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CLASE 10 - L1.2.5 - RC-Territorios
CLASE 10 - L1.2.5 - RC-Territorios
Meri Torras
Quien amolda la voz para hablar de cuerpos y de territorios sabe que se ocupa de
asuntos que van a abocarle necesariamente al tránsito. Cuando el cuerpo se
presenta como territorio, raramente lo hace aviniéndose con el mapa (o los
mapas) que pretenden explicarlo, prefigurarlo, definirlo, puesto que de poner
lindes y fines trata la labor cartográfica. La encarnación del mapa en el territorio
del cuerpo suele ser resistente, opaca y, a menudo, encarnizada. Las cartografías
del deseo, a su vez, suelen abrir accidentes corpográficos insospechados (como
se pondrá de manifiesto en este mismo simposio, en las aportaciones de Rafael
Manuel Mérida o Diego Falconí); como también la experiencia del dolor —ya en la
enfermedad o ya en la tortura— (así lo atestiguarán las palabras de Noemí Acedo)
no puede aparecer recogida en las radiografías de sus síntomas. Está en otro
lugar que no es otro, entre lo decible y lo que no se alcanza a decir (solo a mal
decir/maldecir).
En el transcurso de este simposio a propósito de las Disciplinas, discursos y
prácticas corporales, nos estamos ocupando de cómo representamos y
constituimos los cuerpos (y las identidades a ellos vinculadas), desde esa
encrucijada que denominamos cultura, que es una red dinámica de textos no
siempre armónicos entre sí, desde donde cuerpo e identidad deviene un devenir,
un proceso. A pesar de aparecer en la ilusión de la instantánea (o tal vez
precisamente por ella, por lo que tiene de transcurso el tiempo detenido), la idea
de proceso identitario y corporal está presente en las fotografías que trataré en mi
intervención. Consciente, no obstante, del movimiento que conllevan los territorios
corporales, permítaseme empezar esta intervención desde un leve
desplazamiento, y partir ya no de la fotografía sino de una de sus parientes
mayores: la pintura, aunque se trate —como verán— de una pintura a modo
fotográfico.
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© Juan O’Gorman
El óleo “Ciudad de México”, pintado por Juan O’Gorman en 1942, despliega ante
quien detenga en él su atención un juego de realidades y representaciones inscrito
explícitamente en la materialización misma del lienzo. Frente a la presunta
realidad del centro de la ciudad, como reza la leyenda “tal y como se ve desde
arriba del monumento de la revolución en dirección a oriente”, se recorta un mapa
abierto ante nuestros ojos por las dos manos del hombre blanco que parece ser
quien sostiene igualmente la perspectiva de la visión rectora de la imagen y —
como suele suceder en todo paisaje— está afuera de él (salvo por la interesante
irrupción de esas manos con el mapa).1 Se trata, por tanto, de una visión apoyada
en la representación abstracta o que, a través de ella —el mapa— se apodera del
territorio al completo, conoce qué lo conforma y por qué está constituido, a pesar
de que sus sentidos —en este caso la vista— no le alcancen a vislumbrarlo.
Mediante el mapa, por tanto, este hombre controla la totalidad del espacio, lo
domina enteramente.
En un lugar intermedio y fronterizo, puesto que está de pie en la cornisa del
edificio, otro hombre, éste indio, aparece vestido de obrero y armado de una
paleta cementera y un blueprint, con total seguridad el plano del edificio que está
construyendo. Por un lado, la horizontalidad de la extensa e inmensa Ciudad de
México ante la mirada del hombre blanco y contenida en el mapa; por otro, la
verticalidad del monumento de la revolución (que se terminó de construir en 1938)
coronado por uno de los obreros que contribuyó a levantarlo. Este segundo ámbito
aparece además con marcas étnicas determinadas, contrapuestas al primero, que
es dádiva para un sujeto blanco que posee no solamente la clave que contiene la
ciudad, sino —incluso— la perspectiva que gobierna la visión por entero. El
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“[L]andscape is an intensely visual idea. In most definitions of landscape the viewer is outside of it”
(Cresswell 2004: 10).
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monumento en 1942 está acabado, la revolución, en cambio todavía por
completar.
En un ensayo aparecido recientemente en Siruela, con el título de Contra el mapa,
Estrella de Diego, catedrática de Historia del Arte en la Universidad Complutense
de Madrid, advierte en relación a esta pintura de O’Gorman, la sobreposición de
ciudades ligadas a códigos representacionales determinados. Cito:
Ahí están, pues, las dos ciudades: la que apunta el mapa y la que
despliega el cuadro. Convención la primera, reducida a símbolos como
todo mapa, signos que desde tan lejos han perdido aquellos detalles,
aunque fueran descoloridos y borrosos, que nos ayudarían a
identificarlos: pura convención. Y con aspiraciones de realidad la
segunda en su construcción volumétrica y, desde luego, de formas más
tangibles que la ciudad-mapa, tal vez porque en esa maniobra de zoom
a medida que nos aproximamos al “corazón”, a los edificios en las
ciudades, los detalles se hacen más nítidos. Sin embargo y pese a todo,
consenso en la ciudad pintada en tanto mundo regido por una
representación de la realidad, que no es al fin la realidad, sino algo que
se denomina como tal y que hay que aprender a “leer”. (De Diego,
2008: 66)
[…] place is also a way of seeing, knowing and understanding the world.
When we look at the world as a world of places we see different things.
We see attachments and connections between people and place. We
see worlds of meaning and experience. (Cresswell, 2004: 11)
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Estrella de Diego se refiere también a esta obra de Smith, particularmente a la
sección “Ciudad espiral”, constituida a partir de las filmaciones que hizo de Ciudad
de México desde un helicóptero alquilado. Para De Diego resulta relevante que en
los videos de Smith no quede rastro de lo reconocible, de esos edificios
emblemáticos a partir de los que identificamos la ciudad (como por ejemplo el
monumento de la revolución). A mí, en el espacio de este texto, me interesa sobre
todo que Ciudad de México aparece en Smith como un territorio corporizado, en
tanto que la representación viene regida —como he apuntado más arriba— por la
lugarización del espacio, por el paso de este increíble territorio urbano por un
cuerpo —el de Smith— y, a su vez, la materialización artística de este itinerario
está destinada a pasar por otros cuerpos, los de las espectadoras y los
espectadores de la exposición que se convierten más que nunca en visitantes, co-
habitantes transitorios de la ciudad espiral que es Ciudad de México de Smith.
Los territorios corporales por los que me propongo transitar en la segunda parte de
esta intervención arrancan los mapas de su pretendida objetividad —que no es
sino una perversa subjetividad dominante—, muestran el sesgo (masculino,
blanco, colonial, etc.) de una mirada que borra su parcialidad bajo los códigos
racionales y científicos, los mismos que han de permitir domeñar lo desconocido,
hablar por el otro, conquistar lo ajeno, traducirlo en función de un yo central.
Lo particularmente relevante de erigir el cuerpo como instrumento principal para
llevar a cabo esta operación de denuncia y rescritura es que el mismo cuerpo es
un ámbito constituido como otredad del discurso de la razón que sostiene la
empresa colonial, que niega la diferencia; esto es: frente a la razón, el espíritu y el
conocimiento (cabría añadir también el alma), el cuerpo ha sido el depósito
material y perecedero que en la tradición occidental moderna aboca al hombre al
instinto y a la animalidad (con más motivo a la mujer que —ya se sabe— por su
condición de dadora de vida siempre se definía como más cercana a la Naturaleza
y a la biología y más alejada de la Razón y del conocimiento).
En el siglo XXI, el cuerpo es pues un termómetro de los binomios sobre los cuales
se han constituido los fundamentos del conocimiento en la tradición occidental, el
lugar donde se materializan esas mismas contradicciones originarias e
interrelacionadas.
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Si en “Testimonio personal de una curación” Gilberto Chen (1954) formaba una
imagen encadenando la representación exterior (fotografías) con la interior
(radiografías) de su cuerpo en tiempos distintos, para dar fe —como indica el
título— de un proceso de curación por el cuerpo (que, por supuesto, concierne a la
mente por igual), la sintaxis que rige la obra fotográfica de Calatayud y Parcero es
la superposición. Así, en la serie Monografías (1995), Adriana Calatayud une a los
cuerpos la representación anatómica de los mismos, de modo que revela el mapa
interior según la representación ortodoxa que es la que gobierna, por ejemplo, las
acciones que operan sobre los cuerpos en procesos médicos (como el que
atestigua Chen) pero también la del dibujo artístico (porque en definitiva las
láminas anatómicas deben mucho a la pericia de ilustradores (vid. Bordes, 2003),
antes de que la tecnología brindara las radiografías, las ecografías, los TACs, las
mamografías, etc.). Igual que sucedía en el lienzo de O’Gorman, se confrontan
aquí dos convenciones relacionadas: el cuerpo fotografiado —el territorio— y la
representación anatómica —el mapa—. Y la coincidencia, lejos de ser
tranquilizadora, nos lleva al extrañamiento, entre otras cosas a la percepción de
un@ mism@ como otr@ (vid. Torras, 2006).2
Las representaciones anatómicas coincidentes visualizan, por un lado, nuestro
interior mostrando que ni lo conocemos ni nos reconocemos en él, puesto que
esas láminas borran la diferencia bajo el formato estándar. Por otro lado, se
convierten en un vestido de adentro cubriendo el afuera, y revelan que sobre
nuestra desnudez se proyecta un modelo, prêt à porter ante cualquier
circunstancia que nos haga inteligibles de determinada manera (por ejemplo una
operación quirúrgica, en un quirófano).
2
De ahí en parte que, en la obra de Adriana Calatayud, la serie Desdoblamientos (1997) siga a
Monografías. En este caso, las imágenes que conforman por superposición los cuerpos que se
exponen a nuestros ojos ya no son siempre anatómicas ni coincidentes, ni los cuerpos un
parangón de belleza y juventud: los surca el tiempo y el doble.
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© Adriana Calatayud © Adriana Calatayud
No comparto el entender el cuerpo aquí representado como objeto (que podría ser
la tercera dimensión del sujeto, entendido en el sentido de tema, el subject inglés).
Para mí —y en cualquier caso—, una materia nada pasiva, se trata de un cuerpo
que si se pone ante nuestros ojos tematizado es para reivindicarse como sujeto e
interrogar y problematizar —aunque sea a partir de la resistencia que supone
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determinada materialización de desnudez “tatuada”— los mismos procesos
culturales por los que deviene sujeto. El cuerpo, en efecto, es la frontera movediza
e inestable de lo interior y lo exterior, de lo propio y de lo ajeno, del yo y la
alteridad, de lo personal y lo colectivo.
© Tatiana Parcero
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Junto con las ilustraciones anatómicas, en sus particulares Cartografías internas ,
Parcero superpone otras imágenes procedentes de los códices y, claro está, de
mapas.
© Tatiana Parcero
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resignificándolas. No hay confrontación, por llamarla de alguna manera,
con esos mapas que la surcan y la atraviesan, sino una búsqueda de
síntesis, de entendimiento poético […].
En fin —y agotando el tiempo del que dispongo— tanto Adriana Calatayud como
Tatiana Parcero nos invitan a reflexionar a propósito de lo que nos corporiza
identitariamente, desde la herencia étnica e histórica (no en si misma menos
sesgada e impositiva, aunque posteriormente tachada, borrada), hasta los
procesos de colonización del sujeto (y el sometimiento espacial general de sus
lugares identitarios particulares), para mostrar como el espacio invadido del
cuerpo es también el evadido de aquellos discursos que pretenden inmovilizarlo,
fijarlo y —por tanto— el mismo instrumento que implacablemente los rescribirá
desde la diferencia y en carne propia.
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Bibliografía
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Web: http://cositextualitat.uab.cat
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