En Tracia, vivía antigüamente un cantor famoso que cantaba
muy bien, llamado Orfeo. Cantaba y a su vez tocaba una lira que le había regalado el dios de la música (Apolo). Sus canciones podían amansar a las fieras y alterar las fuerzas de la naturaleza. Orfeo se enamoró de una ninfa del bosque llamada Eurídice y se casó con ella. El mismo día de la boda, una serpiente mordió a Eurídice y la mató. Orfeo, desgarrado de dolor, decidió ir al más allá para recuperar a su esposa. Un día entró en la cueva que llevaba a Tártaro, el mundo subterráneo donde habitaban los muertos. Llegó al río Aqueronte, el cual separa la vida de la muerte. Un anciano raquítico y antipático llamado Caronte era el que montaba a los difuntos en su barca y los llevaba a la otra orilla. Orfeo lo convenció para que lo llevara a la otra orilla, cantando una canción. Ya en la otra orilla y sin dejar de cantar se adentró en Tartaro, amansando al feroz Cerbero, el perro de tres cabezas que custodia las puertas del infierno para impedir que pasaran los vivos. Llegó ante Hades, el rey del más allá y lo conmovió con su canto. Hades aceptó a que se llevara a Eurídice pero con una condición, no podía girarse para mirarla mientras hacían el camino de regreso. Orfeo aceptó. Cuando ya estaba muy cerca de la superficie de la Tierra, Orfeo sintió miedo al pensar en que Hades podía haberlo engañado o que Eurídice podía haberse perdido por el camino. Orfeo giró la cabeza y Eurídice se hundió a toda velocidad en las profundidades de Tártaro. Orfeo se dió cuenta entonces que había perdido a Eurídice para siempre. Lloró amargamente y su pelo se volvió blanco. A partir de entonces solo pudo cantar canciones tristes. Pasaron los años y cuando murió, las musas lo enterraron en un valle a la sombra del Olimpo, donde los ruiseñores se reúnen desde entonces a cantar. Ahora Orfeo ya es feliz porque está junto a Eurídice.