuki un mazo. La
mujer devolvió su espada a su vaina y lo cogió. Lo aferró y se dirigió hacia la otra mujer, que es-
taba haciendo cortes en el aire con su espada como haría un matón sin experiencia.
—Soy Yasuki Hikaru, del Clan del Cangrejo —escupió ella—, y morirás a mis manos.
La mujer sonrió y negó con la cabeza. Levantó su espada en posición de combate.
Katsuo se volvió hacia su padre. —Tenemos que irnos —su padre asintió, y los tres huyeron,
seguidos por Takuhiro. Tras ellos, se oyó una vez más el grito de guerra de la Yasuki.

Katsuo no había viajado nunca tan lejos de su casa. Se había hecho de noche hacía ya unas horas,
pero ninguno de ellos había querido detenerse. Ahora había salido la luna, y los restos del calor
del día se desvanecían en el frío de la noche. Se sentó en el suelo, con Tomoko apretada a su lado,
mientras Takuhiro y su padre dormían juntos al otro lado de una pequeña hoguera. ¿Verían los
Perdidos el fuego? Tal vez. Pero no sobrevivirían la noche sin él.
—No lo entiendo —murmuró Tomoko—. Estaba dispuesta a matarnos... ¿y luego cambió
de opinión?
Katsuo se quedó escuchando a los insectos, el crepitar del fuego. En algún lugar, un pájaro
nocturno cantaba. —Los samuráis son humanos —repitió al cabo de un tiempo—. Nunca quiso
matarnos. Pensó que tenía que hacerlo. Que era su deber.
Porque los Cangrejo no tenían jade suficiente para cumplir correctamente con su deber.
¿Acaso no era el deber de la Muralla Kaiu mantener a los monstruos de las Tierras Sombrías ale-
jados de Rokugán? ¿Y no era el deber de los demás clanes proporcionar a los Cangrejo lo que ne-
cesitaban? ¿Cuántas aldeas habían sacrificado los Cangrejo para mantener contenida la Mancha?

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—Deber —dijo Tomoko sobre su hombro, con voz malhumorada—. Oí lo que te preguntó.
¿Me matarías? ¿Si la Mancha me infectase?
En última instancia, Yasuki Hikaru había guardado su espada. ¿Tendría Katsuo el valor de
matar donde ella había elegido morir?
—No lo sé —admitió finalmente—. No lo hubiera creído, pero... ¿quieres convertirte en
algo así?
Tomoko se estremeció. —No.
Se quedaron sentados en silencio durante un rato, mientras Katsuo escuchaba los sonidos de
la noche. La respiración de Tomoko se volvió lenta y regular cuando finalmente sucumbió al sue-
ño, y él la recostó suavemente sobre la hierba.
Se acostó de espaldas junto a ella, mirando las estrellas. El mundo estaba quebrado. ¿Estarían
observando las Fortunas mientras todo se desmoronaba como un carro con un eje roto? ¿O es-
tarían tratando de arreglarlo? ¿Era aquello parte de su plan?
—Algo ha salido terriblemente mal —lo dijo en voz alta, como para ver cómo sonaba, y al
oírlo cimentó su convicción de que era cierto. Los gigantes estaban peleando, y todo lo que podía
hacer era rezar para que procuraran no pisar a las hormigas.

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Forasteros
Por Robert Denton III

Los sacerdotes no sabían que era lo que había enfurecido al kami del Santuario del Estanque
Hōseki, solo que sus vidas habían estado en peligro mortal cuando les expulsó de la sala de
oración. Describieron el incidente con gran detalle: ofrendas en llamas, pergaminos lanzados
de las estanterías, iconos de porcelana destrozados, y la viga rota que estuvo a punto de aplastar
al pobre Kichi. Desde entonces, cualquiera que entraba era atacado por fuerzas invisibles. Los
sacerdotes estaban desconcertados. El espíritu consagrado nunca había actuado de aquella
manera antes. Pero tal y como se recordó Kosori, sólo eran sacerdotes laicos. No podían percibir
al kami al que servían, mucho menos discernir qué habían hecho para ofenderlo. Esa era potestad
única de los shugenja. Así que se retorcieron las manos inútilmente y esperaron a que llegase un
Isawa.
Isawa Kosori no Kaito puso una mueca de dolor ante la carta mientras la leía de nuevo. Ella
y los demás guardianes debían descubrir cuanto pudiesen y mantener a salvo a los testigos, pero
en última instancia sus instrucciones eran esperar a la llegada del shugenja.
Dentro de diez días.
Se oyó un estruendo en la sala de oración. Otro artefacto, o una parte del propio santuario,
destruido por la ira del espíritu. Kosori suspiró. Quizás era una suerte que hubiese perdido la voz
de forma permanente. De aquella forma, no podía decir nada vergonzoso.
Miró a sus asistentes, dos guardianes de santuario Kaito, familia vasalla de los Isawa, mientras
intentaban tranquilizar al trío de afligidos sacerdotes. Uno le lanzó una mirada exasperada, y
Kosori se la devolvió. Cada día, la ira del kami aumentaba, así como la violencia de sus acciones.
¿Qué quedaría para cuando la ayuda llegara finalmente? Pero había poco que hacer al respecto,
ya que los desequilibrios elementales en las tierras Fénix habían hecho que los Isawa tuvieran que
presentarse en zonas de toda la región.
Kosori arrugó la carta al apretar el puño. ¡No puedo perder el tiempo esperando! Tsukune-
sama no esperaría. ¡Se lanzaría a un edificio en llamas en vez de quedarse de brazos cruzados!
Pero sin un shugenja, había límites a lo que podía hacer. Los Kaito eran guardianes de san-
tuarios, entrenados para ayudar a los sacerdotes y proteger los templos. Su vocación era la de
guardianes: protecciones, amuletos, medicinas, folklore, la lucha contra espíritus malignos. Si se
alcanzaba el pináculo de su arte, uno podía convertirse en un altar viviente en el que los kami
podían habitar. Pero no tenían el don de los Isawa. No podían entrar realmente en comunión
con los espíritus.
Y aunque pudiera, sus órdenes eran claras. Era una mera vasalla de los Isawa. Incluso con su

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nuevo puesto en la familia, ¿podría desafiar tan audazmente a sus amos?
Cerró los ojos. Por favor, Isawa Kaito, honorable ancestro, ¡guiad a vuestra humilde sierva!
Un relincho captó su atención. En el lado no consagrado del encarnado arco torii, un hom-
bre alimentaba a su caballo en el humilde establo reservado para los viajeros. Tenía una nariz
ganchuda y una mandíbula angulosa, y los ojos de un intenso color castaño que combinaban
con su cabello. En el hombro de su kimono púrpura podía verse un pergamino desplegado de
color blanco. Kosori recordaba el mon, el símbolo de la familia Iuchi, los shugenja del Clan del
Unicornio. Su caballo cogió un rábano de la palma de su mano y él lo acarició en su largo hocico,
y luego hizo una serie de gestos rápidos. El caballo observó los movimientos con ojos profundos.
Sólo había pasado un mes desde que se había marchado de la Capilla del Acantilado. Maezawa
había hecho lo que pudo como curandero, pero el ki del propio meridiano había quedado inte-
rrumpido. Para cuando la herida sanó por fin, Kosori había perdido completamente la voz. La
cicatriz estriada que tenía en la garganta resultaba evidente.
Ahora hablaba con las manos. Todavía estaba aprendiendo, por supuesto. El lenguaje era
tan complejo como el rokuganés hablado, pero totalmente distinto. Llevaría años dominarlo
por completo. Pero sabía lo bastante como para reconocer que el Unicornio le había pedido a su
caballo que no se moviera demasiado en el establo. Le estaba hablando con las manos.
Pocos en el país conocían aquel lenguaje de signos. Recordó los largos días pasados en silen-
cio, rodeada de gente, pero incapaz de conversar con ellos. Era muy solitario. Ver ahora a aquel
forastero hablar como ella lo hacía....
Tenía que hablar con él.
Kosori nunca había visto un caballo de cerca. Lo miró con asombro mientras se acercaba.
Aquellos animales no eran delicados con los caminos y aumentaban el coste de su manteni-
miento, por lo que sólo se expedían cincuenta permisos de viaje cada año que permitieran el
paso de caballos por tierras Fénix. Que este hombre hubiera obtenido uno delataba su posición.
El desconocido finalmente se dio cuenta de que se había quedado mirando fijamente a su
montura. Trazó una línea hacia su propia cara y agitó los dedos, como si sostuviera un abanico.
—Es hermoso —había dicho. Esperó, conteniendo la respiración. El hombre la observó con el
ceño fruncido. El corazón le dio un vuelco. Tal vez no la entendería después de todo.
Pero entonces sonrió. —Es hermosa —contestó él, dando palmaditas al flanco del caballo—.
Su nombre es Mayu.
Una sonrisa se extendió por el rostro de Kosori. ¡Por fin! Alguien más con quién hablar
aparte de sus asistentes y su sensei. Trazó su nombre en el aire, dibujando el kanji al revés.
—Saludos, Kosori-san —contestó—. Yo soy Iuchi Takeya —mientras ella se inclinaba, él
levantó repentinamente su mano abierta. Kosori le miró confundida, sin saber qué hacer.
Takeya retiró la mano con una risa nerviosa. —¡Ah, mis disculpas! La costumbre —algo en su
risa y en la forma en que sus ojos centelleaban la hizo sonrojarse—. A veces se me olvida.
Otro Isawa habría considerado descortés la forma en que mantuvo la mirada posada sobre

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ella, así como su carácter campechano y directo. Pero Kosori no. En la ciudad todos eran edu-
cados, y la cortesía obligaba a no mirar directamente a nadie. Como ella hablaba por gestos, si
nadie la miraba se volvía verdaderamente muda. Se pasó días deseando que alguien fuera gro-
sero, y la mirase.
—Es la primera vez que vengo a estas tierras —confesó—. ¿Sois de por aquí?
Kosori carecía del vocabulario para responder, así que sólo señaló el horizonte, donde las
lejanas montañas de la provincia de Garanto se encontraban bañadas por el azul del cielo, apenas
visibles.
Él se río. —Ah. Eso está un poco lejos de donde voy.
—¿Emprendiendo el peregrinaje? —se las arregló para indicar.
Los Fénix y los Unicornio tenían un acuerdo, que llevaba vigente casi trescientos años, por el
que los samuráis Unicornio podían viajar libremente al Monasterio del Ki-Rin del Clan del Fénix
sin necesidad de papeles de viaje. No existía ningún otro acuerdo como aquel en el Imperio, una
señal de amistad entre los dos clanes.
El hombre asintió con la cabeza. —Sí. Pero antes de poder continuar, debo hacer ofrendas
aquí, tal como hicieron mis antepasados —suspiró—. Por desgracia, parece que nadie puede
entrar. No pude evitar oír los problemas de vuestro santuario.
Kosori frunció el ceño. Por su propia seguridad, los sacerdotes no dejaban entrar a nadie
mientras el kami siguiese airado. Pero Takeya era un Iuchi, un shugenja. ¡Sin duda sería diferente
en su caso!
Takeya acarició distraídamente la melena color azabache de Mayu. —Me ofrecí a ayudar,
pero... —una sonrisita torció sus labios—. Bueno, parece claro que los sacerdotes preferirían a
un Isawa.
La mente de Kosori se puso en movimiento. Preguntó con las manos: —Pero ¿ayudaríais si
se os pidiera?
—¿No es ese el deber de un shugenja?
Aquello zanjó la cuestión. Kosori dio una palmada. Sus asistentes aparecieron al instante.
Mientras se arrodillaban, intentó no sonreír ante el asombro mostrado por Takeya. —No pode-
mos esperar más. Llevaré a este hombre conmigo al santuario. Apaciguaremos al kami. Ocupaos de
la seguridad de los sacerdotes.
—Kosori-sama —dijo uno de los asistentes—, nuestras órdenes son esperar la llegada de los
Isawa.
Ella sacudió la cabeza. —Nuestras instrucciones decían que “esperáramos la llegada de shu-
genja” —señaló a Takeya—. Tenemos a un shugenja aquí mismo.
Los dos guardianes sonrieron.
Cuando se fueron, Takeya le dirigió una mirada tímida. —Por algún motivo, tengo la impre-
sión de que sois más de lo que aparentáis, Kosori-san.
Ella le devolvió la sonrisa y fue a buscar su arco.
33
Kosori retrocedió contra el peso de Takeya al caer al suelo. Un sólido golpe sacudió la cámara
inmediatamente después. Una viga se había estrellado contra el suelo, astillándola y esparciendo
las ofrendas. Kosori parpadeó hacia la viga de madera. Si Takeya no hubiera actuado tan rápido,
le habría aplastado.
—¿Estáis bien? —preguntó el Unicornio mientras se levantaba.
Ella le agarró del cuello de la chaqueta haori y tiró de él, obligándole a tumbarse de nuevo
justo a tiempo para esquivar una lámpara de aceite que voló por los aires, se estrelló contra la
pared y la cubrió de llamas.
Takeya corrió para apagar el fuego, sofocando las llamas con su haori. Kosori se puso en pie
y buscó una protección en su obi. Cuando sus dedos rozaron el papel, el aire se tornó viciado. El
espíritu había desaparecido.
Cojeando, recuperó el ofuda de papel que había dejado en el centro de la habitación. La
superficie era impecable, la palabra de poder estaba inscrita perfectamente. Debería haber ligado
el espíritu a esta cámara. ¿Qué había salido mal?
—Supongo que a la tercera no siempre va la vencida —dijo Takeya con gesto distraído.
Kosori hizo una mueca de dolor. Había ofrendas destrozadas esparcidas por la sala interior,
cuerdas shimenawa cortadas y quemadas, y la kamidana, la estantería y el altar que mostraba los
símbolos del kami, estaba tirada en el suelo, los artefactos rotos. Había presentado una ofrenda
en tres ocasiones, cada vez con más medidas de seguridad y protección. Y cada vez se había des-
atado una conflagración.
—Los kami nunca atacarían a un Kaito —dijo por signos—. Nunca.
Takeya arrugó el rostro ante las vigas derrumbadas. —Como vos digáis.
Bueno, no podía explicar aquello del todo. Aunque su familia disfrutaba del favor de los
kami, nunca se había encontrado con uno tan enfadado. Tal vez había un límite al afecto natural
que tenían los kami hacia los miembros de su linaje.
Takeya meneó la cabeza al ver la kamidana caída. El pergamino que llevaba el nombre del
kami yacía arrugado a sus pies. —Esto no tiene sentido. Actúa como un kami invocado en todos
los sentidos, excepto que no nos responde —un destello azulado entre los dedos del hombre
llamó la atención de Kosori. Estaba jugueteando con una baratija extraña—. Si así es como se
escribe el nombre del kami del Estanque Hōseki, entonces su verdadero nombre debería ser...
Se detuvo, siguiendo la mirada de Kosori. Rápidamente cerró la mano alrededor del amuleto.
Ella no sabía cómo dar forma a su pregunta con las manos, así que la escribió en una hoja con
tinta derramada. ¿Eso es meishōdō?
Takeya se quedó en silencio durante un buen rato. Los huesos de ella temblaban bajo su piel
ante su mirada. Estaba juzgándola, estudiándola. Finalmente asintió, y sacó la baratija para que
la viera: nublada, engastada en bronce, y pintada con letras extrañas.
—Hace mucho tiempo, mis ancestros catalogaron los auténticos nombres de todos los kami

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consagrados a lo largo del camino hacia el Santuario del Ki-Rin. Este es el amuleto del kami del
Estanque Hōseki.
La pequeña baratija se movió ante sus ojos. Lo único que sabía del meishōdō era lo que otros
le habían contado. Que era hechicería, un método por el que los Unicornio daban órdenes a los
kami contra su voluntad y sin ofrendas. La idea de que este Iuchi pudiese obligar a cualquiera de
los kami consagrados a lo largo de su ruta le helaba la sangre y la llenaba de pavor.
Kosori indicó —¿Les daríais órdenes?
Sus ojos marrones se giraron hacia el amuleto de la palma de su mano. —El meishōdō es
mucho más que eso. Al invocar el auténtico nombre del espíritu, alguien con el entrenamiento
adecuado puede utilizar el amuleto para comunicarse directamente con él —lo agarró como si
fuera un collar de cuentas de oración—. Esperaba poder hablar directamente con el kami de este
altar. Iba a preguntarle...
Una vacilación. —...si conoció a mi padre —su expresión se suavizó—. Cómo era...
Sus palabras conmovieron a Kosori y la llenaron de vergüenza. Y pensar que había sospe-
chado de sus intenciones, de alguien que había arriesgado su vida y su bienestar para restaurar el
equilibrio de un altar en las tierras de un desconocido.
El Unicornio hizo una mueca de autodesprecio y se le encarnó el rostro. —No es importante.
Por favor, olvidad que dije nada.
Kosori se movió hacia estar dentro de su ángulo de visión. —Sé lo que se siente —y luego,
tímidamente—. Espero que obtengáis una respuesta.
El hombre asintió, metiendo la baratija en su kimono. —Gracias.
Se hizo un silencio incómodo, y luego tosió. —Bueno —señaló a las ofrendas quemadas—. Es
curioso que el kami del Estanque Hōseki se manifestara como fuego, ¿no creéis?
Sí que era curioso. El kami era en realidad el espíritu de la niebla suspendida sobre el estan-
que. Era más fuerte por la mañana, cuando el rocío cubría las petasitas. Nunca podría manifes-
tarse como llamas.
La voz de Tsukune resonó en la mente de Kosori. El desequilibrio elemental se inclina hacia los
kami de Fuego. Se manifiestan incluso con pequeñas ofrendas. El consejo dice que esta es la causa
de la sequía, del calor intempestivo...
Un golpe. Takeya se giró. Otro más, desde lo más profundo del santuario. Se miraron a los
ojos y asintieron. Recogieron sus cosas y se abrieron paso con cautela hacia los sonidos.
El santuario interior era un balcón alto con vistas a un estanque pantanoso. Serpentinas de
papel revoloteaban en los árboles que rodeaban las aguas. El cielo vespertino pintaba las tibias
aguas de colores ardientes, y el claro estaba cubierto por una espesa neblina. Kosori sintió la
humedad en la cara y el vello erizado de sus antebrazos. Ante la ausencia de insectos y del croar
de las ranas, sólo escuchó un extraño zumbido que le provocaba un picor en el oído interno.
—Aquí hay algo —dijo Takeya nervioso.
Con un estallido ensordecedor, uno de los árboles se rompió, como si lo hubiera impactado

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un rayo. Kosori se sobresaltó, y el corazón pareció saltarse varios latidos. Fue entonces cuando
se dio cuenta de las marcas de quemaduras a lo largo de las piedras y de las ramas caídas que
bordeaban el estanque. Eran las cicatrices de una batalla.
Unas ondulaciones recorrían la superficie del estanque, como si una pequeña mano estuviera
trazando líneas en el agua. Luego vino otro estallido, otra rama de árbol que se estrelló contra el
suelo. Takeya volvió a sacar su baratija y agarró el amuleto por la cadena. Colgado, comenzó a
balancearse suavemente.
Los ojos de Kosori saltaron del amuleto al estanque y de vuelta. Se movía al unísono con las
ondulaciones del estanque.
Está aquí, pensó. Ha estado aquí todo el tiempo. Y entonces, una revelación.
Sujetando su arco, se levantó sobre la barandilla. Su reflejo la miró desde las aguas poco pro-
fundas, tres pisos más abajo. Takeya se lanzó hacia adelante. —¿¡Qué estáis haciendo!?
Con su mano libre trazó un signo: —Saltar.
Y dio un paso más allá de la barandilla.
Una ráfaga de viento golpeó contra sus piernas, amortiguando su caída. Aterrizó sin sufrir
daños. Los kami vinieron en su ayuda, como sabía que harían. Era una Kaito, y aunque no poseía
el don de los shugenja, los kami acudían en masa a aquellos con la sangre de su ancestro. No
permitirían que sufriera daños.
Y en aquel instante, supo que los sacerdotes estaban equivocados. El kami del Estanque
Hōseki no se había ofendido, y no estaba airado. Se giró hacia Takeya en el balcón y levantó dos
dedos. Parecía confundido, pero ella los levantó una y otra vez, con gesto de urgencia. Dos. Dos.
Sus ojos se abrieron de par en par.
—Dos espíritus.
Lo que los sacerdotes habían creído que era un kami enfadado eran realmente dos espíritus
enzarzados en una batalla por el santuario. Una batalla de voluntades invisibles que golpeaban
los muros y rompían las vigas, fuerzas primigenias enfrentadas en una lucha tempestuosa. Las
ofrendas, que habrían otorgado poder al kami del estanque, no estaban siendo rechazadas, sino
canceladas por su oponente invisible.
Y fuera lo que fuera, estaba aquí.
Una sombría resolución se adueñó de Takeya. —Creo que sé a lo que nos enfrentamos. Puedo…
puedo hacerlo corpóreo por un tiempo, pero no mucho. Necesitaré toda mi concentración.
El cielo se oscureció. Un viento comenzó a sacudir el estanque desde el centro. Lo sabe, pensó
Kosori. Sabe lo que intentamos hacer.
Takeya sacó de su manga un pequeño amuleto. Desde donde se encontraba, Kosori apenas
podía ver la silueta en forma de lobo y el brillo de la plata. Una letanía de palabras salió de sus
labios, un lenguaje musical que ella no podía entender. Se dio cuenta de que no era rokuganés.
¿Esto es meishōdō?
Kosori se encontraba de espaldas al estanque cuando la luz tomó forma, iluminando el balcón

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con una luz amarilla y proyectando su sombra contra la pared del santuario. Había una chimenea
ardiente detrás de ella. Se giró lentamente, con los ojos llorosos por el calor mientras su mandí-
bula se aflojaba. Sobre el estanque había un torrente de fuego encerrado en una enorme forma
humanoide. Un humo negro se desprendía de su cuerpo como si fuera tinta derramada. Sus ojos
eran dos estrechas ascuas.
—Es un jann —dijo Takeya—. Un tipo de djinn.
¿Qué es un djinn? pensó, ausente.
—¡Kosori!
Un rayo de fuego explotó contra la pared detrás de ella. Kosori cayó de cabeza en el estanque.
Sintió un calor abrasador cuando otro proyectil le pasó sobre la espalda. Se levantó, chapoteando
mientras corría. Una mirada a Takeya le confirmó que no podía ayudarla; si dejaba de canalizar,
la criatura volvería a ser incorpórea. Debería arreglárselas sola.
No. No estaba sola. Ahí estaba Mayu, apenas visible entre los árboles. La conmoción debía
haberla atraído hasta aquí. El caballo estaba nervioso, se balanceaba de un lado a otro, se acer-
caba y luego retrocedía. Kosori recordó lo que le había dicho Tayeka por signos ¿Cuántos cono-
cía Mayu?
Kosori hizo un gesto a Mayu. —¡Distráelo!
El caballo se detuvo durante lo que pareció ser un largo instante, y luego se tiró al estanque. El
agua salpicó al djinn mientras Mayu pasaba galopando, agua que se convirtió en vapor humeante
contra su ardiente piel.
Bajo las crepitantes llamas, Kosori escuchó un doloroso grito.
El djinn centró su atención en Mayu, y formó una bola de llamas entre las manos. Mayu
galopaba alocadamente, con los ojos vidriosos y muy abiertos, pero su trote no parecía aterrado.
Kosori no tuvo tiempo de asombrarse de su aliado. Sacó una flecha y colocó un sutra sagrado en
el astil. El agua bajo ella se agitó.
Kami del Estanque Hōseki, por favor escuchad mis plegarias...
El djinn cubrió el claro de proyectiles ígneos. Las explosiones chamuscaron la crin de Mayu,
pero no se detuvo.
Kosori encordó ceremoniosamente su arco. Estamos aquí para ayudaros. No necesitáis librar
esta batalla vos sólo....
Un delgado humo se elevó del amuleto en forma de lobo en la palma de la mano de Takeya.
Apretó los dientes. —¡No puedo seguir haciendo esto mucho tiempo!
La flecha se colocó en su sitio. Kosori bajó el arco y lo tensó al tiempo que tomaba aliento.
...Permitidme ser vuestro recipiente. Habitad en mi interior y guiad esta flecha. ¡Expulsemos
juntos a este invasor de vuestro hogar!
Exhaló. La flecha se deslizó de sus dedos. Durante un instante, Kosori vio un poco de rocío
húmedo cubriendo la punta del proyectil.
Al instante, la visión de Kosori se desvaneció entre fuego blanco. Su mente se estremeció con

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gritos sin palabras. La voz le era familiar: ya la había oído antes, pero no sabía dónde.
Su vista volvió lentamente. Estaba encorvada, con las rodillas en el estanque. El djinn se
retorcía en una conflagración, arañándose la espalda, de la que un géiser de luz dorada brotaba
hacia el cielo. De allí, del hombro de la criatura, sobresalía su flecha, preservada contra todo pro-
nóstico. Las llamas de su cuerpo se debilitaron al agitarse, el proyectil clavado repelía sus manos
con una barrera invisible. Cada tirón desesperado derramaba cintas brillantes. Le recordó a un
odre de cuero pinchado, soltando chorros de líquido mientras se desinflaba.
El grito. La voz. Era la de ella. El djinn aullaba en su mente con su propia voz perdida.
El djinn enloqueció, volando sobre las copas de los árboles mientras arrastraba cintas dora-
das como si fueran fuegos artificiales. Entonces se esfumó, y el fantasma de la voz de Kosori
quedó silenciado.
Takeya se derrumbó contra el balcón mientras el amuleto en forma de lobo chocaba contra el
suelo. Se sopló la piel ampollada de la palma de la mano y se permitió tomar aliento antes de lla-
marla a voz en grito, con la voz cargada de preocupación. Pero Kosori no había resultado herida.
Estaba sonriendo, mientras gotas de rocío se formaban en las puntas de sus dedos al tiempo que
Mayu se movía en círculos juguetones a su alrededor.

La paloma mensajera regresó con un mensaje de respuesta apenas un día después de la


restauración del santuario. El pequeño sello del Consejo de Maestros Elementales hizo que a
Kosori le diera un vuelco en el corazón, pero en lugar de una reprimenda, la carta la felicitaba
por haber restablecido el equilibrio del santuario. A partir de su informe, el consejo consideró
que las habilidades de los Kaito se podían utilizar más para ayudar a restaurar la armonía de sus
tierras. Debía encontrarse con Shiba Tsukune en Shiro Gisu tan pronto como le fuese posible
para discutir cómo se podía alcanzar este objetivo.
Pero tardó un tiempo en acabar de leer la carta. Releyó una y otra vez la primera línea. Se
dirigía a ella como “Kaito Kosori del Santuario del Acantilado”.
No como “Isawa Kosori no Kaito”. Kaito Kosori. Esta no era la forma normal de dirigirse a un
mero vasallo de la familia. Sólo había una razón por la que hacerlo de aquella forma. Aun así, no
era capaz de entenderlo.
Una segunda carta llegó instantes después. La caligrafía, modesta pero segura, era claramente
la de Shiba Tsukune. Kosori devoró las palabras con los ojos abiertos de par en par.

Kosori-san,
Parece que el consejo por fin coincide conmigo. Gracias a vuestras recientes hazañas, a otros
triunfos similares de estimados miembros de la familia Kaito en nuestras tierras y a las amables
palabras de Tadaka, que acabaron conmoviendo al consejo, ahora reconocen lo que siempre he
sabido que era verdad. Los documentos que definen los nuevos territorios de la familia Kaito están
en camino, y pronto presentaré la decisión del consejo ante la Corte Imperial para su reconocimiento

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oficial.
Me temo que no os hemos hecho ningún favor. Aunque los Kaito disfrutarán de más prestigio y
un papel más importante en el clan, también tendrán más responsabilidad, y les aguardan nuevas
dificultades como familia de un Gran Clan. Tal vez yo mejor que nadie puedo deciros que hay cosas
para las que nunca podemos estar totalmente preparados.
Pero sé que podéis hacerlo. Creo en vos, Kosori. No importa lo difícil que pueda parecer, debéis
saber que siempre estaré a vuestro lado. Demos juntas lo mejor de nosotras.
Hablaremos pronto. Deberíais encargar un kamishimo formal. Sospecho que lo necesitaréis. Os
repito lo que le dije a Tetsu el día de su primer ascenso: “Felicidades. Lo siento mucho”.
- Shiba Tsukune.

Kosori salió corriendo de su tienda con paso alegre, seguida de los gritos de júbilo de sus ayudantes
y de las alabanzas de su fundador ancestral. Su familia ascendía en el mundo como una flecha. El
futuro les deparaba muchas cosas, tenían mucho que resolver, pero de momento nada de aquello
era importante. Lo primero era lo primero. Tenía que decírselo a Takeya.
Necesitaba decirle muchas cosas. Que era la daimyō de la familia Kaito. Que había cambiado
de opinión con respecto al meishōdō. Que quería que la acompañase hasta Shiro Gisu. Después
de todo, le cogía de camino. El pensamiento le hizo sonreír aún más. Tal vez podría averiguar
más de él. Eso estaría bien.
Takeya se encontraba en el establo, colocando la silla de montar en la espalda de Mayu. El
caballo le dirigió una perezosa mirada, y luego se giró de nuevo hacia su señor. Kosori asedió a
Takeya con gestos excitados. —¡Traigo noticias! Es importante!
Takeyu le dio la espalda. —Hola, Kosori-san.
Ella se detuvo. Su voz era fría. Se puso delante de él. Su rostro era inexpresivo, sus ojos distan-
tes. Sólo entonces se dio cuenta de que llevaba la mochila llena y la capa de viaje.
—¿Os marcháis? —dijo por señas. Le había dicho que se quedaría hasta que terminase la repa-
ración del santuario, hasta que pudiese hablar con el kami del estanque—. ¿Y vuestra pregunta?
—Me voy a casa —respondió.
Kosori le miró fijamente, sin comprender.
—Se me ha prohibido entrar en el santuario —continuó—. Parece que los sacerdotes creen
que fui yo el que llevé el “demonio” al santuario. Que me siguió —lanzó una furiosa mirada a
Kosori—. Me pregunto cómo llegaron a esa conclusión.
Un sentimiento de horror cayó sobre Kosori como una manta empapada. En su informe al
consejo, nombró específicamente a Takeyu y el meishōdō, con la intención de elogiarle. Pero no
existían los kanji para el término “djinn”, no había forma de describir al espíritu en el dialecto
rural, la única forma de escribir que ella conocía. Así que se inventó una palabra: “Gai-yu-ki”.
Demonio extranjero.
Había usado el mismo kanji usado para los gaijin.

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—¡Les sacaré de su error! —insistió.
—Ya no importa —contestó—. Van a enviar magistrados para arrestarme por sacrilegio.
Debo irme antes de que lleguen —se subió a la silla de montar.
Kosori se acercó al caballo. —¡Esperad! ¡Esperad! —quería decirle que no le había echado la
culpa, que los sacerdotes habían sacado sus propias conclusiones. Pero no conocía las palabras.
Y carecía de voz.
Takeyu entrecerró los ojos. —¿Creéis que soy culpable por lo que ha pasado aquí?
Ella negó con la cabeza. ¡No! Pensó. ¡No, no lo creo!
—Vuestro informe... ¿de dónde decía que venía el djinn?
Ella dudó. Luego miró hacia otro lado.
De sus tierras. El informe decía, haciendo honor a la verdad, que el espíritu provenía de tie-
rras Iuchi. Takeya fue capaz de identificarlo porque provenía de las tierras de su pueblo. Estaba
retrocediendo hacia tierras Unicornio. Lo habían descubierto juntos.
¡Pero aquello no significaba que le hubiera echado la culpa a él! Miró hacia arriba una última
vez, como si sus ojos pudieran comunicarle todo lo que quería decir, aquello que sus manos eran
incapaces de transmitirle. Como si él pudiera entenderla.
Takeya cerró los ojos. —Madre tenía razón. A pesar de la decisión del Emperador, los Fénix
siguen deseando prohibir nuestras tradiciones.
Sus ojos se abrieron de par en par. ¡No! ¡No!
Mayu se giró, provocando que Takeya le diese la espalda a Kosori. —Nadie trata siquiera de
entendernos. ¿Por qué van a molestarse?
—Para ellos no somos más que extranjeros.
Mayu se lanzó al galope después de recibir una orden muda, dejando a Kosori envuelta en
una nube de polvo. La joven se sentía como un estandarte que ondease impotente al viento.
Por culpa de su ignorancia, había alejado a alguien que podría haber sido su aliado. Y tal vez su
amigo.
Si lo hubiera sabido, si hubiera elegido sus palabras más sabiamente, no habría acabado de
aquella forma. Pero no había nada que hacer al respecto. No era posible destañir una campanada.
No es posible detener el vuelo de una flecha una vez disparada.

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El centro del jardín
Por Edward Bolme

Cuarto día del mes de Doji


Iuchi Shahai entró a toda prisa en los Jardines Imperiales, e inmediatamente disminuyó su
ritmo hasta adoptar una velocidad de paseo tranquilo. Llevaba el rostro cubierto de un polvo
blanco como la porcelana, que ocultaba el rubor de sus mejillas. Sus años de entrenamiento
espiritual le ayudaron a mantener su rostro perfectamente inexpresivo, como una máscara, un
ejemplo perfecto de decoro samurái. Sin embargo, a pesar de todo aquello, la sensación de ardor
y humedad en los ojos nublaba las flores del jardín hasta hacerlas irreconocibles.
Vagó por los senderos del jardín, atravesando el nebuloso paisaje por instinto hasta que las
flores de elegantes colores, emborronadas por sus emociones, dejaron finalmente paso al rostro
de su padre.
Le había visto por última vez en el Castillo del Recolector de los Vientos. Habían celebrado
allí la corte no para honrarla, ni para anunciar un compromiso, ni para festejar su ascenso a un
nuevo nivel de maestría, sino para que estuviese presente en el momento de su destrucción más
absoluta.
Se arrodilló con la cabeza inclinada hacia el suelo mientras las miradas indiscretas de cientos de
ojos se clavaban en su espalda. Aunque estaba llena de gente, la sala parecía vacía, no se oía nada
aparte del murmullo ocasional de un kimono de seda. Podía intentar gritar, pero nadie la oiría; no
sería educado percatarse de tal arrebato, por muy justificado que estuviera. Era una pesadilla.
Unas pisadas silenciosas ascendieron por los escalones junto al estrado, y una voz dijo suave-
mente su nombre. Levantó la cabeza, pero permaneció arrodillada. En el estrado estaba sentado Iu-
chi Daiyu, su padre y daimyō. Un cortesano Seppun se arrodilló a un lado del estrado, frente a ella.
—Dama Iuchi Shahai —dijo el heraldo con indiferencia—, habéis sido invitada a la Ciudad Im-
perial para vivir como honorable huésped del Emperador en su propia casa. Semejante invitación,
que el Emperador desee vuestra compañía, honra a vuestro clan. La gente hablará durante genera-
ciones de vuestra fidelidad a vuestro deber y de la sabiduría de vuestras enseñanzas en el Palacio
Eterno, y encontraréis reposo dentro de sus muros y jardines.
Qué lenguaje tan bonito... como una katana: artístico, pero creado para destruir. Ella, la hono-
rable huésped del Emperador, al que nunca se le permitiría ver. Alojada en aposentos con guardaes-
paldas para asegurarse de que estaba a salvo de asesinos… y de que no saliese jamás de la ciudad.
Su vida sería protegida a toda costa, ya que se le había honrado con servir al Emperador transmi-
tiendo los secretos más estrechamente guardados de su pueblo, convirtiéndose en una traidora a
su clan, a su familia, y a su padre. Obligada a romper sus juramentos, enseñaría los nombres del

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mundo a la familia Seppun, a aquellos que habían garantizado la seguridad de la familia Imperial
durante un milenio, y que temían y codiciaban la magia extranjera del Clan del Unicornio.
Miró a su padre, que en otro tiempo la habría abrazado para protegerla de las burlas de sus me-
dio hermanos, para aliviarle el dolor de una rodilla raspada o para tranquilizarla después de una
pesadilla. Su padre le devolvió la mirada... pero no a ella, sino al centro del espacio que ocupaba. Un
espacio que pronto estaría vacío. Sus ojos miraban sin mirar, como si estuviera presenciando una
obra mal escrita. Incluso su mano, normalmente expresiva y siempre en movimiento, descansaba
con perfecta quietud en el reposabrazos de su trono.
El cortesano se aclaró educadamente la garganta, instándole a que respondiese.
Bajó la mirada. —Yo... ¿Estoy cómo? ¿Feliz de ir? ¿Preparada para cumplir las órdenes del
Emperador? ¿Ansiosa de vivir como invitada Imperial? ¿La humilde servidora de la corte? ¿Hon-
rada de haber sido elegida? No, nada de eso. Eran todas mentiras.
—Me someto a la autoridad del Emperador —dijo al fin. Una pausa, luego murmuró—. Y haré
todo lo que pueda —era la verdad, pero no prometía nada. Volvió a inclinarse.
El cortesano extendió su brazo y le ofreció la citación Imperial. Shahai se levantó y alargó las
manos para cogerla de forma respetuosa. Se inclinó de nuevo, dio varios pasos hacia atrás e hizo
una última reverencia. La postura de su padre no había cambiado, ni tampoco su mirada, que mi-
raba con desinterés el espacio vacío donde su hija se había arrodillado ante él.
¿Cuándo volvería a ver aquella sala de audiencias? ¿A su padre? En cierto modo, no importaba,
porque nada volvería a ser igual. Salió de la sala sin mirar atrás, ni a la derecha ni a la izquierda.
Se dirigió directamente a su caballo, intentando irse de inmediato antes de que sus emociones la
dominaran.
Lágrimas calientes se derramaron desde su memoria hasta sus mejillas. Pensé que había de-
jado mi corazón atrás, pero aún puedo sentirlo romperse. Abrió su abanico en un acto reflejo y se
cubrió la cara, tragándose los sollozos que amenazaban con brotar de su garganta. Cuando pudo
respirar de nuevo, se frotó la cara con la manga de su kimono, limpiándose las lágrimas y una
cantidad significativa de polvo blanco. No puedo hacer nada bien, ¿verdad? Se quitó también el
resto del maquillaje.
Al levantar la vista, se sintió aliviada al encontrarse sola al final de un pequeño camino secun-
dario. Miró a su alrededor. Nadie la había visto perder la compostura.
Luego miró de nuevo al sendero, a la forma en que terminaba en un suelo húmedo y oscuro
al que no estaba permitido entrar.
Un callejón sin salida, musitó. Qué apropiado.

Sexto día del mes de Doji


Iuchi Shahai entró en los Jardines Imperiales, y luego frenó el paso para dar un paseo tran-
quilo. Era un alivio alejarse de sus sirvientas personales, un trío de doncellas a las que ya había
apodado “las mozas de establo”. Su trabajo consistía en satisfacer sus necesidades y ocultarle el

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hecho de que no era más que un animal precioso metido en un establo, una cabra a la que había
que ordeñar todos sus conocimientos hasta que llegara el momento de ser sacrificada. Su cordura
le exigía asegurarse de poder pasar tiempo alejada de ellas. Tanto tiempo como fuera posible.
Si pudiera quemar estos jardines, verlos todos convertidos en humo y cenizas... destruir algo
precioso para las familias Imperiales, igual que ellos habían destruido a su familia. Pero los jar-
dines eran el mejor refugio que había podido encontrar. Eran demasiado artificiales como para
sentirse al aire libre, pero al menos los árboles, arbustos y cañas ayudaban a ocultar el hecho de
que estaba atrapada entre los muros de piedra del palacio del Emperador, cuyas puertas estaban
cerradas, lo que convertía a todo el palacio en su prisión.
A algunos les podía parecer una prisión muy grande, pero ella había galopado por llanuras
interminables. Volvió la vista hacia arriba, hacia el Cielo sin nombre. Ojalá pudiese dejar atrás
toda la Ciudad Imperial, como si fuera un puñado de piedras amontonadas a la orilla de un río
fangoso. Cabalgar de nuevo como el viento...
Si, a pesar de las apariencias, el Palacio Imperial de Otosan Uchi era en realidad una prisión
muy pequeña, y las ataduras de “bienvenidas”, “generosidad” y “honor” la encadenaban con la
misma seguridad con la que lo haría el hierro.
Se encontró de nuevo en el callejón sin salida que encontró dos días antes. En cierto modo
ya era su sitio, su lugar en los jardines. Un lugar donde podría tratar de desentrañarlo.... todo.
Así que esto es lo que se siente cuando tu vida termina.
Esto es lo que se siente: nada.
Ni la nada del Vacío, ni la paz del no-pensamiento, ni nada parecido a la perfecta quietud
interior de la meditación y la claridad. Había encontrado ese profundo equilibrio, esa quietud
suave y retorcida, dos veces en todas sus meditaciones, y temía no volver a conocer nunca más
aquella paz.
No, este era el vacío de una pesadilla. El vacío de la caída eterna. El vacío de la tristeza, el
vacío del dolor cuando no se tiene a nadie con quien compartirlo. El vacío de estar aislado del
mundo, pero aun así poder verlo. El vacío de los ojos de tu padre, que no muestran tristeza cuan-
do te arrojan a un pozo de alquitrán, para morir de hambre y de sed y hundirte, pudrirte, en la
oscuridad.
Y, sin embargo, de alguna manera todo aquello tenía sentido. El Emperador, que la había
declarado honorable huésped cuando no tenía intención de verla. Las mozas de establo Seppun
que derrochaban generosidad con un prisionero. La Corte Imperial, que había hallado un peligro
mortal para el propio Imperio, en la forma de una joven doncella Unicornio. Una vida aplastada
con sonrisas, reverencias, banquetes y todas las maravillosas facetas de la cortesía y el Bushidō.
Se encontraba verdaderamente sola. La Corte Imperial no confiaría en que traicionase a su
gente. Su gente no confiaría en que guardara sus secretos. No le quedaba nadie; tendría que se-
guir su propio camino.

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Y de repente aparecieron sus hermanos, los tres, caminando hacia ella: Shinjo Shono, Shinjo
Haruko, y Shinjo Yasamura.
Medio hermanos, se recordó a sí misma. La sangre de Altansarnai no corría por sus venas.
Estaba atrapada en el callejón sin salida, no podía alejarse de su presencia sin perder prestigio.
Su mirada se movió por ellos, absorbiendo la incomodidad de sus expresiones, sus cambios de postu-
ra. Los conocía tan bien, pero no se le ocurría la razón por la que podrían estar aquí, a menos que...
—Hermana —dijo Shono—, tenemos un regalo para ti —usando ambas manos, levantó una
espada con la empuñadura hecha con una cornamenta.
Por la mente de Shahai pasaron conjeturas extravagantes. —No... no puedo aceptarla —dijo
ella—. Una espada de tan buena calidad debe entregarse a alguien que la necesite más que yo.
—La mandamos hacer especialmente para ti —dijo Haruko, mostrando una espada similar—.
Eres nuestra hermana. Hicimos uno para cada uno de nosotros.
Shahai negó con la cabeza. —No soy digna de tal...
Yasamura se inclinó hacia ella, y su actitud tranquila sofocó sus protestas. —Tú —dijo, señalan-
do a Shahai y a los demás—, siempre serás... uno de nosotros —asintió con la cabeza—. Aceptarás
nuestro regalo, hermana.
Con manos temblorosas, extendió la mano y aceptó el regalo. Sonrió, y sus esperanzas y temores
lo convirtieron en un rictus. Quería darles las gracias. Aún más, quería creerles.
Pero no se atrevió a levantar la vista para descubrir si era verdad.

Decimoctavo día del mes de Doji


Iuchi Shahai entró en los Jardines Imperiales, y luego aceleró el paso para dar un paseo tran-
quilo. Caminaba despacio, siempre por mitad del camino. El aroma de la tierra olía ligeramente
a su hogar.
A la que nunca podría regresar.
Pero podía disfrutar de sus pequeñas venganzas. Por medio de “accidentes”, malentendidos
deliberados y oportunos arrebatos de ira, hacía cuanto podía durante su rutina diaria para ase-
gurarse de que las mozas de establo siempre tuvieran mucho que limpiar.
Mientras caminaba, otros visitantes de los jardines encontraban motivos convenientes para
coger un camino sinuoso distinto o girar en un matojo de hierba para sentarse en un banco, o
incluso para estudiar una flor de forma muy, muy atenta, lo que fuera con tal de no tener que
interactuar con ella. Todos sabían por qué estaba allí. Toda la ciudad sabía por qué estaba allí. La
temían, la despreciaban, la miraban con disgusto, pero si eso significaba que la dejaban tranquila
con sus pensamientos, le parecía bien.
Esa misma mañana le habían ordenado que comenzase a enseñar a un trío de shugenja Se-
ppun los conceptos más básicos del meishōdō. El golpe había caído por fin, había llegado el mo-
mento, su perdición había llegado.

44
Sus instructores le habían enseñado secretos increíbles. Su padre, y el Abuelo Iuchi, habían
confiado en ella. La habían aceptado. ¿Cómo podía preservar los nombres secretos sin desobe-
decer las órdenes directas del Emperador? No había podido encontrar una respuesta a ese rom-
pecabezas.
Para ganar algo de tiempo, hizo planes: planes para que sus enseñanzas fuesen incompletas,
planes para usar términos que confundiesen a los oyentes no acostumbrados, planes para redac-
tar las cosas de tal manera que sus alumnos probablemente hicieran suposiciones erróneas. Por
supuesto, tenía que parecer que estaba ayudando sinceramente, para que no se dieran cuenta de
que estaba desafiando el edicto del Emperador. Sin embargo, si sus alumnos aprendían lenta-
mente y eran propensos a cometer errores... bueno, unas cuantas rabietas bien situadas podrían
arruinar varios días de trabajo, e incluso hacer que los sustituyeran. Entonces podría empezar el
ciclo de nuevo.
¿Pero durante cuánto tiempo podría prolongarlo? ¿Cuánto tiempo podría retrasar enseñarles
cómo atar y dar órdenes a un espíritu mediante su nombre antes de que la descubrieran?
Una sombra se cernió sobre su camino, y Shahai se detuvo abruptamente. Un adusto samu-
rái se apartó lo suficiente de su camino como para evitar bloquearla, pero tan cerca que se vio
obligada a aceptar su presencia. Se percató rápidamente de la mano que descansaba despreocu-
padamente sobre la empuñadura de seda de su katana, de la mirada tranquila en sus ojos, y de
los emblemas de la familia Seppun hábilmente bordados en su kimono marrón. El hombre se
inclinó, y ella hizo lo propio. Shahai miró más allá de él y se inclinó más profundamente hacia el
joven que se encontraba unos pasos más adelante en el camino.
—Alteza —dijo en su más perfecta voz de porcelana, equilibrando el miedo y la familiari-
dad—. Nos encontramos de nuevo en vuestros hermosos jardines.
—Iuchi Shahai-sama —dijo con una sonrisa—. Podría... pasar menos a menudo si no fueseis
tan predecible.
El favor del príncipe podría ayudarla a evitar su destino. Ya habían tenido esta conversación
antes. Se obligó a lanzar una risita tímida, y se permitió la más mínima insinuación de familia-
ridad hacia él. —Mi príncipe es muy amable al fijarse en una simple huésped entre los muchos
cortesanos y solicitantes que buscan vuestro favor.
—Favor....sí —miró a su alrededor—. Es....bueno, yo...todos los días veo la imagen de la triste-
za deslizarse por el jardín, como un fantasma vestido de iris y lavanda —inhaló bruscamente—.
¿Cómo podría no percatarme? —dio una palmada, golpeando las palmas de las manos—. Bueno,
Sanosuke, dejemos que la dama... admire los jardines en paz.
Shahai se hizo a un lado y se inclinó profundamente mientras el príncipe y su guardaespaldas
pasaban, sin hacer ningún otro reconocimiento de su presencia. Una vez estuvieron fuera de
la vista, miró en su dirección. —Dice palabras tan bonitas —murmuró para sí misma. Sacudió
la cabeza. Probablemente estaba practicando la oratoria que le había enseñado algún anciano
maestro Seppun.

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Ninguno de ellas tenía valor alguno.
Continuó su camino. Los jardines eran bonitos, sin duda, aunque de la misma forma en que
lo era una geisha perfectamente equilibrada, vestida de forma ingeniosa y excesivamente maqui-
llada.
Encontró el camino de vuelta a su lugar, el callejón sin salida. Cuando se detuvo, una sonrisa
burlona alcanzó sus labios. Ni siquiera en este lugar podían hacerlo todo perfecto. Allí, al lado del
camino, unas huellas en el suelo húmedo se dirigían hacia el borde. Una de las muchas imperfec-
ciones que había visto mientras caminaba por el jardín en las últimas dos semanas.
Pero en aquel lugar, en el callejón sin salida, ver esas pisadas hizo que sus ojos se llenaran de
cálidas lágrimas. Fuera de aquí, el barro que soltaban los cascos de un caballo al galope era una
señal de libertad. Aquí, apartarse incluso un paso del camino se consideraba impensable, una
imperfección que había que limpiar y cubrir. Igual que.... yo.
Huellas en barro
Rompen con la perfección
Deben borrarse

Cuarto día del mes de Bayushi


Iuchi Shahai se deslizó suavemente hacia los Jardines Imperiales mientras su kimono su-
surraba tras ella. Pasó lentamente por los senderos como un cisne, llegando por fin a su lugar
favorito.
Se arrodilló, cerró los ojos y aspiró los olores que preñaban el aire. Flores, hierba, tierra. Las
plantas seguían siendo hermosas, aunque, como ella, estaban enjauladas.
—¿Shahai?
Empezó a levantarse rápidamente, se giró y se inclinó profundamente. —Mi príncipe —dijo
ella, su voz claramente nerviosa—. Mis más sinceras disculpas. No os oí acercaros.
—Ciertamente. Parecíais estar en la meditación más profunda.
—Yo... sí, lo estaba —dijo ella, aun mirando hacia abajo. Se colocó un mechón de cabello de
nuevo detrás de la oreja, usando el movimiento para ocultar cómo se enjugaba una lágrima del
rostro.
El joven inclinó la cabeza. —¿Sobre qué estabais meditando?
—Sobre nada —contestó en voz baja.
Sanosuke se enfureció. —El príncipe os ha hecho una pregunta.
Daisetsu volvió a levantar la mano. —La joven dama ha dicho que no meditaba sobre nada,
y yo la creo.
Sanosuke se revolvió, pero no respondió.
Daisetsu observó su vestimenta, su postura, sus ojos inclinados hacia abajo. —¿Hay algo que
mi príncipe necesite de mí? —preguntó Shahai.

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—¿Qué es lo que tenéis en vuestra mano derecha, Shahai, que estáis intentando ocultar con
tanto empeño?
Shahai se puso tensa, y luego, muy lentamente, reveló una larga y delgada espada con la em-
puñadura hecha con una cornamenta.
Sanosuke se situó al instante entre los dos, con la espada desenvainada y lista para atacar.
—Sanosuke-san —dijo Daisetsu en voz baja—, he sido yo el que le he pedido que me lo mos-
trara.
—Mi príncipe-
—Puedes dejarnos.
—Mi deber es el de proteger...
—Tu deber es obedecer a tu príncipe —al ver que Sanosuke no se movía, añadió—. Si se de-
cidiera a atacar, podría... probablemente... matarnos a los dos. Si estás lejos, sólo puede matarme
a mí, y su clan será destruido como castigo.
—Pero vos sois-
—No soy el heredero —dijo Daisetsu—. Déjanos.
Sanosuke envainó su katana con grandes reservas, lanzó una mirada iracunda a Shahai, lue-
go se inclinó ante el príncipe y se retiró. Shahai escuchó mientras se dirigía a una posición que
apenas estaba fuera de la vista. Estaba segura de que Sanosuke podía verlos a través del follaje.
Shahai respiró hondo. —¿Hay algo que mi príncipe desee..?
—Vinisteis aquí para suicidaros —dijo simplemente Daisetsu—. Una espada en el corazón.
Shahai abrió la boca para responder, pero no logró decir nada.
—No intentéis responder —permanecieron allí en silencio durante un rato.
Esta no era la forma en que se suponía que iba a desarrollarse la tarde. Una vez más estaba
perdida, perdida en la nada, sin puntos de referencia que la guiaran. Daisetsu y ella juntos, aquí
en este rincón del jardín...
Se encontró mirando directamente a Daisetsu a los ojos. ¿Le había pedido que lo mirara? No
podía recordarlo...
—Os han traído aquí para enseñar a la familia Seppun los secretos de vuestro clan. El motivo
de ello es proteger la dinastía Hantei, la vida del Emperador, la de mi hermano y la mía. Sois un
huésped de mi familia. ¿Por qué, entonces, elegir el seppuku?
—Dicen que es por vuestra seguridad —balbuceó ella—. ¡Quizás hasta lo crean! Pero revelar
nuestros secretos quebranta todos mis juramentos. ¡Traiciona mi propio linaje! Y pone la espada
de los Seppun en la garganta de los Unicornio; si dicen que somos una amenaza, todos los demás
clanes se unirán contra mi pueblo.
¿Qué has hecho? ¿Cómo te atreves a decir aquello en voz alta?
Pero...
Daisetsu ladeó la cabeza. —Me lo imaginaba —tomó aliento de forma lenta y prolongada y
continuó—. ¿Realmente habéis reflexionado sobre vuestras acciones?

77
—Prefiero arrancarme el corazón que apuñalar a mi familia por la espalda —dijo Shahai,
mientras otra lágrima le recorría la mejilla.
—Y si os suicidáis, ¿entonces qué? En el mejor de los casos, otro miembro de vuestro clan se
verá obligado a acudir aquí y hacer lo que vos no estáis dispuesta a hacer. Probablemente alguien
con quien estudiasteis, algún alumno predilecto de vuestro maestro. Y esa persona también aca-
baría aquí, en este jardín, meditando sobre... nada. Pero, ¿sabéis qué es mucho más probable?
—No, mi príncipe —contestó Shahai.
—Que vuestro suicidio sea considerado una prueba irrefutable de la culpabilidad del clan del
Unicornio. Dirían que, en lugar de revelar los males de los que sois partícipe os habríais dado
muerte para ocultar la vergüenza de vuestra familia.
—¡Pero eso no es verdad! —gritó Shahai, perdiendo una vez más la compostura. Bajó la mi-
rada de nuevo rápidamente, al tiempo que se ruborizaba.
—Lo sé. Vuestro clan ejemplifica el Bushidō: compasivos, valientes y leales —resopló—. Y sin
embargo, aquí os encontráis. Una cosa que he aprendido es que aquello que creemos cierto acaba
por volverse cierto. Y lo que ellos creen es que vuestro clan es un peligro.
—¿Y cuál creéis vos que es la verdad, mi príncipe?
—Creo que... las ondulaciones de vuestro cabello son muy hermosas, y que sin ellas el Impe-
rio se vería disminuido. Creo que amáis a vuestra madre. Os fue arrebatada, pero a pesar de ello
deseáis arrebataros vos misma. Y creo que estáis jugando según sus reglas —señaló a los hermo-
sos jardines a su alrededor—. Pensad en este lugar... ¿habéis notado que todo el mundo camina
únicamente por caminos que fueron trazados para ello hace cientos de años? Los jardines son
hermosos, pero ¿por qué estos son los únicos senderos?
Shahai se quedó en silencio. La espada le pesaba en la mano. Se la había regalado... su familia.
No la habían abandonado.
Salió de su ensimismamiento y la envainó. —Mi príncipe es muy sabio —dijo.
—Perdonadme, no quise interrumpiros; os dejaré con vuestras meditaciones —dijo—. La
próxima vez que nos encontremos, recordadme que os cuente la historia de cómo Kakita se ganó
el corazón de la Dama Doji. Buenas noches, dama Iuchi.
Shahai hizo una profunda reverencia mientras el príncipe daba la vuelta y se marchaba. El
borde de su sandalia tenía adherido un pegote de barro. El barro dejó una leve huella parcial en
el camino mientras se alejaba, seguido inmediatamente por su guardaespaldas.
Así que ni siquiera el príncipe era tan perfecto como la Corte Imperial lo presentaba. Quien-
quiera que estuviera a cargo de su vestuario debería ser ejecutado por haber dejado tan sucias sus
sandalias. Parecía que hubiera estado...
Se agachó, cogió un pequeño terrón de tierra y observó detenidamente el color. Se levantó y
miró hacia el sendero por donde había pasado Daisetsu.

88
Shahai se dio la vuelta y miró al borde, el barro que bordeaba su callejón sin salida. Entonces
las vio: un grupo de huellas en la tierra blanda, que salían del callejón sin salida cerca de unos
rosales.
La luz del día estaba desapareciendo. Miró a su alrededor para asegurarse que no había nadie
cerca, y luego salió del camino, poniendo cuidadosamente sus pies en las huellas que le había
dejado Daisetsu. Una docena de pasos más tarde pudo ver lo que había detrás de los rosales que
adornaban el camino. Un matorral de rosas rojas y ramas espinosas, en estado salvaje en un lugar
en el que nadie podría verlas, una cascada de rojos y verdes rebosantes de luz y confusión, alejada
de los meticulosos confines de los senderos del jardín.
A las últimas luces del crepúsculo, aquel estallido de color era como el amanecer.

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© 2018 Fantasy Flight Games.


Entre líneas
Por Marie Brennan

—¡Seguid bailando!
Los agotados y desnudos plebeyos trataron de obligar a sus cuerpos a moverse con mayor
brío. Unas flechas se clavaron en el suelo junto a sus pies, animándoles a saltar con una renovada
desesperación.
Suna apartó la vista, desconsolada. Se suponía que tenía que mirar. Los rōnin habían insistido
en que todo el pueblo mirase, porque decían que era un castigo por ocultarles comida. Como si
hubiera comida que ocultar... esto era pura y simple crueldad, nada más.
Había visto suficiente como para reconocerla.
Un movimiento atrajo su mirada hacia el campo desolado más allá de la última choza. Se acer-
caba un estandarte. Los rōnin no se habían dado cuenta, ocupados con su brutal divertimento.
Los hombros de la anciana se hundieron. ¿León? ¿Grulla? Apenas importaba. Su aldea había
cambiado de manos tres veces en los últimos cinco años, y cada vez su situación había empeorado.
Pero el estandarte no era amarillo ni azul. Era verde. Y al acercarse más rápidamente, vio que
el símbolo que llevaba dibujado era una forma sinuosa y retorcida.
¿Un dragón?

Mitsu subió de un solo salto a lo alto de una choza, abrió la boca, y exhaló.
Una oleada de llamas pasó sobre las cabezas de los rōnin reunidos en la plaza del pueblo. La
repentina sorpresa ante la aparición de un hombre medio desnudo, cubierto de tatuajes y exha-
lando llamas, hizo que mercenarios y plebeyos por igual saliesen corriendo. Los gritos de los
heimin le hicieron sentir una punzada de arrepentimiento. Lo arreglaré después.
Ahora mismo, otras cosas demandaban su atención.
Los dos bushi de su grupo de exploradores cargaron desde detrás de la choza, lanzando gritos
de guerra.
Cuando Mitsu cambió de postura, la destartalada paja de la choza se hundió peligrosamente
bajo sus pies. Se le apareció una imagen en la mente, la del heredero del Campeón del Clan del
Dragón cayendo de forma ignominiosa a través de un agujero en un techo... antes de que pudiese
ocurrir dio un salto para reunirse con sus aliados.
Al aterrizar, el tatuaje del tigre de su espalda cobró vida, y una energía salvaje recorrió sus
brazos y transformó sus manos en zarpas. Cuando Mitsu abrió de nuevo la boca lo que salió de
ella no fue fuego, sino un potente rugido gutural.
Su primer golpe impactó a uno de los rōnin en el hombro, destrozando los cordones de su
armadura y dejando profundos surcos ensangrentados en su piel. Un golpe en la barbilla lanzó

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hacia atrás la cabeza del hombre, tras lo que Mitsu se hizo con su espada y la lanzó hacia uno de
los compañeros del rōnin que se acercaban para unirse al combate.
El poder del tigre era tanto una bendición como una maldición. Su ferocidad era estimulante,
le permitía ignorar la moderación y lanzarse a la batalla, pero le impedía hablar para dar órdenes
a sus aliados. Perdieron la oportunidad de rodear a uno de los rōnin como haría un grupo de
lobos al aislar al ciervo más débil de la manada.
La sorpresa había proporcionado una gran ventaja inicial a los Dragón, lo que les ayudó a
despachar a cuatro mercenarios y a apartar a un quinto fuera de alcance, sangrando y sin armas...
pero la sorpresa no les serviría de mucho más a partir de ese momento.
El líder de los rōnin ladró unas órdenes a sus hombres para que se agruparan en una unidad
más organizada. Incluso con cinco muertos, el pequeño grupo de exploradores de Mitsu seguía
siendo inferior en número, y ahora no podía utilizar su aliento de fuego contra ellos sin incen-
diar también la aldea. Sin palabras, hizo un gesto a sus bushi para que se pusiesen de espaldas a
la pared de la cabaña más cercana, mientras hacía un recuento de los enemigos supervivientes e
intentaba recordar cuántos de ellos habían visto al principio. ¿Podría alguno de los rōnin haber
dado un rodeo para flanquearlos?
Oyó un débil trueno, pero el cielo estaba despejado.
Mitsu sonrió.
Un latido más tarde, Mirumoto Hitomi entró en la aldea como un ejército de una sola mujer,
con su katana y wakizashi en alto. Tras ella avanzaba una veintena de bushi y ashigaru a pie,
sus estandartes de espalda ondeando mientras corrían. Los rōnin ni siquiera intentaron resistir:
salieron corriendo inmediatamente en todas las direcciones disponibles, excepto hacia Mitsu.
El joven dejó que la energía del tigre se retirase hacia el tatuaje, ofreció una reverencia a
Hitomi, y fue a convencer a los plebeyos de que salieran de sus escondrijos.

Hitomi se lo encontró hablando con los plebeyos a los que habían obligado a bailar, que se
encontraban ahora vestidos ahora decorosamente y descansando a la sombra del granero de la
aldea.
Mitsu la vio detenerse a corta distancia y esforzarse por controlar su ira. Era consciente de
que, para ella, aquella situación era complicada. Mitsu era el samurái de mayor rango del desta-
camento Dragón, y había visto más del Imperio fuera de las fronteras de su clan que todos los
demás juntos. Pero Mitsu era un monje, no un líder militar, por lo que Hitomi estaba al mando,
y debía dar órdenes a un hombre que en cualquier otra situación era su superior social.
Cuando logró asumir algo similar a la calma, se acercó. —Deberíamos hablar.
Con lo que quería decir lejos de los plebeyos. Mitsu asintió y se excusó. Hitomi se controló
hasta que llegaron al borde de la aldea, donde nadie podía oírles. Entonces se puso las manos
detrás de la espalda y dijo: —Se suponía que estabais explorando. No atacando aldeas aleatorias.
Mitsu se encogió de hombros. —Al explora vi a un grupo de rōnin torturando campesinos.

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Así que tomé medidas.
—Por vuestra cuenta. Enviando a vuestros ashigaru para avisarme cuando era demasiado
tarde para deteneros, ¡porque sabíais que lo haría! —un músculo se tensó en la mandíbula de
Hitomi.
Había algo de verdad en aquella afirmación, pero no su totalidad. —Si hubiera esperado, los
plebeyos podrían haber muerto.
—¿Y qué? —dijo en un gruñido—. ¡No estamos aquí por esos plebeyos! Tenemos una misión
más importante, que nos ha encomendado el campeón de nuestro clan, ¡y vos la habéis puesto
en peligro!
Hitomi mantuvo el autocontrol suficiente como para mostrar el respeto que exigía su rango,
pero sus palabras eran contundentes y airadas. Mitsu no la insultó fingiendo que no entendía por
qué. Se encontraban en mitad de un territorio en disputa al oeste de Toshi Ranbo, no lejos de la
ciudad León de Oiku... y no tenían permiso para estar allí.
Habían llegado hasta aquí sin percances, sorteando el puente controlado por el Clan del León
y cruzando el Río del Mercader Ahogado con la ayuda de las oraciones de sus shugenja. Hitomi
creía que su ejército era de gran tamaño, y para los Dragón lo era, pero a pesar de ello era lo bas-
tante pequeño como para que, si se movían con rapidez y se mantenían ocultos, no lo detectasen
hasta llegar a zonas firmemente bajo el control del Clan de la Grulla, donde tendrían una mayor
probabilidad de ser bienvenidos.
Detenerse a combatir contra rōnin no era, admitió, una buena forma de evitar ser visto.
La mirada de Mitsu se dirigió a la otra punta del campo en el que se encontraban. Antes de
que alguien rompiera la presa que impedía que el agua de riego se filtrara había sido un arrozal.
Los diques bajos que marcaban los límites de las parcelas habían sido pisoteados, y aquí y allá
hojas secas de plantas de arroz salpicaban la tierra estéril.
Cuando la gente pensaba en la guerra, se imaginaba ejércitos enfrentados, flechas volando,
samuráis con armadura, ashigaru con sus lanzas. Mitsu pensaba en lugares como aquel: pueblos
que deberían ser pacíficos y fértiles, aplastados y muertos.
—En mis viajes por el Imperio, he visto mucho sufrimiento. Parte de estos por la voluntad
de los kami: inundaciones, hambrunas y sequías. No hay mucho que yo pueda hacer al respecto.
Pero ¿la crueldad humana? —extendió las manos—. Ahí sí puedo marcar la diferencia. Para esto
me ha entrenado mi orden, hatamoto: para encontrar el equilibrio entre la contemplación y la
acción. Si renuncio a la compasión por miedo a que ayudar a los necesitados me cause proble-
mas, si me escondo de mi enemigo y de mi deber, ¿qué clase de samurái sería?.
Lo dijo en términos de su propio honor, pero no había forma de que Hitomi no entendiese
lo que quería decir, y tampoco tenía intención de que así fuera. Él no era quién para discutir su
decisión de atravesar sin ser vistos los límites de las tierras León hacia territorios más amistosos:
ella estaba al mando, y tenía buenas razones para evitar la confrontación. Pero Mitsu no iba a
dejarla ocultarse de las implicaciones de esa decisión.

33
El cuerpo de Hitomi se tensó. —Esos rōnin fueron contratados por los Grulla —dijo ella—.
El mismo clan en el que confiamos que nos deje paso franco. Si os hubieseis coordinado conmigo
de antemano, si hubierais presentado vuestros argumentos y me hubieseis convencido de que
valía la pena arriesgar nuestro auténtico deber por ello, entonces podría haber rodeado la aldea
y haberme asegurado de que ninguno de los rōnin escapase. Pero tal como se desarrolló la situa-
ción, uno de ellos escapó. He mandado exploradores en su busca, pero ¿qué creéis que pasará si
llega primero hasta los Grulla?
Mitsu trató de controlar una mueca de desazón. Había creído que esta zona seguía bajo el
control de los León, y que los rōnin estaban a sus órdenes. La participación Grulla era... una
cuestión diferente.
Era un ise zumi y un maestro de la orden de Togashi, entrenado a lo largo de muchas vidas
para canalizar el poder de sus tatuajes en los momentos y lugares adecuados para marcar la
diferencia, pero ningún tipo de entrenamiento podía garantizar una perfecta comprensión del
mundo que le rodeaba. Incluso ahora, había cometido errores.
Mitsu no se arrepintió de su elección, pero entendía la ira de Hitomi. Antes de que pudiese
encontrar una forma de disculparse por la parte de la que se arrepentía, ella se giró de repente
hacia la aldea, y sus manos se dirigieron hacia sus espadas.
La anciana que se acercaba a través del campo muerto no era ningún tipo de amenaza. Pero
en territorio enemigo, Hitomi no estaba dispuesta a arriesgarse. Mitsu dijo: —Su nombre es
Suna. Me estaba ayudando a atender a las víctimas.
Hitomi no se relajó.
A una respetuosa distancia, Suna se detuvo y se agachó rígidamente hasta el suelo. —Samurái-
sama. No podemos agradecerlos lo que habéis hecho lo bastante. Nuestras humildes vidas no
valen mucho, pero…
Mitsu se acercó a ella y la puso en pie. La tela de su kimono era casi tan fina y desgastada
como su piel, bien remendada con otros materiales. —Abuela, levántate. Esos rōnin eran bestias
sin honor; nunca deberías haber tenido que sufrir a sus manos.
La mujer se mantuvo medio inclinada, moviéndose arriba y abajo en una serie de reverencias
mientras reiteraba su gratitud. —Por favor, honradnos aceptando nuestra humilde hospitalidad
durante esta noche. Todo cuanto tenemos es vuestro.
—Nos quedaremos —dijo Hitomi, sorprendiendo a Mitsu—. Habla con Mirumoto Akitake, el
hombre con la armadura lacada con un dibujo de una montaña. Él se ocupará de los preparativos.
Suna le dedicó unas cuantas reverencias y agradecimientos más, y luego retrocedió con pasos
cuidadosos y cojeantes por el áspero suelo. Cuando se fue, Mitsu dijo, —Eso fue cortés. Esperaba
que insistierais en que siguiéramos adelante —era muy posible que la hospitalidad de esta aldea
fuera menos confortable que acampar al aire libre. Sin embargo, supondría una carga para los
campesinos... vería si podía contribuir con sus propias provisiones.
—No lo hice para ser cortés —soltó Hitomi—. Está a punto de anochecer, y poner unos pocos

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kilómetros más entre nosotros y quienquiera que venga a por nosotros no cambiará mucho las
cosas. La única pregunta es si serán los León o los Grulla.

El amanecer trajo consigo un mar de estandartes marrón y oro.


Mitsu mantuvo la boca cerrada, observando a Hitomi contemplar la escena. Había hecho
preparativos la noche anterior para que los Dragón se defendiesen, pero a pesar de las adverten-
cias de Mitsu, había subestimado el tamaño de la fuerza que se acercaba.
El contingente de Hitomi estaba compuesto por un mayor número de soldados de los que su
clan había reunido desde que se tenía recuerdo, pero este ejército, que era apenas una fracción de
la totalidad de las fuerzas León, les sobrepasaba sustancialmente en número. Y no eran sólo sol-
dados: viajaban con cocineros, lavanderas, peones de caballerizas, herreros... un segundo ejército
completo para apoyar al primero. Los Dragón llevaban sus propios sirvientes, pero la pobreza y
el pragmatismo hacían que la suya fuese una unidad de movimiento rápido, reducida a lo esen-
cial. A lo que se enfrentaban ahora era a una ciudad ambulante.
Hitomi nunca admitiría que aquello la intimidada. A la edad de ocho años había intentado
retar a Hida Yakamo a un duelo por la muerte de su hermano; entre la espada y la pared caería
luchando, sin importar lo difícil que fuese la situación. Pero eso no serviría a los propósitos de
nadie en aquel momento.
Mitsu divisó un estandarte conocido entre los demás. —Ikoma Tsanuri —dijo.
Las manos envueltas en guanteletes de Hitomi se cerraron en puños. —No están familiariza-
dos con las capacidades Dragón, especialmente las de los ise zumi. Si lo aprovechamos...
—En el mejor de los casos, sólo algunos de nosotros sobreviviremos para continuar, y nos
habremos enemistado aún más con los León —una idea empezó a tomar forma en la mente
de Mitsu—. Dijisteis que los rōnin se encontraban a las órdenes de los Grulla, hatamoto.
Aprovechémoslo, y pidamos una audiencia a Ikoma-sama.
Se encontraron en el mismo campo pisoteado donde él y Hitomi habían hablado, a plena
vista de ambos ejércitos. Pero no de pie en la tierra: Los soldados León sacaron esteras de tatami
y construyeron rápidamente una plataforma baja, con cojines, mesas y té para que se arrodillasen
sobre ella.
Hitomi pasó el tiempo preparándose a su manera. La posición de Mitsu hacía que las nego-
ciaciones diplomáticas fuesen su responsabilidad, pero si fracasaba le correspondería a Hitomi
liderar a los Dragón para que luchasen por su libertad. Estaban invadiendo el territorio de otro
clan, aunque dicho territorio estuviese en disputa con los Grulla; Tsanuri estaría totalmente en
su derecho de enviarlos de vuelta al norte, o incluso de masacrarlos allí mismo.
—Ayer por la tarde capturamos un rōnin —dijo Tsanuri una vez que terminaron las cortesías
iniciales—. Mis capitanes creyeron al principio que estaba loco, ya que hablaba de un hombre
que exhalaba fuego. Pero conozco vuestra reputación, Togashi-sama. Sólo me sorprende que
atacarais una aldea sin provocación.

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—¿Es así como lo describió? —dijo Mitsu, ocultando su ira con humor—. Pensé que estaba
tomando medidas para proteger a los heimin contra los ataques de unos bandidos. ¿Quién habría
creído que los honorables Grulla contratarían a mercenarios que hacen bailar desnudos a plebe-
yos y les disparan flechas por diversión?
La sonrisa se Tsanuri desapareció. Bien, no ha perdido su sentido de la compasión. Mitsu la
había visto una vez, hacía años, no mucho después de que volviese de una temporada entre los
Unicornio. De todos los León que podrían haberlos encontrado aquí, ella estaba lejos de ser
la peor. —Ya veo —dijo ella—. Esta guerra ha hecho que mucha gente se comporte de formas
inusitadas. Por ejemplo, el famoso y solitario Clan del Dragón parece haber hecho marchar un
ejército hacia nuestro territorio, sin hacer ningún intento de acordar un paso seguro. ¿O acaso
no recibí el mensaje?
Mitsu se las arregló para parecer sorprendido. —Perdonadme, Ikoma-sama. Como vos decís,
somos solitarios, y las noticias que recibimos a menudo son anticuadas. ¿Este territorio no está
en manos de los Grulla? Y sin embargo, sus rōnin estaban aquí. Qué raro.
Era un equilibrio delicado. Atribuir la disputada tierra a los enemigos del León podía ser
visto como un insulto... pero le brindaba la oportunidad a Tsanuri de dejar pasar este incidente
como un simple malentendido, más que como un acto de guerra.
Si es que decidía hacerlo.
La mujer se sentó impasible, pensando. Tsanuri era una mujer paciente; se había ganado su
nombre de niña, cuando se quedó sentada durante horas sobre una víbora negra para evitar que
la mordiera y la matara. Finalmente dijo, —¿Así que vuestros asuntos aquí son con los Grulla?
Mientras los soldados León construían su plataforma y Hitomi se preparaba para la batalla,
Mitsu se había estado preparando a su manera, contemplando los distintos derroteros por los
que podría ir aquella conversación. Ahora sonrió. —Me imagino, Ikoma-sama, que habéis oído
historias sobre la clarividencia que Tengoku creyó conveniente otorgar a los campeones de nues-
tro clan.
Todo el mundo conocía esas historias. Los Dragón dependían mucho de ellas, porque eso a
veces les permitía salirse con la suya en acciones que habrían provocado repercusiones contra
cualquier otro clan. ¿Quién quería decir que había ido en contra de la voluntad de Tengoku?
Tsanuri asintió con cautela. —¿Decís que esa es la razón por la que estáis aquí?
—La Grulla se verá obligada a dirigir su mirada hacia el interior —citó Mitsu—. Esas fueron
las palabras de Togashi-ue, antes de que nos enviara al sur.
Tsanuri se inclinó hacia atrás, con los dedos golpeando brevemente contra sus rodillas antes
de que pudiera evitarlo. El entrenamiento meditativo de Mitsu le fue muy útil en aquel momento,
ayudándole a mantener la respiración tranquila y calmada mientras ella pensaba.
—Estáis en territorio León, no Grulla —dijo finalmente. Una declaración necesaria: no podía
darse el lujo de conceder validez a la reivindicación de otro clan, no si los León esperaban hacer
suya Toshi Ranbo—. Pero no os encontráis muy lejos de sus fronteras. ¿Me dais vuestra palabra

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de honor, Togashi-sama, de que vuestro ejército no viaja con el propósito de ayudar a los Grulla
en su guerra contra mi clan?
—Os la doy —dijo Mitsu sin dudarlo.
—¡Ikoma-sama!
Tsanuri levantó una mano, deteniendo la protesta de su capitán antes de que pudiese decir
algo más que su nombre. Ciertamente, los Cielos habían bendecido a Mitsu poniéndola a ella al
frente de la negociación. —Entonces os permitiré continuar, siempre y cuando os dirijáis hacia el
este y no volváis atrás. Si os encontráis en tierras León dentro de dos días, nos veremos obligados
a tratar vuestra presencia como una invasión. ¿Lo entendéis?
Mitsu se inclinó, algo más profundamente de lo que la etiqueta requería del heredero de un
campeón de clan a un comandante del rango de Tsanuri. —Os agradezco vuestra generosidad,
Ikoma-sama.
Al alejarse del campo le picaba la piel de los omóplatos, donde se encontraba el tatuaje del
tigre, pero Tsanuri era demasiado honorable como para traicionarle; nadie le disparó. Hitomi
estaba esperando al borde de la aldea. —¿Funcionó? —dijo ella. Las palabras eran una pregunta,
pero su entonación era pura incredulidad.
Mitsu asintió. —Cree que Togashi-ue nos envió aquí para interferir con los Grulla.
Todo lo que le había dicho a Ikoma Tsanuri había sido verdad. El campeón del clan había
tenido una visión del futuro de los Grulla; había dicho que volverían su mirada hacia el interior.
Hasta donde sabía Mitsu, aquello no tenía nada que ver con su misión... pero no era culpa suya
si Tsanuri había sacado conclusiones incorrectas de lo que había dicho.
Hitomi exhaló lentamente. —Así que... ¿somos libres de irnos?
—Mientras sigamos viajando hacia el este —Mitsu volvió la vista hacia el horizonte, donde
la Dama Sol se elevaba lentamente en el cielo—. Como vos dijisteis, hatamoto, nuestro deber se
encuentra en otro lugar.

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© 2018 Fantasy Flight Games.


El tigre acecha a su presa
Por D.G. Laderoute

Los jardines eran el único lugar de la Ciudad Prohibida lo suficientemente tranquilo como para
permitir a Akodo Toturi reflexionar sobre sus pensamientos. El equilibrio de poder en Toshi
Ranbo había cambiado gracias a una exitosa contraofensiva; entretanto, los Unicornio habían
lanzado su propia ofensiva contra Hisu Mori Mura. Matsu Tsuko aguardaba la orden de izar
todos sus estandartes para ir a la guerra... órdenes que se vería obligado a dar. Las pesadillas
de la pobre Kaede se habían ido recrudeciendo hasta el día en que su padre abandonó
misteriosamente Otosan Uchi…
Kaede dijo que ni siquiera podía sentirle en el Vacío. ¿Cómo era eso posible, a menos que el
señor Ujina se hubiese ocultado de ella a propósito?
Ahora ella era incapaz de dormir, y el intentarlo sólo empeoraba sus dolores de cabeza y
náuseas. Toturi no podía acallar sus preocupaciones y pensamientos el tiempo suficiente como
para quedarse dormido durante más de una hora. Era como si estuviera a la deriva en una
neblina mientras sus pensamientos se retorcían sobre sí mismos, o no llevaban a ninguna parte
en absoluto.
Se detuvo a la orilla de un estanque de carpas koi rodeado de hierba impecablemente cortada.
Varios vasallos estaban sentados en un chashitsu, una casa de té con vistas al estanque, mientras
un destacamento de guardias de honor Seppun se mantenían firmes alrededor del claro.
Una figura solitaria junto al estanque ejecutaba los movimientos de una kata: El tigre acecha
a su presa, un ejercicio diseñado para acentuar la paciencia y el control mediante movimientos
lentos y deliberados que evocaban a un gran felino durante una cacería. Era una kata básica,
que se aprendía a una edad temprana y que la mayoría de los bushi usaban con frecuencia.
Pero el practicante no era un joven samurái en formación, sino Hantei XXXVIII, el mismísimo
Emperador de Rokugán.
El Emperador pasó del quinto movimiento de la kata al sexto... del sexto al séptimo. Si su posi-
ción social no se lo impidiese, habría criticado la transición en los movimientos del Emperador,
la colocación de sus pies, el ángulo de los hombros, la inclinación de la cabeza. Todos estaban
un poco fuera de lugar, los movimientos deberían ser suaves en lugar de ligeramente vacilantes,
titubeantes incluso. La katana temblaba visiblemente en sus manos. Pero no le correspondía a él
juzgar al Hijo del Cielo.
El Emperador trastabilló, perdiendo el equilibrio en mitad del octavo movimiento. Logró
recuperar el equilibrio antes de caer, se detuvo y volvió a comenzar desde el principio del séptimo
movimiento.

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Los rostros de los asistentes y de los vasallos en la casa de té se mantuvieron pétreos, sin reve-
lar ningún signo de desaprobación ante los esfuerzos del Hantei.
—Mis disculpas, Akodo-san —dijo una voz justo detrás de Toturi—. Es lamentable que ten-
gáis que ser testigo de semejante... demostración impropia.
La voz pertenecía a Hantei Sotorii, hijo mayor del Emperador y heredero al trono. Tras él
caminaban otro par de guardias de honor, sus caras obedientemente impasibles. Toturi se inclinó
de inmediato, luego se enderezó y miró al Emperador. El Hantei de mayor edad se limitó a conti-
nuar con la kata, pero una de sus ayudantes en la casa de té, miembro de la familia Otomo, había
levantado su abanico para que le cubriese la cara. Si ella había oído por casualidad el comentario
de Sotorii, seguramente el Emperador también lo había hecho.
—Llovió el día que volví de Toshi Ranbo, alteza —dijo Toturi.
El chico frunció el ceño, perplejo. —¿Llovió...? —sacudió la cabeza—. Me temo que no os
entiendo, Akodo-san.
—Ya que parece que estáis ofreciendo disculpas en nombre de los Cielos, pensé que podría
recibir una por la lluvia que hizo que la última parte de mi viaje resultase tan desagradable.
Sotorii mantuvo una expresión imperturbable mientras reflexionaba sobre las palabras.
Toturi simplemente esperó a que el joven Hantei hablara, se marchase o continuase haciendo
lo que fuera que estuviese haciendo antes de sentir la necesidad de disculparse en nombre del
hombre cuyas acciones y palabras eran sacrosantas.
La confusión en el rostro del niño dio paso a una de comprensión repentina, y luego a una ira
fuerte y sombría. —Presumes demasiado, Akodo-san.
Toturi hizo una profunda reverencia. —Tenéis razón, por supuesto, alteza. Doy por sentado
demasiadas cosas. Doy por sentado cosas en nombre de los Cielos, que son equivocadas e indig-
nas de mí. Espero que aceptéis mis más sinceras disculpas.
La mirada de Sotorii se hizo aún más sombría. —Y yo espero que encuentres satisfactoria tu
carrera como Campeón Esmeralda, Akodo-san... mientras dure. —el joven Hantei dio la vuelta
y se alejó, con sus guardias tras él. Toturi mantuvo su reverencia hasta que Sotorii desapareció
entre un grupo de árboles sakura que cubrían uno de los senderos que se alejaban del estanque
de carpas koi.
Toturi se enderezó. No debería hacer enfadar al príncipe heredero, especialmente con todo lo que
está ocurriendo. Después de todo, era el heredero al trono. Pero el chico aún no era Emperador. Y
su posición, digna de respeto o no, no le daba derecho a hablar mal del hombre que no sólo era
el Emperador, sino también su padre…
—Akodo-san.
Toturi se volvió otra vez. El Emperador se acercó a él, limpiándose la cara con una tela blanca
como la nieve. Un joven asistente le seguía discretamente, con varios paños más.
Toturi se puso de rodillas y se postró en la hierba. El Emperador se detuvo. —Por favor,
Campeón Esmeralda, levantaos.

22
Toturi así lo hizo. —Deseabais hablar conmigo, majestad.
El Emperador asintió y continuó limpiándose la cara, reluciente de esfuerzo y sudor, como un
hombre que acabase de esforzarse duramente y durante mucho tiempo. Sí, una kata debía ser exi-
gente, pero no tanto como para dejar a su practicante con un aspecto tan.... enrojecido y agotado.
El Emperador finalmente entregó el paño al ayudante, que inmediatamente le ofreció otro.
El Emperador le hizo un gesto con la mano para que se alejase, y dijo, —Así es, Akodo-san,
pero... no aquí. Podéis esperarme en el Santuario del Kami Hantei, mientras me baño y adecento.
—Como deseéis, majestad.
Toturi hizo una reverencia y se retiró. Al hacerlo, vio que el Emperador finalmente aceptó
otro paño del ayudante, y lo usó para limpiarse una vez más el sudor de la cara.

Toturi se revolvió al arrodillarse en el Santuario de Hantei, buscando una posición más cómoda
para las piernas. Echó una mirada a la puerta por la que finalmente entraría el Emperador, y
luego levantó otro pergamino del montón que le había entregado un fervoroso heraldo de la
familia Miya. Podía intentar aplazar el papeleo hasta otro momento, cuando estuviese más
descansado, pero no tenía ni idea de cuánto tiempo debería esperar al Emperador, ni de si
alguna nueva crisis se sumaría a sus preocupaciones.
El pergamino era otro edicto que debía revisar antes de que se promulgara. Este hacía refe-
rencia a una revisión del tipo impositivo sobre la cebada. Probablemente era importante a su
modo, y ciertamente parecía estar dentro de las responsabilidades del Campeón Esmeralda, el
principal ejecutor de la ley del Emperador y por lo tanto también su principal recaudador de
impuestos. Los burócratas que lo habían redactado sin duda conocían su oficio y la necesidad de
tales detalles, así que se limitó a poner su hanko en el pergamino como muestra de aceptación, y
lo colocó a un lado de la mesa lacada. Los siguientes pergaminos eran también detalles adminis-
trativos esotéricos, tras lo que sólo quedaba un pergamino.
Toturi lo abrió... y frunció el ceño.
En la parte superior del pergamino estaban las habituales palabras de introducción: “Un
edicto...”, y nada más.
El resto del pergamino estaba tan en blanco como los muros sin adornar que le rodeaban.
Toturi dejó el pergamino a un lado. Obviamente era un error: un error que discutiría con el
funcionario Miya que le había entregado los pergaminos. Alguien pagaría muy caro un error tan
flagrante, lo cual era lamentable, pero al parecer la burocracia Imperial parecía seguir el lema
“todo lo que no es perfecto es un fracaso”…
Un suave murmullo rompió el sereno silencio al abrirse la puerta de la habitación. Toturi
había esperado a los Miya, no ver al propio Emperador entrar sin ceremonias seguido por un
joven que llevaba un ornamentado juego de té. Tras la reverencia de Toturi, el Hantei se arrodilló
sobre un cojín en el lado opuesto de la única mesa de la habitación, y luego hizo un gesto con la
mano hacia el Miya.

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—Hace poco le he cogido el gusto al té conocido como Flor de Cristal —dijo el Emperador—,
que cultivan los estimados Dragón. Al parecer, crece en sus altas montañas, pero sólo cerca de
donde los árboles dejan paso a las nieves perpetuas. Espero que lo encontréis tan delicioso como
yo, Akodo-san.
—Estoy seguro de que lo haré, majestad —dijo Toturi, mientras el Miya preparaba el juego de
té. El Miya comenzó entonces la forma abreviada de la ceremonia del té, conocida como chakai.
Cuando terminó, Toturi sorbió la humeante infusión. Era al mismo tiempo empalagosamente
dulce y fuertemente amarga, y en general, más penetrante que agradable. Pero hizo un asenti-
miento de satisfacción hacia el Emperador, y otro hacia el Miya, que se inclinó profundamente,
recogió las piezas innecesarias del juego de té, y se retiró.
El Hantei ya no parecía tan acalorado como en el jardín. Ahora simplemente parecía cansado.
Cansado y... viejo. Como los viejos monjes con los que Toturi se había relacionado durante su
estancia en el monasterio. Incluso la manera como la taza de té temblaba en su mano....
—Bueno —dijo el Emperador, dejando la copa y señalando a la pila de pergaminos—, ¿Confío
que hayáis tenido tiempo para revisar estos documentos?
—Lo he hecho, majestad.
Damos comienzo a las minucias burocráticas... Pero el Hantei cogió el pergamino extraña-
mente vacío y lo puso sobre la mesa ante los dos.
—Decidme, Akodo-san... ¿qué os ha parecido éste?
Toturi mantuvo su rostro tan inexpresivo como el pergamino. Seguramente el Emperador era
consciente de que no había nada escrito en el papel... ¿no?
El Hantei le regaló con una leve sonrisa. —No os preocupéis, Akodo-san. Soy muy consciente
de que no tiene nada escrito. Al menos, todavía no.
—Yo... lo siento, majestad. No entiendo...
—¿Qué pensáis del príncipe Sotorii?
Esta vez, Toturi no pudo reprimir un parpadeo de sorpresa. Se tomó un momento para poner
su taza de té en la mesa. ¿Estaba probándolo el Emperador? ¿Era aquella la forma que tenía el
Hantei de sondear el carácter de su nuevo Campeón Esmeralda?
—Es... un joven decidido —dijo finalmente Toturi.
—La respuesta perfecta, por supuesto. Perfecta de la misma manera que se podría decir que
yo he fijado un nuevo estándar para la ejecución de El tigre acecha a su presa. Es cierto, pero no
necesariamente halagador.
—Majestad, yo...
El Emperador levantó una mano. —No os estoy criticando, Akodo-san. Es simplemente
una.... observación —el Hantei bajó la mirada hacia su taza de té—. Lo cierto es que mi hijo
mayor no es sólo determinado. Es arrogante y obstinado y me atrevería a decir que puede llegar
a ser cruel.
Toturi no dijo nada. Era, por supuesto, prerrogativa del Emperador decir esas cosas de su

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hijo y heredero si así lo deseaba, pero sería inapropiado que ni siquiera el Campeón Esmeralda
hiciera algo más aparte de reconocer que lo había dicho... y puede que ni tan siquiera eso. Así
que mantuvo el rostro cuidadosamente inexpresivo y simplemente esperó a que el Emperador
continuara.
—No necesitáis responder a eso, Akodo-san —dijo el Hantei—. Hace poco os habéis enfren-
tado a la peor parte de su comportamiento —el Hantei le dedicó una leve sonrisa de arrepenti-
miento—. No es Hantei XVI, pero me temo que Sotorii no entiende el camino que sigue... y a
dónde puede llevar su viaje al resto del Imperio. Con la debida guía y tutelaje, creo que algún día
podría convertirse en un líder fuerte y capaz, pero...
—Es joven —dijo Toturi—, y los jóvenes son apasionados, a menudo en detrimento de pala-
bras y acciones más meditadas y reflexivas. Encontrar la sabiduría suficiente como para dejar de
lado la pasión es parte de la madurez.
—Ciertamente. Aprender tal sabiduría debería ser algo progresivo y gradual, demostrado por
los niños a medida que crecen y se convierten en adultos, ¿no es así? Sin embargo, en el caso de
Sotorii...
El Emperador dejó las palabras suspendidas en el apacible aire del altar. Toturi podía respon-
der Tenéis razón, majestad, no sería un buen Emperador. Sin duda ahora no, y quizás nunca. Pero
no le correspondía a Toturi, ni siquiera como Campeón Esmeralda, decir algo así. Quizás debería
simplemente reiterar que Sotorii es joven, y sí, inmaduro, pero puede ser capaz de aprender y cre-
cer. Y en cualquier caso, es vuestro heredero, majestad, así que, ¿cuál es la diferencia?
El silencio continuó, suavemente interrumpido por el irregular sonido de campanillas de
viento proveniente de algún lugar fuera del santuario. Toturi intentó frenéticamente encontrar
una respuesta, dándose cuenta de que tenía que decir... algo, aunque toda esta conversación le
pareciese en cierto modo impropia.
—Majestad —dijo finalmente Toturi—, todos hemos visto crecer a niños, convertirse en
jóvenes samuráis, y luego continuar madurando a medida que acumulan años y experiencia.
Algunos lo hacen muy rápidamente. Otros siguen un camino más... indirecto —Toturi tocó la
taza de té pero no la cogió—. Estoy seguro de que el príncipe Sotorii encontrará y seguirá el
camino correcto para él....uno que lo llevará finalmente a la sabiduría y al buen juicio.
Interiormente, Toturi hizo un gesto de dolor ante sus propias palabras. Tu esposa, Kaede, cree
que puede estar embarazada, pero aún no está segura...y aun así, te atreves a dar lecciones sobre la
maduración de los hijos. Eres presuntuoso, tal como dijo Sotorii.
Pero si el Emperador consideró presuntuosas las palabras de Toturi, no dio muestras de ello.
En vez de eso, alzó la vista de su taza de té y miró directamente a los ojos del Akodo. Toturi,
por supuesto, nunca había mantenido antes un contacto visual tan directo con el Hantei. Ahora
se dio cuenta, con sorpresa, que los ojos del Emperador estaban nublados, como si una fina y
pálida bruma cubriese el espacio detrás de sus pupilas. Pero a pesar de lo turbios que parecían,
su mirada estaba cargada de un propósito repentino.

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—Puede que tengáis razón, Akodo-san —dijo el Emperador—. Pero no estamos hablando de
un joven samurái de uno de los clanes. Estamos hablando del heredero al trono de Rokugán, un
heredero cuyo padre parece volverse más frágil cada día —el Emperador se detuvo, y Toturi vio
como desviaba la mirada hacia el pergamino en blanco, permaneciendo allí un momento, para
luego volver a encontrarse con la suya.
—Sotorii no está lista para sentarse en ese trono. Mi corazón me dice que tal vez nunca lo
esté. Dije que era arrogante, obstinado y cruel... pero no es sólo eso. Hay una oscuridad en su
interior... una sombra proyectada en su alma por algo que no comprendo. Pero si voy a ascender
pronto a la vida eterna en Yomi, se sentará en ese trono.
Una vez más se oyó únicamente el silencio y las campanillas de viento. ¿Debería protestar
ante la sombría predicción del Emperador de su propia muerte? ¿No sonaría aquello superficial
y condescendiente? ¿Y debería mostrarme de acuerdo o en desacuerdo con la contundente
valoración que el Emperador había hecho de su propio hijo?
Sea como fuere, Toturi tenía que dar alguna respuesta. Abrió la boca, listo para decir lo que
esperaba que fueran las palabras adecuadas, pero el Emperador empezó a hablar de nuevo.
—No puedo... no permitiré que eso suceda. Ahora el Imperio necesita un gobernante fuerte,
quizás más de lo que lo ha hecho en mucho tiempo. Pero esa fuerza debe ser templada con la
razón, la reflexión y la voluntad de escuchar, reflexionar y transigir. Sotorii no es ese gobernante.
Daisetsu, mi hijo mejor, lo es.
Toturi frunció el ceño, y lo frunció cada vez más mientras meditaba sobre la senda de los pen-
samientos y palabras del Emperador. —Majestad, os ruego que me disculpéis... ¿estáis sugiriendo
nombrar al príncipe Daisetsu como vuestro heredero, en lugar de a su hermano mayor?
El Emperador cogió el pergamino que estaba en blanco a excepción de las palabras “Un
edicto”, y lo puso sobre la mesa frente a él. —No lo estoy simplemente sugiriendo, Akodo-san,
estoy declarando que esa es mi intención —alzó la vista del pergamino y la posó de nuevo en los
ojos de Toturi—. Pero eso no es todo. Mi intención es abdicar y retirarme, y dejar el trono a mi
hijo menor. Y como aún no es mayor de edad, ascenderá como Emperador bajo la guía de un
regente, alguien fuerte y capaz, que pueda ayudarle a convertirse en el gobernante que creo que
puede ser y será. Ese regente será el estimado Bayushi Shoju.

Toturi le miró fijamente.


Más tarde, reconocería haber sentido un orgullo indecoroso de no haber permitido caer su
máscara y revelar la profundidad de su asombro ante las palabras del Emperador. Pero en aquel
momento, solo pudo quedarse sentado y mirar fijamente al Hantei.
La abdicación del Emperador... sólo había ocurrido un puñado de veces a lo largo de la historia.
Sotorii pasado por alto... ¿cómo reaccionaría ese joven tempestuoso?
Daisetsu ascendiendo en su lugar, el nuevo Emperador... su genpuku tendría que ser apresurado,
lo que haría que llegase a la edad adulta antes de estar verdaderamente preparado.

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¡Bayushi Shoju como regente!... ¡Bayushi Shoju!
Sotorii no sería Emperador. Gracias a los Kami por eso.
Pero... ¿acaso Shoju no es igual, aunque astuto en vez de cruel?
Por primera vez en su vida, no sabía a dónde llevaría ese camino. Pero como Campeón
Esmeralda, su sendero estaría inevitablemente entrelazado con él.
¿Qué voy a hacer?
—Majestad... esto es... trascendental. Me disculpo por necesitar un momento para...
considerarlo.
El Emperador asintió. —Entiendo, Akodo-san. Trascendental es una palabra excelente para
describir lo que acabo de decir.
Toturi bajó la mirada hacia su taza de té... la recogió... la dejó otra vez.
¿Bayushi Shoju...?
—Majestad —dijo, y luego se detuvo. Estaba a punto de decir la frase superficial y condescen-
diente que se abstuvo de decir hacía sólo un momento. Pero eso fue antes de que el Emperador
declarase su intención de poner al Campeón del Clan del Escorpión en el trono como regente.
Cogió aliento de nuevo, y dijo—. ¿Es esto necesario? Vuestro reinado puede ser largo y fructífero...
—¿Largo? —el Emperador le interrumpió, con una breve sonrisa irónica en la cara—. Ya ha
sido bendecido con creces. Mi dificultad con El tigre acecha a su presa es sólo un síntoma de mi
creciente dolencia... uno de los cada vez más numerosos síntomas —la sonrisa desapareció, y el
Emperador pareció aún más cansado que antes, si cabe.
—Majestad, ningún shugenja dudaría un instante en rezar por vuestra salud...
—El hombre que pide a los Cielos que se retrase su juicio ante Emma- Ō es un hombre
desafiante.
—Para ser francos, Akodo-san —continuó, moviendo una mano en dirección a los perga-
minos de la mesa—, ya no puedo leer documentos como estos. Sólo puedo tener la esperanza
de entenderlos si los escriben con letras estúpidamente grandes —el Emperador suspiró—. Y si
no soy capaz de leer, entonces debo confiar únicamente en las palabras de mis consejeros. Y un
Emperador tan confiado como para que otros perciban el mundo por él, aunque sea por necesi-
dad, es un Emperador propenso a ser manipulado.
El Hantei negó con la cabeza. —No puedo permitir que un optimismo infundado, o mi pro-
pio orgullo, se interponga en el camino de lo que sé, en mi interior, que debe ser. Estoy pen-
sando en el Imperio. Parece que todos los días llegan heraldos con noticias calamitosas de todo
Rokugán —el Emperador volvió a sonreír, pero esta vez era una sonrisa sombría y sin humor—.
Tengoku parece estarme diciendo de múltiples maneras que ha llegado el momento de retirarme.
—Eso no puedo creerlo, majestad.
—¿Cómo podéis no hacerlo, Akodo-san? Además de las muchas dificultades a las que se
enfrentan los clanes, ahora se avecina una guerra entre ellos. Incluso dejando de lado el conflicto

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en ciernes entre vuestro propio clan y los Grulla por Toshi Ranbo, está la cuestión de Hisu
Mori Mura. El honor exigirá vengar la derrota de vuestros compatriotas en ese lugar a manos
Unicornio.
—Majestad...
—¿Lo negáis, Akodo-san?
Toturi cruzó las manos sobre su regazo. Hosokawa Tesshū había llegado a la Capital Imperial
dos días antes con noticias de la batalla, por lo que aún no había decidido como proceder. Pero...
¿lo había hecho? Con Hisu Mori Mura tan pronto después del insulto de la ruptura del compro-
miso de Shinjo Altansarnai con el daimyō Ikoma, ¿dudaba realmente que a su clan le quedara
otro remedio que pedir al trono el derecho a declarar la guerra a los Unicornio?
El Emperador sacudió lentamente la cabeza. —Por supuesto que no lo negáis, Akodo-san,
porque no podéis hacerlo. Y aunque encontrarais algún motivo para negarlo, ¿creéis de verdad
que vuestros generales, que vuestro clan, lo aceptaría?
Toturi negó finalmente con la cabeza. —No, majestad.
—Hubo un tiempo, Akodo-san, en el que creo que podría haber evitado muchos de estos
problemas que preocupan al Imperio, y mitigado los que no pudiera evitar. Pero ese tiempo ha
quedado atrás. Ahora, soy un hombre viejo, de salud delicada. Si no hago nada, Sotorii se conver-
tirá en Emperador cuando yo muera... y esa sombra que empaña su alma se extenderá, me temo,
sumergiendo al Imperio aún más en el caos y la oscuridad. No puedo permitir que eso suceda.
Toturi tomó aliento profundamente y se quedó mirando su taza de té mientras reflexionaba
sobre las palabras del Emperador. Quería seguir oponiéndose, persuadir al Emperador de que
estaba equivocado, que debía permanecer en el trono, que la abdicación y el nombramiento de su
hijo menor como heredero sería un enorme tumulto, con un resultado impredecible y peligroso
para el Imperio....
Pero.
Pero veía una profunda sabiduría en las palabras del Emperador. Sotorii era peligroso, y
de una forma que resultaba impredecible. Era más que una simple arrogancia o una naturaleza
voluble. En otra época los samuráis trataron de convencerse de que el joven que se convertiría en
Hantei XVI, el llamado Crisantemo de Acero, era simplemente arrogante y obstinado y que, con
el tiempo, se convertiría en un gobernante sabio y justo. En lugar de ello fue cruel, paranoico y
destructivo, hasta el punto de que sus propios guardias Seppun y samuráis de los clanes acabaron
matándolo en vez de arriesgarse a que su malvado reinado destrozase el Imperio por completo.
Y eso fue en una época en la que el Imperio se encontraba en un momento de relativa paz y esta-
bilidad. Si ahora ascendiese al trono un nuevo Crisantemo de Acero, podría hundir a Rokugán
en un caos del que quizás nunca se recuperaría.
Por lo tanto, abdicar y nombrar a Daisetsu su sucesor era, de hecho, la mejor decisión para
el Imperio.

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¿Pero Bayushi Shoju como regente...?
Toturi miró al Emperador. —¿Habéis informado a alguien más de vuestras intenciones,
majestad?
—No lo he hecho. De hecho, he tomado esta decisión hace poco —el Emperador miró fija-
mente a Toturi—. Sin embargo, me gustaría escuchar vuestros pensamientos sobre esta decisión,
Campeón Esmeralda.
Toturi asintió ante el uso específico que había hecho el Emperador de su título. No deseaba
escuchar lo que Toturi el hombre tenía que decir, ni a Toturi de la familia Akodo, ni a Toturi,
Campeón del Clan del León.
—Muy bien, majestad. Veo sabiduría en esta decisión, a pesar de la posibilidad de que pro-
voque trastornos y disturbios. Creo que el príncipe Daisetsu sería un excelente Emperador... uno
que podría, con la orientación apropiada y debida, guiar al Imperio a través de esta época de
problemas y unirlo hasta llegar a una de paz y prosperidad.
—Habrá, por supuesto, quienes verán este cambio en las tradiciones como una afrenta —dijo
el Emperador—. Algunos pueden seguir siendo leales a Sotorii-san a pesar de todo.
—Es un riesgo, majestad. Pero como el vuestro, mi corazón me dice que es mejor unir al
Imperio tras el príncipe Daisetsu a su debido tiempo, que unirlo más rápidamente contra vuestro
hijo mayor.
El Emperador miró a Toturi durante un instante, y luego sirvió más té en ambas tazas. —Es
muy alentador oíros decir esto, Akodo-san. Pero es lo que no habéis dicho lo que más me interesa.
Toturi asintió. —Admito, majestad, tener profundas dudas sobre su intención de nombrar
regente al Señor Bayushi.
El Emperador bebió té. —¿Y cuál es la naturaleza de esas... dudas?
Toturi se puso tenso sin darse cuenta. Debía actuar con cautela. Ni siquiera el Campeón
Esmeralda tenía derecho a denigrar a un Campeón de clan. Además, sabía que Shoju era amigo
del Emperador. Tal vez su confidente más cercano.
—Bayushi —dijo Toturi— es, claramente, un líder fuerte y capaz para su clan. Ha situado al
Clan del Escorpión en una posición de preeminencia en el Imperio. Por eso, debe ser respetado,
incluso admirado.
El Emperador asintió y sorbió más té, pero no dijo nada.
—Mis dudas surgen de esa misma verdad —continuó Toturi—. Me preocupa que al señor
Bayushi le pueda resultar....difícil... anteponer los intereses del Imperio, y de los clanes en su
conjunto, a los del Escorpión —se detuvo, y luego se armó de valor para continuar—. E incluso
si es capaz de hacerlo, tal vez me preocupe más que otros, en posición de influenciarlo, puedan
no hacerlo.
—Habláis de la dama Kachiko.
No solo de ella, pensó Toturi, recordando como Bayushi Aramoro, el medio hermano de

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Shoju, había intentado hacer trampas en el Torneo del Campeón Esmeralda... Pensó en otros,
en una legión de ellos... aduladores, conspiradores y manipuladores Escorpión, que tratarían de
aprovechar el hecho de que su campeón estuviese a efectos prácticos sentado en el trono.
—Es ambiciosa —dijo Toturi—. Creo que intentará explotar el poder que la regencia otorgará
a su esposo.
—¿No podría decirse lo mismo de casi cualquiera al que pudiera nombrar regente, Akodo-
san? ¿Que habrá gente en la que confíen y que puedan utilizarla para sus propios intereses? Y de
hecho... ¿no es eso ya cierto en mi caso?
¿Estaba ahora oyendo las palabras de Bayushi Kachiko? Después de todo, era la Consejera
Imperial, y podía hablar con el Emperador siempre que lo deseaba.
...un Emperador tan confiado como para que otros perciban el mundo por él, aunque sea por
necesidad, es un Emperador propenso a ser manipulado.
Sin embargo, no tenía mucho sentido seguir insistiendo. El pergamino solo había parecido
estar en blanco; el Emperador ya había decidido lo que se escribiría en él. Ahora, lo único que
podía hacer Toturi era dar forma y contener lo que estaba a punto de ser liberado sobre el Imperio.
—De nuevo, majestad, me siento humillado por vuestra sabiduría —fue todo lo que dijo
finalmente.
El Emperador asintió y pidió a un sirviente que le trajese un pincel y tinta. Cuando se los
trajeron, el Emperador los empujó, junto con el pergamino en blanco, hacia Toturi.
—De la misma forma que mis ojos han empezado a fallarme, Akodo-san, mis manos tiem-
blan demasiado como para poder escribir. Y no permitiré que un mero funcionario escriba una
misiva tan importante. Debéis escribirla por mí.
Aquella afirmación estuvo a punto de derribarlo al suelo. Una orden tan trascendental, escrita
no del puño y letra del Emperador, sino de su campeón.
¿Le considerarían los demás clanes como un manipulador? ¿Había sido ese el plan de Shoju
desde el principio?
No podía escribir aquello. Pero tampoco podía protestar ni dar voz a esas palabras. No podía
desobedecer a su señor, el Emperador.
El Emperador tenía razón, por supuesto. Ningún simple escriba o burócrata podía escribir un
documento como aquel, un documento que prometía sacudir a Rokugán con tanta fuerza como
cualquier terremoto. Y hacer que viniera del Campeón Esmeralda, en lugar del Canciller Kakita
Yoshi o de la Consejera Bayushi Kachiko... era la opción más neutral que tenía el Emperador.
Toturi tomó aliento lentamente, y apartó a un lado la taza de té. Colocó el pergamino ante él,
mojó el pincel en la tinta, y cuando el Emperador comenzó a dictar, empezó a escribir.
La tinta de su pincel parecía herir al papel como una espada, dejando rastros de sangre negra
a su paso.
¿Fue así como te sentiste, Hotaru, cuando me escribiste acerca de tu dolor? No sabías adónde

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nos llevarían tus palabras, pero ya estaba hecho.
Pero estas palabras eran más pesadas que la muerte de un Campeón de clan, o de un her-
mano. Este pergamino, este trozo de papel en particular, era probablemente el más importante
que jamás escribiría. No, este pergamino sería el más importante que se escribiría, al menos
durante su vida.
“Un edicto...”
“...de Su Augusta Majestad Imperial, Hantei XXXVIII...”
Una vez terminada, la misiva era breve, apenas ocupaba la mitad de la página. Estaba escrita
claramente de la mano de Toturi, algo que Sotorii sin duda vería y reconocería.
El Emperador cogió el pergamino de manos de Toturi. —Os agradezco vuestra ayuda, Akodo-
san. Lo promulgaré mañana, en la corte —los ojos nublados del Emperador se encontraron con
los suyos—. ¿Hay algo más que deseéis discutir conmigo hoy?
—No, majestad —dijo Toturi, mirando el pergamino. Ahora mismo, no había otras palabras
que importaran más.

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