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CRISTIANISMO PRIMITIVO
Aspectos de una historia social de la
Iglesia antigua
MARTÍN HENGEL,
CRISTIANISMO Y SOCIEDAD DESCLÉE DE BROUWER
Título de la edición original:
EIGENTUM UND REICHTUM IN DER FRÜHEN KIRCHE,
publicado por CALWER VERLAG STUTTGART.
Traducción española de José ANTONIO JÁUREGUI.
EDITORIAL DESCLÉE DE BROUWER, S. A. - 1983 HENAO, 6 - BILBAO-9
Printed in Spain I. S. B. N. 84 - 330 - 0617 - 7 Depósito Legal: BI - 2-86 - 83
IGARRI, Sdad. Coop. Ltda. - Rafacia Ybarra, 1 - Deusto-Bilbao-14
PROLOGO
Esta obrita empezó con una conferencia que pronuncié en Tutzing, junio
de 1972, ante unos juristas de Baviera sobre el tema “La propiedad en el
Nuevo Testamento”. Ya entonces vi clara la necesidad de ampliar a todo
él ámbito de la Iglesia antigua mi exposición acerca de la predicación
ética del -Nuevo Testamento en general. Una versión muy abreviada en
forma de tesis apareció en el fascículo de 1973 de los Exegetische
Kommentare.
Me parece que la comunidad de bienes y la autocomprensión de la
Iglesia antigua en los primeros tiempos deberían impostarse de una
manera totalmente nueva en la actual discusión teológico-ética.
Comunidad de bienes y autocomprensión de la Iglesia antigua, aun
dentro de un mundo muy cambiado, podrían cobrar una importancia
paradigmática para una Cristiandad desconcertada que, reducida a una
situación minoritaria, tiene que reflexionar de nuevo sobre su propia tarea
espiritual. Sólo de esta reflexión sobre sus propios orígenes sacará plena
potencia para dar respuestas convincentes incluso en cuestiones
sociales y políticas. La actual situación de los cristianos en “minoría”
entraña un doble peligro: ante todo, “cerrarse al mundo” como una secta;
o sí no, dejarse manipular por las fuerzas políticas e ideológicas
cambiantes para convertirse en un grupo de simpatizantes. Ninguna de
las dos posibilidades excluye el peligro de “fariseísmo político”. Lo único
que podría preservarnos de ambos peligros es la meditación autocrítica
de la propia historia, y en nuestro caso especial, de los propios orígenes.
También la “ética social cristiana”, tan de moda hoy día, deberá
cuestionar más que nunca las bases de la propia historia social del
Cristianismo antiguo si pretende seguir siendo una ética social “cristiana”;
y por cierto, no para sacar de ahí programas teóricos, sino para concebir
impulsos elementales que lleven a creer y actuar personalmente.
Esta obrita no pretende ser más que una introducción accesible a todas
las inteligencias y un estímulo para un estudio ulterior, es decir, un
impulso que lleve al encuentro con las fuentes mismas. Cada uno de los
capítulos merece un tratamiento monográfico propio. El autor es muy
consciente de las limitaciones de su estudio, sobre todo teniendo en
cuenta que éste abarca un campo que desborda ampliamente los centros
de interés de su propia especialidad. Pero, cabalmente, el intento de
ofrecer una visión de conjunto introductoria ha sido para él estimulante e
instructivo.
A mi Asistente Klaus W. Müller le agradezco cordialmente su ayuda en la
elaboración de la bibliografía y en la revisión del manuscrito.
Tübingen, julio de 1973.
Martín Hengel
LA CRITICA DE LA PROPIEDAD EN
LOS (SANTOS) PADRES;
EL DERECHO NATURAL EN LA
ANTIGÜEDAD CLÁSICA Y LA
UTOPÍA
1 - 1 La crítica de la propiedad en los
Santos Padres del s. IV
Hoy día gusta hablar de la “crisis de la propiedad
privada”..La verdad es que esta “crisis” parece ser tan
antigua como la humanidad misma. Casi se siente uno
tentado a decir que forma parte de la “esencia” del
hombre ya que el hombre está siempre “en crisis”. Las
Pseudoclementinas (Hom 3, 25), una especie de
novela del Cristianismo antiguo, definen el nombre del
primer parricida Caín haciéndolo derivar de una raíz
hebrea de doble sentido: “posesión” (de qanah =
adquirir) y “envidia” (de qana'- = ser celoso). De aquí
explican que Caín vino a ser “asesino” y “mentiroso”. Y
llegan a una conclusión tan lapidarla como radical:
“Para todos los hombres la propiedad es pecado” (pási
tá ktémata hamartémata 15, 9). Tras la conexión
propiedad-Caín late una vieja tradición palestina que la
volvemos a encontrar en Filón, filósofo de la religión, y
en el historiador Flavio Josefo. Este recalca que Caín,
en su maldad, “andaba siempre en busca de terrenos
y fue el primero que aró la tierra”, es decir, fue el
primero que adquirió bienes raíces Y violentó la
naturaleza (Ant 1, 52, mira Filón, sac. Ab. et C. 1, 2).
Está idea de que la propiedad privada es la raíz de la
insatisfacción humana recorre como un hilo conductor
la exhortación de los Padres de la Iglesia antigua. El
afán de posesión individual -dicen- destruye el orden
bueno de los orígenes ya que todos tenían la misma
participación en los dones de Dios. Defiende esto, por
ejemplo, San Juan Crisóstomo (354-507), el
predicador cristiano más grande de la antigüedad:
“¡Meditemos en la economía de Dios! El hizo de
ciertas cosas un patrimonio común para confundir
al género humano, por ejemplo, el aire, el sol, el
agua, la tierra... todo esto lo reparte Dios
equitativamente como entre hermanos...
Obsérvese cómo no hay querella alguna en este
patrimonio común. Todo procede en paz de Dios.
Pero en cuanto uno intenta atraer algo hacia si y
hacerlo su propiedad privada, ya surge la
discusión como si la naturaleza misma se
encrespara contra el hecho de que, mientras Dios
desea por todos los medios mantenernos unidos
pacíficamente, nosotros tenemos las miras
puestas en la mutua separación, en la usurpación
de bienes particulares, en pronunciar esas
palabras glaciales “mío y tuyo”. Desde ese
momento empieza la lucha, desde ese instante, la
bajeza. Pero donde no existen esas palabras, no
surge lucha ni discusión. Por consiguiente la
comunidad de bienes es la forma adecuada de
nuestra vida en proporción más alta que la
propiedad privada, y es connatural a nosotros”.
(12. Homilia in 1. Tim. 4 = Migne PG 62, 563 s.).
Con no menor radicalidad se pronunciaba San Basilio
(329-379), el padre del Monaquismo occidental.
Procedía de una familia de ricos latifundistas de Asia
Menor. Después de acabar sus estudios, por influjo de
la ascesis radical del Monaquismo sirio-egipcio (véase
página 67), había repartido todos sus bienes entre los
pobres. En su famoso sermón acerca del rico
insensato de Lc 12, 18 llama salteador y ladrón al que,
pudiendo ayudar al necesitado, prefiere guardar sus
bienes para sí. Y al mismo tiempo da una respuesta
sin paliativos a la objeción del hombre insensible:, ¿”A
quién hago yo injusticia guardando mis bienes?”.
“Dime, ¿qué es, en rigor, tuyo? ¿De dónde lo has
recibido y dado a luz? Es como si uno va al
teatro, toma su puesto y expulsa a todos los que
vienen después convencido de que lo que es de
todos le pertenece sólo a él. Así hacen los ricos.
Una vez adueñados de lo que es común, lo
hacen, por anticipación, posesión suya. Si tomara
tanto cuanto necesita para sí, para satisfacer sus
necesidades, y dejara lo demás para los otros
que necesitan asimismo lo suyo, ¿dónde estarían
los ricos y los pobres?” (Migne PG 31, 276 s.).
Este gran Santo Padre de Capadocia asume aquí una
imagen que ya la había utilizado Crisipo (ca. 280-207
a. C.), director de la escuela filosófica de la Stoa,
aunque trastocando polémicamente su sentido. Con
esta alusión a la plaza del teatro ocupada por el primer
llegado, el estoico había querido defender “el derecho
a la propiedad privada” dado que “no contradice a la
economía universal común a todos los hombres”
(Cicerón, fin. 3, 67 = v. Arnim SVF 111, 90). San Basilio
es de la opinión diametralmente opuesta. Siendo
obispo de Cesarea en Capadocia intentó poner por
obra sus exigencias sociales. Ante las puertas de la
ciudad mandó erigir un centro asistencial para pobres,
enfermos y ancianos, y un hospicio para peregrinos sin
recursos. También en otras ciudades de su diócesis
surgieron asilos parecidos.
Su amigo y contemporáneo, San Gregorio
Nacianceno, daba una fundamentación
histórico-salvífica y dogmática a esta crítica de la
propiedad y la riqueza: la pobreza y la abundancia, la
libertad y la esclavitud son una consecuencia del
pecado. “Desde el principio no fue así”. Dios creó al
hombre libre e independiente. El hombre era rico
porque los bienes del paraíso estaban a su entera
disposición. “La envidia y el afán pendenciero” de la
serpiente destrozaron la armonía original y
“desgarraron la nobleza de la naturaleza por medio de
la avaricia ayudada de leyes despóticas”. De aquí que
las obras de justicia y de misericordia sean un paso
esencial para recuperar el estado original perdido
(Hom. 14, c. 25; Migne PG 35, 892, véase O. Schilling,
Reichtum, 101 ss.). Esta tesis sobre el origen de la
propiedad privada como consecuencia de la caída tuvo
un gran influjo en la historia de la Iglesia. La
encontramos más tarde entre los teólogos
franciscanos, y después en Zuinglio y Melancton. En el
fondo la desvalorización posterior de la propiedad, es
decir, la tesis según la cual la propiedad tiene carácter
secundario respecto de la igualdad original, se
remonta a la idea de que es consecuencia del
“pecado”.
DE LA PROPIEDAD EN LA ÉTICA
ECLESIAL DEL CRISTIANISMO
ANTIGUO
Este subtítulo significa que la ética de la Iglesia
antigua fue exclusivamente una ética eclesial,
vinculante para la comunidad de los creyentes. Esto
puede decirse también respecto del problema de la
propiedad. Este problema -de modo análogo al de la
esclavitud- se presentó resuelto en gran parte en el
seno de la comunidad cristiana. Es dad que Pablo
remite a Onésimo, el esclavo fugado, a Filemón, su
señor cristiano. Pero pide a éste que acoja al prófugo
como a un hermano en igualdad de derechos. La
Didajé o Doctrina de los Doce Apóstoles (comienzos
del siglo 11) ordena lisa y llanamente:
“No rechaces a ningún necesitado. Usa, más
bien, todo en común con tu hermano y no digas
de nada que es tuyo” (Did 4, 8).
Esta actitud creó una nueva estructura dentro de las
iglesias cristianas que era inaudita en la antigüedad.
Los caminantes encontraban una acogida hospitalaria
(Heb 13, 2; 1 Clem 10-12). Los hábiles para trabajar
tenían un derecho al trabajo; a los que no lo eran, se
les mantenía decorosamente. Arístides, el “filósofo”
cristiano, que dirigió al emperador Adriano la primera
apología que conservamos (ca. 125 d. C.), resume en
pocas y conmovedoras palabras este nuevo
comportamiento social de los cristianos:
“Proceden con toda humildad y amabilidad. Entre
ellos no se da la mentira. Se aman mutuamente.
No desprecian a las viudas. Liberan a los
huérfanos de quienes los maltratan. Cuando ven
a un forastero, lo llevan a su casa y se alegran
con él como con un verdadero hermano. Porque
no se llaman hermanos según la carne, sino en el
Espíritu y en Dios. Cuando uno de sus hermanos
se despide de este mundo, se encargan, dentro
de sus posibilidades, de enterrarle. En cuanto
oyen que uno de ellos está preso o en apuros por
causa del nombre de su Cristo, todos se
preocupan de darle lo necesario y, si pueden, de
liberarlo. Y si hay entre, ellos algún pobre o
necesitado, y ellos no tienen ninguna necesidad
superflua, ayunan dos o tres días para cubrir la
necesidad de alimento del necesitado” (15, 7 s.).
Las Pseudoclementinas, esa especie de novela citada
antes (pág. 9) (ep. Clem. 8, 6 GCS 42, 12), formula
algo así como un programa social para la Iglesia:
“Dad a los necesitados la ocasión de adquirir el sustento
vital necesario, a los trabajadores expertos dadles trabajo, a
los inhábiles para el trabajo, una pensión caritativa”.
Para San Cipriano, obispo y mártir en Cartago (+ 258
d. C.) era una cosa natural que la Iglesia sustentara a
sus expensas en caso de necesidad a un actor de
teatro quien, al hacerse cristiano, había abandonado
su trabajo y tenía prohibido ganarse su sustento como
maestro de arte dramático, oficio tan vinculado
siempre con la mitología pagana. Pero con una
acotación significativa:
“tiene que contentarse, por supuesto, con una
comida modesta y sencilla. No se imagine que se
le va a pagar todavía una prima por haber dejado
sus pecados pues esto le beneficia a él más que
a nosotros. Por grande que fuera la ganancia que
lograra con su trabajo, ¿qué ganancia es esa que
arranca a los hombres de la mesa de Abraham,
lsaac y Jacob y los ceba en el mundo para su
condenación y perdición ... ?”. En caso de que la
iglesia a la que escribe fuera demasiado pobre
“entonces, puede dirigirse a nosotros (en
Cartago) y recibir aquí lo que necesita para
alimentarse y vestirse” (ep. 2, 2).
La iglesia de Roma, hacia el año 200 d. C., mantenía
habitualmente 1.500 desamparados. En contraste con
este dato contaba sólo con 100 clérigos (Eus., hist,
ecci. 6, 43, 11). Unos 80 años antes, Dionisio, el
obispo de Corinto, confirmaba ya que esta
generosidad de la iglesia de Roma no se limitaba a
sus propios pobres; desbordaba ampliamente los
límites de Roma:
“Desde el principio teníais la costumbre de ayudar
a todos los hermanos de muchas maneras y de
enviar pensiones a muchas iglesias en todas las
ciudades. Por medio de estas donaciones que
habéis enviado desde tiempo inmemorial, habéis
aliviado la pobreza de los necesitados y ayudado
a los hermanos que viven en las minas (como
trabajadores forzados del Estado)” (Eus., hist.
ecci. 4, 23, 10).
Probablemente alude a esta costumbre romana San
Ignacio de Antioquía (ca. 116 d, C.) cuando llama a la
iglesia romana “presidente en el amor” (Rom. proem.).
Este tradicional altruismo tan variado y eficaz de los
cristianos romanos de los siglos 11 y 111 no podría
explicarse simplemente Por motivos políticos de
autoridad eclesiástica. Ahí late la auténtica solidaridad
de la fe cristiana. A este altruismo respondía la
sencillez de espíritu de los clérigos. Orígenes, citando
1 Cor 9, 14, podía recalcar el derecho de los clérigos
al sustento, pero añadiendo, al mismo tiempo, que no
podían exigir más de lo estrictamente necesario, es
decir, no más de lo que recibían los pobres para que a
éstos no les fuera sustraído nada (Harnack, Mission 1,
182 s.).
En casos catastrofales el altruismo no tenía límites.
Cuando los bárbaros nómadas devastaron Numidia y
secuestraron a muchos cristianos el año 253 d. C.,
San Cipriano sólo en Cartago -una iglesia no
demasiado numerosa en la que San Cipriano podía
afirmar que conocía todavía a todos sus miembros-
recaudó espontáneamente 100.000 sextercios para los
afectados (ep. 62). Resultados parecidos en
generosidad -Incluso para los paganos- se nos
cuentan también en casos de epidemias de peste en
Cartago, Alejandría y otros lugares (Harnack, Mission
1, 195). Esta solicitud altruista y magnánima se hizo
más eficiente cuando el imperio romano, en la
segunda mitad del siglo li, cayó en una especie de
crisis cada vez más grave y que alcanzó su punto
culminante a mitades del siglo III. Todavía en el siglo
IV, Juliano el Apóstata (361-363), emperador hostil al
Cristianismo, recuerda a Arsaquio, sumo sacerdote
pagano de Galicia, “que los ateos galifeos, además de
los suyos, alimentan también a nuestros pobres”,
mientras los cultos paganos cuya renovación tanto
incumbe a los gobernantes, fallan por completo en la
asistencia a los pobres (ep. 84; p. 430 d. Bidez). Así
eliminaban las iglesias cristianas antiguas la falta total
de recursos dentro de la propia comunidad y hacían, al
mismo tiempo, sobre los de fuera una labor de
captación ya que este tipo de asistencia indiscriminada
era extraña al mundo pagano.
Ahora bien, la verdadera comunidad de bienes ya no
desempeñaba ninguna función decisiva en las iglesias.
Como ya hemos dicho, resultaba imposible sin una
organización coercitiva. Sólo algunos foráneos
ensalzaban la exigencia radical de comunidad de
bienes. Así, por ejemplo, el gnóstico Epífanes, hijo de
Carpócrates, el fundador de la secta, apelando a la
vez a la doctrina filosófica de derecho natural y a la
libertad paulina, exigía una total equidad de
posesiones, pues:
“la justicia de Dios es una especie de consorcio
basado en la equidad... Ya que no hace diferencia
entre ricos y pobres”. En cambio las leyes
humanas particulares contradicen al mandato
divino: “como las leyes no podían castigar la
ignorancia humana, enseñaron a transgredir la
ley (de Dios)”; una tesis que el autor la
fundamenta en Rom 7, 7 (Ciem. Alex., strom. 111,
6, l).
Fiel a la utopía clásica defendía también el uso
comunitario de las mujeres: la propiedad vino a ser un
robo, el consorcio matrimonial exclusivo, un adulterio.
Pero este paulinismo gnóstico propio de un intelectual
alejandrino, muerto presumiblemente a sus 17 años,
quedó totalmente estéril. Resultó interesante
solamente para los Padres antignósticos. Sobre
fundamentos totalmente distintos resurge entonces la
comunidad de bienes en el monaquismo cenobítico de
Egipto, durante la primera mitad del siglo I. Aquí
recobra nueva vida la crítica radical contra el
“Mammon injusto” de los Evangelios. Sigue siendo
cuestionable si, junto a los Evangelios, tuvieron
importancia otros influjos, como el recuerdo de la secta
judía de los Terapeutas, un equivalente egipcio de los
esenios de Palestina. La nota característica de estos
cenobios es que no fueron posibles más que cuando
los individuos se sometían con perfecta obediencia al
Abad o al convento.
Aun cuando las iglesias cristianas trataron así de
resolver en la propia jurisdicción el “problema social”
de una manera excepcional y única para la
antigüedad, quedó sin respuesta la pregunta en torno
a la justicia o injusticia de la propiedad que excede lo
estrictamente necesario, es decir, el problema acerca
de la posibilidad de conciliar la riqueza con la
existencia cristiana.
La respuesta no iba en una, sino en diversas
direcciones. Nos ceñiremos seguidamente a tres
aspectos: La crítica radical de la propiedad, el motivo
ascético-filosófico de la autarquía y el compromiso de
la compensación efectiva.
LA CRITICA DE LA PROPIEDAD EN
EL CRISTIANISMO APOCALÍPTICO
Y EN SU TRADICIÓN
7.1 El influjo de la polémica
estrictamente apocalíptica
Ante todo, aquellas iglesias que mantuvieron la
tradición del judeo-cristianismo palestino de carácter
apocalíptico condenaron la riqueza de una forma un
tanto severa. Así, la carta de Santiago denuncia
enérgicamente el hecho de que el rico distinguido
reciba en la asamblea de la Iglesia un puesto de
preferencia por delante del pobre, pues:
“ ¿No escogió Dios a los pobres del mundo para
hacerles ricos en la fe y en la herencia del Reino
... ? ¿No son acaso los ricos los que os oprimen y
os arrastran a los tribunales? ¿No son ellos los
que ultrajan al excelso Nombre que ha sido
invocado sobre vosotros?” (Sant 2, 5-7).
En consonancia con esto lanza el autor una
lamentación contra los ricos que evoca la polémica de
los profetas y apocalípticos judíos:
Y vosotros, los ricos, llorad a gritos por las calamidades que
se os vienen encima. Vuestra riqueza está podrida y
vuestros vestidos apolillados; vuestro oro y vuestra plata
están comidos por la herrumbre; y su herrumbre servirá de
testimonio contra vosotros y devorará vuestras carnes
como fuego...
Mirad, el salario que habéis escatimado a los
obreros que segaron vuestros campos clama
contra vosotros, y los gritos de los segadores han
llegado hasta los oídos del Señor de los ejércitos.
Habéis vivido regaladamente en la tierra, os
habéis entregado a los placeres; habéis cebado
vuestros corazones... ¡en el día de la matanza!
Habéis condenado y habéis matado al justo, sin
que él os opusiera resistencia” (Sant 5, 1-6).
Estos versículos expresan de la misma manera la
represión y la sublevación del pueblo sencillo del
campesinado palestino. Esto demuestra que el
Cristianismo primitivo era también entre otras cosas,
un movimiento crítico social... si bien ¿o acudió a la
autodefensa revolucionaria, sino que emplazaba a los
opresores al juicio de Dios.
Encontramos también tonos parecidos en el
Apocalipsis de Juan. El vidente desterrado a
Patmos “por causa del testimonio sobre Jesús”
(1, 9) contempla la última escalada de
irreligiosidad del imperio romano en el dominio
del Anticristo, el cual persigue implacablemente a
la Iglesia hasta el boicot económico (13, 16 s.).
Con ardiente colorido describe la caída de la
prostituta Babilonia, que asienta su trono sobre
las siete colinas, o sea, Roma, la capital del
mundo. Su caída significa, al mismo tiempo, el
final de un Reino inconcebible. En ella se puede
percibir claramente el desprecio por el “consumo
ostentoso”:
“y los comerciantes de la tierra llorarán y harán
duelo sobre ella, porque ya nadie compra su
mercancía, su mercancía de oro , plata, piedras
preciosas, perlas, lino, púrpura, seda escarlata,
toda clase de maderas olorosas, toda clase de
objetos de marfil, de madera preciosa, de bronce,
de hierro y de mármol; canela, aromas, perfumes,
mirra, incienso, vino, aceite, harina, trigo, bestias
de carga, ovejas, caballos, carros, esclavos...
(Apoc 18, 10 ss.).
“Los comerciantes de estas cosas, los que se
enriquecieron con ella, se detendrán a lo lejos,
por miedo a tu tormento: llorarán y se lamentarán
diciendo: ¡ay, ay de la gran ciudad, la que vestía
de lino... ! ¡En una hora ha quedado arruinada
tanta riqueza!” (Apoc 18, 15-17).
El juicio de Dios trae la aniquilación de la civilización
glotona de esta metrópoli dominadora del mundo:
“ Porque tus comerciantes eran los magnates de la tierra.
Porque con tu embrujo se extraviaron todas las naciones. Y
en ella se halló sangre de profetas y de santos y de todos
los sacrificados sobre la tierra” (Apoc 18, 23 s.).
La enconada repulsa de la riqueza y del lujo se une en
estos textos a la inflexible postura frontal contra el
poder del mundo empeñado, por medio de la
persecución cruenta, en forzar a los cristianos a
reconocer su ideología pseudo religiosa de dominio:
“Se pronunciará pena de muerte contra el mundo del
capitalismo romano y contra su Estado” (v. Pohimann,
Geschichte 1', 492). No se puede pasar por alto el tono
agresivo que late en estos textos, la alegría ante la
esperada aniquilación del enemigo. En este punto
estaba íntimamente unida todavía la esperanza
popular del Cristianismo antiguo con las expectativas
de la Apocalíptica judía. Esta esperaba la caída de la “
soberanía irreligiosa” hasta en las oraciones oficiales
judías. Las descripciones apocalípticas de los infiernos
se deleitaban también en el tormento de los ricos
inmisericordes e impíos (Apoc. Petr. 30; Act. Thom. 56;
2 Sib 252 ss.; véase Le 16, 23 ss.). La c contrarréplica
“ de la propia esperanza presentaba rasgos
plenamente realistas y paradisíacos. En la Sibila judío
cristiana, por ejemplo, se juntaban motivos
apocalípticos con el sueño de la edad de oro (véase
también p. 13 y ss.):
“Brotan fuentes de vino y de leche y fluida miel.
La tierra es igual para todos, y no dividida en
compartimentos con muros y barreras; entonces
produce frutos en mayor abundancia aún, y sólo
por sí misma. La vida es común en un reino sin
amos. Pues allí ya no habrá mendigos, ni siervos,
ni amos. Tampoco habrá ningún poderoso y
grande, ni ningún pequeño. No habrá allí ni reyes
ni jefes. Todos viven en común” (Sib 2, 318-324).
Soñar con “Iiberarse de los amos” tampoco es un
invento humano.
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CONCLUSIONES EN FORMA DE
DIEZ TESIS
Para lanzar este puente hasta nuestros días voy a
intentar sugerir algunas posibilidades en forma de diez
tesis:
1. No podemos deducir del Nuevo Testamento, ni de
la historia de la Iglesia antigua, una “doctrina
cristiana sistemática acerca de la propiedad”. Lo
que se ha ofrecido como tal hasta épocas
recentísimas lleva más un carácter de derecho
natural que de doctrina específicamente cristiana.
Cuando surgían en la Iglesia antigua apuntes
incipientes para teorías de derecho natural -unas
veces con el fin de hacer una crítica radical, otras,
para una justificación relativa de la propiedad- se
echaba mano comúnmente de las discusiones de
escuelas filosóficas greco-romanas. Tales
apuntes estaban íntimamente unidos con la fe
bíblica en la creación.
2. En cambio, en el Cristianismo primitivo, la crítica
radical contra la riqueza, la exigencia de distancia
respecto de los bienes de este mundo -lo mismo
que la superación de las barreras entre ricos y
pobres por medio de una comunidad de amor-
estaban bajo el signo escatológico de la
proximidad del Reino de Dios. Gracias a él queda
depotenciado el “Mammon injusto”. En el curso
ulterior de la historia del Cristianismo antiguo esta
motivación lleva a una discusión tensa acerca de
la injusticia, los límites y la relativa necesidad de
la propiedad.
3. En virtud del cambio de situación, los distintos
principios del Cristianismo primitivo no se pueden
aplicar más que con condiciones a nuestra
sociedad industrializada y a la acuciante
problemática de nuestros días en torno a la
propiedad. Sus rasgos característicos son la
acumulación progresiva de capital productivo y la
aglomeración de poderío científico en manos de
relativamente pocos -entre los que se incluye el
Estado- y la inevitable concesión de funciones de
vigilancia y de seguridad, anejas hasta ahora a la
propiedad, a las corporaciones públicas. Con
independencia de los diversos sistemas sociales
aparentemente opuestos, encontramos hoy por
todo el mundo el poder económico disponible
concentrado en manos de unos pocos
“funcionarlos” o grupos de élite.
4. Por el contrario, entre los primeros cristianos, la
cuestión de la propiedad era un problema de ética
individual o de grupos relativamente pequeños.
Su ética era una ética eclesial teónoma, nacida
de la “fe que opera por el amor. (Gal 5, 6). la
posibilidad de mejorar la legislación social del
Estado estaba tan lejos de su alcance como la
reducción del poderío económico del Estado. La
“teocracia”, capaz de imponer el ideal de una
voluntad presuntamente divina en el ámbito
estatal con los recursos del poder político, está
tan lejos de ser específicamente cristiana como el
“estado totalitario de los filósofos”, el cual
pretende justificarse por la “hegemonía” de la
“razón”.
5. La antigua ética cristiana no puede ni pretende
legarnos un sistema de normas vinculantes en
general para la situación actual. Pero de ella se
pueden desprender ciertas evidencias que,
desbordando los límites de la Cristiandad,
podrían hoy esperar una acogida, máxime
teniendo en cuenta que se encuentran ideas
análogas en la antigüedad clásica, así como
también en parte fuera del Cristianismo. Así, por
ejemplo, la idea de que la propiedad, en
determinadas circunstancias, seduce al hombre,
lo pone en peligro y le puede inducir al abuso del
poder. Más aún, la idea de que justamente por
eso, los controles públicos deben impedir el
abuso de la propiedad y obligar al propietario a
usar la propiedad para beneficio de los demás
hombres. Asimismo, la idea también de que la
dignidad y el valor de un hombre no dependen en
modo alguno de su capacidad de acumular
bienes de fortuna. También puede estar motivada
desde la tradición cristiana la disposición a
rechazar el consumismo y a renunciar al lujo en
un mundo en el que coexisten frecuentemente
demasiado cerca el derroche ostentoso y la
pobreza.
6. Estos rasgos fundamentales contienen
indudablemente motivaciones esenciales para el
comportamiento ético de individuos o grupos.
Hasta el más perspicaz reconocerá gustoso su
autenticidad. Pero su eficacia ético-social
respecto de la colectividad no basta para resolver
los problemas que arrastramos hoy. Pues el cap.
14, 2 de la ley fundamental -“La propiedad obliga.
Su uso debe servir, a su vez, para el bien de la
generalidad”- expresa más un deseo que una
norma observada prácticamente por el ciudadano
del Estado. El comportamiento a nivel
institucional en la Alemania Federal, por cualquier
lado que se te mire, está subdesarrollado. En
parte viene a ser un delito contra la
caballerosidad la detracción de impuestos; el
desarrollo de la capacidad productiva de los
obreros hace unos progresos demasiado lentos y
el prestigio público sigue cada vez más vinculado
a la propiedad. Un interés privado egoísta,
orientado unilateralmente al consumo y al
incremento de la propiedad privada elimina toda
comprensión para las tareas acuciantes que
arrastra la sociedad en política educativa,
protección del ambiente, mejora de la estructura
social en favor de los seres humanos que
vegetan al margen de nuestra sociedad
acomodada y, sobre todo, en favor de los
problemas del tercer mundo y de la pobreza
tendente allí a crecer más que a menguar. Este
“interés privado egoísta” es aplicable no sólo al
individuo, sino también a los grupos,
asociaciones, partidos, sindicatos y estados, a
cuyas “esferas de poder” apenas puede
sustraerse el individuo.
7. Aquí se manifiesta una aporía que, en parte, nos
salía ya al paso en la polémica del antiguo
Cristianismo, aunque en forma algo distinta: la
crisis de la propiedad da pruebas de ser la crisis
del hombre en cuanto tal, de su voluntad egoísta
de autoafirmación, de su ansia de poder y de su
falta de entrañas. En este punto se pone de
manifiesto lo que los Santos Padres llamaban
pecado original, que no por ser hoy día menos
moderno, deja de ser más real que entonces.
8. El conocimiento del corazón egoísta del hombre
prohíbe cabalmente al cristiano creer acrítica y
utópicamente en la posibilidad de una sociedad
final perfecta, en una “ortopraxis” política infalible,
en un reino factible de libertad ideal que habría de
introducirse aun por la violencia en determinadas
circunstancias y cuya meta fuera la igualdad entre
todos los individuos y el fin del “dominio del
hombre sobre el hombre”. Semejante igualdad
sólo se puede alcanzar por medio de una total
manipulación y un extraordinario empleo de la
violencia. Tal igualdad conduce -como casi todas
las utopías filosóficas del Estado a las
inmediaciones del Estado-colmena. Para colmo,
en lugar de las antiguas estructuras de poder, se
crean por lo regular jerarquías de dominio más
represivas aún. Los hombres no son
verdaderamente iguales ni en talento y
cualidades, ni en sus aspiraciones y necesidades.
De aquí que haya de entenderse por igualdad,
ante todo, una verdadera igualdad de “
oportunidades “, de derechos y de satisfacción de
las necesidades fundamentales del hombre. Es
indudable que esta igualdad va progresando en
muchos Estados de derecho democráticos,
liberales y sociales; pero en otras partes del
mundo están todavía muy lejos de su realización.
El ideal sería procurar a cada individuo un
desarrollo personal acorde con sus cualidades y
deseos para beneficio de toda la sociedad y con
sentido de responsabilidad frente a ella. La vieja
oposición entre libertad y justicia no puede nunca
resolverse más que por medio de una voluntad de
compromiso.
9. Por eso, este conocimiento del corazón egoísta
del hombre no puede conducir a la resignada
conformación y fijación de las situaciones
sociales vigentes. Precisamente porque el
hombre individual y colectivo está enredado en su
“desmesurado” egoísmo, se nos ha confiado la
audaz empresa de la reforma constante, de
buscar un progreso mayor y mejor. Eberhard
Jüngel define el llamado “progreso” en historia
como “progresos en la disminución de una serie
indefinida de males” (Unterwegs zur Sache, 272).
Esto puede decirse también del problema de la
propiedad: tiene que encontrar de manera
especial nuevas soluciones cabalmente porque
ya no se pueden producir a discreción tierras y
bienes raíces, aire puro, agua, energía y crudos,
y porque cualquier crecimiento industrial tiene un
límite. Se comprende que para resolver esto no
necesitamos nuevas teorías dualísticas de
sociedad. Necesitamos estar dispuestos a dar
pruebas de nosotros mismos en la realidad de la
sociedad y de la economía, que nos exige en
determinadas circunstancias, verdaderos
compromisos. De estos compromisos
“progresistas” forman parte, y no en último lugar,
el asentamiento a la reducción de los “derechos”
y “Privilegios” unilaterales de individuos y
colectividades en beneficio de los
“Subprivilegiados” y del bien común.
10. Finalmente, podemos tener presente, como
un vivo ejemplo de fe, aquel intento que
realizaron las primeras iglesias por resolver la
tensión, destructora de la sociedad, entre ricos y
pobres, libres y esclavos, para compensar los
antagonismos. Este intento basculaba entre el
“comunismo de amor” de la comunidad primitiva
-irreal a nuestros ojos- y la solución de
compromiso de las iglesias de la época posterior,
más efectivo y, a la vez, no siempre menos
arriesgado. Esta compensación creó una
distancia saludable respecto de los bienes
externos. Quedaron superadas, al mismo tiempo,
las barreras de estamentos y clases sociales.
También hoy podría volver a ser la Iglesia, de
modo paradigmático, el lugar donde se superaran
desconfianzas y viejos prejuicios y se crearan
nuevas formas de vida comunitaria sobre bases
de fe, amor y esperanza. Supuesta la disposición
a la ofrenda de sí mismo y la urgencia de una
legislación mejor, nuestro objetivo de cristianos y
ciudadanos de este Estado ha de ser, en
adelante, derribar las barreras sociales, forjar el
derecho de las minorías, someter a controles
democráticos mejores la compleja maquinaria del
poder legal y “depotenciar” así al “demonio” de la
propiedad.