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Profa. Leonor Ortega Gutiérrez
mis recursos eran nulos—me hizo revisar mis bolsillos. Encontré peligro de ser reconocido; el hecho es que en la calle desierta me
lo que sabía que iba a encontrar. El reloj norteamericano, la sentía visible y vulnerable, infinitamente. Recuerdo que le dije al
cadena de níquel y la moneda cuadrangular, el llavero con las cochero que se detuviera un poco antes de la entrada central.
comprometedoras llaves inú tiles del departamento de Runeberg, Bajé con lentitud voluntaria y casi penosa; iba a la aldea de
la libreta, un carta que resolví destruir inmediatamente (y que no Ashgove, pero saqué un pasaje para una estació n má s lejana. El
destruí), el falso pasaporte, una corona, dos chelines y unos tren salía dentro de muy pocos minutos, a las ocho y cincuenta.
peniques, el lá piz rojo—azul, el pañ uelo, el revó lver con una bala. Me apresuré: el pró ximo saldría a las nueve y media. No había
Absurdamente lo empuñ é y sopesé para darme valor. Vagamente casi nadie en el andén. Recorrí los coches: recuerdo a unos
pensé que un pistoletazo puede oírse muy lejos. En diez minutos labradores, una enlutada, un joven que leía con fervor los Anales
mi plan estaba maduro. La guía telefó nica me dio el nombre de la de Tá cito, un soldado herido y feliz. Los coches arrancaron al fin.
ú nica persona capaz de transmitir la noticia: vivía en un suburbio Un hombre que reconocí corrió en vano hasta el límite del andén.
de Fenton, a menos de media hora de tren. Era el capitá n Richard Madden. Aniquilado, trémulo, me encogí
Soy un hombre cobarde. Ahora lo digo, ahora que he en la otra punta del silló n, lejos del temido cristal.
llevado a término un plan que nadie no calificará de arriesgado. De esa aniquilació n pasé a una felicidad casi abyecta. Me
Yo sé que fue terrible su ejecució n. No lo hice por Alemania, no. dije que estaba empeñ ado mi duelo y que yo había ganado el
Nada me importa un país bá rbaro, que me ha obligado a la primer asalto, al burlar, siquiera por cuarenta minutos, siquiera
abyecció n1 de ser un espía. Ademá s, yo sé de un hombre de por un favor del azar, el ataque de mi adversario. Argü í que no
Inglaterra —un hombre modesto— que para mí no es menos que era mínima, ya que sin esa diferencia preciosa que el horario de
Goethe2. Arriba de una hora no hablé con él, pero durante una trenes me deparaba, yo estaría en la cá rcel, o muerto. Argü í (no
hora fue Goethe... Lo hice, porque yo sentía que el Jefe tenía en menos sofísticamente) que mi felicidad cobarde probaba que yo
poco a los de mi raza —a los innumerables antepasados que era hombre capaz de llevar a buen término la aventura. De esa
confluyen en mí. Yo quería probarle que un amarillo podía salvar debilidad saqué fuerzas que no me abandonaron. Preveo que el
a sus ejércitos. Ademá s, yo debía huir del capitá n. Sus manos y su hombre se resignará cada día a empresas má s atroces; pronto no
voz podían golpear en cualquier momento a mi puerta. Me vestí habrá sino guerreros y bandoleros; les doy este consejo: El
sin ruido, me dije adió s en el espejo, bajé, escudriñ é la calle ejecutor de una empresa atroz debe imaginar que ya la ha
tranquila y salí. La estació n no distaba mucho de casa, pero cumplido, debe imponerse un porvenir que sea irrevocable como
juzgué preferible tomar un coche. Argü í que así corría menos el pasado. Así procedí yo, mientras mis ojos de hombre ya muerto
registraban la fluencia de aquel día que era tal vez el ú ltimo, y la
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Abyección: humillación. difusió n de la noche. El tren corría con dulzura, entre fresnos. Se
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Importante poeta y escritor alemán, autor de Fausto.
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detuvo, casi en medio del campo. Nadie gritó el nombre de la creciente que abarcara el pasado y el porvenir y que implicara de
estació n. ¿Ashgrove? les pregunté a unos chicos en el andén. algú n modo los astros. Absorto en esas ilusorias imá genes, olvidé
Ashgrove, contestaron. Bajé. mi destino de perseguido. Me sentí, por un tiempo
Una lá mpara ilustraba el andén, pero las caras de los niñ os indeterminado, percibidor abstracto del mundo. El vago y vivo
quedaban en la zona de la sombra. Uno me interrogó : ¿Usted va a campo, la luna, los restos de la tarde, obraron en mí; asimismo el
casa del doctor Stephen Albert? Sin aguardar contestació n, otro declive que eliminaba cualquier posibilidad de cansancio. La
dijo: La casa queda lejos de aquí, pero usted no se perderá si tarde era íntima, infinita. El camino bajaba y se bifurcaba, entre
toma ese camino a la izquierda y en cada encrucijada del camino las ya confusas praderas. Una mú sica aguda y como silá bica se
dobla a la izquierda. Les arrojé una moneda (la ú ltima), bajé unos aproximaba y se alejaba en el vaivén del viento, empañ ada de
escalones de piedra y entré en el solitario camino. É ste, hojas y de distancia. Pensé que un hombre puede ser enemigo de
lentamente, bajaba. Era de tierra elemental, arriba se confundían otros hombres, de otros momentos de otros hombres, pero no de
las ramas, la luna baja y circular parecía acompañ arme. Por un un país: no de luciérnagas, palabras, jardines, cursos de agua,
instante, pensé que Richard Madden había penetrado de algú n ponientes. Llegué, así, a un alto portín herrumbrado 3. Entre las
modo mi desesperado propó sito. Muy pronto comprendí que eso rejas descifré una alameda y una especie de pabelló n. Comprendí,
era imposible. El consejo de siempre doblar a la izquierda me de pronto, dos cosas, la primera trivial, la segunda casi increíble:
recordó que tal era el procedimiento comú n para descubrir el la mú sica venía del pabelló n, la mú sica era china. Por eso, yo la
patio central de ciertos laberintos. Algo entiendo de laberintos: había aceptado con plenitud, sin prestarle atenció n. No recuerdo
no en vano soy bisnieto de aquel Ts'ui Pên, que fue gobernador si había una campana o un timbre o si llamé golpeando las
de Yunnan y que renunció al poder temporal para escribir una manos. El chisporroteo de la mú sica prosiguió .
novela que fuera todavía má s populosa que el Hung Lu Meng y Pero del fondo de la íntima casa un farol se acercaba: un
para edificar un laberinto en el que se perdieran todos los farol que rayaban y a ratos anulaban los troncos, un farol de
hombres. Trece añ os dedicó a esas heterogéneas fatigas, pero la papel, que tenía la forma de los tambores y el color de la luna. Lo
mano de un forastero lo asesinó y su novela era insensata y nadie traía un hombre alto. No vi su rostro, porque me cegaba la luz.
encontró el laberinto. Bajo á rboles ingleses medité en ese Abrió el portó n y dijo lentamente en mi idioma:
laberinto perdido: lo imaginé inviolado y perfecto en la cumbre —Veo que el piadoso Hsi P'êng se empeñ a en corregir mi
secreta de una montañ a, lo imaginé borrado por arrozales o soledad. ¿Usted sin duda querrá ver el jardín?
debajo del agua, lo imaginé infinito, no ya de quioscos ochavados Reconocí el nombre de uno de nuestros có nsules y repetí
y de sendas que vuelven, sino de ríos y provincias y reinos... desconcertado:
Pensé en un laberinto de laberintos, en un sinuoso laberinto
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Herrumbrado: oxidado.
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Sinólogo: persona enfocada en estudiar la antigua lengua y cultura china. Execrar: maldecir, denostar.
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circunstancias me dieron la recta solució n del problema. Una: la mi jardín de senderos que se bifurcan. Casi en el acto comprendí;
curiosa leyenda de que Ts'ui Pên se había propuesto un laberinto el jardín de los senderos que se bifurcan era la novela caó tica; la
que fuera estrictamente infinito. Otra: un fragmento de una carta frase varios porvenires (no a todos) me sugirió la imagen de la
que descubrí. bifurcació n en el tiempo, no en el espacio. La relectura general de
Albert se levantó . Me dio, por unos instantes, la espalda; la obra confirmó esa teoría. En todas las ficciones, cada vez que
abrió un cajó n del á ureo y renegrido escritorio. Volvió con un un hombre se enfrenta con diversas alternativas, opta por una y
papel antes carmesí; ahora rosado y tenue y cuadriculado. Era elimina las otras; en la del casi inextricable Ts'ui Pên, opta —
justo el renombre caligrá fico de Ts'ui Pên. Leí con incomprensió n simultá neamente— por todas. Crea, así, diversos porvenires,
y fervor estas palabras que con minucioso pincel redactó un diversos tiempos, que también, proliferan y se bifurcan. De ahí
hombre de mi sangre: Dejo a los varios porvenires (no a todos) las contradicciones de la novela. Fang, digamos, tiene un secreto;
mi jardín de senderos que se bifurcan. Devolví en silencio la hoja. un desconocido llama a su puerta; Fang resuelve matarlo.
Albert prosiguió : Naturalmente, hay varios desenlaces posibles: Fang puede matar
—Antes de exhumar esta carta, yo me había preguntado de al intruso, el intruso puede matar a Fang, ambos pueden salvarse,
qué manera un libro puede ser infinito. No conjeturé otro ambos pueden morir, etcétera. En la obra de Ts'ui Pên, todos los
procedimiento que el de un volumen cíclico, circular. Un volumen desenlaces ocurren; cada uno es el punto de partida de otras
cuya ú ltima pá gina fuera idéntica a la primera, con posibilidad de bifurcaciones. Alguna vez, los senderos de ese laberinto
continuar indefinidamente. Recordé también esa noche que está convergen; por ejemplo, usted llega a esta casa, pero en uno de
en el centro de Las 1001 Noches, cuando la reina Shahrazad (por los pasados posibles usted es mi enemigo, en otro mi amigo. Si se
una má gica distracció n del copista) se pone a referir resigna usted a mi pronunciació n incurable, leeremos unas
textualmente la historia de Las 1001 Noches, con riesgo de llegar pá ginas.
otra vez a la noche en que la refiere, y así hasta lo infinito. Su rostro, en el vívido círculo de la lá mpara, era sin duda el
Imaginé también una obra plató nica, hereditaria, transmitida de de un anciano, pero con algo inquebrantable y aun inmortal. Leyó
padre a hijo, en la que cada nuevo individuo agregara un capítulo con lenta precisió n dos redacciones de un mismo capítulo épico.
o corrigiera con piadoso cuidado la pá gina de sus mayores. Esas En la primera un ejército marcha hacia una batalla a través de
conjeturas me distrajeron; pero ninguna me parecía una montañ a desierta; el horror de las piedras y de la sombra le
corresponder, siquiera de un modo remoto, a los contradictorios hace menospreciar la vida y logra con facilidad la victoria; en la
capítulos de Tsú i Pên. En esa perplejidad, me remitieron de segunda, el mismo ejército atraviesa un palacio en el que hay una
Oxford el manuscrito que usted ha examinado. Me detuve, como fiesta; la resplandeciente batalla le parece una continuació n de la
es natural, en la frase: Dejo a los varios porvenires (no a todos) fiesta y logran la victoria. Yo oía con decente veneració n esas
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viejas ficciones, acaso menos admirables que el hecho de que las —En una adivinanza cuyo tema es el ajedrez ¿cuá l es la
hubiera ideado mi sangre y de que un hombre de un imperio ú nica palabra prohibida?
remoto me las restituyera, en el curso de una desesperada Reflexioné un momento y repuse:
aventura, en una isla occidental. Recuerdo las palabras finales, —La palabra ajedrez.
repetidas en cada redacció n como un mandamiento secreto: Así —Precisamente —dijo Albert—, El jardín de los senderos
combatieron los héroes, tranquilo el admirable corazó n, violenta que se bifurcan es una enorme adivinanza, o pará bola, cuyo tema
la espada, resignados a matar y morir. es el espacio; esa causa recó ndita le prohíbe la menció n de su
Desde ese instante, sentí a mi alrededor y en mi oscuro nombre. Omitir siempre una palabra, recurrir a metá foras
cuerpo una invisible, intangible pululació n. No la pululació n de ineptas y a perífrasis evidentes, es quizá el modo má s enfá tico de
los divergentes, paralelos y finalmente coalescentes ejércitos, indicarla. Es el modo tortuoso que prefirió , en cada uno de los
sino una agitació n má s inaccesible, má s íntima y que ellos de meandros de su infatigable novela, el oblicuo Ts'ui Pên. He
algú n modo prefiguraban. Stephen Albert prosiguió : confrontado centenares de manuscritos, he corregido los errores
— No creo que su ilustre antepasado jugara ociosamente a que la negligencia de los copistas ha introducido, he conjeturado
las variaciones. No juzgo verosímil que sacrificara trece añ os a la el plan de ese caos, he restablecido, he creído restablecer, el
infinita ejecució n de un experimento retó rico. En su país, la orden primordial, he traducido la obra entera: me consta que no
novela es un género subalterno; en aquel tiempo era un género emplea una sola vez la palabra tiempo. La explicació n es obvia: El
despreciable. Ts'ui Pên fue un novelista genial, pero también fue jardín de los senderos que se bifurcan es una imagen incompleta,
un hombre de letras que sin duda no se consideró un mero pero no falsa, del universo tal como lo concebía Ts'ui Pên. A
novelista. El testimonio de sus contemporá neos proclama —y diferencia de Newton y de Schopenhauer, su antepasado no creía
harto lo confirma su vida— sus aficiones metafísicas, místicas. La en un tiempo uniforme, absoluto. Creía en infinitas series de
controversia filosó fica usurpa buena parte de su novela. Sé que tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos
de todos los problemas, ninguno lo inquietó y lo trabajó como el divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que
abismal problema del tiempo. Ahora bien, ése es el ú nico se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se
problema que no figura en las pá ginas del Jardín. Ni siquiera usa ignoran, abarca todas las posibilidades. No existimos en la
la palabra que quiere decir tiempo. ¿Có mo se explica usted esa mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo; en
voluntaria omisió n? otros, yo, no usted; en otros, los dos. En éste, que un favorable
Propuse varias soluciones; todas, insuficientes. Las azar me depara, usted ha llegado a mi casa; en otro, usted, al
discutimos; al fin, Stephen Albert me dijo: atravesar el jardín, me ha encontrado muerto; en otro, yo digo
estas mismas palabras, pero soy un error, un fantasma.
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—En todos —articulé no sin un temblor— yo agradezco y con ese nombre. No sabe (nadie puede saber) mi innumerable
venero su recreació n del jardín de Ts'ui Pên. contrició n y cansancio.
—No en todos —murmuró con una sonrisa—. El tiempo se
bifurca perpetuamente hacia innumerables futuros. En uno de
ellos soy su enemigo. [1] Hipó tesis odiosa y estrafalaria. El espía prusiano Hans
Volví a sentir esa pululació n de que hablé. Me pareció que el Rabener alias Viktor Runeberg agredió con una pistola
hú medo jardín que rodeaba la casa estaba saturado hasta lo automá tica al portador de la orden de arrestro, capitá n Richard
infinito de invisibles personas. Esas personas eran Albert y yo, Madden. É ste, en defensa propia, le causó heridas que
secretos, atareados y multiformes en otras dimensiones de determinaron su muerte. (Nota del Editor.)
tiempo. Alcé los ojos y la tenue pesadilla se disipó . En el amarillo
y negro jardín había un solo hombre; pero ese hombre era fuerte
como una estatua, pero ese hombre avanzaba por el sendero y
era el capitá n Richard Madden.
—El porvenir ya existe —respondí—, pero yo soy su amigo.
¿Puedo examinar de nuevo la carta?
Albert se levantó . Alto, abrió el cajó n del alto escritorio; me
dio por un momento la espalda. Yo había preparado el revó lver.
Disparé con sumo cuidado: Albert se desplomó sin una queja,
inmediatamente. Yo juro que su muerte fue instantá nea: una
fulminació n.
Lo demá s es irreal, insignificante. Madden irrumpió , me
arrestó . He sido condenado a la horca. Abominablemente he
vencido: he comunicado a Berlín el secreto nombre de la ciudad
que deben atacar. Ayer la bombardearon; lo leí en los mismos
perió dicos que propusieron a Inglaterra el enigma de que el sabio
sinó logo Stephen Albert muriera asesinado por un desconocido,
Yu Tsun. El Jefe ha descifrado ese enigma. Sabe que mi problema
era indicar (a través del estrépito de la guerra) la ciudad que se
llama Albert y que no hallé otro medio que matar a una persona