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PROPIEDAD Y RIQUEZA EN EL

CRISTIANISMO PRIMITIVO
Aspectos de una historia social de la
Iglesia antigua

MARTÍN HENGEL,
CRISTIANISMO Y SOCIEDAD DESCLÉE DE BROUWER
Título de la edición original:
EIGENTUM UND REICHTUM IN DER FRÜHEN KIRCHE,
publicado por CALWER VERLAG STUTTGART.
Traducción española de José ANTONIO JÁUREGUI.
EDITORIAL DESCLÉE DE BROUWER, S. A. - 1983 HENAO, 6 - BILBAO-9
Printed in Spain I. S. B. N. 84 - 330 - 0617 - 7 Depósito Legal: BI - 2-86 - 83
IGARRI, Sdad. Coop. Ltda. - Rafacia Ybarra, 1 - Deusto-Bilbao-14

PROLOGO
Esta obrita empezó con una conferencia que pronuncié en Tutzing, junio
de 1972, ante unos juristas de Baviera sobre el tema “La propiedad en el
Nuevo Testamento”. Ya entonces vi clara la necesidad de ampliar a todo
él ámbito de la Iglesia antigua mi exposición acerca de la predicación
ética del -Nuevo Testamento en general. Una versión muy abreviada en
forma de tesis apareció en el fascículo de 1973 de los Exegetische
Kommentare.
Me parece que la comunidad de bienes y la autocomprensión de la
Iglesia antigua en los primeros tiempos deberían impostarse de una
manera totalmente nueva en la actual discusión teológico-ética.
Comunidad de bienes y autocomprensión de la Iglesia antigua, aun
dentro de un mundo muy cambiado, podrían cobrar una importancia
paradigmática para una Cristiandad desconcertada que, reducida a una
situación minoritaria, tiene que reflexionar de nuevo sobre su propia tarea
espiritual. Sólo de esta reflexión sobre sus propios orígenes sacará plena
potencia para dar respuestas convincentes incluso en cuestiones
sociales y políticas. La actual situación de los cristianos en “minoría”
entraña un doble peligro: ante todo, “cerrarse al mundo” como una secta;
o sí no, dejarse manipular por las fuerzas políticas e ideológicas
cambiantes para convertirse en un grupo de simpatizantes. Ninguna de
las dos posibilidades excluye el peligro de “fariseísmo político”. Lo único
que podría preservarnos de ambos peligros es la meditación autocrítica
de la propia historia, y en nuestro caso especial, de los propios orígenes.
También la “ética social cristiana”, tan de moda hoy día, deberá
cuestionar más que nunca las bases de la propia historia social del
Cristianismo antiguo si pretende seguir siendo una ética social “cristiana”;
y por cierto, no para sacar de ahí programas teóricos, sino para concebir
impulsos elementales que lleven a creer y actuar personalmente.
Esta obrita no pretende ser más que una introducción accesible a todas
las inteligencias y un estímulo para un estudio ulterior, es decir, un
impulso que lleve al encuentro con las fuentes mismas. Cada uno de los
capítulos merece un tratamiento monográfico propio. El autor es muy
consciente de las limitaciones de su estudio, sobre todo teniendo en
cuenta que éste abarca un campo que desborda ampliamente los centros
de interés de su propia especialidad. Pero, cabalmente, el intento de
ofrecer una visión de conjunto introductoria ha sido para él estimulante e
instructivo.
A mi Asistente Klaus W. Müller le agradezco cordialmente su ayuda en la
elaboración de la bibliografía y en la revisión del manuscrito.
Tübingen, julio de 1973.
Martín Hengel

LA CRITICA DE LA PROPIEDAD EN
LOS (SANTOS) PADRES;

EL DERECHO NATURAL EN LA
ANTIGÜEDAD CLÁSICA Y LA
UTOPÍA
1 - 1 La crítica de la propiedad en los
Santos Padres del s. IV
Hoy día gusta hablar de la “crisis de la propiedad
privada”..La verdad es que esta “crisis” parece ser tan
antigua como la humanidad misma. Casi se siente uno
tentado a decir que forma parte de la “esencia” del
hombre ya que el hombre está siempre “en crisis”. Las
Pseudoclementinas (Hom 3, 25), una especie de
novela del Cristianismo antiguo, definen el nombre del
primer parricida Caín haciéndolo derivar de una raíz
hebrea de doble sentido: “posesión” (de qanah =
adquirir) y “envidia” (de qana'- = ser celoso). De aquí
explican que Caín vino a ser “asesino” y “mentiroso”. Y
llegan a una conclusión tan lapidarla como radical:
“Para todos los hombres la propiedad es pecado” (pási
tá ktémata hamartémata 15, 9). Tras la conexión
propiedad-Caín late una vieja tradición palestina que la
volvemos a encontrar en Filón, filósofo de la religión, y
en el historiador Flavio Josefo. Este recalca que Caín,
en su maldad, “andaba siempre en busca de terrenos
y fue el primero que aró la tierra”, es decir, fue el
primero que adquirió bienes raíces Y violentó la
naturaleza (Ant 1, 52, mira Filón, sac. Ab. et C. 1, 2).
Está idea de que la propiedad privada es la raíz de la
insatisfacción humana recorre como un hilo conductor
la exhortación de los Padres de la Iglesia antigua. El
afán de posesión individual -dicen- destruye el orden
bueno de los orígenes ya que todos tenían la misma
participación en los dones de Dios. Defiende esto, por
ejemplo, San Juan Crisóstomo (354-507), el
predicador cristiano más grande de la antigüedad:
“¡Meditemos en la economía de Dios! El hizo de
ciertas cosas un patrimonio común para confundir
al género humano, por ejemplo, el aire, el sol, el
agua, la tierra... todo esto lo reparte Dios
equitativamente como entre hermanos...
Obsérvese cómo no hay querella alguna en este
patrimonio común. Todo procede en paz de Dios.
Pero en cuanto uno intenta atraer algo hacia si y
hacerlo su propiedad privada, ya surge la
discusión como si la naturaleza misma se
encrespara contra el hecho de que, mientras Dios
desea por todos los medios mantenernos unidos
pacíficamente, nosotros tenemos las miras
puestas en la mutua separación, en la usurpación
de bienes particulares, en pronunciar esas
palabras glaciales “mío y tuyo”. Desde ese
momento empieza la lucha, desde ese instante, la
bajeza. Pero donde no existen esas palabras, no
surge lucha ni discusión. Por consiguiente la
comunidad de bienes es la forma adecuada de
nuestra vida en proporción más alta que la
propiedad privada, y es connatural a nosotros”.
(12. Homilia in 1. Tim. 4 = Migne PG 62, 563 s.).
Con no menor radicalidad se pronunciaba San Basilio
(329-379), el padre del Monaquismo occidental.
Procedía de una familia de ricos latifundistas de Asia
Menor. Después de acabar sus estudios, por influjo de
la ascesis radical del Monaquismo sirio-egipcio (véase
página 67), había repartido todos sus bienes entre los
pobres. En su famoso sermón acerca del rico
insensato de Lc 12, 18 llama salteador y ladrón al que,
pudiendo ayudar al necesitado, prefiere guardar sus
bienes para sí. Y al mismo tiempo da una respuesta
sin paliativos a la objeción del hombre insensible:, ¿”A
quién hago yo injusticia guardando mis bienes?”.
“Dime, ¿qué es, en rigor, tuyo? ¿De dónde lo has
recibido y dado a luz? Es como si uno va al
teatro, toma su puesto y expulsa a todos los que
vienen después convencido de que lo que es de
todos le pertenece sólo a él. Así hacen los ricos.
Una vez adueñados de lo que es común, lo
hacen, por anticipación, posesión suya. Si tomara
tanto cuanto necesita para sí, para satisfacer sus
necesidades, y dejara lo demás para los otros
que necesitan asimismo lo suyo, ¿dónde estarían
los ricos y los pobres?” (Migne PG 31, 276 s.).
Este gran Santo Padre de Capadocia asume aquí una
imagen que ya la había utilizado Crisipo (ca. 280-207
a. C.), director de la escuela filosófica de la Stoa,
aunque trastocando polémicamente su sentido. Con
esta alusión a la plaza del teatro ocupada por el primer
llegado, el estoico había querido defender “el derecho
a la propiedad privada” dado que “no contradice a la
economía universal común a todos los hombres”
(Cicerón, fin. 3, 67 = v. Arnim SVF 111, 90). San Basilio
es de la opinión diametralmente opuesta. Siendo
obispo de Cesarea en Capadocia intentó poner por
obra sus exigencias sociales. Ante las puertas de la
ciudad mandó erigir un centro asistencial para pobres,
enfermos y ancianos, y un hospicio para peregrinos sin
recursos. También en otras ciudades de su diócesis
surgieron asilos parecidos.
Su amigo y contemporáneo, San Gregorio
Nacianceno, daba una fundamentación
histórico-salvífica y dogmática a esta crítica de la
propiedad y la riqueza: la pobreza y la abundancia, la
libertad y la esclavitud son una consecuencia del
pecado. “Desde el principio no fue así”. Dios creó al
hombre libre e independiente. El hombre era rico
porque los bienes del paraíso estaban a su entera
disposición. “La envidia y el afán pendenciero” de la
serpiente destrozaron la armonía original y
“desgarraron la nobleza de la naturaleza por medio de
la avaricia ayudada de leyes despóticas”. De aquí que
las obras de justicia y de misericordia sean un paso
esencial para recuperar el estado original perdido
(Hom. 14, c. 25; Migne PG 35, 892, véase O. Schilling,
Reichtum, 101 ss.). Esta tesis sobre el origen de la
propiedad privada como consecuencia de la caída tuvo
un gran influjo en la historia de la Iglesia. La
encontramos más tarde entre los teólogos
franciscanos, y después en Zuinglio y Melancton. En el
fondo la desvalorización posterior de la propiedad, es
decir, la tesis según la cual la propiedad tiene carácter
secundario respecto de la igualdad original, se
remonta a la idea de que es consecuencia del
“pecado”.

1.2 El derecho natural de la antigüedad


clásica y la utopía
Por supuesto, estas teorías de la Iglesia antigua sobre
la propiedad no son específicas del Nuevo
Testamento. La tesis de San Gregorio Nacianceno,
según la cual la propiedad privada, la riqueza y la
pobreza son una consecuencia del “pecado”, se puede
fundamentar también filosóficamente sobre el derecho
natural. Así, por ejemplo, San Ambrosio, obispo de
Milán (339-397), en una discusión crítica con Cicerón
(de off. 1, 20 ss.), pero de acuerdo con la doctrina
estoica, escribía:
“La naturaleza ha repartido todo en común entre todos.
Dios ' mandó que se produjera todo a fin de que el alimento
fuera común para todos y la tierra fuera una posesión
común. La naturaleza produjo el derecho de la comunidad;
sólo la usurpación injusta creó el derecho privado (y con él,
la propiedad privada)” (de off. 1, 28 Migne PL 16, 67)
Esta idea básica de que en la “edad de oro”, es decir,
en la era primitiva y en la Infancia de la humanidad
todo era propiedad común (incluido el consorcio con
las mujeres) y la idea de que con la introducción de la
propiedad privada empezó la decadencia de la
humanidad, dominó el pensamiento histórico-filosófico
de la antigüedad clásica y los Estados utópicos
influenciados por este pensamiento. El derecho natural
de la antigüedad clásica, la filosofía de la historia y la
doctrina cristiana acerca de la situación original de la
creación podían darse la mano en este punto. Ya
Aristófanes en sus comedias hace que una agitadora
proclame este tipo de utopías como expresión de
sabiduría femenina. El futuro y el mundo ideal tendrán
que concordar entre sí de nuevo:
“Pienso que es necesario que todos participen de
todas las cosas en común y que vivan de esto. Y
no que uno sea rico y el otro pobre; ni que éste
cultive un gran campo y el otro no tenga un
puñado de tierra para sepultura; ni que uno
disponga de muchos esclavos y a otro no le siga
ni un lacayo. No, el modo de vida ha de ser para
todos común y “moderado”. (Ekklesiazusai
590-594).
Tras estas exigencias que hoy nos caen simpáticas
esta el regreso romántico de la “vuelta a la naturaleza”.
Esta consigna jugó un papel maravilloso en el ideario
de los intelectuales de la antigüedad clásica. Estaba
muy extendido un cierto sentido común, según el cual
los primeros hombres, dirigidos por la naturaleza, y no
por leyes externas, vivieron en un estado de perfecta
inocencia moral:
“la edad de oro brotó la primera, y sin

represión, sin leyes, practicaba por sí misma

la fidelidad y la virtud. Se ignoraba el castigo

y el temor; ningún cartel amenazante se

fijaba en las tablas de bronce. La multitud

suplicante no temblaba en presencia de su

juez. Se sentían seguros sin represión”.

(Ovid. met. 1, 89 ss.).


Tal “estado ideal” fue posible únicamente porque la
“propiedad privada” era tan desconocida como las
artes seductoras de la técnica. El hombre vivía. en la
más extraordinaria abundancia de todo lo que la tierra
producía profusa y espontáneamente: bellotas, raíces
y frutos silvestres:
“No era lícito señalar en el campo lindes ni cotos;
era común su goce, y la tierra misma cortés lo
daba todo y producía el fruto que nadie le pedía”.
(Virg. Georgica 1, 126 ss.),. (Trad. Lorenzo Riber,
en: P. Virgillo Maron, Obras Completas, Ed. M.
Aguilar, Madrid, 1934, p. 95).
Por supuesto, tampoco había lugar para un dominio
del hombre sobre el hombre y, por ende, no había
ninguna forma de esclavitud. La introducción de los
recursos técnicos, dé la metalurgia, de la agricultura
que atentaba contra el suelo, de las distintas industrias
manufactureras, de la navegación
y el comercio empezó a deteriorar esta situación
paradisíaca. La naturaleza, violentada por el hombre,
empezó a fallarle en esto. Surgieron la avaricia, la
envidia, -la tiranía y las guerras, y empezaron a
ensombrecer la convivencia de los hombres.
No obstante, se siguió creyendo en reencontrar
todavía en pueblos bárbaros aislados el ideal perdido
de aquella época primitiva, pasada hacía ya tiempo.
Así por ejemplo, a los escitas, un pueblo tenido por
especialmente salvaje, se les atribuía, junto a un modo
de vivir casi animal, una altísima perfección moral:
“En su modo de vivir son sobrios y no codiciosos;
no sólo son ordenados entre sí dado que poseen
todo en común (koiná pantá éjontes, véase Hech
2, 44 y también págs. 17 y 43), mujeres, hijos,
parentela y todo lo demás; son también
invencibles e inexpugnables para los extranjeros,
porque no poseen nada por cuya causa se dejen
esclavizar”. (Estrabón, 7, 3, 9 = C 308/9).
Otra posibilidad era contar verdaderas fábulas acerca
de lejanas islas encantadas en novelas utópicas, como
la famosa novela de Euhemeros acerca de la isla
“Pancaia”, en el océano Indico. En esta isla toda la
tierra era posesión común. Estaba en vigor la estricta
obligación de entregar toda la producción agrícola. En
compensación se asignaba una parte equitativa “a
cada uno, según sus necesidades”. De este modo no
faltaba tampoco el estímulo a una diligencia especial.
Fuera de la “casa propia con su huerto” no había
propiedad privada. De las leyes justas y de la
distribución equitativa se ocupaban los “estamentos
intelectuales”, es decir, los sacerdotes sabios: la
analogía con el estado de los filósofos de Platón es
enorme. (Diod. 5, 45, 3-5).
Es sorprendente que los griegos y romanos apenas
conocieron en sus orígenes la utopía del futuro y de la
vuelta a la edad de oro. La agitación en las
Ekkiesiazusai de Aristófanes es una excepción. El
primero que proclama la próxima irrupción de la
salvación futura y por influjo de las Sibilas orientales
judías, es decir, de la Apocalíptica básicamente, es
Virgilio en su enigmática 4a égloga:
“Toda la tierra dará de todo. No sufrirá rastros el
campo, ni la viña la hoz, y ya el robusto labrador
soltará el yugo del cuello de los toros” (Virg.
Egloga IV, líneas 39 ss. Trad. Lorenzo Riber, o. c.,
p. 54).
Cuando la tierra vuelva a dar sus frutos en abundancia
y sin ser explotada por la técnica, ya no habrá
necesidad de ninguna propiedad privada. Habrá
irrumpido el tiempo de la gran paz.
Estos ideales, desde luego, avivaban más las ansias
románticas que la esperanza realista. Al mismo
tiempo, servían además de inspiración a la predicación
moralizante de los filósofos. El estoico romano
Séneca, maestro de Nerón, pudo expresarse de modo
muy parecido al Padre posterior de la Iglesia, Gregorio
Nacianceno (véase página 12):
“Esta (la filosofía) nos enseñó el culto de los
dioses, el amor a los hombres, que el imperio
reside en los dioses, y entre los hombres la
solidaridad, la cual durante algún tiempo
permaneció inviolada, antes que la avaricia
despedazase la sociedad y fuese causa de
pobreza aun para aquellos a quienes hizo ricos
sobremanera; puesto que dejaron de poseerlo
todo desde que quisieron tener cosas propias.
Mas los primeros mortales y quienes de ellos
nacieron, seguían la naturaleza sin corrupción”.
(Epist. 90, 3 s.). (Trad. Lorenzo Riber, en: Lucio
Anneo Séneca, Obras Completas, Aguilar,
Madrid, 1966', pp. 652 s.).
“En esta venturosa situación irrumpió la avaricia,
que, queriendo separar alguna parte y
apropiársela, todo lo enajenó, y de la opulencia
se redujo a la estrechez. La avaricia introdujo la
pobreza, y codiciando mucho, lo perdió todo” (90,
38). (Trad. Lorenzo Riber, 1. c., p. 658).
Esto quiere decir que la utopía, reproyectada al tiempo
original, la doctrina acerca de la situación paradisíaca
original y del pecado subsiguiente -que no tuvo por
qué consistir en definitiva en la usurpación de la
propiedad privada no es en modo alguno una doctrina
específicamente cristiana, sino una especulación
mítica de la historia muy extendida en la antigüedad
clásica.
Son evidentes las afinidades entre los modernos mitos
históricos de sello marxista vulgar y las antiguas
teorías acerca de un “comunismo primordial” de
altísimo prestigio moral o, si se quiere, de una
“catástrofe primitiva” presuntamente provocada por la
repartición del trabajo y la propiedad privada. Ni la
“vuelta a la naturaleza” propia del espíritu ilustrado de
Rousseau, ni la tesis de Proudhon, según la cual “la
propiedad es un robo”, representan una idea original.
Se remontan a fuentes de la antigüedad clásica.
Incluso la concepción hoy en boga acerca de la
inocencia económica y sexual de algunos pueblos en
las islas del mar del Sur, en la selva virgen brasileña, o
la tesis que defiende la situación social de los
“cazadores y recolectores” con su comunismo
primordial están de acuerdo con un mito extendido en
la antigüedad acerca de las leyes justas de los
bárbaros (véase por ejemplo: F. Engels, Der Ursprung
der Famille, des Privateigentums und des Staats, 4.a
ed. 1891). Según este mito debió de regir al principio
el estado natural moralmente perfecto. En el fondo de
estas filosofías primordiales comunes en la antigüedad
y comprobables también con diversas variaciones en
los mitos iranios, babilónicos, indios y hasta chinos
(véase B. Gatz, Wettalter, 208 ss.), late un anhelo
primordial -fundamentalmente religioso- por la “buena
edad antigua”, por el mundo feliz. Por supuesto,
históricamente hablando, este mundo feliz no es
comprobable de ningún modo ni es más “racional”,
desde luego, que la esperanza en una vida eterna en
los Campos Elíseos o en las islas de los
bienaventurados.
Estos mitos acerca del estado primordial fueron raras
veces aprovechados políticamente. A lo sumo podía
encontrarse en ellos una instancia crítica para la
estructuración utópica del presente y del futuro donde
se puede suponer la existencia de una conexión con la
Apocalíptica judío oriental, como, por ejemplo, en la
sublevación de Aristónico en el Reino de Pérgamo
(133-130 a. C.). Después de la rendición del país a
Roma, “congregó rápidamente una multitud de pobres
y esclavos que estaban llamados a la libertad (y) a los
que llamó Heliopolitas”. Se supone que intentó formar
un “estado proletario” utópico al que dio el nombre de
“Estado del Sol” (Estrabón 14, 1, 38; J. Vogt, Sklaverei
u ' Humanitát, 31 ss. 41 ss.). En el oráculo nacional
egipcio que tuvo sus orígenes en el siglo 11 a. C y
tiene muchos rasgos afines con las Apocalipsis judías,
juntamente con la expulsión de los griegos de Egipto y
la destrucción de Alejandría, se predijo la liberación de
los esclavos, “cuyos señores”, después de que dieran
la vuelta las cosas “iban a suplicar que se les
perdonara la vida” (L'Koenen, ZPapEp 21 1968, 205,
1.44). Los esfuerzos de los antiguos reformadores
difícilmente sobrepasaban la exigencia de liberar a los
esclavos, conseguir la remisión de las deudas y un
nuevo reparto del suelo. Los conatos sociales más
fuertes procedieron del patrimonio judío (véase página
24 y sigs.). En cambio, la utopía filosófica produjo
efectos relativamente pequeños en la vida política. La
novela del Estado, de cuño filosófico-utópico, que
estaba en boga, apenas tuvo consecuencias
concretas. Fueron excepciones, por ejemplo, el estoico
Esfairos cuando apoyó al rey espartano Agis IV en su
radical reforma social (W. W. Tarn, CAH VI], 741 ss.) o
el filósofo Blossius, enemigo de Roma, cuando huyó a
Pérgamo y se acogió a Aristónico. Precisamente a las
grandes sublevaciones de los esclavos de la época
helenística, entre los siglos III y 1 a. C., les faltó base
“Ideológica”.

1.3. ¿Influjo griego en el Cristianismo


primitivo?
Estas teorías y utopías que habían de acuñar la
doctrina cristiana tardía en torno al derecho natural a
la propiedad, tocaron sólo marginalmente al
Cristianismo primitivo y al Nuevo Testamento,
“documento primordial de la predicación fundadora de
la Iglesia (Káhier) y fuente más antigua de la historia
cristiana. A lo sumo surgió una cierta conexión entre el
“ethos” cristiano primitivo y el ideal comunitario de la
antigüedad clásica cuando un autor del Nuevo
Testamento como San Lucas, literato de profesión,
redactó ciertos fenómenos del Cristianismo primitivo
de conformidad con su propia formación retórica
griega.
Esto puede decirse, por ejemplo, de la descripción
lucana de la Comunidad de bienes en la Iglesia
primitiva de Jerusalén:
“Y todos los que creían estaban juntos, y lo tenían
todo en común (2, 44)... Y la muchedumbre de los
creyentes era una en corazón y alma, y nadie
llamaba suyo a nada de sus propiedades, sino
que entre ellos todo era común (pantá koiná)”
(Hch 4, 32).
Aquí se diseña el cuadro familiar de la restauración del
-estado original “perfecto. Este cuadro tiene analogías,
hasta en la formulación, con la comunidad de bienes
de los escitas (véase antes pág. 14), de la doctrina
platónica del Estado (poi. 462 passim) o de la
comunidad primera de los Pitagóricos en el sur de
Italia (E. Plümacher, Lukas ais hellenistiecher
Schriftsteller, 17 s.). Los Proverbios de Sextus, que ya
eran cristianos pero se nutrían de fuentes de filosofía
pitagórica popular (véase página 71), dan a este ideal
una fundamentación teológica que podían aceptarla
tanto los cristianos como los paganos:
“Los que tienen en común a un Dios que es
Padre pero no tienen en común sus posesiones
no obran religiosamente” (N.O 228, Chadwick).
Los descubrimientos de Qumran han proporcionado
textos paralelos todavía más próximos al relato de
Lucas: “la comunidad de bienes” de los grupos esenios
en Palestina, principalmente en su centro de Qumran.
Pero también aquí cabe preguntarse si este
“comunismo grupal” de sello escatológico, que tan
vivamente impresionó al mundo grecoromano fuera de
Palestina, no se formó por influjos procedentes del
ideal espiritual helenístico de la época tanto como por
ideas veterotestamentarias. Los esenios quisieron
realizar aquí en la tierra, por medio del ideal de la
comunidad de bienes, una especie de sociedad
perfecta, por no decir casi, “angélica” o “celestial”.
Vivían la conciencia de estar siempre unidos con los
ángeles de Dios. Su meta era recuperar la dignidad y
gloria originales del primer hombre antes del pecado (1
OS 4, 23; 1 QH 17, 15). El reverso de esta
autoexaltación era considerar a todo el resto de la
humanidad, a sus paisanos judíos y, muy
especialmente, a los paganos como “massa
perditionis”, como hijos de las tinieblas abocados a la
aniquilación. Les tenían jurado odio eterno hasta la
aniquilación “en el último combate” (1 OS 1, 10; 9, 21).
En el ámbito de la sabiduría de los refranes populares
se hallan puntos de contacto mucho más fuertes entre
la crítica neotestamentaria y greco-romana de la
propiedad y la riqueza. Así por ejemplo, en la 1 a carta
a Timoteo, de composición tardía, y en un contexto de
exigencia de autarquía religiosa, “la virtud favorita de
los cínicos-estoicos” (Dibelius, Pastoralbriefe 64, ver
también pág. 69 y sigs.), nos topamos con un refrán
muy extendido: “ porque la raíz de todo mal es la
codicia” (6, 10). Este proverbio influyó a su vez en la
Tradición cristiana posterior (Policarpo 4; Tertul. de
pat,. 7, 5; Clem. Alex., paed. 2, 39, 3, véase 38, 5).
Esta máxima es una paráfrasis dé un tema capital en
la predicación filosófica popular y está citado en las
fuentes de la antigüedad clásica con variaciones sin
cuento. Una versión especialmente feliz se encuentra
de modo idéntico en el sabio Demócrito y en
Diógenes, el despreciador de la cultura y de la
propiedad: “la codicia es la patria chica de todos los
males” (véase C. Spicq, les Epitres Pastorales 1, 564 y
W. Bauer, Wörterbuch zum N. T., 1968', 1698).
Tampoco podía faltar este refrán en la literatura
judío-helenística (Pseudofoquílides, 41; Sib 3, 235 s.
641 s.; 8, 17 s. y en distintas formas en Filón). Aquí
tenemos un bello ejemplo de cómo pudieron ir unidas,
en el ámbito de la exhortación ética, la crítica filosófica
popular de la codicia y !a “crítica social” judío-cristiana.
Citemos finalmente un ejemplo que remite a la
predicación de Jesús:
En el “Díscolo” del comediógrafo ático Menandro
(nacido en 342/1 a. C.), el joven Sóstrato dirige a su
padre una recia perorata moral cuando éste, irritado,
se resiste a emparentar a su rica familia con dos
hermanos pobres:
“¡Esto es demasiado!
Yo no quiero ser de pronto el suegro de dos mendigos.
Ya me basta con uno”.
El hijo contesta:
“Sólo te importa el dinero. No puede uno fiarse de él.
Si supones que tu fortuna va a ser algo tan duradero,
¡entonces, no sueltes nada!
Pero si sabes que la has de entregar a la ciega Tije (la
diosa de la Fortuna), ¿por qué, padre, la guardas tan
receloso? Puede ser que la Fortuna te arrebate todo y
se lo dé a otro que no lo merece.
Por eso deberías usarla generosamente mientras
puedas, creo yo, y ayudar a los hombres. En la medida
de lo posible deberías impartir bendiciones por todas
partes. Así no se pierde nunca.
Porque si tú mismo caes en necesidad se te restituirá
todo. Mucho mejor es un amigo vivo que un tesoro
enterrado entre dinero muerto”.
H. Hommel, el traductor de estos versos en la edición
original alemana de esta obra, hizo observar una serie
de textos paralelos en los Evangelios Sinópticos y en
la predicación de Jesús (Homenaje a Walter Mönch en
sus 65 años, 20 ss.). En lugar de los bienes inseguros,
amenazados y efímeros se debe uno granjear amigos
duraderos que en la futura emergencia premien la
buena obra. He aquí un motivo que se encuentra, por
ejemplo, en el material especial de San Lucas (Lc 16.
9) donde interpreta la difícil parábola del administrador
infiel: “Yo os digo, haceos amigos con la riqueza
injusta para que, cuando ésta llegue a su fin, los
amigos os reciban en las moradas eternas”. También
tiene un paralelismo con el motivo, citado arriba, de la
“riqueza caduca” la sentencia del sermón de la
montaña (Mt 6, 20 -Lc 12, 35): “Rejuntad, más bien¡
tesoros en el Cielo, donde no hay polilla ni gusano que
devoren, ni ladrones que hagan agujeros y roben”. Por
otra parte, no se puede pasar por alto la referencia
escatológica de las sentencias evangélicas. Esta
difiere substancialmente de la ingenua sabiduría
empirista de las máximas griegas. Además, todo el
ropaje literario, en concreto, la fórmula del “injusto
Mammon” remite claramente a un origen
judío-palestino. Estos ejemplos más o menos casuales
pueden indicarnos, no obstante, hasta qué punto se
acoplaban recíprocamente la crítica judío-cristiana de
la riqueza y la crítica filosófica popular griega.

2.1 A propósito de la crítica contra la


riqueza y su expresión en la Torá
Antes de plantearnos la actitud de Jesús y de la
Comunidad primitiva frente a la propiedad y la riqueza,
lancemos una ojeada a la tradición
veterotestamentarla judía de la que surgió el
Cristianismo primitivo. De la predicación profética y de
la legislación social de la Torá habían brotado desde
siempre fuertes impulsos críticos contra la propiedad.
El derecho a la propiedad estaba fundamentalmente
subordinado a la obligación de defender a los
socialmente débiles. Ya el testimonio de Amós (s. VIII
a. C.) no dejaba nada que desear en punto a claridad.
Con un vigor insuperable ataca la opresión y
explotación de la población pobre por parte de los
ricos latifundistas y de los empleados regios en el
Reino del Norte:
“En las puertas detestan al censor y aborrecen al
que habla rectamente. Pues, Porque pisoteáis al
pobre y le exigís la carga del trigo, las casas que
de piedra tallada os habéis construido no las
habitaréis; de las deleitosas viñas que habéis
plantado no beberéis el vino. Porque yo sé que
son muchas vuestras prevaricaciones y cuán
grandes son vuestros pecados, opresores del
justo, que aceptáis soborno y en las puertas
hacéis perder al pobre su causa” (Am 5, 10-12).
“Escuchad esto los que aplastáis al pobre y
aniquiláis a los desgraciados del país, diciendo:
¿Cuándo pasará el novilunio para que vendamos
el trigo, y el sábado para que podamos abrir los
graneros, achicar el efá, y agrandar el siclo, y
falsear fraudulentamente las balanzas, comprar
por dinero a los débiles, y a los pobres por un par
de sandalias, y vender hasta las ahechaduras del
trigo? Yavé ha jurado por el orgullo de Jacob: ¡No
olvidaré jamás vuestras obras! ¿No ha de
estremecerse por esto la tierra? En duelo
quedarán cuantos la habitan” (Am 8, 4-8).
Los vaticinios sociales de Amós tienen una
continuación poco después en el Reino del Sur en la
obra de Isaías. También Isaías se dirige de manera
abrupta contra los “cortijos” de los terratenientes, la
venalidad de los jueces, y la inmisericordia y
parcialidad de los funcionarios:
“ ¡Ay de los que añaden casas a casas, de los
que juntan campos y campos, hasta acabar el
término, siendo los únicos propietarios en medio
de la tierra! A mis oídos ha llegado, de parte de
Yavé de los ejércitos, que las muchas casas
serán asoladas, las grandes y magníficas
quedarán sin moradores, y diez yugadas de viña
producirán un bath, y un idmer de simiente sólo
dará un efáh... “ (ls 5, 8-10).
“Ay de los que dan leyes inicuas y de los escribas
que escriben prescripciones tiránicas para apartar
del tribunal a los pobres y conculcar el derecho
de los desvalidos de mi pueblo, para despojar a
las viudas y robar a los huérfanos!
¿Qué haréis el día de la visitación, del huracán
que viene de lejos? ¿A quién os acogeréis para
que os proteja? ¿Qué será de vuestros
tesoros?... “ (ls 10, 1-3).
O. Kaiser (ls 1-12, ATD, 55) hace referencia, a este
propósito, a la tercera elegía de Solón, en la que el
gran legislador y reformador social se debate con una
situación parecida a la de Isaías, pero 100 años más
tarde, en su ciudad natal:
“Pero sus propios ciudadanos, con actos de
locura, quieren destruir esta gran ciudad por
buscar sus provechos, y la injusta codicia de los
jefes del pueblo, a los que aguardan numerosos
dolores que sufrir por sus grandes abusos.
Porque no saben dominar el hartazgo, ni poner
orden a sus actuales triunfos en una fiesta de
paz. ... Se hacen ricos cediendo a manejos
injustos .... Ni de los tesoros sagrados ni de los
bienes públicos se abstienen en sus hurtos, cada
uno por un lado al pillaje, ni respetan siquiera los
augustos cimientos de Dike (la diosa de la
Justicia)” (Solón, Eunomia 3teD” (Trad. Carlos
García Gual, en: Antología de la poesía lírica
griega, Alianza Editorial, Madrid, 1980, pp. 42 s.).
La predicación social de los profetas encontró su
expresión, al menos parcialmente, en la Torá que, más
tarde, se atribuyó a Moisés, y muy particularmente en
el Deuteronomio, libro que jugó un papel decisivo en la
reforma del rey Josías y en la renovación espiritual de
Israel durante la época del destierro. Ejemplos de esto
son las numerosas normas sociales contenidas en la
Torá para proteger a los socialmente débiles y menos
privilegiados. En Deut 15, 1 ss. la ley que mandaba
celebrar la remisión cada 7 años, ordenaba una
condonación de las deudas y la manumisión de todos
los esclavos comprados. Ya el profeta Jeremías
polemizaba contra la infracción de esta costumbre (34,
8 s.). Después del séptimo año sabático de remisión,
se celebraba cada 50 años un “año jubilar”. En él
había que devolver a los propietarios originales todos
los bienes raíces vendidos entretanto (Lev 25,: 8 ss.).
Esta “redistribución de los bienes raíces se
fundamentaba en el hecho de que Yavé es el dueño
verdadero de la tierra santa: “porque la tierra es mía y
vosotros sois en lo mío peregrinos y extranjeros” (lev
25, 23). “En este año jubilar volverá cada uno a su
posesión” (Lev 25, 13). “Lo que se llama venta no lo es
en realidad, sino un traspaso provisional de la
propiedad; porque el dueño de la tierra es solo Yavé. Y
los israelitas son solamente enfiteutas o terrazgueros
de la propiedad de Yavé, a los que no compete en
definitiva ningún poder para disponer del suelo que se
les ha encomendado, lo mismo que a un peregrino o
extranjero que uno adoptara en su casa” (K. Elliger,
Leviticus, 356).
En numerosos proyectos de reforma social del mundo
antiguo encontramos las tres exigencias: condonación
de deudas manumisión de esclavos y redistribución
del suelo. Pero la ley judía intenta institucional izar
estas exigencias básicas de “reformas sociales”,
periódicamente repetidas en la antigüedad. Queda por
saber hasta qué punto se realizaban siempre de
verdad estas exigencias. El “año jubilar” se reinterpretó
más tarde significativamente como símbolo de la
liberación escatológica de Israel.
Por otra parte, la posesión justa y moderada estaba
también bajo la protección del Decálogo. Este prohibía
la codicia envidiosa de la propiedad del prójimo (Ex 20,
15.17 =: Dt 5, 19.21). la imagen de la paz regla en
tiempos de Salomón, cuando “Judá e Israel habitaron
en pacífica seguridad, cada uno entre sus viñedos e
higueras” (1 Re 5, 5), vino a ser símbolo de la visión
profética del tiempo mesiánico (Miq 4, 4; Zac 3, 10;
véase también 2 Re 18, 31).
2.2 Tensiones sociales en el Judaísmo
antiguo
La oposición entre latifundistas y pequeños
campesinos o inquilinos sin tierras llegó a
considerables tensiones sociales en la época tardía de
la Monarquía (1 Re 21; Is 5, 8 ss”; Miq 2, 2) y,
después, en la época de los persas bajo Nehemías (5,
1 ss.). Esta situación se agudizó muy
considerablemente en la época helenística, después
de Alejandro Magno, cuando los señores de la colonia
griega de Macedonia, con su característica
racionalización, pasaron, de la explotación extensiva
usual hasta entonces en el Oriente, a la explotación
intensiva de las regiones sometidas por su
intervención. Los romanos y los reyes instaurados por
ellos -como Herodes y sus secuaces- prosiguieron
esta forma de explotación extraordinaria del país. Las
grandes posesiones sofocaron al pequeño
campesinado libre. El número de inquilinos sin tierra
aumentó fuertemente, sobre todo después de
Herodes. Las parábolas de Jesús con sus latifundistas,
inquilinos, jornaleros y esclavos, con sus
administradores fieles e infieles, sus condonaciones de
deudas y sus esclavos deudores ofrecen un cuadro
muy vivo de este ambiente social marcado de
feudalismo. Así se entiende que las luchas judías por
la liberación -primero, la de los Macabeos contra los
Seléucidas macedonios y, después, la de los “celotas”
contra Roma- eran siempre, a la vez, reyertas
sociales. Cuando los insurrectos judíos el año 66 d. C.,
saliendo del templo, conquistaron Jerusalén, lo
primero que hicieron fue incendiar el archivo municipal
con los libros y los títulos hipotecarios (Jos. be¡¡. 2,
427). Más tarde el jefe de los celotas, Simón bar Giora,
dispuso una liberación general de esclavos (4, 508).
Josefo recalca expresamente que la sublevación la
apoyaron sobre todo las capas sociales sencillas de la
sociedad y los jóvenes; entretanto, las clases
distinguidas¡ intentaron entablar la paz con Roma
(véase M. Hengel, Gewalt und Gewaltlosigkeit, CH
118, 30; Zeloten, 341 s.).
1 - El Judaísmo palestino y también una buena parte
de la diáspora en Egipto y en Cirenaica estaban
divididos política y socialmente. Esta escisión intestina
se extendió también a amplios sectores de la tradición
religiosa. Así, por ejemplo, en vísperas de la reforma
helenista, que más tarde había de desencadenar la
sublevación macabea, Ben Sirá, él maestro de la
sabiduría, polemiza contra ciertos bribones y contra el
afán febril de riquezas:
“Hijo mío, no te metas en muchos negocios
porque quien los multiplica, no quedará sin
reproche” (Ecclo. 11, 10).
“El que ama el oro no vivirá en justicia, y el que
va tras el dinero, pecará por conseguirlo” (Ecclo.
31, S).
El rico y el pobre se comportan como el lobo y el
cordero, el abismo entre ambos es infranqueable:
“El rico hace injusticias y se gloria de ello, el
pobre recibe una injusticia y todavía pide
excusas. Mientras le seas útil se servirá de ti,
cuando no valgas nada, te abandonará” (Ecclo.
13, 4 s.).
“El asno salvaje es presa del león en el desierto;
así también los pobres son pasto de los ricos.
Abominable es para el soberbio la humildad, lo
mismo que el pobre para el rico. El rico, si vacila,
es sostenido por los amigos; pero el pobre, si
cae, es rechazado aun por los amigos” (Ecclo. 13,
23 ss.).
La polémica de Ben Sira contra la injusticia social
alcanza a veces la aspereza de la predicación
profética:
“Como quien inmola al hijo a la vista de los
padres, así el que ofrece sacrificios de lo robado
a los pobres. Su escasez es la vida de los
indigentes y quien se la quita es un asesino. Mata
al prójimo quien le priva de la subsistencia. Y
derrama sangre el que retiene el salario al
jornalero” (Ecclo. 34, 24-27).
Pero esto es, sólo, una cara de la medalla. Por el otro
lado y sin solución de continuidad hallamos también en
Ben Sira la tradicional estima sapiencia¡ de la riqueza
que, adquirida con el trabajo honrado y la bendición de
Dios, garantiza una vida segura y libre de
preocupaciones. la pobreza y la mendicidad por culpa
propia son odiosas para Ben Sira (véase M. Hengel,
Judentum und Hellenismus, 248 ss.). A decir verdad,
no es casual que en el libro del Eclesiástico sean
alabados los ricos justos y no los pobres:
“Venturoso el varón irreprensible que no corre
tras el oro (Mammon)” (Ecclo. 31, 8).
Es inútil buscar en la literatura judía una alabanza
directa de los pobres o de la pobreza. Tal cosa se
encuentra por vez primera en el Evangelio (LC 6, 20,
véase también pág. 35). la amenaza apocalíptica de
un juicio contra los ricos injustos es mucho más
severa. Así por ejemplo en las exhortaciones de
Henoc etiópico:
“¡Ay de aquellos que implantan la injusticia y el
atropello y hacen del fraude su basamento!; Pues
de repente serán exterminados y no tendrán paz
ninguna; (véase ¡s 48, 22 y 57, 21). ¡Ay de
aquellos que construyen sus casas a golpe de
pecados porque serán arrancados de todo su
acomodo y caerán a filo de espada, y los que se
hacen con oro y plata morirán de repente en el
juicio! ¡Ay de vosotros, los ricos! pues os habéis
abandonado a vuestras riquezas y tendréis que
salir fuera de vuestros tesoros; pues en los días
de vuestra riqueza no habéis pensado en el
Altísimo. Habéis cometido ultrajes e injusticias y
merecido el día de la matanza y del gran juicio.
Esto os anuncio y os lo hago saber: que vuestro
Creador os aniquilará por completo. De vuestra
caída no habrá compasión y vuestro Creador se
alegrará de vuestra ruina” (94, 6-10, véase 96, 4
ss.).
“¡Ay de vosotros, que adquirís plata y oro de
manera injusta y decís: nos hemos hecho muy
ricos; hemos poseído y adquirido bienes y todo lo
que queremos lo ejecutamos pues hemos
acumulado plata en nuestras arcas y mucha
fortuna en nuestras casas... Os engañáis pues
vuestra riqueza no permanece, más bien se os va
rápidamente de las manos porque la habéis
conseguido de manera injusta” (97, 8-10, véase
100, 6).
El juicio final de Dios trae la gran subversión: los ricos,
poderosos y explotadores se hacen reos de eterna
condenación (102, 9 ss., véase 63, 10), mientras los
fieles pobres y justos, que han sido “aporreados” de
por vida (103, g), reciben vida eterna. No se puede
pasar por alto que, tras la amenaza y la descripción
del juicio, se aprecia una gruesa petición de venganza
para los fieles oprimidos hasta el momento. Según las
Similitudines de Henoch etiópico (63, 10), “los
poderosos y los reyes que poseen la tierra” tienen que
confesar: “Nuestra alma está saciada de riqueza
injusta (véase Lc 16, 9.11), pero esto no impide que
bajemos a las llamas del tormento infernal”. Allí
“representarán una escena para los justos y... los
elegidos”. Estos se divertirán a costa de los ricos
porque la cólera del Señor de los espíritus reposa
sobre ellos” (62, 12). La tradición que aflora en la
descripción de los castigos del infierno para deleite de
los ojos de los fieles se perpetúa a través de la
Apocalíptica cristiana tardía hasta el infierno del Dante
(véase también pp 62 y ss). Tras estas amenazas de
juicio late una antigua tradición judía que aparece ya
en los salmos canónicos y se prolonga a lo largo de
los textos esenios de Qumran y los salmos fariseos de
Salomón.
El concepto “pobre” ('ani o su afín 'anaw = humilde y
'ebyón) casi se identifica con “fiel” y “justo”. En este
sentido un comentario esenio al salmo 37, 10 (“pero
los humildes -'anawim- heredarán la tierra y se
recrearán con la plenitud de la salvación”) lo aplica a la
“comunidad de los pobres ('ebyonim) que cargaron con
el tiempo del trabajo y son liberados de todas las
trampas de Belial ... “: es decir, la comunidad de los
esenios se entiende a sí misma aquí como “los
pobres” (4 Q ipps 37 li, 9 ss.) = Lohse, Die Texte aus
Oumran, 270; véase Mt 5, 5).
Según el documento de la Guerra, las naciones
enemigas son vencidas “por los pobres”: porque Dios
mismo “entrega... a los enemigos de todas las
naciones en manos de los pobres” (1 QM 11, 8 S. 13,
M. Jiménez - F. Bonhomme, los Documentos de
Qumran, Cristiandad, Madrid, 1976 pp, 156 s.). Aquí
se identifica básicamente al verdadero Israel de los
últimos tiempos con “ los pobres “. El concepto ha
pasado de ser una designación de carácter social a
otra de grupo religioso. Más tarde, el Cristianismo
primitivo de Palestina se autodesignará con el
concepto “pobres” ('ebyonim), con un sentido muy
parecido (véase también pág. 46).

2.3 Pobreza y riqueza en el Rabinismo


La religiosidad judía" marcada por el mensaje de los
profetas y los mandamientos sociales de la Torá, se
empeñó con todas sus fuerzas en equilibrar o al
menos, mitigar las diferencias entre ricos y pobres,
especialmente hirientes en la época
helenístico-romana. Según una regla básica atribuida
a Simón el Justo (a. 200 a. e.), sumo sacerdote judío, “
el mundo se asienta sobre tres cosas: la Torá, el culto
(en el templo) y la práctica de la caridad” (Abot 1, 2). El
Rabinismo tardío distinguió propiamente entre las
“obras de misericordia” (como visitar enfermos, dar
posada a forasteros, equipar a novios pobres, consolar
a los tristes, etc.) y la asistencia organizada a los
pobres. Pero todo este conjunto se podía resumir
(Billerbeck 4, 536.559) bajo el epígrafe “buenas obras”
(cfr. Mt 5, 16). Había que añadir a este conjunto de
“buenas obras” la libre compra de esclavos judíos, de
especial importancia en la diáspora. Una antigua
sentencia rabínica pone de relieve el alto aprecio de
estas obras de misericordia que mitigaban eficazmente
la penuria social:
“La beneficencia (es decir, la asistencia a los
pobres) y las obras de misericordia valen por
todos los mandamientos de la Torá; sólo que la
beneficencia se ejercita con los vivos y las obras
de misericordia, con los vivos y con (os difuntos;
la beneficencia con los pobres; la obra de
misericordia con los pobres y los ricos; la
beneficencia con dinero, la obra de misericordia
con la propia entrega y con el dinero” (Tosefta
Pea 4, 19, Sukka 49b, Billerbeck 4, 537, cfr. 541).
La fundamentación religiosa de la generosidad
recalcaba “la imitación de la bondad de Dios”, idea en
boga entre los filósofos estoicos y los rabinos; pero
también recalcaba el argumento veterotestamentario
de que todos los dones buenos proceden de Dios
mismo,. una idea que reaparecerá en la parénesis
cristiana. Así se expresaba E. Eleazar ben Yehuda
hacia el año 100 d. C.:
“Dale (a Dios) de lo suyo porque tú y tus cosas le
pertenecéis. Y así dice (la Escritura) por medio de
David: porque de ti viene todo y lo que te
ofrecemos, de tu mano lo hemos recibido” (2Cron
29, 14) (Abot 3, 7, Billerbeek 4, 541).
Las comunidades judías organizaron por esta razón
una asistencia excepcional a los pobres y
extraordinariamente eficiente para la antigüedad, antes
del nacimiento del Cristianismo. La base jurídica la
constituía el segundo diezmo, llamado de los pobres,
de acuerdo con Deut 14, 29 y 26, 12. Aquí se
mostraban, por cierto, los límites de ésta institución. La
crítica radical de la riqueza y la renuncia a los propios
bienes estaban mal vistas entre )os rabinos. Las
contribuciones de los pobres se habían reducido para
librar la propia fortuna de la miseria. El 20 % de los
ingresos totales se estipulaba como tasa máxima;
como tasa mínima el 2-3 % . Una tradición rabínica
cuenta que una vez “quiso uno regalar sus bienes.
Pero su socio no se lo consintió” (bab. Keth 50a,
Billerbeck 4, 550 s.). En el fondo estaba la experiencia
práctica de la vida: el rigorista resultaba después una
carga para la comunidad, y los bienes del pueblo de
Israel no se podían dilapidar. En general volvió a
abrirse paso cada vez más en el Rabinismo el antiguo
aprecio sapiencia¡ por la riqueza y el desprecio hacia
la pobreza. El amor apocalíptico a la pobreza, propio
de los Hasidim, siguió aún influyendo modestamente.
Apelando a Prov 19, 15: “los días del pobre son
malos”, se pudo ver en la pobreza una maldición (Keth
110 b; Sanh 100 b, cfr. Bammel ThW VI, 901) y se
formuló esta sentencia:
“No hay nada en este mundo más pesado que la
pobreza. Porque es más pesada que todos los
sufrimientos de este mundo”. Por eso pidió Job a
Dios: “Señor, prefiero todos los sufrimientos que
hay en este mundo, menos la pobreza” (ExR 31,
12, Billerbeck 1, 818).
A esta actitud respondía una amplia alabanza de la
riqueza.
Se atribuye al famoso maestro Rabbi Yohanan en el s.
III d. C. esta sentencia:
“Dios deja reposar su Shekina (es decir, su
presencia) solamente sobre un fuerte, un rico, un
sabio y un humilde... “.
Y al mismo Rabbi se le atribuye también esta especie
de fundamentación bíblica:
“Todos los profetas han sido ricos. ¿De dónde
sabemos esto? Por Moisés, Samuel, Amós (!) y
Jonás” (Ned. 38a, Bel. 1, 826).
La antigua Apocalíptica, en cambio, había esperado
como algo sobreentendido la supresión de la pobreza
en el tiempo venidero:
“Y los que murieron en tristeza, resucitarán en
alegría. Los que murieron en pobreza, por causa
del Señor, serán ricos. Los que murieron en la
miseria, quedarán saciados. Y los que murieron
en debilidad, se harán fuertes” (Test. Juda 25, 4).
Mar Samuel, director de la escuela babilónica, hombre
especialmente reservado en su espera Deut 15, 1:
(“Nunca dejará de haber pobres en la tierra santa),
pudo afirmar:
“No hay ninguna otra diferencia entre este
mundo y los días mesiánicos más que (el cese)
de la servidumbre ante los que detentan el poder,
es decir, incluso entonces habrán pobreza y
ocasión para practicar obras buenas. la frecuente
repetición de esta sentencia indica hasta qué
punto estaba en boga” (Ber. 34 b passim,
Billerbeck 1, 74).
Se podrá apreciar en la postura judía frente a la
riqueza un cambio que coincide con la recesión de la
piedad para con los pobres, propia de la Apocalíptica
judía que después del año 70 se hizo cada vez más
sospechosa de herejía. la tradición rabínica primitiva
habla de la gran pobreza de varios maestros entre el s.
1 a. C. y el 11 d. C. Cuenta que Hillel vino de Babilonia
a Jerusalén de pobre jornalero y pagó el ingreso en la
escuela con la mitad de su precario sueldo. También el
Rabbí Aquiba procedía de ambientes pobres y fue al
principio simple pastor. Lo curioso, no obstante, es que
la tradición rabínica acentúa no sólo que lograron una
gran fama, sino también un bienestar económico.
Más tarde, a partir del siglo II d. C., se hizo proverbial
la riqueza de la familia del patriarca, de los
descendientes de Hillel. Cuando el Rabbi Aquiba
explicaba aquello de: “Bien le va la pobreza a la hija de
Jacob, como un collar rojo al cuello de un caballo
blanco” (Pes. R. Kah 1, 241 s. ed. Mandelbaum; Chag
9 b passim), esto no significaba una alabanza de la
pobreza por la pobreza. Lo traía sólo para expresar
que Israel iba a ser conducido a la conversión a través
de una extraordinaria miseria.
Las terribles catástrofes de la guerra judía y de la
sublevación de Bar-Kojba (66-74 y 132-135 d. C.), que
entrañaban, por supuesto, causas sociales
revolucionarias, habían acarreado sobre el pueblo una
miseria económica tan profunda que estaba
amenazada su existencia religiosa, nacional y
económica. la pobreza no aparecía ya como un ideal
al que había que aspirar. Era exclusivamente un
castigo de Dios. La creciente sobreestima de la
riqueza y el desprecio por la pobreza entre los
maestros posteriores coincide plenamente con la
superación de esta crisis y el refortalecimiento del
Judaísmo a fines del s. II y a lo largo del III d. C. El
Rabinisrno se había consolidado en el Judaísmo corno
la indiscutible capa social dirigente de la sociedad en
lo religioso y en lo político. Los rabinos, jefes
reconocidos del pueblo, tenían incluso la posibilidad y
la voluntad de llegar a ser ricos. En una cierta
oposición a ellos estaban algunos carismáticos y
taumaturgos aislados cuya pobreza y extraordinaria
sobriedad se había ponderado hasta límites
legendarios. Así por ejemplo, el Rabbi Janina ben
Dosa y Abba Jilkia en el siglo 11 y el Rabbi Fineés ben
Yair, adversario del plutócrata patriarca Vehuda
Hannasi, a fines del siglo II. Pero eran excepciones
que confirman la regla.

3.- LA PREDICACIÓN DE JESÚS


Está claro que Palestina en el siglo I, en esa época en
que se desarrolla la actividad de Jesús y el nacimiento
de la Iglesia primitiva, estaba repleta de fuertes
contrastes políticos, sociales y religiosos. No son los
últimos testigos de ellos Flavio Josefo y Filón. Estos
hablan de varios enfrentamientos entre, los judíos y el
procurador Poncio Pilato (véase además Lc 13, 1 s.).
Pilato pasaba por ser especialmente codicioso y cruel.
La sangrienta represión de las agitaciones mesiánicas
en Samaría condujo finalmente a su destitución el año
37 d. C. (Fl. Jos. Ant. 18, 55-64, 85-87; Filón, Leg. ad
C. 299 ss.). Completan este cuadro negativo las
noticias rabínicas acerca de la codicia y arbitrariedad
de las familias dirigentes de los sumos sacerdotes, y
sobre todo, de la casa de Anás. Estas familias
aprovecharon su posición privilegiada para sacar
“hasta las costillas” a los peregrinos de las fiestas de
Jerusalén y para oprimir al clero sencillo del templo.
Las más de las veces trabajaron de consuno con los
procuradores romanos.

3.1 Crítica radical de Jesús contra la


propiedad
Fijémonos, ante todo, en los Evangelios Sinópticos:
Marcos, Lucas y Mateo, que son nuestras principales
fuentes acerca de Jesús. En lo sucesivo no puedo
distinguir exactamente entre la tradición
supuestamente auténtica de Jesús y sus secuelas en
la tradición de la Iglesia en los decenios subsiguientes.
Causas y efectos se fusionan entre sí con frecuencia
de manera inseparable.
La predicación de Jesús, al revés de la erudición
escriturística de los fariseos, tenía un carácter
absolutamente profético-religioso. La erudición farisea,
dentro de la interpretación casuística de la Torá, se
ocupaba intensamente también del derecho privado
sobre las cosas, un derecho que a nosotros nos
parece profano. Jesús, en cambio, aparece “como el
predicador y sujeto portador del Reino próximo de
Dios” (Kümmel, Eigentum 272). Su irrupción se agolpa
inmediatamente a la puerta; más aún, está ya presente
de modo oculto en la actividad de Jesús. Por eso, para
entender su actitud frente a los bienes terrenos es
fundamental el reto del sermón de la montaña (Mt 6,
33):
“Buscad primero el Reino de Dios y la justicia de
Dios y todo lo demás se os dará por añadidura”.
Por esta razón rechaza también -en contraposición
con los maestros de la ley- el ruego de decidir en
cuestiones hereditarias:
“Hombre, ¿quién me ha erigido en juez y
repartidor entre vosotros?” (Lc 12, 13).
Por el contrario: la proximidad del Reino de Dios está
exigiendo la libertad frente a los bienes, la renuncia a
todas las preocupaciones, la confianza total en la
bondad y solicitud del Padre celestial (Mt 6, 25-34 = le
12, 22-32). Servir a Dios y a “Mammon” se excluyen
radicalmente:
“Ningún esclavo puede servir a dos señores... No
podéis servir a Dios y a Mammon” (Lc 16, 13 = Mt
6, 24).
La palabra arameo-fenicia para indicar posesión,
propiedad (Mammon) se está usando aquí en sentido
negativo. La comunidad primitiva, apoyada en el
vocabulario judío de la época, podía hablar
directamente del “Mammon injusto” (Lc 16, 11, véase
también pp. 19 y 20). Clemente de Alejandría dedujo
de este pasaje que la propiedad privada es por
principio “adikía”, injusticia (quis dives 31 GCS 17 180)
, El hecho de que la iglesia antiguo dejara esta palabra
sin traducir se debe, quizá, a que se la consideraba
casi como una especie de nombre de un ídolo. La
posesión conserva aquí un carácter demoníaco porque
ata al hombre y lo hace sordo a la llamada del Reino
de Dios. La encarecida advertencia de Jesús contra el
peligro de las riquezas está en consonancia con esta
crítica radical. Hay que entenderla sobre el telón de
fondo de su proclamación mesiánica de la proximidad
de Dios. Jesús desarrolló esta proclamación
conectándola con la predicación profética de ls 61, 1
ss.:
“El espíritu del Señor, Yavé, está sobre mí, pues
Yavé me ha ungido, me ha enviado para predicar
la buena nueva a los abatidos y sanar a los de
quebrantado corazón, para anunciar la libertad de
los cautivos, y la liberación a los encarcelados.
Para publicar el año de gracia de Yavé, y un día
de venganza de nuestro Dios, para consolar a
todos los tristes, y dar a los afligidos de Sin, en
vez de ceniza, una corona”.
San Lucas pone en boca de Jesús estas palabras
durante su primer sermón en Nazareth, su patria chica
(4, 16 ss.), y vuelven a aparecer en la respuesta de
Jesús al Bautista (le 7, 22 = Mt 11, 5): “A los pobres se
les anuncia la Buena Noticia” y, sobre todo, en las
Bienaventuranzas (Lc 6. 20 ss., cfr. Policarpo 2, 3):
“ Bienaventurados vosotros, los pobres, porque vuestro es
el Reino de los Cielos. Bienaventurados los que ahora
lloráis, porque reiréis”.
A la Bienaventuranza de los pobres corresponden los
“ayes” contra los ricos y los saciados (6, 24):
“Pero, ¡ay de vosotros, los ricos, Porque habéis recibido ya
vuestro consuelo! ¡Ay de vosotros, los que ahora estáis
saciados, porque pasaréis hambre! ¡Ay de vosotros, los que
ahora reís, porque os lamentaréis y lloraréis!”.
Con esta antítesis entre la Bienaventuranza de los
pobres y la lamentación sobre los ricos está en
consonancia la parábola del rico epulón y del pobre
Lázaro (Lc 16, 19-31). No es menos crítica la narración
del rico insensato (Lc 12, 16-21):
“¡Insensato! Esta misma noche vendrán por tu alma. ¿Para
quién va a ser todo lo que has acumulado?”.
El fraude de la riqueza forma parte de las espinas que
ahogan la semilla en germen de la palabra e impiden
que dé fruto (Mc 4, 9). La sentencia del camello y el
ojo dé la aguja suena más radical aún:
“Es más fácil para un camello pasar por el ojo de
una aguja que para un rico entrar en el Reino de
Dios” (Me 10, 24 par.).
Sólo un milagro de Dios puede salvarlo porque “para
Dios todas las cosas son posibles” (Mc 10, 27). Es
significativo que desde muy pronto empezó a mitigarse
la rudeza de esta sentencia en los manuscritos.
Además formaba parte de este contexto la afirmación
de que Jesús no tenía posesiones: “El Hijo del Hombre
no tiene dónde reclinar la cabeza” (Mt 7, 20 = Lc 9,
58). A los que llama a seguirle les pide romper con la
familia (Lc 9, 59 ss.; 14, 26) y repartir los bienes (Me 1,
16 ss. par.; 10, 17 ss. 28 ss, par.). Cuando envía a sus
discípulos les exige la pobreza más extrema (Lc 9, 3;
10, 4, véase Mc 6, 8 s.), y les promete que su renuncia
a los bienes hallará la recompensa de Dios (Mc 10, 28
ss.). En la misma dirección va la polémica de Jesús
contra todas las preocupaciones por el sustento de
cada día (Mt 6, 25-34), la exigencia de renuncia a la
violencia y al derecho, es decir, la exigencia de
generosidad sin condiciones:
“ Da a todo el que te pide; y a quien te quite lo
tuyo no se lo exijas” (Lc 6, 30, cfr. Bern 19, 11;
Did 1, 5).
Se comprende que más tarde San Jerónimo, padre de
la Iglesia y asceta tan crítico respecto de la riqueza,
diera lugar a esta objeción contra la exigencia de
Jesús en Mt 19, 29: “Difficile est, durum est et contra
naturam”. Responde él mismo a esta objeción con las
palabras del Señor en Mt 19, 12: “El que pueda
entender, que entienda” (epist. 120, 1.11 Migne PL 22,
985; mira v. Pöhlmann Geschichte II, 470).

3.2 Actitud libre de Jesús frente a la


propiedad
Esta crítica radical de la propiedad y, en especial, de la
riqueza no es más que una cara de la actividad y de la
predicación de Jesús. Convendría no olvidar aquí que
Jesús no procedía del proletariado de jornaleros e
inquilinos sin tierras. Jesús era de la “clase media
artesanal” de Galilea. Era, lo mismo que José, un
trabajador del ramo de la construcción, es decir,
albañil, carpintero, carrero y ebanista, todo a la vez
(Me 6, 3). Según el mártir San Justino, Jesús
personalmente “había hecho yugos y arados” (día¡. 88,
8). Dos de sus sobrinos nietos, un par de
generaciones más tarde, en tiempos de Domiciano,
debieron de administrar una pequeña finca (véase
también pág. 78). los discípulos que Jesús llamó en su
seguimiento venían, en cuanto podemos saberlo, de
un ambiente social parecido. Zebedeo, el padre de
Santiago y de Juan, junto con sus hijos daba
ocupación también a algunos jornaleros (Mc 1, 20).
Otro discípulo, Leví, fue llamado desde la mesa de
cobrador de impuestos (Mc 2, 14 s.); el primer
evangelista lo identifica con San Mateo (Mt 9, 9 s.; 10,
3). El comportamiento de Jesús, en oposición con el
de Juan Bautista (Mt 11, 18; Mc 1, 6 s.), tampoco era
el de un riguroso asceta:
Personalmente aceptaba como algo connatural en su
ambiente próximo la existencia de la propiedad
privada. Algunas adeptas distinguidas apoyaban a
Jesús y a sus discípulos con sus bienes (Lc 8, 2 s.;
véase 10, 38 s.). En Cafarnaúm visitó la casa de su
discípulo Pedro y curó a su suegra (Me 1, 29 par.). Es
posible que esta casa fuera para él una especie de
refugio en su vida de predicador itinerante.
Excavaciones realizadas hacen suponer que más
tarde se convirtió en capilla sobre la que más tarde se
erigió una iglesia bizantina. En la discusión con la
casuística farisea acerca de las ofrendas Jesús exige,
apelando al cuarto mandamiento, sustentar a los
padres con los propios bienes (Mc 7, 9 s. par.) y
ayudar así del mismo modo a los necesitados (Mc 12,
41 SS.; Mt 6, 2; 25, 40; Lc 10, 30-37). Cuando lanza el
reto a prestar el dinero sin esperanza de poderlo
recuperar (Mt 5, 42 = Le 6, 30; 6, 34), está suponiendo
la existencia de los bienes para poderlos prestar.
Zaqueo, el jefe de publicanos, quiere dar a los pobres
la mitad de sus bienes y devolver el cuádruplo a los
estafados: no se exige aquí la entrega de todos los
bienes (Lc 10, 8 s.). Jesús no puso nunca obstáculos a
contactar con los ricos y distinguidos. Estos le invitaron
a comer con ellos (Lc 7, 36 ss.; 11, 37; 14, 1.12; Mc
14, 3), especialmente los más despreciados de entre
ellos, los cobradores de aduanas y de impuestos,
colaboracionistas de los opresores extranjeros (Mc 2,
13-17). Jesús no era ningún asceta. Disfrutaba en los
banquetes (Jn 2, 1 ss.). Esto le granjeó el estribillo de
los sectores piadosos:
“Ahí va el comedor y bebedor, el compinche de
publicanos y pecadores” (Mt 11, 19 = Lc 7, 34).
El que gusta de fiestas y rechaza el ayuno porque no
viene a cuento en las bodas mesiánicas (Mc 2, 18 ss.),
no contempla las posesiones con los ojos críticos y
fanáticos de un asceta riguroso.
Con sus discípulos celebraba banquetes y, para ello,
como lo demuestra la última cena, no podían
prescindir del apoyo de distinguidos propietarios de
casas (Mc 14, 14 s.). Finalmente, en sus parábolas,
llama la atención la frecuencia con que describe el
ambiente social de Galilea, con sus terratenientes,
colonos, administradores y esclavos, sin sacar a relucir
-excepción hecha de las dos parábolas arriba
mencionadas- una polémica específicamente social.
También le sirven de comparación para presentar las
exigencias de Dios la esclavitud infligida por deudas
contraídas y la utilización de esclavos como
contratistas y banqueros con ánimo de multiplicar la
fortuna (Mt 25, 14 ss. = Lc 19, 12 ss., véase también
pág. 87). En la parábola de los jornaleros de la viña,
los que han trabajado todo el día se quejan de haber
cobrado poco en proporción con los que llegaron más
tarde y cobraron lo mismo. El patrono les responde
con una definición de la propiedad que aun hoy día se
considera clásica:
“¿No me está permitido hacer lo que quiero con lo
que es mío?” (Mt 20, 15).
Es verdad que Jesús escogía con predilección
situaciones inusitadas y drásticas en sus parábolas y,
a veces, situaciones típicamente injustas. Pero no las
utilizaba para esa “contestación social” tan en boga
hoy día, sino para poner de manifiesto en términos
positivos la voluntad de Dios de cara a su Reino
inminente.

3.3 La proximidad del Reino de Dios y


el amor del Padre
¿Cómo explicar esta contradicción? En modo alguno
se la puede simplificar o atenuar precipitadamente
alegando, por ejemplo, que Jesús legitimó la
propiedad por ser un bien encomendado por Dios para
exigir cabalmente su fiel administración o que Jesús
luchó sólo contra el mal uso de la propiedad. Esta
benigna interpretación de la propiedad entendida como
un “feudo” encomendado por Dios ha desempeñado
un papel importante incluso en la moderna discusión
en torno al sentido cristiano de la propiedad y tiene
una resonancia en la predicación de Jesús y de la
Iglesia primitiva “Lc 16, 13, véase 16, 9 y 1 Cor 4, 7 s.
en sentido traslaticio), pero no tiene allí una
importancia central. Tampoco es una idea
específicamente cristiana. La encontramos en el
Antiguo Testamento y en el Judaísmo, más aún,
incluso entre los griegos. Así, por ejemplo, en los
bellos versos de Eurípides (Fenicias, 553 ss.):
“Pues, ¿qué significa rico? ¡Nada más que una
palabra! Al que es prudente le basta con lo más
imprescindible. Los bienes no son propiedad de
los hombres, son tan sólo propiedad de los dioses
que nosotros la administramos y nos la vuelven a
quitar cuando gustan”.
Para entender la actitud de Jesús frente a la
propiedad, debemos retornar a su predicación
mesiánica sobre el Reino próximo de Dios. En
contraposición con la de su precursor, Juan el
Bautista, la predicación de Jesús ya no está bajo el
signo del juicio, sino del amor de Dios que lo domina
todo. Los hombres se pueden perdonar porque
experimentan personalmente el perdón de sus culpas.
Los hombres ya no tienen que preocuparse de su
sustento diario porque tienen la certeza de que la
bondad de Dios los sostiene, y alimenta. Por eso
pueden rezar como los niños.- “El pan nuestro de cada
día dánosle hoy (Le 11, 3 = Mt 6, 11). Ya no tienen que
replegarse medrosos en torno a su propia seguridad,
pueden aventurarse a la audacia de amar incluso a su
enemigo y de renunciar a la sugestión de la violencia
porque han topado con el amor ¡limitado del Padre
celestial (Mt 5, 38-48; véase Le 6, 27-36). El que está
pendiente de sus bienes y, además, olvida a su
prójimo vive en esa seguridad medrosa y egoísta de sí
mismo. Por causa del ídolo “Mammon” rechaza la
invitación amorosa de Dios, el Padre bueno que está
cerca de los pobres, despreciados, enfermos que se
presentan con las manos vacías como el hijo pródigo.
Jesús no quiso aportar nuevas teorías sobre el
derecho a la propiedad, sobre su origen, ni siquiera
sobre su mejor distribución. Fundamentalmente se
sitúa ante ella con la misma escandalosa libertad e
imparcialidad que ostenta ante los poderes estatales,
la dominación extranjera romana y sus cómplices
judíos.
Todas estas cosas han quedado de facto sin vigor en
virtud de la proximidad del Reino de Dios en el que
“muchos primeros serán últimos y los últimos,
primeros” (Mc 10, 31 = Mt 19, 30; 20, 16; Lc 13, 30).
Es verdad que Jesús se lanza con extraordinaria
severidad contra Mammon cuando éste aprisiona los
corazones de los hombres, llegando así a adquirir un
carácter diabólico y oscureciendo la visión clara de la
voluntad de Dios, es decir, de la necesidad del prójimo.
Mammon es adorado dondequiera que los hombres
aspiran a la riqueza, quedan atados por ella,
multiplican sin cesar sus posesiones y quieren dominar
por su medio. No pocos gustan de suprimir esta crítica
radical de la riqueza, lo mismo que la exigencia de
renunciar a la violencia y de amar al enemigo, pero
precisamente hoy, cuando se habla tanto de “utopía
concreta”, cabría preguntar si no será más necesario
que nunca para la Iglesia y para la humanidad entera
este estímulo que brota del mensaje de Jesús.
Personalidades tan distintas como León Tolstoi, Albert
Schweitzer, Mahatma Ghandi, Toyohito Kagawa y
Martín Lutero King pueden ser ejemplo de ello.
El ejemplo del mismo Jesús y de sus más allegados
discípulos llamados por él a seguirle demuestra que el
mensaje de Jesús había sido llevado a la práctica. Les
había exigido romper con la familia y renunciar a los
propios bienes con el fin de que estuvieran -lo mismo
que él- dispuestos a servir a la causa del Reino de
Dios. Una denuncia de los jefes del pueblo judío
desencadenó la condenación y ejecución de Jesús por
parte de los romanos como presunto agitador
mesiánico. Condenación y ejecución estuvieron
también claramente condicionadas por la predicación
“social” escandalosa, aunque Jesús no había
pretendido, como los celotas, la “transformación
violenta del sistema”: La fuerza que salía de él era
más fuerte que cualquier violencia humana.

4.- EL “COMUNISMO DE AMOR” DE


LA IGLESIA PRIMITIVA
Los comienzos de la Iglesia primitiva en Jerusalén
después de las apariciones pascuales demuestran que
siguió operante el mensaje de Jesús.
Ya he dicho (véase también pp. 17 y 18) que Lucas
redactó la imagen de la Iglesia primitiva con un
vocabulario filosófico-popular de su época. Cuando,
por ejemplo, aparecen en Hch 2, 44 y 4, 32 las
fórmulas: “tenían todo en común”, “todo era común
entre ellos” (pantá koiná), éstas evocan la formulación
proverbial de Aristóteles (eth. Nicom. 1168b): “entre
amigos todo es común” (koiná tá filón). También la
expresión “un alma”, utilizada por San Lucas (Hch 4,
32), es citada en idéntico contexto por Aristóteles.
Queda, no obstante, por esclarecer la pregunta tal
como la plantea la exégesis crítica radical: Esa
comunidad de bienes del Cristianismo primitivo -la que
Troeltsch designa “comunismo de amor”- ¿es una
simple creación idealizante del autor o posee un
trasfondo histórico? La “crítica radical” puede apoyarse
en que Lucas tiene expresiones aparentemente
contradictorias. Primero habla de una comunidad total
de bienes (Hch 2, 44; 4, 32); luego, cuenta casos
particulares: Bernabé (Hch 4, 36) y el matrimonio
Ananías y Safira vendieron campos y entregaron el
producto a los apóstoles. Ahora bien, Ananías y Safira
defraudaron la mitad del importe y fueron por ello
súbitamente castigados (5, 1-11). llama la atención que
Ernst Bloch, filósofo ateo, da más fe a la comunidad de
bienes de la Iglesia primitiva de Jerusalén que la
denominada Crítica radical:
“Esta comunidad, construida sobre la base de un
comunismo de amor, no quiere a ningún rico,
pero tampoco quiere pobres en el sentido de
carecer forzosamente de todo. “ Nadie decía de
sus bienes que eran suyos, sino que todo era
común a todos” (Hch 4, 32) y los bienes se
rejuntaban a base de donaciones en la cantidad
suficiente para el corto plazo que Jesús había
concedido al viejo mundo. La sentencia acerca de
los lirios del campo, de los pájaros del cielo no es
una ingenuidad económica, sino una idea
entusiasta. Porque cuando los pies de aquellos
que han enterrado al mundo y sus
preocupaciones están ahí a la puerta, resulta
estúpida la preocupación económica por el
mañana” (Das Prinzip Hoffnung fil, 1488).
Ernst Bloch contempla aquí la realidad histórica con
más perspicacia que algún exégeta denominado
crítico; en concreto en tres puntos:
1. Bloch fundamenta la “comunidad de bienes” en la
fuerte afirmación escatológica de la Iglesia
primitiva. Esta vivía de la espera próxima desde
las apariciones del Resucitado. Esta perspectiva
retrocede en el relato lucano y, por eso, su
descripción se entiende malamente.
2. Bloch recalca la libertad de este “comunismo de
amor”. No estaba organizado, no sometido a una
presión exterior. Lo decisivo era la “koinonía”
(comunidad de vida) y no la organización.
En oposición con ella, la comunidad de bienes de los
Esenios está rigurosamente organizada y fijada con
leyes. Tuvo su origen antes y durante la sublevación
de los Macabeos (1 Op Hab 8, 10 ss.). El motivo
fundacional fue la protesta contra el afán desmedido
de lucro de la aristocracia judía. Este movimiento se
nutrió de motivos escatológicos-utópicos. Pero pronto
se convirtió en una rígida organización jurídica. Era, en
cierta medida, la piedad judía para con los pobres
convertida en ley. Según la regla de Qumran, todo
novicio que entraba en la comunidad tenía que poner a
disposición del presidente toda su fortuna, y cuando un
año más tarde, era admitido en la comunidad,
entregaba esa fortuna a la comunidad (1 OS 1, 11 ss.;
Jos. Bell 2, 122). Todas las necesidades de los
miembros de la comunidad tenían que quedar
cubiertas con dicha fortuna unida al trabajo del campo
y los oficios manuales. Parece ser que la comunidad
hizo acopio de cuantiosos bienes. Por eso, cuando
Flavio Josefo llama a los esenios “despreciadores de
la riqueza”, se refiere exclusivamente a la propiedad
privada del individuo. la propiedad comunitaria estaba
llamada a hacer imposible la “pobreza degradante” y la
“riqueza exagerada”. Las normas eran estrictas: El que
falseaba los datos de sus propiedades era excluido de
la comunidad durante un año, y su ración de comida
recortada en un cuarto. Este tipo de “comunidad de
bienes” organizada y, a la vez, represiva, no lo tenía la
Iglesia primitiva”.
3. Bloch hace referencia atinadamente a la predicación
de Jesús con su crítica contra el “injusto Mammon” y
contra las preocupaciones. El mensaje y la actitud de
Jesús estaban todavía en el recuerdo inmediato y
tenían que seguir influyendo. La Iglesia primitiva de
Jerusalén era una continuación de la actitud libre de
Jesús frente a los bienes de este mundo. Las barreras
de la propiedad que durante milenios habían separado
a los hombres como ninguna otra potencia habían
caído ante la presencia de la proximidad del Hijo del
Hombre que se identificaba con Jesús: lo que poseía
cada uno lo ponía a disposición de la Comunidad con
absoluta libertad en la medida que se necesitaba. La
presunta contradicción entre estas dos frases “nadie
llamaba suyo a lo que poseía” y “todo propietario
vendía sus campos y casas y lo ponía a disposición de
la comunidad” es sólo aparente. La mención del levita
Bernabé de Chipre no es un caso excepcional. Se
conservó en la memoria de la iglesia de Antioquía
donde Bernabé era conocido. Se hacía referencia
orgullosamente a él por ser una autoridad que había
tomado parte personalmente en aquel “comunismo de
amor” de la Iglesia de Jerusalén. Probablemente es
una alusión a la fuente antioquena utilizada por Lucas.
Se .estaba formando una comunidad
carismático-entusiasta; asistían a la liturgia diaria;
comían juntos (Hch 2, 42); echaba marcha atrás la
preocupación por la propiedad y el futuro; vivían al día;
el Señor estaba cerca y había ordenado no
preocuparse. la única preocupación era la predicación
misionera entre los paisanos judíos, entre los que se
incluían también los judíos de la Diáspora de habla
griega, residentes en Jerusalén. El sustento diario de
la comunidad se costeaba mediante la venta de
posesiones de los propietarios; así se eliminaban
prácticamente las diferencias sociales; ya no había
pobres en la comunidad (4, 34). Otros ponían su casa
a disposición de la comunidad para reuniones. Así, por
ejemplo, María, la madre de Juan Marcos (Heb 12,
12). Es difícil que se preocuparan por problemas
jurídicos anejos a la propiedad (catastros, registros de
la propiedad). la organización se había reducido al
mínimo. Esperando la vuelta del Señor desaparecía la
preocupación por las cosas de este mundo. Cuando la
comunidad creció, surgieron problemas en la
distribución. Hch 6, 1 ss. cuenta que las viudas de los
Helenistas eran preteridas en el reparto, diario y
llegaron a discusiones. Mientras se vivía de la espera
próxima y del entusiasmo del Espíritu no se
interesaban por una producción económica organizada
en común, como entre los esenios de Qumran. La
presión del medio ambiente judío y el hambre bajo
Claudio (años 40) (véase Hch 11, 28) hicieron que la
comunidad cayera en grandes dificultades
económicas. Antioquía y otras iglesias del helenismo
tuvieron que acudir en su ayuda. Es fácil que la colecta
de Pablo y Bernabé (ea. 48) tuviera relación con esa
situación. Cuando Pablo les llama dos veces “los
Pobres” (Gal 2, 10 y Rom 15, 26) se trato, es verdad,
de un título religioso, pero también apunta a una
situación de pobreza real de la Comunidad. Más tarde
los judío-cristianos separados de la Iglesia-Madre
asumieron en Palestina y Siria la designación
“Ebionitas”, es decir, “pobres”.

PABLO Y LAS IGLESIAS


ÉTNICO-CRISTIANAS DE LA
MISIÓN.
5.1 La nueva situación
En las iglesias paulinas de la misión y en el desarrollo
posterior del Cristianismo primitivo ya no nos topamos
con esta forma escatológico-entusiasta de “comunidad
de bienes”, tal como la hemos recibido a través de las
noticias de Hechos de los Apóstoles, referentes a la
Iglesia primitiva de Jerusalén. Esta situación coincide,
ante todo, con el hecho de que la tensión de la espera
próxima inmediata fue relajándose en aras de una
tarea misionera de alcance universal y, luego, con la
realidad de que la forma de “comunismo de amor”,
ejercitada en Jerusalén, resultó a la larga
sencillamente impracticable. Una “comunidad de
bienes” no podía sustentarse por libre, sin aquella
organización fija y producción colectiva que
encontramos, por ejemplo, en Qumran. Para ello era
imprescindible una cierta coacción exterior y,
cabalmente, ésta no quisieron ejercitarla. lo típico del
Cristianismo primitivo no es una idea de disciplina
legal, sino la sociedad libre, carismática. Las iglesias
paulinas tampoco poseían una organización clara con
una dirección rígida de la comunidad. Algo de esto
empieza a surgir en el siglo II d.C. El problema del
sustento diario de la propiedad siguió influyendo en la
zona paulina de la misión, unido, en parte, a la espera
próxima de la Parusía. Lo demuestra la exhortación
del Apóstol a los fieles de la iglesia de Tesalónica.
Pablo les exhorta a ganarse el sustento con el trabajo
de sus manos, con el fin de no escandalizar a los de
fuera y no tener que pasar necesidad (1Tes 4, 12;
véase 5, 14). Probablemente algunos se habían
cruzado de brazos dejándose cuidar por los demás. La
2.a carta a los Tesalonicenses agudiza esta
exhortación (3, 7 ss.) y culmina en el aforismo asumido
por la concepción ruso-soviética: “el que no quiere
trabajar, que no coma” (3, 10).
Al menos en las cartas auténticas de Pablo queda en
conjunto marginado el problema de la riqueza y la
pobreza, de la posesión y la entrega de los bienes. El
concepto de “rico” (plousios) aparece sólo una vez en
el Apóstol y, por cierto, aplicado al Cristo preexistente,
o sea, en ningún contexto social (2 Cor 8, g). La
palabra “pobre” la refiere una vez a sí mismo en un
pasaje (2 Cor 6. 10). La antinomia de su propia
existencia la expresa así:
“Como un pobre que hace ricos a muchos, como quienes
nada poseen y todo lo tienen”.
Pablo personalmente no tenía bienes de fortuna. Se
ganaba su sustento durante sus viajes misioneros con
un trabajo duro. Era fabricante de tiendas (Hch 18, 3);
no pedía a las iglesias que cuidaran de él (1 Cor g), si
bien aceptaba agradecido ser aliviado con ayudas
voluntarias (Fil 2, 25; 4,15 ss.). Acostumbrado a pasar
extrema indigencia, se veía contento cuando alguna
vez era medianamente atendido (Fil 4, 11 ss.).

5.2 Estructura social de las iglesias


étnico-cristianas
Las Iglesias fundadas por San Pablo tampoco eran
ricas. A los cristianos de Corinto les escribía:
“Mirad, pues, vuestra vocación, hermanos,
porque no hay muchos poderosos, ni muchos
sabios según la carne, ni muchos nobles” (1 Cor
1, 26).
Es cierto que estas palabras tan traídas y llevadas
pueden malinterpretarse. San Pablo no dice:
“absolutamente ninguno”, sino “no muchos”. De este
giro no se puede deducir que las iglesias paulinas de
la misión estaban compuestas exclusivamente de
proletarios y esclavos. Tampoco es lícito hacer de San
Pablo un abogado de la espiritualidad judía de la
pobreza. Básicamente puede decirse de las
fundaciones misioneras del Apóstol de las gentes lo
que, dos generaciones más tarde, escribirá Plinio el
Joven, prefecto de Bitinia, al emperador Trajano:
“muchos... de todos los estamentos sociales se
sienten y se sentirán llamados al peligro” (por la nueva
“superstición”) (“multi... omnis ordinis... vocantur in
periculum et vocabuntur).
Esto indica que había miembros de las iglesias
cristianas en todas las capas de la sociedad, desde
esclavos y libertos hasta aristócratas locales,
decuriones, más aún, hasta senadores nobles a veces.
Todavía está sin esclarecerse (véase P. Kereszetes,
VigChrist 27, 1973, 7 ss.) la vieja discusión acerca de
si el sobrino del emperador Domiciano, Flavio
Clemente, y su mujer Domitila fueron ejecutados o
exiliados por orden del emperador a causa de sus
tendencias judaizantes (así Dión Casslo 67, 14, 1 s.) o
si, más bien, sufrió dicha pena la sobrina, del mismo
nombre, de Flavio Clemente por haberse convertido al
Cristianismo (así Eus., Hist. ecci. 3, 18.4). Esta
discusión demuestra, cuando menos, que debe
contarse con la posibilidad de que la nueva fe, en
algunos casos aislados, se encaramaba de pronto
hasta las más altas cimas de la sociedad. En la
segunda mitad del siglo 11 se multiplican sobre
manera los testimonios en este sentido (véase también
p. 79 y ss.). La mayor parte de los antiguos cristianos
debieron de pertenecer a la pequeña burguesía
clásica. De esta clase social se reclutaron también los
“temerosos de Dios” de la misión judía (cfr. Hch 13,
43.50; 16, 14; 17, 4.17; 18, 7). Puede ser que se
ganaran ahí también miembros de las capas sociales
más altas, sobre todo mujeres. Hay que tener en
cuenta, además, que la misión paulina era una típica
misión interurbana que apenas llegaba a la población
del campo. Las capas sociales de las antiguas
ciudades tenían también entonces una posición social
más alta que los colonos incultos y explotados, y que
los campesinos medio esclavizados de los pueblos.
Para Plinio una señal de la peligrosa agresividad de la
nueva secta era que “la epidemia de esta superstición
se extendía no sólo por las ciudades, sino también por
los pueblos y el campo” (ep. 10, 96, 9). Pero hasta
bien entrado el siglo 111 esto era la excepción.
Siguiendo las huellas de Pablo, la fe cristiana -como
todas las religiones misioneras de la antigüedad- fue al
principio, prevalentemente, una religión de ciudades.
Es verdad que al relato apasionado de Plinio se le
podría oponer el juicio de Aenius Aristides, escrito una
generación más tarde. Comparando a los cristianos
con los cínicos recalca (A. Aristides) “que ni adoran a
los dioses ni se sientan en el consejo de las ciudades”
(or. 46 li, 404 Dindorf); pero esto dice escuetamente
que -hasta entrado el siglo 111- no podían asumir este
tipo de tareas a causa de los compromisos religiosos
anejos a los cargos municipales. Si nos fijamos bien,
los Hechos de los Apóstoles de San Lucas (véase
también pág. 79) aluden a cristianos aislados
procedentes de la capa social superior. Formaban
parte de ella, por ejemplo, en Corinto: Erastos, el
tesorero municipal (Rom 16, 23), Crispo, el jefe de la
sinagoga (Hch 18, 8), Estéfanas con su familia (1 Cor
1, 16; 16, 15.17), Prisca y Aquila, propietarios de un
taller industrial con filiales que no sólo dieron trabajo a
Pablo, sino que además se lo abonaron (Hch 18,
2.18.26; Rom 16, 3); en Colosas: Filemón, quien tenía
un esclavo llamado Onésimo y dirigía una “iglesia
familiar”; y en Laodicea: Nimfas (Fim 2; Col 4, 15). Se
podría prolongar esta lista y en ella no debería omitirse
la importancia de distinguidas señoras. Por regla
general, a una con el “padre de familia”, se bautizaba
toda la “casa” dependiente de él, incluidos los
esclavos. Estos nombres se mencionan porque esta
clase de cristianos distinguidos constituían con sus
“casas” puntos de apoyo para la misión; aunque, a
decir verdad, también porque, en conjunto, constituían
unas excepciones relativamente raras.
No tenemos ninguna razón para no creer a Pablo
cuando nos dice que las iglesias eran prevalentemente
pobres. Así, por ejemplo, habla de la “extrema pobreza
de las iglesias de Macedonia” (2 Cor 8, 2). Pero no les
impidió dedicarse con gran entrega a la colecta
destinada a la Iglesia madre de Jerusalén. Sin
embargo, los abusos cometidos en la cena del Señor
en Corinto (1 Cor 11, 20 ss.) demuestran que, al
menos al principio, puede ser que persistieran crasas
diferencias entre los relativamente bien acomodados y
los pobres. Algunos miembros de la comunidad
confundían abiertamente la cena del Señor con un
festín dionisíaco y se comportaban en consonancia.
Otros, entre tanto, “pasaban hambre”. Los cristianos
helenistas recién ganados de la gentilidad que venían
de aquella metrópoli y ciudad portuaria griega tenían
que aprender ante todo la responsabilidad social para
con sus hermanos más pobres. Las religiones
helenísticas, fuertemente orientadas hacia la
separación de clases sociales, desconocían esa
responsabilidad. El abogado Apuleyo, precisamente en
Corinto, tuvo que pagar cara la consagración de lsis y,
más tarde, en Roma se metió también en algunos
gastos con las consagraciones suplementarias de
Osiris. Esto le llevó al borde de la ruina económica
(Apul. met. 11, 22, 2; 23, 1; 24, 6; 28, 1 ss.). Este tipo
de prácticas era una razón y no pequeña por la que se
hacía sospechosa la expansión misionera de una
nueva religión. Contra Pablo también se formularon las
correspondientes sospechas (2 Cor 2, 17; 4, 2; 11, 13).
Esa era una de las razones por las que el Apóstol, al
revés que los misioneros de Jerusalén, renunció a ser
mantenido por la comunidad eclesial y se alimentaba
con su propio trabajo manual (1 Cor 9, 6.13 ss.; véase
también p. 48). Es verdad que en sus exhortaciones
éticas no exigía la total supresión de las diferencias en
cuestión de propiedades, sino más bien el amor
fraterno activo y eficiente (2 Cor 8, 13 ss.), es decir,
que “los bienes superfluos” de los unos ayudaran a
eliminar la “penuria” de los hermanos -por ejemplo, en
Jerusalén- para establecer la equidad (isotés). En
consecuencia, en las secciones parenéticas de sus
epístolas y, también, en otros pasajes, aparece la
invitación, ya tradicional en el Judaísmo, a la
generosidad y a la hospitalidad “Rom 12, 13) “porque
quien siembra mezquinamente, cosechará
mezquindades” y “el que da con alegría le cae bien a
Dios” (2 Cor 9, 6 s.). Los dones del amor no sólo
eliminan la necesidad de los hermanos, inducen
además a quienes los reciben a alabar agradecidos a
Dios (2 Cor 9, 12). Por el contrario, en la lista de vicios
pone San Pablo en guardia contra la codicia y la
avaricia (Rom 1, 29; 1 Cor 5, 10 s.; 6, 10; 2 Cor 9, 5
s.). La carta tardía a los Colosenses identifica sin
ambages este vicio con la idolatría (3, S).

5.3 La relativización escatológica de la


propiedad
Pablo, lo mismo que Jesús y la Iglesia primitiva de
Jerusalén, defiende por medio de la proximidad de la
Parusía la relativización de la propiedad, característica
del final de los tiempos: “El plazo es breve” (1 Cor 7,
29). Aun cuando intercala en este breve plazo entre el
presente y la Parusía la tarea de la misión que abarca
a todo el mundo de, entonces hasta España, el final
sigue estando cerca:
“La noche va muy avanzada y el día se acerca,
Desvistámonos, pues, de las obras de las
tinieblas y vistámonos de las armas de la luz”
(Rom 13, 12).
Su invitación a obedecer a los poderes estatales, que
culmina en la exhortación a estar dispuestos a pagar
los impuestos (13, 7), hay que verla también con esa
reserva escatológica. Por supuesto, todos los
creyentes han sido liberados por Cristo y reconciliados
con Dios y con sus prójimos. Ya no valen las barreras
de nación, raza, clase social y -podríamos añadir- de
la propiedad: en la Iglesia recupera el creyente la
categoría perdida de imagen de Dios. Por eso aquí:
“ya no hay judío ni griego, circuncisión ni
incircuncisión, bárbaro, escita (presunto aborigen
de la antigüedad, véase también pág. 14),
esclavo, libre, sino Cristo todo en todos” (Col 3,
11; véase también Gal 3, 28).
Resulta casi imposible censurar la fuerza
revolucionaria de estas frases en la antigüedad
clásica, fuerza capaz de instaurar una nueva sociedad.
Se habían superado barreras que hasta entonces se
habían considerado infranqueables en la sociedad
antigua. Pero cabalmente por esa razón, porque ya
son libres de verdad, no deben los esclavos
apresurarse por lograr su manumisión, tampoco deben
convertirse los paganos al Judaísmo ni viceversa. Con
ello no harían sino reconocer los viejos poderes de
este mundo, los cuales están depotenciados porque su
fin está ya a la puerta. San Pablo exhorta: “¡No os
hagáis esclavos de los hombres! Que cada uno,
hermanos, siga ante Dios en el estado en el que fue
llamado” (1. Cor 7, 23 s.).. Este principio está en vigor
en la cuestión de la propiedad:
“Sólo queda que... los que compran como si no
poseyeran, y los que disfrutan del mundo como si
no disfrutaran porque la apariencia de este
mundo se pasa” (1 Cor 7, 29 ss.).
Aquí acontece una transmutación de los valores que
hasta entonces se habían considerado evidentes. Se
logra la libertad en virtud de una “distancia” provocada
por la fe, motivada ésta por la proximidad del Señor y
del fin del mundo. La realidad que prevalece aquí y
ahora no es el sentido último propiamente dicho, ni el
poder que marca el destino del hombre. Aquí tenemos,
en cierto modo, la enseñanza paulina correspondiente
al mandato de Jesús: “No os preocupéis ... “ (véase 1
Cor 7, 32 ss. y Mt 6, 25 ss. = Lc 12, 22 s.). Después de
la promesa “el Señor está cerca”, San Pablo pone a
continuación, como un sobreentendido, la exhortación:
“Nov os preocupéis” (Fil 4, 5 s.).
Esta libertad adquirida en virtud de la “distancia” de la
fe seguía conservándose incluso cuando se debilitó la
espera próxima de la Parusía y empezó a contarse
con una -relativa- prolongación de la historia. Dicha
libertad dio a la pequeña “secta” de los cristianos la
fuerza para soportar y resistir la difamación, opresión y
persecución de la autoridad estatal romana durante los
tres primeros siglos y, también, para conquistar el
imperio romano sin violencia exterior, únicamente con
la fuerza interior de la palabra y la realidad del amor.
Pablo pudo fundamentar esta distancia desde la
presencia de la salvación: “porque nuestro derecho de
ciudadanía está en los Cielos” (Fil 3, 20)... si bien no
se manifestará hasta la Parusía: “desde la que
estamos esperando a Nuestro Señor Jesucristo como
Salvador ... “. Igualmente en Col 3, 4: “Nuestra vida
está escondida con Cristo en Dios. Cuando se
manifieste Cristo, vida nuestra, también vosotros os
manifestaréis con él en gloria”. Esto significaba, en
concreto, que el problema que tanto nos afecta a
nosotros acerca de “cómo habrá de configurarse mejor
en el futuro nuestro amenazado mundo”, formulado de
esta manera, no tenía consistencia para los primeros
cristianos. Estos no pueden proporcionarnos un
programa ético-social útil para resolver el problema de
la propiedad, tan acuciante hoy día a causa,
especialmente, de la industrialización. Prescindamos
de que nuestra sociedad industrial izada, por la técnica
a nivel mundial sólo con muchas restricciones es
comparable con la estructura prevalentemente feudal
de la antigüedad clásica tardía. Lo cierto es que los
primeros cristianos eran una minoría insignificante y,
para colmo, políticamente sospechosa. Su
comportamiento ético no podía aspirar a la reforma
social de aquel imperio romano. En medio de un
ambiente recalcitrante y aun hostil, lo más que podía
pretender era plasmar una ética eclesial animada por
el verdadero amor y humanidad... pero, al mismo
tiempo, totalmente provisional (1Cor 13, 10). En el
mejor de los casos esperaba del poder político una
tolerancia que, por cierto, no le fue otorgada hasta el
año 311 d. C. Por lo regular se creía que el poder
caería en manos del Anticristo. Este se alzaría en un
último intento contra la Iglesia. La Parusía de Cristo le
pondría fin.
6

INTENTOS DE SOLUCIÓN DEL


PROBLEMA

DE LA PROPIEDAD EN LA ÉTICA
ECLESIAL DEL CRISTIANISMO
ANTIGUO
Este subtítulo significa que la ética de la Iglesia
antigua fue exclusivamente una ética eclesial,
vinculante para la comunidad de los creyentes. Esto
puede decirse también respecto del problema de la
propiedad. Este problema -de modo análogo al de la
esclavitud- se presentó resuelto en gran parte en el
seno de la comunidad cristiana. Es dad que Pablo
remite a Onésimo, el esclavo fugado, a Filemón, su
señor cristiano. Pero pide a éste que acoja al prófugo
como a un hermano en igualdad de derechos. La
Didajé o Doctrina de los Doce Apóstoles (comienzos
del siglo 11) ordena lisa y llanamente:
“No rechaces a ningún necesitado. Usa, más
bien, todo en común con tu hermano y no digas
de nada que es tuyo” (Did 4, 8).
Esta actitud creó una nueva estructura dentro de las
iglesias cristianas que era inaudita en la antigüedad.
Los caminantes encontraban una acogida hospitalaria
(Heb 13, 2; 1 Clem 10-12). Los hábiles para trabajar
tenían un derecho al trabajo; a los que no lo eran, se
les mantenía decorosamente. Arístides, el “filósofo”
cristiano, que dirigió al emperador Adriano la primera
apología que conservamos (ca. 125 d. C.), resume en
pocas y conmovedoras palabras este nuevo
comportamiento social de los cristianos:
“Proceden con toda humildad y amabilidad. Entre
ellos no se da la mentira. Se aman mutuamente.
No desprecian a las viudas. Liberan a los
huérfanos de quienes los maltratan. Cuando ven
a un forastero, lo llevan a su casa y se alegran
con él como con un verdadero hermano. Porque
no se llaman hermanos según la carne, sino en el
Espíritu y en Dios. Cuando uno de sus hermanos
se despide de este mundo, se encargan, dentro
de sus posibilidades, de enterrarle. En cuanto
oyen que uno de ellos está preso o en apuros por
causa del nombre de su Cristo, todos se
preocupan de darle lo necesario y, si pueden, de
liberarlo. Y si hay entre, ellos algún pobre o
necesitado, y ellos no tienen ninguna necesidad
superflua, ayunan dos o tres días para cubrir la
necesidad de alimento del necesitado” (15, 7 s.).
Las Pseudoclementinas, esa especie de novela citada
antes (pág. 9) (ep. Clem. 8, 6 GCS 42, 12), formula
algo así como un programa social para la Iglesia:
“Dad a los necesitados la ocasión de adquirir el sustento
vital necesario, a los trabajadores expertos dadles trabajo, a
los inhábiles para el trabajo, una pensión caritativa”.
Para San Cipriano, obispo y mártir en Cartago (+ 258
d. C.) era una cosa natural que la Iglesia sustentara a
sus expensas en caso de necesidad a un actor de
teatro quien, al hacerse cristiano, había abandonado
su trabajo y tenía prohibido ganarse su sustento como
maestro de arte dramático, oficio tan vinculado
siempre con la mitología pagana. Pero con una
acotación significativa:
“tiene que contentarse, por supuesto, con una
comida modesta y sencilla. No se imagine que se
le va a pagar todavía una prima por haber dejado
sus pecados pues esto le beneficia a él más que
a nosotros. Por grande que fuera la ganancia que
lograra con su trabajo, ¿qué ganancia es esa que
arranca a los hombres de la mesa de Abraham,
lsaac y Jacob y los ceba en el mundo para su
condenación y perdición ... ?”. En caso de que la
iglesia a la que escribe fuera demasiado pobre
“entonces, puede dirigirse a nosotros (en
Cartago) y recibir aquí lo que necesita para
alimentarse y vestirse” (ep. 2, 2).
La iglesia de Roma, hacia el año 200 d. C., mantenía
habitualmente 1.500 desamparados. En contraste con
este dato contaba sólo con 100 clérigos (Eus., hist,
ecci. 6, 43, 11). Unos 80 años antes, Dionisio, el
obispo de Corinto, confirmaba ya que esta
generosidad de la iglesia de Roma no se limitaba a
sus propios pobres; desbordaba ampliamente los
límites de Roma:
“Desde el principio teníais la costumbre de ayudar
a todos los hermanos de muchas maneras y de
enviar pensiones a muchas iglesias en todas las
ciudades. Por medio de estas donaciones que
habéis enviado desde tiempo inmemorial, habéis
aliviado la pobreza de los necesitados y ayudado
a los hermanos que viven en las minas (como
trabajadores forzados del Estado)” (Eus., hist.
ecci. 4, 23, 10).
Probablemente alude a esta costumbre romana San
Ignacio de Antioquía (ca. 116 d, C.) cuando llama a la
iglesia romana “presidente en el amor” (Rom. proem.).
Este tradicional altruismo tan variado y eficaz de los
cristianos romanos de los siglos 11 y 111 no podría
explicarse simplemente Por motivos políticos de
autoridad eclesiástica. Ahí late la auténtica solidaridad
de la fe cristiana. A este altruismo respondía la
sencillez de espíritu de los clérigos. Orígenes, citando
1 Cor 9, 14, podía recalcar el derecho de los clérigos
al sustento, pero añadiendo, al mismo tiempo, que no
podían exigir más de lo estrictamente necesario, es
decir, no más de lo que recibían los pobres para que a
éstos no les fuera sustraído nada (Harnack, Mission 1,
182 s.).
En casos catastrofales el altruismo no tenía límites.
Cuando los bárbaros nómadas devastaron Numidia y
secuestraron a muchos cristianos el año 253 d. C.,
San Cipriano sólo en Cartago -una iglesia no
demasiado numerosa en la que San Cipriano podía
afirmar que conocía todavía a todos sus miembros-
recaudó espontáneamente 100.000 sextercios para los
afectados (ep. 62). Resultados parecidos en
generosidad -Incluso para los paganos- se nos
cuentan también en casos de epidemias de peste en
Cartago, Alejandría y otros lugares (Harnack, Mission
1, 195). Esta solicitud altruista y magnánima se hizo
más eficiente cuando el imperio romano, en la
segunda mitad del siglo li, cayó en una especie de
crisis cada vez más grave y que alcanzó su punto
culminante a mitades del siglo III. Todavía en el siglo
IV, Juliano el Apóstata (361-363), emperador hostil al
Cristianismo, recuerda a Arsaquio, sumo sacerdote
pagano de Galicia, “que los ateos galifeos, además de
los suyos, alimentan también a nuestros pobres”,
mientras los cultos paganos cuya renovación tanto
incumbe a los gobernantes, fallan por completo en la
asistencia a los pobres (ep. 84; p. 430 d. Bidez). Así
eliminaban las iglesias cristianas antiguas la falta total
de recursos dentro de la propia comunidad y hacían, al
mismo tiempo, sobre los de fuera una labor de
captación ya que este tipo de asistencia indiscriminada
era extraña al mundo pagano.
Ahora bien, la verdadera comunidad de bienes ya no
desempeñaba ninguna función decisiva en las iglesias.
Como ya hemos dicho, resultaba imposible sin una
organización coercitiva. Sólo algunos foráneos
ensalzaban la exigencia radical de comunidad de
bienes. Así, por ejemplo, el gnóstico Epífanes, hijo de
Carpócrates, el fundador de la secta, apelando a la
vez a la doctrina filosófica de derecho natural y a la
libertad paulina, exigía una total equidad de
posesiones, pues:
“la justicia de Dios es una especie de consorcio
basado en la equidad... Ya que no hace diferencia
entre ricos y pobres”. En cambio las leyes
humanas particulares contradicen al mandato
divino: “como las leyes no podían castigar la
ignorancia humana, enseñaron a transgredir la
ley (de Dios)”; una tesis que el autor la
fundamenta en Rom 7, 7 (Ciem. Alex., strom. 111,
6, l).
Fiel a la utopía clásica defendía también el uso
comunitario de las mujeres: la propiedad vino a ser un
robo, el consorcio matrimonial exclusivo, un adulterio.
Pero este paulinismo gnóstico propio de un intelectual
alejandrino, muerto presumiblemente a sus 17 años,
quedó totalmente estéril. Resultó interesante
solamente para los Padres antignósticos. Sobre
fundamentos totalmente distintos resurge entonces la
comunidad de bienes en el monaquismo cenobítico de
Egipto, durante la primera mitad del siglo I. Aquí
recobra nueva vida la crítica radical contra el
“Mammon injusto” de los Evangelios. Sigue siendo
cuestionable si, junto a los Evangelios, tuvieron
importancia otros influjos, como el recuerdo de la secta
judía de los Terapeutas, un equivalente egipcio de los
esenios de Palestina. La nota característica de estos
cenobios es que no fueron posibles más que cuando
los individuos se sometían con perfecta obediencia al
Abad o al convento.
Aun cuando las iglesias cristianas trataron así de
resolver en la propia jurisdicción el “problema social”
de una manera excepcional y única para la
antigüedad, quedó sin respuesta la pregunta en torno
a la justicia o injusticia de la propiedad que excede lo
estrictamente necesario, es decir, el problema acerca
de la posibilidad de conciliar la riqueza con la
existencia cristiana.
La respuesta no iba en una, sino en diversas
direcciones. Nos ceñiremos seguidamente a tres
aspectos: La crítica radical de la propiedad, el motivo
ascético-filosófico de la autarquía y el compromiso de
la compensación efectiva.

LA CRITICA DE LA PROPIEDAD EN
EL CRISTIANISMO APOCALÍPTICO
Y EN SU TRADICIÓN
7.1 El influjo de la polémica
estrictamente apocalíptica
Ante todo, aquellas iglesias que mantuvieron la
tradición del judeo-cristianismo palestino de carácter
apocalíptico condenaron la riqueza de una forma un
tanto severa. Así, la carta de Santiago denuncia
enérgicamente el hecho de que el rico distinguido
reciba en la asamblea de la Iglesia un puesto de
preferencia por delante del pobre, pues:
“ ¿No escogió Dios a los pobres del mundo para
hacerles ricos en la fe y en la herencia del Reino
... ? ¿No son acaso los ricos los que os oprimen y
os arrastran a los tribunales? ¿No son ellos los
que ultrajan al excelso Nombre que ha sido
invocado sobre vosotros?” (Sant 2, 5-7).
En consonancia con esto lanza el autor una
lamentación contra los ricos que evoca la polémica de
los profetas y apocalípticos judíos:
Y vosotros, los ricos, llorad a gritos por las calamidades que
se os vienen encima. Vuestra riqueza está podrida y
vuestros vestidos apolillados; vuestro oro y vuestra plata
están comidos por la herrumbre; y su herrumbre servirá de
testimonio contra vosotros y devorará vuestras carnes
como fuego...
Mirad, el salario que habéis escatimado a los
obreros que segaron vuestros campos clama
contra vosotros, y los gritos de los segadores han
llegado hasta los oídos del Señor de los ejércitos.
Habéis vivido regaladamente en la tierra, os
habéis entregado a los placeres; habéis cebado
vuestros corazones... ¡en el día de la matanza!
Habéis condenado y habéis matado al justo, sin
que él os opusiera resistencia” (Sant 5, 1-6).
Estos versículos expresan de la misma manera la
represión y la sublevación del pueblo sencillo del
campesinado palestino. Esto demuestra que el
Cristianismo primitivo era también entre otras cosas,
un movimiento crítico social... si bien ¿o acudió a la
autodefensa revolucionaria, sino que emplazaba a los
opresores al juicio de Dios.
Encontramos también tonos parecidos en el
Apocalipsis de Juan. El vidente desterrado a
Patmos “por causa del testimonio sobre Jesús”
(1, 9) contempla la última escalada de
irreligiosidad del imperio romano en el dominio
del Anticristo, el cual persigue implacablemente a
la Iglesia hasta el boicot económico (13, 16 s.).
Con ardiente colorido describe la caída de la
prostituta Babilonia, que asienta su trono sobre
las siete colinas, o sea, Roma, la capital del
mundo. Su caída significa, al mismo tiempo, el
final de un Reino inconcebible. En ella se puede
percibir claramente el desprecio por el “consumo
ostentoso”:
“y los comerciantes de la tierra llorarán y harán
duelo sobre ella, porque ya nadie compra su
mercancía, su mercancía de oro , plata, piedras
preciosas, perlas, lino, púrpura, seda escarlata,
toda clase de maderas olorosas, toda clase de
objetos de marfil, de madera preciosa, de bronce,
de hierro y de mármol; canela, aromas, perfumes,
mirra, incienso, vino, aceite, harina, trigo, bestias
de carga, ovejas, caballos, carros, esclavos...
(Apoc 18, 10 ss.).
“Los comerciantes de estas cosas, los que se
enriquecieron con ella, se detendrán a lo lejos,
por miedo a tu tormento: llorarán y se lamentarán
diciendo: ¡ay, ay de la gran ciudad, la que vestía
de lino... ! ¡En una hora ha quedado arruinada
tanta riqueza!” (Apoc 18, 15-17).
El juicio de Dios trae la aniquilación de la civilización
glotona de esta metrópoli dominadora del mundo:
“ Porque tus comerciantes eran los magnates de la tierra.
Porque con tu embrujo se extraviaron todas las naciones. Y
en ella se halló sangre de profetas y de santos y de todos
los sacrificados sobre la tierra” (Apoc 18, 23 s.).
La enconada repulsa de la riqueza y del lujo se une en
estos textos a la inflexible postura frontal contra el
poder del mundo empeñado, por medio de la
persecución cruenta, en forzar a los cristianos a
reconocer su ideología pseudo religiosa de dominio:
“Se pronunciará pena de muerte contra el mundo del
capitalismo romano y contra su Estado” (v. Pohimann,
Geschichte 1', 492). No se puede pasar por alto el tono
agresivo que late en estos textos, la alegría ante la
esperada aniquilación del enemigo. En este punto
estaba íntimamente unida todavía la esperanza
popular del Cristianismo antiguo con las expectativas
de la Apocalíptica judía. Esta esperaba la caída de la “
soberanía irreligiosa” hasta en las oraciones oficiales
judías. Las descripciones apocalípticas de los infiernos
se deleitaban también en el tormento de los ricos
inmisericordes e impíos (Apoc. Petr. 30; Act. Thom. 56;
2 Sib 252 ss.; véase Le 16, 23 ss.). La c contrarréplica
“ de la propia esperanza presentaba rasgos
plenamente realistas y paradisíacos. En la Sibila judío
cristiana, por ejemplo, se juntaban motivos
apocalípticos con el sueño de la edad de oro (véase
también p. 13 y ss.):
“Brotan fuentes de vino y de leche y fluida miel.
La tierra es igual para todos, y no dividida en
compartimentos con muros y barreras; entonces
produce frutos en mayor abundancia aún, y sólo
por sí misma. La vida es común en un reino sin
amos. Pues allí ya no habrá mendigos, ni siervos,
ni amos. Tampoco habrá ningún poderoso y
grande, ni ningún pequeño. No habrá allí ni reyes
ni jefes. Todos viven en común” (Sib 2, 318-324).
Soñar con “Iiberarse de los amos” tampoco es un
invento humano.

7.2 La crítica radical de la riqueza en la


Iglesia
También en el seno de la iglesia siguió siendo una
piedra de escándalo la propiedad en cantidad superior
al término medio. En el Apocalipsis de Hermas (vis.
111, 6, 5-7). compuesto durante la primera mitad del
siglo 11 en Roma, el autor compara a los ricos de la
Iglesia con cantos rodados, que no valen para la
edificación de la Iglesia:
“Cuando llega la contrariedad, niegan a su Señor por causa
de su riqueza y de sus negocios”. A la pregunta de Hermas:
“Pues, ¿cuándo serán útiles para, la construcción?”,
responde: “Cuando su riqueza, que es su alegría, les sea
“arrancada”... entonces serán útiles para Dios. Pues del
mismo modo que el canto rodado no puede ser de forma
cúbica s ni es desbastado y pierde algo de su redondez, así
también los ricos de este mundo no pueden resultar útiles
para su Señor, si no se les arranca su riqueza”.
El autor en persona, que era un pequeño comerciante
en Roma y llamaba suyos a algunos bienes, es
considerado en este escrito como “rico”; sus negocios
le apartaban de Dios (vis. 11 3, 1, véase 111 6, 7).
Pues “la riqueza hace ciego y romo para la verdad”, si
bien no induce necesariamente a la apostasía total: de
aquí que deba “ser cortada” (sim IX 30, 4-31, 2).
En el escrito apócrifo “Los Hechos de Pedro y de los
Doce Apóstoles”, hallado en Nag Hammadi y
publicados por vez primera recentísimamente (M.
Krause y P. Labib, Gnost. u. Hermet. Schriften aus
Cod. 11 und Cod. VI, 107 ss. mira THLZ 98, 1973, 13
ss.), son enviados Pedro y los, Doce para salvar a los
hombres; pero no deben entablar contacto “con los
ricos de la ciudad”, los cuales no preguntan por Cristo
“sino que se recrean en su riqueza y en el desprecio
de los hombres” . Porque la preferencia de los ricos:
en la iglesia sólo produjo pecado y seducción (pp. 11
s.).
Tales declaraciones críticas se podrían multiplicar a
discreción leyendo, por ejemplo, al rigorista Tertuliano
quien no dudó en llamar a Dios “despreciador de los
ricos y abogado de los pobres” (adv. Marc. 4, 15).
Cristo fue personalmente muy pobre y “declara
siempre inocentes a los pobres y condena a priori a los
ricos” (de pat. 7, 2 s.). A las matronas ricas, esclavas
del lujo, las iglesias les parecen despreciables y
pequeñas: “Es difícil encontrar a una rica en la casa de
Dios”. No es que Tertuliano niegue que la hubiera (ad
ux. 2, 8, 3, véase también p. 78). La crítica social está
en consonancia con la conciencia cristiana del
apologeta Tertuliano:
“Mientras entre las familias paganas, se acabó por lo
regular la fraternidad” en cuanto anda de por medio el
patrimonio familiar, “nosotros no tenemos ningún
reparo en hacernos mutuamente partícipes de
nuestros bienes porque somos uno en corazón y alma.
Todo es común entre nosotros... menos las mujeres”
(apol. 39, 10 s., véase la carta de Diognetes 5, 7).
Sin embargo, las colectas litúrgicas descritas más
adelante (pág. 84) demuestran que ni siquiera en el
caso de Tertuliano puede ya suponerse una auténtica
“comunidad de bienes”. La severidad con que fustiga
el lujo y el afán de placer y de cosmética demuestra
bien a las claras que estos vicios hacían ya acto de
presencia en la Iglesia cristiana de Cartago hacia el
año 200.
Poco más tarde el apologeta Minutius Felix
fundamenta el desprecio de los cristianos por la
riqueza casi del mismo modo que un filósofo cínico
(36, 5 s.):
“Poseemos todo cuando no codiciamos nada. Del mismo
modo que es más feliz el que alivia el peso de su viaje con
la pobreza y no tiene que jadear bajo el peso de la riqueza”.
Es verdad que podríamos pedir riquezas a Díos, si las
consideráramos útiles. Aquel, en cuyas manos está todo,
podría hacer fácilmente que nos tocara un poco. Pero
nosotros preferimos despreciar que acumular los tesoros,
nosotros aspiramos más a la inocencia, nos esforzamos
más por la paciencia, preferimos ser buenos que ricos”.

7.3 El motivo ascético


En el desarrollo ulterior de la Iglesia había de adquirir
una importancia siempre creciente el motivo ascético
en la renuncia a la riqueza. A propósito del mismísimo
Orígenes, el mayor teólogo de la Iglesia antigua,
cuenta Eusebio que, hasta bastante entrado en años,
vivió en la más extrema pobreza personal (hist. eccl. 6,
3). Ya en el siglo 11 d. C. había en Siria ascetas
itinerantes sin bienes de fortuna. Los encontramos
mencionados en la Didajé de los Apóstoles (11, 5 ss.).
Con mayor fuerza aún aparece el ideal de pobreza de
carácter ascético en las Actas apócrifas de Tomás,
procedentes de la iglesia de Siria a comienzos del
siglo III.
Tomás, el hermano (gemelo) de Jesús, “come sólo pan
con sal, su bebida es agua, y lleva (solo) un vestido...
no acepta nada de nadie y lo que tiene lo da a los
demás” (c. 20, Hennecke-Schneemelcher, p. 316
véase cc. 62, 96, 136, pp. 334, 345, 360). Dios lo
introdujo “en la pobreza del mundo y le invitó (así) a la
verdadera riqueza”. Por mandato de Dios, se hace
“pobre, necesitado, forastero, esclavo, despreciado,
encarcelado, hambriento, sediento, desnudo y
fatigado” (e. 114 s., p. 164). El motivo de la radical
imitatio Christi se toca aquí con las manos. Pues ya
Cristo engañó a los demonios gracias a “su horrible
figura y a su pobreza y necesidad “ (c. 45, p. 327,
véase c. 47, p. 328). El sermón de Tomás contra la
codicia, la riqueza y la gula está totalmente orientado
hacia la predicación de Jesús en la que prohibía, por
ejemplo, preocuparse. Pero, al mismo tiempo, contiene
un rasgo que no está en el mensaje de Jesús. “La
riqueza que se deja aquí y las posesiones que
(proceden de la tierra y) envejecen sirven para
mantenimiento exclusivo del cuerpo”, es decir, atan al
hombre a la materia perecedera (c. 37, p. 324, véase
c. 117, p. 354).
Por eso la continencia sexual aparece más en el
primer plano de la predicación del apóstol. En realidad
no exige radicalmente la renuncia total a- los bienes (c.
60.100, pp. 33, 347, sino obras de misericordia; c. 66,
pp. 335 s., véase cc. 83-85, pp. 342 s.). .Sólo el
apóstol personalmente está desprovisto de bienes. En
las iglesias recién fundadas organiza, entre otras
cosas, una asistencia social para los pobres,
administrada por los diáconos (c. 59, p. 333). Se
recalca expresamente que “muchos encontrarán la fe,
incluso entre las gentes más distinguidas” (c. 164, p.
371). No es casual que pudiera llegar a ser presbítero
y dirigente de una iglesia el funcionario de más alto
rango una vez convertido o el militar de altísima
graduación que puso su casa a disposición del apóstol
(cc. 131, 170, pp. 359, 372).
Esta extraña obra revela una situación de escisión en
las iglesias. La renuncia radical a las posesiones va
dirigida a los predicadores o a unos pocos perfectos
que viven la imitatio Christi. En cambio, la iglesia a la
que pertenecen también muchos adinerados está
invitada al menosprecio de la riqueza y a la
generosidad con los pobres. Así demuestran que no
forman parte del mundo material perecedero, sino de
la soberanía invisible de Cristo. La exigencia de Cristo
se entendía radicalmente y se interpretaba
dualísticamente. Pero ya no se aplicaba a todos los
cristianos, sino a algunos ascetas prominentes.
Desde fines del siglo III nos encontramos en Egipto
con el fenómeno de los eremitas cristianos. Pocos
años después, en gran parte por influjo de San
Pacomio, nacen las primeras comunidades de monjes
conventuales. Como resultado, surgieron nuevas
posibilidades de hacer realidad la renuncia y la
comunidad de bienes. Junto al viejo ideal ascético de
“imitar la vida angélica”, que tuvo ya modelos esenios,
seguía surtiendo efectos de formas variadas el motivo
social de ayudar a los pobres y enfermos (Nagel,
Askeses, 34 ss.; 75 ss.). Casi por el mismo tiempo, y
debido probablemente a una cierta necesidad histórica
no siempre beneficiosa para la Cristiandad, el imperio
y la Iglesia se aliaron entre sí más y más. Entonces el
monaquismo creó una nueva forma de vida con el fin
de hacer realidad en la Iglesia del imperio y a veces
contra ella aquella distancia crítica respecto del mundo
y, particularmente, respecto de la propiedad que exige
la fe. La predicación, socialmente crítica de los santos
Padres de la Iglesia, Basilio, Gregorio de Nazianzo,
Juan Crisóstomo y Ambrosio de Milán y su énfasis en
la responsabilidad social de la propiedad habrían sido
inconcebibles sin este nuevo ideal ascético del
monaquismo.

8.1 Pablo y el influjo de la filosofía


popular
Aludiendo a la ascesis ya hemos introducido un motivo
ulterior de la crítica contra la propiedad privada en el
antiguo Cristianismo. Se trata de la exigencia de la
libertad interior. Ya Pablo defendía esta tesis:
“Todo me está permitido; pero no todo me
conviene Todo me está permitido; pero no me
tengo que dejar dominar por nada” (1 Cor 6, 12).
Por eso justamente recalca -casi como un filósofo
cínico peripatético- su autarquía:
“Ya he aprendido a tener bastante con lo que
tengo (autárkes einai). Sé vivir pobremente y sé
vivir holgadamente. Estoy entrenado a todo y en
todo: a estar saciado y a pasar hambre, a tener
abundancia y a tener necesidad” (Fil 4, 11 s.).
Probablemente esta acentuación de la “autarquía”
(autarkeía, véase página 19) sirve de lazo de unión
entre el Ideal sapiencia¡ judío y la idea de la filosofía
popular griega. Simeón ben Zoma (ca. 100 d. C.) daba
las siguientes definiciones según Pirqe Abot 4, 1:
“¿Quién es fuerte? El que domina sus pasiones
(yezer)... ¿Quién es rico? El que se contenta con
su porción. Como está dicho (Ps 128, 2): “Si vives
del producto del trabajo de tus manos, serás
dichoso y te irá bien”. La literatura legendaria
rabínica ponía estas palabras en boca de los
ancianos de las tierras del Sur en su diálogo con
Alejandro Magno (Tamid 32a). Es comparable a la
famosa respuesta de Diógenes el Cínico a la
oferta del mismo monarca: “¡Pídeme lo que
quieras! -¡No me quites el sol!” (Diog Laert. 6, 38).
Sin embargo, entre Pablo y el ideal filosófico media
una diferencia esencial. El primero que formuló la
frase: “el sabio que sea autárquico” fue Antístenes,
discípulo de Sócrates y maestro de Diógenes (Diog
Laert. 6, 1 l). Siguiendo sus pisadas, había de ser el
cínico Crates quien, más tarde, recitando la fórmula de
manumisión de esclavos, se liberó de la esclavitud que
le ataba a su propia fortuna y la regaló toda (M.
Hengel, Seguimiento y Carisma, Sal Terrae, p. 28).
Este ideal ascético de la autarquía total se atribuía a
Sócrates. Jenofonte, hombre conservador y bien
situado entre la nobleza campesina, elogia en su
maestro que “vivía en plena autarquía (autarkéstata)
con los recursos más modestos y era sumamente
recatado (enkratéstaton) frente a todos los placeres
(hedonai)” (Mem. 1, 2, 14). Por eso pone en boca de
Sócrates esta confesión: “Yo creo que es algo divino
no codiciar nada, y que cuando más cerca está uno de
la divinidad es cuando uno necesita de menos cosas”
(1, 6, 10). Tal sentencia bien pudiera proceder de un
monje del siglo IV d. C. La ruptura radical con todos
los bienes palpable en esta sentencia sirvió para que
el filósofo, guiado exclusivamente por su razón, se
autorrealizara de modo autónomo. Ahora bien, el logro
de la libertad no era para Pablo y el Cristianismo
antiguo una meta en sí misma. La libertad era para
servir a la causa de Dios, a la predicación del
Evangelio y también para servir al prójimo.
Es muy posible francamente que el “verdadero
Sócrates, el histórico” estuviera más cerca de la
consigna paulina “libertad para servir” que el ideal
filosófico. En su Apología, escrita por Platón, confiesa
el mismo Sócrates que el Dios de Delfos le había
ordenado llevar a los hombres al conocimiento de que
no son sabios. “Y por esta ocupación no he tenido
tiempo de realizar ningún asunto de la ciudad digno de
citar ni tampoco mío particular, sino que me encuentro
en gran pobreza a causa del servicio del dios” (Trad. J.
Calonge, en: Bibi. Clásica Gredos, Madrid, 1981, p.
157 s.).
Taciano, apologeta cristiano y asceta discutible, es del
todo consecuente desde su punto de vista cuando
niega a los filósofos paganos el derecho a la
“autarquía”.
“¿Cuál de vuestros importantísimos filósofos ha
podido evitar la charlatanería? Diógenes, famoso
por su tonel, se jactaba de su autarquía. Por su
gula murió de un doloroso cólico miserere
después de comer un pulpo crudo. Arístipo, el
filósofo del manto de púrpura, era un libertino
santurrón. Platón, con toda su sabiduría del
mundo, fue vendido por Dionisio (11 de Siracusa)
a causa de su lujuria” (or. ad Graec. 2, 1 ss.). “Ya
que vosotros sois predicadores del desprecio a la
muerte y de la práctica de la autarquía y no tenéis
ni idea de estas cosas, dejaos instruir por
nosotros que somos expertos. Porque vuestros
filósofos saben tan poca cosa de ascética que
algunos cobran del emperador romano 600
monedas de oro al año por una nadería, para no
necesitar luego ni siquiera dejarse crecer gratis
su flamante barba” (19, 1 s.).
Hasta el gran Aristóteles “quien en su ignorancia
define la felicidad como aquello en lo que él encuentra
placer” y, consecuentemente, niega la “felicidad a
quienes les falla la belleza, la riqueza, la fuerza
corporal y la sangre noble”, no pudo menos de
antojársele estúpido: “y estos tipos se ponen a
filosofar!”. En su armonía de los cuatro Evangelios -el
Diatessaron- introdujo probablemente una sentencia
apócrifa de Jesús que estaba en boga en la iglesia
siria:
“No toméis nada de nadie y no adquiráis nada en
el mundo” (Resch, Apraphal. No 171, págs. 198
s., véase pág. 66).
Pero, precisamente en el terreno de la ética, no se
podía mantener el vínculo con la filosofía tradicional.
Hacía tiempo que se habían echado ya las bases para
ello. Nos ofrecen un bello ejemplo los Proverbios de
Sextus, compuestos, a fines del siglo II. Su intención
fue “acoger la sabiduría moral de los filósofos griegos
bajo las alas de la Iglesia, a la que compete toda
verdad” (H. Chadwick, The Sentences of Sextus, 160).
Aquí tenemos la exhortación lapidaria: “Ejercita la
autarquía” (autárkeian áskei).
Otro proverbio trae la fundamentación: “El sabio
desprendido de todo es semejante a Dios” porque
“Dios no necesita de ninguna cosa, y el creyente sólo
necesita de Dios” (Prov. 98.18.49). “Venir a ser igual a
Dios” es el ideal fundamental socrático-p latón¡ co que
aquí aflora y tiene su correspondiente en un proverbio
de sabiduría presumiblemente pitagórico:
“El que se basta a sí mismo, el que es sabio y
desprendido de todo vive realmente de modo
semejante a Dios. Ese tal sostiene también que la
mayor riqueza es no necesitar nada de nada,
incluso de las cosas más necesarias a la
naturaleza. Porque la adquisición de bienes no
deja nunca descansar el apetito en paz. Para
llevar una vida buena basta con renunciar a obrar
el mal” (30, Chadwick, p. 87).
Aquí se une la idea de “venir a ser semejante a Dios”
con algunas exigencias del sermón de la montaña
(véase Mt 5, 48), como, por ejemplo, con aquello de:
“al que te pida, dale” (5, 42). Sextus dice a este
propósito:
“Si uno te toma de los bienes que tienes de este
mundo, ¡no te enfades! “Déjaselo todo al que te lo
lleva, menos la libertad” (Prov. 15, p. 17).

8.2 El aburguesamiento del ideal


En las cartas deuteropaulinas llamadas pastorales,
compuestas a fines del siglo ¡,también aparece este
motivo de la autarquía, aunque revestido de una forma
no-ascética. Y por cierto, en la discusión con las falsas
doctrinas gnósticas. Estas:
“se han desviado de la verdad y creen que la espiritualidad
es un negocio lucrativo”.
El autor prosigue entonces:
“Y sí es un negocio la espiritualidad,- pero para
el que se contenta con lo que tiene (metá
autarkeías). Nada trajimos a este mundo, y nada
podremos llevarnos de él. Contentémonos, pues,
con tener qué comer y con qué vestirnos. Los que
quieren enriquecerse caen en tentaciones, en
lazos, en muchas codicias insensatas y
perniciosas que hunden a los hombres en la
catástrofe y en la perdición” (1Tim 6, 6-9).
También aquí se toca con las manos el trasfondo
filosófico-popular. la libertad frente a las posesiones,
manifestada en la autarquía, no está tanto al servicio
de una meta positiva -como podía ser el Evangelio-
cuanto para defenderse de los deseos nocivos. Lo
mismo puede hallarse entre los adversarios gnósticos
del autor a Timoteo. En la terminología estoico-cínica
se hablaría aquí de las “pasiones”. Pero se echa de
menos toda clase de rigorismo ascético. Al individuo le
compete una medida moderada de propiedad privada,
la necesaria para la vida. Esto implica el rechazo
consciente de una ascesis radical y apunta a un cierto
aburguesamiento -históricamente inevitable- en la
Iglesia cristiana antigua. Este concepto al que gusta
hoy día apostillar con connotaciones negativas, no
debemos usarlo aquí en sentido despectivo. Más aún,
cabría preguntarse hoy día si la fase “burguesa” de
nuestra historia no habrá aportado el “mayor proceso
de aprendizaje” en lo que afecta a una mayor
“tolerancia” y “humanidad” e incluso a una
compensación entre las clases sociales. El
Cristianismo antiguo fue básicamente desde el
principio un movimiento “pequeño burgués”. Ahí
radicaba justamente su fuerza, Porque en la forma
histórica lograda en aquel entonces la Iglesia cristiana
cobró una estabilidad interna especial, así como fuerza
misionera, responsabilidad social hasta más allá de
sus fronteras y coraje para resistir a la persecución
oficial del Estado. No es nada casual que en el Pastor
de Hermas, aún en muchos detalles a las cartas
pastorales, vuelva a aflorar asimismo la exigencia de
tener que contentarse, como peregrinos en este
mundo, con los “ingresos suficientes” (autarkeía) (Sim.
1, 6, véase mand. VI, 2, 3). En cambio, Dios ha dado
la riqueza para usarla en servicio de los pobres (Sim.
1, 6, 8 ss.). Así se realiza a la vez un justo intercambio.
El rico es un pobre a los ojos de Dios. Su oración no
tiene ninguna eficacia. Pero apoya al pobre con todo lo
que posee. El pobre, por su parte, reza por él:
“Así tienen parte los dos en la obra justa...
Bienaventurados los que tienen bienes y llegan a
comprender que su riqueza viene de Dios.
Porque el que llega a comprender esto, está en
situación de rendir un servicio” (Sim. li, 5-10).
Estas explicaciones tan llanas sugieren la solución que
debió de encontrar el problema de la pobreza y de la
riqueza en la Iglesia del siglo ¡l. Era una solución de
compromiso. Por una parte, se mantiene la rígida
condenación tradicional de los ricos, pero dándoles la
oportunidad de tomar parte en la salvación si vivían
con autarquía y distribuían generosamente sus bienes
entre los pobres de la Iglesia. En esta dirección va
también la solución que anhelaba Clemente de
Alejandría, formado desigualmente en filosofía y en
teología, en su escrito “¿Qué rico puede salvarse?”.
También Clemente sabe estimar en mucho la
“autarquía” como “arma de la justicia”, pues la
autarquía es:
“una conducta que se contenta con lo necesario y
consigue por su propia virtud lo que ayuda a
alcanzar la vida feliz” (paed. 2, 128, 2, véase 1,
98, 4; Strom. 3, 89; 6, 24, 8 y véase también pág.
87 y sigs.).
Lo que acabamos de exponer prueba que el camino
que apuntaba al futuro no era una condena por
principio de la propiedad, sobre todo siendo como eran
muy difusos los límites entre pobreza, posesión
autárquica de lo necesario y “riqueza” relativa. Pero
ese camino tampoco llevaba a la “autarquía”
individualista del sabio, sino a un intento de
compensación efectiva constante. Al que no quería
abordar esta solución de compromiso con el “Mammon
injusto” le quedaba siempre la posibilidad de elegir el
camino de la ascesis rigurosa. Hay aquí tres puntos de
vista a considerar:

9.1 La valoración positiva del trabajo


manual y de la adquisición moderada
de bienes
El Cristianismo, al menos prevalentemente, no
reclutaba sus adeptos entre el “proletariado
harapiento” de la antigüedad clásica que vivía en paro
o de jornales ocasionales. Tampoco lo hacía entre los
esclavos, una clase social coartada legalmente. El
Cristianismo no era una religión de esclavos. Los
sacaba de la “pequeña burguesía” compuesta de
trabajadores manuales, pequeños Industriales y
campesinos que tenían a gala el trabajo manual
honrado (véase también pág. 48 y sigs.). Celso, en su
polémica, habla despectivamente de los “trabajadores
de la lana, zapateros, bataneros... hombres totalmente
incultos y rústicos” que pretenden enseñar a los
demás (e. Cels. 3, 55); ahí está al habla la soberbia de
los antiguos intelectuales que despreciaban el trabajo
manual. El riguroso Tertuliano que, personalmente,
hubiera prohibido con sumo gusto los oficios
mínimamente relacionados con cultos paganos
apologiza solemnemente:
“Somos hombres que convivimos con vosotros;
nos servimos de la misma alimentación, vestido,
habitación; tenemos las mismas necesidades
vitales. No, no somos brahmanes o gimnosofistas
indios, ni habitantes de los bosques ni desertores
de la vida. Pensamos que debemos dar gracias a
Dios nuestro Señor y Creador; no rechazamos el
uso de ninguno de sus dones. Con todo,
ejercitamos la moderación para no aprovecharnos
en exceso o de manera equivocada. Así se
explica que no convivimos con vosotros en este
mundo sin vuestro foro, vuestro mercado,
vuestros baños, bazares, talleres, posadas, ferias
y demás centros comerciales. También vamos
con vosotros al mar, somos como vuestros
soldados y campesinos, y promovemos el
comercio como vosotros; nuestras capacidades,
nuestros productos los ponemos a vuestra entera
disposición” (Apol 43).
En su escrito sobre la idolatría enumera los oficios
que, en su opinión, no son apropiados para un
cristiano. Forman parte de ellos los artistas de toda
clase que construyen ídolos y templos, los magos y
astrólogos, pero también los maestros y científicos,
puesto que transmiten de alguna manera el
conocimiento de la mitología pagana. Más aún, incluso
el comerciante es sospechoso que maneja accesorios
del culto idolátrico y se entrega al dinero engañoso”
(de idol. 8-1 l). Se puede observar aquí un poquito de
aquella “gran renuncia” característica del antiguo
Cristianismo. Pero, a la vez, está pidiendo también la
palabra el sobrio sentido práctico del abogado de
Cartago. A la objeción de que también los artistas
tienen que ganarse de algún modo su sustento,
contesta así:
“El estucador entiende también de arreglar
techos, llevar a cabo trabajos de revoque, pulir
cisternas, construir arcos de medio punto y
cornisas y, dejados de lado los ídolos, tapizar las
paredes con muchos otros adornos. También los
pintores, escultores en mármol y bronce y
grabadores saben muy bien dar una aplicación
mucho más amplia a sus habilidades artísticas. El
que dibuja un ídolo, puede más fácilmente pintar
una mesa. El que talla un Marte de madera de
tilo, mucho más fácilmente ensamblará un
armario... la única diferencia está en el precio y
en los honorarios. Pero la pérdida sufrida en la
menor ganancia quedará indemnizada por la más
frecuente repetición de los mismos actos. Son
raras las veces en que se encargan figuras de
dioses para las paredes o se construyen templos
y casas de oración para los ídolos. En cambio
¡con cuánta frecuencia se hacen casas, edificios
públicos, baños y viviendas de alquiler ... ! “ (de
ido]. 8, 2-4, véase de cultu fem. 1, 6, l).
Esto significa ni más ni menos que el trabajador
manual honrado encuentra también su salario
merecido cuando no se ocupa de ídolos ni de sus
templos. El mismo sentido de sobrio cálculo de
cuentas nos sale al paso en el consejo dirigido a las
hijas de cristianos hacendados: a saber, que prefieran
casarse con un miembro pobre de la Iglesia antes que
con un pagano de su misma posición social. Aquí está
pidiendo la palabra el motivo del intercambio anotado
anteriormente:
“Pues si el Reino de los Cielos pertenece a los
pobres porque no es de los ricos, entonces la
doncella rica hallará más en el pobre. Recibirá
una dote más grande de los bienes de aquel que
es rico ante Dios. Que ella se haga en la tierra
igual a su marido porque en el Cielo, quizás, no lo
será” (Tert. ad aux. 2, 8, 4 s.).
Hasta un Tertuliano sabía adaptarse a su modo a la
realidad social de la Iglesia. En una ruda polémica
contra la riqueza acentúa el mismo Tertuliano que
también Dios tiene el derecho de “proporcionar
riquezas” porque “con ellas pueden realizarse muchas
obras de justicia y de buen gusto” (Adv. Marc. 4, 15, 8).
La actitud positiva ante el trabajo manual bien hecho
estaba en vigor ya en el antiguo Cristianismo. San
Pablo -de acuerdo con el buen modelo rabínico- se
alimentaba con el trabajo de sus manos y mandaba,
asimismo, a los Tesalonicenses ser buenos
trabajadores (véase también pág. 47 y sigs.). No podía
uno sustraerse a la “ley del trabajo”, tan
inseparablemente vinculada a la existencia humana, ni
siquiera dirigiendo la mirada de lleno al Reino próximo
de Dios. Por eso, las Iglesias no aguantaban a la larga
a los holgazanes. La Didajé, que de suyo simpatiza
con los pobres, en virtud de algunas malas
experiencias, ordena, sí, dar albergue a quien llega “en
el Nombre del Señor”, pero al mismo tiempo manda
que se someta a prueba:
“Si el que llega es un caminante, ayudadle en
cuanto podáis, sin embargo, no permanecerá
entre vosotros más que dos días, o, si hubiera
necesidad, tres. Mas sí quiere establecerse entre
vosotros, teniendo un oficio, que trabaje y así se
alimente. Mas si no tiene oficio, proveed
conforme a vuestra prudencia, de modo que no
viva entre vosotros ningún cristiano ocioso. Caso
que no quisiere hacerlo, es un traficante de
Cristo. ¡Estad alerta contra los tales!” (Did 12).
El satírico Luciano de Samosata describe prolijamente
cómo se dejaban engañar y explotar los cristianos
sirios por Peregrinus Proteus, un filósofo itinerante y
bribón que se hacía pasar por escriba y se confesaba
cristiano:
“Cuando se acercaba a ellos un impostor o
charlatán que conocía su negocio, se hacía rico
en un abrir y cerrar de ojos, abriendo
desmesuradamente la boca ante aquellos
hombres sencillos (para que se la llenaran)” (Per.
13).
El satírico pagano exagera aquí de una manera
descarada. Con esta alusión a un problema acuciante
y no específico de las iglesias sirias, deja entrever
aquella desconfianza de la Didajé ante los profetas
itinerantes que se hacían cuidar por las iglesias. La
Didascalia apostolorum (c. 13; véase Harnack, Mission
1, 199) sigue las huellas de la Didajé:
“Vosotros, los creyentes todos, mientras no estáis en la
iglesia, debéis ser diligentes en vuestro trabajo cada día y
en todo tiempo. De manera que todo el tiempo de vuestra
vida perseveréis en las obras consagradas a Dios o
trabajéis en vuestra profesión sin estar nunca ociosos... Por
lo tanto, estad siempre ocupados, porque la ociosidad es un
escándalo que no debe volverse a dar. Así que, si alguno
entre vosotros no trabaja, que no coma (véase página 47),
pues al perezoso también lo odia Dios, el Señor: Un
perezoso no puede llegar a ser un creyente”.
Personas sobrias y diligentes, que, además, se
apoyaban mutuamente, llegaban con el tiempo a tener
una fortuna modesta, lo intentaran conscientemente o
no. Hegesipo cuenta de dos sobrinos nietos de Jesús
que eran propietarios en Galilea de una pequeña finca
de 39 fanegas, con una declaración de renta mínima
de 9.000 denarios. Llevados ante el emperador
Domiciano a causa de ascendencia davídica:
“le mostraron sus manos y la dureza de su piel y los callos
formados en sus manos a consecuencia de su penoso
trabajo, y así demostraron que eran trabajadores
manuales”.
Y cuentan que el emperador, lleno de desprecio, los
envió a casa como a “gente común”. Desde entonces
fueron tenidos allí en gran honor como “confesores”
(Eus., hist. ecci. 4, 20). Asimismo del tiempo de
Domiciano, cuenta la carta a los Hebreos que los
cristianos de la iglesia respectiva -probablemente de
Roma- no sólo “socorrieron a los santos” (es decir, a
las iglesias de Palestina) (6, 10). También “soportaron
con alegría el embargo (estatal) de sus fortunas” (10,
34). No podían ser, por lo tanto, gente sin ningún
recurso económico.

9.2 La fuerte infiltración de parientes


de capas sociales distinguidas en las
iglesias
Con el tiempo se fueron abriendo paso más y más en
la Iglesia los parientes de las capas sociales
distinguidas y -no se les quiso ni se les pudo excluir. Al
contrario. Hasta qué punto llegaba la escisión en la
nueva situación lo indica ya con toda claridad San
Lucas. Por una parte, defiende en su Evangelio una
“teología declarada de la pobreza”. De forma que, en
la interpretación redaccional de la parábola (Lc 14, 33),
pone en boca de Jesús está exigencia: “El que no
renuncia a todos sus bienes, no puede ser mi
discípulo”. Esto no obstante, no siente caer en
contradicción cuando dedica al “egregio” (krátistos 1,
3) Teófilo su doble obra y enumera con especial
predilección algunas personas distinguidas que se
adhirieron a Jesús y a su Iglesia. La lista de estas
personas está encabezada por Juana, la mujer de
Cuza, administrador de la fortuna de Herodes Antipes
y, pasando por el centurión Cornelio, por Dionisio,
asesor jurídico de Atenas, por Menahem, amigo de
juventud de Herodes Antipes, llega hasta el
gobernador de Chipre, Sergio Paulo. También
entraban en la joven Iglesia miembros de la capa
social superior, en especial del sector de los
“temerosos de Dios”, fuertemente afectado por la
misión étnico-cristiana (véase también pág. 49); quizás
el mismo San Lucas procedía de este ambiente. Este
desarrollo de una infiltración del mensaje cristiano en
las capas distinguidas, sugerido con un cierto orgullo
por el autor ad TheoFilum, se prolongó a lo largo del
siglo li, si bien la mayoría dominante de los cristianos
siguió procediendo del pueblo sencillo. En tiempo de
Cómmodo (180-192), según Eusebio, debieron de:
“echar por el camino de la salvación varios de los que
gozaban en Roma de mayor prestigio por su riqueza y
linaje, con toda su casa y parentela”.
La misma amiga del emperador, Marcia, simpatizaba
con el Cristianismo. Recibió (en audiencia) a Víctor,
obispo de Roma, y obtuvo la manumisión de los
cristianos castigados a trabajos forzados en las minas
de Cerdeña (véase también p. 87). Por aquel mismo
tiempo se, convirtió al Cristianismo el rey de la
clientela Abgar IX de Abladene (174214 d. C.), en la
frontera parta. Las Actas de Tomás, de línea ascética
estricta (véase pág. 66 y sigs.), reflejan bien estos
acontecimientos. En dichas Actas, se convierten reyes,
miembros de la familia real, altos funcionarios, sin
omitir, señoras distinguidas. Por la misma época oímos
a Tertuliano, que se pasaban al Cristianismo paganos
“de toda clase social” (omnem dignitatem: ad nat. 1, 1,
2; apol 1, 7); más aún, nos habla incluso de la
infiltración de los cristianos en el estamento senatorial
(apol 37, 4; véase ad Scap. 4, 5 s.). Se había abierto
camino un desarrollo que ya era incontenible. Unos
abordaban en la misión a todas las capas sociales
sistemáticamente; otros se encapsulaban ,como
ascetas enemigos del mundo o como sectas
revolucionarias. La opción por la universalidad social
se había tomado -básicamente ya en torno a Pablo.
Resulta curioso que los adversarios paganos -desde
Celso hasta Juliano el Apóstata- interpretaban, sin
embargo, el Cristianismo como una secta subversiva
hostil al mundo, por más que no se había lanzado por
este camino de la regresión negativa.

9.3 La asistencia general a los pobres y


sus presupuestos
Ya hemos hecho alusión de la asistencia a los pobres
en las antiguas iglesias cristianas. Este hecho
inusitado en la antigüedad clásica persiguió una
relativa compensación de diferencias entre pobres y
ricos (véase también pág. 55 y sigs.). Este esfuerzo
requería recursos considerables, que los debían
procurar las iglesias. Procedían de donaciones libros,
recolectadas en las asambleas litúrgicas o sacadas,
también, de fundaciones especiales. Esta costumbre
empezó ya en las iglesias paulinas y se siguió
practicando continuamente. Pero una asistencia a los
pobres y una caridad intensas presuponían una
“situación de rentas estables” en la mayor parte de los
miembros de la Iglesia.
En este sentido hay que entender la exhortación
sacada de la instrucción de los neoconversos de la
carta a los Efesios, escrita por un discípulo de Pablo
(4, 28, véase Act. Thom. 58)
“El ladrón, que no robe más, que se esfuerce más bien en
trabajar con sus manos para lograr algo bueno, a fin de
tener algo que poder dar a los que sufren necesidad”.
la disposición a la asistencia personal es posible
solamente a base de la posesión personal de bienes.
lo que se le dice al que en otro tiempo fue ladrón,
puede decirse igualmente de los ricos. No deben
esperar orgullosamente en la riqueza insegura:
“sino en Dios, que nos otorga todo
abundantemente para disfrutarlo; deben obrar el
bien, ser ricos en buenas obras; generosos,
comunicativos; que vayan atesorando para sí un
buen capital para el más allá, a fin de que
consigan la vida eterna” (1Tim 6, 17 ss.).
El juicio sobre la riqueza, que en otras ocasiones es
tan severo (véase pág. 61 y sigs.), es aquí
relativamente suave. Los ricos tienen la oportunidad
de las buenas obras. Tampoco puede faltar la Idea del
mérito procedente de la tradición judía. En una
dirección parecida va la primera carta de Clemente
cuando introduce el motivo de la unidad del cuerpo de
Cristo:
“Consérvese íntegro vuestro cuerpo (es decir, la
Iglesia) en Cristo Jesús, y sométase cada uno a
su prójimo, conforme al puesto en que fue
colocado por su gracia. El fuerte cuide del débil y
el débil respete al fuerte; el rico suministre al
pobre y el pobre dé gracias a Dios, que le deparó
quien remedie su necesidad” (38, 1 s.).
En los tres testimonios es evidente la afinidad con las
ideas sapienciales judías que influyeron mucho en la
praxis eclesial del antiguo Cristianismo. Tampoco
queda lejos el camino que lleva al intercambio
recíproco entre ricos y pobres, que encontrábamos en
Hermas (véase también pág. 74). Es posible que se
susciten en nosotros reparos teológicos ante este tipo
de declaraciones. Pero mirando a la situación de la
Iglesia a comienzos del siglo II eran eficientes y aptas
para la praxis.
Ya San Pablo, refiriéndose a la colecta para los
“pobres” de Jerusalén, podía argüir de modo parecido:
“A siembra mezquina, cosecha mezquina, a
siembra generosa, cosecha generosa... que Dios
se lo agradece al que da de buena gana” (2Cor 9,
6 s.).
Con gran sentido práctico da esta Instrucción: que
cada cristiano en Corinto, el primer día de la semana,
es decir, el domingo, ahorre algo según su propio
criterio y fortuna (1 Cor 16, 2). San Justino (ca. 150) y
Tertuliano (ca. 200) describen de manera parecida la
usanza litúrgica de las iglesias de Roma y Cartago
respectivamente:
“Los que tienen y quieren, cada uno según su
libre determinación, dan lo que bien les parece, y
lo recogido se entrega al presidente y él socorre
de ello a huérfanos y viudas, a los que por
enfermedad o por otra causa están necesitados,
a los que están en las cárceles, a los forasteros
de paso y, en una palabra, él se constituye
provisor de cuantos se hallan en necesidad”
(Just., apol. 67, 6; trad. D. Ruiz Bueno, BAC, 106,
pp. 258 s.).
Si bien hay una especie de arca, no se congrega el
dinero a base de deudas del tesoro público (al estilo
de vuestros ediles y decuriones), como si la religión
estuviera en venta. Cada uno aporta una módica
limosna un día determinado del mes o cuando quiere,
si es que quiere y puede. Pues nadie da por fuerza,
sino espontáneamente. Se trata de una especie de
prestaciones a la piedad ya que de esa arca no se
entrega nada para banquetes, ni bebidas ni estériles
bodegones, sino para alimentar y enterrar a los
pobres, para muchachos y muchachas huérfanos y
desposeídos de bienes de fortuna, para esclavos
ancianos y en paro, para náufragos y por si algunos
están en las minas, en las islas o en las cárceles sin
otro delito que el de confesar la fe de la Iglesia. Esta
obra de eximio amor nos marca ante la gente con un
carácter. Dicen: “míralos como se aman unos a otros”
-mientras ellos se odian entre sí- “y cómo están
dispuestos a morir unos por otros”, mientras ellos lo
están más a matarse unos a otros” (Tert, apol. 39, 5-7).
En todo este altruismo estaba operante también, al
mismo tiempo, la idea común en la antigüedad clásica,
según la cual Dios es el dueño y dispensador de todos
los dones buenos (véase Sant 1, 17). Por eso podía
interpretarse la generosidad como “imitación de Dios”.
Pues Dios, en virtud de su “filantropía” concede a
todos lo necesario sacándolo de su riqueza inagotable
(véase págs. 9 y 10).
Pablo, enfrentado con el apego escrupuloso a las
prescripciones rituales en torno a los alimentos, citaba
ya un versículo sálmico que podía aplicarse también a
todos los demás bienes: “La tierra y su plenitud
pertenecen al Señor” (1 Cor 10, 26 = Ps 24, l). En
Hermas se encuentra la idea análoga de, que, en
definitiva, toda riqueza es posesión y don de Dios
(véase página 74). Este motivo se repite
constantemente en los Santos Padres posteriores.
Unas veces, refiriéndolo al “comunismo primordial” del
paraíso, donde todos lo tenían todo en común; otras,
con fortísimo énfasis, para deducir de él la idea de los
bienes confiados, según la cual Dios se los habría
entregado al hombre a título de un feudo del que se le
pedirán cuentas (véase página 39 y sigs.). En una
compilación de las obras de San Juan Damasceno
hallamos una cita sacada de una “Enseñanza de
Pedro” apócrifa que es típica del enjuiciamiento del
Cristianismo primitivo sobre la riqueza:
“Rico es quien se compadece de muchos e,
imitando a Díos, da de lo que tiene. Porque Dios
ha dado a todos todo de aquello que ha creado.
Comprended, por tanto, vosotros, los ricos, que
debéis servir porque habéis recibido más de lo
que necesitáis. Aprended que a otros les falta lo
que vosotros tenéis de superfluo. Avergonzaos de
conservar el bien ajeno. ¡mitad la equidad de
Dios, y nadie será pobre” (cita sacada de:
Hennecke-Schneemelcher 2, 60 s.).
Dios, por pura bondad, toma al creyente a su servicio y
le estimula a luchar contra la pobreza con la ayuda de
sus bienes. Es rico el que puede dar con abundancia
(véase Me 12, 41 ss. = Lc 21, 1 ss.). De aquí se
desprende claramente el principio fundamental de que
el hombre acomodado que cierra su corazón y su
mano ante el necesitado se aparta del amor de Dios y,
por lo tanto, de la salvación.
“Si alguno tuviere bienes de este mundo y, viendo a su
hermano pasar necesidad, le cierra su corazón, ¿cómo
es posible que permanezca en él el amor de Dios?”.
A propósito de estas conocidas palabras de la carta de
San Juan, algunos comentarios modernos se
complacen en referirlas a paralelos mandeos. En
realidad se trata aquí de un motivo fundamental de
ética cristiana antiguo que hunde sus raíces en el
Judaísmo y alcanzó su cota máxima propia por la
asimilación del amor de Dios en la persona y en la
obra de Cristo (Jn 3, 16; 17, 26; 1 Jn 4, 17 ss.).
También hay que ver, en última instancia, en el
Cristianismo antiguo, y en clave de un presagio
cristológico la invocación dirigida a Dios como dador
de todos los dones buenos y el motivo del
“seguimiento de Dios”.

9.4 Tres ejemplos sacados de la iglesia


de Roma
Las iglesias de los siglos II y III tenían un servicio
generoso y bien organizado a los pobres y una
asistencia social que exigía una afluencia continua de
recursos, así como una administración circunspecta de
los mismos. Pues bien, entre estas iglesias la única
salida viable era una solución de “compromiso” que
sabía bien no cerrar la puerta a los ricos y mejor aún
indicarles la dirección de la caja. La posesión de
bienes cobraba así un doble sentido contradictorio. Era
considerada como una amenaza peligrosa y, al mismo
tiempo, como una excepcional responsabilidad. Esta
tensión sólo podía superarse por medio de una obra
concreta. La riqueza seguía siendo sospechosa en las
iglesias. No obstante, se exigían enjundiosas limosnas
y el alto aprecio sentido por ellas redundaba también a
veces sobre los donantes.
Tres ejemplos sacados de la iglesia de Roma
confirman lo dicho ya que nos informan acerca de esta
iglesia con una distancia óptima a lo largo del siglo II y
comienzos del III.
1. Marción, hijo del obispo de Sínope y rico armador
de barcos, a su llegada de Asia Menor ingresó en
la iglesia de Roma y le donó la fuerte suma de
200.000 sestercios (ca. 139 d. C.). Queda incierto
si con esto se afirma que legó a la iglesia toda su
fortuna o sólo una parte. Lo cierto es que, a pesar
de sus tendencias ascéticas, había adquirido su
fortuna siendo ya cristiano, si bien es verdad que
había sido excomulgado anteriormente. Cinco
años más tarde, después de su expulsión de la
iglesia de Roma, le fue devuelta íntegramente
esta cuantiosa suma (Harnack, Marción, 24 ss.),
Parece ser, por lo tanto, que la iglesia disponía de
continuo de considerable capital líquido.
2. También las Actas apócrifas de los Apóstoles
reflejan esta actitud deformada frente a los
parientes de la capa social superior y a su
riqueza. Sus relatos ingenuamente edificantes,
novelescos, salpicados de milagros de tomo y
lomo responden a la expectativa de los miembros
sencillos de la iglesia. A base de estos se podría
esbozar algo así como una historia “ideal” de
sociología cristiana.
Las Actas de Pedro más antiguas, compuestas a fines del siglo II,
cuentan con especial predilección la conversión de personalidades ricas y
distinguidas. Pedro recuperó para la matrona Éubola de manera milagrosa
la fortuna que le robara Simón el Mago. Pues bien, esta matrona abrazó la
fe y “después de recuperar toda su fortuna, la donó para servicio de los
pobres” (e. 18; Hennecke-Schneemelcher 2, 206). El senador romano
Marcelo, engañado por Simón y salvado por Pedro, legó su casa a las
viudas y a las vírgenes cristianas: “Pues lo que pasa por ser mi fortuna ¿a
quién deberá pertenecer mejor que a vosotras?” (c. 22; 2, 209). Crisa, una
rica señora que “desde su nacimiento no había usado un vaso de plata ni
de vidrio, sino sólo de oro”, en virtud de una visión, legó a Pedro 10.000
denarios de oro. Pedro los aceptó a pesar de que le objetaron que dicha
señora “estaba en las habladurías de toda la ciudad a causa de su
prostitución”. El Apóstol responde confiado: “Me lo ha ofrecido en
cuanto pecadora de Cristo y lo entrega a los siervos de Cristo. Pues él ha
cuidado de ella” (e. 30 = 2, 216). Puede ser que haya influido aquí el
modelo de la narración acerca de la pecadora pública de Lc 7, 36-50. No
se debería pasar por alto de paso que al aceptar donaciones con miras a
los grandes objetivos sociales de la iglesia no se andaban con chiquitas.
Según las cuentas de Harnack la Iglesia de Roma a mediados del siglo III
debió de reunir al año para ayudar a los ya mencionados 1.500
necesitados (véase página 56) de 500.000 a 1.000.000 de sestercios
(Mission 1, 182 s.). La puesta en marcha de un capital bruto de estas
magnitudes sólo es concebible a base de tina afluencia permanente de
dinero y de una administración bien llevada.
3. El tercer ejemplo nos permite echar una ojeada a
la evolución de esta administración y a las
realizaciones humanas anejas a ella. Los
testimonios aducidos hasta ahora tenían más un
carácter literario ideal que de biografía concreta.
Ponían en primer plano muchas veces la
exigencia ideal o incluso la descripción
apologética y no siempre necesariamente la
realidad humana con sus conflictos. La
“Refutación de todas las Herejías” de Hipólito,
obra redescubierta en 1842, contiene una sucinta
biografía, de clara impostación polémica, de
Calixto de Roma, su adversario y obispo
contrincante. Esta biografía nos da una idea de
las vicisitudes personales de un obispo de la
iglesia de Roma, en cuya obra aparecen también
en primer plano los problemas sociales (Hip. ref.,
9, 12). H. Güizow ha aclarado recentísimamente
el trasfondo histórico y social de esta vida de
manera ejemplar (ZNW 58, 1967, 102-121 =
Christentum und Sklaverei 142-172). Calixto era
originariamente esclavo de Carpóforo, un
“Funcionario” cristiano de la casa del César. A
causa de su posición, Carpóforo gozaba de un
especial prestigio en el estamento de los esclavos
y de los libertos. Calixto fue educado en cristiano.
Carpóforo le encomendó la gestión por propia
cuenta de asuntos económicos arriesgados. “Con
el tiempo le confiaron en nombre del buen
Carpóforo no poco dinero de viudas y hermanos”
(12, l). Calixto cayó en dificultades con sus
negocios, posiblemente debido a la continua
devaluación de la moneda, e intentó huir. Esto
fracasó y su señor le metió en una cárcel de
esclavos. Pero fue puesto en libertad bajo fianza
de algunos cristianos. En el fuero interno de
Carpóforo estaban en pugna los propios intereses
de hombre sin escrúpulos y sus obligaciones de
cristiano. Puesto de nuevo en libertad, Calixto fue
sin demora el sábado a la sinagoga donde
esperaba encontrar a algunos de sus deudores
con el fin de cobrar sus cuentas atrasadas. Pero
se organizó un tumulto. los judíos lo arrastraron
hasta Fusciano, prefecto de la ciudad, y lo
acusaron de perturbar el culto divino y de ser
cristiano.
Fusciano lo mandó azotar y deportar a las minas

de plomo de Cerdeña (188 d. C.), donde

trabajaba ya un gran número de cristianos como

esclavos. Poco tiempo después, el obispo Víctor

por intercesión de Marcia, la concubina del

emperador Cómmodo, lograba la liberación de los

cristianos presos en Cerdeña (véase antes p. 80).

Un eunuco imperial y presbítero cristiano llamado

Jacinto trasmitía el edicto de manumisión al

prefecto de Cerdeña. Calixto se contaba entre los

libertados. Fue aceptado en el clero en calidad de

“confessor”, por haber sido deportado a causa de

su fe. Su antiguo señor ya no tenía ningún

derecho sobre el liberto.

Posiblemente para evitar conflictos el obispo

Víctor asignó al nuevo clérigo su lugar de

Residencia en Anzio y le pagó una cantidad

mensual para su manutención. Se podrá apreciar

de paso en este tratamiento dado al antiguo

esclavo una reprobación de su antiguo señor.

Deferino, sucesor de Víctor en el episcopado,


hizo a Calixto su más íntimo “colaborador en la

organización del clero” y “te delegó la dirección

del cementerio” (12, 14), es decir, le encomendó

la dirección de los cementerios de Roma. El

cuidado por una honrosa sepultura era en la

antigüedad entre la gente sencilla, sin exclusión

de los esclavos, un problema muy especial que

indujo a la creación de numerosas sociedades

funerarias. Como demuestra el testimonio de

Arístides, estas atribuciones, de acuerdo con la

tradición judía, formaban parte también desde el

principio de la asistencia cristiana a los pobres.

Es verdad que los primeros cementerios de la

iglesia de Roma dependían de fundaciones de

cristianos ricos. Pero parece ser que Calixto, el

esclavo de otros tiempos, realizó en este campo

un excelente trabajo haciendo de la erección de

cementerios una tarea inmediata de la iglesia:


“Si... tienen razón los arqueólogos que nos
hablan unánimemente de la propagación de
cementerios justamente en la época que va de
Caracalla (211-217) hasta Severo Alejandro
(225-235), todavía hoy podemos tocar con las
manos los éxitos de Calixto, responsable en esa
época, durante más de veinte años, de los
cementerios” (Gülzow, ZNW 1967, 117 =
Christentum 165).
El antiguo esclavo ocupaba entonces el cargo
más influyente de todos los que estaban a
disposición del obispo; toda la administración de
las finanzas de la iglesia, incluida la asistencia a
los pobres, estaba en sus manos. Desempeñó
esta difícil tarea con tanto beneplácito de la
Iglesia que, después de la muerte de Ceferino
(217 d.c.), las elecciones del nuevo obispo
optaron por Calixto, a pesar de su humilde cuna.
Hipólito, el culto y eminente teólogo, salió de
aquellas elecciones con las manos vacías,
elegido por una minoría. La iglesia de los
“intelectuales”, congregada en torno a él, quedó
degradada muy pronto al rango de una escuela.
Apareció como más merecedor de confianza el
hombre del pueblo sencillo, el antiguo esclavo
que defendiera eficazmente los intereses de los
sectores más amplios de la Iglesia. Calixto
demostró su sano sentido no sólo cuando
rechazó aquel rigorismo en el problema de la
penitencia, sino también legitimando como
matrimonios plenamente válidos los vínculos de
mujeres cristianas distinguidas con esclavos o
libertos cristianos -contra el derecho tradicional
romano y suprimiendo así una situación ética
precaria (Hip. refut. 9, 12, 24). Según Gülzow
(121 - 172), desde la época del Nuevo
Testamento esta fue la primera declaración
tajante de igualdad de derechos de los esclavos,
fuera incluso del ámbito del culto divino y del
circo”.

10

CLEMENTE DE ALEJANDRÍA: ¿QUE


RICO PUEDE SALVARSE?
La evolución esbozada hasta ahora encontró también
en este momento su expresión teológica y literaria. El
escrito ya mencionado de Clemente de Alejandría (+
antes del 215) sobre el debatido tema ¿Qué rico
puede salvarse?, pretendió dar un fundamento
teológico a la solución de compromiso, ya en uso, pero
en plena tensión todavía. Clemente lleva a cabo su
trabajo con un verdadero alarde de erudición filosófica
y siguiendo la forma de un sermón sobre el joven rico
y Jesús (Mc 10, 17-31). Rechaza la concepción literal
defendida por la ascesis radical e intenta “internalizar”
la exigencia de Jesús: El corazón debe purificarse del
apetito de, riquezas. La pobreza voluntaria no llega a
ser necesariamente idéntica con esa libertad de
carácter querida por Jesús y liberadora de las
pasiones nocivas. El influjo estoico es evidente: “El
que ha arrojado de sí la riqueza mundana, puede
todavía ser rico en pasiones... Por consiguiente hay
que arrojar fuera de sí lo nocivo que se posee, no lo
que puede ser útil cuando se sabe actualizar
rectamente (15, 2, 4). Esto tiene un doble sentido: en
primer lugar, que la riqueza no es mala “en sí misma”;
es un adiaphoron, algo “indiferente”, todo depende del
recto uso que se haga de ella. Este sentido es de clara
formulación estoica. Por otra parte, el rico no está “de
suyo” excluido del Reino de Dios, sino el pecador que
rechaza la conversión. La miseria extrema “humilla la
razón y la aparta de las cosas divinas (12, 5, véase 18,
5); la propiedad moderada, por el contrario, no sólo
desecha la preocupación; da también la posibilidad de
hacer obras de misericordia (13, l). Aquí se contempla
el lado positivo de la propiedad. Este puede dar lugar a
la libertad del hombre, usando la propiedad con
moderación y sentido responsable. Para lo cual se ha
de incluir a la vez la libertad de los demás. Por eso, la
riqueza, bien entendida, es un instrumento dado por
Dios (14, 1 ss.); más aún, un regalo de Dios que lo
recibimos no por nosotros mismos sino por nuestros
hermanos (16, 3). Todo depende del uso de la riqueza
para subvenir a la necesidad de los hombres.
“Pues quien... posee riquezas y casas como
dones de Dios y con ellas sirve a Dios que se las
ha dado para bien de los hombres y es
consciente de que posee todo eso más por causa
de sus hermanos que suya propia, y es señor de
su fortuna y no un esclavo de sus posesiones y
no las lleva en su corazón ni hace de ellas la
meta y el objetivo de su vida, sino que intenta
siempre realizar una obra noble y divina; y, si
alguna vez le roban sus bienes, es capaz de
sobrellevar su pérdida con la misma tranquilidad
que su abundancia: el que posee todas estas
características es declarado solemnemente
bienaventurado y pobre de espíritu por el Señor y
digno de ser heredero del Reino de los Cielos (Mt
5, 3) y no es un rico incapaz de ganar la vida
eterna” (16, 3).
La riqueza que resulta injusta es la que quiere uno
poseer egoístamente para sí solo (31, 6). Como en
1Tim y en Hermas aparece también aquí el motivo del
intercambio: “entregando los bienes perecederos de
este mundo, se recibe a cambio una morada eterna en
el Cielo” (32, l).
Clemente se toma el trabajo de dar con una vida
media “liberal” entre la ascesis radical y una
justificación precipitada de la riqueza. Su solución,
comparada con la predicación de Jesús, sigue siendo
insatisfactoria a todas luces porque soslaya en parte
las exigencias evangélicas. Pero hay que valorar
positivamente la energía con que recalca la absoluta
responsabilidad religioso-social de la propiedad:
“Por ser un don de Dios tiene siempre también la función
de socorrer la necesidad de los demás”.
Esta especie de sermoncito marca una revolución en
la mentalidad y en la situación sociológica de la
Iglesia. Alejandría era entonces la ciudad más grande
del Oriente de habla griega. No sólo esto; era también
la ciudad más rica de todo el imperio, el emporio
comercial en las rutas de la ,India, del Oriente y del
Mediterráneo. Una ciudad que disfrutaba de tradición
cultura¡ extraordinaria y de un insuperable confort de
vida lujosa. Una carta falsificada de Adriano, aunque
ciertamente procede del siglo IV (hist. Aug. 29, 85 s. =
Fi. Vopiscus, vita Sat.), nos da de ella esta descripción
satírica:
“La ciudad es acaudalada, rica, opulenta; nadie está en ella
inactivo. Unos son sopladores de vidrio, otros fabrican
papel, otros son tejedores de lienzos; en cualquier caso,
todos están ocupados de alguna manera... El único Dios
que tienen es el dinero (unus illis deus nummus est); esta
divinidad la adoran los cristianos, los judíos, así como
también los paganos”.
Si se prescinde de la última frase, que forma parte de
la polémica anticristiana de la época
postconstantiniana, tampoco deja de hacer justicia
esta descripción a la época anterior. Es evidente que
Clemente con este escrito sobre el “joven rico” quiso
dirigir la palabra a sectores cultos y acomodados. A
ellos se dirige también en su obra más amplia “El
Pedagogo”. En los libros 2.0 y 3.0 ataca con
implacable aspereza el lujo desmedido de la alta
sociedad de Alejandría. Al final del libro 2º, por
ejemplo, apostrofa a las mujeres distinguidas por su
afán de adornarse con oro y piedras preciosas. Se ve
que hacia el año 200 había en Alejandría matronas
cristianas de las clases distinguidas que
argumentaban del modo siguiente:
“Lo que Dios ha creado ¿por qué no lo vamos a usar? Si
está a mi disposición ¿por qué no me he de deleitar con
ello? ¿Para quién, pues, ha sido creado, si no es para
nosotros?”.
1 Las personas que afirman esto no conocen, según
Clemente, la voluntad de Dios.
“Ante todo Dios otorga lo necesario: -el agua, el aire a
todos sin medida- pero todo lo que no es necesario lo ha
escondido bajo tierra y agua... Mira, todo el cielo está ahí
arriba, y vosotras no buscáis a Dios.; en cambio ante
nuestros ojos abren fosas los malhechores condenados a
muerte en busca de oro y de piedras preciosas
escondidas”.
Detrás de la argumentación de derecho natural, sigue
la fundamentación propiamente teológica, más aún, la
primicia de una argumentación cristológica:
“Pero, aun cuando se os haya regalado todo...
aun cuando “todo nos está permitido”, como dice
al Apóstol, 'no todo es conveniente' (1 Cor 10,
23). Dios ha creado nuestra especie ordenada
hacia una estrecha comunicación, habiendo dado
él el primero parte a los suyos y enviado a su
propio logos para ayudar comunitariamente a
todos los hombres después de haber creado todo
para todos” (Jn 1, 1 ss.). Por lo tanto, todas las
cosas son propiedad común, y los ricos no deben
reclamar para sí mismos más que los demás. De
donde se sigue que la frase: “Esto está a mi
disposición y tengo de sobra ¿por qué no lo voy a
disfrutar?, no es digna de un hombre ni signo de
una estrecha comunicación, revelaría
sentimientos más entrañables esta otra frase:
“Esto está a mi disposición. ¿Por qué no repartirlo
entre los que lo necesitan?”... Este es el placer
verdadero. Esta es la riqueza guardada como un
tesoro. Lo que se gasta para satisfacer los
propios apetitos hay que considerarlo pérdida y
uso indebido. Pues Dios nos ha dado... el
derecho de utilizar lo que tenemos, pero tanto
cuanto es necesario; y su voluntad es que su
aprovechamiento sea común para todos. Es un
error que uno viva en la abundancia y muchos
estén en necesidad” (paed. 2, 119, 2-120, 5,
véase protrept. 122, 3).
Así que Clemente no contrapone a la prodigalidad de
los sectores distinguidos ni los espectros amenazantes
de la Apocalíptica judío-cristiana, ni el riguroso ideal
ascético de los monjes egipcios posteriores, sino la
templanza razonable y respetuosa que pueda
deducirse por medio del Logos de Jn 1, 1 y otorga una
plena participación al prójimo necesitado. La meta de
esta propedéutica que pasa por el Logos no es huir del
mundo, sino usar de los bienes del mundo razonable y
moderadamente y, a la vez, con generosidad.
Este uso cuenta con un dominio inalterable de sí
mismo y, al mismo tiempo, con una distancia interna
respecto de los bienes. La riqueza es como una
serpiente que muerde de muerte a los insensatos, “
¡qué bueno sería, pues, que cada uno estuviera
interiormente por encima de ella, independiente de
ella, y la utilizara de manera sensata, a fin de que,
coincidiendo con el canto de conjura del Logos, dome
a la bestia y permanezca invulnerable” (paed. 3, 35, l).
El que a través del Logos percibe este dominio sobre
sus apetitos sabe que, en realidad, “sólo los cristianos
son ricos”, pues, al margen de su situación interna,
ellos disponen de aquellos “bienes que son lo mejor
para sus dueños y hacen felices de verdad a los
hombres” (3, 36, 1.12).
De esta manera se ensamblan en Clemente
tradiciones de la sabiduría judía, de la ética estoica y
de la predicación neotestamentaria con la situación
concreta de la iglesia de Alejandría para formar una
nueva síntesis que sirvió de norma orientadora a la
iglesia posterior. La crítica general, radical y rigurosa
de la propiedad se fue mitigando e internalizando, si
bien quedó siempre abierta la posibilidad de la
renuncia radical a la propiedad, Es verdad que la
riqueza siguió siendo juzgada críticamente, pero nunca
más volvió a ser excluida por principio. Más bien se
recalcó su función estrictamente comunitaria y su recta
utilización. La libertad interna, expresada en la
distancia de la fe, hubo de acreditarse concretamente
en la generosidad y en la renuncia a la avaricia y al
lujo.

11

SAN CIPRIANO DE CARTAGO: LAS


BUENAS OBRAS Y LAS LIMOSNAS
El tratado de San Cipriano, obispo de Cartago “Sobre
las buenas obras y las limosnas”, escrito entre 253 y
256 y procedente de la Iglesia latina, podría
considerarse la réplica occidental del escrito de
Clemente. San Cipriano escribió esta obra unos 50 6
60 años después de Clemente. San Cipriano procedía
de una familia aristocrática, integrada probablemente
en la nobleza ciudadana. Su biógrafo Pontius nos
cuenta que, ya de catecúmeno, vendió “sus
posesiones y repartió su producto para procurar el
sustento a los numerosos necesitados” (vita 2). Esto
parece indicar que repartíó sus bienes muebles,
legando los bienes inmuebles en herencia a la Iglesia.
Cuando se acercaba la persecución, recobró estos
últimos para su fortuna privada o familiar. con el fin de
evitar que la autoridad imperial los incautara por
tratarse de bienes eclesiásticos (véase Vita 15, y
también H. Kraft, Die Kirchenváter, 362 s.). Esta
actitud rigurosamente ascética y, a la vez, de gran
altura de miras es característica del autor del
opúsculo, Al revés que en Clemente de Alejandría, los
rasgos filosóficos se repliegan a posiciones, muy
secundarias respecto de los rasgos
veterotestamentarios judíos. En cambio se desarrolla
con mucha mayor fuerza el motivo del mérito. la
perspectiva del autor se concentra especialmente en el
fallo definitivo del juicio final (ec. 23 y 26).
El desprendimiento se contempla totalmente bajo el
ideal de la lucha; y la blanca corona de las buenas
obras, accesible a todos, se contrapone a la corona
purpúrea del martirio, que no toca en suerte a todos.
Lo mismo que Tertuliano y Clemente de Alejandría, se
remite San Cipriano al “comunismo de amor” de la
época apostólica,”cuando ... en los comienzos el
corazón se mostraba todavía vivo en grandes virtudes,
cuando la fe de los creyentes ardía aún con el calor
refrigerante de la fe”. Con su “comunidad de bienes”
los primeros cristianos imitaban:
“el comportamiento equitativo de Dios Padre.
Pues todo lo que viene de Dios es de nuestro uso
común (quodcumque enim Dei est in nostra
usurpatione commune est; véase Ambrosio y
Cicerón págs. 12 y 13), y nadie está excluido de
sus favores y dones; al contrario, todo el género
humano tiene que disfrutar del mismo modo de la
bondad y generosidad divinas... Por lo tanto, el
que posee, el que divide con sus hermanos sus
ingresos y beneficios de acuerdo con este modelo
equitativo imita a Dios Padre, protegiendo la
equidad con sus limosnas y ejercitando la justicia”
(de op. et el. 25).
Ya san Pablo había inculcado el ideal de la “equidad”
(véase antes p. 52). San Cipriano lo fundamenta por
medio del comportamiento de Dios e invita a imitar a
Dios. Esta idea, inspirada en fuentes filosóficas y
también en fuentes bíblicas, había de cobrar una
importancia central entre los Santos Padres del siglo
IV (véase página 84). San Cipriano, lo mismo que
Clemente y los Santos Padres posteriores, no discute
la legitimidad de la propiedad privada. Pero se lanza
de manera abrupta contra su abuso generalizado.
Recién bautizado, imitando el estilo de la sátira
romana y de su maestro Tertuliano, describe así a los
grandes propietarios africanos insaciables en su
riqueza:
“los que acumulan campos y más campos, y
desplazan a los pobres colindantes para expandir
sin cesar sus inmensas tierras, los que poseen
oro y plata en abundancia y apilan enormes
sumas en montones o las entierran en cantidades
masivas, también ellos tiemblan en medio de sus
riquezas. les atormenta la idea de la inseguridad
y del miedo ante la posibilidad de que les asalte
un ladrón, les ataque un asesino o les
intranquilice la envidia hostil de otro más rico con
sus intrigantes pleitos... Ahí no se regala nada a
los clientes, ni se reparte nada a los pobres. Y
llaman dinero propio a lo que encierran en su
casa como si fuera una propiedad ajena y lo
vigilan con medroso cuidado... lo poseen todo con
la única finalidad de que no lo posea ningún otro
y llaman con lenguaje abusivo “bienes” a lo que
no les sirve más que para el mal” (ad Donat. 12).
Esta polémica contra el miedo y la preocupación que
inducen al hombre a acumular riquezas y a esperarlo
todo de sus posesiones es también un motivo
fundamental que se repite constantemente en su
escrito posterior acerca de las buenas obras:
“Pero tú te preocupas y temes que, si empiezas a
hacer favores profusamente, podrías caer en la
pobreza en cuanto tu fortuna se agote a base de
generosos donativos. En este sentido ¡no tengas
miedo! ¡No te preocupes en absoluto! No se
puede agotar una cosa que se utiliza solamente
para proveer a las necesidades de Cristo, una
cosa puesta al servicio de una obra celestial. Te
lo aseguro no sólo por una convicción personal.
Te lo prometo en virtud de la garantía de las
Sagradas Escrituras y de la credibilidad de la
promesa divina” (de op. et el. g).
Quien por miedo al sustento no se fía de esta
promesa, según la cual “quien da de comer a Cristo,
será alimentado a su vez por Cristo”, se parece a
aquellos fariseos avarientos que se burlaban (e. 12) de
la parábola de Jesús acerca del mayordomo injusto
(Le 16, 1 ss. 14). Ni la presunta atención a los hijos y a
la familia, ni a su herencia, son razones decisivas
contra la generosidad. Al contrario:
“la fortuna que se confía Dios, no la arrebata para
sí el Estado, ni la malversa el fisco ni la arruinan
los picapleitos con sus enredos. la herencia mejor
invertida es la que reposa bajo la protección de
Dios... Cometes un doble crimen, primero, porque
no procuras para tus hijos la ayuda de Dios
Padre, y luego, porque enseñas a tus hilos a
amar la fortuna más que a Cristo” (c. 19, véase
10, 16-18).
Más tarde, con San Basilio el Grande (véase también
pág. lo y ss.), cunde la idea, rica en consecuencias, de
repartir la fortuna privada por vía de herencia. San
Basilio ya había inculcado de modo muy especial la
función responsable de la propiedad, ordenada a
remediar los abusos sociales. Personalmente había
entregado su propia fortuna con este fin. El testador o
el heredero tenía que transferir una parte fija para los
pobres. San Basilio, basándose en Lc 19, 8, habla de
la mitad. “Tomada en sentido estricto esta concepción
del 'dimidium animae' lleva a una especie de diezmos
eclesiásticos, unos impuestos sociales para la lucha
contra la pobreza” (W. D. Hauseblid, ZEE 16, 1972,
45). También aquí subyace la idea fundamental de que
Dios es el señor y dueño por antonomasia de todos los
bienes.
Llegamos a la conclusión. La discusión en torno al
problema de la propiedad irrumpió ya con radicalidad
en la predicación de Jesús, y nunca reposó tranquila
en la antigua Iglesia, ni encontró una solución clara y
pacífica. El reto social que iba anejo a ella envió al
mundo clásico nuevos impulsos, que pueden
calificarse sin exageración de revolucionarios. Es
verdad que la posibilidad de evolución de esta nueva
ética social del ágape y, a su vez, de la compensación
recíproca quedó reducida primordialmente a las
iglesias cristianas. El Estado quedaba fuera de su
radio de acción. Las fuentes eran, de una parte, la idea
griega del derecho natural y el ideal ascético de la
“autarquía”, y de otra parte, la tradición profética del
Antiguo Testamento y la tradición sapiencia¡ judía.
Pero, sobre todo, el estímulo del mensaje cristiano
primitivo. Incluso cuando se llegó históricamente a
soluciones inevitables de compromiso, siguió actuando
de fermento la intención crítico-social del Cristianismo
primitivo. Su fundamentación era expresamente
teocéntrica. Incluso la argumentación sacada del
derecho natural quedó incluida en este “teocentrismo”
de carácter cristológico y transformada así en esta
fórmula: la bondad de Dios que Cobra forma en la obra
de Cristo libera a los creyentes para hacer el bien a
mansalva, superar las barreras sociales y procurar un
equilibrio social justo.
Es cierto que en la idea del mérito -recalcada sobre
todo en Hermas, Tertuliano y Cipriano, y sacada del
Antiguo Testamento- se puede apreciar un retroceso
teológico. Pero precisamente esta idea creó una fuerte
motivación ordenada a un comportamiento social y
humanitario concreto. Aun cuando nuestra crítica haya
de centrarse en torno a este punto, no podemos pasar
por alto la seriedad de sus exigencias. Los Santos
Padres -en contraste con algunas antropologías
modernas- no tenían una imagen utópica ideal del
hombre. Sabían que el hombre, por ser criatura caída,
era por naturaleza egoísta y pecador.
Hoy día nos separa indudablemente un gran abismo
en muchos puntos de la antigua Iglesia. Pero
cabalmente por eso deberíamos esforzarnos en ver lo
que nos une, con el fin de hacer fecunda su vida
espiritual y social en nuestro tiempo sacudido por
tantas crisis.

12
CONCLUSIONES EN FORMA DE
DIEZ TESIS
Para lanzar este puente hasta nuestros días voy a
intentar sugerir algunas posibilidades en forma de diez
tesis:
1. No podemos deducir del Nuevo Testamento, ni de
la historia de la Iglesia antigua, una “doctrina
cristiana sistemática acerca de la propiedad”. Lo
que se ha ofrecido como tal hasta épocas
recentísimas lleva más un carácter de derecho
natural que de doctrina específicamente cristiana.
Cuando surgían en la Iglesia antigua apuntes
incipientes para teorías de derecho natural -unas
veces con el fin de hacer una crítica radical, otras,
para una justificación relativa de la propiedad- se
echaba mano comúnmente de las discusiones de
escuelas filosóficas greco-romanas. Tales
apuntes estaban íntimamente unidos con la fe
bíblica en la creación.
2. En cambio, en el Cristianismo primitivo, la crítica
radical contra la riqueza, la exigencia de distancia
respecto de los bienes de este mundo -lo mismo
que la superación de las barreras entre ricos y
pobres por medio de una comunidad de amor-
estaban bajo el signo escatológico de la
proximidad del Reino de Dios. Gracias a él queda
depotenciado el “Mammon injusto”. En el curso
ulterior de la historia del Cristianismo antiguo esta
motivación lleva a una discusión tensa acerca de
la injusticia, los límites y la relativa necesidad de
la propiedad.
3. En virtud del cambio de situación, los distintos
principios del Cristianismo primitivo no se pueden
aplicar más que con condiciones a nuestra
sociedad industrializada y a la acuciante
problemática de nuestros días en torno a la
propiedad. Sus rasgos característicos son la
acumulación progresiva de capital productivo y la
aglomeración de poderío científico en manos de
relativamente pocos -entre los que se incluye el
Estado- y la inevitable concesión de funciones de
vigilancia y de seguridad, anejas hasta ahora a la
propiedad, a las corporaciones públicas. Con
independencia de los diversos sistemas sociales
aparentemente opuestos, encontramos hoy por
todo el mundo el poder económico disponible
concentrado en manos de unos pocos
“funcionarlos” o grupos de élite.
4. Por el contrario, entre los primeros cristianos, la
cuestión de la propiedad era un problema de ética
individual o de grupos relativamente pequeños.
Su ética era una ética eclesial teónoma, nacida
de la “fe que opera por el amor. (Gal 5, 6). la
posibilidad de mejorar la legislación social del
Estado estaba tan lejos de su alcance como la
reducción del poderío económico del Estado. La
“teocracia”, capaz de imponer el ideal de una
voluntad presuntamente divina en el ámbito
estatal con los recursos del poder político, está
tan lejos de ser específicamente cristiana como el
“estado totalitario de los filósofos”, el cual
pretende justificarse por la “hegemonía” de la
“razón”.
5. La antigua ética cristiana no puede ni pretende
legarnos un sistema de normas vinculantes en
general para la situación actual. Pero de ella se
pueden desprender ciertas evidencias que,
desbordando los límites de la Cristiandad,
podrían hoy esperar una acogida, máxime
teniendo en cuenta que se encuentran ideas
análogas en la antigüedad clásica, así como
también en parte fuera del Cristianismo. Así, por
ejemplo, la idea de que la propiedad, en
determinadas circunstancias, seduce al hombre,
lo pone en peligro y le puede inducir al abuso del
poder. Más aún, la idea de que justamente por
eso, los controles públicos deben impedir el
abuso de la propiedad y obligar al propietario a
usar la propiedad para beneficio de los demás
hombres. Asimismo, la idea también de que la
dignidad y el valor de un hombre no dependen en
modo alguno de su capacidad de acumular
bienes de fortuna. También puede estar motivada
desde la tradición cristiana la disposición a
rechazar el consumismo y a renunciar al lujo en
un mundo en el que coexisten frecuentemente
demasiado cerca el derroche ostentoso y la
pobreza.
6. Estos rasgos fundamentales contienen
indudablemente motivaciones esenciales para el
comportamiento ético de individuos o grupos.
Hasta el más perspicaz reconocerá gustoso su
autenticidad. Pero su eficacia ético-social
respecto de la colectividad no basta para resolver
los problemas que arrastramos hoy. Pues el cap.
14, 2 de la ley fundamental -“La propiedad obliga.
Su uso debe servir, a su vez, para el bien de la
generalidad”- expresa más un deseo que una
norma observada prácticamente por el ciudadano
del Estado. El comportamiento a nivel
institucional en la Alemania Federal, por cualquier
lado que se te mire, está subdesarrollado. En
parte viene a ser un delito contra la
caballerosidad la detracción de impuestos; el
desarrollo de la capacidad productiva de los
obreros hace unos progresos demasiado lentos y
el prestigio público sigue cada vez más vinculado
a la propiedad. Un interés privado egoísta,
orientado unilateralmente al consumo y al
incremento de la propiedad privada elimina toda
comprensión para las tareas acuciantes que
arrastra la sociedad en política educativa,
protección del ambiente, mejora de la estructura
social en favor de los seres humanos que
vegetan al margen de nuestra sociedad
acomodada y, sobre todo, en favor de los
problemas del tercer mundo y de la pobreza
tendente allí a crecer más que a menguar. Este
“interés privado egoísta” es aplicable no sólo al
individuo, sino también a los grupos,
asociaciones, partidos, sindicatos y estados, a
cuyas “esferas de poder” apenas puede
sustraerse el individuo.
7. Aquí se manifiesta una aporía que, en parte, nos
salía ya al paso en la polémica del antiguo
Cristianismo, aunque en forma algo distinta: la
crisis de la propiedad da pruebas de ser la crisis
del hombre en cuanto tal, de su voluntad egoísta
de autoafirmación, de su ansia de poder y de su
falta de entrañas. En este punto se pone de
manifiesto lo que los Santos Padres llamaban
pecado original, que no por ser hoy día menos
moderno, deja de ser más real que entonces.
8. El conocimiento del corazón egoísta del hombre
prohíbe cabalmente al cristiano creer acrítica y
utópicamente en la posibilidad de una sociedad
final perfecta, en una “ortopraxis” política infalible,
en un reino factible de libertad ideal que habría de
introducirse aun por la violencia en determinadas
circunstancias y cuya meta fuera la igualdad entre
todos los individuos y el fin del “dominio del
hombre sobre el hombre”. Semejante igualdad
sólo se puede alcanzar por medio de una total
manipulación y un extraordinario empleo de la
violencia. Tal igualdad conduce -como casi todas
las utopías filosóficas del Estado a las
inmediaciones del Estado-colmena. Para colmo,
en lugar de las antiguas estructuras de poder, se
crean por lo regular jerarquías de dominio más
represivas aún. Los hombres no son
verdaderamente iguales ni en talento y
cualidades, ni en sus aspiraciones y necesidades.
De aquí que haya de entenderse por igualdad,
ante todo, una verdadera igualdad de “
oportunidades “, de derechos y de satisfacción de
las necesidades fundamentales del hombre. Es
indudable que esta igualdad va progresando en
muchos Estados de derecho democráticos,
liberales y sociales; pero en otras partes del
mundo están todavía muy lejos de su realización.
El ideal sería procurar a cada individuo un
desarrollo personal acorde con sus cualidades y
deseos para beneficio de toda la sociedad y con
sentido de responsabilidad frente a ella. La vieja
oposición entre libertad y justicia no puede nunca
resolverse más que por medio de una voluntad de
compromiso.
9. Por eso, este conocimiento del corazón egoísta
del hombre no puede conducir a la resignada
conformación y fijación de las situaciones
sociales vigentes. Precisamente porque el
hombre individual y colectivo está enredado en su
“desmesurado” egoísmo, se nos ha confiado la
audaz empresa de la reforma constante, de
buscar un progreso mayor y mejor. Eberhard
Jüngel define el llamado “progreso” en historia
como “progresos en la disminución de una serie
indefinida de males” (Unterwegs zur Sache, 272).
Esto puede decirse también del problema de la
propiedad: tiene que encontrar de manera
especial nuevas soluciones cabalmente porque
ya no se pueden producir a discreción tierras y
bienes raíces, aire puro, agua, energía y crudos,
y porque cualquier crecimiento industrial tiene un
límite. Se comprende que para resolver esto no
necesitamos nuevas teorías dualísticas de
sociedad. Necesitamos estar dispuestos a dar
pruebas de nosotros mismos en la realidad de la
sociedad y de la economía, que nos exige en
determinadas circunstancias, verdaderos
compromisos. De estos compromisos
“progresistas” forman parte, y no en último lugar,
el asentamiento a la reducción de los “derechos”
y “Privilegios” unilaterales de individuos y
colectividades en beneficio de los
“Subprivilegiados” y del bien común.
10. Finalmente, podemos tener presente, como
un vivo ejemplo de fe, aquel intento que
realizaron las primeras iglesias por resolver la
tensión, destructora de la sociedad, entre ricos y
pobres, libres y esclavos, para compensar los
antagonismos. Este intento basculaba entre el
“comunismo de amor” de la comunidad primitiva
-irreal a nuestros ojos- y la solución de
compromiso de las iglesias de la época posterior,
más efectivo y, a la vez, no siempre menos
arriesgado. Esta compensación creó una
distancia saludable respecto de los bienes
externos. Quedaron superadas, al mismo tiempo,
las barreras de estamentos y clases sociales.
También hoy podría volver a ser la Iglesia, de
modo paradigmático, el lugar donde se superaran
desconfianzas y viejos prejuicios y se crearan
nuevas formas de vida comunitaria sobre bases
de fe, amor y esperanza. Supuesta la disposición
a la ofrenda de sí mismo y la urgencia de una
legislación mejor, nuestro objetivo de cristianos y
ciudadanos de este Estado ha de ser, en
adelante, derribar las barreras sociales, forjar el
derecho de las minorías, someter a controles
democráticos mejores la compleja maquinaria del
poder legal y “depotenciar” así al “demonio” de la
propiedad.

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