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LORIS ZANATTA: Un papa populista.

Revista Criterio nº 2024 año 2016

En cuanto no creyente, me impresiona ver las bofetadas que resuenan en la


Iglesia; como historiador, me incomoda volver a encontrar en las trincheras los
ejércitos que se batían durante el Concilio: el mundo está tan cambiado desde
entonces… Después de haber estudiado durante veinte años a la Iglesia
argentina, me sobresalto viendo la figura del papa Francisco utilizada por unos
y otros. Por lo tanto, creo que es útil reflexionar a partir del lugar del que él
proviene: el catolicismo argentino. Y hacerlo desde lejos, esquivando las
disputas que agitan a la Iglesia sin la pretensión de enseñar nada, sino sólo
señalar el contexto histórico y cultural donde se ubica la parábola de Bergoglio.
Antes, dos premisas. Una se refiere a la célebre etiqueta de “Papa peronista”
que desde el primer momento Bergoglio carga consigo. Muchos bromearon con
ello, pocos se esforzaron por comprenderlo. Será porque del peronismo los
italianos tenemos nociones vagas, y suele pensarse como un fenómeno exótico
de lugares remotos. Error: el peronismo es el caso más típico de populismo
latinoamericano, y dado que para los italianos es el pan cotidiano, haríamos
bien en tomarlo en serio. ¿Bergoglio es peronista? Absolutamente sí. Pero no
tanto porque adhirió a él en su juventud. Más bien en el sentido de que el
peronismo es el movimiento que determinó el triunfo de la Argentina católica
frente a la liberal, que salvó los valores cristianos del pueblo frente al
cosmopolitismo de las elites. Por lo tanto, para Bergoglio el peronismo encarna
la saludable conjugación entre pueblo y nación en la defensa de un orden
temporal basado en los valores cristianos, e inmune a los liberales. En pocas
palabras, Bergoglio es hijo de una catolicidad embebida de antiliberalismo
visceral, que se erigió a través del peronismo en guía de la cruzada católica
contra el liberalismo protestante, cuyo ethos se proyecta como una sombra
colonial en la identidad católica de América latina.
Entonces, ¿Bergoglio es populista? Absolutamente, a condición de que ese
concepto sea entendido como se debe. Llámese peronismo o de otra manera,
los rasgos ideales del populismo antiliberal son siempre los mismos. En efecto,
el populismo del Papa no tiene nada original, salvo la proyección global que su
cargo le confiere. Pero antes de ver sus contenidos, corresponde señalar la
segunda premisa. ¿El tema? El universo terminológico del Papa: en sus

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grandes viajes del año pasado –Ecuador, Bolivia, Paraguay; Cuba y los
Estados Unidos; Kenia, Uganda, República Centroafricana– Francisco
pronunció 356 veces la palabra pueblo. El populismo del Papa está ya en sus
palabras. Menos familiaridad tiene en cambio Bergoglio con otros términos:
democracia la mencionó apenas 10 veces, individuo 14 veces, y generalmente
en su acepción negativa. La palabra libertad la repitió más a menudo, 73 veces,
y en la mitad de los casos en los Estados Unidos. En Cuba la pronunció sólo
dos veces.
¿Son números sin sentido? No tanto. Confirman lo que se intuía: que la noción
de pueblo es el arquitrabe de su imaginario social. No tiene nada malo: pueblo
es una hermosa palabra, potente y evocadora. Pero también resbalosa y
ambigua. ¿Cuál es la idea de pueblo en Francisco? Su pueblo es bueno,
virtuoso, y la pobreza le confiere una innata superioridad moral. En los barrios
populares, dice el Papa, se conservan la sabiduría, la solidaridad, los valores
evangélicos. Allí está la sociedad cristiana, el depósito de la fe. Más aún: ese
pueblo no es para él una suma de individuos sino una comunidad que los
trasciende, un organismo viviente animado por una fe antigua, natural, donde el
individuo se disuelve en el Todo. En cuanto tal, ese pueblo es el Pueblo
Elegido que custodia una identidad en peligro. No por nada la identidad es otro
de los pilares del populismo de Bergoglio: una identidad eterna e impermeable
frente al devenir de la historia, propiedad exclusiva del pueblo; una identidad
ante la cual toda institución o Constitución humana debe inclinarse para no
perder la legitimidad que le confiere el pueblo.
Es claro que tal noción romántica de pueblo es discutible y que también lo es la
superioridad moral del pobre. No hay que ser antropólogo para saber que las
comunidades populares tienen, como toda comunidad, vicios y virtudes. Y lo
reconoce, contradiciéndose el mismo Pontífice, cuando establece un nexo de
causa y efecto entre pobreza y terrorismo fundamentalista; un nexo por otra
parte improbable. Pero idealizar al pueblo ayuda a simplificar la complejidad del
mundo, en lo cual los populismos no tienen rivales. El límite entre Bien y Mal se
presentará entonces tan diáfano que puede desatar la enorme fuerza ínsita en
toda cosmología maniquea. Es así como el Papa contrapone el pueblo bueno y
solidario a una oligarquía depredadora y egoísta. Una oligarquía transfigurada,
carente de rostro y nombre, esencia del Mal en cuanto rinde culto al dios

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pagano del dinero: el consumo es consumismo; el individuo, egoísta; la
atención al dinero, adoración sin alma. Tal es el enemigo del pueblo para
Bergoglio; sí, enemigo, como en un tiempo lo definía la “racionalidad
iluminista”, la “pretensión liberal” de homogeneizar la creación.
¿Cuál es el peor daño provocado por esta oligarquía? La corrupción del pueblo.
La oligarquía mina las virtudes, la homogeneidad, la espontánea religiosidad,
como un Diablo tentador. Vistas así, las cruzadas de Bergoglio contra la
oligarquía, por más que repitan el lenguaje de la crítica post-colonial, son
herederas de la cruzada antiliberal que los católicos integristas llevan adelante
desde hace dos siglos. Algo que no debe extrañar: el antiliberalismo católico
que en el plano secular simpatizó con las ideologías antiliberales de turno,
fascismo y comunismo in primis, es natural que hoy abrace con ardor la vulgata
no global. Ciertamente hay en la historia del catolicismo una fuerte tradición
católico-liberal, interesada en la laicidad política, los derechos del individuo, la
libertad económica y civil. Pero no fue esa la familia que vio crecer a Francisco.
Si el colegio de cardenales hubiera elegido un Papa chileno quizás hubiera
podido encontrarlo en ese universo cultural. Pero la Iglesia argentina es la
tumba de los católicos liberales, muertos por la ola nacional popular.
¿Tiene fundamento la visión populista del mundo propia de Bergoglio? ¿Será
eficaz para volver a darle a la Iglesia y a su mensaje el relieve perdido? ¿Para
resistir a la progresiva secularización del mundo? No está dicho. Si es cierto
que el mundo sufre desigualdades crónicas, no lo es que las causas sean
precisamente aquellas a las que el Papa señala su dedo. Tampoco está tan
polarizado como su esquema maniqueo pretendería. En los últimos quince
años, en muchos países desarrollados ha crecido la distancia entre ricos y
pobres pero también se ha dado una discreta redistribución de las riquezas
entre el norte y el sur del mundo. En Asia y en América latina decenas de
millones de personas han ingresado en la clase media: son más instruidas y
secularizadas que el pueblo que ama Bergoglio. Una cronista le preguntó al
Papa por qué nunca habla de la clase media. ¿Qué rol tendrá en el mundo
bipolar del populismo papal? Con amabilidad, Francisco le agradeció la
sugerencia y le prometió decir algo al respecto. Luego recordó que algo había
dicho en el pasado. Y es verdad: la clase media es una clase colonial que
contagia al pueblo con el ethos individualista. Por lo tanto nunca escondió su

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predilección por los movimientos políticos y sociales populares y su rechazo a
las clases medias. A Cristina Kirchner le concedió cinco audiencias en un par
de años no porque la amara sino porque es peronista, el partido del pueblo. A
Mauricio Macri ni siquiera lo felicitó cuando ganó las elecciones: explicó que así
lo exigía el protocolo; él, que se ríe de las formas. Es obvio: Macri representa a
la clase media porteña, laica y cosmopolita, y tuvo el descaro de avalar en la
Argentina el matrimonio gay. Habrá que aprender a vivir en libertad, dijo,
ganándose una turbulenta reunión con Bergoglio para el cual estas leyes violan
la catolicidad del pueblo, su identidad, su sentido moral. Por más que después
el pueblo, el soberano que vota, haya elegido a Macri.
En esa visión de pueblo se apoya el resto de los elementos del populismo de
Francisco. En primer lugar, la idea de que la democracia es un concepto social,
y solamente social. Y que, por lo tanto, es democrático todo orden que respete
el Evangelio realizando la Justicia Social; admitiendo que ésta exista. En ese
caso, la forma que adquiera el régimen político es secundaria: una autocracia
popular que distribuya la riqueza y sea respetuosa de la religiosidad del pueblo
seguramente será una democracia; incluso cuando deba exagerar poniendo
bajo su control a los medios, los tribunales, el Parlamento, las finanzas
públicas, etcétera. La dimensión política e institucional de la democracia, el
delicado equilibrio de los poderes del Estado de derecho, la tutela jurídica de
las libertades individuales, no son temas ante los cuales Bergoglio haya sido
muy sensible. En las pocas oportunidades en las que los trata, acostumbra
proponer la antigua distinción entre democracia formal y sustancial. Y, sin
embargo, precisamente la violenta historia latinoamericana tendría que haber
enseñado que en democracia la forma es sustancia. Las “democracias
participativas” latinoamericanas de nuestros tiempos son enésimas reediciones
del más reaccionario patrimonialismo del Estado, con un corolario de abusos
clientelares, autoritarismo político, desastres económicos. Lo recuerda el drama
venezolano.
Unas pocas anécdotas de los momentos en que el Papa se aparta de los textos
escritos ilustran lo dicho. En Paraguay, como se sabe, Bergoglio cometió una
gaffe. Le pasa también a los papas, amén. Pero una gaffe se presta a
consideración. En pocas palabras: alguien le pidió a Francisco de realizar un
llamado por la liberación de un prisionero. Él dio por descontado que se trataba

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de un abuso del Estado y recriminó al Presidente de Paraguay. Pero después
descubrió que el prisionero en cuestión estaba en manos de un grupo terrorista
y que el Estado paraguayo, por defectuoso que sea, no tenía nada que ver. Su
reacción espontánea y de buena fe nos sorprende. Por lo pronto revela las
predilecciones del Papa: bueno o malo, el Gobierno paraguayo no entra dentro
de la calificación de gobiernos del pueblo que ama Bergoglio; a diferencia de
los de Ecuador y Bolivia, donde se mostró muy cauto con las autoridades
locales, de las que no puede decirse que sean inmaculadas. El episodio
demuestra que el silencio mantenido luego sobre los derechos humanos en
Cuba o Uganda no se debe a una precisa voluntad de evitar tensiones con las
autoridades políticas. Cuando lo considera oportuno, Bergoglio no teme
llamarlas al orden, tal como sucedió en Paraguay y en la República
Centroafricana. La convicción de que algunos regímenes tutelan la esencia
religiosa del pueblo mejor que otros sería su brújula.
A propósito de Cuba, viaje que merecería un capítulo aparte, sobresalen
algunos pasajes. El primero es el discurso de Bergoglio a los jóvenes cubanos.
No sólo no hay mención a la libertad y a la democracia, sino que el Papa los
alertó: atención con el consumismo, les dijo a quienes apenas saben qué es el
consumo; cuídense del individualismo, alertó allí donde el individuo está
obligado a hacer lo que dice el Estado, arriesgando la cárcel si desobedece.
Parecerían chistes grotescos si no respondieran a su idea de pueblo: sabe bien
que el castrismo es hijo legítimo de la tradición populista; que el comunismo de
Castro es una desviación secular del mensaje evangélico, fenómeno difundido
en toda la catolicidad latina. En efecto, lo que dice el Papa recuerda los largos
discursos en los que Fidel Castro ilustraba la transformación de Cuba como
una reducción jesuítica de nuestros tiempos. Lo que le preocupa a Bergoglio es
mantener a Cuba en el recinto populista evitando que el pueblo pierda la
religiosidad que ese régimen tan austero ha preservado, si bien bajo otro
nombre. El imperativo no es liberarlo, sino salvarlo de las sirenas capitalistas,
del contagio liberal.
Pero la manera en que el Papa mira a Cuba se manifestó con candor cuando
un periodista le preguntó por qué no había recibido a los disidentes. ¿Sabe que
muchos fueron arrestados para que no se encontraran con usted? No sé nada,
respondió Francisco, y de todas maneras no concedió entrevistas privadas a

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nadie, “No sólo los disidentes pidieron audiencias, incluso un jefe de Estado lo
hizo”. Así, puso en el mismo plano la foto con el Papa que un dignatario
esperaba llevar a su país y los familiares de los prisioneros políticos en busca
de consuelo. ¿Cómo es posible? Él mismo nos ayuda a entenderlo: poco antes
había dicho que los derechos humanos no se respetan en muchos países del
mundo. Para luego agregar: hay países europeos que por diferentes motivos
no te permiten siquiera llevar signos religiosos. Por lo tanto, las leyes laicas
francesas, ya que a ellas aludía Bergoglio, violarían los derechos humanos no
menos que la sistemática negación cubana de todo derecho civil y político.
¿Una enormidad? Claro que sí. Pero así son las cosas para el Papa: la medida
de la legitimidad del orden social es su fidelidad o no a la identidad religiosa del
pueblo, entendido como lo entiende el populismo. De laicidad ni siquiera el
sabor.
A esta altura, no sorprende que Francisco repita a menudo uno de sus mantras
más amados: el Todo es superior a la Parte. Es una manera de decir que el
pueblo, entidad mítica y divina, trasciende al individuo. Aún menos sorprende
que tal condena del individualismo haya servido históricamente para legitimar
numerosas tiranías ejercidas en nombre del pueblo, prontas a sacrificar los
derechos individuales en el altar de una justicia social de la que nunca se vio
huella: peronismos, castrismos, chavismos y otros. Otro momento de un viaje
pontificio ilustra este punto: al menos dos veces en África el Papa avaló la
subordinación de la parte al todo, del individuo al pueblo, de los derechos de
una minoría a la supuesta identidad del pueblo. En primer lugar en Uganda,
donde Francisco no les concedió voz ni audiencia a los gay, amenazados de ir
a la cárcel por el “delito” de homosexualidad; medida felizmente derogada por
la Corte constitucional. Desde la óptica populista, el reconocimiento de los
derechos de los homosexuales es un típico ejemplo de colonialismo ideológico,
de contagio de la santa religiosidad del pueblo africano con caprichos
inmorales del decadente Occidente. En términos similares Bergoglio había
reaccionado frente al matrimonio gay en la Argentina.
Están también las sorprendentes consideraciones de Francisco sobre el SIDA.
A un periodista alemán que le preguntó si la Iglesia no debería cambiar de
posición a propósito de los profilácticos, Bergoglio respondió: “El problema es
mayor. La malnutrición, la explotación de las personas, el trabajo esclavo, la

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falta de agua potable… esos son los problemas. No nos preguntemos si se
puede usar tal o cual banda adhesiva para una pequeña herida. La gran herida
es la injusticia social”. Si bien el SIDA compromete a millones de individuos, no
es sino una “pequeña herida” frente a la titánica tarea de restaurar el imperio de
la justicia en el mundo. Hay una humanidad por salvar, ¿por qué perderse tras
los individuos que probablemente hayan pecado?
Si este es el prisma ideal a través del cual el Papa interpreta el mundo, tiene
razón quien señala su línea apocalíptica, cuya otra cara es la redentora. Es un
nudo clave porque el binomio apocalipsis-redención es el alma de la visión
maniquea del mundo típica del populismo; una visión hostil de las
aproximaciones pragmáticas a los problemas del mundo, donde Francisco ve la
amenaza del imperio “tecnocrático” que domina a todos.
¿Qué decir del aspecto apocalíptico del Papa? Francisco tiene toda la razón
cuando denuncia las desigualdades, las injusticias, las nuevas marginalidades,
los abusos contra los migrantes, las guerras, la bomba ambiental. Al mismo
tiempo, no recuerdo épocas en las que no haya estado presente el fantasma
del apocalipsis. ¿Acaso vivimos un tiempo más trágico, decadente y enfermo
que otros? Podría ser, aunque no lo creo. Depende mucho de cómo se mida. Si
la medida es el Reino de los Cielos, no hay época que escape a la ira de Dios.
Pero si se trata de la medida laica y desencantada, esta época es como todas
las demás: un vaso medio vacío y medio lleno. Pero el análisis apocalíptico del
mundo induce al Papa a evocar una consigna redentora: “hagan lío”, les dice a
los jóvenes; sigan grandes valores, imiten a los mártires, luchen por la utopía
evangélica. Se dirá que ese es su oficio. Es verdad, pero el terreno de las
utopías redentoras es uno de los más delicados. Por más que se diga, los
hombres tienden a legitimar la violencia y a entablar guerras en nombre de
tales utopías, más que meros intereses económicos. En lo que se refiere a los
tremendos efectos de las utopías redentoras, tan amadas por los movimientos
sociales ante los que el Papa lanza encendidos discursos, la historia argentina
viene en ayuda: ese país sufrió sus efectos como pocos. Militares, peronistas,
Iglesia y guerrilleros se enfrentaron violentamente en nombre de la nación
católica y de la catolicidad del pueblo, con desprecio por la democracia
burguesa y el Estado de derecho. El resultado es conocido por el mundo.
Tomemos en consideración un episodio citado por un vaticanista italiano.

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Escribe que Bergoglio recuerda conmovido al padre Vernazza, de cuyo
apostolado permanece viva la memoria en las villas de Buenos Aires. Es
verdad: como otros sacerdotes, Vernazza le había dedicado la vida a los
pobres. Pero tal dedicación tenía también otros aspectos. Vernazza viajó en el
avión que en 1972 llevó de vuelta a Perón a su patria, entre políticos,
sindicalistas, guerrilleros y religiosos peronistas. Estaba incluso Licio Gelli en
ese avión. Todos pensaban que la Argentina era una nación católica inmune al
virus liberal, que el peronismo encarnaba la catolicidad del pueblo y que Perón
habría restaurado el orden cristiano; un orden sobre el cual no había acuerdo, y
que provocó que terminaran disparándose entre ellos. Del baño de sangre
sobre el que después los militares colocaron una horrible lápida participaron
también los amigos de sacerdotes llenos de buenas intenciones como
Vernazza. Los Montoneros, grupo armado peronista que veía reflejado el
Evangelio en el socialismo, y que en su nombre mataba sin vacilaciones, se
habían formado en las parroquias. Eran jóvenes que “habían hecho lío”.
Esto sucede donde se impone el populismo: la defensa de la identidad del
pueblo, especie de ave fénix, oscurece el Estado de derecho, cuyos principios
son considerados inapropiados instrumentos de las clases coloniales contra la
virtud del pueblo. El populismo vuelca así su impulso maniqueo en la arena
política. Resultado: la dialéctica política se transforma en guerra entre pueblo y
anti pueblo; el Apocalipsis es una profecía auto cumplida; la redención sigue
siendo un sueño insatisfecho. Lo cual no impide, sin embargo, que Francisco,
afligido por la idea de que la globalización infecta y mata las identidades del
pueblo, diversas entre ellas pero todas signadas por la religiosidad, invoca una
defensa a ultranza. A ello apunta cuando se rebela contra la uniformidad que el
capital impondría al mundo; cuando reclama pluralismo, un concepto que
Bergoglio conjuga de manera personal: nuevamente como pluralidad de
pueblos y no de individuos; por más que muchos pueblos no admitan
pluralismo en su interior. No obstante es obvio que las identidades no son
inmunes al cambio, que están sujetas a mezclarse entre sí. La imputación del
Papa que acusa a la globalización de colonizar la identidad del pueblo fue
antes dirigida a la cristiandad, cuando se plasmaron las identidades populares
que hoy Francisco defiende como si fueran eternas y estáticas.
Pero cuántas charlatanerías abstrusas, se me dirá: la sustancia es que el Papa

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defiende a los pobres y denuncia a los poderosos. El resto es artificio
intelectual, actividad que Francisco ama tan poco que a menudo repite que la
Realidad es superior a las Ideas. La tradición populista es, por otra parte, anti-
intelectual por definición. El argumento es tan fuerte, tan definitivo al poner a
quien lo afirma en una posición de superioridad moral, que no deja mucho
margen a las objeciones. Al laico, enfermo de dudas, a quien el estudio de la
historia le ha enseñado que a menudo las mejores intenciones hacen más daño
que el granizo y alejan los objetivos que se querían alcanzar, algunas
preguntas le surgen espontáneamente. La primera es si las imprecisas ideas
que el Papa expone sobre economía son las más adecuadas para reducir las
desigualdades sociales y la pobreza. Lo dudo. Y sé que muchos también lo
hacen. El Papa no es un economista y no está obligado a dar recetas. Me
parece justo. Pero dado que es sacrosanto y se manifiesta sobre tales
materias, también será lícito expresarse sobre si están fundados o no sus
diagnósticos y las terapias a las que alude: en síntesis, mucho menos mercado,
mucho más Estado; la economía tendría que basarse en principios morales y
no en la lógica de los beneficios. Lo cual, digámoslo, no constituye una gran
novedad. El hecho es que los modelos económicos populistas a los que alude
Francisco nunca dieron buenos resultados: ni en términos de creación de
riqueza para distribuir, ni en la reducción estructural de las desigualdades. Las
economías populistas fabricaron pobreza en nombre del pobre y su herencia
suele pesar sobre las generaciones futuras. ¿No será excesiva la hostilidad del
Papa por el mercado?
El más intrigante nudo del pensamiento social de Francisco nos lleva a su
reflexión sobre los pobres, entendidos como categoría sociológica, y al Pobre,
en el sentido espiritual. El dilema es claro: por un lado, el Papa lanza dardos
contra el injusto sistema económico, causa de la difundida pobreza en el
mundo; pero, por otro lado, señala al Pobre como la quintaesencia de las
virtudes que hay que preservar. ¿Francisco suscribiría la famosa frase de Olor
Palme, “Nuestro enemigo no es la riqueza, sino la pobreza”? Frente al riesgo
de que con la pobreza desaparezcan las virtudes cristianas del Pobre, ¿prefiere
entonces un mundo de pobres? Esto se desprende de su explícita postura
frente a la pobreza. No queda claro. Bergoglio se expresa algunas veces contra
la pobreza, y en otras, en defensa del Pobre. Quizás piense, como Fidel

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Castro, que cuando la riqueza comienza a corromper y a contaminar al pueblo,
entonces hay que preservar algo más potente que el dinero: la conciencia.
Lástima que esto presuponga la existencia de un Estado ético que se arrogue
el derecho de plasmar la “conciencia” del pueblo y de establecer lo que está
bien o mal para él: un Estado totalitario, heredero del antiguo ideal del Estado
confesional, por el cual no excluyo que Francisco sienta nostalgia.
Mientras tanto, suceden muchas cosas y se plantean enormes interrogantes
sobre los fundamentos de su visión del mundo y sobre la noción de pueblo que
lo inspira; y, por ende, sobre la eficacia de que la Iglesia restituya su relevancia
perdida. Las sociedades modernas, también en el sur del mundo, siempre son
más articuladas y plurales. Hablar de un pueblo que protege identidades puras
e intrínsecas de religiosidad es ha menudo un mito que no se corresponde con
la realidad. No tiene sentido seguir considerando a las clases medias, que han
crecido enormemente y están ansiosas por poder consumir más y tener
mejores oportunidades, como clases coloniales enemigas del pueblo. Muchos
pobres de ayer hoy forman parte de las clases medias. El mercado religioso se
encuentra en una rápida evolución y la secularización avanza a pasos
agigantados. Incluso en el plano político, los populismos con los que el Papa
comparte muchas afinidades, sufrieron muchos golpes, especialmente en
América latina, tanto que lleva a sospechar si no están quedando huérfanas del
pueblo que invocan. No casualmente Francisco pareció desorientado cuando
un periodista le pidió su opinión sobre la elección de Mauricio Macri y el nuevo
curso antipopulista que algunos piensan que se está dando en América latina.
“He escuchado alguna opinión –murmuró el Papa–, pero de esta geopolítica en
este momento no sabría qué decir. Hay muchos países latinoamericanos en
esta situación de cambio, es verdad, pero no sabría explicarlo”. Es evidente
que no se mostró entusiasta considerando el perfil más secular y cosmopolita
de las fuerzas que se proponen suplantar a los populismos en crisis. Pero con
ellas deberá confrontarse el Santo Padre. Adorado por los fieles pero también
huérfano, al menos un poco, de pueblo.

Traducción: José María Poirier


El autor es profesor de Historia de América latina en la Universidad de Bolonia,
autor de numerosos trabajos sobre el peronismo y la Iglesia argentina.

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