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Sinopsis
Las apuestas son más altas y la competencia más brutal en la segunda
ronda de las Pruebas de la Princesa. La relación de Zea con el príncipe
Kevon se intensifica, y ella debe elegir entre el príncipe y el rebelde que
tiene su corazón.
Cuando sus enemigos descubren un secreto que abre una brecha entre
Zea y el príncipe Kevon, ella no sólo lucha por sobrevivir sino que se
enfrenta a la ejecución.
Capítulo 1

Los aplausos resuenan en el auditorio, haciendo que me zumben los


oídos. Mis ojos se mueven de un lado a otro, y un mar de rostros se vuel-
ve hacia nosotros desde los asientos inferiores. Todos esperan que me le-
vante y ocupe mi lugar con las chicas de pie en el escenario.

Justo cuando pensaba que mis problemas habían terminado, justo cu-
ando pensaba que podía volver a Rugosa a mi vida anónima como apren-
diz de Cosechadora, la Reina Damascena me devuelve a las Pruebas de
Princesa.
Cerca de cinco mil Nobles se sientan frente a nosotros en gradas cur-
vas que descienden hacia un escenario semicircular. Todos los miembros
de la Cámara de Ministros se sientan a lo largo de dos filas de asientos en
la parte posterior del escenario, excepto dos: el Ministro de Justicia, que
se sienta frente a ellos en un trono de madera, y Montana, que se para en
el borde del escenario junto a la reina.
La gran mano del Príncipe Kevon aprieta la mía. No sé si es por temor
o por placer o si solo me está dando apoyo moral, pero no puedo mirarlo
en este momento.
En la pared alta del auditorio, una pantalla gigante transmite mi cara
de asombro. Corta hacia la Reina Damascena, la mujer que no me deja
salir del Oasis porque maté a Berta Ridgeback. Porque descubrí un secre-
to que acabará con el racionamiento de agua y acabará con el poder de
los Nobles sobre el Echelon de los Cosechadores.
—Zea Mays Calico —dice Montana desde el escenario de abajo—.
Baja y únete a Las Pruebas de Princesa.

Los vítores que llenan el auditorio me hacen temblar hasta la médula y


sudor frío se forma en mi frente. Están clamando por mi sangre.
—Ven conmigo —dice el Príncipe Kevon.
¿A dónde? Quiero preguntar. Con la vigilancia en todo el país, no hay
ningún lugar donde esconderse para una chica cuyo rostro ha sido plas-
mado por toda Phangloria. Ni siquiera los Barrens están a salvo porque
Nobles como Ingrid Strab lo usan como terreno de caza.
La única forma de sobrevivir las próximas veinticuatro horas es con la
ayuda del joven a mi lado. Me vuelvo hacia el Príncipe Kevon y me en-
cuentro con sus ojos oscuros y preocupados. Su frente se arruga y sus la-
bios carnosos se adelgazan con preocupación. Tengo que confiar en que
lo que dijo sobre convertirse pronto en el Rey de Phangloria sea cierto. Si
toma el trono, superará a su madre y me protegerá de su ira.
—Ven conmigo —le respondo con sus palabras.
—¿Volverás a unirte a las pruebas? —él susurra.
—¿Tengo alguna opción?
Con una mano sosteniendo la mía y su brazo fuerte alrededor de mi es-
palda, el Príncipe Kevon se levanta y me ayuda a ponerme de pie.
—Hablaré con ella. Tal vez pueda mantenerte como comentarista.
El auditorio se vuelve loco y la gente que nos rodea se pone de pie pa-
ra aplaudir. Todavía no entiendo por qué. Todo lo que he visto de mí
misma en el Canal Lifestyle me pinta como un potro salvaje, una mocosa
que explota ante el menor obstáculo. Como nunca he visto la televisión
de Amstraad, todavía no puedo comprender la importancia de todos estos
personajes secundarios que brindan entretenimiento para sus juegos.
Mientras bajamos hacia el escenario, mis piernas no dejan de temblar
y mis manos se vuelven resbaladizas por el sudor. Presiono una palma
sobre la tela de mi mono, dejando que el material absorba la humedad,
pero la otra permanece en el agarre del Príncipe Kevon.
Si no fuera por su firme presencia, probablemente me habría derrum-
bado en el momento en que la Reina Damascena dijo mi nombre.
Los guardias en la puerta que conduce al escenario nos dejan pasar, y
una figura enorme sentada en las gradas del frente izquierdo se pone de
pie. Es el padre de Berta, el General Ridgeback, y el hombre cuyos ojos
acusadores parecen haber penetrado las mentiras que le dije al Ministro
de Justicia sobre lo que le sucedió a Berta.
Las doce chicas que llegaron a la ronda del palacio de las Pruebas se
quedan boquiabiertas cuando el Príncipe Kevon y yo nos acercamos. Mi
última conversación con Berta explica por qué. Incluso la chica que pasó
más tiempo conmigo cree que hice trampa, me exhibí desnuda y seduje
al Príncipe Kevon para que me favoreciera.
Ni siquiera nos hemos besado. Unas pocas palabras tontas que pronun-
cié sobre otra persona hicieron que el Príncipe Kevon pensara que me to-
maba en serio convertirme en su esposa. A través de algunos eventos
desgarradores como el asesinato de Rafaela Van Eyck, nos volvimos cer-
canos.
Ingrid Strab, la favorita de la Cámara de Ministros, me frunce el ceño
como si me hubiera quedado con su premio. No importa que cada vez
que habló con el Príncipe Kevon, su personalidad abrasiva lo aburrió o lo
molestó.
La Reina Damascena se acerca a nosotros con los brazos abiertos. El
vestido de marfil que usa parece una sola pieza de seda envuelta para
moldear su cuerpo. La tela se junta debajo de sus clavículas en un escote
de capucha, y la única joya que usa, es una delicada tiara que se mezcla
con los mechones rubio miel que fluyen por sus hombros. Para mí, pare-
ce un ángel de la muerte.
—Ahí está. —La voz de la reina es tan dulce como el bórax y el azú-
car en polvo que usamos para atrapar a las hormigas asesinas.
Envuelve sus brazos alrededor de mis hombros, envolviendo mis senti-
dos en una nube de flores de mandrágora. No es una coincidencia que es-
ta flor sea prima de la adelfa dirus, una planta tan mortal que los cazado-
res que la usan para envolver sus flechas y dardos mueren al comer la
carne.
Sus dedos se cierran alrededor de mis hombros, apretándolos con tanta
fuerza que no hay duda de la advertencia o el odio amargo en su abrazo.
—Lamento tu pérdida.
Ella está diciendo esto para las cámaras, por supuesto. Lo que real-
mente quiere decir es que me uniré a Berta en la muerte muy pronto, y
sólo lamenta que yo no muriera en el momento en que descubrí el pelig-
roso secreto.

Mi mente corre en busca de una respuesta inteligente. Algo que impli-


que que he salvaguardado mi conocimiento del río subterráneo y si mu-
ero, todos sabrán de su fuente de agua secreta, pero la idea de que envíe
secuaces a mis amigos y familiares llena mis venas de hielo y atrapa las
palabras en mi garganta.

La Reina Damascena me suelta y finalmente puedo exhalar. El Prínci-


pe Kevon está a mi lado con el ceño fruncido. Supongo que no sabe por
qué su madre me ha llamado de vuelta a las pruebas— no le dije que gol-
peé a Berta con un dardo paralizante y la dejé ahogarse.
—Gracias. —Mi voz se proyecta a través del auditorio y me vuelvo
hacia la audiencia en lugar de enfrentar a la víbora rubia a mi lado—. Pe-
ro no merezco el honor.
La reina niega con la cabeza y sonríe.
—Berta querría que continuaras, e insisto en tenerte con nosotros un
poco más.
La ansiedad recorre el revestimiento de mi estómago vacío y miro al
Príncipe Kevon, que asiente. Quizás esté más segura aquí, donde él está
cerca. Si dejo el Oasis, la reina probablemente me asesinaría antes de que
llegara a Rugosa.
Montana nos desea a todas buena suerte en esta nueva y emocionante
ronda de las Pruebas de la Princesa y nos hace un gesto para que salga-
mos por una puerta a la derecha de los asientos de los ministros. Los ap-
lausos continúan mientras la Reina Damascena nos saca con su brazo
entrelazado al mío. El Príncipe Kevon camina a mi lado y, para cualqui-
era que esté mirando, parece que ya han decidido quién se convertirá en
la próxima Reina de Phangloria.
Miro por encima del hombro a la procesión de chicas que nos siguen,
sus miradas lo suficientemente afiladas como para cortar con doce dagas
a través de mi espalda. Muy por detrás de ellas en la audiencia, el Gene-
ral Ridgeback permanece de pie.
La puerta se abre a un amplio pasillo iluminado por focos que recorren
el techo y doblan la esquina. Decenas de asistentes están de pie en las pa-
redes, vestidos con el mismo tipo de uniformes morados que he visto en
el personal del palacio y en los que sirven mesas en los restaurantes de
Oasis. Todos se inclinan ante la reina, que no reconoce su presencia. La
puerta detrás de nosotras se cierra, amortiguando los aplausos del audito-
rio.

La Reina Damascena me suelta el brazo y alisa la capucha de su vesti-


do de seda.
Me vuelvo hacia ella e inyecto tanta sinceridad como puedo en mi voz.
—Su Majestad, no sé…
—Habrá mucho tiempo para que hables desde tu corazón durante el té
de la tarde —dice ella.

—¿Perdón? —Mi voz se apaga cuando recuerdo algo que vi en la ron-


da anterior a la del palacio de las Pruebas de Princesa. La antigua reina y
las damas de honor invitaban a una chica al salón de la reina para las re-
uniones de tutoría.
Me estremezco ante la idea de estar a solas con la Reina Damascena
porque no creo que me regañe por mi postura o mi capacidad para llevar-
me bien con las otras chicas.
Al final del pasillo, doblamos una esquina hacia otro pasillo donde cu-
atro guardias vestidos de negro están de pie en un conjunto de puertas
pesadas. Tan pronto como nos acercamos, las abren hacia un patio ilumi-
nado por el sol con tres vehículos negros: el automóvil eléctrico del Prín-
cipe Kevon, un autobús grande y una camioneta que se asemeja a una li-
musina de gran tamaño. Hay camarógrafas alrededor del patio, todas ves-
tidas de negro y filmando.
Byron Blake, el coanfitrión de Prunella Broadleaf, se encuentra entre
ellas con los brazos cruzados sobre el pecho. Es un hombre alto con ca-
bello castaño que le cae por la frente, pómulos hundidos y un hoyuelo ri-
dículamente profundo en la barbilla.
La sonrisa que pone en sus labios me dice que tendrá un papel más im-
portante en esta ronda de las Pruebas de Princesa ahora que Prunella ha
confesado haber asesinado a Rafaela. Todavía no puedo creer que Pru-
nella arrojara a la amiga del Príncipe Kevon por la ventana y la electro-
cutara con un brazalete de Amstraad. La forma en que Byron rebota sob-
re la punta de los pies y sonríe, indica que no se arrepiente de la difícil si-
tuación de Prunella.
El Príncipe Kevon se inclina a mi lado.
—¿Estás bien?

Levanto las cejas en un gesto de tú—qué—crees, haciéndolo hacer una


mueca.
La Reina Damascena es la primera en salir al sol. Camina hacia la ca-
mioneta, donde un chofer abre la puerta lateral. Antes de entrar, se vuel-
ve hacia nosotros con una sonrisa deslumbrante y nos despide con la ma-
no.
—Espero verlos a todos pronto.
Byron Blake mueve el brazo hacia el autobús.
—Haré los anuncios formales en el palacio, pero por ahora, felicida-
des.
El Príncipe Kevon y yo salimos del edificio de la Cámara de Ministros
y cruzamos el patio hacia el autobús. Las puertas se abren con un silbido
y Lady Circi sale, todavía vestida con la túnica de combate de la línea A
formada por múltiples fundas con armas en cada una.

Ella le tiende la palma de la mano al Príncipe Kevon.


—Solo damas.
Coloca una mano en la parte baja de mi espalda y se mueve hacia su
auto, cuando Byron Blake aparece a su lado con una amplia sonrisa de
dientes artificialmente blancos.

—Su Alteza —dice con una sonrisa—. Como los únicos caballeros en
esta procesión de bellezas, parece que usted y yo cabalgaremos juntos.
Quizá le cuente a los espectadores en casa sobre el emocionante juicio de
anoche.
Levanto los hombros y le ofrezco una sonrisa tensa. Con las cámaras
de regreso y la Reina Damascena en un vehículo aparte, ¿qué podría su-
ceder en el viaje al palacio?
Con un movimiento de cabeza, el Príncipe Kevon camina alrededor
del auto con Byron Blake. Alguien pasa a mi lado para abordar el auto-
bús, una figura con el cabello corto, de color negro índigo, lo suficiente-
mente relacionada con el Príncipe Kevon como para tener autorización
de seguridad para usar armas reales. Ingrid Strab, la chica que le prome-
tió a Berta Ridgeback el puesto de dama de armas a cambio de mi asesi-
nato.
Constance Spryte sube a bordo a continuación, con sus rizos negros
azulados rebotando mientras se mueve. Aprieto los dientes, deseando ha-
ber disparado al par de Nobles asesinas con dardos envenenados, lo que
habría detenido sus corazones.
Una de las camarógrafas me toca el hombro. Es una mujer molesta, de
cabello castaño, que una vez intentó filmarme atendiendo a una Rafaela
van Eyck moribunda.
— Zea, Zea… —ronronea—. ¡Estamos deseando saber si volviste a
pasar la noche con el Príncipe Kevon!
Mis labios se fruncen. Anoche, el Príncipe Kevon me llevó a la enfer-
mería del palacio con una herida de bala en el hombro y un cuchillo en la
espalda. La única persona que me atendió fue el médico real, el Dr. Pala-
tine. No dignificaré su pregunta con un comentario, aunque probable-
mente inserte imágenes de mí hablando de otra cosa para hacerme sonar
como si hubiera pasado una noche romántica con el príncipe.
Para cuando regreso al autobús, todas las demás han subido. Lady Cir-
ci está de pie en lo alto de los escalones con los brazos cruzados y el rost-
ro contraído por la molestia. Esperemos que recuerde que el Príncipe Ke-
von admitió que me ama y que no me apunte con el arma a los ojos.
Subo al autobús y camino por el pasillo. Cada una de las doce finalis-
tas levanta la cabeza para mirarme. Algunas de sus miradas son duras, ot-
ras confusas, y las dos chicas Cosechadoras ni siquiera pueden mirarme a
los ojos. Encuentro las miradas de odio con el ceño fruncido. Si creen
que me olvidaré de que me arrojaron al borde de la carretera, que me dis-
pararon en el hombro y que me cazaron como a un animal, se engañan a
sí mismas.
Las cámaras están grabando, así que no pronuncio mi declaración de
guerra en voz alta. En cambio, mis manos se curvan en puños. Si el Prín-
cipe Kevon no puede sacarme de las Pruebas de la Princesa, se encontra-
rán con una nueva Zea—Mays Calico.
Años de entrenamiento con los Corredores Rojos me han preparado
para el combate. Esta vez, en lugar de correr, me quedaré y pelearé.
Cuando estoy a punto de sentarme, alguien me pone una mano en el
hombro. Me giro con un gancho de derecha, pero Lady Circi detiene mi
puño.
—Buen movimiento. —Me tuerce en un bloqueo de brazo que hace
que el dolor explote a través de la articulación de mi hombro—. Podrías
trabajar en tu velocidad.
Doblándome en dos, aprieto los dientes. Demasiado para Calico pa-
tea—traseros.
—¿Me enseñarás algunos movimientos?
—Si sobrevives a la noche, ¿por qué no? —Me lleva al final del auto-
bús, donde la salida de emergencia se abre con un silbido.
Risas nerviosas llenan el autobús. Quiero gruñir de ira, pero cualquier
cosa que suene dolorida deleitará a mis enemigos. Un anillo de fuego me
atraviesa el hombro y el sudor recorre mi piel.
Cojeo junto a Lady Circi porque luchar me dislocará la extremidad.
—¿A dónde vamos?
—A la Reina Damascena le gustaría tener una charla amistosa. —Cu-
ando salimos al patio iluminado por el sol, se inclina hacia mí y me su-
surra—: No bebas champán.

Mi garganta sufre espasmos y corro hacia la camioneta, todavía incli-


nada en ese ángulo incómodo. ¿Fue una advertencia o una broma? Des-
pués de que el Príncipe Kevon le diera a Lady Circi ese ultimátum, que
se retirara o se convertiría en la dama de honor de una reina viuda, ella
retrocedió.
No hay señales del coche solar de Kevon, pero mi rango de visión es
limitado. No puedo evitar preguntarme si Lady Circi está del lado del
Príncipe Kevon, del lado de la Reina Damascena o del suyo.
La presión en mi brazo se libera y Lady Circi me mete en la camione-
ta.
Los puntos bailan ante mis ojos. No estoy segura si eso se debe a que
me sostuvo en un ángulo extraño o porque el interior de la camioneta me
roba el aliento. La única forma en que puedo describirla es un vestidor
móvil. En serio. Tiene aproximadamente el doble del tamaño de una am-
bulancia y alineado a la derecha tiene estantes de zapatos y rieles de cha-
quetas sobre cajoneras de marfil. Junto a las chaquetas, un largo riel se
extiende por el resto del vehículo, sosteniendo suficientes vestidos largos
para vestir a toda nuestra calle.

A la izquierda hay una hilera de vidrios polarizados encima de una


barra de cuerpo entero llena con bandejas de frutas en rodajas, quesos de
lujo y bocadillos dispuestos alrededor de un cubo de champán y copas de
oro.
Dos candelabros compactos cuelgan desde arriba entre un par de pane-
les de luz que se extienden por todo el techo. Mi boca se abre. Esto es ca-
si tan ostentoso como las fuentes.
En el extremo derecho, la Reina Damascena se sienta en un sillón de
cuero bebiendo una copa de champaña. Detrás de ella está una chica ru-
bia de mi edad, que se parece sorprendentemente a la reina. Por su uni-
forme morado de sirvienta, supongo que no es una hija secreta. La Reina
Damascena me indica que me siente en un taburete de cuero junto a la
barra, junto a las copas de champán.
Lady Circi entra detrás de mí y se sienta en el sillón de cuero a la izqu-
ierda de la reina. El conductor o el lacayo cierra la puerta de golpe, en-
cerrándome con dos de las mujeres más peligrosas de Phangloria.
—Sírvete champán —dice la Reina Damascena.
—Yo… —Mi garganta se seca—. No bebo alcohol, Su Majestad.
Su sonrisa se vuelve invernal.
—Insisto.

Mi mirada se dirige a Lady Circi, que pone los ojos en blanco y toma
un vaso de lo que parece ser agua con gas. Si el champán está envenena-
do, fingiré beberlo.
El vehículo avanza y la chica de púrpura saca un desgarrador de costu-
ra de su delantal. Es una pequeña herramienta con una cabeza bifurcada
que separa las puntadas sin dañar la tela. Ella trabaja en una costura det-
rás del cuello de la reina, y yo miro boquiabierta el desperdicio. Una cos-
turera talentosa podría haber instalado un broche o algún otro tipo de ci-
erre, pero ¿la Reina Damascena necesita gente para coserle y descoserle
la ropa?
Me doy un golpe mental y me obligo a concentrarme en mi posible
asesinato. Todos los pensamientos de seda desperdiciada se alejan de mi
mente. Agarro la copa de champán y me la llevo a los labios.
Mi corazón late con fuerza mientras el silencio se prolonga y el cham-
pán se enfría en mis dedos húmedos. La reina y Lady Circi disfrutan de
la bebida, y la única persona en este vestidor móvil con una pizca de hu-
manidad es la chica de morado tratando de trabajar en el vestido sin que
se enganche al cabello de la reina.
Esto se siente como los partidos de ajedrez que juegan los viejos en la
cúpula de Rugosa, donde están atrapados en un punto muerto y reflexi-
onan sobre su próximo movimiento, excepto que nadie me ha informado
sobre el juego, sus reglas o cómo se pierde.
Las ocupadas manos de la chica se detienen y la tela de seda se desliza
por el frente de la reina. Mis mejillas se calientan y me vuelvo hacia
Lady Circi, que se pellizca el puente de la nariz. Cuando la reina se le-
vanta de su asiento, todo el vestido se desliza hasta el piso del vehículo
en un charco de seda marfil.
La Reina Damascena le entrega su copa a la chica y cruza la camione-
ta, vestida solo con el ElastoSculpt, que se extiende desde su caja toráci-
ca hasta sus caderas. Apoya su mano en la barra y se inclina sobre mí.
—Dime exactamente qué sucedió en el momento en que te bajaste del
autobús anoche.
Esta es probablemente la situación más incómoda de mi vida, y eso
incluye todos los recientes intentos de asesinato. Los finos vellos en la
parte de atrás de mi cuello se elevan cuando su aroma a flores llena mis
fosas nasales y mi cabeza nada. Las flores de mandrágora se convierten
en bayas venenosas, y estoy segura de que el olor está afectando mi siste-
ma nervioso, pero no es nada comparado con la reina invasora de mi es-
pacio personal.
Dejo caer la mirada en la copa de champán, donde las burbujas suben
a la superficie, explotan y liberan su aroma afrutado. Una banda de páni-
co estrecha mis pulmones, y necesito todas mis fuerzas para responder.

—¿Perdóneme? —pregunto.
Dedos fríos se deslizan bajo mi barbilla y levantan mi cabeza para en-
contrarme con la mirada aún más fría de la reina. Son lo que mamá lla-
maría azul cerúleo, con suficientes motas de gris y rosa para que parez-
can violetas. El efecto es inquietante y estoy tentada a tomar un trago de
champán potencialmente envenenado para calmar mis nervios.
—Se necesitarán horas para registrar el bosque y reconstruir los even-
tos de anoche, así que me dirás lo que sucedió —dice con una voz tan
afilada como una cuchilla. Antes de que pueda balbucear una negación,
agrega—: El ADN de la sangre encontrada en la escena de la muerte de
la señorita Ridgeback coincide con el tuyo.
Todo sentimiento se drena de mi cara y se acumula alrededor de mi
corazón espasmódico.
—¿Qué va a hacer?
Retrocede unos pasos y se pone de pie con los brazos cruzados sobre
el pecho. La presión alrededor de mis pulmones disminuye, pero no muc-
ho.
—Podría ofrecerte al General Ridgeback como consuelo por la pérdida
de su hija, pero creo que prefiere una mujer más curvilínea, como tu
madre.
Mi boca se abre.
—¿Qué…?

Se lleva un dedo a los labios.


—No te preocupes. Si cooperas conmigo, no le pasará nada a tu preci-
osa familia. Los mantendremos a salvo, ¿no es así, Circi?
La dama de armas de la reina inclina la cabeza.
—Si se refiere a los cuatro vehículos armados estacionados alrededor
de la casa de Calico, seguro.
Los labios de la Reina se tensan. No estoy segura de si es por el sar-
casmo de Lady Circi o porque encuentra desagradable el verme.

—Como ves, tu familia está en buenas manos.


No lo están. Los guardias son conocidos por su mal genio, sus puños
rápidos y su deseo de subyugar a los Cosechadores.
La chica de púrpura saca un vestido celeste y se lo muestra a la Reina
Damascena, que niega con la cabeza. La chica vuelve al riel y elige un
vestido casi idéntico con un escote en V en lugar de uno redondo, y la re-
ina asiente.
Ahora que algo de la atención no está mí, finalmente puedo exhalar.
—Su Majestad…
—Dime qué pasó —espeta.
Los eventos de anoche se derraman de mis labios. Probablemente haya
visto las imágenes del transporte de personal blindado de Berta y yo sa-
cando a los secuestradores y luego a Ingrid reuniendo a las chicas para
cazarme hasta la muerte.
La Reina Damascena levanta la mano.
—¿Qué pasó con el arma del Expósito?
Niego con la cabeza.

—Ya estaba muerto cuando llegue a él.


Su cuerpo se queda quieto y sus ojos se entrecierran. Estoy atrapada en
su mirada y no puedo respirar. Es como me imagino un ratón se podría
sentir atrapado en la mira de una cobra. Está atrapado y ninguna cantidad
de carrera pondrá suficiente distancia entre ellos cuando la serpiente ata-
que.
Los segundos pasan en silencio y nadie a nuestro alrededor se mueve.
Ni siquiera la costurera acercándose a la reina con el vestido.

Los fuertes y rápidos golpes de mi corazón frenético llenan mis oídos,


y mis respiraciones entrecortadas llenan mi nariz. Ella no puede saber
que estoy mintiendo acerca de no haber matado a Berta. Para cuando las
chicas decidieron cazarme, ya habíamos desechado los monitores Amst-
raad.

—¿Sabes lo que encontró el forense en la sangre de Berta Ridgeback?


—pregunta ella.
—No —miento.
—Rastros del veneno del Expósito.
Silencio.
Carolina Wintergreen nos enseñó que el silencio es una técnica que
utilizan los interrogadores para engañar a la gente para que revele sus
secretos. A veces, dejan caer hechos devastadores y se sientan a mirar a
sus víctimas buscar respuestas. Otras veces, hacen una pregunta y luego
permanecen en silencio cuando respondes. Es una sugerencia para que
las personas digan cualquier cosa para demostrar su inocencia, incluidos
los hechos que delatan su culpa.

Resiento a la mujer por ofrecerme esta peligrosa misión, pero estoy


agradecida de que algo que he aprendido en las celdas de los Corredores
Rojos esté resultando útil. En lugar de dejar que la ansiedad corra por mi
boca, vacío mi mente y miro a la reina.
Sus fosas nasales se ensanchan.

—La señorita Ridgeback intentó matarte.


Asiento con la cabeza porque probablemente Ingrid le ofreció a Berta
el puesto de dama de armas a la vista de una cámara oculta.

—Cuéntame cómo una recolectora de malezas de los Cosechadores es-


capó de una gorila entrenada en combate como Berta Ridgeback.
Se me seca la garganta y le digo la verdad.
—No lo hice.
—Explícate.

—Ella me golpeó. Traté de escapar, pero siguió persiguiéndome. En-


tonces ella… —Una idea golpea la parte posterior de mi cabeza.
El aliento de la Reina Damascena se acelera.
—¿Qué pasó?
—Berta redujo la velocidad y no golpeó tan fuerte ni tan rápido. Pensé
que estaba cansada, así que me alejé a trompicones. Ella me siguió y tro-
pezó, luego ambas caímos por la ladera de la montaña y caímos en una
caverna.
Sus labios se adelgazan y le pide a la chica que se acerque a ella con el
vestido.
—¿Dejaste a tu amiga morir en una alcantarilla subterránea?
La chica sostiene el vestido cerca al suelo y la Reina Damascena entra
en el círculo de tela. Cuando una respiración aliviada se me escapa de los
pulmones, coloco la copa de nuevo en la barra. Los latidos de mi corazón
se ralentizan y siento el leve estruendo del vehículo contra las suelas de
mis zapatos.
A ella no le importa la vida de Berta o sus padres en duelo. Este supu-
esto interrogatorio por asesinato tiene que ver con el lugar donde murió.
La caverna me parecía un lago, pero el Príncipe Kevon dijo que era un
río que se extendía más allá de la frontera de Phangloria. Ahora la Reina
Damascena quiere que crea que es solo una alcantarilla.
Mi mirada roza las botellas de agua de Smoky Mountain amontonadas
dentro de un balde, pero ignoro mi garganta reseca. Si voy a escapar con
vida de esta conversación, será mejor que siga el juego.
—¿Su Majestad? —El terror que inyecto en mi voz no es una pretensi-
ón—. Me desmayé en el momento en que nadé fuera de la alcantarilla y
ni siquiera tuve la oportunidad de rescatarla. —O mi respuesta la satisfa-
ce, o está esperando su momento hasta que encuentre un reemplazo para
mí en el afecto del Príncipe Kevon. Quién sabe, pero ciertamente no haré
alarde de mi conocimiento de la fuente de agua oculta, el rey moribundo
o el pasaje subterráneo que conduce al palacio.

Mientras la chica levanta el vestido por el cuerpo de la reina, guía las


manos de la mujer mayor por las sisas, y lo sujeta por la espalda con há-
biles puntadas, la reina pasa los dedos por su melena rubia.
Sus ojos se entrecierran.
—Mi hijo no se asociará con una asesina.
—Yo no maté…

—No interrumpas a tu reina —ruge.


Retrocedo, mi corazón golpea contra mis costillas. En este punto, inc-
luso un 'sí, Su Majestad' podría incitarla a hacerme terminar la copa de
champán potencialmente comprometida.
La Reina Damascena se acerca a un espejo alto y gira su cuerpo hacia
un lado. Las líneas de su vestido son impecables, sin los habituales abul-
tamientos que crean los broches y cremalleras.
Unos pasos detrás, la chica espera con las manos entrelazadas. Sus res-
piraciones superficiales muestran su nerviosismo, y me pregunto qué le
haría la reina si no le gustara el vestido. Un momento después, la reina
asiente y se sienta en el sillón.
—Entiende esto —dice con una mueca de desprecio—. No mancharé
la buena reputación de mi hijo asociándolo con una asesina, incluso si el-
la es la moza que calienta su cama mientras él decide cuál será la novia
adecuada.
Un calor punzante sube a mi cara, y envuelvo mis brazos alrededor de
mi cintura. Mi mirada se dirige a Lady Circi, que inclina la cabeza hacia
un lado y levanta una ceja interrogante. Yo no… yo nunca… Él no lo ha-
ría. Mis labios permanecen cerrados porque no sé cómo reaccionará esta
loca si niego su acusación.

La chica saca un baúl que no había notado hasta ahora y lo lleva hacia
la reina. Ella abre la parte superior y saca un paquete de cuero que se de-
senrolla en un delantal que contiene más brochas de maquillaje de las
que puedo contar.
Nadie habla mientras la chica pinta los labios de la reina de un rosa
salmón, pero después de dos capas, la Reina Damascena mira fijamente
la tapa abierta del baúl, que supongo que contiene un espejo.
—Kevon es un mujeriego, al igual que su padre. —Mueve la cara de
un lado a otro, admirando su cruel belleza—. Coqueteó con Rafaela van
Eyck y se fue contigo en el momento en que ella murió. Al final, cumpli-
rá con su deber.

—Por favor, déjeme ir a casa —le susurro—. Nunca volveré al Oasis.


Ella se ríe y se vuelve hacia la costurera, cuya estridente risa suena de-
masiado histérica para contener cualquier risa. Lady Circi niega con la
cabeza y sonríe. Sé lo que están pensando. Si desaparecía en Rugosa, el
Príncipe Kevon iría por mí. Si me matan ahora, el Príncipe Kevon toma-
ría represalias cuando se convirtiera en rey. Ahora que está a punto de to-
mar posesión de su poder, desconfían de molestarlo.
La molestia me recorre el interior, pero obligo a mis rasgos a permane-
cer neutrales.
—¿Qué quiere que haga?

—Ayuda a mi hijo a elegir una novia Noble —dice—. Haz esto y per-
mitiré que tu familia viva.
La frustración brota de mi pecho, aumentando en intensidad como una
olla a presión a punto de explotar. ¿Cómo se atreve esta mujer a amena-
zar la vida de personas inocentes? ¿Cómo se atreve a interferir en las de-
cisiones de su hijo?

Quiero saltar de este taburete y volar hacia ella con mis puños, pies y
dientes, arrancar esos hermosos mechones rubios, esas bonitas pestañas y
exponer la fealdad detrás de su majestuosa apariencia. A juzgar por la
forma en que se manejó anoche, dudo que pudiera enfrentarla en una pe-
lea. Ella y Lady Circi trabajaron juntas como un par de guerreras experi-
mentadas, a pesar de que el secuestro fue falso.
Me duele el corazón y se me llenan los ojos de lágrimas calientes. Ya
es bastante malo que los que están en el poder nos mantengan muertos de
hambre y deshidratados. ¿Ahora tienen que retener a nuestras familias
como rehenes?
Respirando con dificultad, presiono la palma de mi mano contra mi es-
ternón y trato de mantener el temblor fuera de mi voz.
—Sí, Su Majestad.
La Reina Damascena asiente.
—Entonces no hay necesidad de preocuparte por el destino de tu mad-
re, tu padre y esos encantadores gemelos.
El vehículo se detiene y la costurera se quita el delantal y vuelve a co-
locar la tapa.
—¿Eso es todo, Su Majestad? —digo entre dientes apretados.
Se pone de pie y alisa los pliegues imaginarios de su impecable vesti-
do.
—Si le mencionas esta conversación a mi hijo o incluso insinúas la
amenaza que pesa sobre tu familia, idearé los medios más crueles para
que mueran. ¿Entendido?
Si la diosa Gaia existiera y me concediera la capacidad de controlar los
rayos, la derribaría en el acto.

—Sí.
La Reina Damascena camina hacia la puerta y hace un gesto de pereza
con la mano.
—Haz algo con la apariencia de la chica —le dice a su criada—. No la
permitiré lucir llena de manchas frente a las cámaras e incitar a mi hijo a
preguntar qué está pasando.

Sale del vehículo y la puerta se cierra de golpe, dejándome a solas con


Lady Circi y mis pensamientos.
Capítulo 2

Un segundo después de la partida de la Reina Damascena, toda la ra-


bia y el desamparo que brota de mi pecho irrumpe en mi duro exterior y
las lágrimas ruedan por mis mejillas.
Lo último que quiero hacer es llorar frente a Lady Circi. No confío en
que ella no diga algo cortante y le informe a la reina. La criada lleva el
baúl de maquillaje a mi taburete y me limpia las lágrimas, pero no dejan
de fluir.
—Estás pensando en correr hacia el Príncipe Kevon —dice Lady Circi
desde su sillón.
Niego con la cabeza.
—Bien. —Se levanta y camina por el duro suelo de la furgoneta—. No
podrá movilizar ayuda lo suficientemente rápido para contrarrestar a los
guardias que vigilan a tu familia.
Mi garganta se espesa.
—¿Cómo pudiste dejar que ella amenazara a personas inocentes?
Lady Circi levanta una ceja y resopla de incredulidad por la nariz. Co-
mo Dama de Armas de la Reina, no es ella quien toma las decisiones
despiadadas, simplemente las implementa. Coloca una mano en el homb-
ro que recibió el disparo y lo aprieta. Trato de no estremecerme con el re-
cuerdo del dolor por la bala abrasadora.
—En este juego, los Nobles siempre ganan. —Se inclina lo suficiente-
mente cerca para que su aliento sople contra mi oído—. Tu función es
identificar a las jugadoras clave y asegurarte una posición de poder.
Mi mirada se desliza hacia la mujer de piel oscura y me encuentro con
sus ojos verdes. Yo solía pensar que eran tan verdes como la malaquita,
pero de cerca, veo que están rodeados de un azul tan profundo como el
de Prince Kevon que sangran en un color turquesa con reflejos dorados.
El color es sorprendente contra su impecable piel caoba con matices rojo
siena. Cuando no me está apuntando con un arma, torciendo mi brazo o
cumpliendo las órdenes de la Reina Damascena, es excepcionalmente
deslumbrante.
—Asegurar una posición de poder —le susurro—. ¿Cómo lo hiciste
tú?
El resentimiento cruza sus rasgos. No sé si es porque mencioné el te-
ma de que ella era la favorita del Rey Arias durante las últimas Pruebas.
O tal vez porque Lady Circi perdió la oportunidad porque hizo un trato
para ayudar a la Reina Damascena a ganar a cambio de convertirse en la
Dama de Armas.
Lady Circi retrocede sin decir palabra, abre la puerta y sale de la fur-
goneta. Mi mirada se vuelve hacia la criada, que aprieta los labios en una
delgada línea. Ella probablemente sabe secretos de la Reina Damascena,
pero de ninguna manera voy a poner en peligro la seguridad de esta chica
por mi beneficio personal.
Empujo mi angustia a una bola apretada y la guardo profundamente en
el fondo de mi mente. Las vidas de mamá, papá, Flint y Yoseph depen-
den de mi habilidad para apaciguar a esta reina loca. Un día, ella será la
que pida clemencia mientras yo decido su destino, pero por ahora, segu-
iré el juego.
La criada coloca un gel refrescante en mi piel, que me quita la hincha-
zón y las manchas rojas, y practico mi máscara de calma en el espejo del
baúl. Después de aplicarme una capa de maquillaje, me hace salir de la
camioneta y me lleva a un patio en algún lugar de la parte trasera del pa-
lacio. Los guardias marchan por el perímetro, sosteniendo ametralladoras
automáticas con cargadores gruesos que podrían matar a todo un grupo
de rebeldes en cuestión de minutos.
Lady Circi está de pie junto a la puerta trasera del autobús. Ella mueve
la cabeza para que yo entre y no me regaña por hablar fuera de lugar. Cu-
ando subo, todos los rostros del autobús se giran para verme tomar asien-
to, pero nadie habla. El viaje alrededor del palacio es rápido afortunada-
mente, y mantengo mi máscara estoica en su lugar cuando salimos a una
multitud de reporteros aulladores.
Es lo mismo que cuando entramos en el baile: una línea de guardias
formando una barrera apretada a ambos lados de la alfombra roja que
conduce a los escalones de mármol de la entrada del palacio.
El edificio blanco no se ve tan mágico como lo hizo durante el día, pe-
ro es más grande de lo que recuerdo de anoche. Según las instrucciones
de un asistente de producción, subimos los escalones alejándonos de los
reporteros y nos alineamos en la parte superior para ver las cámaras. Tra-
to de no bizquear ante la tormenta de flashes y en su lugar dirijo mi mira-
da hacia el largo camino de entrada, donde las fuentes están erigidas co-
mo centinelas a ambos lados, cada uno sosteniendo sus arcos de agua.
Esta vez, mi respiración no se detiene. No siento desaprobación,
asombro ni agobio. Todo palidece en insignificancia con la vida de mi
familia en juego.
Las puertas del palacio se abren y los guardias vestidos de púrpura nos
dejan pasar al vestíbulo de entrada de mármol y oro. Ayer no me di cuen-
ta de las escaleras, pero son casi idénticas a las que vimos en la sala de
conciertos, hasta las estatuas de Gaia. En lugar del árbol de Phangloria,
una estatua de mármol de Gaia sostiene una cornucopia que rebosa de
frutas, y canastas de rosas damascenas se alinean en el hueco de la esca-
lera.
Desde las últimas Pruebas de Princesa, las Rosas damascenas crecen
como mala hierba en el campo y alrededor de los micro jardines de papá.
Sus pétalos son más pequeños que los de la rosa promedio, comestibles y
hacen un té que huele tan fuerte como la reina. Si Ingrid ganara las Pru-
ebas de Princesa, ¿veríamos más a la Ingrid Bergman de pétalos oscuros?
Seis de las chicas del Embajador Pascale ya nos esperan al pie de la
escalera. Reconozco a Sabre, la Amstraadi pelirroja con pecas que me in-
citó a decir palabras de sedición frente al Príncipe Kevon.
Ingrid se queja en voz alta de que estas probablemente fueron nuestras
secuestradoras. No puedo evitar estar de acuerdo, a pesar de que estar
cerca de ella me pone los pelos de punta. Me gustaría tirarla al suelo y
golpearla contra el mármol. Ella asesinó a Firkin porque era un Expósito
y se veía diferente. Luego, trató de hacer que me asesinaran.
Las puertas detrás de nosotras se cierran de golpe, ahogando los gritos
y las refriegas de los reporteros.
Los asistentes de producción nos llevan a reunirnos alrededor de las
chicas de Amstraadi al pie de las escaleras. Unos veinte escalones arriba,
hay un rellano medio, donde la escalera se divide. Las luces brillan desde
dos estatuas de un hombre que se parece al fundador del país, Gabriel
Phan. Estoy en el extremo izquierdo de la fila de chicas, más alejada de
Ingrid. Es probable que me incite a atacarla en cámara y me meta aún
más en problemas con la reina.
Una mano suave aterriza en el dorso de mi brazo. Me vuelvo para en-
contrar al Príncipe Kevon mirándome con el ceño fruncido. Lleva una
chaqueta naval con una raya roja.

—¿Qué les tomó tanto tiempo?


La advertencia de Lady Circi resuena en mis oídos. En este momento,
el equilibrio de poder no se inclina a su favor y no llegará a mis padres
antes que los asesinos de la reina.
Levanto un hombro y fuerzo una sonrisa.
—¿Quién sabe?

Me lleva a un lado y coloca ambas manos sobre mis hombros. Mi mi-


rada se dirige a las chicas, que se dan la vuelta dirigiéndonos miradas
asesinas.
— Zea —susurra—. Sé que ya me rechazaste una vez, pero puedo po-
ner fin a estas pruebas ahora mismo proponiéndome. Podemos tener un
compromiso prolongado mientras tú…

—Dale una oportunidad a las otras chicas. —Las palabras duelen cu-
ando salen de mis labios, y la culpa se aprieta en mis entrañas por decir
una mentira.
Se estremece como si lo hubieran golpeado, pero no es nada compara-
do con el arrepentimiento que rodea mi corazón. Sueno como la desgra-
ciada más ingrata del mundo por rechazar una oferta más que generosa.
La confusión cruza los rasgos del Príncipe Kevon y su mirada se desen-
foca. Probablemente está averiguando lo que hizo mal o tratando de dar-
me el beneficio de la duda.

No puedo dejar que piense que necesito más tiempo. Necesita saber
ahora mismo, antes de que comience la ronda del palacio, que no tene-
mos futuro.
—Kevon —murmuro.
Su mirada se fija en la mía, pero el dolor todavía marca el rabillo de
sus ojos.
—¿Sí?
—Te ayudaré a elegir qué chica es la adecuada para ti, pero no seré yo.
Las manos del Príncipe Kevon se deslizan por mis hombros y cuelgan
a sus costados. Pone la expresión en blanco, da un paso atrás e inclina la
cabeza.

—Pido disculpas por la persistencia no deseada.


Camina alrededor de la multitud y sube las escaleras, donde su madre
se encuentra en el rellano medio, con un atuendo completamente diferen-
te: un vestido blanco sin tirantes con una faja roja.
Cuando regreso al grupo de chicas, la Reina Damascena me mira con
la más mínima de las sonrisas. Quiero ponerle esa faja alrededor del cu-
ello por amenazar a mamá, papá y los gemelos. En cambio, le respondo
con la cabeza. Si puedo seguir así, podría escapar de estas Pruebas con
vida y con mi familia intacta.
—¿De qué estaban hablando? —sisea Emmera Hull.
Miro su rostro rubio y vacío. En este momento, parece una muñeca
con la cabeza vacía con esos enormes ojos gris azulados que me miran
esperando una respuesta. Me odio a mí misma por volverme contra otra
chica Cosechadora, especialmente una de mi propio pueblo, pero anoche
se puso del lado de Ingrid y señaló mi falso escondite a las chicas con las
armas.
—¿Cómo van las cosas entre tú y la Señorita Strab? —imito su voz
quejumbrosa—. La escuché llamarte muerte cerebral y ofrecerte darte un
cuerpo a la altura.

La boca de Emmera se abre y se cierra, y sus mejillas se ponen rojas.


Supongo que no esperaba que yo sobreviviera a la fiesta de hay-que-ca-
zar-a-Zea de la otra noche.
—¿Puedo tener su atención? —Byron Blake dice desde el rellano me-
dio. Está a la derecha de la Reina con una sonrisa deslumbrante—. Ade-
lante, Su Majestad.

—Bienvenidas a la ronda del palacio de las Pruebas de Princesa. —La


Reina Damascena alarga un brazo—. Felicitaciones a todas ustedes, ma-
ravillosas señoritas, por haber tenido éxito hasta ahora, y les deseo la me-
jor de las suertes.
Recita la historia de las Pruebas, sonando como si hubiera embellecido
un libro de texto de Historia Moderna. Según ella, una prueba basada en
la belleza y la personalidad convierte a Phangloria en la sociedad más
inclusiva del nuevo mundo.
Me desconecto cuando compara a Phangloria con otros países de
América del Norte, que mantienen fronteras cerradas y nunca permiten
que sus ciudadanos asciendan. Es cierto que Phangloria permite a los Ex-
pósitos entrar en sus fronteras, pero pasa por alto la parte donde viven en
peores condiciones que los Cosechadores. Los Expósitos nunca consigu-
en un lugar en la sociedad hasta que sus descendientes son genéticamente
perfectos.
Cuando explica que todas las chicas de cada Echelon tienen las mis-
mas posibilidades de convertirse en la Reina de Phangloria, no sé si qui-
ero reír o llorar por la evidente hipocresía, especialmente ahora que me
ha pedido que ayude al Príncipe Kevon a elegir a una Noble.
Finalmente, la Reina Damascena da un paso atrás para dejar hablar al
Príncipe Kevon.
—Gracias por llegar tan lejos. —Nunca lo había escuchado sonar tan
formal—. Buena suerte.
Mi corazón se hunde. Ojalá hubiera una manera de comunicarle mis
razones para volverme fría, pero el riesgo es demasiado grande. Confío
en Kevon con mi vida, pero Lady Circi tiene razón en que su madre tiene
la ventaja en este juego.
La Reina Damascena nos desea suerte y se retira escaleras arriba con
el Príncipe Kevon, dejando a Byron Blake solo en el rellano.
—Un aplauso para nuestros patrocinadores reales —dice.
Todas aplaudimos, algunas más fuerte que otras. A mi derecha, Em-
mera Hull levanta las manos por encima de la cabeza y grita. Exhalo un
largo suspiro, preguntándome a quién intenta impresionar.
—Maravilloso, maravilloso —dice Byron—. Y otra ronda de aplausos
para mi co-anfitriona, que desea dirigirse a la nación con su emocionante
noticia.
El silencio cae en el vestíbulo de entrada. Miro alrededor a las cama-
rógrafas y a las asistentes de producción para ver quién se unirá a Byron
Blake en el rellano, pero ninguna se mueve. Una puerta al otro lado del
vestíbulo de entrada se abre con un chirrido y un par de guardias arma-
dos vestidos de púrpura salen con Prunella Broadleaf.
Está vestida con un vestido informal hecho de cilicio marrón, y alrede-
dor de su cuello hay una réplica del collar de metal que usó en su juicio.
Respiro a través de mis dientes. ¿Por qué diablos la dejaron volver a las
Pruebas cuando confesó haber asesinado a Rafaela van Eyck?
Los susurros llenan el aire, interrumpidos por algunas risitas. Prunella
camina rígida hacia nosotras, el lado izquierdo de su rostro se contrae por
lo que supongo que es una descarga eléctrica.

Mientras dos cámaras me apuntan, elimino el horror de mis rasgos y


contengo la respiración.
Prunella tarda una eternidad en subir las escaleras a trompicones. Las
cestas de rosas se interponen en el camino del pasamanos, por lo que no
tiene apoyo. Para cuando llega a Byron, está sin aliento y apenas puede
mantenerse erguida.

Byron le rodea la espalda con un brazo y la levanta. Su sonrisa es tan


maliciosa que me revuelve el estómago.
—Prunella, ¿tienes algunas palabras para compartir con los espectado-
res en casa?
—Gracias —dice ella, con la cabeza inclinada hacia un lado—. Les
agradezco a todos por votar para posponer mi ejecución hasta el final de
las pruebas.
Emmera se inclina hacia mí y me susurra:
—¿Qué le pasa?
Le lanzo mi ceño fruncido más desagradable. ¿En serio? ¿Va a fingir
que no unió fuerzas con las Nobles en mi contra? Cuando continúa presi-
onando contra mí, golpeo mi codo en su costado, haciéndola gritar.
Prunella se balancea sobre sus pies e intenta continuar, pero Byron
habla por ella.

—Creo que hemos escuchado suficiente de ti. Intenta no babear ante la


cámara, querida. Eliminar la saliva digitalmente es una pesadilla para los
editores.
Las otras chicas se ríen nerviosamente. Aprieto los dientes. Si esta es
una broma, no es graciosa.

Un grupo de mujeres jóvenes con chalecos morados y faldas tipo lápiz


entra por una puerta lateral.
—Justo a tiempo. —Baja a Prunella al rellano y abre los brazos—. Es-
tas maquilladoras están aquí para camuflar tus rasgos y vivir una aventu-
ra al crepúsculo en el Parque Nacional Gloria.
Los jadeos se esparcieron por las otras candidatas, e incluso las chicas
de Amstraadi comparten miradas nerviosas. Supongo que no será un pic-
nic nocturno.
Un asistente de producción saca la caída Prunella del rellano y otro le
entrega a Byron una estatuilla de oro. La mantiene en equilibrio sobre la
palma extendida de su mano. Es Gaia, sentada con las piernas cruzadas y
ambas manos sobre su vientre embarazado. Eso es todo lo que puedo ver
desde el pie de las escaleras.
Con un suspiro exagerado, Byron dice:
—La chica que encuentre el Tesoro de Gaia gana una maravillosa ve-
lada con el Príncipe Kevon. También puede elegir una actividad para que
ella y las demás candidatas disfruten.
No puedo apartar la vista de los pies temblorosos de Prunella. Debi-
eron haberle hecho algo en el viaje desde la Cámara de Ministros. No lu-
cía tan mal mientras dio testimonio.
Byron nos desea suerte y las maquilladoras caminan hacia nosotras.
La que hace contacto visual conmigo me parece un poco familiar. Su
piel morena y su cabello negro parecen pertenecer a alguien mucho más
pálida. Creo que son los ojos grises, pero no puedo ubicar dónde la he
visto antes.
Su rostro se divide en una amplia sonrisa que hace que las comisuras
de sus ojos se arruguen.
—Mi nombre es Georgette, y seré tu maquilladora mientras duren las
pruebas.
—Hola —le digo, todavía tratando de descifrar dónde la he visto an-
tes.
Extiende el brazo hacia la gran escalera.
—¿Te gustaría venir conmigo a tus habitaciones? Te esperan comida y
bebida.
Mi estómago vacío se aprieta y le doy un asentimiento ansioso. Todas
suben las escaleras con sus maquilladoras asignadas. En el rellano del
medio, los otros pares van hacia la izquierda, pero la artista de Emmera
la lleva a la derecha. Georgette también indica que aquí es por donde de-
bemos ir. Una roca de terror cae en la boca de mi estómago mientras me
pregunto si esto es una emboscada.
Vitelotte Solar, la otra chica Cosechadora que llegó a la ronda del pa-
lacio, camina a mi lado y me lanza varias miradas, pero yo miro al frente.
Con un suspiro, su postura se desploma y se pasa los dedos por sus rizos
morados. Para las cámaras, parece que soy un caballo de concurso altivo
que rechaza las propuestas de amistad. No lo soy.

Anoche, Berta se volvió en mi contra y trató de acabar con mi vida.


Berta, que luchó a mi lado cuando Prunella y sus secuaces llenaron mi
habitación con gas cepa. Berta, quien me ayudó a luchar contra los secu-
estradores. Berta, que solo entró en las pruebas para demostrarle algo a
su insistente madre.

Al principio fue grosera y egoísta, pero pensé que nos convertiríamos


en aliadas. No puedo permitirme hacerme amiga de ninguna de las con-
cursantes porque no se sabe cuándo me clavarán un cuchillo en la espal-
da.
En la parte superior de la escalera de la derecha, Georgette me lleva
por un pasillo y abre una puerta a un espectacular dormitorio del tamaño
de toda mi casa. En el otro extremo está la cama más grande que he visto
en mi vida, con mantas de marfil y más almohadas de las que puedo con-
tar. Las cortinas de color cáscara de huevo se deslizan por la cabecera de
un lambrequín dorado en la pared, lo que las hace lucir como para una
princesa. Los gabinetes cortos con espejos están a ambos lados de la ca-
ma, cada uno con lámparas de mesa doradas.
Mientras Georgette me guía a través del dormitorio, mi mirada pasa
por el taburete acolchado al pie de la cama hacia el lado derecho de la ha-
bitación, donde hay un escritorio junto a un balcón que da a los jardines
del palacio. No estoy segura de por qué, pero incluso me han dado un so-
fá de terciopelo y dos sillones que combinan con la decoración.

Entramos en un vestidor que rivaliza con el vestidor móvil de la Reina


Damascena. Ya está equipado con prendas, incluido el uniforme de Co-
sechadora que traje a las pruebas. Reconozco una mancha en el delantal
que nunca se ha quitado, no importa lo que intente.
—Puedes salir, ahora —dice Georgette.
Se abre una puerta y vislumbro el baño antes de ver a Forelle. Lleva el
mismo chaleco morado y una falda tipo lápiz con el cabello rojo recogido
en un elegante moño.
El calor llena mi corazón y las lágrimas llenan mis ojos al ver a una
persona en quien puedo confiar.
—¿Qué estás haciendo aquí?

Envuelve sus brazos alrededor de mis hombros. Su fuerte abrazo me


corta la respiración.
—Kevon envió al Maestro Thymel y a sus hermanas para que me es-
coltaran al palacio —murmura.
El Maestro Thymel hizo el hermoso vestido que usé anoche, y también
fue responsable de entregarme el colgante de tomate que rastreaba mi
ubicación y mis signos vitales. Es un Artesano ascendido al rango de
Noble por su estilo, pero él y su familia parecían querer que ganara las
Pruebas.
Me doy la vuelta y le doy a Georgette una segunda mirada, y de repen-
te, sus rasgos cobran sentido.
—¿Eres pariente de los Thymels?

Ella asiente.
—Soy su prima. Su Alteza pensó que podría apreciar un par de aliados
durante la ronda del palacio.
El dolor atraviesa mis entrañas por la forma en que sus rasgos se desp-
lomaron ante mi fría respuesta a su intento de salvarme de las Pruebas.
No puedo pensar en él en este momento, no puedo pensar en lo que suce-
derá si la reina cree que estoy ignorando su amenaza. Tragándome esos
sentimientos, fuerzo una sonrisa.

—Es genial tenerte aquí. —Las sostengo a ambas de la mano.


Georgette me pasa un brazo por los hombros y me guía hasta un toca-
dor del tamaño de un escritorio. El espejo detrás se extiende hasta el tec-
ho y dos tiras de luz de treinta centímetros proporcionan iluminación.
—Ahora para su cambio de imagen —dice ella.

La realidad retrocede con todas sus fuerzas y recuerdo que Byron Bla-
ke mencionó algo sobre una prueba.
—¿Que pasará esta noche?
Abre un cajón que contiene frascos transparentes de pigmento. Despu-
és de seleccionar un verde oscuro, lo unta en mi cara con una esponja su-
ave.

—Estoy aplicando maquillaje de camuflaje a prueba de agua sobre tu


piel. Nos dijeron que todas estarían merodeando por la noche, compitien-
do contra las otras chicas para encontrar un artículo.
A través del espejo, veo a Forelle sacar un mono con estampado de ho-
jas que parece demasiado delgado incluso para mi esbelta figura.
—Este es un atuendo táctico que quieren que todas usen —dice Forel-
le.
Alguien llama a la puerta y Forelle les grita que entren. Me inclino ha-
cia atrás y miro hacia el dormitorio para encontrar a un sirviente vestido
de púrpura que empuja un carrito hacia dentro. Le entrega a Forelle una
bandeja cubierta y sale, pero deja atrás el delicioso aroma de pollo asado.

Mi gemido reverbera profundamente en mi vientre cavernoso.


—¿Cuánto tiempo llevará este maquillaje de camuflaje?
—Puedes comer mientras te vestimos para la tarea. —Forelle entra
con la bandeja y la deja sobre el tocador.
Quita la tapa, revelando sándwiches que parecen demasiado decaden-
tes para ser reales. En el interior hay rodajas de pechuga de pollo tan gru-
esas como mi pulgar dentro de un lecho de hojas verdes. El pan parece
untado con mantequilla por ambos lados y prensado dentro de una planc-
ha caliente. El queso derretido rezuma del segundo sándwich, que conti-
ene rodajas de cebolla roja, tomate secado al sol y espinacas cocidas.
La saliva me inunda la boca y un aliento estremecedor se escapa de
mis labios. Si no lo muerdo ahora mismo, creo que me desmayaré.
Forelle saca un cuchillo y un tenedor, corta el sándwich de pollo y me
lleva un trozo a los labios. Cuando doy un bocado, es una explosión de
sabores. Han preparado el pollo con romero, limón y ajo, que se mezcla
con una versión más deliciosa de la mayonesa cremosa que comí con la
hamburguesa de ayer.
Me siento un poco como la Reina Damascena, sentada como una gran
dama en un gran camerino mientras una chica me cubre la cara con ma-
quillaje oscuro y la otra me lleva comida a la boca. Forelle me dice que
Garrett quiere conocer a su familia, pero está nerviosa por cómo reacci-
onarán sus padres al enterarse de que ha pasado los últimos días en una
casa de huéspedes con un hombre.
Georgette me da un consejo, pero apenas puedo concentrarme porque
la última vez que comí esas hamburguesas fueron con Forelle. Murmuro
algo acerca de que el Sr. y la Sra. Pyrus están preocupados por el parade-
ro de Forelle, y ella promete enviarles una carta para decirles que está
trabajando en el palacio.
Cuando el tema se vuelve hacia el Príncipe Kevon, mi corazón se apri-
eta. No me conoce lo suficientemente bien como para decir que estoy ac-
tuando bajo presión, y es demasiado amable para enfurecerse porque le
devolví su generosidad con una fría declaración de ser amigos. Probable-
mente se culpa a sí mismo por ser demasiado agresivo después de que le
dije que no estaba enamorada.
La conversación de las chicas pasa a un segundo plano mientras yo me
revuelco en la culpa. Culpa por el Príncipe Kevon, por mi familia y por
todos los Cosechadores que siguen sedientos porque no pude hacer llegar
un mensaje a Ryce o Carolina sobre el río subterráneo.
Exhalo un largo suspiro y miro mi reflejo. Ojos tristes me miran de vu-
elta desde una cara verde manchada con rayas negras y marrones que vi-
ajan por mi cuello hasta mi pecho. Incluso las puntas de mis orejas son
negras.
Mi mente vuelve a la Reina Damascena, quien cree que pienso que me
caí en una alcantarilla, un depósito de aguas residuales. Si el río se exti-
ende más allá de la Gran Muralla, debe pasar por debajo del territorio de
los Cosechadores. ¿Quizás Carolina pueda encontrar una manera de des-
viarlo a través de su red de túneles subterráneos?
Georgette me mantiene los párpados abiertos.
—Quédate quieta.
—¿Qué…? —Algo frío y húmedo rocía mi globo ocular, haciendo que
mis ojos se llenen de lágrimas—. ¿Qué estás haciendo?
—Camuflaje —dice, sonando como una disculpa—. No tiene sentido
hacer que tu piel se mezcle con el entorno si tus ojos reflejan la luna.
Parpadeo para que se me salgan las lágrimas y murmuro:
—¿También me lo vas a poner en los dientes?
—Cuando hayas terminado tus sándwiches. —Georgette inclina la ca-
beza hacia un lado y sonríe.
El pavor aleja los pensamientos del Príncipe Kevon, de mi familia y de
los Cosechadores sedientos mientras me pregunto qué demonios podría
ser lo suficientemente peligroso como para justificar un nivel tan alto de
camuflaje.

—¿Sabes algo sobre el Parque Nacional Gloria? —pregunto.


Georgette frunce el ceño.
—¿La reserva de caza?
—¿Qué significa eso? —Forelle se mete un poco de sándwich en la
boca.
—Es un zoológico abierto, donde todos los animales salvajes deambu-
lan en sus hábitats naturales. Como el Santuario de Animales de Oasis,
excepto que los Nobles van allí a cazar. —La mirada de Georgette aterri-
za en el plato—. ¿Te vas a comer eso?
Mis ojos se hinchan. ¿Zoológico abierto? ¿Animales salvajes? ¿Hábi-
tats naturales? ¿Caza? Empujo el plato hacia Georgette y trato de no pen-
sar en una multitud de bestias devoradoras de hombres, criaturas con un
veneno mortal, y eso ni siquiera incluye a las chicas Nobles que claman
por mi sangre.
Hasta ahora, ninguna de las Pruebas oficiales ha logrado que maten a
una chica, pero creo que eso está a punto de cambiar.
Unos treinta minutos después, una campana suena en mi muñequera, y
Emmera, Vitelotte y yo salimos de nuestras habitaciones. Ambas usan el
mismo camuflaje, con capuchas con dibujos de hojas que cubren su ca-
bello. Nuestros monos nos quedan tan ajustados como el ElastoSculpt
con cremalleras en la parte delantera para ventilación y cinturones gru-
esos que ciñen nuestras cinturas.
No estoy segura de para qué sirven los ganchos del cinturón negro, pe-
ro estoy segura de que lo averiguaremos una vez que Byron Blake nos dé
instrucciones sobre la prueba.
Emmera me frunce el ceño y Vitelotte desvía la mirada. Caminamos
junto a nuestras maquilladoras en silencio por el palacio y encontramos a
Byron esperando en el rellano intermedio y al resto de las chicas camuf-
ladas al pie de las escaleras.

Desde dónde estoy descendiendo, es difícil reconocer a las nobles, pe-


ro las chicas de Amstraadi se mantienen firmes con posturas rectas y los
brazos en la espalda.
Mientras nos acomodamos con las demás, Byron nos da la bienvenida
disculpándose por Prunella porque ha regresado a la Cámara de Minist-
ros para responder más preguntas. Él le guiña un ojo a la cámara y me
pregunto si la torturarán para diversión del público.
—Hay seis Amstraadi, cinco Nobles, tres Guardianas, dos Artesanas y
tres Cosechadoras —dice, sosteniendo la estatuilla dorada de Gaia—. Es
totalmente su decisión si quieren formar equipos, pero quien regrese con
el Tesoro de Gaia será la ganadora.
Miro a las chicas a mi alrededor. Ingrid, la Noble de rasgos tensos, ha-
ce señas a las tres Guardianas para que se acerquen. Sabre de Amstraad
divide a su grupo en dos, mientras que la pareja Artesana está de pie sola.
Dejo caer la mirada hacia el suelo de mármol, sin atreverme a preguntar
si hay una sanción por no participar.
—Las cámaras incrustadas en las costuras de sus monos rastrearán sus
movimientos —continúa—. Los exploradores las encontrarán tan pronto
alguien encuentre el tesoro.
—Lo que significa que estaremos ahí fuera para siempre si no lo en-
contramos —murmura Vitelotte.
Reprimo una risa. Lo peor de su comentario es que probablemente sea
cierto.
Byron envía primero a las Amstraadi, luego al equipo combinado de
Nobles y Guardianas. Las dos Artesanas, que no nos miran a los ojos, se
apiñan. Una de ellos es la bailarina de cabello rosado que asintió desde el
vehículo blindado de transporte de personal e insinuó que era seguro para
mí regresar al vehículo.
Un par de camarógrafas nos hacen señas para que las sigamos y nos
guían por una salida lateral. Nadie habla mientras caminamos por los est-
rechos pasillos. Técnicamente, este es un pasadizo oculto y necesitaría
memorizar esta información para pasarla a los Corredores Rojos, pero ya
no me importa.
Cuando acepté esta misión, pensé en entrar al palacio, escabullirme
por la noche y encontrar una entrada oculta. Entonces me eliminarían, me
enviarían a casa e informaría a los Corredores Rojos de una ruta secreta a
la revolución. Nunca pensé que terminaría con guardias fuera de nuestra
casa en Rugosa, esperando la orden de disparar por parte de la Reina Da-
mascena.
Se abre una puerta y entramos en una escalera que conduce a un sóta-
no, donde nos espera un gran jeep con las ventanas tintadas. Hay dos
mochilas delgadas en la parte delantera y tres en la parte trasera. Después
de instalarnos, examinamos su contenido. Una bolsa contiene un mapa y
una computadora de mano, otra contiene la Biblia de Gaia, la tercera
contiene equipo de corte como navajas, una motosierra de bolsillo y un
hacha pequeña. Incluso hay un encendedor de gas con un ingenioso
gancho para el cinturón. Espero que estos artículos sean para cortar leña.
—Después de anoche, debería estar a cargo de las armas. —Miro a
Emmera—. ¿Alguna objeción?
Sus rasgos camuflados se retuercen.
—¿Entonces así podrías enterrarme esa hacha en la espalda?
Vitelotte coloca una mano sobre los hombros de Emmera.

—Está bien —dice en tono uniforme—. Zea—Mays no le haría daño a


una compañera Cosechadora.
—¿Cómo lo sabes? —Emmera susurra.
Agarro la bolsa de armas contra mi pecho y espero a que la chica de
cabello púrpura responda.
—¿Cómo pudiste olvidar que Zea—Mays fue azotada dos veces por
salvar la virtud de las chicas Cosechadoras? —dice Vitelotte.
Una de las Artesanas de enfrente se gira boquiabierta. No la miro a los
ojos y no la culpo por estar resentida conmigo. En los últimos días, Pru-
nella Broadleaf y su equipo de medios han trabajado duro para que pa-
rezca que utilicé métodos deshonestos para robarme al Príncipe Kevon.
Fueron tan convincentes que incluso Berta les creyó.
Giro el anillo que Carolina deslizó en mi dedo y me pregunto si es por
eso que no he tenido noticias de ella o de Ryce, luego me olvido de la
idea.
—Bien. —Emmera inclina la cabeza y exhala un largo suspiro—. Pero
me quedo con la tableta.
Sin una palabra, Vitelotte toma la Biblia de Gaia y la lee.
Mi mirada desciende al paquete de cuchillos y los catalogo en mi men-
te para futuras referencias. Si nos encontramos con pájaros asesinos co-
mo el que atacó a Gemini, necesitaremos más de un hacha.
A medida que pasan las horas, nuestro jeep atraviesa un terreno cada
vez más accidentado y una pendiente pronunciada. Parece que vamos a
las montañas, que técnicamente son los Barrens y más allá del muro que
encierra a los Echelons. Las reverberaciones de mi corazón me sacuden
los huesos, y lo único que me detiene de un ataque de pánico en todo el
sentido de la palabra es el conocimiento de que Ingrid y sus aliadas se fu-
eron antes que nosotras y probablemente estén peleando entre ellas sobre
quién debería reclamar la estatuilla dorada.
Finalmente, nos detenemos y los asistentes de producción nos permi-
ten bajar del jeep. Abro la puerta y el olor a pino invade mis fosas nasa-
les. Estamos estacionados a unos pocos metros del borde de un acantila-
do de montaña que cae a un terreno más rocoso y luego a un bosque que
se extiende por kilómetros. El sol poniente es una bola de color amarillo
incandescente que esparce una neblina anaranjada por las montañas dis-
tantes.

—Esto no es una simulación —murmura Vitelotte desde mi lado.


Miro hacia el horizonte, preguntándome cómo se supone que vamos a
encontrar una estatuilla en esta extensión de verde.
—Este tampoco es el oasis.
—¿Qué diablos se supone que debemos hacer con eso? —dice Emme-
ra.
Ambas nos volvemos para encontrar a los asistentes colocando cin-
co… ¿patinetas? Son de poco más de un metro de largo, metálicas con
correas para los pies en forma de bucle. Las dos Artesanas chillan y se
dan la mano, pero las tres compartimos miradas en blanco.

—¿Qué son esos? —pregunto.


—Planeadores de aire. —Una de las Artesanas se encuentra a medio
camino del planeador.
Niego con la cabeza.
—¿Qué hacen?
Camina alrededor de las tablas, encuentra la que tiene su nombre y co-
loca sus pies en las correas de los pies. Cuando un motor cobra vida, su
compañera sube a su tabla. Ambas inclinan su peso hacia adelante y las
tablas se elevan a treinta centímetros del aire.
Mi boca se abre. He visto aviones volar y no tengo idea de cómo se
mantienen en el aire, pero supuse que la mayor parte del vehículo consis-
tía en motores, combustible y física. ¿Pero una placa tan delgada como
una tableta de computadora?
Con un grito, las chicas vuelan sobre el suelo rocoso y sobre el borde
del acantilado. Mi estómago se desploma, pero se mantienen a flote.
—No. —Emmera niega con la cabeza.
A pesar de nuestras diferencias, me inclino a estar de acuerdo. Mi pul-
so late más fuerte que el rugido del viento, y la sangre corre por mis
oídos, es casi suficiente para amortiguar el sonido de una puerta cerrán-
dose, pero me doy la vuelta para encontrar el jeep retrocediendo por la
montaña, dejando tres planeadores en el suelo.
—No tenemos que hacer esto —digo.
Emmera, cuyos rasgos están flácidos, asiente y se vuelve hacia Vite-
lotte.
Vitelotte mira a las chicas que desaparecen hacia el horizonte.

—Podemos esperar aquí hasta que alguien venga a buscarnos.


Nos quedamos juntas en silencio y miramos la puesta de sol. No estoy
segura de cuánto tiempo pasa cuando Emmera reprime un bostezo. Par-
padea tres veces, luego se tapa la boca con la mano e inclina la cabeza
hacia atrás para bostezar de nuevo.
Un bostezo se acumula en la parte posterior de mi garganta y me tapo
la boca para dejarlo salir. Entonces Vitelotte bosteza. Pronto, estamos pa-
radas juntos, bostezando como si fuera contagioso.
—¿Qué es eso? —dice Emmera con un bostezo.
—Bostezar es… —Vitelotte deja de bostezar—. Contagioso.
—No —dice Emmera, sonando somnolienta—. Ese sonido retumban-
te.

Me doy la vuelta justo cuando un par de leones gigantes se acercan


desde más abajo por la pendiente.
La adrenalina me atraviesa el corazón, obligando a mis miembros a ac-
tuar. Voy corriendo hacia el planeador etiquetado con “CALICO”.
—¡Ligers! —Vitelotte salta sobre su planeador.
Con un chillido, Emmera se monta. Imitamos los movimientos de ba-
lanceo de las chicas Artesanas y dos juegos de motores cobran vida. Sus
planeadores se elevan del suelo y se dirigen hacia el borde del acantilado.
El mío no funciona.
Los ligre continúan hacia nosotras, bestias gigantes de color arena cu-
yas cabezas me llegan al pecho. Miro a las otras chicas, que se mueven
hacia el borde del acantilado, y hago un último esfuerzo para activar mi
tabla.
El terror se envuelve alrededor de mi cuello como una soga. La Reina
Damascena mintió. Ella nunca tuvo la intención de dejarme sobrevivir a
estas pruebas. Ahora, moriré, y culparán a un mal funcionamiento técni-
co o lo agregarán a la larga lista de crímenes de Prunella Broadleaf. Qu-
izás por eso la mantuvieron viva.

Nada de esto importa en este momento. Si no me muevo, estos ligers


me matarán.
Capítulo 3

Libero mis pies de las correas del deslizador mientras alguien grita. Mi
mirada se lanza a las dos Cosechadoras que flotan hacia el borde del
acantilado.
Emmera agita los brazos.

—¿Qué estás haciendo? ¡Vuela!


Vitelotte, que parece comprender lo que está sucediendo, extiende la
mano.
—¡Apúrate!
El terror distorsiona mi percepción del tiempo y alarga el espacio entre
latidos. Con un latido de mi corazón, me vuelvo hacia los ligre, los gatos
monstruosamente grandes con cabezas del tamaño del torso de un homb-
re. Sus bigotes brillan como oro hilado bajo el sol poniente, y sus gruesos
músculos ondean bajo su pelaje leonado. Una mordida con sus mandíbu-
las podría arrancar una extremidad entera.
Hay varias razones por las que correr sería una idea tonta. Nunca al-
canzaré a las chicas antes de que pasen por el borde del acantilado. Cor-
rer despertará los instintos de caza de los ligres. Pueden saltar más rápido
de lo que yo corro.

Después de otro latido, el gruñido gutural del ligre hace temblar el re-
vestimiento de mi estómago. El instinto de supervivencia deja en blanco
mi mente y mis piernas se ponen en acción. Corro con la rapidez de una
gacela, justo cuando los deslizadores de las chicas pasan por centímetros
el borde del acantilado.

La distancia entre las chicas y yo se ensancha. Emmera flota a unos 30


centímetros de Vitelotte, que está a su derecha y todavía extiende su bra-
zo. No puedo oír lo que gritan, el rugido de la sangre que pasa por mis
tímpanos ensordece todo menos mi pulso.
Un grito desesperado sale de mis labios y salto por el acantilado. Soy
ingrávida y, por un momento, no hay fuerza de gravedad. Mis brazos y
piernas dan vueltas por el aire, mi corazón deja de latir, la brecha entre
las chicas y yo se cierra, pero no lo suficientemente rápido.
Un rugido de angustia desde atrás hace que se me ericen los finos vel-
los de la nuca. Una fría mezcla de alivio y resignación recorre mis entra-
ñas. Si así es como muero, hecha añicos por una caída, es mejor que de
un golpe largo y lento.
Vitelotte agarra mi muñeca derecha, pero mi pie izquierdo aterriza en
la parte trasera de la tabla de Emmera. Ella chilla y me golpea, pero le
agarro la mano. Con el agarre firme de Vitelotte, tengo suficiente palanca
para asegurar mi pie derecho en su tabla.
Emmera tira de su brazo.

—¡Nos vas a tirar a las dos!


El tiempo vuelve a la normalidad y los latidos de mi corazón se dupli-
can. Aprieto los dientes y el agarre de Emmera con dedos resistentes. To-
da su lucha inclina su tabla y hace que mi pierna se resbale. Ella chilla y
se endereza.

—Quédate quieta —grito por encima del viento.


Otro grito de pánico resuena en mi oído izquierdo.
—Eres demasiado pesada. Vamos a morir. ¡Nos vamos a estrellar!
Vitelotte le grita que mantenga la calma. Apenas puedo distinguir las
palabras de la chica de cabello púrpura porque Emmera se pierde en un
pánico total. Trago bocanadas de aire y trato de desacelerar mi corazón
frenético. Al menos ha dejado de luchar.
Sonidos cortantes llenan mis oídos. Miro hacia arriba para encontrar
un par de drones flotando sobre nuestras cabezas, y me giro hacia Vite-
lotte.
—Necesitamos aterrizar.

Ella me ofrece un asentimiento sombrío.


La nada nos rodea y la puesta de sol sobre montañas distantes actúa
como nuestro único punto de referencia. El viento golpea la piel expuesta
de mi cara y mis manos, llevando el leve aroma de enebro y pino. No pu-
edo soportar mirar hacia abajo. Abajo hay una caída insondable que hará
girar mi conciencia como una semilla de sicomoro fuera de control. Tam-
poco quiero mirar hacia atrás, porque ver a esos ligre una vez fue sufici-
ente.
Si la gente de producción resolvió nuestra silenciosa resistencia con
animales salvajes, no sabemos qué harán si los desafiamos de nuevo. La
única forma de salir de esto es hacia abajo.

Tomando una respiración profunda y tranquilizadora a través de mis


fosas nasales, trato de bloquear los sollozos de Emmera. Sin formación
sobre cómo usar estos planeadores, no podemos permitir que se queden
sin combustible. Y si funcionan con energía solar sin batería, el inminen-
te anochecer significará nuestra muerte.
Ahora que el latido de mi pulso ya no llena mis oídos, finalmente pu-
edo escuchar el viento que pasa por la tela de la capucha y finalmente en-
tiendo por qué necesitábamos estas prendas. ¿Qué pasaría si empujára-
mos nuestro peso hacia el frente? ¿Nos caeríamos o desplomaríamos? Es
mejor que esperar a que los planeadores dejen de funcionar.
—¿Alguien ha usado uno de estos dispositivos antes? —grito por enci-
ma del viento.
Vitelotte niega con la cabeza.
—Sí —grita Emmera, pero suena más como un sollozo.
—¿Cuándo? —grito de vuelta.

—Uno de… —hipo—. Uno de los guardias trajo un planeador a la al-


dea. Quería enseñarme.
Rechazo cualquier especulación acerca de que el guardia tuviera moti-
vos ocultos y me concentro en los planeadores.
—¿Qué dijo?
—Solo iba detrás de él —dice con otro sollozo—. Nunca por mi cuen-
ta.
La impaciencia me pica en la piel, ya que acaba de invalidar su afirma-
ción de que mi peso extra las tiraría.
—Emmera, cierra los ojos y trata de recordar.
Ella asiente, pero permanece en silencio.
Me vuelvo hacia Vitelotte.
—¿Qué crees que pasaría si movemos nuestro peso al frente?

—¿Un salto mortal hacia adelante? —responde.


Mi estómago se aprieta de ansiedad. Tenía miedo de que dijera eso.
Durante los siguientes minutos, Vitelotte grita órdenes a la tabla, pero
continúa flotando por el aire y hacia el sol poniente. Miro a Emmera, cu-
yas facciones parecen demasiado contorsionadas por el pánico para indi-
car que es capaz de recordar lo que dijo el guardia sobre el planeador.
Con cada momento que pasa, el latido de mi pulso se intensifica hasta
que mi cabeza se llena con sus reverberaciones.
—La correa —grita Emmera.
—¿Qué? —ambos gritamos de vuelta.
La respiración de Emmera es tan rápida y frenética que su columna
vertebral se arquea con cada exhalación. Ahora que ha dejado de luchar y
de intentar sacarme de la tabla a empujones, puedo ver que estaba actu-
ando por el pánico.
—Levanta los dedos de tu pie izquierdo para bajar —dice ella—. Los
de la derecha para subir.
—Está bien —grita Vitelotte.

Dos drones más se unen al par por encima de nosotras, pero uno se su-
merge varios metros fuera de la vista. Un nuevo ataque de pánico atravi-
esa mi pecho, y una premonición pasa ante mis ojos. La de las chicas ca-
yendo a diferentes velocidades y yo cayendo por el cielo. Por eso el dron
se está posicionando, para capturar imágenes de mi caída.

—¡Esperen! —La palabra brota de mis labios.


Emmera tira de su brazo para liberarlo.
—¿Qué?

—Coordínense. —Agarro su muñeca—. Ustedes dos necesitan levan-


tar los pies al mismo tiempo.
Vitelotte asiente, pero la falta de movimiento de Emmera me dice que
mi muerte no es un factor importante en su toma de decisiones. Los mo-
tores de los planeadores retumban bajo ambos pies a diferentes velocida-
des, enviando temblores a través de mis huesos. Si no puedo hacer que
trabajen juntas, estoy muerta.
—Bueno. —Intento mantener el temblor fuera de mi voz—. Mostré-
mosle a los espectadores en casa algo del trabajo en equipo de las Cosec-
hadoras.
—A la de tres —dice Vitelotte.

Aprieto mi agarre en ambas muñecas, inhalo profundamente otra vez y


aprieto mis músculos abdominales.
—Una, dos, tres.
Un segundo después, ambas tablas, junto con mi estómago, se desplo-
man. Una de ellos desciende más rápido que la otra y se están separando.
Grito, pero los gritos de las otras dos chicas ahogan el sonido.

—¡Deténganse! —grito sobre sus gritos.


Cuando se detienen, Emmera flota a un metro de la izquierda de Vite-
lotte y yo me inclino hacia adelante en un ángulo con los brazos medio
separados de sus ejes. Mi pie izquierdo apenas puede sentir el planeador
de Emmera y todo mi peso se balancea en los músculos de mi pierna de-
recha doblada. Los espasmos recorren mi corazón y el sudor frío empapa
mi mono. Esto no va a funcionar.
Me vuelvo hacia Vitelotte y le indico que baje la tabla. Cuando está al
nivel de Emmera, sus ojos afligidos se encuentran con los míos. La única
forma en que superaré esto con vida es montando detrás de una chica, pe-
ro no sabemos si los asistentes de producción han alterado la capacidad
de los planeadores para sostener el peso de dos.
El zumbido del dron apuntando con una cámara a mi cara me dice que
está tomando un primer plano. Los otros dos retroceden, presumiblemen-
te para obtener una toma cómica de mi incómodo ángulo. Ahora no es el
momento para que me pregunte cómo presentarán este video en el Canal
Lifestyle, pero mi mente no puede evitar pensar en cómo soy la nueva
Gemini Pixel, puesta para castigos extraordinarios y una muerte especta-
cular.
Emmera es la primera en hablar.

—Deberías haberte quedado con esos ligres. ¿Y si eran androides?


Aprieto los labios, exhalo mi ira entrecortadamente y me obligo a no
responderle.
Vitelotte baja su planeador medio metro y aprieta mi muñeca.
—Soy la más pequeña y tú eres delgada. Monta conmigo.
La gratitud inunda mi corazón. Emmera no se opone a la implicación
de que ella es la más grande, pero creo que está demasiado aliviada por
no tener que soportar más mi peso. Me toma una eternidad y varios in-
tentos fallidos para soltar la muñeca de Emmera, mover mi pie izquierdo
a la tabla de Vitelotte y envolver mis brazos alrededor de la cintura de la
chica más pequeña.

El motor bajo nuestros pies chisporrotea y la tabla oscila de izquierda


a derecha. Uno de los brazos de Vitelotte se estira para mantener el equ-
ilibrio, pero el otro está atrapado en mi agarre lateral.
Ambas nos congelamos, esperando que el planeador ceda bajo nuestro
peso combinado. Incluso el viento se detiene y los únicos sonidos son el
rápido latido de mi pulso combinado con las cuchillas cortantes del dron.
Emmera desaparece de nuestra línea de visión. Probablemente esté a
medio camino del bosque, pero no puedo pensar en eso ahora. Después
de lo que parece una eternidad, el motor debajo de nosotras se restablece
a un retumbar constante.

—¿Qué opinas? —pregunta Vitelotte.


No quiero que una pizca de miedo afecte a la chica que nos llevará a
un lugar seguro, así que digo en el tono suave que uso con los pájaros he-
ridos:
—Veamos qué sucede cuando levantas el dedo gordo del pie.
Momentos más tarde, el planeador desciende.

Ambas exhalamos respiraciones idénticas. Vitelotte dice que el meca-


nismo debe ser sensible y que los movimientos leves son suficientes para
comprender nuestros comandos. Me toma varios minutos reunir el valor
para mirar hacia abajo. Cuando lo hago, estamos a la deriva a treinta met-
ros sobre un río que se mueve rápidamente.
Sus orillas son tramos de roca gris que dan paso a un espeso bosque de
pinos, con puntas afiladas como puntas de paraguas. No puedo decir, con
la luz que se desvanece, si el río es profundo, pero el agua fluye alrede-
dor de rocas irregulares en el medio, lo que sugiere que no lo es.
—Vitelotte — le susurro al oído.
—Lotte —dice ella.

—Tenemos que movernos hacia la izquierda.


—No sé cómo hacer eso —responde.
A medida que continuamos descendiendo, el choque del agua contra
las rocas ahoga las hélices de los drones. Miro hacia abajo y veo una ma-
sa oscura nadando debajo de nosotros. Es largo con una cola gruesa y pa-
tas rechonchas que sobresalen de cada lado de su vientre redondeado.
No sé la diferencia entre un cocodrilo y un caimán, pero cuando se le-
vanta y abre las fauces, sacudo a Vitelotte.

—¿Qué? —ella dice.


—Sube. —El tono de mi voz se eleva. Cuando el planeador continúa
descendiendo, grito—: Sube.
—El pedal derecho no funciona. —Ella se inclina y se atraganta—.
¿Qué hay en el agua?
Las náuseas me recorren el interior. Quien haya desactivado el plane-
ador que me asignaron ahora está manipulando la tabla de Vitelotte. A
medida que continuamos hacia el río, se juntan más reptiles gigantes.
Yo digo:
—Solo…
Algo duro golpea mi brazo izquierdo. Me estremezco y un suspiro sil-
ba entre mis dientes.

—¿Ahora qué? —dice entre respiraciones entrecortadas.


Mi mirada se lanza hacia la orilla. No veo a nadie escondido entre los
árboles, pero ese es el objetivo del camuflaje.
—Yo no…
Otro golpe fuerte golpea mi sien y el dolor se extiende a través de mi
cráneo.

—Ay.
Vitelotte se estremece.
—Ay.
—Alguien nos está disparando. —Toco su hombro—. Ve más alto.
Mientras se eleva, uno de los misiles aterriza en un lado de mi pierna,
haciéndome estremecer. No pueden ser balas de seda, ya que penetrarían
en la piel, así que tal vez estos disparos provengan de un rifle de aire.
Miro hacia abajo y encuentro figuras oscuras corriendo por la orilla del
río.
—Estaban tratando de hacernos caer al agua —gruño.
—Las Nobles y las Guardianas se están uniendo para eliminarte. —Vi-
telotte explica que Ingrid le ha ofrecido a cualquier chica que me mate la
oportunidad de convertirse en su dama de armas. No es de extrañar que
le hiciera esa oferta a Berta, quien casi me mata.
—Esa chica Constance, la de los rizos, me ofreció una caja de vodka si
te empujaba por la ventana.
Mi corazón se hunde.

—Oh.
Vitelotte vuelve la cabeza y me mira a los ojos.
—Me negué, por supuesto.
—Lo sé. —Nuestra angustiosa aventura aérea es una prueba de que no
tiene intención de matarme o dejarme morir.
—Todas están haciendo alianzas. —Ella niega con la cabeza—. Como
si sus planes pudieran ganarles el corazón de un príncipe.

Mi mirada se eleva hacia el dron que sigue cada uno de nuestros movi-
mientos. Los planes funcionaron para la Reina Damascena y Lady Circi.
Algo golpea la parte inferior de nuestro planeador y mi corazón da un
salto.
Vitelotte se pone rígida.

—Están tratando de apagar su motor.


Sin que se lo pida, nos alejamos más del río. Se dobla y nos alejamos
de los reptiles nadadores y pasamos por el bosque.
—Busquemos un lugar seguro —digo—. Si nos separamos, te dejarán
en paz y…
—No —dice ella—. Estás más segura conmigo cuidando tu espalda.

Niego con la cabeza. No es que Vitelotte y yo fuéramos amigas en Ru-


gosa, y ella sabe cuánto riesgo está asumiendo al quedarse a mi lado. Es
una locura que se lastime cuando todos la han pasado por alto hasta aho-
ra.
El silencio se extiende entre nosotras. No sé cómo preguntar por qué
iría tan lejos para ayudar a una extraña cuando otras como Emmera se
unirían en mi contra para beneficio personal.
Vitelotte exhala un largo suspiro.
—He visto lo que hace tu familia en Rugosa. Los Calico pueden estar
callados, pero ustedes son buenas personas. Cuando mamá murió y nos
dejó con dos recién nacidos, tu madre trajo suficiente fruta de cactus para
que sobreviviéramos hasta que los Guardianes aprobaran la transferencia
de las raciones de agua de la abuela. Considera esto como nuestro agra-
decimiento.

Se forma un nudo en mi garganta.


—No lo sabía.
—A tus padres no les gusta presumir de todo lo bueno que hacen, pero
algunos de nosotros nos damos cuenta —dice en tono mordaz.
El comienzo de las lágrimas me pica en los ojos. Sus palabras han lle-
gado a mi corazón, pero la idea de que mis acciones hayan puesto en pe-
ligro a mamá, papá y los gemelos me hace añicos.
Otro proyectil golpea la parte inferior del planeador, pero falla el mo-
tor. Estamos flotando sobre un claro, y cuatro atacantes nos están sigui-
endo a través de los árboles. Tres guardianas unieron fuerzas con una
Noble. Probablemente esperaron a la única chica sin planeador.

El tiroteo se vuelve frenético y las chicas derriban a dos de los drones


que nos siguen. Algunos de los disparos golpean el motor y lo hacen
chisporrotear. Descendemos unos metros, pero los ataques finalmente se
detienen cuando pasamos un abismo. Al otro lado hay un bosque latifoli-
ado de robles, arces y abedules. Me giro para ver si las chicas están mon-
tando sus planeadores, pero nadie se levanta de los árboles.

—¿Quieres encontrar la estatuilla de Gaia? —pregunto.


Vitelotte niega con la cabeza.
—No tiene sentido ya que Emmera tiene el mapa.
Después de unos minutos más de tranquila deriva, el motor se ralenti-
za. Vitelotte lo baja al suelo y seguimos a pie por el bosque. La luz dora-
da se filtra a través del espeso dosel del bosque e ilumina nuestro camino
sobre el terreno irregular. Las ramitas y las hojas secas crujen bajo los pi-
es, y un aroma terroso llena mi nariz.

Nos turnamos para llevar el planeador en caso de que necesitemos


usarlo como arma o medio de escape, pero nuestros pasos vacilan cuando
la brisa lleva el humo y un leve olor a carne cocida.
Me agarro del brazo de Vitelotte. Probablemente sea uno de los grupos
de Amstraadi. Son las únicas chicas que puedo imaginar capaces de cazar
comida y montar un campamento. Las Guardianas probablemente tambi-
én tengan esa habilidad, pero están demasiado ocupadas cazándonos.
Vitelotte se lleva un dedo a los labios y nos detenemos. El humo pro-
viene de algún lugar a la izquierda, donde también escuchamos los soni-
dos de risas femeninas. Ella chasquea su cabeza hacia un roble cuyas ra-
mas gruesas en expansión se curvan hacia el suelo. Le doy un asentimi-
ento brusco y nos arrastramos hacia el árbol. Cuando llegamos a su base,
mi pie se engancha en algo blando. Me tropiezo y aterrizo sobre mis ma-
nos y rodillas.
Vitelotte se arrodilla a mi lado y susurra:
—¿Estás bien?
—Bien. —Me doy la vuelta y miro hacia abajo en la base del árbol en
busca de señales de un animal muerto. La tenue luz oscurece mi visión
del objeto blando que me hizo caer, pero mis ojos se adaptan. Encuentro
el contorno de algo que se camufla con las hojas caídas y le doy vuelta
con el pie.
Un mechón de cabello rubio capta la luz. Es largo y lacio, como el de
Emmera.
El shock me golpea en el estómago y me tapo la boca con ambas ma-
nos para ahogar un grito.
Vitelotte se dobla y deja escapar varias respiraciones entrecortadas.
—¿Quién es?

Niego con la cabeza. Con la pintura facial, no sé si es la chica de nu-


estro pueblo. No puedo ver un planeador plateado cerca del cuerpo, y no
puedo decir si murió por la caída o si alguien la mató.
Pasos rápidos se acercan desde más allá de los árboles y mi estómago
da un vuelco. Me alejo del extenso roble con Vitelotte a mi lado.

Corremos sobre troncos caídos, a través de arroyos y pasamos junto a


una manada de animales cuyos ojos brillan en la penumbra. Quienes nos
siguen son rápidas, decididas, implacables. El bosque se inclina cuesta
arriba y nuestra respiración se vuelve laboriosa mientras nos alejamos de
nuestras perseguidoras. O son las chicas de las armas o quién sea respon-
sable de lo que le pasó a la chica rubia.

La fatiga enciende mis pulmones y el cansancio pesa sobre mis mus-


los, pero sigo adelante hasta que no hay otro lugar para correr. La pendi-
ente termina con una caída de diez metros. En algún momento entre aho-
ra y el encontrar el cuerpo de la chica, hemos perdido el planeador. Olvi-
dé por completo quién se suponía que debía llevarlo.
—Salta —le susurro.

Vitelotte asiente.
—Una, dos, tres.
Ambas saltamos. Un segundo después, con el estómago revuelto, ater-
rizo en cuclillas, y Vitelotte ejecuta un aterrizaje perfecto. Mi mirada
capta los ojos brillantes de una criatura que podría ser un gran zorro. Se
lanza hacia la izquierda y desaparece de la vista. Me agarro del brazo de
Vitelotte y tiro de ella en la dirección por la que huyó el animal.
Más adelante, más allá de un crecimiento de árboles jóvenes, se encu-
entra un árbol grueso que parece varios árboles más pequeños entretej-
idos para formar un hueco. Salimos disparadas hacia él y nos agachamos
dentro.
El aire está húmedo dentro de la planta grande, lleno de los aromas
mezclados de almizcle animal y hojas podridas. No hay mucho espacio
más que para agacharse. Aprieto los labios y respiro con fuerza por las
fosas nasales. Mis extremidades no dejan de temblar, y creo que es por-
que temo otra pelea.
La maquilladora de Vitelotte también oscureció el blanco de sus ojos y
no puedo verla en la oscuridad. A menos que quienes nos persigan lleven
gafas de detección de calor, deberían pasar corriendo.
Un par de figuras oscuras saltan hacia abajo. Se detienen un momento
y miran de un lado a otro. Una de ellas apunta a la izquierda, la otra
apunta a la derecha y se separan.
Ninguna de las dos habla durante varios minutos. Yo, porque temo que
las chicas regresen, pero Vitelotte se frota la barbilla como si estuviera
sumida en sus pensamientos.
—Son de Amstraad —susurra.
—Creo que nos estaban cazando —le respondo en un susurro.
—Cazándote —dice ella.
No puedo estar en desacuerdo. Anoche, cuando pensé que el secuestro
era real, electrocuté a una de ellas, le prendí fuego y disparé a su amiga.
Probablemente estén buscando venganza. Nos sentamos en el escondite
en silencio y me pregunto qué deberíamos hacer a continuación. No sé si
las chicas eran parte del campamento y regresarán con sus camaradas, o
con un grupo diferente que busque genuinamente el tesoro de Gaia.
Una respiración cansada se escapa de mis labios. Si la Reina Damasce-
na no está amenazando la vida de mi familia, entonces las otras concur-
santes están tratando de matarme. Y ahora he arrastrado a Vitelotte a este
lío.
—Ellas me quieren. —Saco la mochila, abro la cremallera, saco el
hacha y engancho el encendedor de gas a mi cinturón—. Si cambias de
opinión acerca de ir sola, lo entenderé.

Sacude la cabeza y me agarra del hombro.


—Las Cosechadoras se mantienen juntas.
Envuelvo mi mano alrededor de la suya y la aprieto.
—Gracias.
—Siento lo de ayer —susurra.
—¿Qué?

—No dije nada cuando te llamaban asesina por salvarnos. Cuando te


echaron del autobús, debería haberme unido a ti.
Mi boca se abre.
—No esperaba…
—Me quedé ahí sentada, a salvo y aterrorizada. —Su respiración se
vuelve áspera y llena de auto recriminación—. No hice nada mientras
conspiraban contra una chica Cosechadora, y la misma cantidad de nada
cuando te estaban cazando con armas.
—Bueno… —Las palabras se secan en el fondo de mi garganta.
En ese entonces, me había sentido enferma por la traición. Todavía me
duele la forma en que muchas de las chicas se sentaron y permitieron que
Ingrid reuniera a otras en mi contra. Quizás estaban asustadas, como Vi-
telotte.

Quizás algunos de ellos todavía recordaban las imágenes manipuladas


de Lady Circi arrastrando a una chica desnuda lejos del Príncipe Kevon.
No sé. Pero una vez no hice nada mientras otra chica Cosechadora nece-
sitaba mi ayuda, y esa es una carga que llevaré por el resto de mi vida.
Vitelotte mete la mano en el paquete y saca la motosierra y un cuchillo
de caza con una hoja de dieciocho centímetros.
—Si puedo ayudarte, podría compensar el haberte fallado ayer.
Niego con la cabeza. Se necesitó un cuchillo en la espalda y casi morir
para poner las cosas en perspectiva. Mamá tenía razón cuando dijo que
una chica no puede salvar el mundo, como dijo hace años que una niña
asustada de nueve años no era capaz de evitar que un guardia cometiera
un asesinato. Una culpa tan intensa e irracional causó mi obsesión con
Ryce Wintergreen, un hombre al que solo conozco de lejos.
—Soy yo quien te debe —le susurro—. Gracias a ti, no caí a mi muer-
te ni fui mutilada por un par de ligres.
Su silencio me dice que no está ni remotamente convencida, y exhalo
un suspiro cansado. Tenemos cosas más importantes de las que preocu-
parnos en este momento, y no podemos quedarnos en el hueco de un ár-
bol toda la noche. Ninguna de las chicas que nos siguieron muestra sig-
nos de regresar, y estoy a punto de sugerir que nos vayamos, pero el so-
nido de dos nuevos pares de pies acercándose nos congela a las dos.
A estas alturas, todo rastro de sol ha desaparecido y las nubes oscuras
cubren el cielo. Quienquiera que se mueva hacia nosotras también usa
camuflaje, y no veo nada más que el brillo de una tableta.
—¿Estás segura de que no está muerta? —dice una voz que se acer-
ca—. Aquí dice que no se ha movido en años.

—¡Shhh!
El terror me recorre el vientre. ¿Qué diablos había en esa tableta? ¿Mis
coordenadas? Mi mano vuela hacia el pequeño bulto sobre mi esternón.
No pueden estar leyendo las coordenadas del colgante de tomate. Nadie
lo sabe, excepto el Príncipe Kevon y los hermanos Thymel que hicieron
mi vestido de fiesta. Envuelvo una mano alrededor de mi brazalete Amst-
raad y niego con la cabeza. Este es un nuevo monitor del médico real.
Una pequeña luz parpadea en la hebilla de mi cinturón y aprieto los di-
entes. Si han instalado cámaras en nuestra ropa, entonces tiene sentido
que también puedan agregar algunos rastreadores.
—Tenemos que salir de aquí —le susurro.

Vitelotte niega con la cabeza.


—Demasiado tarde.
Los pasos son pesados, confiados y rompen ramitas bajo los pies. Vi-
telotte me da un empujón para prepararme y mi mano se cierra alrededor
del hacha. No quiero herir a nadie, pero si atacan primero, tomaré repre-
salias con toda mi fuerza.

—Probablemente esté herida. —La primera voz suena alegre.


La otra chica se ríe.
—Facilita nuestro trabajo.
—¿Puedes moverte alrededor de ellas y atacar por la espalda? —Le
susurro a Vitelotte.
Ella asiente y sale de la madriguera. En cuestión de segundos, desapa-
rece en la oscuridad y todo lo que puedo ver es el brillo de la pantalla de
la tableta.
—¿Escuchaste algo? —susurra la primera voz.
—¿Qué?
—Un crujido.
Ella se ríe.

—Es ella.
Con un clic, la luz de una linterna ilumina los árboles.
—Zea—Mays Calico —dice la voz alegre—. Muéstrate.
Hago un gemido fuerte para distraerlas de Vitelotte, y la luz ilumina el
hueco.
—Ahí la tienes —dice una chica.

—¿Quién son? —Salgo de la madriguera, esperando haberle dado a mi


nueva amiga tiempo suficiente. Una vocecita en el fondo de mi mente me
pregunta qué haré si ella ha escapado al bosque, pero la sacudo—. ¿Son
concursantes?
—No para el papel de la próxima reina —responde.
—Déjame adivinar —inyecto tanto aburrimiento como puedo en mi
voz—. ¿Alguien te ofreció el puesto de dama de armas a cambio de mi
muerte?
Un tenso silencio se prolonga durante varios latidos. No sé si están
sorprendidas de que haya descubierto su plan o desconcertadas por mi si-
lencio, pero no puedo dejar que su atención se desvíe de mí por mucho
tiempo, en caso de que encuentren a Vitelotte.

—Entonces son del Echelon Guardián. —Me pongo de pie con el hac-
ha—. ¿Les importaría compartir sus nombres para que todos en Phanglo-
ria sepan quién está tratando de asesinarme?
El rostro pintado de la chica se divide en una sonrisa de dientes desnu-
dos.

—Minnie ha bloqueado las señales de transmisión de la cámara y en-


contramos un bote de QuickBurn en uno de nuestros paquetes. Para cu-
ando los drones encuentren tu cuerpo roto y quemado, todos los restos
para análisis forenses serán cenizas.
La bilis sube a la parte posterior de mi garganta y rechino los dientes.
Esta no es una búsqueda del tesoro. Es otro de esos intentos de asesinato
con múltiples frentes. Si los ligres no me comen, el deslizador funciona
mal. Si fallan, los cocodrilos, y si eso no funciona, mis compañeras con-
cursantes.
—Gracias por hacérmelo saber. —Balanceo el hacha hacia sus cabe-
zas. Es hora de enviar un mensaje de que Zea—Mays Calico no es un
chivo expiatorio, una presa fácil o un cordero para sacrificio.
Capítulo 4

La chica se agacha, pero mi hacha golpea el costado de su linterna y la


envía volando por el aire. Cae al suelo, creando un rayo de luz. Mi ata-
cante apunta con un arma a mi cara. Salto hacia atrás y un perdigón gol-
pea mi esternón. El dolor estalla en mi caja torácica.

Gritando, me tambaleo hacia atrás y me agarro el pecho, pero con otro


chasquido de su arma, el perdigón no alcanza mi ojo por el ancho de un
dedo y golpea mi frente. El impacto del golpe me quita el aliento, y du-
rante el segundo siguiente, solo puedo tambalearme.
En mi próxima inhalación, cuchillas de agonía recorren mi cráneo. Es
tan malo que no puedo sentir el dolor en mi esternón. Me agacho y qui-
ero enrollarme como un armadillo, pero un tercer disparo roza el costado
de mi brazo y me impulsa a la acción.
Con un ojo bien cerrado y el otro deslumbrado por la linterna, cargo
contra la tiradora y balanceo el hacha.
Otro cuerpo choca contra mi cintura y me tira al suelo. Me golpeo la
nuca con una piedra y el hacha se me escapa de los dedos. Mi último
pensamiento cuando la culata de un arma se clava en la cuenca de mi ojo
es sobre Vitelotte. A pesar de todo lo que ha dicho sobre deberle a mi fa-
milia, no puedo culparla por huir.

La chica que sostiene el arma golpea con su peso mis costillas. No pu-
edo respirar, no puedo mover su peso. Mis dedos buscan a tientas el hac-
ha que dejé caer, pero se cierran alrededor de una roca del tamaño de mi
puño. Aprieto los dientes y apunto a su cara, pero ella retrocede.
Ella sonríe, sus dientes blancos brillan a la luz.

—Gracias por hacer esto tan fácil…


Los sonidos de asfixia cortan sus palabras, y su peso cae sobre mi pec-
ho. Empujando su cuerpo que lucha a un lado, me pongo de pie y me ale-
jo de ella y Vitelotte.
—Tulip —grita la chica que sostiene la tableta de la computadora.
Con un ojo todavía lloroso por el perdigón, entrecierro los ojos alrede-
dor del claro en dirección a la otra chica. Ha salido de la luz y apenas pu-
edo verla con el camuflaje. Dispara a ciegas en la penumbra y yo me
mantengo agachada y fuera del alcance de sus perdigones. Una luz par-
padea en su tableta, alcanzo mi cinturón y desengancho el encendedor de
gas.
Enviando a Vitelotte una palabra silenciosa de agradecimiento, me es-
cabullo a través de la oscuridad y me paro al lado de la chica de la com-
putadora. Cada disparo de su arma ilumina la oscuridad con pequeñas
chispas de luz, diciéndome exactamente hacia dónde apuntar el encende-
dor de gas. Ahí es cuando recuerdo su nombre… Minnie.
Un segundo después, la manga de su mono se incendia. Minnie grita,
se agita y deja caer su arma. Me lanzo al suelo, recupero el arma y apun-
to a la chica que lucha. Dos disparos después, tropieza con algo en el su-
elo y cae de espaldas. La dejo gimiendo y rodando por el suelo.
—¿Zea—Mays? —Vitelotte ilumina el claro con la linterna y se deti-
ene cuando me ilumina la cara—. ¿Estás herida?

La luz me pica el ojo bueno y entrecierro los ojos.


—Viviré.
Ella baja el haz de luz.
—¿Qué le hiciste?
La vergüenza recorre mis entrañas por haberle prendido fuego a una
chica. De nuevo.
—El encendedor de gas.
—Oh.
A estas alturas, los gritos de Minnie se convierten en gemidos y me
muerdo el labio inferior. Vitelotte probablemente piensa que fui demasi-
ado lejos con el fuego. Fue una acción similar la que puso a las chicas en
mi contra en el vehículo blindado, y cuanto más lo pienso, más me pre-
gunto si anoche no estaba asustada sino disgustada.
Con la amenaza de muerte que ya no se cernía sobre mí, podría haber
encontrado una forma menos violenta de inhabilitar a la otra atacante, pe-
ro dejé que la rabia nublara mis sentidos, y ahora ella está quemada.
Vitelotte apunta con la linterna a la cara de Minnie.

—¿Dónde están tus compañeras de equipo?


La chica se hace un ovillo y llora.
—Nunca va a responder —dice Vitelotte —. Es posible que tengamos
que llevar a cabo la amenaza que hiciste con el hacha.
Mi mirada cae al metal que brilla en el suelo a centímetros de los pies
de Vitelotte. Esta es una gran fanfarronería.

Minnie levanta la cabeza.


—No te atreverías.
Vitelotte recorre un amplio perímetro alrededor de la chica y presiona
la linterna en mis manos.
—Sostén esto.

Lo dirijo a los ojos de Minnie, esperando que Vitelotte amenace a la


chica con el hacha. En cambio, coloca el hacha en su cinturón y camina
hacia la otra chica Guardiana que yace inconsciente junto a un tronco.
Doy un paso a un lado, giro la lente de la linterna para que pueda emitir
un haz más amplio e ilumine todo el claro.
Minnie se sienta como si quisiera salir corriendo. Le apunto el meche-
ro a la cara y le gruño que se quede abajo. Ella se estremece y se aleja
hacia los árboles.
Vitelotte arrastra a la chica inconsciente hacia Minnie y le desabrocha
el mono.
—Tulip —Minnie se lleva ambas manos a las mejillas y grita.
Camino hacia un lado para ver qué es tan impactante sobre la chica in-
consciente. No puedo ver sus rasgos, excepto para saber que están flojos,
pero la luz refleja el líquido que brota de un corte en su cuello.
Un frío puño de conmoción me golpea en el estómago. El mechero se
me resbala de los dedos y choca contra una roca.
Vitelotte cortó el cuello de la niña con la motosierra. La usó como un
garrote para sacarla de mi pecho y luego la torció para romper sus venas.
¿Qué más puede explicar toda esa sangre?
Mi respiración se vuelve superficial y la sensación de ciempiés arrast-
rándose cubre mi piel. No hay forma de que esta chica, estoy segura de
que Minnie gritó el nombre de Tulip, no hay forma de que Tulip pueda
sobrevivir a una herida como esta tan lejos de la civilización.

La bilis sube a la parte posterior de mi garganta, ahogando mis palab-


ras. Me balanceo sobre mis pies y lucho contra el impulso de gritar. He
visto a un guardia fronterizo golpear la cabeza de un hombre con un rifle
hasta que se partió, una chica ejecutada con un brazalete y otra chica vo-
lada en pedazos, pero esas fueron atrocidades ejecutadas por otros Eche-
lons.

Esta es la primera vez que veo a una Cosechadora actuar de manera


tan despiadada.
—Ahora. —Vitelotte apunta con el hacha a la garganta de Minnie—.
¿Quién te envió a atacar a mi amiga?
La niña escupió un torrente de súplicas y frases confusas. En algún lu-
gar dentro del lío incoherente, dice que está trabajando con Ingrid Strab.
Mis labios se presionan en una línea firme y exhalo un suspiro frustra-
do. La revelación no es una sorpresa, pero con las amenazas de la reina,
que una persona más me quiera muerta es agotador.
La peor parte es que cuando Minnie regrese al palacio, probablemente
les dirá a todos que yo asesiné a Tulip solo para que me ejecuten para
cumplir con su trato con Ingrid. También estoy segura de que la Reina
Damascena luego matará a mi familia por despecho.
—¿Qué te hizo pensar que podrías asesinar a Zea—Mays a sangre
fría? —Vitelotte pasa el borde de la hoja por el cuello de Minnie.

A través de respiraciones entrecortadas, Minnie explica que los drones


de la cámara transmiten en una determinada frecuencia, la cual bloqueó
con un código de acceso que obtuvo de Ingrid. Las cámaras conectadas a
nuestra ropa envían imágenes a los dispositivos de almacenamiento en
nuestros cinturones, y estaban planeando quemarlas junto con mi cuerpo.

—Por favor. —Minnie levanta una mano—. Si me dejas ir, me conver-


tiré en espía. —Ella suelta un sollozo—. Te advertiré sobre los planes de
Ingrid.
Vitelotte levanta el hacha y finge que la balancea.
—¿Cómo sé que no estás diciendo eso para salvarte?
Sus ojos se agrandan.

—Yo no…
La hoja se aloja en el costado del cuello de Minnie.
El shock saca todo el aire de mis pulmones. La linterna se desliza de
mis dedos y caigo de rodillas.
Vitelotte corre a mi lado y me agarra de los brazos.
—¡Zea! —El pánico eleva su voz varias octavas—. Zea—Mays, ¿qué
pasó?
El ojo que palpita al mismo ritmo que mi corazón en pánico se llena de
lágrimas. Mi interior se siente vacío, mis pulmones no funcionan y lucho
por respirar.
De alguna manera, me las arreglo para escupir:
—Las mataste a las dos.
—Ella te apuntó con un arma al ojo. —Sus dedos se clavan en la tela
de mi mono y me da una fuerte sacudida—. La otra admitió que te iban a
matar. ¿No escuchaste su confesión?
Lo hice, pero teníamos a esa chica de rodillas y… Las posibilidades
fluyen por mi mente. Si la soltábamos, nos denunciaría por el asesinato
de su amiga. Si dejábamos que se convirtiera en nuestra espía, podría
convertirse en agente doble y llevarnos a una trampa. Quizás Vitelotte te-
nía razón, y estoy siendo ingenua, pero tenía que haber una forma mejor
que asesinar a una chica indefensa.
Una vocecita en el fondo de mi mente me recuerda que no soy diferen-
te de Vitelotte. Quería detener el corazón de Ingrid con dos dardos enve-
nenados y también maté a Berta.

Levanto la cabeza y le doy a Vitelotte un asentimiento.


—Tienes razón.
Ella suelta mi mono y se endereza. El hacha cuelga en mi línea de visi-
ón, su hoja aún brilla con la sangre de Minnie.
—Hice esto por ti —dice ella.
—Gracias —le susurro. Es una respuesta automática, y una parte de
mí todavía desea que haya una forma de salir de las Pruebas que no re-
sulte en muertes.
—No escuchas lo que las otras chicas dicen de ti —murmura—. La
mitad de ellas te quieren muerta.
Hago lo que espero sea un gruñido de entendimiento, sabiendo que el-
la sólo tiene razón a medias. El grupo de personas que están tramando mi
muerte no sólo se extiende a las chicas.
Vitelotte camina hacia las mochilas de las Guardianas, que son más
gruesas que las que encontramos en nuestro jeep. La linterna yace de la-
do iluminando los cuerpos inmóviles. Me aparto de ellos para ver a mi
compañera asesina hurgar a través de su contenido y sacar una botella de
líquido transparente.
—¿Qué estás haciendo? —susurro.
—Quemando la evidencia forense, tal como lo planearon para nosot-
ras.
Nosotras. Mi estómago se revuelve. Estoy segura de que estas chicas
nos dispararon y trataron de hacernos caer a un río de reptiles gigantes
devoradores de hombres. Incluso si Vitelotte hubiera sobrevivido a su in-
tento de matarme, la habrían eliminado para protegerse.
Es demasiado tarde para sentirme aprensiva. Podría haberme separado
de Vitelotte, pero no lo hice. Ahora que me ha protegido, es hora de que
ayude a protegerla.
Busco en mi mochila, saco una navaja y me arrodillo al lado de Min-
nie. El olor a plástico quemado y cabello chamuscado me pica en las fo-
sas nasales. Presiono mis dedos en su pulso y el calor de su cuerpo se
filtra en mi piel. Cuando no siento latido, coloco la palma de mi mano
sobre su nariz para comprobar que no está respirando.
—¿Qué estás haciendo? —Vitelotte se para a mi lado, sosteniendo la
botella de QuickBurn.
—No las vamos a quemar vivas. —Arrastro unos pasos hacia Tulip y
la acerco al costado de Minnie.

Después de comprobar que está muerta, me levanto, doy un paso atrás


y dejo que Vitelotte derrame el líquido sobre los cuerpos de las chicas.
¿Cómo llamarían a mis acciones? ¿Cómplice de asesinato? Después de
vaciar la botella, la desliza en su mochila y me guía para que me aleje.
Vuelvo hacia los árboles y la veo encender una ramita con el encendedor
de gas.
—Hazlo. —Me entrega la ramita ardiendo, se quita el cinturón y lo ar-
roja al montón.
Con un toque del fuego, el pecho de Tulip se enciende. Las llamas vi-
oletas se extienden por su cuerpo y llenan el aire con el olor acre del
plástico quemado. Mientras las llamas saltan sobre el cadáver de Minnie,
desabrocho mi cinturón y lo agrego a la pira funeraria. El calor irradia
sobre mi piel. Doy un paso atrás y algo se agrieta bajo mis pies. Es la
tableta de Minnie.
—Será mejor que quememos todas sus cosas. —Tiro el aparato al fu-
ego, que estalla en llamas amarillas y humo negro.
Vitelotte me arroja algo, que cae sobre mis pies con un tintineo.
—No hasta que tratemos con Ingrid y la otra Guardiana.
Agarro un arma y trago saliva. Ella está en lo correcto. Ingrid está en
alguna parte y vamos a necesitar todas las ventajas para sobrevivir. Mi-
entras la tableta crepita y estalla, me aparto del fuego y recojo una de las
mochilas de las Guardianas.
—Salgamos de aquí antes de que alguien venga a investigar —murmu-
ra.
Cuando salimos del claro y pasamos bajo la rama de un roble extenso,
lanzo una última mirada a la pira funeraria. A pesar de que esas chicas
Guardianas intentaron matarme, no puedo evitar preguntarme por sus fa-
milias. El dolor en los rostros del General y del Doctor Ridgeback toda-
vía duele como una bofetada, y no puedo olvidar los ojos acusadores del
general mientras me paraba en el escenario y regresaba a las Pruebas de
Princesa.

Las hojas secas se agrietan bajo nuestros pies, y cada vez que piso una
ramita, mi cuerpo se estremece. Los búhos ululan, las cigarras chirrían y
patas con garras se deslizan sobre las ramas, pero nada puede borrar el
crujido y el estallido de esas llamas. Las vistas y los olores de sus cuer-
pos en llamas me persiguen sin importar lo lejos que caminemos. Cuando
un zorro se cruza en nuestro camino, no siento nada.
Continuamos bajo el espeso dosel, que bloquea casi todos los rastros
de la luz de la luna. La respiración tranquila de Vitelotte llena mis oídos,
y deslizo mi mirada hacia su forma oscura y me pregunto por mi nueva
amiga. Hasta las Pruebas, nunca la había visto cerca de Rugosa, pero ella
se había fijado en mí. Cuando saltamos de la cresta, hizo un aterrizaje
perfecto y mató a esas chicas con asombrosa eficiencia.
Nada en la forma en que actuó me dice que es una chica Cosechadora
normal como Forelle. Me pregunto si es una Corredora Roja, pero eso no
puede ser. Ryce es el líder de la célula juvenil de Rugosa y conozco a to-
dos sus miembros. Si fuera uno de nosotros, la habría visto en al menos
una reunión.
¿Quién es Vitelotte Solar? ¿Una espía de Amstraadi? Me libero de ese
pensamiento, aunque es más plausible que ella sea una Corredora Roja.
Un grito agudo hace que mi corazón se acelere y agarro el brazo de
Vitelotte.
—¿Escuchaste…?

—Viene detrás de ese seto —señala al frente.


Quien grita suplica piedad y otras dos voces se ríen. Una oleada de ira
me llena el estómago. ¿Y si esa es Ingrid torturando a alguien por diver-
sión?
Me inclino hacia Vitelotte y susurro:
—Vamos.
Ella asiente y continuamos hacia el seto. De cerca, es en realidad un
espino amargo, un arbusto que produce bayas aún más venenosas que la
mandrágora. Crece como mala hierba a lo largo de los bordes de los cam-
pos de maíz y, si no se controla, puede acabar con una cosecha completa.
Desde la distancia, la planta se asemeja a un estepicursor gigante, pero
de cada una de sus ramas brotan espinas que van desde el tamaño de mi
dedo hasta el largo de mi mano.
Llegamos al borde del espino amargo, que se extiende varios metros y
por su lado derecho sube al borde de una pared vertical de roca. Varios
metros a la izquierda se encuentra un espino con un tronco lo suficiente-
mente ancho y resistente como para soportar el peso de dos.
La voz al otro lado del arbusto estalla en sollozos desgarradores que
me recuerdan los gritos de piedad de Minnie. Mis pasos vacilan, pero el
grito de la chica misteriosa me obliga a volver a la acción. Me agarro de
Vitelotte brazo y apunto al espino.
Ella sigue en silencio. Los gritos y las risas de las otras chicas me re-
cuerdan a la fiesta de caza de anoche, y me apresuro. Usando los nudos
de la madera como puntos de apoyo, subo hasta una rama gruesa que se
fusiona con la rama de un árbol del otro lado. Se necesita un poco de ma-
niobra para tener una posición ventajosa, pero cuando doy la vuelta al se-
gundo árbol, mi mirada se posa en las estacas de luz que rodean la entra-
da de una cueva.
Las estacas de luz son postes temporales que se incrustan en la tierra
con picos. Al final de ellos hay una potente bombilla que ilumina los
campos por la noche durante la cosecha.
Las estacas alrededor de la cueva miden aproximadamente metro y
medio de alto e iluminan a cinco chicas que están dentro de su umbral.
Todas llevan capuchas, salvo la quinta chica que está encorvada porque
alguien le está agarrando el cabello rubio. Por la figura curvilínea de la
chica, solo puede ser Emmera.
Un par de drones se ciernen sobre la entrada de la cueva, lo que signi-
fica que los productores han anulado todo lo que hizo Minnie para bloqu-
ear las señales de la cámara.
—Señoritas, por favor —se queja Emmera—. No puedo.
Una de las chicas la patea por la espalda, haciéndola tropezar aún más
en la cueva. Emmera sale corriendo, solo para que otra chica le dé un fu-
erte empujón. Ella se gira, es golpeada por otra de las chicas y cae de ro-
dillas. Ella inclina la cabeza y su cuerpo se convulsiona con sollozos.
Mientras la rodean, la furia hierve a fuego lento en mis entrañas. ¿Qué
diablos creen que están haciendo? Vitelotte se monta en una rama cerca-
na y su aliento enojado me llena los oídos. No me agrada Emmera, pero
es una afrenta ver a una Cosechadora rodeada de Nobles intimidantes.
—No me digas que eres leal a Ingrid —dice una voz burlona.
—No —llora Emmera.
—Entonces nos harás la cortesía de recuperar la estatuilla del interior
de la caverna.

Un aliento se queda en la parte de atrás de mi garganta.


Vitelotte sisea entre dientes.
—Tenemos que salvarla.
Mis labios forman una línea apretada. Antes de que Emmera se pusiera
del lado de las Nobles y tratara de cazarme, podría haberme apresurado
en un resplandor de solidaridad Cosechadora. Su traición todavía arde
como una herida de bala, y cada instinto me grita que me quede en ese
árbol y me quede callada.
A pesar de esto, mis manos buscan el arma en el bolsillo lateral de mi
mochila robada. Hay dos razones para esto. Uno, si no ayudo, Vitelotte
saltará y podría lastimarse, y dos, no quiero que ninguna de esas cuatro
encuentre el tesoro de Gaia.
Apunto mi arma a la chica que se interpone entre Emmera y yo. Ella
patea a la chica caída y se ríe de sus gritos. Mi dedo aprieta el gatillo y,
en un abrir y cerrar de ojos, la Noble grita y se estremece.

—Darby —grita una de ellos—. ¿Qué ocurre?


Se vuelve en dirección al Espino Amargo.
—Disparo.
La otra chica gruñe.
—Ingrid, calma a tus perras Guardianas.
Aguanto la respiración y considero las posibilidades. Si creen que Ing-
rid está detrás del ataque y quiere el tesoro para ella, esto podría funci-
onar a mi favor. Con estas armas, podríamos unir a las Nobles contra
Ingrid, y tal vez dejen de intentar atacarme.
Vitelotte hace varios disparos precisos a las chicas que rodean a Em-
mera, demostrando una vez más que no es una Cosechadora cualquiera.
Disparo junto a ella, golpeo a las Nobles que huyen y derribo a los dro-
nes, que caen al suelo con un estruendo todopoderoso. No paramos de
disparar hasta que la última Noble huye jurando venganza contra Ingrid.

Esperamos en nuestras ramas durante varios minutos y vemos a Em-


mera encogerse de miedo en la entrada de la cueva. Vitelotte no hace
ningún movimiento para ayudar a la chica a ponerse de pie, pero final-
mente, Emmera se pone de pie y sale corriendo de la cueva.
—¿Quieres el tesoro? —susurra Vitelotte.

—No —le respondo en un susurro—. Pero no quiero que caiga en ma-


nos de Ingrid Strab.
Ella gruñe su acuerdo.
—Hay otra botella de Quickburn en mi mochila. ¿Qué dices?
Todavía les debo a los asistentes de producción que manipularon mi
planeador y pusieron a los ligres. También es hora de dirigir la ira de la
Reina Damascena en otra parte.
Una sonrisa encrespa mis labios.
—Veamos qué opinan de este desafío fallido en Canal Lifestyle.
Vitelotte se ríe.
Cuando no hay señales de que las chicas regresen, Vitelotte revisa su
mochila y saca las botellas llenas y vacías de QuickBurn.

La emoción me recorre las entrañas. Ella está haciendo una botella de


fuego. En una de las pocas reuniones de células juveniles de los Corredo-
res Rojos que organizó Carolina, nos enseñó cómo crear estas armas en
preparación para la revolución.
Vitelotte me entrega ambas botellas, luego mete la mano en otro paqu-
ete y saca la Biblia de Gaia. Sus páginas están hechas de un pergamino
grueso que no se quema tan rápido como el papel ni hace que la botella
explote antes de que alcance su objetivo. Abro la botella llena de Quick-
Burn, vierto la mitad de su contenido en la vacía y remojo el pergamino
para que forme una mecha.
Después de colocar el pergamino empapado en la botella, se la entrego
a Vitelotte, quien la envuelve y la coloca entre sus rodillas. Preparo la
mía, enciendo su mecha con el encendedor de gas y creo una llama nara-
nja que parpadea con el viento.
Enciendo el mechero hacia la botella que Vitelotte sostiene extendida.
—¿Lista?
Ella asiente.
—A la de tres. —Levanto la botella y Vitelotte refleja el movimien-
to—. ¡Uno, dos, tres!

Las botellas vuelan por el aire, su combustión forma un arco de fuego


que aterriza en la pared trasera de la cueva. Con un estruendo ensordece-
dor y una bola de fuego, el humo, el hollín y las astillas de piedra nos ob-
ligan a retroceder. Mis brazos vuelan a mi cara y mi espalda golpea cont-
ra el tronco.
Durante los siguientes latidos, un zumbido llena mis oídos. No puedo
dejar de temblar. Quizás sea el QuickBurn. Mis lecciones en los Corre-
dores Rojos nunca me prepararon para la intensidad de una botella de fu-
ego. Aprieto la cara, aprieto las manos y examino mi cuerpo en busca de
laceraciones. Afortunadamente, no estoy herida.
Me vuelvo hacia Vitelotte.

—¿Estás bien?
Ella aprieta mi hombro. Creo que eso significa que sí.
Segundos después, un sonido retumbante hace que mi corazón se est-
remezca. Vitelotte me aprieta con fuerza y yo le devuelvo el apretón.
Con las estacas de luz arruinadas por la explosión, supongo que la cueva
se ha derrumbado.
Exhalo varias respiraciones rápidas. Si la estatuilla de Gaia todavía es-
tá intacta, quien se encuentre con esta cueva a continuación necesitará
más que un planeador para ganar esta ronda. Con un poco de suerte, esas
Nobles podrían señalar con sus cuidados dedos como culpable a Ingrid.
Capítulo 5

Una vez que el zumbido en mis oídos se desvanece, bajo los brazos de
donde están protegiendo mi cara y miro a la cueva. El olor a combustible
quemado permanece en el aire. Llena mis fosas nasales, penetra mis cavi-
dades nasales y se pega a mi garganta. Mi pulso no deja de acelerarse y
mis pulmones se agitan con respiraciones aceleradas.
Miro hacia abajo a las llamas que se alejan entre los escombros, supo-
niendo que el fuego ha consumido el líquido que usamos para alimentar
nuestros explosivos. La luz de la luna fluye hacia los escombros de rocas
caídas que una vez fue la cueva, iluminando un árbol caído que debemos
haber arrancado con nuestras botellas incendiarias. Incluso algo de la tiza
de la colina se ha roto y yace en pedazos sobre los escombros.
Vitelotte me suelta el hombro y exhala varios jadeos. Supongo que es-
ta también fue la primera vez que arroja un explosivo.
—Tenemos que salir de aquí —susurro.
—Tan pronto como mi corazón deje de tener espasmos —responde
con una pequeña risa—. Eso fue inesperadamente destructivo.
—Debe ser el QuickBurn. —Busco a tientas alrededor de la rama, mis
dedos buscando roturas. La explosión fue lo suficientemente fuerte como
para derribarme, y no estoy segura de que la rama aguantará si me mu-
evo. Todavía estamos encaramadas sobre los arbustos de espino amargo
más grandes que he visto en mi vida, y no quiero caer y empalarme con
sus púas.
He tratado con espino amargo antes, pero lo aprendimos en Historia
Moderna y Estudios Agrícolas. Es una planta que fue cultivada por los
primeros Phanglorians para proteger sus cúpulas. Nada puede pasar los
picos de espino amargo, ni los hombres salvajes, ni osos, ni lobos rabi-
osos. Cualquier cosa lo suficientemente demente como para cargar a tra-
vés del arbusto se laceraba cuando las púas aprisionaban su carne. Más
tarde, los carroñeros los separarían, y sus huesos se enredarían en la plan-
ta.
Una convulsión se apodera de mi garganta y toso. Lo que sea que su-
ceda, necesitábamos evitar ese espino amargo.
Apoyando mi espalda contra el tronco, me acomodo hasta ponerme de
pie. Su corteza rugosa y desigual me proporciona la comodidad de varios
lugares para enganchar mis dedos en caso de que la rama falle. Estarí-
amos más seguras si nos retiráramos al árbol al otro lado del espino
amargo, pero necesito poner distancia entre nosotras y las chicas muer-
tas.
Con los brazos extendidos para mantener el equilibrio, camino a lo lar-
go de la rama con la diligencia de un caminante de la cuerda floja. Mi pe-
so se equilibra en mi pie trasero, con la presión más pequeña en el frente
en caso de que la madera debajo de mí se ariete. Los primeros doce pasos
son firmes y la rama gruesa, pero a medida que se curva hacia abajo y se
retuerce, mi corazón se acelera.
Miro por encima del borde, y los tallos nervudos del espino amargo se
estiran hasta la parte inferior de mi rama. Vitelotte se mueve detrás de
mí, su peso bajándonos hacia el arbusto.
—Quédate atrás —siseo—. Somos demasiado pesadas para la rama.
La tela de sus mochilas cruje mientras se retira hacia el tronco. —¿Así
está mejor?
—Mucho —respondo—. Si esperas a que salte antes de moverte, creo
que llegaremos al otro lado.
Voy más lejos a través de la rama, que se hunde con cada paso adelan-
te. El sudor se acumula alrededor del borde de mi capucha y una gota se
escurre por mi frente. No sé si es mi caída inminente o el hedor de Qu-
ickBurn quemado, pero mi visión se torna borrosa. Miro hacia abajo, es-
perando haber pasado el peligroso arbusto.

Con mi siguiente paso, la madera cruje. Antes de hacer que se rompa


bajo mi peso, salto de la rama y aterrizo en el suelo rocoso en cuclillas.
—¿Zea—Mays? —sisea Vitelotte.
—Estoy bien. —Un aliento tembloroso se escapa de mis pulmones mi-
entras me levanto—. ¿Viste dónde salté?
—Sí.

—Ahí es donde cruje la madera. —Miro el arbusto, que se encuentra a


un pie de distancia—. No saltes antes y se cuidadosa al caminar.
Vitelotte tarda un poco más en descender por la rama. Ella es segura,
pero no pisa con seguridad como yo. Los crujidos ruidosos de la rama
hacen que su respiración se acelere, y pregunta en intervalos regulares si
es seguro saltar. Duele pedirle que continúe caminando por una rama que
parece que está a punto de astillarse, pero es la única forma de evitar al
espino amargo.

Tan pronto como cae al suelo, exhalo un aliento y estrecho su mano.


Permanecemos en la oscuridad por varios latidos antes de que llegue la
comprensión, y seguimos alejándonos de otra escena del crimen.
Piedras dentadas se clavan en las suelas de mis botas mientras nos ap-
resuramos alrededor del sitio de la pila de rocas y escombros que una vez
fue la cueva. Trepamos por el árbol caído y corremos de lado a lado por
un camino de piedras alrededor de la colina. Nuestras respiraciones jade-
antes y los pasos crujiendo la grava resuenan a través de la ladera.
Deberíamos estar calladas y tener cuidado de escabullirnos hacia la cu-
bierta del bosque, pero no podemos permitirnos ese lujo. Bajar del árbol
requirió mucho tiempo. Ahora que quien sea que estaba operando los
drones sabe que alguien los derribó, espero que los reemplazos lleguen
en minutos.
Patinamos por una pendiente polvorienta, enviando nubes blancas al-
rededor de nuestros pies, y luego a través de un parche de bosque donde
el único sonido son nuestros pasos apresurados y los golpes de mi cora-
zón. Mechones de liquen como la barba de un anciano cuelgan de cada
rama de los árboles como una red de cortinas. En algunos lugares, es tan
espeso que se enrolla alrededor de nuestros brazos y ralentiza nuestro es-
cape.
Para cuando llegamos al final del bosque, los músculos de mis muslos
arden y mis pulmones piden oxígeno a gritos. Me apoyo contra un abedul
y recupero el aliento. Vitelotte se dobla y apoya sus antebrazos en sus
muslos. Nubes espesas cubren la luna, fundiendo el prado adelante en se-
mi oscuridad.
La tierra plana se extiende en línea recta durante aproximadamente
media milla con un bosque de árboles altos a su izquierda que se inclinan
hacia las colinas. Las colinas de tiza continúan por su lado derecho, ilu-
minando mientras las nubes se alejan de la luna.
Mi respiración se hace más lenta y el latido en mis oídos se desvanece
en un pulso estable. Ahí es cuando lo escucho: los ronquidos y resoplidos
y hocicos. Lanzo mi mirada hacia el prado donde la luz de la luna ilumi-
na la hierba y, lo que es más importante, cientos de bultos oscuros. Son
del tamaño de un elefante, tal vez más grandes y están dormidos.
—¿Qué es eso? —susurro.
—Bisontes bumelia —responde Vitelotte en un tono monótono.
Mi cabeza gira para encontrar los ojos de la otra chica, pero mira fij-
amente al campo. —¿Bisontes?

—Antes de que mi madre muriera, mi padre trató de trasladarnos a


Bos.
Asiento con la cabeza. Esa es la ciudad en la región de los Cosechado-
res donde ellos crían vacas. No pregunto por qué quería irse. Las chicas
Cosechadoras de ese pueblo parecían mejor alimentadas que nosotras.
¿Quién no lucharía por la posibilidad de leche extra y menudencias?

—Todos estudiamos para los exámenes de ingreso y tuvimos que ap-


render sobre la familia de los bóvidos. —Ella agacha la cabeza—. Mamá
rompió aguas en la sala de pruebas. Ella no pudo completar su examen y
la familia fue descalificada.
Me duele el corazón por la tragedia. Por lo que dijo Vitelotte antes, pa-
rece que su madre podría haber muerto durante el parto, por lo que la fa-
milia también habría tenido que someterse a una visita de las Parteras, las
guardianas que investigan nacimientos anormales.
Un resoplido fuerte me saca de mis cavilaciones y coloco una mano en
su brazo. —Será mejor que tomemos la ruta más larga alrededor de los
bisontes. Tal vez encontremos refugio al otro lado del prado.
Nos dirigimos hacia la colina de tiza, usando los árboles como cubierta
de cualquier dron de búsqueda y como una barrera contra los bisontes
dormidos. Ninguna de las dos corre porque hemos puesto suficiente dis-
tancia entre nosotras y la explosión, pero tampoco estamos tomando un
paseo agradable.
Después de lo que se siente como tres horas, algo corre hacia nosotros
desde atrás, haciendo que nos detengamos. Mi corazón revolotea en mi
pecho, e imagino un bisonte callejero, un jabalí, o algún otro animal.
Con la esperanza de que fuera solo el viento, me doy la vuelta y miro
al bosque. La luz de la luna ilumina las puntas de los árboles y mantiene
sus troncos en la sombra. Mi corazón late con tanta fuerza que hace
temblar mi caja torácica.
Nos quedamos de pie durante varios minutos, buscando signos de mo-
vimiento, una masa de oscuridad que se precipite entre los troncos. Cu-
ando nada emerge de detrás de los árboles, continuamos nuestro camino.
Caminamos alrededor de cuatro árboles en lo profundo del prado con
los bisontes a nuestra izquierda y las profundidades del bosque a nuestra
derecha. En el frente hay otro arbusto gigante, pero este no tiene espinas,
pero si bayas.
La fruta pequeña tiene casi una pulgada de diámetro con coronas en un
extremo. Ruedo uno en mis dedos, notando su cubierta polvosa. Se me
hace agua la boca y pongo una baya en mi lengua.
A Vitelotte se le corta el aliento, pero no habla.
Muerdo, y una explosión de dulzura y acidez se extiende por mi len-
gua. Como sospechaba, es un arándano.

Vitelotte arranca una baya y dispara. —¿Estás segura de que se pueden


comer?
—Por su tamaño, han sido cultivados. —Los arranco de la planta, jun-
to un puñado pequeño y los coloco en mi boca.
—¿Qué quieres decir? —Ella coloca la baya entre sus labios y masti-
ca. Un momento después, se detiene y reúne su propio puñado.
Hay pocos arbustos de arándanos en la región de Cosechadores. Si los
pájaros no arrancan los arbustos limpios, otros Cosechadores reúnen una
oportunidad de obtener la fruta. Mientras nos atiborramos, Vitelotte saca
una botella de agua grande del paquete robado y nos turnamos para sor-
ber su contenido.

Explico lo que sé sobre las montañas de las historias que Mamá me


contó y que aprendió de la Señora Melrose, la Noble que le enseñó His-
toria Moderna en los Barrens.
Hace cientos de años, Phangloria y sus alrededores eran en su mayoría
tierras baldías. El aumento del nivel del mar se tragó la costa este de nu-
estro continente, y un lado de las Montañas Great Smoky se derrumbaron
en el océano. La erosión continuó durante décadas hasta que el suelo se
cubrió y los cultivos de leguminosas que los primeros Phanglorians plan-
taron, fijaron el suelo con sus extensas raíces.
Posteriormente, plantaron árboles frutales y arbustos frutales para cre-
ar el Bosque de Alimentos de Gaia. Se suponía que iba a ser un segundo
Edén, donde la comida crecería en cada árbol y arbusto y el suelo estaría
cubierto de plantas. Cuando los hombres salvajes atacaron el nuevo país
y sus habitantes, los Phanglorians enfocaron sus energías para construir
la Gran Muralla, y las especies no productoras de alimentos se apodera-
ron del bosque.

Vitelotte mastica un puñado de arándanos. —En algún lugar a lo largo


de los siglos, esos ideales se convirtieron en Echelons.
Asiento con la cabeza, pero no comento. Estas son las Pruebas de Prin-
cesa, donde cualquier cosa puede ser sacada de contexto.
Después de comer, nos dirigimos hacia la colina para buscar refugio.
La brisa susurra a través de las hojas de encima, y el suave chirrido de las
cigarras llena el aire. Un búho ulula en la distancia, y la melodía me ase-
gura que somos las únicas personas viajando por esta parte del bosque.
Los árboles terminan en la colina, y seguimos su borde vertical hacia
el otro lado del prado. Con los bisontes acostados a cientos de metros de
distancia y el bosque a nuestras espaldas, nadie puede acercarse sigilosa-
mente a nosotras en la oscuridad.
Después de varios minutos, encuentro un lugar oscuro a unos dos met-
ros del suelo. Le doy un codazo a Vitelotte y le digo que voy a subir. Ella
cae de rodillas y extiende sus dedos para crear un paso hacia arriba, pero
niego con la cabeza y coloco mi pie en un bulto. Hay suficientes puntos
de apoyo en este relieve para ayudarme a llegar al hueco, y he tenido
años de trepar a los árboles para entrenar mis pies para que se enrollen en
superficies planas como si de troncos se tratara.
Pongo mis manos en el piso de un espacio de cuatro pies de alto con
un área del tamaño de mi cama. Una pierna se eleva a su superficie y lu-
ego otra. Una vez que estoy completamente adentro, me acuesto sobre mi
vientre y asomo la cabeza. Afuera, una nube cubre la luna, proyectando a
Vitelotte en la sombra, pero creo que está mirando hacia arriba.
—Oye —le susurro.
—¿Qué encontraste?
—Hay espacio suficiente para dos. —Extiendo mi mano—. Sube.

Mi nueva amiga necesita varios intentos para escalar lo suficientemen-


te alto como para que nuestras manos se encuentren, ya que no está acos-
tumbrada a escalar. Para cuando la ayudo a entrar en nuestro escondite,
ella se queda sin aliento y cae de espaldas con varias carcajadas.
—Gracias —susurra.

—Yo debería darte las gracias por salvarme la vida. —Descanso mi


cabeza junto a sus pies para que estemos de arriba a abajo.
La inquietud por las chicas muertas se agita en mi pecho. Antes de que
pueda racionalizar que fue en defensa propia y que me habrían matado, la
fatiga se apodera de mis sentidos.
Cuando un bostezo sale de mis pulmones, murmuro:

—Descansemos un poco.

Horas después, una voz lejana me saca del sueño. La luz del sol brilla a
través de mis párpados y me llevo la mano a la frente. Ya no late por el
rifle de aire, y el dolor en la parte de atrás de mi cabeza por haber sido
empujada al suelo ha desaparecido.
Me giro y entrecierro los ojos al amanecer. El sol se eleva por encima
de los árboles, proyectando una neblina anaranjada en el horizonte y co-
loreando las finas rayas de las nubes de amarillo como el del fuego de
una vela.

Se oyen gruñidos a través del prado, y me doy cuenta de que nuestro


rincón seguro para dormir tiene un costo. ¿Cómo diablos vamos a supe-
rar a cientos de bisontes sin crear una estampida?
La voz vuelve a sonar. Saco la cabeza del escondite y miro hacia el ci-
elo.

Un dron se cierne a varios pies por encima, está a todo volumen por lo
que espero sea el final de este desafío. El viento y los sonidos de los bi-
sontes significan que no puedo escuchar el mensaje, pero los Guardianes
solo envían estos vehículos en caso de emergencia. Estoy demasiado
somnolienta para entrar en pánico, pero envuelvo una mano alrededor del
tobillo de Vitelotte y lo estrecho.

Ella levanta la cabeza y me mira con ojos nublados. —Buenos días.


—Es hora de irse —le digo.
Un gemido suena en el fondo de su garganta. —Tenemos que desha-
cernos de las armas y las mochilas.
Vitelotte no necesita explicar por qué. Incluso si el QuickBurn no re-
duce los cuerpos de las chicas a cenizas, el hecho de que alguien las haya
quemado indica un juego sucio. Si llegamos con sus mochilas robadas,
no será necesario un juicio para descubrir a sus asesinos.
Un viento fresco se arremolina en nuestro rincón, eliminando todos los
restos de calor. El miedo frío se filtra a través de mi mono y me penetra
los huesos. Los músculos de mi pecho se tensan alrededor de mis pulmo-
nes como una docena de sogas de verdugo. Me enderezo con un jadeo de
dolor.
—¿Qué ocurre? —pregunta Vitelotte.
—¿Qué pasa si los productores encuentran la computadora y se dan
cuenta de que las chicas me estaban rastreando? —Mis palabras caen una
sobre la otra.
Anoche fue bastante malo ver la sangre brotar de la garganta de una
chica y ver a Vitelotte enterrar la hoja de su hacha en otra. Fue en defen-
sa propia. No, ella me estaba protegiendo de las asesinas de Ingrid. Pero
a la luz del día, nadie va a creernos. Solo verán que dos Cosechadoras
mataron a dos Guardianas, y extraerán todos los castigos de nuestros cu-
erpos antes de dejarnos morir.
Vitelotte no responde al principio. Y a medida que el silencio se exti-
ende entre nosotras, la presión que aprieta mis pulmones se aprieta. Am-
bas somos culpables. Puede que ella haya matado a esas chicas, puede
haber vertido el QuickBurn sobre sus cadáveres, pero fui yo quien les
prendió fuego.
Finalmente, exhala un largo suspiro. —Arrojaste la computadora al fu-
ego, ¿recuerdas?
—Pero, ¿no están todas las computadoras conectadas a una red?
—No. —Su palabra atraviesa mi oración como un hacha—. Una de el-
las dijo que bloqueó la frecuencia de la cámara. Ese es el momento que
necesitaban para encontrarte y matarte. Lo que sea que esas chicas hici-
eron para cubrir su intento de asesinarte fracasó porque cubrirá el nuest-
ro.
Mi lengua se lanza para lamer mis labios secos. Redes, frecuencias,
canales… todos no significan nada para las Cosechadoras como nosotras.
Espero que Vitelotte tenga razón. Si no es así, no será solo el General
Ridgeback lanzándome su mirada acusadora.
—Vamos. —Ella balancea sus piernas sobre el borde de nuestro es-
condite—. Hagamos algo antes de que se vayan sin nosotros.

Mientras ella salta, vuelvo la mirada hacia el dron de gran tamaño, que
ahora se cierne sobre los árboles distantes. Ahora sería un excelente mo-
mento para deshacerse de las mochilas de las Guardianas.
Con la amenaza de que nos descubran sobre nuestras cabezas, la ma-
nada de bisontes ya no parece nuestra mayor amenaza. Nos mantenemos
al borde del campo en fila india y tratamos de no hacer contacto visual.
Los enormes bovinos marrones son más grandes que cualquier criatura
que haya visto. Esta raza en particular mide diez pies de altura. Once, si
cuentas las enormes jorobas detrás de sus cuellos.
Ruidos guturales, una mezcla de gruñidos y bufidos, llenan mis oídos.
Acelero mis pasos, manteniendo la vista al frente y fija en las altas coní-
feras que se encuentran a un cuarto de milla por delante.
Cuando llegamos al bosque, una respiración profunda sale de mis pul-
mones y los músculos de mis hombros finalmente se relajan. Vuelvo la
cabeza hacia el cielo, donde el dron transmite su mensaje a una milla más
adelante.
Suaves salpicaduras y el chorro de agua nos llegan desde lo más pro-
fundo del bosque. Seguimos el camino de un arroyo poco profundo, mi-
rando de izquierda a derecha en busca de concursantes, cámaras o depre-
dadores al acecho. Finalmente, conduce a una presa de castores, una ma-
sa de ramitas y ramas de diez pies de altura que se extiende por un tramo
de agua de treinta pies.

—Esto es todo —dice Vitelotte.


—¿De qué estás hablando? —pregunto.
—Si continuamos más a lo largo de este cuerpo de agua, encontrare-
mos un lugar profundo donde podamos enterrar estas mochilas. —Señala
río arriba y explica que los castores excavan en el suelo para hacer que el
agua sea más profunda. A nadie se le ocurrirá mirar aquí cuando los cu-
erpos de las chicas están tan lejos.
Llenamos las mochilas con piedras, las arrojamos al agua y las vemos
hundirse. Cuando estamos satisfechas de que no subirán a la superficie,
Vitelotte y yo continuamos nuestro camino y seguimos al dron pasajero.
Más tarde, mientras continuamos por una pista estrecha, una figura ru-
bia camina delante de nosotras en la distancia. Cojea con la cabeza incli-
nada y los hombros caídos. La luz del sol que fluye de los huecos en el
dosel hace que su cabello brille como oro hilado. Le doy un codazo a Vi-
telotte, que asiente. Esa tiene que ser Emmera.

Ambas echamos a correr. Emmera se da la vuelta y corre.


—¡Oye! —grito—. Somos nosotras.
Ella grita.
—Zea—Mays y Lotte —grita Vitelotte.
Emmera reduce la velocidad, lo que nos permite ponernos al día. Pero
cuanto más nos acercamos, más me doy cuenta de que ha sido herida. Su
ojo izquierdo está cerrado por la hinchazón y se asemeja a dos cuartos de
tomate, pero no es nada comparado con su labio inferior. El camuflaje
del maquillaje solo la hace lucir peor a medida que se desvanece sobre la
piel estirada.
Me da un vuelco el estómago. —¿Qué te pasó?

Camina hacia adelante y dobla el cuello para ocultar sus lágrimas fres-
cas. Vitelotte y yo caminamos a ambos lados de Emmera, esperando que
ella hable. Anoche, no parecía tan golpeada, pero la habíamos observado
desde lo alto de un árbol.

Emmera nos cuenta que un grupo de chicas Nobles la capturó poco


después de que aterrizara en el bosque. Se apoderaron de su planeador y
luego la obligaron a convertirse en su mula de carga y su criada. Tuvo
que cargar con sus mochilas, ir a buscar sus bocadillos y jugar al canario
de las minas de carbón aventurándose en cuevas y lugares escondidos pa-
ra buscar la estatuilla.
Basándose en lo que entendió de las Nobles, la tableta de la computa-
dora señaló una serie de posibles ubicaciones para el tesoro de Gaia, pero
muchas de ellas contenían trampas como serpientes o nidos de hormigas.
Me recuesto e intercambio una mirada nerviosa con Vitelotte, pero
ambas guardamos silencio. El escondite que hicimos estallar podría ha-
ber sido simplemente otra trampa, lo que significaba que el juego termi-
nó porque alguien recuperó la estatuilla.
Emmera hipa. —Encontraron una cueva, pero algo dentro de ella gru-
ñía. Sonaba como uno de los ligres.
—Quizás era un androide —dice Vitelotte.
La chica más alta deja de caminar y se pone rígida. Enormes respiraci-
ones van dentro y fuera de sus pulmones, y parece que se está convirtien-
do en una perorata. Pero su rostro se arruga y envuelve sus brazos alrede-
dor de su cintura. —Me lo merezco por volar lejos cuando debería haber-
me quedado contigo. Nunca volveré a poner mi fe en una Noble. Esas
chicas eran violentas y despiadadas.

Frunzo los labios y sigo caminando por la pista. Después de ayudarlas


a cazarme con armas automáticas, ¿se está dando cuenta de este aspecto
de sus personalidades solo ahora?
El corte de las hélices de un dron llega a mis oídos y sus corrientes de
aire soplan contra mi capucha.

—¿Qué les pasó a ustedes dos? —pregunta Emmera.


Para beneficio de quién esté mirando, nos enfocamos en las partes de
nuestra aventura capturadas en cámara y distraemos a Emmera con desc-
ripciones de cocodrilos gigantes. El dron nos guía en una ruta sinuosa
por el bosque y evitamos encontrarnos con grupos de animales. Final-
mente, subimos por un camino de tierra que conduce a una escalera de
madera donde el dron se cierne cerca de un autobús que se para sobre ru-
edas enormes.
Cada gramo de aire en mis pulmones sale en un suspiro de alivio cuan-
do las puertas se abren con un silbido. Una sola fila de asientos dobles
corre por su izquierda con una pequeña cocina en el otro lado. Como la
mayoría de los vehículos de las Pruebas de Princesa, sus ventanas están
ennegrecidas. Seis chicas se sientan como soldaditos de plomo en los asi-
entos delanteros. Reviso sus manos en busca de señales de la estatuilla
dorada, pero parece que ninguna de ellas ganó este concurso.
Detrás del Amstraadi se sienta un grupo de cuatro cuyas voces altivas
y amargas quejas las identifican como Nobles. Tan pronto como toma-
mos nuestros asientos en la parte de atrás, el autobús parte.
—¿No vamos a esperar a las demás? —pregunto.
Una de los Nobles se gira y se burla. —Ingrid ganó.
Mi mandíbula cae. —¿Qué?
—No lo sabes —dice su compañera.

—¿Por qué si no, ella y sus perros guardianes nos atacarían con armas
y volarían esa cueva?
Mi corazón da volteretas, y todos los pensamientos de asaltar la cocina
se desvanecen mientras escucho a las Nobles quejarse de Ingrid. El equ-
ipo combinado de Nobles y Guardianas recibió ocho mochilas, cada una
con equipo vital para sobrevivir y encontrar la estatuilla de Gaia. Ingrid
se apoderó de los primeros auxilios, las armas de aire comprimido, la
tableta de la computadora y la mezcla de frutos secos, que compartió con
sus aliadas Guardianas.

Miro a Emmera, cuyo rostro está demasiado hinchado para expresi-


ones significativas. Las Nobles probablemente usaron su tableta para en-
contrar los escondites.
Cuando el tema pasa a la política, camino a la cocina y abro el frigorí-
fico. La mayoría de los paquetes de alimentos requieren calentamiento en
un horno electromagnético, así que llevo algunos yogures y plátanos para
las Cosechadoras. Emmera se niega a comer, pero durante todo el viaje,
las Nobles están demasiado ocupadas quejándose de Ingrid y sus trampas
como para preocuparse siquiera por mí.
El triunfo llena mi pecho. Si puedo pasar desapercibida y dejar que to-
da la atención se dirija a Ingrid, ese es un grupo de personas menos apun-
tándome con un cuchillo en la espalda.
Horas más tarde, llegamos al palacio, y los asistentes de producción
nos guían hasta un aula vacía con ocho mesas, cada una tiene capacidad
para dos alumnos. Mientras tomo asiento con Vitelotte en la parte de at-
rás, mi mirada se eleva hacia la pared vacía en la parte delantera de la ha-
bitación. Me pregunto si aquí es donde el Príncipe Kevon tuvo sus lecci-
ones.
—¿Dónde está la ganadora? —pregunta una de las chicas Nobles des-
de el asiento delantero.
La asistente de producción que me dio el agua manipulada antes de mi
audición abraza su tablet y no puede mirar a la Noble a los ojos. —Si ti-
ene la amabilidad de esperar, habrá un anuncio.
Muerdo mi labio. No hay rastro de las dos Artesanas que viajaron con
nosotras hasta el Parque Nacional. Una de ellas era rubia. Mi mirada par-
padea hacia las chicas de Amstraadi que se sientan frente a mí a la izqui-
erda de la habitación. Si están todas aquí, eso significa que la chica mu-
erta con la que tropecé era una Artesana.
Pero, ¿qué diablos le pasó a su amiga?
Toda la pared frontal cobra vida y el asistente de producción corre ha-
cia la puerta. Prunella Broadleaf entra en el marco. Su largo cabello aho-
ra cuelga en mechones desiguales en su barbilla, luciendo como si se lo
hubiera cortado ella misma con un cuchillo. Lleva el mismo vestido de
cilicio que antes, pero el puño alrededor del cuello se extiende desde la
clavícula hasta el cuello.
Ninguna de las Nobles que se sientan a la derecha se estremece ante
este nuevo desarrollo. Una de ellas se inclina hacia su compañera y su-
surra algo que hace que la otra chica resople. Mi experiencia con Gemini
Pixel me dice que este tipo de castigo no es inusual.
—Damas y caballeros. —La voz de Prunella tiembla y baja las pesta-
ñas como si no pudiera mirar a la cámara—. Lamento informarles que,
debido a dificultades técnicas, somos incapaces de transmitir la finaliza-
ción de la tarea. Disfruten de estos momentos destacados.
Los susurros llenan el lado derecho de la habitación, pero pronto se
convierten en murmullos enojados. El asistente de producción abre la pu-
erta y sale corriendo al pasillo.
Me vuelvo hacia Vitelotte. —¿Dónde están todas las cámaras?
—No lo sé —murmura—. Pero algo debe haber salido terriblemente
mal.

Con un asentimiento, fuerzo mis rasgos a adoptar una expresión neut-


ra. Tres chicas muertas y ninguna de ellas soy yo. Puedo ver cómo algu-
nos podrían considerar eso una catástrofe.
Una de las Nobles se pone en pie de un salto. —¿Qué está sucediendo?
Byron Blake entra en la habitación y se pellizca el puente de la nariz.
Todo rastro de la alegre celebridad se ha ido, reemplazado por un hombre
que parece haber pasado las últimas horas mirando el cañón del arma de
Lady Circi.
—¿Podría tener su atención, por favor? —levanta las palmas—. Seis
chicas aún no han regresado de la tarea. Hemos rastreado el parque y no
hay señales de las concursantes desaparecidas.

Nadie habla y los rápidos golpes de mi pulso resuenan en mis oídos.


En cualquier momento, el metraje cambiará a algo que nos incrimine a
Vitelotte y a mí. El silencio se extiende por la habitación hasta que toma
la forma de un par de manos apretando mi cuello.
—Nuestros drones han capturado imágenes de dos cuerpos carboniza-
dos. —Su voz está apagada, y tengo que inclinarme hacia adelante para
escuchar lo que está diciendo—. Uno de los cadáveres es posiblemente
Ingrid Strab.
Capítulo 6

Un espasmo de alarma atraviesa mi corazón, pero fuerzo mis rasgos a


una máscara de neutralidad. Ninguno de esos cadáveres quemados era
Ingrid. Estoy cien por ciento segura. Pero, ¿y si Ingrid disfrazó su voz?
¿Qué pasa si en mi estado de pánico por tener un arma presionada en mi
ojo, imaginé que mi asesino potencial era otra persona?
Los pensamientos y las posibilidades giran en mi mente en una vorági-
ne de pánico y paranoia. Un escalofrío recorre mi piel, y es como cuando
el país se vio afectado por una epidemia de gripe del capibara que acabó
con las tres cuartas partes de nuestra población anciana.
El Príncipe Kevon aparece en la pantalla y Byron se hace a un lado. El
príncipe viste una chaqueta de oficial naval con rayas doradas en los
hombros. Su cabello está peinado hacia atrás, lo que sólo enfatiza su ce-
ño fruncido. Han hecho algo con la cámara para resaltar el color de sus
ojos y brillan con un tono inusual de cobalto.
Contengo la respiración y me pregunto si está a punto de anunciar que
una de las chicas muertas era Ingrid Strab. Ingrid es la favorita de la Cá-
mara de Ministros para ganar las pruebas. Su padre es el Ministro de In-
tegración. Si está muerta, dudo que su familia acepte una disculpa y unas
palabras concisas de la Reina Damascena de que era una gran chica.

Los labios del Príncipe Kevon se mueven, pero no hay sonido. Una de
las Nobles grita para que suban el volumen, y me inclino hacia adelante
en mi asiento.
—… y es por eso que deseo acabar con el elemento físico del concur-
so —dice—. La muerte de Berta Ridgeback fue una tragedia terrible. Te-
nía la esperanza de que los que dirigen las Pruebas de Princesa aprendi-
eran a convertirlo en un concurso más seguro para estas jóvenes especi-
ales, pero esta última prueba ha demostrado que mis suposiciones son
falsas.
Estudio sus rasgos en busca de pistas. Su postura tensa dice furia repri-
mida, pero sus ojos están más cansados y tan tristes como la mañana des-
pués de la muerte de Rafaela. Los pensamientos de pánico en mi cabeza
retroceden al fondo de mi mente, y me concentro en el resto de la entre-
vista.
La cámara cambia a Montana, que luce como si los maquilladores hu-
biesen realizado un trabajo apresurado. Debe haberse olvidado de tomar
sus tónicos de rejuvenecimiento porque círculos oscuros rodean sus ojos
y hacen que parezca que no ha dormido durante al menos dos días.
—Agradecemos sus sinceras palabras, Alteza —dice sin su entusiasmo
habitual.
—Se ha confirmado la muerte de otras dos señoritas y hay otras cuatro
desaparecidas —añade el príncipe. Aparecen seis imágenes en la pantal-
la: Ingrid, las tres Guardianas y las dos Artesanas. Se me seca la gargan-
ta. Estoy segura de que la estimación es incorrecta. El número de chicas
muertas es tres.
La cámara corta a una toma amplia del Príncipe Kevon sentado detrás
del escritorio de caoba en un estudio de aspecto formal con Montana.
Detrás de ellos está un gran estante de libros encuadernados en piel que
me recuerdan a la oficina naval donde Prunella Broadleaf me permitió
hablar con Mamá, Papá, y los gemelos.
Enfocan al Príncipe Kevon de perfil. —A partir de este momento, to-
das las Pruebas evaluarán las cualidades necesarias para una reina exito-
sa, tales como la diplomacia, la bondad y el amor por Phangloria.
—Gracias, alteza, por su sabia elección —dice Montana—. ¿Tiene al-
gunas palabras para las familias de las concursantes desaparecidas?
La cámara se acerca al rostro del Príncipe Kevon para obtener un pri-
mer plano. Sus rasgos se endurecen y sus ojos arden con determinación.
—Movilizaré todos los recursos a nuestra disposición para encontrar a
sus hijas desaparecidas. Para aquellos cuyos seres queridos sufrieron mu-
ertes desafortunadas, buscaré justicia.
Cuando la insignia de Phangloria aparece en pantalla, una roca de ter-
ror rueda alrededor de mi estómago. Justicia para Berta. ¿Qué diablos
significará eso cuando descubra que su asesina fui yo?
—Entonces, ¿quién ganó esta prueba? —chasquea una Noble en el
frente. Se quita la capucha y suelta sus tirabuzones negros azulados. Ent-
recierro los ojos a Constance Spryte, la chica que apuntó con un rifle al
señuelo que escondí en un árbol. Si Ingrid está muerta, esta chica se con-
vertirá en mi mayor amenaza entre las concursantes.
La puerta se abre y las camarógrafas entran en la habitación. Una vez
que están en su lugar, Byron se coloca al frente y hace algunos comenta-
rios alegres a los espectadores en casa sobre la búsqueda de las chicas de-
saparecidas. —¡Y ahora un emocionante giro en las Pruebas de Princesa!
Mis músculos se tensan con anticipación. Espero que no haga caso
omiso de todo lo que el Príncipe Kevon acaba de anunciar y nos vuelva a
poner en peligro. Con Prunella Broadleaf aún viva, es el chivo expiatorio
perfecto.
Mueve el brazo hacia un lado. —La futura Reina de Phangloria será la
mecenas de las artes y debe tener un profundo aprecio por todas las cosas
bellas. Señoritas, cada una de ustedes deberá obtener un objeto de arte
que represente mejor que nada el tesoro de Gaia.
Byron deja de hablar y las cámaras apuntan a nuestras caras con sus
lentes. Miro al frente, demasiado preocupada por el comentario del Prín-
cipe Kevon sobre la justicia como para cuidar el arte.
Constance levanta la barbilla. —¿Qué pasó con la estatuilla de oro?
Byron tose en su mano. —Está de vuelta a donde pertenece.

Una de las chicas de Amstraadi levanta la mano. Byron asiente con la


cabeza para que hable, sus rasgos se relajan.
—¿Cuáles son las normas? —pregunta—. ¿Me proporcionarán un pre-
supuesto?
La expresión serena de Byron flaquea. —Otra cualidad de una poten-
cial reina es el poder de persuasión. Convence a un Artesano amigable o
al conservador de un museo para que te preste un artículo para exhibir —
guiña un ojo—. Nuestros asistentes las ayudarán a aventurarse en cualqu-
ier lugar dentro de Phangloria. Tienen hasta la hora de la cena para pre-
sentar su adquisición.
Constance es la primera en ponerse de pie. Camina hacia Byron, quien
levanta los antebrazos y se estremece. La camarógrafa que está filmando
mi falta de reacción se gira para grabar su silenciosa parálisis.
Me vuelvo hacia Vitelotte, que está sentada tan quieta como una pied-
ra. Sus ojos se encuentran con los míos con una mirada que refleja mi
confusión. Este no es lugar para una conversación sobre lo que hicimos,
y dudo que un lugar tan bien vigilado como el palacio permita privaci-
dad.
Mis cejas se elevan en forma de pregunta, esperando que ella entienda
lo que quiero preguntar, pero frunce el ceño y niega con la cabeza. Si eso
es una señal para que nunca hable de lo que hicimos en el bosque o una
confirmación de que Ingrid no fue la que matamos, no lo sé.
Desesperada, coloco mi mano sobre la de ella y golpeo su muñeca con
el lado del pulgar en código de Vail:
¿NOSOTRAS MATAMOS A INGRID?
Vitelotte no reacciona y mis hombros caen. Hasta aquí la idea de que
ella sea una Corredora Roja. Me vuelvo hacia el frente de la habitación,
donde las Nobles ya se han ido y las chicas Amstraadi se ponen de pie y
forman un pequeño grupo.
Un trío de asistentas de producción camina hacia nosotras por el pasil-
lo del aula. Cada una de ellas usa anteojos de gran tamaño con diminutos
lentes de cámara en sus extremos. Supongo que serán nuestras guías.
—Zea. —La morena de enfrente levanta una mano y me dirige su son-
risa. Aparecen hoyuelos en sus cálidas mejillas beige—. Soy Cassiope, y
te llevaré a donde quieras ir.
Me muevo hacia atrás y parpadeo. Ninguno del staff de producción se
ha presentado antes.

—¿Hay una enfermería? —señalo a Emmera, que se sienta en la mesa


del fondo con la cabeza inclinada—. También nos gustaría limpiarnos.
Las cejas de Cassiope se juntan. —¿No quieres completar la prueba?
—Tenemos hasta la cena, ¿no? —Vitelotte se levanta—. Vamos todas.

Los tres asistentas intercambian miradas incómodas, pero no me im-


porta si no logran capturar imágenes sensacionales. Quiero decir a los es-
pectadores en casa de mi planeador en mal funcionamiento y cómo nos
vimos obligadas a escapar por un acantilado con ligres.
Pero, ¿de qué sirve quejarse cuando transforman mi rabia en una esce-
na en la que hago de caballo de concurso?
Mientras nos acompañan fuera de la habitación, Vitelotte agarra mi
mano y me golpea el nudillo en código Vail:
NO.
Mi mirada se fija en ella, pero ella mira hacia adelante y sigue a los
asistentes de producción al pasillo y subiendo una escalera que conduce a
una puerta blanca. Cassiope llama a la puerta, espera a que una voz mas-
culina nos llame al interior y nos deje entrar en una habitación blanca y
espaciosa.
El Doctor Palatine se para frente a una pantalla negra que se ilumina
con gráficos azules y números intermitentes que monitorean un conjunto
de signos vitales. Él la apaga, cruza la habitación, y me hace gestos para
levantar la muñeca. Sin indicar que nos hemos conocido, escanea mi bra-
zalete Amstraad y me da un ungüento para la piel irritada. Después de
examinar a Vitelotte, le entrega el mismo ungüento y se vuelve hacia
Emmera, que estalla en lágrimas.
El médico la lleva a una silla reclinable con reposabrazos y reposapiés
y luego le inyecta algo que la hace dormir. Nos dice que regresemos en
dos horas, para poder arreglar las cuencas de los ojos fracturados de Em-
mera.
Al salir, una de los asistentas de producción sigue interrogando al
Doctor Palatine sobre el alcance de las heridas de Emmera. La asistente
asignada a Vitelotte desciende las escaleras delante de nosotros, y una
luz parpadea en la banda de plástico de las gafas que envuelven su cabe-
za.
Resisto la tentación de preguntarle a Vitelotte cómo conoce el código
de Vail. Si no es una Corredora Roja, entonces debe ser una proveedora,
una simpatizante o pariente de un Corredor que reveló los secretos sobre
nuestro grupo de resistencia.
Ella pasa su brazo por el mío y golpea TEN CUIDADO en mi antebra-
zo, luego sugiere en voz alta que deberíamos tomarnos un descanso de
dos horas para comer en nuestras habitaciones y asearnos.
—¿Tienes alguna idea para el tesoro de Gaia? —Cassiope pregunta
desde atrás, su voz alegre.
Me froto la sien y trato de moderar mi irritación. Ella nunca me ha pu-
esto una cámara en la cara, y hasta donde yo sé, no corrigió ninguna gra-
bación para hacerme parecer un idiota. No es justo criticar a Cassiope por
hacer su trabajo.
—Tal vez sea más productiva después de un vaso de agua y algo de
comida —murmuro.
Ella hace una pausa. —Lo que digas, Zea.
Después de una caminata silenciosa hacia nuestro lado del palacio,
Cassiope empuja mi puerta para abrirla y me deja entrar a mi habitación
asignada. Georgette y Forelle, que estaban sentadas en el sofá de terci-
opelo, se ponen de pie.
Forelle se precipita hacia mí con los brazos extendidos. —¿Realmente
saltaste del costado de un acantilado? —Ella me aprieta fuerte.
—Por supuesto que sí.
—¿Ya te has hecho amiga de tu maquilladora y estilista? —pregunta
Cassiope.
Mientras Forelle explica que pasar la ronda de la carpa de Pruebas de
Princesa la hizo elegible para trabajar en el Oasis, Georgette me guía a
través del vestidor y al baño.
Los pisos son de un gris pálido con mosaicos de marfil en el mismo to-
no que el resto de la suite. Una pantalla detrás del baño reproduciendo
imágenes de palmeras balanceándose en una playa virgen me recuerda al
baño de la casa de huéspedes de Garrett. Incluso hay la misma ducha a
ras de suelo con una cabeza gigante y varios chorros.
Georgette se lleva un dedo a los labios y hace un gesto con la palma
extendida para que me quede. Camina hacia la derecha de la habitación,
abre los grifos y deja que el agua fluya a todo chorro. Luego se vuelve
hacia el final de la habitación y abre el baño.
Muerdo mi labio, preguntándome si me va a contar algo sobre el Prín-
cipe Kevon. En cambio, abre un cajón al lado del fregadero y saca un
enorme bote de una crema que huele a QuickBurn.
—Así es como los sirvientes del palacio pueden hablar sin que las cá-
maras capten el sonido. —Georgette tira de mi capucha, moja un paño en
la crema, y roza en mi cara.
—¿Hay algún problema? —susurro.
—Hemos estado cambiando de canal durante la mayor parte de la noc-
he. —Continúa limpiando las gruesas capas de pigmento de mi cara y me
cuenta los acontecimientos de la noche anterior.
Mientras Georgette observaba el Canal de la Cámara de Ministros para
enterarse cómo Prunella Broadleaf trató de explicar cómo se asesinó Ra-
faela van Eyck, Forelle observó el material en vivo de mí saltando a un
acantilado y tratando de mantenerme en el planeador. El Príncipe Kevon
interrumpió el Consejo con una demanda de poner fin a las Pruebas de
Princesa con el argumento de que no era seguro.
Montana se negó a escuchar su solicitud porque la Reina Damascena
quería que continuaran, pero cuando la transmisión de la cámara en vivo
se detuvo, todos se dieron cuenta.
Con horas de filmación perdidas, los drones perdieron el rastro de la
mayoría de las chicas y el público se mostró descontento por la realizaci-
ón de las Pruebas. Los reporteros entrevistaron al Dr. y al General Ridge-
back sobre el ahogamiento de Berta e intentaron que denunciaran a la
gente de producción por no cuidar mejor a su hija.
—Todo es contraproducente. —Los ojos de Georgette brillan, y rebota
sobre sus talones, las manos limpiando la pintura de mi cara temblando
de emoción—. Mi prometido trabaja para Vain Gloria. Es un trapo de
chismes en línea que comenta lo que realmente está sucediendo en
Phangloria.
Trago. —¿Qué dijo sobre anoche?
—El editor les dijo a todos que presionen a los ministros y al Canal Li-
festyle para que respalden al Príncipe Kevon. Es parte de la razón por la
que los Ministros aceptaron sus demandas de menos peligro.
—¿Hay algo más? —pregunto.

—Están publicando imágenes de lo que la Cadena Lifestyle retiene. —


Cuando no reacciono, agrega—. El otro grupo se lanzó desde una caída
de diez pies, mientras que los productores hicieron que Cosechadoras y
Artesanas cayeran desde cientos de pies con uno de los planeadores fal-
lando.

—Bien. —Asiento con la cabeza y me pregunto si los periodistas son


Artesanos superados por el maltrato de su Echelon.
—Y los nuevos videoclips muestran que eres la favorita del Príncipe
Kevon.
Pongo una mano sobre mi boca. —No.

Ella me lanza una sonrisa. —¿No es maravilloso? La próxima vez que


haya una votación, sabrán a quién elegir y ayudarán a Su Alteza a en-
contrar el amor verdadero.
Una oleada de náuseas me recorre el interior y doy un paso atrás. Si la
Reina Damascena descubre que de alguna manera estoy relacionada con
esta información filtrada, su venganza golpeará donde soy más vulnerab-
le. Lo peor de todo es que no puedo arriesgar la vida de mi familia con
una seguridad de segunda mano de que nadie puede escucharnos a través
del sonido del agua corriente.
Le digo Georgette que estoy demasiado hambrienta y cansada para
pensar en chismes, y se ofrece a buscarme un aperitivo.
—¿Estás bien? —pregunta.

Niego con la cabeza. —Han pasado años desde la última vez que co-
mí.
Georgette coloca la tela a un lado y se dirige a la puerta. —Te pediré
algo.
Recojo el paño y lo sumerjo en la crema. Cada pasada de la tela elimi-
na otra capa de suciedad, pero nada puede borrar los pensamientos de las
chicas que nunca tendrán otra oportunidad de ver a sus familias.
Una de ellas me habría disparado perdigones en el ojo, que habrían ido
directamente a mi cerebro y me habría dejado muerta. No puedo culpar a
Vitelotte. Ella entró en pánico, sobrepasada por no ponerse del lado de
las Nobles, y estaba desesperada por proteger a un compañero Cosecha-
dor.
Podríamos haber evitado el segundo asesinato, pero no creía que Min-
nie no nos atacaría en el momento en que tuviera la oportunidad.

Me quito el mono, me meto en la ducha y dejo que el chorro de agua


caliente limpie mi mente de estos pensamientos turbulentos. Si no fuera
por Vitelotte, habría muerto ayer.
Ingrid y las Guardianas no habían considerado que nadie vendría en
mi ayuda, así que su asesinato se volvió a mi favor. Debería estar celeb-
rando a mi nuevo aliado, no revolcándome en la culpa y el pavor.

El agua coloreada se desliza por mi cuerpo, y el rocío se siente como


pequeños puños masajeando mi piel, pequeños puños advirtiéndome que
esté agradecida por mi supervivencia. Vitelotte no será como Berta, que
me salvó de ser colgada o arrojada por la ventana, solo para intentar ma-
tarme al día siguiente. Los Corredores Rojos o aquellos que simpatizan
con nuestra causa no traicionan a los Cosechadores.
En cuanto el agua sale limpia, me seco y me pongo un mono que Ge-
orgette colgó en la puerta del baño. Cierro los ojos con fuerza y aspiro
profundamente varias veces. Cuando entro en mi suite, tengo que estar
lista para un refrigerio y para el próximo desafío de las Pruebas de Prin-
cesa.

Pero la suite está vacía salvo por dos platos cubiertos esperando en la
mesa… y el Príncipe Kevon. Lleva la misma chaqueta azul marino de su
entrevista con Montana con pantalones a juego. En lugar de peinarse ha-
cia atrás, mechones de cabello oscuro se deslizan por su frente, haciéndo-
lo lucir heroico.

Un puño apretado se aferra a mi corazón mientras se levanta de su asi-


ento y atraviesa la habitación. ¿Qué hará la Reina Damascena cuando
descubra que hemos pasado tiempo solos?
—Quería disculparme —dice—. Me dijeron que irías a la búsqueda
del tesoro. Cuando vi las imágenes de ti y los planeadores…

—Está bien. —Después de escuchar sobre cómo trató de salvarnos, in-


terrumpirlo se siente grosero, pero no podría soportar que repitiera su
oferta de comprometerse—. Te vimos en el Canal Lifestyle, declarando
que las pruebas se tratarán más de diplomacia que de desafíos peligrosos.
Gracias.
Sus ojos se suavizan y la comisura de sus labios carnosos se alza en
una sonrisa. —Se necesitaron muchas discusiones con la Cámara de Mi-
nistros. Se resisten a renunciar a los monitores de salud de Amstraad del
Embajador Pascale, pero tú eres lo primero.
Mi corazón tartamudea, enviando calor a mis mejillas. Bajo mi mirada
al piso de mármol y me digo a mí misma que el Príncipe Kevon no esta-
ba hablando de mí en particular, sino de todas las concursantes. Cuando
coloca su mano grande en la parte baja de mi espalda, un hormigueo sube
y baja por mi columna. Se necesita mucha respiración constante y con-
centración para caminar en línea recta hacia la mesa del comedor.
Saca mi asiento, lo empuja hacia adentro mientras me siento y quita la
cúpula. Mis fosas nasales se llenan de esencia de azafrán y del rico aro-
ma de los mariscos. Un plato colmado de arroz dorado, camarones ente-
ros, colas de langosta y mejillones y almejas todavía en su caparazón.
Un suspiro de sorpresa sisea entre mis dientes. —Es eso…
—Paella —dice con una sonrisa—. Tu madre me dijo que era tu favo-
rita.

—¿Hablaste con ella? —Mi voz se quiebra.


—Solo a través de un guardia que se comunicó con la esposa del alcal-
de —se acomoda en su asiento y frunce el ceño—. ¿Fue la elección cor-
recta?
Le doy un asentimiento ansioso, a pesar de que un plato como la paella
es algo que un Cosechador nunca tendría la oportunidad de comer. En
primer lugar, el arroz crece en aguas poco profundas, algo que escasea en
nuestra región. Y la cocción de los granos requiere grandes cantidades de
agua que ningún Cosechador puede afrontar.
Papá y yo conocemos una parcela de tierra en las afueras de Rugosa
donde podemos encontrar un puñado de tulipanes amarillos que crecen
en la base de un olivo nudoso que ya no da fruto.
En los años en los que capturamos la planta lo suficientemente tempra-
no para capturar sus estigmas carmesíes, podemos intercambiar pequeñas
cantidades por suficiente comida y necesidades para que duren meses. En
ocasiones como esta, papá puede incluso permitirse mariscos, pero nunca
en tales cantidades o variedad como en mi plato.
—Este es un regalo tan raro. —Tomo el tenedor y trato de no babear—
. Gracias.
—Disfruta. —Se lleva un bocado a la boca y sonríe.
Mis próximos bocados son una explosión de sabores. El arroz está
impregnado de ajo, pimentón, cilantro y pimienta con un toque de vino.
Debajo de la paella hay gruesas lonchas de chorizo picante, que es una de
mis carnes favoritas. Se supone que debo entablar una conversación
amable, pero es imposible ante un banquete tan delicioso.
—Pensé que a tu madre le gustaría la receta del chef —murmura.
Me encuentro con sus ojos sonrientes. —¿Le enviaste las instrucci-
ones?
—Hay un coche en camino a Rugosa con una olla grande.
El calor se esparce por mi pecho. Gestos como este son la razón por la
que es tan difícil proteger mi corazón del Príncipe Kevon. —Esto es muy
amable. — Me encuentro con sus ojos oscuros y escrutadores que pare-
cen memorizar cada una de mis expresiones—. No puedo dejar de agra-
decerte.
El niega con la cabeza. —Soy yo quien debería darte las gracias.
La inquietud se asienta sobre mis hombros como una capa que pica, y
me muevo en mi asiento. Días atrás, podría haber excavado más para en-
tender por qué me prodiga con tanta atención, pero no puedo permitirme
el lujo de reflexionar sobre la calidez del Príncipe Kevon.
Alejo los pensamientos sobre los guardias de la Reina Damascena
apostados fuera de la casa familiar, continúo con mi comida y trato de ol-
vidar que me está viendo comer.
Cuando mi estómago se hincha, cometo el error de levantar la cabeza
y alcanzar mi vaso de agua a través de la mesa.

El Príncipe Kevon coloca su mano sobre la mía. —Zea.


—¿Sí? —Levanto los ojos a su cara.
Él sostiene mi mirada durante más tiempo de lo normal, por lo que mi
respiración se acelera. —Cuando te ofrecí un compromiso prolongado,
no fue para forzar una relación antes de que estuvieras lista.
Las palabras se marchitan en el fondo de mi garganta, y solo puedo
responder con un asentimiento. Debería volver la cabeza, tirar de mis de-
dos de su agarre suave, pero su tacto se siente como lo único que evita
que me astille. No puedo decir si estoy emocionada con su atención o
aterrorizada por sus consecuencias.
Probablemente la Reina Damascena nos esté escuchando hablar o haya
entregado el trabajo a uno de sus secuaces. De cualquier manera, estoy
fallando a sus demandas. Quiere que influya en el Príncipe Kevon, pero
no especificó cuál de las chicas Nobles prefiere.
El Príncipe Kevon inclina la cabeza hacia un lado y sus cejas se juntan
con una pregunta no formulada. No puedo evitar pensar que mencionó su
sugerencia de comprometerse porque quiere que reconsidere su oferta.
Tengo que decir algo para descarrilar esta conversación para que al
menos parezca que estoy tomando nota de la amenaza de la reina. —To-
da la violencia y los atentados contra mi vida comenzaron gracias a tu es-
pecial atención.
Su nuez de Adán se mueve hacia arriba y hacia abajo. —Es verdad.
—Tienes que darles una oportunidad a las otras chicas. —Las palabras
me queman la garganta y dejo caer la mirada hacia el plato de paella a
medio comer.
El Príncipe Kevon no responde durante varios momentos. Tal vez esté
esperando que lo mire a los ojos, pero no puedo. La yema de su pulgar
pasa por mi nudillo. Es el más suave de los toques, pero bien podría gri-
tar sus intenciones a la cámara oculta.

—¿Qué pasa si ya tomé mi decisión? —murmura.


Apartando mi mano de un tirón, me levanto de mi asiento y me dirijo
hacia la puerta. —Nada ha cambiado desde que dije que no.
La madera de la pata de su silla se desliza contra el suelo de mármol y
sus pasos se acercan por detrás. El Príncipe Kevon me detiene con una
mano en mi hombro. —¿Es esto demasiada presión?
Mi cabeza se vuelve hacia un lado. Si bien no puedo ver su rostro
completo, su aroma cálido y picante llena mis fosas nasales. —Nunca
quise ser la Reina de Phangloria.
Él se estremece. —Pero tú dijiste…

—Eran sólo palabras —digo con un suspiro.


Cuando abrí mi corazón al Sargento Silver, me imaginé al lado de
Ryce Wintergreen liderando la nueva democracia. Fue un final apropiado
para nuestra historia agridulce. Un niño y una chica unidos por una ter-
rible injusticia y luego se enamoraron luchando contra sus opresores. Un
niño y una chica que convirtieron la tragedia en triunfo. Eran los sueños
idealistas de una chica que no había experimentado nada fuera de la vida
de una Cosechadora.
—Si hubiera sabido que eras el príncipe, nunca las habría dicho.
Me suelta el hombro y retrocede. —¿Puedes verte alguna vez abrién-
dome tu corazón?
Un nudo se forma en mi garganta por la cantidad de veces que he men-
tido. Mentí sobre mis intenciones de unirme a las Pruebas de Princesa.
Mentí acerca de no despreciar al Echelon Noble por retener toda la riqu-
eza y el agua, mentí sobre mi corazón. El Príncipe Kevon ocupa gran
parte de mi afecto, apenas hay espacio para alguien nuevo.
Pero para salvar a las personas que amo, tengo que decir una mentira
más.
Luchando contra el aguijón de las lágrimas que se avecinan, me doy la
vuelta y me enfrento al príncipe.

Mi mano flota hasta su pecho, y él suspira. Pongo mi palma sobre un


corazón que se acelera bajo mi toque y mi interior se retuerce. No hay
forma de tener el amor del príncipe Kevon y mantener viva a mi familia.
Todo lo que diga a continuación debe tener suficiente convicción para
convencer a todos los que escuchan.

—Su Alteza.
Sus labios se tensan. Ya hemos tenido esta conversación y él sabe que
el uso que hago de su título es deliberado. —Dime —dice con los dientes
apretados—. Mírame a los ojos y dime cómo te sientes.
—Nunca he conocido a una persona más amable o un alma más noble.
—Mi mirada se eleva a sus pómulos—. Sé que serás un rey maravilloso.

Su rostro se endurece. Es la expresión que la gente hace cuando se pre-


para para algo doloroso. A pesar de esto, el Príncipe Kevon logra asentir.
Una voz cruel en el fondo de mi cabeza me da las palabras exactas pa-
ra decir que destrozarán su corazón. Comienza como la voz de Carolina,
pero se transforma en la reina de Damascena. Si empiezo con una decla-
ración audaz de que nunca podría amarlo—nunca, buscaría en otra parte
a su futura pareja. Si digo que las palabras que le había dicho una vez
eran sobre otra persona, se marchará. No puedo hacerle ninguna de esas
cosas al Príncipe Kevon.
—Estoy agradecida por tu amabilidad y generosidad, y siempre serás
mi mejor amigo.

—¿Amigo? —dice esto como si fuera su último aliento.


—Seguro que harás a alguien extremadamente feliz, pero esa chica
nunca seré yo.

El Príncipe Kevon baja sus espesas pestañas, se aleja de mi toque y se


dirige hacia la puerta. Mi corazón late con tanta fuerza que creo que va a
estallar.
Cuando abre la puerta y está a punto de salir, un sollozo silencioso se
atrapa en la parte posterior de la garganta. No hay vuelta atrás después de
palabras como esas. Lo he perdido para siempre.
Cierra la puerta y se detiene. Mi mano cubre mi corazón. Ahora es mi
turno de prepararme para escuchar algunas palabras cortantes.
—Gracias por ser honesta. —Su voz está llena de emoción, pero nunca
vacila.
Mi garganta se convulsiona y contengo la respiración, esperando que
no intente hacerme cambiar de opinión.
—Hablaré con mi madre y le diré que, en las circunstancias actuales,
ya no es apropiado que participes en las Pruebas.
Capítulo 7

El Príncipe Kevon sale de mi habitación, dejándome con la sensación


desgarradora que he cometido un terrible error. Mi pulso revolotea en mi
garganta como una mariposa atrapada, y mis dedos no dejan de temblar.
Nunca le había hablado con tanta dureza a alguien que ocupa un espacio
tan grande de mi corazón, y cada palabra atraviesa mi conciencia como
las palas de un tractor.
Cuando la puerta se cierra y todo lo que permanece de él es su colonia,
los músculos de mis piernas se vuelven al agua, y yo colapso en mis ro-
dillas.
Espasmos de dolor se apoderan de mis pulmones, forzando sollozos
ásperos y devastadores. No sabía que era posible lamentar una relación
que ni siquiera había comenzado, pero mis entrañas se sienten tan resecas
y agrietadas como la tierra seca.
En algún lugar al borde de mi conciencia, la puerta se abre con un cru-
jido y unos pasos se apresuran hacia mí. Un brazo gentil envuelve mi
hombro y del otro lado, un segundo brazo se desliza alrededor de mi cin-
tura. Forelle y Georgette me acompañan hasta el sofá y me susurran pa-
labras de consuelo que apenas traspasan mi dolor.
Mientras me hundo en el suave terciopelo, aparece Cassiope y coloca
una caja de pañuelos de papel frente a mí en la mesa.

Levanto la cabeza y me encuentro con sus grandes ojos marrones. —


¿Esto irá en el Canal Lifestyle?
—Solo me dijeron que registrara la tarea —dirige su pulgar hacia el
vestidor—. Estaré en el baño durante los próximos diez minutos.
Asiento con la cabeza en agradecimiento y ella se va. Aunque soy ple-
namente consciente de que Cassiope no tiene poder sobre lo que transmi-
ten los productores, aprecio que esté arriesgando su trabajo para proteger
mi privacidad.
—¿Qué pasó? —Forelle suaviza un mechón de cabello húmedo fuera
de mi rostro—. ¿Tú y Kevon pelearon?
—No puedo… —Niego con la cabeza.

Georgette me frota la espalda. —Probablemente esté bajo presión para


pasar más tiempo con las otras concursantes. El Príncipe Kevon sabe lo
que quiere y, cuando cumpla con su deber con las Pruebas, volverá.
La culpa me espesa la garganta. Todos piensan que me hizo algo cuan-
do es todo lo contrario.
—Zea —Forelle me aprieta la mano—. Garrett se reunirá conmigo es-
ta noche. Estoy segura de que puedo…
—No. —La palabra sale como un grito de pánico. Me giro y me encu-
entro con sus ojos grises—. Por favor, déjalo. Es mi culpa.
Sus labios forman una “O” perfecta. Estoy segura de que está pensan-
do en la conversación que tuvimos en el baño de la casa de huéspedes,
donde Forelle me acusó de hacer una mueca cada vez que mencionaba al
Príncipe Kevon.
En ese entonces, Forelle sintió que yo no estaba en las Pruebas de la
Princesa para tener la oportunidad de convertirme en la reina. Pero ahora,
me pregunto si sospecha que ni siquiera estoy en las Pruebas para un des-
canso de la monotonía de ser una Cosechadora.
Me recuerda mucho a mamá. Cuando Forelle encontró encantador a
Garrett, no me agradó por ser un guardia molesto. Forelle se está enamo-
rando del primo del Príncipe Kevon y me alegro por ella. Pero soy tan
escéptica y estoy tan retorcida por el trauma pasado que fue necesario ver
al Príncipe Kevon abatido a tiros y luego hacer que me salvara de un cuc-
hillo en la espalda para considerarlo como algo más que su Echelon.
Antes de que Forelle pueda amonestarme por desperdiciar una oportu-
nidad de amor, envuelvo mi mano libre sobre la de ella. —No interfieras.
Esto es para lo mejor.

El asentimiento de Forelle es vacilante, pero es suficiente para conso-


larme de que no hará de casamentera y pondrá en peligro mi posición
con la Reina Damascena. Georgette me da una palmada en el hombro y
se levanta, mientras Forelle me envuelve en un abrazo lo suficientemente
fuerte como para expulsar la mitad de mi miseria.
Más tarde, vuelve Georgette con un gel que reduce la hinchazón de
mis ojos y quita las manchas rojas en la cara. Cierro los ojos mientras el-
la desliza la sustancia fría sobre mi piel. El aroma de pepinos y manzanil-
la llena mis fosas nasales, y tomo varias respiraciones tranquilizantes
Para cuando Cassiope regresa a la habitación, he hecho las paces lo su-
ficiente con mi decisión como para calmar mis lágrimas. Romper los la-
zos con el Príncipe Kevon es lo mejor. Me habría rechazado más tarde si
hubiera descubierto que me uní a las Pruebas de Princesa para sacarlo del
poder. Partir ahora puede preservar mi secreto, pero todavía tengo que
negociar la seguridad de mi familia con la Reina Damascena o Lady Cir-
ci.

—Es casi la hora —Cassiope está al otro lado de la mesa baja—.


¿Estás lista para comenzar tu próximo desafío?
Georgette me arregla el cabello y el maquillaje, luego Cassiope y yo
salimos al pasillo. Estoy segura de que el palacio ha asignado esta parte
del edificio solo a las Cosechadoras, ya que nunca veo a nadie más aquí.
La puerta de la escalera se abre, y Emmera con el rostro fresco y recién
vestida sale con la asistente de producción asignada a ella.
No estoy de humor para salir del palacio y enfrentarme a los reporte-
ros, así que caminamos por los terrenos del palacio en busca de inspiraci-
ón.
Vitelotte y su asistenta de producción se unen a nosotras a través de
pasillos sinuosos, pasando sirvientes vestidos con uniformes morados y
algún que otro guardia armado. El plan de Carolina de infiltrarse en el
palacio a través de sus pasadizos ocultos era sólido, pero requeriría que
los rebeldes asesinaran a todos estos sirvientes inocentes para llegar a cu-
alquiera con poder real.
Cuando salimos a los jardines, una vasta franja de tierra se extiende
con senderos que conducen a elementos exteriores más pequeños, como
un jardín hundido de terrazas que descienden hacia una piscina. Muevo
la cabeza de un lado a otro, sin saber qué camino tomar hasta que Cassi-
ope sugiere que miremos una estatua de Gaia en busca de inspiración.
Nos conduce a través de una serie de altos setos dispuestos en un labe-
rinto, que un antiguo rey construyó en honor a su novia. En el medio del
arreglo hay una piscina redonda que ocupa más espacio que toda mi casa
y en el medio hay dos estatuas espalda-con-espalda. El primero es Urano,
el dios del cielo, y la segunda es Gaia.
La asistenta de Emmera la entrevista sobre lo que sucedió durante el
último desafío y le pregunta si vio a Ingrid o a las otras Guardianas. No
aprendemos nada nuevo de lo que dice, así que coloco un pie en el borde
de la piscina y entrecierro los ojos ante el intrincado trabajo en piedra de
la diosa de la tierra.
El agua brota de la cornucopia que sostiene contra su pecho, que conti-
ene manzanas, uvas, mazorcas de maíz, calabazas y delicadas hojas de
trigo. Las enredaderas se enrollan alrededor de sus cabellos fluidos, que
proporcionan un escenario para bayas, hojas y flores.
Si me tomara en serio ganar este desafío y no solo pasar el tiempo has-
ta que pudiera salir del palacio, elegiría esta obra de arte. Inclino mi ca-
beza hacia un lado. Tal vez pueda dejar a las chicas Cosechadoras con la
siguiente mejor opción.

—¿Alguna de ustedes puede tejer cestas? —pregunto.


Vitelotte levanta un hombro. —No era la peor en las clases de Artesa-
nía Rural.
—Yo puedo —dice Emmera. Cuando ambas nos volvemos hacia la
chica rubia, ella levanta una ceja—. ¿Qué? Vengo de una larga línea de
capas de setos.
Es raro encontrar un Cosechador entrenado en nada, excepto atender a
las plantas y preparar la tierra, e intento de reprimir mi sorpresa al ente-
rarme de que Emmera mantiene las fronteras que separan los campos de
diferentes cultivos.
—¿Crees que puedes hacer una cornucopia? —pregunto.

Ella inclina la cabeza hacia un lado. —¿De qué?


Me vuelvo hacia Cassiope. —¿Podemos usar cualquier cosa que en-
contremos en los terrenos del palacio para este desafío?

—Dentro de lo razonable… —Sus cejas se juntan—. ¿Qué estás pen-


sando?
—Los primeros Phanglorians se enfocaron en restaurar la tierra.
Construyeron este país a partir de terrenos destruidos, y todavía lo hace-
mos con los constructores de suelos y la expansión de la Gran Muralla.
—Todos me miran en blanco, pero continúo—. ¿Cuántas estatuas de Ga-
ia ves donde sostiene una cornucopia?
—Aproximadamente la mitad de ellas —responde Vitelotte.
—Y en la otra mitad, ella está embarazada de la tierra —agrega Em-
mera.
Asiento con la cabeza. —Su tesoro no es una corona ni una obra de ar-
te. Es la tierra. ¿Y qué hacemos con esa tierra?
—Cultivamos alimentos —Vitelotte se vuelve hacia la asistente que le
ha sido asignada—. ¿El palacio tiene un huerto o un invernadero?
Ella asiente. —Está junto a las cocinas.
Doy una palmada. —Emmera, ¿puedes encontrar un sauce y tejer una
cornucopia lo suficientemente grande como para acunarla en tus brazos?

Emmera asiente.
Me vuelvo hacia la otra chica Cosechadora. —Lotte, ¿podrías recoger
la mayor cantidad de diferentes frutas y verduras que puedas encontrar,
incluyendo una calabaza?
—¿Qué vas a hacer? —Emmera pregunta con el ceño fruncido.

—Hay otro tesoro que no hemos mencionado —digo.


Su ceño se profundiza. —¿Cuál?
—Personas. —Coloco una mano en mi pecho. Si transmiten este seg-
mento, alguien captará el significado de este movimiento. No dará lugar
a un mejor trato para los Cosechadores, pero tal vez vean la contribución
vital que hacemos a Phangloria—. Gaia creó la tierra, pero nos la confió
para mantener su tesoro. ¿Qué mejor que uno de sus custodios modernos
para sostener la cornucopia?

Vitelotte retrocede y agacha la cabeza, pero Emmera levanta la mano.


—Yo.
Mis labios se abrieron en una amplia sonrisa. —Esperaba que te ofre-
cieras como voluntaria.
Paso las siguientes horas caminando por los jardines del palacio con
Cassiope, recogiendo flores, enredaderas y tallos decorativos. Si bien no
soy Tussah Thymel, a menudo hago ajustes en los uniformes de Cosec-
hadores y reutilizo la ropa vieja en bolsillos profundos, bolsos y fundas
para ayudarnos a papá y a mí a cazar.
Con algunos trozos de tela, puedo confeccionar una prenda de flores
para que Emmera se presente como Gaia. Y lo mejor de todo es que ten-
go un miembro de la Casa de Thymel como maquillador quien tiene ojo
para la belleza.
Regresamos a mi habitación y colocamos nuestro botín en la mesa del
comedor. Georgette toma las medidas de Emmera en su tableta y juntas
creamos la estructura de un vestido con Elastosculpt color carne y trozos
de tela. Forelle actúa como nuestra modelo en vivo. Es más pálida que
Emmera, cuya piel bronceada por el sol no se desvanecerá con colores
más brillantes, pero son igualmente curvilíneas.
Las imágenes del Canal Lifestyle se reproducen en una pantalla mural.
Algunas de las chicas Noble toman prestado arte de sus hogares famili-
ares, que reconozco por nuestro viaje al Oasis. No son tan grandes como
me imaginaba y uno de ellos vive en una casa de solo dos veces el tama-
ño del de un Cosechador.
Georgette explica que el Echelon Noble es más complejo que la divisi-
ón entre la Realeza y todos los demás. El primer nivel debajo de la Re-
aleza son los parientes más cercanos por sangre a la familia real actual.
Eso incluye a Garrett, cuyo padre es el hermano del Príncipe Arias, y cu-
alquier otro descendiente de los dos reyes anteriores. Hay unas cincuenta
personas en el primer nivel del Echelon Noble.
Más abajo en la jerarquía están los elegidos para el poder, como la Cá-
mara de Ministros y los relacionados con los reyes de generaciones ante-
riores. Ingrid Strab encaja en esa categoría porque su madre desciende
del Rey Phallon y su padre es el Ministro de Integración. Este nivel del
Echelon contiene alrededor de mil personas, y se consideran el segundo
nivel.
Georgette cuenta el tercer nivel con los dedos. —Eso deja cuatro mil
Nobles, que viven en el Oasis. No todos consiguen mansiones enormes y
algunos trabajan en el Echelon de Guardianes o se dedican al arte.
—¿Como el médico que trató a Emmera? —coso mechones blancos de
hierba de la pampa para crear una falda. Son como cabezas de semillas
de diente de león, solo que más planas y de cuarenta y cinco centímetros
de largo.

—Y la familia de la Reina Damascena —responde Georgette—. Su


padre era el mariscal de campo a cargo de proteger las fronteras alrede-
dor de Phangloria de los invasores.
Mis cejas se elevan. Eso explica por qué la reina es tan despiadada y
por qué fue lo suficientemente táctica como para unirse a Lady Circi.

—Todos somos iguales en el Echelon de Cosechadores —digo.


—¿Los son? —pregunta ella.
Levanto la cabeza y frunzo el ceño. Tenemos al alcalde y su esposa.
Viven en una de las casas más bonitas cerca de la Plaza de Rugosa y dist-
ribuyen raciones de agua a quienes no trabajan con un supervisor. Algu-
nos de los supervisores mayores que trabajan en los campos lejanos pu-
eden montar berrendos, y supongo que los repartidores como Ryce tienen
una jornada laboral más variada, al igual que las personas que trabajan en
la oficina del alcalde, como Carolina.
Mi mirada se dirige a Cassiope, quien mira con interés, así que digo:
—Nunca he notado ninguna división en nuestro Echelon.

Alguien llama a la puerta y el corazón me da un vuelco en la garganta.


Me viene a la mente una imagen de la Reina Damascena y Lady Circi
entrando con un séquito de mujeres armadas. En el peor de los casos, me
despojan de mi última pizca de dignidad, luego me arrastran por el pelo a
través del palacio y me expulsan de las puertas en una ráfaga de disparos.
Trago saliva y espero estar equivocada. Si tengo suerte, me dejarán sa-
lir silenciosamente por una puerta trasera. —¿Adelante?
La puerta se abre y Vitelotte entra con dos enormes cestas de frutas y
verduras. Detrás de ella está Emmera, que agarra una cornucopia de sa-
uce tan grande como su torso.
—Gran trabajo —digo con un grito ahogado.

Emmera sonríe. —Tuve que hacer la cornucopia de Gaia lo suficiente-


mente grande como para contener una calabaza.
Pasamos la siguiente hora vistiendo a Emmera, preocupándonos por el
arreglo de la cornucopia y tejiendo uvas y flores en su cabello. Vitelotte
se sienta a la mesa del comedor con un cuaderno y una copia de la Biblia
de Gaia. Toma notas, las garabatea y frunce el ceño. No estoy segura de
si está escribiendo una historia o haciendo un inventario de los cultivos
que Gaia le dijo a Gabriel Phan que cultivara.
—Diez minutos, chicas —dice Cassiope.

Hemos tejido una corona de uvas blancas y hojas de parra en sus mec-
hones de lino y los hemos mezclado con rosas blancas. Cada centímetro
del ElastoSculpt que envuelve su torso está cubierto de flores que suben
hasta su hombro derecho y crean un escote asimétrico. La falda es una
lujosa variedad de fibras de hierba blanca que se extienden hasta el suelo.
Emmera usa un maquillaje muy discreto, solo lo suficiente para oscu-
recer sus pestañas, enfatizar sus cejas y resaltar el azul aciano de sus oj-
os. Cassiope aplica los toques finales de brillo a sus labios y parece el
epítome de la belleza natural de los Cosechadores.
Se necesitará más que una disculpa sincera para que perdone su papel
de cazarme después del baile, pero espero que este momento de gloria
compense que el Canal Lifestyle transmita su trato humillante a manos
de esas Nobles.
—¿Cómo me veo? —susurra.
—Como Gaia hecha carne —digo.
Sus ojos brillan y exhala un suspiro tembloroso. —Bien entonces. Es-
toy lista.

Después de agradecer a Georgette y Forelle por su ayuda, Vitelotte y


yo tomamos el papel de séquito de Emmera y seguimos a su asistente de
producción por el pasillo y por la gran escalera. En el rellano intermedio,
un par de camarógrafas nos dicen que hagamos una pausa.

—Has ayudado a hacer que Emmera sea irresistible —dice Cassiope


mientras nos paramos en la cola del vestido de la otra chica—. El Prínci-
pe Kevon no le quitará los ojos de encima. Estoy segura de que los es-
pectadores en casa se preguntarán cómo te hace sentir eso.
Las garras atraviesan mi corazón. Cassiope solo está haciendo su tra-
bajo y preguntando lo obvio, pero me encuentro con su mirada e inyecto
mi voz con alegría. —Toda chica necesita su momento para brillar. Espe-
ro que este sea el de Emmera.
Emmera se da la vuelta y me ofrece una sonrisa deslumbrante. Yo le
devuelvo la sonrisa. Es una lástima que finalmente haya olvidado su re-
sentimiento por lo que espero sea mi último día en las Pruebas de Prince-
sa.
El asistente nos lleva a través del vestíbulo de entrada del palacio ilu-
minado por candelabros hasta una sala de patio de techos altos y una pa-
red de puertas de vidrio. Cada chica se para detrás de mesas o al lado de
cuadros enmarcados en caballetes. Me recuerda a una clase de ciencia de
la tierra en la escuela, en la que llevábamos malas hierbas, insectos muer-
tos, y muestras de suelo de alrededor de Rugosa y hablábamos de la for-
ma en que influían en el desarrollo de los cultivos.
Constance Spryte irrumpe en la habitación junto a un retrato de Gaia
de piel verde sentada con las piernas cruzadas y los brazos alrededor del
planeta. Sus manos se convierten en puños y sus rizos rebotan con cada
paso furioso.
—¿Qué crees que estás haciendo? —le gruñe a Emmera—. No puedes
usar una obra de arte y llamarla comisión.
Camino alrededor de Emmera y cruzo los brazos sobre mi pecho. —Si
hicimos un lío con nuestro desafío, ¿por qué estás tan molesta?

La boca de Constance se abre. Mira por encima del hombro, presumib-


lemente en busca de una Ingrid imaginaria. Cuando nadie la respalda, el-
la muestra los dientes y sisea: —Nos estás dejando a todas en ridículo.
—Señorita Spryte, ¿verdad? —Vitelotte rodea a una Emmera acobar-
dada y se coloca a mi lado.

—Sí —responde Constance.


—La riqueza no se encuentra en el oro, sino en la sabiduría de las pa-
labras. Aquellos que cuidan la tierra sobrevivirán a la tormenta. —Ella
mira a la Noble a los ojos—. Gaia, capítulo cuatro, versículo seis.
Reconozco ese pasaje. Es parte de la oración de Gaia que nuestros ma-
estros nos hacían cantar cada mañana en la escuela. Según Carolina, la
Biblia de Gaia adoctrina a los Cosechadores para que piensen que su tra-
bajo y sufrimiento los hace amados por una diosa que no existe.
Por la burla en su voz, Vitelotte simplemente usó la propaganda de los
Nobles para demostrar la superioridad de los Cosechadores.
Constance retrocede. —¿Qué?
Vitelotte le pasa la mano por debajo del brazo y extrae la Biblia.

—Qué mérito debes ser para tus padres. ¿No te enseñaron la sabiduría
de Gaia?
Constance ensancha sus fosas nasales y aparecen manchas púrpuras en
sus mejillas. Ella levanta la mano para dar una bofetada, pero Vitelotte
adelanta el movimiento. Ella se aleja, su rostro flojo, y luego se apresura
a regresar a su retrato prestado.
Antes de las Pruebas de Princesa, una llamarada de triunfo habría lle-
nado mi pecho. Ahora, revolotea la inquietud por cómo los Nobles toma-
rán represalias. No puedo permitir que mi amiga se convierta en un obj-
etivo, especialmente ahora que mi tiempo en las Pruebas terminará y na-
die cuidará su espalda.
Caminamos hacia un espacio vacío y esperamos.
—¿Dónde está Byron? —pregunta una de las Nobles.

—¿Dónde está el Príncipe Kevon? —pregunta otra.


Constance nos fulmina con la mirada desde el otro lado de la habitaci-
ón. Me encuentro con su mirada y le devuelvo la mirada. Ella no es más
que una bocazas en una posición de poder. Alguien como ella nunca sob-
reviviría un día en la Región de los Cosechadores.
Las quejas llenan la habitación. Miro a Vitelotte, que pone los ojos en
blanco. En este momento, daría cualquier cosa por ver a estas mocosas
malcriadas trabajar en los campos todo el día con una calabaza de raci-
ones de agua caliente y de sabor metálico.
Uno de los asistentes de producción apunta con un control remoto a la
pantalla de la pared, que muestra el Canal Lifestyle. Prunella Broadleaf
se para frente a la cámara, con los ojos entrecerrados. Las luces parpade-
an a lo largo de un lado de su cuello y ella se balancea sobre sus pies.
Presiono una mano contra mi pecho y me estremezco ante la crueldad de
su castigo.
Detrás de ella hay imágenes del Parque Nacional Gloria. Docenas de
drones vuelan sobre los bosques y más guardias con armaduras negras
recorren la tierra. Nunca había visto tantos Guardianes en un solo lugar,
ni siquiera durante las redadas. Esto debe ser por Ingrid porque no vi nin-
gún esfuerzo en investigar quién mató realmente a Rafaela.
Vitelotte se inclina a mi lado y murmura: —¿Quién está vigilando la
Gran Muralla?

Una réplica ingeniosa se seca en mi lengua cuando la pantalla cambia


a los aspectos más destacados del baile. Hay un clip del Príncipe Kevon
bailando con Ingrid seguido de imágenes de ellos casi besándose bajo un
arco de rosas, luego lo muestran cargándola a través de los túneles.
—Su Alteza no bailó con Ingrid —chilla una Noble.

Por el rabillo del ojo, veo a alguien apuntando con una cámara a mi
rostro. No reaccionaré ante imágenes falsas o eventos sacados de contex-
to.
Prunella se hace a un lado para que los espectadores vean secuencias
de acción de Ingrid y Berta atacando a los secuestradores de Amstraadi, e
Ingrid apuntando con un arma a una persona invisible en la entrada del
autobús. A mí.
—¿Qué están haciendo? —Constance chilla—. Todo eso son mentiras.
Muerdo mi labio y miro a las concursantes de Amstraadi. Sabre, la
chica pelirroja que una vez trató de incitarme a la sedición en la mesa de
la cena, me mira a los ojos y asiente. Una serie de nudos lentos se apri-
etan a través de mis entrañas. ¿Significa eso que entiende que el metraje
es una farsa o es el gesto una promesa de que se desquitará de mis críme-
nes contra sus compatriotas?
—Qué exhibición tan maravillosa —retumba una voz desde la puerta.
Todos nos volvemos para encontrar a Byron Blake entrando en la ha-
bitación con el Príncipe Kevon a su lado. Mi aliento se queda en la parte
de atrás de mi garganta y nuestras miradas se encuentran. Parpadeo y él
aparta la mirada. Un puño de arrepentimiento llega a mi interior ya anu-
dado y se retuerce, haciéndome retorcer.
—¿Qué ocurre? —Vitelotte susurra.
Emmera frunce el ceño y nos dice que nos callemos. Incluso si no nos
importa lo que Byron diga a las cámaras, ella quiere escuchar.
Le ofrezco a Vitelotte una sonrisa tensa y me vuelvo hacia el frente de
la sala donde Byron le pide al Príncipe Kevon que examine las opciones
de las concursantes. El príncipe se detiene en cada obra de arte y habla
con cada chica durante unos cinco minutos. Para algunos, esta es la pri-
mera oportunidad que tienen de hablar con el príncipe Kevon cuando no
está disfrazado de Sargento Silver.
Esto, más los intentos de Prunella Broadleaf de hacerme parecer que
usé métodos nefastos para llamar su atención, podría explicar por qué
tantas de las chicas no dijeron nada cuando Ingrid me atacó.
Con cada minuto que pasa, con cada paso que se acerca, el revestimi-
ento de mi estómago se agita como si estuviera tratando de tomar vuelo.
Gotas de sudor en mi frente y náuseas me recorren el interior. Alguien ya
debería haberme escoltado fuera del palacio. Enfrentar al Príncipe Kevon
después de nuestra última conversación será insoportable, y no estoy de-
seando que la cámara se dé cuenta de nuestra incomodidad.
—Esta es una exhibición única. —Su voz me saca de mi estupor—.
¿Quién es responsable de tal aspecto?
Emmera hace una bonita reverencia y sonríe. —Hice la cornucopia
con las ramas del sauce, alteza.
El Príncipe Kevon asiente. Su mirada salta sobre mí y le pregunta a
Vitelotte qué partes desarrolló. Ella inclina la cabeza y le da una respues-
ta cortés sobre el variado huerto del palacio.
Mi corazón se hunde en mi estómago revuelto. Me digo a mí misma
que estoy siendo irracional. Por supuesto, me ignorará. Desde su punto
de vista, me uní a las Pruebas de la Princesa, le dije que ayudaría a alivi-
ar la carga de su decisión y que lo admiraba desde lejos, y luego me ne-
gué a darle una oportunidad. ¿Qué más debo esperar?
Una pequeña parte de mí que solía creer en los cuentos de hadas de
mamá, deseaba que el Príncipe Kevon viera detrás de mis palabras y su-
piera que fueron coaccionadas. La voz áspera de Carolina preguntando
qué haré cuando él descubra mis intenciones para unirme a las Pruebas
de la Princesa viene a mi mente, y la hago a un lado.
—Zea —su voz es una caricia—. ¿Estoy en lo cierto en que fuiste res-
ponsable de crear el vestido?
Levanto la mirada y me encuentro con sus ojos cautelosos. —Sí, Su
Alteza.
No reacciona a mi método formal de hablar, pero ha tenido toda la tar-
de para acostumbrarse a mi cambio de actitud. En cambio, asiente y con-
tinúa hacia la mesa de al lado, donde una de las chicas de Amstraadi le
cuenta la historia de un cuenco decorado con frutas que se remontan a
antes de las bombas nucleares.
—Hemos visto pinturas, esculturas e incluso una encarnación viviente
de nuestra gran diosa —dice Byron con un suspiro melancólico—. La
afortunada ganadora pasará una velada romántica para dos con nuestro
soltero más codiciado.
Una de las chicas Noble estalla en un aplauso, pero nadie se une a ella.
Byron se vuelve hacia el Príncipe Kevon. —Dígame, alteza, ¿quién es
su elección?

Aguanto la respiración y le rezo a Gaia para que el Príncipe Kevon no


me elija.
—Fue una decisión difícil. —Se vuelve y hace contacto visual con ca-
da una de las chicas—. Todas ustedes tienen un gusto tan exquisito. Sin
embargo, disfruté especialmente de la lectura de Gaia de la Señorita So-
lar, capítulo cuatro, versículo seis.
Vitelotte se pone rígida a mi lado. Con un trago, examino los rasgos
del Príncipe Kevon. No sonríe, pero no frunce el ceño. Él y Byron deben
haber estado en otra habitación, viendo imágenes de nuestro enfrentami-
ento con Constance.
—Un aplauso para nuestra ganadora, Vitelotte Solar. ¡Felicidades! —
Byron mueve el brazo en dirección a nuestra mesa.
Vitelotte, que parece unos centímetros más alta, da un paso adelante.
Obligo a mis rasgos a sonreír y aplaudir, esperando que este no sea el día
en que ella se convierta en el objetivo de la animosidad de las otras chi-
cas.
Vitelotte camina hacia el frente de la sala, donde el Príncipe Kevon le
besa los nudillos y la felicita por ganar. No puedo entender si la eligió
porque ella insultó al Echelon Noble, porque estaba impresionado por las
frutas y verduras que recogió, o porque decidió pasar de mí.
Mi cara palpita por la sonrisa falsa y mis palmas escuecen por aplaudir
tan fuerte, pero no es nada comparado con el dolor de mi corazón.
Se ven llamativos juntos con el cabello negro azulado de él que comp-
lementa los matices morados de los rizos de ella. Vitelotte es inteligente,
ingeniosa y valiente. No puedo pensar en una mejor chica para salir con
el Príncipe Kevon, pero dudo que la Reina Damascena permita que la re-
lación entre ellos dure.
—La ganadora también puede elegir la actividad de ocio de mañana —
dice Byron—. ¿Hay algo que te gustaría hacer en el Oasis? ¿Una visita a
los jardines botánicos, un chapuzón en las aguas termales de Gloria?
Ella asiente. —Mi abuela me dijo que solía vender maíz con especias
en un mercado de agricultores. ¿Todavía existe?
—Por supuesto. —Byron se vuelve hacia la cámara—. Sintonice ma-
ñana para una emocionante visita al Mercado Gnamma. A continuación,
Prunella para la última cobertura sobre la búsqueda de las chicas desapa-
recidas.
El Príncipe Kevon le ofrece a Vitelotte una amable sonrisa antes de ir-
se con Byron y un séquito de cámaras. Por sus apresurados pasos, parece
que van al Parque Nacional Gloria para ayudar.
La habitación se vacía y nadie nos dice qué hacer a continuación. Se
supone que es la hora de la cena, pero no puedo oler nada. Las otras chi-
cas intercambian miradas confusas, y me pregunto si habrá algo más en
Phangloria además de un tsunami al otro lado de las montañas, chicas de-
saparecidas y un rey que muere en secreto.
Constance sale de al lado de su caballete. —¿Quién más cree que a na-
die le importa las Pruebas de Princesa?
—¿Estás hablando del enfoque en Ingrid Strab? —Sabre pregunta, su
voz más resbaladiza que el aceite de maíz.
Mis ojos se entrecierran. Las seis chicas de Amstraadi apenas hablan,
pero cuando lo hacen, por lo general es para incitar a los demás a que di-
gan algo peligroso o tonto. No confío en ellas, en sus motivos o en su
embajador, pero al menos esta vez, su atención está en alguien a quien
desprecio.
Mientras Constance despotrica sobre Ingrid, el Príncipe Kevon, las es-
túpidas chicas Guardianas y del Echelon de Artesanos que lograron per-
derse, dirijo mi mirada a la pantalla en la pared, donde Prunella habla
con la cámara frente a una escena de guardias que llevan una bolsa de ca-
dáveres en una camilla. Mi garganta se espesa. En todo mi estrés por las
chicas Guardianas muertas, no mencioné haber encontrado a una Artesa-
na muerta.

Vitelotte vuelve a mi lado con expresión sombría.


Mis cejas se juntan. —Oye, felicitaciones.
—¿Qué es esto? —Vitelotte señala la pantalla.
—Han encontrado a Jaqueline Bellini —dice Emmera, tratando de di-
simular la decepción en su voz por no haber sido elegida.
Vitelotte aprieta los labios y mira en dirección a las chicas de Amstra-
adi. Sigo su mirada, pensando lo mismo. Sabre está demasiado ocupada
incitando a Constance para que critique las Pruebas de Princesa, pero la
chica Amstraadi con piel de ébano y rizos rubios decolorados se vuelve
hacia nosotras y sonríe.
Se forma un nudo en mi vientre. Cruzo los brazos sobre el pecho y
frunzo el ceño. ¿Eso significa que son responsables de las desapariciones
de las chicas que no matamos? Con una lógica enfermiza, tendría senti-
do. El Embajador Pascale me dijo específicamente que la Cámara de Mi-
nistros favorecía a Ingrid. También dijo que sus chicas no habían encan-
tado al Príncipe Kevon. Ahora que Ingrid ha desaparecido, me pregunto
si les dio instrucciones de eliminar a la competencia.

Me vuelvo hacia Vitelotte. —Parece que esta noche cenaremos en nu-


estras habitaciones. ¿Quieres que comamos juntas?
Ella niega con la cabeza y se dirige hacia la puerta. —En otra ocasión.
Empiezo a pensar que Constance tiene razón. O han relegado las Pru-
ebas de Princesa a una prioridad menor o Prunella Broadleaf fue la única
persona que las mantenía unidas.
Según Forelle y Georgette, que se reúnen conmigo por la mañana para
desayunar, la desaparición de Ingrid ha provocado un estado de Emer-
gencia Nacional. No comento porque creo que la búsqueda de las chicas
desaparecidas está encubriendo algo más.

Cuando me uno al grupo muy reducido de chicas para una sesión de


fotos en la alfombra roja, solo doce fotógrafos están detrás de los cordo-
nes. El sol de la mañana brilla lo suficiente como para hacernos bizquear,
y los fotógrafos toman algunas fotos antes de volverse para mirar sus tab-
letas.

Todas caminamos penosamente por la alfombra roja hasta donde nos


espera un autobús. Yo esperaba que estas alturas el Príncipe Kevon ya
hubiese arreglado mi partida, pero anoche no tenía las agallas para pre-
guntarle si podía salir.
—Todos los periodistas que importan están en el Parque Nacional, es-
perando fotos del cadáver destrozado de Ingrid. —La voz de Constance
llena el interior del autobús—. Probablemente fue ella quien quemó a
Minnie Werfer y Tulip Ironside para que no la denunciaran por asesinar a
Jaqueline Bellini.
Miro por encima del hombro a Vitelotte, que pone los ojos en blanco.
El viaje hasta el mercado de agricultores es afortunadamente corto. Es-
tá ubicado en una cúpula opaca cerca de los Jardines Botánicos y se ase-
meja a las cúpulas de las plazas de los Cosechadores. Bajamos del auto-
bús a una alfombra roja flanqueada por guardias que sostienen detrás a
una multitud de gente normal.

Gritan nuestros nombres, hacen flashes con sus cámaras y sostienen


tabletas. Byron no está aquí para decirnos qué hacer, pero un grupo de
asistentes de producción abarrota la entrada. Ninguno de ellos tiene cá-
maras, así que supongo que solo quieren observarnos mientras paseamos.
El interior del Mercado Gnamma no se parece en nada a nuestra cúpu-
la. En lugar de una larga fila de personas que se extienden por el espacio
para recoger sus raciones semanales, el mercado está formado por mira-
dores en forma de campana, cada uno de los cuales está atendido por Co-
sechadores de aspecto robusto. Sus uniformes son de tonos marrones vib-
rantes que incluyen nogal, canela y pan de jengibre, y todos usan delanta-
les blancos impecables.

Mis cejas se juntan. Se ven demasiado elegantes e individuales para


ser de nuestro Echelon, y las mujeres lucen cosméticos y peinados que
requieren horas de preparación. Yo camino por la multitud, escrutando
los puestos. Es casi como si alguien como el maestro Thymel creara los
uniformes y se los pusiera a los Artesanos.
Los clientes son en su mayoría nobles de cabello azul vestidos con tra-
jes de una sola pieza al estilo de Montana y Lady Circi, pero entre ellos
hay oficiales uniformados, Artesanos extravagantes y algunas personas
del hospital que reconozco por sus uniformes.
Algunos de los puestos solo venden un tipo de comida, como el homb-
re redondo de mejillas rubicundas, que exhibe todos los tipos de lechuga
imaginables, desde moradas a verdes y blancas.
A su izquierda hay una mujer cuyos tomates varían en tamaño, desde
guisantes hasta monstruosidades del tamaño de una calabaza. Hay tantas
variedades que su producto ocupa dos cenadores. Algunos de ellos son
amarillos, algunos son negros, algunos son morados.

Mi cabeza se sacude de un lado a otro mientras observo todas las for-


mas. Esferas perfectas, ciruelas, zanahorias, calabazas, algunas con for-
mas tan irregulares que ni siquiera puedo decir que son tomates.
—Eres Zea—Mays Calico. —Los brazaletes de oro de la vendedora de
tomates tintinean mientras ella junta las manos. El cabello negro se riza
alrededor de su rostro sin edad, y sus ojos marrones brillan de emoción.
Ella sonríe, revelando dientes blanqueados—. ¿Qué opinas de mi selecci-
ón?
Mi boca se abre y se cierra, y las palabras pasan por mi cerebro. No
cultivamos ninguno de estos en Rugosa, que es la única ciudad Cosecha-
dora que cultiva tomates.

—¡Ella está sin palabras! —Un hombre me da una fuerte palmada en


el hombro, haciéndome caer hacia adelante. El abofeteador es un Noble
de pelo azul, risueño, vestido de marrón Cosechador, que rodea con el
brazo a la vendedora de tomates—. ¿Alguna vez has visto tantas varieda-
des hermosas?
Miro a un par de camarógrafas que filman mi reacción con sus gruesos
anteojos. —No. Esto es realmente asombroso.
—¿Escucharon eso? —dice el noble—. Los tomates de Trumpeter es-
tán aprobados por la propia Zea—Mays Calico.
Una multitud de Nobles nos invade, y me tambaleo hacia atrás contra
la afluencia. Mi pulso tiembla al mismo tiempo que la furia acelera a tra-
vés de mi corazón. Esto es una locura.
Cada vez más personas abarrotan a los vendedores de tomates, empuj-
ándome más hacia atrás entre la multitud. No puedo ver más a las cama-
rógrafas, y miro de lado a lado que más personas llegan de todas partes
del mercado, presumiblemente en busca de un espectáculo.

Una mano grande se envuelve alrededor de mi brazo y alguien me em-


puja a un lado. Veo ojos pálidos, labios sin sonrisas y una barbilla con
hoyuelos. Mi aliento se queda en la parte de atrás de mi garganta.
Es Ryce Wintergreen.
Capítulo 8

Ryce me empuja a través de la multitud y por el espacio entre el pues-


to de tomates y el de su vecino, que vende calabazas y calabacines.
Viste una camisa blanca reglamentaria que es nueva o está bañada en
lejía. Su chaleco marrón y pantalones a juego parecen planchados, y no
hay una mota de polvo en su uniforme. Supongo que esa es la única for-
ma en que un Cosechador puede mezclarse entre estos Nobles que fingi-
endo pertenecer a nuestro Echelon.
Miro de un lado a otro para ver si alguien nos ha seguido, pero él en-
vuelve sus brazos alrededor de mis hombros y me empuja hacia su pec-
ho.
—Zea —murmura en mi cabello—. Te ves tan bien.
Su aroma terroso envuelve mis sentidos. Es tierra recién labrada, re-
molacha azucarada… y algo inusualmente floral. Intento apartarme para
mirarlo a los ojos, pero él me abraza con fuerza y continúa murmurando
sobre estar complacido de verme.

Me relajo en su abrazo. Ryce me recuerda a casa, y eso está a un paso


de mamá, papá, Yoseph y Flint. —Ryce —le digo—. Has visto…
—Zea.
La forma en que su voz profunda se enrosca alrededor de mi nombre
me hace dar una pausa. Espero que esto signifique que está a punto de
decirme que los Corredores Rojos llevaron a mi familia a un lugar seguro
para que pueda completar mi misión sin preocuparme por sus destinos.
Me suelta, retrocede y toma mi cara con ambas manos. Es el más tier-
no de los toques, y sus ojos pálidos se suavizan. Una comisura de su boca
se curva en la más mínima de las sonrisas.
Se me seca la garganta. Me mira como si fuera preciosa.
—Después de verte en ese planeador, no he sufrido más que noches de
insomnio —dice—. Cuando dejaste de responder a mis llamadas…
—Mi familia —espeto. —Ryce está hablando del reloj que le dio a
Sharqi para que lo escondiera en su pico. El reloj lo dejé en mi bota y no
he pensado en él durante días—. ¿Están bien?
Su expresión se pone en blanco, y las manos que ahuecan mi rostro se
quedan quietas. Después de una pausa significativa, dice. —Sí.
—Pero pensé que había guardias afuera…
—Visitaron esa vez cuando les hablaste en cámara. —No me permite
completar mi oración, y hay algo en su seguridad que no suena a ver-
dad—. Nadie está vigilando tu casa, lo prometo.
Mis músculos se tensan, mi columna se pone rígida y mi interior se
adormece. La adrenalina corre por mis venas, haciendo que mi pulso se
acelere en mi garganta. Preferiría creer en las amenazas de la Reina Da-
mascena que en las promesas de Ryce Wintergreen. No hay manera de
que ella se liberara tan fácilmente su amenaza de asesinato a mi familia
sólo porque todo el mundo ha perdido el interés en las Pruebas de Prince-
sa.

—¿Cómo lo sabes? —mi voz suena lejana.


Ryce frunce el ceño. Luego, su rostro muestra una amplia sonrisa. Es
la primera vez que veo algo que no sea él con una expresión grave. Es
una expresión grotesca de ambas filas de dientes, el tipo de expresión
que hace una persona durante las raras ocasiones en que vemos a un den-
tista Guardian.
—¿De qué estás hablando? —dice con una risa forzada—. Debería
preguntarte por qué pasaste corriendo junto a mí en los jardines cuando
llamé tu nombre o por qué nunca respondiste a mis intentos de llamarte
por Netface.
Mis fosas nasales se ensanchan. Si está hablando del susurro que es-
cuché cuando corrí medio cegada por mi vida a la casa de huéspedes des-
pués de ser gaseada, no me voy a disculpar. Toda esta conversación es
una pérdida de tiempo. Ryce dirá todo lo necesario para mantenerme es-
piando para los Corredores Rojos, incluso a costa de la vida de mi fami-
lia.
—¿Dónde está Sharqi? —chasqueo.
Él se estremece. —¿Quién?
—Mi pájaro —digo con los dientes apretados—. El que pensabas que
era un kakapo. El que dijiste que cuidarías. El que enviaste al Oasis con
un reloj en la boca.
Baja las pestañas. —Voló a casa para pasar tiempo con sus polluelos.

Un puño apretado de dolor golpea mi corazón, haciendo que mis ojos


se llenen de lágrimas. Sharqi probablemente recibió un disparo mientras
intentaba encontrar el camino de regreso a Rugosa. Tiro lejos de su toque
y me vuelvo a un lado.

—Zea. —Inclina mi cabeza hacia la suya y me obliga a mirarlo a los


ojos—. Mientras te deleitabas en un entorno palaciego, más de doscien-
tos mil Cosechadores trabajaron en condiciones agotadoras. Nuestras ra-
ciones de agua apenas son aptas para los humanos. Personas están muri-
endo todos los días, Zea. Muriendo.

Esa última palabra golpea como un puñetazo en la garganta y no pu-


edo respirar. Están muriendo… al igual que el Sr. Wintergreen.
Ryce asiente con confianza y satisfacción, como si hubiera encontrado
la secuencia exacta de palabras para manipular mi corazón. —Todos de-
pendemos de ti para encontrar un camino hacia el palacio y llevarnos a la
libertad —murmura—. ¿Cuál es tu informe?

El odio ardiente me quema las venas y hace rugir la sangre que fluye
por mis oídos. ¿Cómo pude haber permitido que Ryce y su madre me lle-
varan a una misión tan peligrosa con poco entrenamiento y sin respaldo?
Culpa. La culpabilidad por haber sido una vez una chica de nueve años
demasiado asustada para detener un brutal asesinato. Ahora Ryce está
usando esa culpa con una fuerte dosis de afección fingida para hacerme
sacrificar todo por la causa.
Ahora, cuando miro esos ojos, son glaciales. Estrías blancas atraviesan
el azul helado, revelando destellos de un alma calculadora y retorcida.
El Príncipe Kevon me mostró cómo actúa un hombre con una mujer a
la que tiene en el corazón. Él le presta atención, la ayuda cuando está en
problemas y hace todo lo posible para mantenerla feliz y segura.
Ryce solo dejó de ignorarme cuando envenené a un guardia. Luego,
con el pretexto de allanar el camino para un mundo mejor para nuestro
futuro, me convenció de unirme a las Pruebas de Princesa como espía.
No soy egoísta. Me importa más el bienestar de mi Echelon que mi
propia felicidad, pero no puedo, no lo haré, me niego a sacrificar a ma-
má, papá, Yoseph y Flint.
—¿Qué has aprendido, soldado? —dijo.

Quiero contarle sobre la entrada secreta que conduce desde el cuartel


de la marina al palacio, el río subterráneo secreto o cualquiera de los ot-
ros pasadizos secretos y mal atendidos que he visto en el palacio, pero no
si eso significa herir al Príncipe Kevon.
Mi mirada se posa en su hombro y le ofrezco la única información que
siento que es segura para compartir. —Algo está mal con el Rey Arias.

La respiración de Ryce se acelera. Sus dedos se cierran alrededor de


mi brazo y lo agita con fuerza. —¿Qué?
—Se está muriendo. —Me libero de su agarre—. Por la forma en que
el Príncipe Kevon habla de las cosas, es solo cuestión de semanas antes
de que tome el trono.
Sus ojos se abren y agarra mi hombro. —¿Está el rey en el hospital?

Niego con la cabeza. —Lo han puesto en una habitación segura.


Ryce asiente, sus ojos se vuelven vacíos. —Puedes…
—¿Qué? —chasqueo—. ¿Quieres que mate a un moribundo?
Él se estremece. Es el movimiento más simple, y una mirada de comp-
rensión agudiza sus ojos. Las manos alrededor de mi hombro se aprietan
y sus dedos se clavan en mi carne. Haciendo una mueca, trato de esca-
bullirme de su agarre, pero está demasiado apretado.

—¿Están sus lealtades a la deriva hacia los Nobles? —gruñe.


Empujo contra su pecho. —Me estás lastimando.
—Responde a mi pregunta —dice entre los dientes apretados.
—Soy leal a mi gente.
Sus dedos se aflojan para que el agarre ya no duela, pero no me suelta.
—Te estás enamorando del príncipe.
Niego con la cabeza. —¿Cómo protegerán los Corredores Rojos a mi
familia de los guardias apostados fuera de mi casa?
—Yo me ocuparé de eso. —Sus manos se deslizan sobre mis hombros
y mi cuello.
Mi piel se tensa, y una banda apretada de alarma fuerza el aire a salir
de mis pulmones. ¿Me estrangulará por no informarle de los pasadizos
secretos?
Cuando una de sus manos toma la parte de atrás de mi cabeza y acari-
cia mi pómulo con la otra, algo de la tensión alrededor de mi pecho se re-
laja. Hace unas semanas, ser abrazada por Ryce Wintergreen era mi su-
eño más ferviente, pero su toque no es deseado y se siente más como una
amenaza.
—Suéltame —digo—. Van a notar que me perdí…
Sus labios chocan contra los míos y abro la boca para gritar, pero des-
liza su lengua entre mis labios. El sabor del tanino inunda mi boca, junto
con el aroma del vino tinto amargo. Me estoy ahogando. No puedo respi-
rar. Mis puños golpean su pecho con todas mis fuerzas, pero él es dema-
siado grande, demasiado fuerte, demasiado decidido a forzar esta burla
de un beso.

Retrocede, rompiendo su asalto. Golpeo con mi puño, pero él agarra


mi muñeca antes de que pueda asestar un golpe.
—Te amo, Zea—Mays Calico —dice—. Eres la chica más valiente e
interesante que he conocido.
Las palabras chocan contra un muro de conmoción. No puedo creer
que Ryce Wintergreen, el futuro líder de los Corredores Rojos, y el
hombre que una vez pensé que gobernaría Phangloria, se me declaró.
Tira de mi cuerpo inerte hacia su pecho y se siente como una tortura.
—Vuelve con los demás —murmura en mi oído—. Antes de que se den
cuenta de que estás desaparecida.
Todo mi cuerpo tiembla y las lágrimas llenan mis ojos. Todas esas ve-
ces que vi a las chicas Cosechadoras ser abordadas por los guardias, ha-
bía sido una espectadora y nunca me imaginé a mí misma como una de
sus víctimas. Resulta que los hombres Cosechadores son igualmente ca-
paces de cometer tales atrocidades.
Algo dentro de mí se quiebra. Tal vez sea una sensación de idealismo
que todos los Cosechadores son buenos y todos los Nobles son malos.
Tal vez sea mi indecisión sobre entregar el país a los Corredores Rojos.
Ryce me da la vuelta, me golpea en el trasero y me dice que me apre-
sure a volver a las cámaras. Salgo corriendo de detrás de la carpa y atra-
vieso el espacio entre los puestos con piernas que se sienten como jóve-
nes árboles quebradizos. Si los Corredores Rojos quieren una revolución,
no será a través de mí. El Príncipe Kevon será el rey que romperá las de-
sigualdades en Phangloria.
La multitud alrededor de la vendedora de tomates disminuye y los
Nobles me llaman por mi nombre. Algunos se ríen y otros me llaman el
caballo de concurso. Quizás estén esperando una de mis famosas rabi-
etas. En cambio, los saludo con la mano y una sonrisa débil.
Vitelotte se encuentra al borde de la multitud entre Cassiope y su asis-
tenta de producción. Ella me ve primero y mira por encima de mi homb-
ro, sin comentar hasta que llego a su lado.

—Ahí está ella —dice—. Charlando con los fans como te dije.
Le lanzo una sonrisa de agradecimiento, respondo algunas preguntas
sobre los tomates, luego algunas personas en la multitud me hacen mas
preguntas relacionadas con los tomates.
Luego, caminamos con los asistentes de producción pasando por pues-
tos de frutas y verduras. Un aroma dulce y cálido se desplaza por el mer-
cado y alguien toca una campana. Levanto la mirada hacia una marquesi-
na de triple ancho en la esquina, donde mujeres vestidas de Cosechadoras
venden pasteles y pan recién horneado.
—Ten cuidado —susurra Vitelotte en mi oído.
—¿De qué?
—Ryce Wintergreen.

Un espasmo de conmoción aprieta mi pecho y ondula hasta mi gargan-


ta apretada. Miro a los asistentes que caminan juntos a mi lado, pero nin-
guno nos hace caso.
Le espeto: —¿De qué estás hablando?
Mueve la cabeza hacia la marquesina junto a la panadería, donde una
chica alta vestida con una versión escasa del uniforme de Cosechadora se
levanta de una vaca negra y sostiene una jarra. Ryce se para a su lado y
bebe un vaso de leche.

—Si ese tipo de allí trata de convencerte de algo, ignóralo —murmura.


—¿Eh?
Vitelotte lanza una mirada afilada a través de mi barniz de falsa ino-
cencia. —No es una mala persona, pero actúa como si fuera a provocar
una revolución para el Echelon de Cosechadores. Es solo un niño bonito
que habla en grande y ni siquiera puede ganarse el respeto de su madre.
—¿Lo conoces?
Ella asiente. —Su padre solía administrar el campo de maíz que super-
visa mi hermano. —Ella levanta un hombro—. No sé si Ryce lo ve como
un mentor o algo así, pero siempre viene a nuestra casa llorando por có-
mo su madre lo hace ocuparse de causas perdidas y despotricando sobre
convertirse en presidente o algo así.
Causas perdidas. Mi estómago se endurece. ¿Como la célula juvenil de
Corredores Rojos de Ryce? —Bien.
Continuamos más allá de la panadería y de la lechera, que le entrega a
Ryce otro vaso de leche. Lo levanta hacia la multitud y sonríe. La multi-
tud vuelve a vitorear.

Aparto la mirada y me concentro en Constance, que saluda con la ma-


no, lanza besos y posa para las fotos con Nobles sin edad. No sé qué cre-
er, pero no creo que importe. Esta será la última vez que vea a Ryce Win-
tergreen hasta que la Reina Damascena me permita dejar el Oasis, y cu-
ando regrese a Rugosa, habré terminado con los Corredores Rojos.

Me vuelvo para preguntarle a Vitelotte sobre Carolina, pero ella se ha


ido.
—Oh mira. —Cassiope señala a una multitud de periodistas junto a la
puerta—. El Embajador Pascale está aquí. Vamos a ver si él ofrece su
apoyo en la búsqueda de las chicas desaparecidas.

Vitelotte me evita durante el resto de la salida y se sienta con Emmera


en el viaje de regreso. No estoy siendo paranoica, pero ella no ha sido la
misma desde que señaló a Ryce. Una parte de mí se pregunta si es por-
que lo vio arrastrándome detrás de la glorieta del puesto de tomates, pero
no mencionó habernos visto juntos.
Cuando llegamos al palacio, no hay señales de Byron o Prunella, y cu-
ando llego a mi habitación, no hay señales de Forelle y Georgette. En
cambio, encuentro a Lady Circi sentada en el sofá de terciopelo, mirando
la pantalla de su tableta. Ella usa un mono verde azulado hoy y balancea
una pistola en el brazo del sofá.
Me llevo ambas manos a la boca. —¿Qué estás haciendo aquí?
Ella levanta la vista y luego vuelve a mirar la pantalla como si ni siqui-
era fuera una amenaza.
—Pregunta equivocada. —La Reina Damascena sale de mi vestidor,
vestida con un traje de una pieza rosa clavel con culottes acampanados
que parecen pertenecer a un vestido en lugar de un mono. Su cabello ru-
bio cae en una cascada de rizos, enmarcando sus ojos ahumados que bril-
lan con malicia.
Mi pulso se acelera. Toda la humedad sale de mi garganta y se acumu-
la en mis palmas. Pongo una mano en la pared para estabilizarme, y mis
piernas colapsan en una incómoda reverencia. —Su Majestad.
—Romper el corazón de mi hijo no era parte del acuerdo —me espeta
la reina.
—¿Qué? —susurro.
Lady Circi levanta la cabeza. —Ella te dijo que lo ayudaras a elegir
una Noble adecuada, no que abandonaras las pruebas.
Solo porque una vez hicieron un arreglo sobre un hombre, no significa
que pueda ser tan despiadada. Obligo mi expresión a una máscara de cal-
ma. —¿Cómo puedo guiarlo hacia otra persona cuando me pidió que me
comprometiera?
—¿Necesitamos deletrearte todo? —pregunta Lady Circi.

—Sí —digo entre dientes apretados.


—Dile a Kevon que has cambiado de opinión. —La reina avanza hacia
mí a través de la habitación, trayendo consigo el olor empalagoso de las
flores de mandragón.
Resistiendo la tentación de dar un paso atrás, me lamo los labios secos.
—Pero él no creerá…

—Convéncelo —ella sisea entre dientes.


Trago. —Está bien, pero no puedo hacer mucho si él no viene con no-
sotras de excursión y comemos solas en nuestras habitaciones.
Los ojos de la Reina Damascena se endurecen. Ella está tratando de
averiguar si he sido sarcástica, pero un bufido de Lady Circi parece ase-
gurarle que simplemente estoy diciendo un hecho. Quiero retorcer mis
dedos alrededor de sus rizos y arrancar el rubio de su cabello. ¿Qué clase
de monarca necesita recurrir a métodos tan indirectos y tacaños para inf-
luir en la vida de los demás?
La reina relaja sus rasgos y coloca sus manos en sus caderas. —A par-
tir de mañana, compartirán las comidas con Kevon, y esta noche, tú y él
cenarán frente a las cámaras.
—Pero Vitelotte…

—Amablemente ha permitido que las otras chicas de su pueblo com-


partan su cita con el príncipe.
Nunca lo mencionó a Emmera ni a mí durante el viaje al mercado de
agricultores. Esto significa que su próxima parada después de amenazar-
me será la habitación de Vitelotte. Espero que se mantenga tranquila y no
diga algo que haga que la Reina Damascena se lance sobre ella.

Exhalo mi frustración en un suspiro. Entonces, no tiene sentido pre-


guntar si puedo dejar las Pruebas de Princesa. —Entonces, ¿quiere que
haga las paces con él, que le dé esperanzas y luego le sugiera que se case
con otra chica?
—No lo diría tan francamente —dice con una sonrisa.
Miro sus ojos fríos, sin creer que habla en serio. —¿Por qué?

Sus labios se tensan. —Como la mayoría de los hombres, Kevon no


piensa con su cerebro. —Deja que su mirada se detenga por mi cuerpo—.
Utilizando lo que has aprendido al observar el apareamiento del ganado,
estoy segura de que puedes susurrarle al oído y guiarlo para que tome las
decisiones correctas.

La bilis sube al fondo de mi garganta. No sobre los animales, pero está


hablando de manipular a su propio hijo. —Y si no puedo…
—Harás lo que te digo si no quieres que les pase nada a esos encanta-
dores gemelos. —La Reina Damascena sale al pasillo—. Circi, ¿cuándo
administra el Comité de Inmunología las vacunas?
—¿En Rugosa? —Lady Circi sale por la puerta—. El fin de mes.
Sus palabras golpean como una patada voladora. Yoseph. Flint. Las
vacunas anuales nos protegen de una cepa del virus de la influenza que
muta cada año. Sin ella, las personas de edad mueren y los hijos jóvenes
perecen. Hay varias formas en que podrían dañar a los gemelos: retirar la
vacuna, cambiar la vacuna por agua o reemplazarla con un veneno que
imitará una muerte natural.
Lady Circi cierra la puerta, dejándome sin aliento. La soga imaginaria
alrededor de mi cuello está tan apretada que las fibras de la cuerda me ro-
zan la piel; eso es lo mucho que duele. Ya no puedo permitirme interpre-
tar las palabras de la Reina Damascena—debo hacer exactamente lo que
ella dice hasta que encuentre la manera de esconder a mamá, papá y los
gemelos.

Me siento a solas durante horas, mirando la pared y tratando de encont-


rar una manera de ayudar a mi familia. Si se lo cuento al Príncipe Kevon,
me ayudaría, pero esa ayuda podría llegar demasiado tarde. ¿Qué pasaría
con el Coronel Mouse, el hombre de la República de Amstraad que in-
tentó salvarme del falso secuestro?
Sacudiendo mi cabeza, dejo ese pensamiento a un lado. El Amstraadi
podría convertirlo en un juego y hacer que los maten solo para mostrar
mi reacción en su programa.
Mi única forma de avanzar es esperar que el Príncipe Kevon se convi-
erta en rey antes de que la Reina Damascena lleve a cabo su amenaza.
Entonces superará a su madre y anulará cualquiera de sus órdenes.
Más tarde, Forelle y Georgette entran en la habitación y preguntan
sobre mi día. Les doy fragmentos sobre las Cosechadoras falsas que co-
nocí en el mercado mientras me preparan para nuestra cita grupal. Ape-
nas me doy cuenta de la ropa, un vestido plateado que muestra mis
hombros que me recuerda al vestido de noche azul.
Acomodan mi cabello en un peinado recogido trenzado y tejen mecho-
nes en una mezcla de sofisticación de Oasis y encanto de Cosechadora.
Salgo al pasillo, donde esperan Emmera y Vitelotte. Emmera lleva un
vestido ceñido al cuerpo con una abertura en el costado y se ha teñido el
cabello castaño rojizo. Supongo que ha descubierto que el Príncipe Ke-
von prefiere a las chicas con cabello oscuro.
Vitelotte luce un vestido fucsia con una V profunda que deja ver un
pequeño escote. Las mangas cortas de la prenda y la forma en que la tela
roza su figura me recuerdan a algo que Lady Circi usaría, pero sin los
pantalones.
Mientras Emmera camina al frente, me inclino hacia Vitelotte y le su-
surro: —¿Te parece bien que nos unamos a tu cita?
Ella levanta un hombro. —Realmente no me importa.
—Gracias. —Emmera se da la vuelta y le sonríe a la otra chica—. Eres
muy generosa en compartir tu tiempo con Su Alteza.
Si no estuviera tan preocupada por la amenaza que se cierne sobre los
gemelos, me enfadaría ante la insinuación de que debería compartir al
Príncipe Kevon con ella. Mi mirada se dirige a Cassiope, que sonríe. Ni
siquiera puedo devolverle la sonrisa.
—Esta noche va a ser divertida —murmuro, pensando lo contrario.
Una limusina nos lleva a un restaurante japonés llamado Peko Peko.
Aprendimos sobre Japón en la historia moderna. Era un archipiélago de
cientos de islas, pero fue tragado por el Océano Pacífico. Todo lo que qu-
eda del país son millones de personas que viven en las cimas de las mon-
tañas abarrotadas.
Carolina dice que es mentira porque Phangloria no tiene aviones y su
armada no desperdiciaría recursos viajando al otro lado del mundo. Se-
gún ella, nos enseñan sobre Japón para que nos sintamos agradecidos por
nuestra vida en Phangloria.
Niego con la cabeza. Carolina dice muchas cosas, pero ella no ofrece
garantías para la seguridad de sus Corredores.
Peko Peko está en medio de un bloque de edificios de siete pisos. En
lugar del toldo habitual de tejas solares, el restaurante utiliza tejas de ce-
rámica iluminadas por una linterna blanca hexagonal con letras japone-
sas. Largas tiras de cortinas cuelgan frente a las puertas y persianas de
madera oscurecen las ventanas.
—Este lugar parece muy exclusivo —dice Emmera con una risita.
Mis entrañas se tejen en nudos apretados. Es una sensación desagra-
dable que es principalmente temor creciente. El Príncipe Kevon nunca
creerá que he cambiado de opinión, y me creerá aún menos si lo llevo ha-
cia una de las chicas Nobles.
Nuestro conductor nos informa que esperemos a que los asistentes de
producción filmen imágenes de nosotros saliendo de la limusina. Cuando
llegan con cámaras y equipo de iluminación, Emmera sale primero y po-
sa junto a la cámara. Vitelotte y yo continuamos hacia el restaurante y
somos las primeras en reunirnos con el Príncipe Kevon.
El Príncipe Kevon se encuentra a unos metros de la puerta, vestido con
una chaqueta de terciopelo del color de las berenjenas y una camisa de
color púrpura pálido. Los tonos complementan su cabello negro azulado
y su piel aceitunada, y la tela roza su atlética estructura.
Su mirada se encuentra con la mía y la sonrisa en sus labios se conge-
la. Contengo la respiración y espero a que reaccione. Aparentemente, na-
die le dijo que sería una cita grupal. Emmera se apresura detrás de nosot-
ros, rompiendo la tensión, y él besa primero la mano de Vitelotte, luego
la de Emmera y luego la mía.
El roce de sus labios en mis nudillos enciende mi piel. Mi respiración
se acelera y mis mejillas se calientan.
Un ceño fruncido cruza sus rasgos, pero suaviza la expresión y se vu-
elve hacia Vitelotte. —Debo ser el tipo más afortunado en Phangloria pa-
ra cenar con tres damas. ¿Fue idea tuya?
—Sí, su alteza —miente.
Coloca una mano en la parte baja de su espalda y la guía por el resta-
urante vacío. Emmera y yo caminamos detrás del par, y no puedo evitar
mirar su mano grande en su cintura estrecha.
Como se esperaba al ver la cita del Príncipe Kevon con Ingrid al comi-
enzo de las Pruebas, el restaurante está vacío. Las linternas de papel ilu-
minan los pisos de madera oscura que se extienden hasta las paredes que
parecen estar hechas de papel y paja mate.
Todas las mesas del comedor son bajas, con cojines de piso carmesí
que combinan con una bata bordada en rojo y oro que cuelga de la pared.
Nunca había oído hablar de personas que exhibieran ropa como arte, y el
Príncipe Kevon nos asegura que las mujeres de Japón solían usar prendas
tan finas.
Un hombre está de pie frente a una puerta en el extremo más alejado
del restaurante, un chef de cabello castaño rojizo, con sombrero alto y tú-
nica blanca. Se sumerge en una reverencia que dobla su cuerpo en un án-
gulo de noventa grados y barre su brazo hacia un comedor privado.
En el medio de la habitación hay una mesa en forma de U para cuatro.
Su interior consta de una plancha plana que ya humea con el calor. Los
ingredientes crudos se colocan en tazones cuadrados alrededor de la pla-
ca calefactora y parece que el chef los cocinará mientras miramos.
El Príncipe Kevon ayuda a Vitelotte a sentarse en la parte más ancha
de la U y coloca a Emmera del otro lado, al lado de Vitelotte. Mi estóma-
go se aprieta cuando extiende el asiento perpendicular al suyo.
—Gracias. —Fijo la mirada en el lugar donde yacen pequeños cuencos
y lejos del apuesto príncipe.

—Es un placer —murmura en respuesta.


El chef se coloca detrás de la placa calefactora y explica el teppanyaki
al Príncipe Kevon y a las cámaras situadas detrás de nosotros. Después
de animarnos a probar una sopa clara que sabe a soja fermentada, vierte
aceite en la placa calefactora y luego otro líquido transparente. Apunta
un encendedor a la placa calefactora, que estalla en llamas de un metro
de altura.
Emmera chilla, el Príncipe Kevon se ríe y yo me tapo la boca con una
mano para reprimir mi sorpresa.
Tan pronto como las llamas menguan, el chef limpia el metal caliente
con un paño y luego hace malabares con un par de espátulas que parecen
más afiladas que las cuchillas. Suenan y hacen clic a un ritmo que sería
entretenido si me hubieran advertido sobre ráfagas de fuego e instrumen-
tos voladores afilados.
Muerdo mi labio y me vuelvo hacia el Príncipe Kevon. —¿Se supone
que esto debe pasar?

—Esta es mi primera vez en un teppanyaki. —El Príncipe Kevon se


vuelve hacia Vitelotte y sonríe—. Esta también será la primera vez que
pruebo esta cocina, así que gracias por ampliar mis horizontes.
Un puño aprieta mi corazón. Ese es el tipo de cosas que me decía. Mi-
ro hacia arriba para encontrar dos cámaras apuntando a mi cara.

Es solo cuando el chef coloca un gran filete de ternera en la placa que


finalmente puedo relajarme y disfrutar del espectáculo, especialmente cu-
ando vierte una salsa aceitosa sobre él y llena el aire con el aroma de las
especias y el ajo.
Durante los siguientes minutos, el chef realiza una serie de hazañas cu-
linarias con cuchillos del tamaño de espadas cortas, tenedores gigantes y
una selección de espátulas. Coloca camarones, pollo, cordero y langosta
en nuestros platos y se ocupa de cocinar verduras.
Comemos arroz y bebemos sopa de miso entre platos, y Vitelotte toma
los palillos, los coloca entre sus dedos y pone una vieira en su boca.
Emmera jadea. —¿Dónde aprendiste a comer con palitos?
—Mi hermano y yo solíamos jugar a recoger piedras con ramitas —
responde encogiéndose de hombros.
El Príncipe Kevon se ríe y toma sus palillos. —¿Les gustaría aprender
a las dos?
Emmera se inclina sobre su mesa. —¡Sí, por favor!
Se vuelve hacia mí y sonríe. —¿Qué hay de ti, Zea?
El calor se apresura a mis estúpidas mejillas. ¿Mi cuerpo no se ha dado
cuenta de que estoy en el problema más grande de mi vida?

Pasamos los próximos cinco minutos practicando con nuestros palil-


los. Cuando el Príncipe Kevon se da la vuelta para ayudar a Emmera, re-
cojo la carne con los dedos y Emmera hace lo mismo cuando se vuelve
para ayudarme. Vitelotte nos mira a ambas con los ojos entrecerrados,
pero no menciona nuestra trampa.

Mientras el chef deja su cuchillo y fríe un montón de arroz con verdu-


ras y carne finamente picada, Emmera se inclina hacia adelante. —¿Ha
estado en el mercado de agricultores, alteza?
—Muchas veces —responde—. ¿Disfrutó su visita, Señorita Hull?
—Esas personas que venden productos agrícolas ni siquiera son Co-
sechadores —dijo ella.

Él inclina la cabeza hacia un lado. —¿En verdad? Llevan el uniforme


de trabajo de Cosechadores.
Mis cejas se juntan. ¿Le están diciendo a la gente que podemos usar
ropa tan fina, cultivar una amplia variedad de productos hermosos y visi-
tar el Oasis para vender nuestros productos?
—Pregúntele a Zea. —Emmera gira su cabeza hacia mí.

El chef levanta ambas cejas y vierte salsa de soja sobre el arroz. Mi


boca se abre. De todas las ocasiones en las que se planteó un tema tan
polémico, ¿por qué eligió Emmera ahora, frente a las cámaras?
Cuando el Príncipe Kevon se vuelve hacia mí para preguntarme, Vite-
lotte le clava el cuchillo de chef en el pecho.

El cuerpo del príncipe se pone rígido, su rostro se congela, sus ojos se


clavan en los míos y la sangre brota de sus labios.
Capítulo 9

El grito de Emmera resuena en mis oídos y pasa a través de mi conmo-


ción. Mi mirada se aleja de la del príncipe y baja hasta el cuchillo que se
clava en su pecho.
La sangre se filtra a través de su pálida camisa y se extiende hasta sus
pantalones. Es demasiada.
Justo cuando el cuerpo del Príncipe Kevon se afloja y se desploma ha-
cia un lado, me levanto de mi asiento y lo atrapo.
Su peso muerto cae sobre mí como una roca y tengo que clavar los ta-
lones en el suelo para evitar que me caiga encima y sacar el cuchillo en
su pecho. Mis bíceps se tensan mientras lo hago caer al suelo.
—Zea —grazna.
Mis rodillas caen sobre la superficie esponjosa del suelo. La sangre
cubre la empuñadura de bambú del cuchillo, se acumula bajo el Príncipe
Kevon y empapa las esteras de paja. Está perdiendo demasiada sangre
demasiado rápido y la luz de sus ojos se desvanece. Quiero sacar el cuc-
hillo, pero podría ser lo único que detenga el flujo.
Una mancha blanca atrae mi mirada. Es su servilleta salpicada de
sangre. Recuerdo cómo el Príncipe Kevon me salvó de un cuchillo en la
espalda colocando algo a ambos lados de la hoja.
Los pies nos rodean. Mi atención rebota del cuchillo a la cara pálida
del Príncipe Kevon. El sudor le recorre la frente y su respiración es entre-
cortada. Con las manos temblorosas, doblo la servilleta en cuartos y la
aplico al costado de la herida, pero se empapa de sangre.

—Tráeme más servilletas —grito por encima de los lamentos de Em-


mera.
Cuando nadie se mueve en mi visión periférica, grito. —Ahora, o se
desangrará.
Los pies se dispersan y miro fijamente a los ojos del Príncipe Kevon.
Él parpadea una y otra vez como si tratara de dar sentido a lo que acaba
de pasar. Un minuto estábamos disfrutando de una cena divertida. Al si-
guiente, tenía un cuchillo en el pecho.
—¿Qué has hecho? —Una voz grita desde el otro lado de la habitaci-
ón.
Probablemente es alguien atacando a Vitelotte, pero no me importa.
Ahora mismo, sólo somos yo, el Príncipe Kevon y la herida que no deja
de sangrar.
Pasos fuertes llenan el aire mezclándose con sollozos, gritos y recrimi-
naciones. Las servilletas blancas caen desde arriba.
Las recojo en gruesos fajos y las pongo a ambos lados de la herida.
—Zea —susurra.

—Kevon. —Me inclino hacia delante para escuchar lo que podrían ser
sus últimas palabras.
—Por favor, no te enfades —dice.
—¿De qué estás hablando?

—Mi madre dijo… —Traga saliva.


Una oleada de emoción me llena la garganta y los ojos se me llenan de
lágrimas. Vitelotte acaba de intentar asesinar al Príncipe Kevon, ¿y se
disculpa por las maquinaciones de la Reina Damascena?
Parpadeo y las lágrimas salen de mis ojos cayendo sobre las servilletas
empapadas.
—No pienses en eso. —Mi voz es ronca, como gritos sin voz—. La
ayuda está en camino.
Sus ojos se cierran y deja escapar un largo suspiro.
La alarma atraviesa mi corazón. ¿Fue esa su última vez?
—Kevon —grito—. Abre los ojos.

El ruido estalla a mi alrededor, el estruendo de pies pesados, un grito


que se corta. Se desvanece mientras insto al Príncipe Kevon a que me dé
una señal de vida. Una mano áspera me agarra del brazo y me pone en
mis pies. El movimiento empuja las servilletas lejos del cuchillo envian-
do una fuente de sangre en cascada desde su herida.
—Para —grito.

La mano me suelta el brazo. Me pongo de rodillas y vuelvo a presionar


la herida del pecho. Sus costillas se mueven un poco bajo mis manos, pe-
ro esa es la única señal de que sigue vivo. Levanto la cabeza y nos encu-
entro rodeados de guardias con armadura púrpura. Uno de ellos sostiene
un electroshock chispeando con el poder azul. ¿Dónde está Garrett? ¿Qué
estaban haciendo estos hombres cuando Vitelotte alcanzó el cuchillo?
—¿Dónde está la ambulancia? —grazno.
—En camino —dice uno de los hombres cuya cara está oscurecida por
su casco.
No hay rastro de Vitelotte, Emmera o el chef. No sé por qué, pero han
permitido que las camarógrafas se queden. Las veo a través de los guar-
dias que están de pie como espectadoras de una pelea de lagartos. Uno de
estos supuestos protectores reales debe tener formación médica, pero na-
die se mueve para ayudarme a detener la hemorragia.
Dejo caer mi mirada hacia el Príncipe Kevon, cuyos labios están sepa-
rados.
Las salpicaduras de sangre cubren sus mejillas y su mandíbula, de-
mostrando la cantidad de esfuerzo que Vitelotte debe haber usado para
golpear su corazón.

La sangre se filtra a través de la servilleta y sale de entre mis dedos.


No sé si lo que estoy haciendo es suficiente para mantenerlo hasta que
lleguen los médicos, pero si lo suelto, se desangrará.
Un hombre de piel oscura aparece a mi lado, vestido con un mono
blanco de médico. Coloca una máscara sobre la nariz del Príncipe Kevon
y me hace un gesto de reconocimiento.

El alivio inunda mis venas y mis músculos se debilitan.


—Me llamo Frederick —dice—. Soy un técnico cardíaco de urgencias
del Hospital Real. Mantenga esa presión en la herida hasta que le dé más
instrucciones, ¿de acuerdo?
Le doy un asentimiento tembloroso.

Mientras una mujer mayor con un atuendo similar corta la chaqueta y


la camisa del Príncipe Kevon, Frederick clava agujas en puntos específi-
cos de la cara del Príncipe Kevon. Una vez que la mujer termina, no qu-
eda nada de la ropa superior del príncipe, salvo el trozo de tela alrededor
de las manos. La sangre cubre su pecho musculoso y parece que ha dej-
ado de respirar.
Frederick clava gruesas agujas en las venas de los brazos del príncipe,
mientras un tercer hombre coloca pinzas en cada una de las agujas. No
tengo ni idea de lo que significa todo esto, pero me mantengo en posición
incluso cuando los músculos de mi brazo se acalambran por permanecer
en la misma posición.
Altas barreras se cierran a nuestro alrededor. Al principio, bloquean la
tenue iluminación del restaurante, luego la luz azul inunda el espacio. Lo
recuerdo de mi humillante examen médico.
—¿Por qué están esterilizando la zona? —Me tiembla la voz—. Pensé
que llevarían al Príncipe Kevon al hospital.
Frederic sostiene una botella de metal sobre mis manos. —Cuando yo
lo diga, por favor levante el dedo a la izquierda de la hoja mientras man-
tengo la presión sobre la herida.
—¿Qué?
Se repite y explica que necesita un poco de espacio para verter una so-
lución salina que contiene nanobots que sellan las arterias hasta que pu-
edan operar. Nanobots. He oído esa palabra antes. Es algo que el Prínci-
pe Kevon exigió después de que Rafaela fuera asesinada. Asiento y sigo
sus instrucciones.
Frederick vierte una solución de plata donde mis dedos se encuentran
en el cuchillo y espera unos segundos antes de indicarme que levante el
dedo. Levanto el dedo anular y la sangre sale a borbotones.
—No funciona —susurro.
Vierte otro frasco sobre la herida y la hemorragia se ralentiza. Durante
los siguientes minutos, el médico vierte una botella tras otra de solución
de plata en el pecho del Príncipe Kevon. Cuando me indica que mueva
mi mano izquierda, la hemorragia está detenida.
Mientras repetimos el proceso en el lado derecho del cuchillo, la piel
del Príncipe Kevon se vuelve cenicienta. No es el blanco pálido que es-
pero de un cadáver, sino un gris intenso que se vuelve más azul con cada
segundo que pasa.
—¿Qué le está pasando en la cara? —pregunto.
—No te alarmes. —La doctora engancha las agujas de Kevon a varias
máquinas del tamaño de una tableta—. Son sólo los nanobots.
Las náuseas me inundan por dentro. ¿Se convertirá el Príncipe Kevon
dependiente de la tecnología de Amstraad para mantenerse vivo? ¿Se
marchitará y necesitará ropa electrónica como el Embajador Pascale? No
puedo pensar en eso ahora y me concentro en las instrucciones de Frede-
rick.
—Gracias —dice—. Tus acciones de hoy han salvado la vida de nuest-
ro príncipe.
—¿Vivirá? —susurro.

—No hay garantías, pero con un cirujano cardíaco de Amstraadi en el


Oasis, tiene la mejor de las posibilidades.
Mi garganta se convulsiona. No confío en la República de Amstraad,
pero no puedo negar que su tecnología mantiene a gente como Montana
con un aspecto joven y saludable mucho después de que los Cosechado-
res de su edad hayan muerto.
Frederick lo hace rodar hacia un lado y su colega desliza una camilla
debajo del cuerpo inconsciente de Kevon. Un suspiro sale de mis pulmo-
nes. Parece que por fin lo están moviendo.
Las barreras se abren y los médicos colocan las máquinas en ranuras
especiales dentro de la camilla, luego anidan al Príncipe Kevon entre los
dispositivos que lo mantienen vivo. Con unos cuantos chasquidos y zum-
bidos, su estructura metálica se expande y lo levantan del suelo.

Sigo a Frederick a través de la sala vacía, con mi vestido pegajoso con


la sangre fría del Príncipe Kevon. La plata cubre mis dedos. Intento lim-
piar la solución en un lado de mi vestido, pero ya se ha secado. Será mej-
or que esos nanobots no se filtren a través de mi piel y obstruyan mis ar-
terias.
Un médico abre la puerta y salimos a un restaurante abarrotado de
gente. Los guardias de color púrpura y negro forman una línea detrás de
las camarógrafas, sirvientes de palacio y algunos Nobles que reconozco
de la Cámara de Ministros.
El shock me adormece por dentro. Esto es igual que con Rafaela, ex-
cepto que el Príncipe Kevon está en el extremo receptor del ataque.
—¡Zea! —Byron Blake corre detrás del cordón de guardias y curiosos,
gritando preguntas.
Vuelvo mi mirada al frente. Si cree que voy a detenerme para conce-
derle una entrevista, que se lo piense mejor. Tengo que estar al lado del
Príncipe Kevon. Necesito sostener su mano y decirle que todo estará bi-
en.

La puerta del restaurante se abre trayendo consigo una cacofonía de


gritos y alaridos. Salimos en medio de una tormenta de flashes de cámara
tan brillantes que apenas puedo ver a los guardias conteniendo a la multi-
tud. El ruido golpea mis tímpanos y cada miembro de mi cuerpo tiembla
con el rugido de la multitud.

Unas manos ásperas me agarran por detrás y me aseguran los brazos


con fuerza.
—No —grito ante las luces parpadeantes.
Un puño me golpea en la nuca y el dolor se extiende por mi cráneo co-
mo un incendio. Mis extremidades se debilitan y dos pares de manos se
enganchan debajo de mis brazos y me arrastran a través de la pasarela de
gritos y luces intermitentes.
Los guardias siguen la camilla del Príncipe Kevon más allá de la am-
bulancia donde la Reina Damascena espera con su dama de armas. Lady
Circi sube al vehículo con el Príncipe Kevon, pero la reina se queda en el
arcén. El odio en sus ojos promete venganza.

—Ojos al frente. —Me clavan el electroshock en el costado.


La sensación de cien agujas punzantes me penetra hasta el hueso y mis
músculos se agarrotan. Una agonía aplastante y punzante se apodera de
mi pecho. Para cuando otro puño aterriza en mi sien, me desmayo.

El palpitar de mi cabeza me obliga a despertar y unas luces brillan a tra-


vés de mis párpados. Entrecierro los ojos y me encuentro tumbada en el
suelo de una jaula de seis por seis rodeada de barrotes metálicos. A mi
izquierda, Emmera se hace un ovillo y solloza. Detrás de los barrotes, a
mi derecha, Vitelotte me mira con ojos preocupados.
Los pensamientos del Príncipe Kevon con un cuchillo en el pecho
inundan mi mente y las lágrimas inundan mis ojos.

—¿Por qué? —susurro.


Ella cierra los ojos y sacude la cabeza.
Más allá de nuestras jaulas hay una sala blanca, de unos diez metros de
ancho. Unos paneles de luz planos recorren el techo a lo largo empapan-
do la habitación de luz. No tengo ni idea de si estamos en el palacio o en
una cúpula o en un sótano de la Cámara de Ministros a la espera de un
juicio. Ya no llevo el vestido plateado, sino un mono de lona con lazos
metálicos en las costuras reforzadas.
Un escalofrío me recorre la columna vertebral al imaginar que las cor-
reas las atraviesan y nos sujetan a silla de tortura.
Carolina nos enseñó una vez que, cuando están encarcelados, los agen-
tes de los Corredores Rojos deben guardar silencio o decir que actuaron
solos.
Traicionar a su organización y a sus compañeros llevará a los Nobles a
creer que cada Cosechador es un rebelde y eso significará sanciones para
todos.
Todo lo que he visto de Vitelotte me lleva a creer que ella ha sido en-
viada al palacio por Carolina. Ella ejecuta los ataques con precisión. Cu-
ando ella me advirtió que Ryce no tenía el respeto de su madre y lideraba
un grupo de inútiles, creo que obtuvo esa información directamente de
nuestro líder.
Cuanto más lo pienso, más sentido tiene. ¿Por qué enviaría Carolina
sólo a una chica a las Pruebas de la Princesa?
Sabiendo que era una oportunidad para infiltrarse en el palacio y sabi-
endo que el proceso de selección era arbitrario, ella debería haber envi-
ado a todas las chicas elegibles dentro de su organización.
Mi envenenamiento al guardia que atacó a Emmera sólo atrajo la aten-
ción de los Wintergreens, convirtiéndome en una adición de última hora
al número de chicas enviadas.
Me pongo en pie a trompicones y coloco una mano en la barra, pero
una descarga eléctrica recorre mi brazo. Cuando llega a mi corazón, gri-
to.
Emmera levanta la cabeza y me mira con ojos inyectados en sangre.
—Cuidado, esas barras están electrificadas.
—Gracias —murmuro—. ¿Qué está pasando?
—Cuando estabas ayudando a Su Alteza, los guardias asaltaron el res-
taurante y nos trajeron aquí. —Rompe a sollozar.
—Creo que han matado al chef.
—¿Qué? —susurro. Ese pobre hombre sólo cometió el error de dejar
un cuchillo.
Emmera se limpia los ojos con el dorso de la mano. —Le dispararon
cargas eléctricas y los rayos de electricidad cubrieron su cuerpo. —Me
vuelvo hacia Vitelotte que aparta la mirada.
Mi corazón se hunde. Vitelotte probablemente piensa que está hacien-
do un sacrificio por el bien de los Cosechadores. Todo lo que ha hecho es
condenarnos a nosotras y a nuestras familias. No puedo expresar nada de
esto porque no hará ninguna diferencia en nuestra situación. Alguien está
observándonos en una pantalla para ver qué secretos podríamos esconder
y cualquier cosa que digamos será utilizada para probar nuestra culpabili-
dad.

A medida que las horas se alargan, me duelen las piernas de estar entre
los barrotes del suelo. No puedo apoyarme en la pared por miedo a reci-
bir una descarga, así que sigo el ejemplo de Emmera y me siento. Vite-
lotte hace lo mismo a mi derecha, pero todo lo que puedo ver es su espal-
da.

—¿Por qué lo has hecho? —Emmera me mira fijamente a los ojos.


Mis cejas se juntan y me pregunto si se está refiriendo a poner mis ma-
nos en su pecho. —¿De qué estás hablando?
—Tú y Lotte —dice ella—. ¿Por qué?
Retrocedo con un chisporroteo sorprendido. Si esto es un intento de ar-
rojarme bajo las cuchillas del tractor, no va a funcionar. —¿Por qué yo
salvé la vida del Príncipe Kevon? ¿Por qué te quedaste en la esquina y
gritaste cuando podrías haber ayudado?
—Te di una servilleta —susurra.
—¿Por qué no cierras la boca? —le digo.
Emmera baja la cabeza hacia su regazo y solloza. Me vuelvo hacia Vi-
telotte que pone los ojos en blanco, actuando como si aún fuéramos ami-
gas. Ahora mismo quiero cargar contra los barrotes y arrancarle los rizos
morados. ¿Qué demonios le dio el derecho a apuñalar a un hombre ino-
cente?
Nadie habla después de eso y el silencio se prolonga durante horas.
Dormimos, nos sentamos, miramos los barrotes, las paredes, pero nada
cambia, excepto el aumento de nuestra hambre y sed. No saber lo que es-
tá pasando en el exterior es una forma cruel de tortura y me duele ver al
príncipe herido.

Me tumbo de espaldas y pienso en el dilema del rebelde, una táctica de


revolución que Ryce explicó una vez a nuestra célula juvenil. Si los guar-
dias arrestan a dos cómplices, uno puede traicionar al otro y salir libre, lo
que significa la ejecución de su camarada. Si ambos se traicionan el uno
al otro, cada uno muere y los guardias pueden incluso encontrar otros en
su celda. Pero si ambos permanecen en silencio, cada uno podría recibir
una paliza y volver con su familia.
Carolina añadió que los rebeldes que quedaran libres por traicionar a
sus camaradas podrían vivir, pero se verían sometidos a la ira de los Cor-
redores Rojos. Me pregunto si esta es la razón por la que Vitelotte per-
manece en silencio.

Pierdo la noción del tiempo. Puede que llevemos aquí setenta y dos
horas o una semana. Es difícil saberlo cuando las luces permanecen si-
empre brillantes y no marcamos los días. Las palpitaciones de mi cráneo
se convierten en golpes de dolor, el ruido de mi estómago se convierte en
espasmos y las membranas de mi garganta se vuelven tan secas que se
pegan. Mi corazón se resiente por una señal de que el Príncipe Kevon ha
sobrevivido.
Unos pasos resuenan a lo lejos y me pongo en pie. Mi corazón late a
un ritmo rápido e irregular y mis manos no dejan de temblar.
La persona que sale de la esquina no es el verdugo real, sino un homb-
re alto vestido con una armadura negra de Amstraadi que choca con su
pelo rubio y sus ojos azules cristalinos.
—Mouse —susurro.
—Las tres damas de la cosecha parecen estar en un aprieto —dice con
una sonrisa.

Mi mirada se detiene en la correa de cuero que rodea su pecho. He vis-


to a los guardias usar ese tipo de funda para llevar armas. Un puño de mi-
edo se me aprieta en las tripas al imaginarme al Embajador Pascale so-
bornando a Montana por la oportunidad de televisar nuestras ejecuciones.
—¿Qué quieres? —pregunto.

Se acerca a mi jaula. —¿Es esa la forma de hablar con tu salvador?


—Yo no he hecho nada. —Emmera se aferra a los barrotes y retira la
mano con un grito.
Mouse mueve un dedo enguantado y frunce el ceño. —Tengan cuida-
do. Están electrificados.
Mis ojos se entrecierran. Algo me dice que ha estado observando todo
este tiempo o al menos escuchando nuestra conversación mientras supu-
estamente construía un hospital juvenil.
—¿Quieres escuchar una noticia emocionante? —pregunta.
Trago saliva. Basado en mis pocas interacciones con Mouse, cualquier
cosa que vaya a decir será parte de un juego. Él es probablemente el equ-
ivalente de Prunella Broadleaf en Amstraadi y está aquí para hacer las
Pruebas de Princesa más emocionantes para la exportación.
A pesar de saber que sus intenciones no son del todo benévolas, asien-
to con la cabeza.
—Ingrid Strab regresó del desierto. —Él extiende sus brazos de par en
par. Después de varios latidos, pregunta, —¿Crees que un Expósito la
capturó en el Parque Nacional de Gloria diciendo que quería herir al
príncipe robándole a su amada?
—No —ronco.
Sus rasgos simétricos se dividen en una sonrisa. —No te preocupes, su
pureza sigue intacta.
Mouse retrocede para observar nuestras reacciones. No sé si algo de
esto es una mentira o por qué lo está compartiendo. Los botones de su
cuello se encienden y se apagan y dos pequeños discos brillan en las
charreteras en cada hombro. Supongo que tiene al menos tres cámaras.

—Muy bien, entonces. —Coge la correa.


Mi corazón da un vuelco y los tres inhalamos respiraciones agudas.
Doy un paso atrás con el pulso agitado en la garganta.
En lugar de sacar un rifle, muestra una bolsa de hombro, mete la mano
en sus entrañas y saca una botella de Mountain Water. Las gotas que ca-
en de su superficie hacen que parezca recién sacada de la nevera. Abre el
precinto de un tirón.
Trago saliva y me froto la garganta seca. ¿Por qué demonios están per-
mitiendo que este hombre hable con nosotros antes de interrogarnos?
Mouse bebe varios tragos largos y suelta una fuerte exhalación. Es el so-
nido largo y refrescante que hace la gente cuando toma su primer bocado
de agua directamente del grifo antes de que el sol la vuelva tibia.

—Responde a esta pregunta para obtener un premio acuoso. —Él le-


vanta la botella llena a tres cuartos—. ¿Cuál de ustedes no tiene sentimi-
entos buenos, malos o indiferentes, hacia el príncipe?
—Yo —ronca Emmera.
Me vuelvo hacia la chica y frunzo el ceño, pero sus ojos están fijos en
esa agua.
—Felicidades. —Se acerca a la jaula de Emmera y le entrega la botel-
la. Emmera la abre y da pequeños sorbos.

—Y ahora la siguiente pregunta. —Saca otra botella de agua de su


bolsa—. ¿Quién ayudó a la señorita Solar en este asesinato?
Cuando nadie responde, Mouse abre su botella y toma un largo sorbo.
—No tenía cómplices —dice Vitelotte.
—Maravilloso. —Se acerca a su jaula y le entrega la botella.

Mi lengua se lanza a lamer mis labios secos. No sé si Vitelotte está tra-


tando de salvarnos o simplemente está hablando para recibir una bebida.
Mouse se vuelve hacia mí, sus ojos azules centellean como joyas.
—¿Qué tal tú, Zea—Mays Calico?
—¿Qué? —susurro.
Se pone delante de mi jaula y su expresión se torna seria—. ¿Amas al
Príncipe Kevon, o has estado jugando con su corazón? Dime que todo
fue un juego y te llevaré a un lugar donde nadie te hará daño. —Dejo ca-
er mi mirada. ¿Quiere que renuncie al Príncipe Kevon a cambio de mi li-
bertad? Esto es como la críptica advertencia que me dio antes del baile,
sólo que yo sé lo que me pasará si me quedo. Un brutal interrogatorio, y
si el Príncipe Kevon no sobrevive para sacarme de esta jaula, tengo ga-
rantizada una ejecución desordenada.
— ¿Cómo está? —pregunto.
— ¿Tu amado? —La sonrisa en su voz me dice que no cree que me
importe el príncipe.
Levanto la barbilla y me encuentro con unos inquietantes ojos azules
en un rostro inquietantemente perfecto. La primera vez que conocí a Mo-
use, pensé que era una estatua que había cobrado vida, pero ahora creo
que es un androide o al menos alguien cuyo rostro fue modelado por un
artista obsesionado con la simetría. Él inclina su cabeza hacia un lado co-
mo un búho, pero de alguna manera mantiene sus ojos fijos en los míos.
—Cuando dejé al Príncipe Kevon, su piel se volvió plateada. Ellos dij-
eron que eran los nanobots —digo—. ¿Qué le ha pasado desde entonces?
Mouse frunce el ceño. — ¿Amas al príncipe?

La amenaza de la Reina Damascena envuelve como un par de manos


alrededor de mi garganta, y me ahogo en el aire. Las paredes blancas al-
rededor de mi jaula parecen cerrarse sobre nosotros y las luces brillan
más intensas. La última vez que intenté romper con el Príncipe Kevon,
amenazó con manipular las vacunas de los gemelos. Escapar con Mouse
sólo llevará a sus muertes.

Asiento con la cabeza. No es sólo para salvar a mis hermanitos, sino


porque es la verdad. Ver al Príncipe Kevon abatido a tiros después del
baile fue desgarrador, pero no fue nada comparado con verle apuñalado.
Nunca olvidaré el pulso y el flujo de su sangre caliente a través de mis
dedos, nunca olvidaré salvando su vida con mis manos…
Mouse levanta las cejas con un movimiento de cabeza que pretende
animar que lo diga en voz alta.
—Sí, amo al Príncipe Kevon.
—Una respuesta inesperada —murmura—. Elogio tu lealtad al prínci-
pe.
Me mira fijamente con un intenso escrutinio. El cálculo en sus ojos me
dice que ya no está jugando y no sé si eso es bueno o malo.
Mouse mete la mano en su bolso. Me relamo los labios esperando que
me dé una botella de agua. En lugar de eso, saca una bolsa de frutos se-
cos y la desliza a través de los barrotes de la jaula de Emmera.
Emmera la abre y se mete un puñado en la boca, entonces Mouse se
dirige a la jaula de Vitelotte y le da el mismo paquete. Ella murmura su
agradecimiento y lo abre.
Se me revuelve el estómago y se me caen los hombros. El orgullo me
dicta que debo permanecer en silencio y no rogar, pero estoy tan hambri-
enta y sedienta que me duele.
—¿Puedo tomar un poco de agua? —pregunto.
—Puedes tener una muestra de mi estima. —Introduce su brazo a tra-
vés de la barra y me entrega una pequeña caja—. Una chica que quiere
ser la reina debe estar siempre lo mejor posible.

Sin decir nada, Mouse sale de la habitación.


Vitelotte empuja su mezcla de frutos secos y su botella de agua a tra-
vés de los barrotes. —Toma un poco.
Su voz me pone de los nervios. ¿Cómo se atreve a ser amable conmigo
después de lo que ha hecho? Me doy la vuelta y me encuentro con sus oj-
os marrones dentro de un bonito rostro enmarcado por rizos de color bur-
deos. Ella parece tan inocente e incapaz de asesinar a alguien a sangre
fría, pero todas las señales estaban ahí. Simplemente las ignoré porque la
gente que ella mató eran mis enemigos.
—¿Cómo pudiste? —Se me quiebra la voz.
Ella frunce el ceño. —¿Sabes por qué no hice nada cuando esos Nob-
les te perseguían?
—Dijiste que tenías miedo. —Las palabras parecen falsas en mis labi-
os. Vitelotte no tiene miedo.

—Los Cosechadores no pertenecen con los Nobles y mucho menos a


los Realeza —dice—. El Príncipe Kevon te vendió un sueño, pero al fi-
nal de las Pruebas de la Princesa, elegirá a uno de los suyos. Tú necesita-
bas experimentar a esas Nobles de primera mano.
La amargura cubre mi lengua. Si se hubiera molestado en preguntar
sobre las imágenes desnudas, podría haber tenido la oportunidad de en-
tender mi amistad con el Príncipe Kevon. Exhalo un suspiro de cansancio
e inclino la cabeza hacia el techo.
—¿Por qué has cambiado de opinión? —pregunto.
—El juicio de Prunella Broadleaf fue revelador. Tal vez ella siguió in-
tentando matarte porque eras una amenaza.

—El Príncipe Kevon es la persona más amable y noble que he conoci-


do. Por tu culpa, Phangloria podría perder un rey simpático.
—Zea —susurra Emmera—. ¿Qué te ha dado ese hombre?
Abro la caja y encuentro un par de pendientes de perlas iridiscentes
con cierres de clip. La esperanza se filtra por mis entrañas y casi me olvi-
do de mi sed. Puede que Mouse se comporte como un asqueroso, pero si-
empre me ofrece ayuda.
Me pongo los pendientes y me dirijo a Emmera. —¿Qué tal estoy ¿Có-
mo me veo?
Ella empuja su botella de agua a través de mis barras. —Como si aca-
baras de pasar diez días sin comida ni agua.

—Gracias. —Abro su botella, tomo lo suficiente para mojar mi gar-


ganta y se la devuelvo.
Durante los siguientes minutos, Emmera comparte su mezcla de frutos
y agua conmigo. Mis instintos de Corredora Roja me dicen que Vitelotte
es mi verdadera aliada. Cuando Emmera quiso abandonarme, fue Vitelot-
te quien me dejó montar en la parte trasera de su planeador.
Vitelotte también me rescató de esas asesinas chicas Guardianas cuan-
do podría haberse marchado. Sé todo esto, pero cuando pienso en el Prín-
cipe Kevon desangrándose al borde de la muerte, no puedo soportar mi-
rarla.
—Siento haber intentado siempre meterte en problemas —dice Emme-
ra.
Miro fijamente a la otra chica Cosechadora. Sus ojos azul—grisáceos
brillan con lágrimas no derramadas y ella fuerza una sonrisa temblorosa
a través de unos labios secos y agrietados. El pelo de Emmera cuelga sin
fuerza a ambos lados de la cara y las raíces están oscurecidas con grasa.
—¿Por qué dices esto? —pregunto.
—Vamos a morir —murmura—. Espero que el Príncipe Kevon sobre-
viva. Parecía un buen hombre y no merecía ser apuñalado. Puedo enten-
der por qué pasaste tanto tiempo con él. Debería haber sido más amiga en
lugar de aliarme con los Nobles.
—Al menos lo sabes mejor para la próxima vez —murmuro.
No es un gran consuelo porque nadie en esta sociedad cree en la reen-
carnación. Tal vez era una opción en la cuna de la civilización cuando los
humanos construyeron las pirámides, pero había treinta mil millones de
almas vivas antes de las primeras bombas. Nadie sabe cuántos millones
quedaron después de la serie de desastres naturales que diezmaron las
poblaciones.
Cuando muramos, nuestros cuerpos se convertirán en cenizas y las ce-
nizas se depositarán en contenedores reciclables. La mayoría de las fami-
lias entierran esos contenedores en la tierra y plantan una semilla. Enton-
ces la planta puede alimentarse de la tierra y las cenizas, y el alma se
convertirá en una con la naturaleza. No sé si eso es cierto, pero es mejor
que volver como una Cosechadora.
Los pasos regresan. Me siento pensando que podría ser Mouse con
más comida y comentarios crípticos, pero el General Ridgeback entra se-
guido por Lady Circi.
Me quedo con la boca abierta. ¿Qué hace el padre de Berta aquí?
—¿Qué está pasando? —Me apresuro a acercarme a los barrotes—.
¿Sobrevivió el Príncipe Kevon?
La mirada del general se fija en la mía y me petrifican bajo su escruti-
nio. Apunta un arma a Vitelotte y aprieta el gatillo. Emmera grita y un
aliento sorprendido silba entre mis dientes. Vitelotte deja caer su mezcla
de frutos secos y cae al suelo de cemento.
Ambos me ignoran y se colocan uno al lado del otro frente a la jaula
de Vitelotte. Cuando están seguros de que está inconsciente, Lady Circi
coloca la palma de la mano en una barra y la parte delantera de la jaula se
abre.
El General Ridgeback entra, envuelve una mano carnosa alrededor del
tobillo de Vitelotte y la arrastra fuera de la habitación. Mientras se van,
Lady Circi se da la vuelta y me mira fijamente.
Su mirada me dice que voy a ser la siguiente. El miedo me recorre el
estómago como un peso de plomo. Me rodeo con los brazos y resisto el
impulso abrumador de unirme a los gemidos de Emmera.
Pero uno de mis pendientes empieza a zumbar.
Capítulo 10

Palmeo una mano sobre mi oreja y luego disimulo el movimiento ras-


cándome la cabeza. El zumbido en mis oídos se suaviza y oigo pasos mo-
viéndose por una superficie dura. Se me seca la garganta y me bajo al su-
elo preguntándome si Mouse va a enviarme un mensaje secreto.
—La han ejecutado —dice Emmera entre sollozos.
—No hay sangre. —Me vuelvo hacia la chica que llora.
Está de cara a mí con los brazos rodeando las rodillas y su largo pelo
castaño le cubre la cara.

— ¿Qué has dicho?


—Si ese arma tuviera balas de verdad, habría sangrado.
Señalo el espacio blanco fuera de nuestras celdas. —Parte de ella se
habría derramado por el suelo mientras la arrastraban.
Emmera levanta la cabeza y me mira como si me hubieran salido esca-
mas de lagarto. — ¿Cómo puedes mantener la cabeza fría en un momen-
to como este?
Una oleada de náuseas me recorre por dentro. No sé si es el agua, la
mezcla de frutos secos o la inminente sesión de tortura que acabo de ima-
ginar que están sometiendo a Vitelotte. Me agarro al medio y exhalo un
largo suspiro.

—Las Pruebas de la Princesa han sido un desastre tras otro. Si no hu-


biera mantenido la calma, ya estaría muerta. —Baja la mirada y sus mej-
illas se enrojecen. Tal vez está pensando en dirigir a los Nobles armados
al árbol de eucalipto donde pensó que me había escondido.
—El ritmo cardíaco de la chica está dentro de los rangos óptimos —di-
ce una voz femenina dice en mi oído—. El suero de la verdad está en
efecto.
Un rayo de alarma atraviesa mi barniz de calma y me enderezo de mi
posición desplomada. Emmera dice algo, pero no le presto atención. Mo-
use me deja escuchar el interrogatorio de Vitelotte.
Lady Circi le hace a Vitelotte una serie de preguntas de rutina, como
su nombre, edad, familia e historial de trabajo. Las respuestas vienen en
un tono lento y monótono. Me muerdo el interior del labio y me miro los
dedos esperando a ver qué dice sobre Carolina y los Corredores Rojos.
—¿Qué pasó con Berta Ridgeback? —pregunta una voz masculina.
—Se ahogó —dice Vitelotte con esa voz zumbona.
—¿La viste morir?

—No.
Alguien bufa. —Tienes que ser más específica. —Lady Circi suena
impaciente haciéndome preguntar si este suero de la verdad tiene un lí-
mite de tiempo—. ¿Qué estaba haciendo la señorita Ridgeback la última
vez que la vio?
—Dejó la diligencia para perseguir a Zea—Mays Calico.
—¿Por qué? —pregunta la voz masculina, que estoy segura de que es
el padre de Berta.

Contengo la respiración esperando que Vitelotte no me implique en la


muerte de Berta.
—Ingrid Strab dijo que cualquiera que matara a Zea—Mays Calico se
convertiría en su dama de armas cuando se casara con el Príncipe Kevon.
Se me cae el estómago. Acaba de darles mi motivo para matar a Berta:
defensa propia.

—¿Oye, Zea? —Emmera grita.


Levanto la cabeza y me encuentro con los rasgos molestos de la otra
chica. — ¿Qué?
—¿Estás durmiendo?
Bajando la parte superior de mi cuerpo al suelo, me acurruco en una
cómoda posición para dormir y miro hacia la celda vacía. —Lo estoy in-
tentando.
Después de eso, Emmera me deja sola y el tema pasa al apuñalamiento
del Príncipe Kevon. Vitelotte responde a una serie de preguntas plante-
adas por Lady Circi y revela que no se había unido a las Pruebas de la
Princesa como asesina sino como espía.

—¿Cuál era tu misión? —pregunta Lady Circi.


—Encontrar una entrada oculta al palacio.
Inhalo un fuerte suspiro por las fosas nasales. Antes, cuando especulé
que Vitelotte era una Corredora Roja, no lo había creído completamente.
Mi mente generó un escenario provocado por el hambre, la sed y el aban-
dono. En el fondo, esperaba que Vitelotte no hubiera dicho la verdad
sobre que Ryce había sido puesto a cargo de un grupo de causas perdidas
y que Carolina no me había pedido que me uniera a las Pruebas de la
Princesa como una ocurrencia tardía.
El pendiente se queda en silencio. Estoy segura de que nadie habla
porque se dan cuenta de que los asistentes de producción nos han trans-
portado a través de numerosos pasillos. A estas alturas, Vitelotte habría
encontrado varias formas de entrar en el palacio.
—¿Cómo se suponía que iba a comunicar estas entradas? —pregunta
Lady Circi.
—Hay una aplicación en mi Netphone —Vitelotte responde.
Lady Circi ordena a alguien de la sala de interrogatorios que registre la
suite de Vitelotte. Mi corazón retumba. ¿Qué ha pasado con el reloj que
Ryce entregó a través de Sharqi? Estoy segura de que lo puse en mi bota,
pero no he visto ninguna de las prendas que llevé en la ronda anterior de
las Pruebas.
Me obligo a inhalar y exhalar profunda y tranquilamente por las fosas
nasales y trato de concentrarme en el resto del interrogatorio.
—¿Quién ha recibido esta información? —Lady Circi.
Vitelotte no responde y mi respiración se vuelve superficial. El dilema
del rebelde no funciona en una situación como esta porque ella apuñaló
al Príncipe Kevon frente a las cámaras y los testigos.
Sin embargo, Vitelotte no puede tener más de dieciocho años y ellos
podrían ser indulgentes con ella si les entrega información sobre los Cor-
redores Rojos.
Lady Circi repite la pregunta con más fuerza.
—Le di la entrevista a Ryce Wintergreen —responde Vitelotte.
Mis ojos se abren bruscamente y exhalo un ruidoso jadeo.
—¿Y el nombre de tu grupo? —pregunta Lady Circi.

Vitelotte hace una pausa antes de responder, —Sólo estamos yo y


Ryce.
Me tumbo de espaldas y miro al techo. Las luces brillantes me pican
las retinas y, cuando las cierro, aparecen manchas ante mis ojos. La con-
fesión de Vitelotte no tiene sentido.
Mis cejas se juntan. ¿Y si Mouse puso algo en su agua que le permite
ocultar la verdad? Pero no entiendo por qué Mouse la protegería cuando
es claramente culpable. Si son aliados, ¿por qué señaló a Ryce en el mer-
cado de agricultores y sugirió que era más bajo que una serpiente de ma-
íz?
Durante los siguientes minutos, Vitelotte explica una historia similar a
la mía. Se enamoró de un chico que conoció en Rugosa y le ofreció un
futuro a cambio de unirse a las Pruebas de la Princesa y encontrar una ru-
ta hacia el palacio.
—¿Qué sentido tenía acceder a la familia real? —se pregunta Lady
Circi.
—Queríamos llevarnos algunos recuerdos para vender —Vitelotte res-
ponde—. El dinero nos ayudaría a salir de la región de Cosechadores y
convertirnos en artesanos.
Me muerdo el labio preguntándome si alguien va a creer una historia
tan ridícula. Puede que lo hagan si son como Berta, que siempre me lla-
maba palurda y me daba a entender que era estúpida. Puede que me mo-
leste que Carolina y Ryce no sean los héroes que imaginé, pero no quiero
que los Corredores Rojos salgan heridos.
El sonido del pendiente se corta durante unos segundos y yo me tapo
el estómago con las manos. Mouse está jugando conmigo o intentando
que me maten. Esa botella de agua contenía un antídoto, pero se lo dio a
Vitelotte. La única razón por la que no se queda callada es que van a ave-
riguar lo que ha pasado y le den otra droga.
Se me hace un nudo en la garganta. ¿Tal vez Mouse piense que soy tan
inocente como Emmera y no necesito ninguna protección o quizás mi
confesión será un giro sorpresa en el programa que importará a su repúb-
lica?
Miro fijamente la celda vacía de Vitelotte hasta que mi visión se vuel-
ve doble. Cuando me arrastren para mi interrogatorio, el suero me hará
traicionar a los Corredores Rojos y hacer que todos sean ejecutados.
El sonido vuelve y Vitelotte explica los detalles del robo que supuesta-
mente planeó con Ryce. Lady Circi y las otras voces del interrogador se
vuelven menos tensas. Es como si creyeran que Vitelotte es sólo una lad-
rona.
—¿Por qué apuñalaste al príncipe? —pregunta una voz.
Algo afilado me atraviesa el lóbulo de la oreja, haciendo que me en-
rosque en una bola. Mi siseo de dolor ahoga la respuesta de Vitelotte
sobre demostrar su amor por Ryce.
—¿Zea? —pregunta Emmera.
—Solo… calambres —digo entre dientes apretados. Me ofrece un sor-
bo de agua, pero lo rechazo. El líquido se filtra de los pendientes, y mi
visión se nubla. Espero que Gaia o quienquiera que esté escuchando que
esto sea un antídoto de última hora.
En cuanto las agujas se retiran a las perlas, me siento, me meto el pelo
suelto debajo de mis trenzas desordenadas y me froto las orejas.
Un líquido transparente se acumula en las yemas de mis dedos, pero se
evapora y no deja olor ni sabor.
Ya no puedo oír nada de la otra habitación, así que centro mi atención
en las especulaciones de Emmera sobre lo que cree que le ha pasado a
Vitelotte.
Varios minutos después, Lady Circi regresa con el General Ridgeback.
Mi ritmo cardíaco se triplica y mi respiración se vuelve superficial. Em-
mera gime y se acobarda en la esquina de su celda.
El General Ridgeback me apunta con su arma y un dolor agudo me at-
raviesa el pecho. Mi boca se abre para dejar escapar un grito, pero caigo
inconsciente antes de que mi cabeza toque el suelo.

Luces brillantes brillan en mi cara y sonidos de pitidos llenan mis oídos.


Me despierto atada a una silla de plástico. Unas gruesas correas se enrol-
lan a través de los lazos de mi mono de lona y bandas de plástico me suj-
etan los tobillos y las muñecas. No puedo ver nada más allá de las luces y
no puedo decir si estoy sola en la habitación o rodeada de interrogadores.
Mi mirada desciende hasta mi antebrazo expuesto, donde un tubo int-
ravenoso suministra un líquido claro desde una bolsa suspendida en un
poste de metal. Esto tiene que ser el suero de la verdad.
Intento levantar el brazo para liberarme de mis ataduras, pero mis ext-
remidades parecen de plomo. Debería entrar en pánico porque no bebí un
antídoto y no se sabe si la inyección funcionó, pero apenas puedo sentir
mi pulso. La respiración lenta entra y sale de mis pulmones y me siento
como si me hubiera despertado en medio de la noche.
Alguien ilumina mis pupilas con una luz aún más intensa y anuncia
que estoy lista para el interrogatorio.
Después de algunas preguntas generales, el General Ridgeback me
pregunta sobre Berta y yo respondo con una variación de lo que dije a la
Cámara de Ministros. Berta me persiguió, yo corrí y las dos caímos por
la ladera de la montaña.
—¿Dónde caíste? —pregunta el General Ridgeback.
—En una alcantarilla —digo en beneficio de Lady Circi. Cuando la re-
ina oiga esta grabación, pensará que su río subterráneo está a salvo.
—¿Cómo murió Berta? —La voz del General es ronca.
Mi corazón se aprieta. A este ritmo, nunca conseguirá la verdad sobre
lo que le pasó a su hija. —He oído que se ahogó.
El General Ridgeback hace varias preguntas más, si vi a Berta en la al-
cantarilla, por qué la sangre de Berta tenía rastros del veneno del Expósi-
to, pero le digo que no lo sé.
—Entonces, realmente fue un accidente. —Lady Circi suena disculpa-
da. Es la cosa más humana que ha dicho desde que preguntó al Príncipe
Kevon si me amaba.
Los pesados pasos del General se alejan por la habitación y un conjun-
to más ligero se acercan. Miro fijamente hacia la luz, dejando que mi vi-
sión se nuble. Una voz masculina me pregunta si conozco a Ryce Win-
tergreen, y les cuento que he sido testigo de la muerte de su padre a ma-
nos de un guardia. Cualquiera que haya comprobado mi registro es cons-
ciente de nuestra conexión debido a la declaración que grabé hace años.
Ryce fue una de las últimas personas que me visitaron antes de dejar Ru-
gosa.
—¿Ryce Wintergreen te envió a las Pruebas de la Princesa? —pregun-
ta la voz masculina.
—No.
—¿Por qué te ofreciste como voluntaria para las Pruebas? —pregunta
Lady Circi.

—Quería unos días de descanso —digo en un tono monótono.


Alguien en el fondo de la sala resopla. Se abre una puerta, y un par de
pasos se apresuran a salir. Estoy segura de que la persona que salió se ríe.
Si no me sintiera tan entumecida en este momento, podría haber sonreído
de que mi mentira fuera lo suficientemente incriminatoria como para que
sonara a verdad.
—¿Te has comunicado con Ryce Wintergreen durante tu estancia en el
Oasis? —pregunta Lady Circi.
La inquietud se agita en el fondo de mi mente. Esta es una pregunta
complicada porque he hablado con él al menos dos veces. Si ellos me pil-
lan en una mentira, esperarán a que el antídoto desaparezca antes de re-
anudar el interrogatorio, pero si digo la verdad significará mi ejecución.
—En el mercado agrícola —murmuro.
—¿Qué quería saber? —pregunta.
—Si Vitelotte se estaba enamorando del Príncipe Kevon —le respon-
do.
Debería sentirme culpable por darle a Ryce un motivo aún mayor para
querer al Príncipe Kevon muerto, pero el suero que corre por mis venas
suprime mis emociones. O podría ser un efecto de la droga en el pendien-
te de Mouse.

—¿Sabías algo de un complot para asesinar a miembros de la familia


real? —pregunta la voz masculina.
—No. —Es la primera vez que digo la verdad en minutos.
Las siguientes preguntas son sobre el asesinato que presencié años at-
rás y me preguntan si Ryce alguna vez me confió que quería vengarse de
Phangloria por no encontrar al asesino de su padre. Les digo la verdad.
Ryce apenas me habló durante los años siguientes porque vi a su padre
morir y fue incapaz de proporcionar a los Guardianes una descripción del
asesino.
Finalmente, una de las voces dice que el suero se está acabando. La
aguja se retira de mi brazo, y alguien me arrastra a través de los pasillos
y a la parte trasera de una furgoneta. Mientras el vehículo se pone en
marcha y me hace rodar por su suelo metálico, le envío a Mouse unas pa-
labras silenciosas de agradecimiento. Probablemente él no sepa cuánto
me ha salvado con el antídoto y el dispositivo de escucha, pero me pro-
pongo ser más amable la próxima vez que lo vea.
Cuando las puertas de la furgoneta se abren y un par de guardias de
palacio tiran de mí para que salga, todavía soy incapaz de caminar. Mi
visión se nubla mientras me llevan a través de un aparcamiento subterrá-
neo a través de un laberinto de pasillos que reconozco como el palacio y
llego a mi habitación.

La luz del sol poniente entra a raudales por las altas ventanas en el la-
do derecho del espacio. En cuanto la puerta se cierra, el alivio afloja los
músculos de mi pecho y exhalo un largo suspiro. Paso a trompicones por
el sofá de terciopelo y las sillas del comedor para llegar a la cama, donde
me derrumbo boca abajo en un nido de almohadas y gimo.

Si me han devuelto a palacio, ya no me consideran una amenaza inme-


diata. Coloco las palmas de las manos en el blando colchón y trato de le-
vantarme para encender el Canal Lifestyle para ver las últimas noticias
sobre el Príncipe Kevon, pero el cansancio me hace caer en un profundo
sueño.

Unas manos suaves me hacen girar y unas voces suaves me susurran al


oído. El aroma floral de Forelle llena mis fosas nasales. En todo este ti-
empo que pasé en la jaula, no me pregunté ni una vez cómo le iría a mi
amiga. Ella también es de Rugosa y también podría haber sido objeto de
sospecha junto con Emmera y yo.

Alguien engancha sus manos bajo mis brazos y tira de mí de la cama,


mientras otro par de manos me coge los pies. Abro un ojo y veo que sólo
es Georgette. Lleva puesta una de las batas blancas que cuelgan de la pu-
erta del baño.
Vuelvo a quedarme dormida y me despierto en un baño caliente y me
encuentro con un par de enormes ojos grises enmarcados por un mechón
de pelo rojo. —¿Zea? —Una voz familiar resuena en mis oídos.
—¿Forelle? —murmuro.
—Te estamos preparando —dice.

Pestañeo para recuperar la conciencia. Unas manos firmes me masaje-


an algo fresco y pegajoso en mi pelo, y mis fosas nasales se llenan con el
aroma del bálsamo de limón. A mi izquierda, un gran primer plano de
Prunella Broadleaf murmura algo incomprensible en una pantalla de pa-
red. A mi derecha, está el resto del baño.

—¿Lista? —Grazno—. ¿Para qué?


—Las Pruebas de la Princesa están a punto de reiniciarse. —Forelle
frota un cepillo bajo mis uñas y frunce el ceño.
Se me corta la respiración. —¿Y el Príncipe Kevon?
Ella encuentra mi mirada con una sonrisa triste. —Todavía está en el
Hospital Real.

—Se ha despertado esta mañana y ha dado una entrevista.


Los dedos de Georgette se retiran de mi pelo. Camina alrededor y se
pone al lado de Forelle. —Sólo quiere que la vida vuelva a la normali-
dad.
Mis hombros se desploman y exhalo mi alivio a través de mis fosas
nasales. —¿Cómo está su piel? —Cuando intercambian miradas descon-
certadas, pregunto, — ¿Cuánto tiempo he estado fuera?
—Ocho días. —Georgette sumerge un paño en el agua de la bañera y
frota un punto debajo de mi oreja. Coloca el paño en el borde de la bañe-
ra y se dirige a la ducha.
Forelle traga saliva. —Cuando vimos toda esa sangre en tu piel y esa
pintura plateada en tus manos, pensamos lo peor.
Sacudo la cabeza. —No era mía.
La niebla que cubre mi mente se despeja y el calor sube a mis mejillas.
—¿Me has desnudado?
—Sólo hasta la ropa interior. —El ceño de Forelle se arruga.
—Lo siento, pero no hay mucho tiempo.
La pared cambia de Prunella a imágenes de Ingrid Strab sentada junto
a la cama del Príncipe Kevon. Algo en ella parece diferente. Más bonita.
La cámara se acerca a él, su rostro está más pálido de lo habitual. Sus oj-
os están cerrados y sus rasgos son más cincelados que nunca. Me recuer-
da a un montón de hombres Cosechadores de su edad, que gastan más
energía de la que consumen.
Alguien le ha despejado el pelo de la cara, haciéndolo parecer más os-
curo.

Se me escapa un suspiro. Ha sobrevivido.


La cámara se dirige a Ingrid, que lee en un libro encuadernado en cu-
ero. O lleva una peluca o los productores han suavizado sus rasgos pel-
lizcados y han añadido varios centímetros a su cabello. En lugar del habi-
tual mono, lleva un vestido marfil hasta las rodillas con una chaqueta a
juego que parece algo del guardarropa de la Reina Damascena.

Georgette vuelve con una caja de cartón decorada con dibujos de co-
cos. Respira con fastidio, la apuñala con una pajita de plástico y me lo
pone delante de la cara. —Desde que Ingrid volvió de su cautiverio, ha
estado con el príncipe.
—¿Por qué? —Asiento con un gesto de agradecimiento y tomo la be-
bida proferida.
El exterior del cartón está frío y, cuando saco su contenido de la pajita,
el sabor a coco inunda mi boca. Es dulce y, de alguna manera, más ref-
rescante que el Agua Ahumada. El líquido fresco humedece mi lengua
seca y se desliza por mi garganta, haciéndola sentir menos como tierra
reseca.
Forelle aprieta los labios. —Byron Blake está desesperado por presen-
tarlos como una pareja predestinada, separada por la tragedia. Ese video
que siguieron poniendo mientras ella no estaba no ayuda.
Mis cejas se fruncen. —¿Video?
Georgette agita la mano. —Un montaje de momentos románticos que
supuestamente compartió con el Príncipe Kevon.
Trago mi agua de coco, recordando ese montón de estiércol de caballo
que incluía a Ingrid sustituyéndome en nuestro casi beso en la fuente y
mi pelea con los secuestradores. Han pasado tantas cosas desde entonces
que se desvanece en la insignificancia.
—¿Sabe el Príncipe Kevon que está ahí? —pregunto.
—Sólo la dejan entrar cuando él está durmiendo —dice Forelle—.
Garrett pasa la mayor parte de su tiempo en el hospital, asegurándose de
que está bien vigilado.

—¿Cómo van las cosas entre ustedes dos? —pregunto.


Ella niega con la cabeza. —Hace días que no lo veo, pero hablamos
todas las noches por Netface.
Las chicas me ayudan a salir del baño. La cabeza me da vueltas y casi
pierdo el equilibrio, pero me sostienen y me acompañan por el azulejo
gris hasta la enorme ducha, donde hay un taburete apoyado en la pared
de azulejos.
Gruesos mechones de pelo cubiertos de acondicionador caen sobre mi
cara, pero ya no me importa. Una mezcla de fatiga, hambre, sed y los res-
tos de las drogas hacen que mis piernas tiemblen a cada paso.
Cuando por fin llego a la seguridad del asiento, apoyo la cabeza contra
la pared y exhalo una respiración entrecortada.
Georgette se precipita a la derecha del baño y abre grifos del lavabo,
luego vuelve a abrir la bañera antes de subir el volumen y volver con no-
sotras. El sonido del agua corriente y el Canal Lifestyle llenan la habita-
ción, y yo recuerdo el truco de los criados para engañar a los micrófonos
ocultos.
Estoy a punto de hablar cuando Forelle abre la ducha y nos moja con
agua caliente.
Se arrodilla a mi lado y coloca sus manos sobre mi regazo.

—Siento no dejarte dormir, pero esto es importante.


—¿Qué pasa? —pregunto.
Georgette me da otro cartón de agua de coco.
—La gente sabe lo que está pasando realmente, y están indignados.
Se me aprieta el estómago y se me entumecen los dedos. Hay tantas
verdades ocultas que no me atrevo a preguntar cuáles han descubierto. —
¿De qué estás hablando?
—Alguien filtró imágenes del apuñalamiento en Netface —dice Geor-
gette.
Me quedo con la boca abierta y la pajita se me escapa de los labios.
—¿Quién?
Ella levanta el hombro y sacude la cabeza. —Te vieron ayudar al Prín-
cipe Kevon cuando todos los demás entraron en pánico. Ellos también
escucharon lo que dijeron los técnicos de emergencia. Tu salvaste su vi-
da.
Se me forma un nudo en la garganta y miro fijamente a mi regazo. To-
do el peso que gané durante mi estancia en el Oasis ha desaparecido, dej-
ándome las piernas como un saltamontes. Incluso los dedos que sosti-
enen el cartón parecen más delgados.
—La nación vio cómo el guardia te electrocutó, te golpeó, te dejó in-
consciente en la calle y luego te arrastró a la parte trasera de una furgone-
ta —añade Forelle con un sollozo—. ¿Qué más pasó? Tienes un aspecto
terrible.
Murmuro algunas frases sobre el hecho de haber sido retenida en una
jaula con Emmera y Vitelotte, pero entonces recuerdo que salí del resta-
urante cubierta de sangre. —¿La gente pensó que intenté matar a Kevon?
Georgette envuelve su mano alrededor de mi muñeca y lleva la paja a
la altura de mis labios en una señal silenciosa para que siga bebiendo.
—El Canal Lifestyle no dijo nada durante los primeros días y sólo po-
nía reposiciones de Pruebas de la Princesa. Para entonces, los periódicos
informaron de las imágenes filtradas, lo que hizo que los Nobles gritaran
por respuestas en la Cámara de Ministros.
—Entonces Ingrid salió convenientemente de su calvario —añade Fo-
relle.
Miro fijamente a mi amiga y frunzo el ceño. Nunca había sido tan es-
céptica. —¿Crees que estaba fingiendo?
—Por supuesto —dice Georgette—. Sólo están tratando de replicar lo
que pasó contigo.
Me desplomo contra la pared y trato de asimilar toda esta nueva infor-
mación. Según Georgette, cuya familia es adicta al Canal Lifestyle, los
asistentes de producción se vieron presionados la noche del baile cuando
nadie pudo encontrar a Berta o a mí. Con Prunella Broadleaf confesando
haber atentado contra mi vida, todos me dieron por muerta hasta que ent-
ré en la Cámara de Ministros con el Príncipe Kevon.
Mis cejas se juntan. —Eso explica la enorme ronda de aplausos.

Georgette asiente. —Hicieron una gran cosa sobre Ingrid desaparecida


y probablemente habrían alargado el suspenso por más tiempo, pero ne-
cesitaban una distracción del apuñalamiento del Príncipe Kevon.
Me paso una mano por el pelo mojado. —Pero había tantos guardias
buscando en el Parque Nacional…
Georgette resopla. —Puedo señalar a seis de esos supuestos guardias
de mi escuela de teatro.
—¿Actores? —Miro a Forelle.
Ella pone una mano reconfortante en mi hombro y hace una mueca. —
Lo siento, pero se esfuerzan por hacer que Ingrid parezca que está desti-
nada a convertirse en la próxima reina.
La bilis me sube al fondo de la garganta y aprieto los dientes.

—¿Por qué se molestaron en mantenerme en las Pruebas cuando pod-


rían haberme enviado a casa?
Forelle dirige su mirada a Georgette, que frunce las cejas en una mira-
da de contemplación. Trago saliva y trato de calmar mi respiración. ¿Qué
es lo que no me están contando?

—¿Recuerdas que he dicho que hay imágenes tuyas salvando al Prín-


cipe Kevon? —pregunta Georgette.
Asiento con la cabeza.
—Eso no es todo lo que alguien ha filtrado en Netface —dice.

—¿Qué más? —susurro.


—Todo —dice Forelle—. Clips de ti y del Príncipe enamorándose jun-
to con imágenes que sólo podrían haber venido de su dispositivo Amstra-
ad. No sé cómo lo consiguieron, pero cualquiera que busque en Netface,
puede ver la verdad.

En mi regazo. El agua de coco fría rezuma por la pajita y me inclino


hacia delante con un gemido. —¿Creen que ha salido de mí?
—Por supuesto que no. —Forelle me frota la espalda.
Seguro que piensa que me he vuelto loca. Cualquier otro celebraría
que toda Phangloria supiera de su romance en ciernes con el futuro rey,
pero estos videos podrían significar la muerte de mi familia.

Levanto la cabeza y me encuentro con los ojos preocupados de mi


amiga. —¿Has sabido algo de Rugosa?
—Unos cuantos periodistas fueron a tu casa e intentaron entrevistar a
tus padres, pero parecían confundidos porque sólo ven lo que está dispo-
nible en OasisVision.
Georgette se pasea por el cuarto de baño y gira los grifos. Recojo el
cartón de agua de coco y bebo su contenido con varios tragos largos. Es-
to no es tan malo como al inicio. La Reina Damascena no puede culpar-
me por las acciones que tuvieron lugar mientras su gente de seguridad
me mantenía en una jaula, ¿verdad?
Después de darme unas pastillas energéticas, que saben a naranja y
que hacen burbujas en mi lengua, las chicas me dejan para que termine
de bañarme sola. Me quito la ropa interior y me enjuago el acondiciona-
dor de mi pelo. No importa si todo el mundo en el Oasis sabe la verdad
sobre el Príncipe Kevon y yo. Mientras la reina lo supere, tengo que obe-
decerla para proteger a mi familia.
Cuando salgo al armario, Forelle y Georgette están listas con un seca-
dor de pelo, brochas de maquillaje y un mono de color berenjena que di-
cen que se verá maravilloso en mi piel. Me siento frente al tocador y las
dejo trabajar, pero en cuanto me han peinado y maquillado, se retiran pa-
ra que me cambie.
Forelle dice que va a pedirme una sopa y Georgette se va con ella. En
cuanto la puerta se cierra, examino el armario. Dos raíles de ropa se en-
cuentran uno frente al otro dentro de los armarios de marfil. Busco entre
una serie de trajes que incluyen vestidos cortos, vestidos largos, más mo-
nos de los que una persona podría usar en un año y encuentro mi unifor-
me de Cosechadora.
El zumo de tomate ya no mancha el delantal, y no hay rastro del pequ-
eño bolsillo que cosí en su costado. El personal debe haberlo reemplaza-
do con una réplica cuando no pudieron hacerlo prístino.
Detrás de otra puerta hay zapatos dispuestos en estantes que se extien-
den hasta la pared. No hay rastro de las botas que llevé durante la ronda
anterior, pero entonces me doy una bofetada mental. No volví al cuartel
de la marina después de que Prunella vaciase la habitación y me cambié
en la casa de huéspedes.
—¿Zea? —Forelle llama a la puerta.
—¡Ya voy! —Me apresuro a volver a la barra de la ropa y me pongo
el mono.
Cuando salgo a mi habitación, Garrett se levanta del sofá con aspecto
grave. Lleva una chaqueta de oficial, pero en lugar de azul marino, es el
mismo púrpura que llevan los guardias del palacio. Con su pelo negro
azulado y sus ojos oscuros, parece más un príncipe que el hombre que vi
en la cama del hospital.
Me detengo en la puerta y me quedo boquiabierta. Es la primera vez
que lo veo desde el baile.
—Zea, me alegro de que estés bien —dice—. Kevon quiere verte in-
mediatamente.
Capítulo 11

Mi corazón late durante todo el trayecto hasta el Hospital Real y ape-


nas puedo mantener una conversación con Garrett mientras me lleva por
las calles de Oasis. Pasamos por un distrito de calles anchas y arboladas
con personas de pelo azul que beben y cenan fuera de los restaurantes, aj-
enos a las chicas que se murieron de hambre y fueron interrogadas con
sueros de la verdad.
Cuando pregunto por Emmera y Vitelotte, Garrett me asegura que Em-
mera ha sido liberada. Me insta a comer el sándwich que tomamos del
palacio y me llena de jugos almibarados que promete que me ayudarán a
recuperar las fuerzas. Estoy demasiado cansada y hambrienta para hacer
otra cosa que no sea comer, beber y anhelar al Príncipe Kevon.
Su habitación de hospital es el doble de grande que la cocina de nuest-
ra familia, custodiada por dos hombres uniformados de púrpura y huele
como si hubiera sido limpiada recientemente con desinfectante. Con sus
paredes de marfil y la alfombra, se parece más a mi suite en el palacio
que a un lugar de curación.
En el extremo izquierdo de la sala hay un salón con un escritorio y so-
fás de terciopelo con capacidad para doce personas. Las lámparas de pie
de cristal proporcionan una iluminación suave, lo que me hace preguntar
si el Príncipe Kevon se ha estado entreteniendo.

A la izquierda de la habitación, una cama de hospital más ancha de lo


normal se encuentra, sobre una larga sábana de polímero blanco que se
extiende desde debajo de la cama hasta la pared y el techo.
Las luces azules brillan hacia abajo, recordándome los métodos de es-
terilización utilizados por el personal médico de emergencia.

Los signos vitales del Príncipe Kevon parpadean en la pantalla, pero


no hay rastro del príncipe. Me vuelvo hacia Garrett y frunzo el ceño. —
¿Dónde está?
Le pregunta a uno de los guardias que nos dice que el príncipe está en
la terraza de la azotea y nos señala una puerta que no había notado hasta
ahora.

Conduce a un pasillo blanco vacío con una puerta de ascensor.


Me limpio las palmas de las manos en la tela del mono mientras entra-
mos. Es mi primera experiencia en un aparato de este tipo, pero no hay
tiempo para preocuparse por mi seguridad cuando el ascensor va hacia
arriba.
Me agarro al brazo de Garrett para mantener el equilibrio, pero antes
de que pueda preguntar qué estoy haciendo, las puertas del ascensor se
abren a un espacio exterior. Esto debe ser lo que quería decir con un jar-
dín en la azotea.
La azotea está dividida en un espacio de quince metros por altos muros
cubiertos de rosas trepadoras. Garrett pone una mano en mi espalda y me
guía hacia fuera del ascensor.
Esta parte del tejado es de tejas, salvo los parterres de madera que al-
bergan arbustos de lavanda y hierbas de colores brillantes como el trébol
rojo y la caléndula naranja.
Mi mirada se posa en una figura de pelo oscuro sentada en una silla de
mimbre que da al borde del tejado.
El Príncipe Kevon está de pie, tan alto y guapo como siempre, pero no
tan firme en sus pies. Lleva unos pantalones sueltos y una bata blanca de
hospital que le envuelve el pecho como un kimono.
Garrett me pone una mano en el hombro. —Me quedaré en el ascensor
para que puedas tener tu privacidad.
—Gracias.
La sonrisa de Garrett me comunica una serie de emociones. Gratitud
por haber salvado la vida del Príncipe Kevon, afecto y una cálida acepta-
ción que nunca he visto en nadie fuera de mi familia.
Garrett me eligió entre la multitud de Rugosa y me llevó a la carpa. Él
ha sabido desde el principio que yo era la elegida para el Príncipe Kevon,
y la aprobación en sus ojos dice que está encantado con su elección.
Le devuelvo la sonrisa, entendiendo por qué Forelle se ha enamorado
de Garrett y me precipito a los brazos del Príncipe Kevon. El agudo aro-
ma de antiséptico cubre su aroma cálido y sensual, pero todavía se siente
como el hombre que he llegado a amar.
—Zea —me susurra en el pelo—. Siento mucho que te hayan retenido
en ese centro de detención. ¿Estás herida?
Levanto la cabeza y me encuentro con sus ojos. Sus pupilas son anc-
has con un pequeño anillo de color azul índigo. Sombras oscuras rodean
sus ojos, y los contornos de su cara son aún más pronunciados de lo que
vi en el Canal Lifestyle.

El dolor me oprime el pecho y me pregunto cómo puede seguir de pie


después de semejante ataque. —Estoy bien, ahora.
Desliza las yemas de sus dedos por un lado de mi cara y su tacto me
produce un cosquilleo en la columna vertebral y en las costillas. —Pensé
que no volvería a verte.

Se me aprieta el estómago y vuelvo la mirada al cielo. El sol brilla a


través de las nubes blancas y convierte sus finos bordes un blanco incan-
descente. Cuando yacía en ese frío suelo, hambrienta, sedienta y loca de
dolor, pensé que nunca vería el exterior de esa jaula, y mucho menos a
mi familia o al Príncipe Kevon.
Pensé que no había sobrevivido al apuñalamiento y que una lenta mu-
erte en una jaula era nuestro castigo. No puedo expresarme tan bien co-
mo el Príncipe Kevon, especialmente cuando se trata de mis emociones,
y las palabras no se forman en mi mente.
En su lugar, digo —¿Cómo te sientes?
—Mejor, ahora que sé que estás a salvo. —Me guía hasta un sofá de
mimbre con vistas a la ciudad y nos sentamos.

El Hospital Real parece el doble de alto que el cuartel de la marina.


Desde este punto de vista, el Oasis parece un parque gigante de césped y
pequeños bosques construidos alrededor de lagos, canales y ríos.
Cada edificio está rodeado de agua o de un tramo verde, e incluso las
carreteras son bulevares arbolados. En el extremo de la ciudad se alzan
las enormes cúpulas que conforman el Jardín Botánico. Los músculos de
mi pecho se tensan y el resentimiento se cierra alrededor de mi garganta.
Algunos días es difícil creer que la gente que vive en tanta riqueza y
belleza sean capaces de cometer atrocidades. Hoy, sé que no.

El Príncipe Kevon lleva nuestros dedos entrelazados a sus labios y be-


sa mis nudillos. —He visto las imágenes de tu arresto. Ese que te hirió
está ahora cumpliendo el resto de su carrera en una prisión militar.
Me quedo con la boca abierta y me giro para ver sus ojos tristes.
—¿Hiciste que lo castigaran?

Frunce el ceño y ladea la cabeza. —Nunca debió ponerte las manos


encima, sobre todo porque fuiste la única razón por la que no me desang-
ré hasta morir.
El Príncipe Kevon me rodea el hombro con un brazo fuerte, y la opre-
sión en mi pecho se afloja permitiéndome relajarme.
Esta es la primera vez en toda mi existencia que oigo hablar de un gu-
ardia castigado por el trato injusto de un Cosechador.
Rodeo con mi brazo izquierdo la frente del Príncipe Kevon. Los mús-
culos bajo su delgada vestimenta se sienten más pronunciados, como si
hubiera estado hambriento durante toda la semana que me he ido. Mi ot-
ro brazo se desliza alrededor de su espalda y golpea algo duro. Trazo el
objeto con la punta de los dedos. Se siente como un ciempiés a lo largo
de su columna vertebral con patas de metal que corren a lo largo de sus
costillas.
—¿Qué es esto?
Sus cejas se juntan. —Un monitor espinal Amstraad para mi sistema
nervioso autónomo.

Un escalofrío de horror recorre mi cuerpo y quito la mano del aparato.


—¿Qué?
Se echa atrás y me ofrece una sonrisa apretada. —Es temporal hasta
que el cardiólogo considere que mi corazón es capaz de latir por sí mis-
mo.
Se me hace un nudo en la garganta. No sé nada de medicina ni de ciru-
gía, pero he visto cómo dispositivos como estos pueden funcionar mal.
Aunque Mouse me ayudó en ese interrogatorio con sus pendientes, toda-
vía no sé nada sobre los motivos de la República de Amstraad.

—¿Y si alguien accede a través de Netface? —Mis palabras suenan es-


túpidas en cuanto salen de mis labios, pero no tengo la terminología cor-
recta o la comprensión del tema para expresar mis preocupaciones.
El Príncipe Kevon me palmea el hombro. —Estos dispositivos funci-
onan en una red independiente.
—¿Como la que hizo que ejecutaran a Géminis Pixel?

Hace una mueca de dolor. —Lo siento por eso. Mi madre me asegu-
ró…
—No. —Coloco una mano en su amplio pecho—. Sé que intentaste
hacer lo mejor para Géminis, y también conozco los límites de tu poder.
Pero si alguien asesinó a Rafaela a través de su monitor de Amstraad,
¿no podrían hacer lo mismo contigo?

Sus hombros caen y la preocupación se apodera de mi corazón. Él asi-


ente con la cabeza. —Por desgracia, no tengo muchas opciones. La hoja
dañó mi corazón y mi madre aceptó un injerto de tejido muscular sintéti-
co para mantener su capacidad y función. Hasta que ese tejido aprenda a
moverse en sincronía con el resto de mi corazón, dependo de este moni-
tor. —¿Por qué no podían simplemente coser la herida? ¿Por qué intro-
ducir material artificial en su cuerpo cuando podrían haberla reparado?
Ojalá supiera más sobre medicina, computadoras y todo lo que no sea
cultivar tomates y maíz. Mi educación es escasa y ni siquiera puedo ha-
cer las preguntas correctas sin sonar como una supersticiosa.

El Príncipe Kevon pone su mano sobre la mía. —Por favor, no te pre-


ocupes. Mi equipo médico eligió la mejor opción para restaurar mi salud
y asegurar que tenga una larga vida.
Nos sentamos en silencio durante un rato, con mi cabeza apoyada en el
pliegue del cuello del Príncipe Kevon. Tengo que confiar en que la Reina
Damascena se preocupa lo suficiente por su hijo como para conseguir el
mejor médico.
Las hojas crujen con la brisa y el aroma de las rosas se impone a la la-
vanda. El sol sale de entre las nubes y nos empapa de calor y luz. Se está
tan tranquilo aquí arriba, rodeada de hermosas plantas y con la vista del
lago a lo lejos.

El Príncipe Kevon señala unas estructuras gigantescas con forma de


árbol que se elevan sobre una calle de edificios altos. Explica que el Rey
Arias las encargó cuando cumplió dieciocho años y que ahora proporci-
onan suficiente energía solar y agua de lluvia para el funcionamiento del
nuevo hospital juvenil.
—Podría quedarme aquí arriba para siempre contigo —murmuro.
Me besa la mano. —Cuando me desperté y no te encontré junto a mi
cama, pensé que habías abandonado las Pruebas.
Me alejo y me encuentro con sus ojos tristes y oscuros. —No me iría
en un momento así.
—Pero querías irte —dice.
Niego con la cabeza, aunque la idea de volver a Rugosa me llena de
alivio. —Lo único que quería dejar eran las amenazas y la violencia de
las Pruebas de la Princesa. Nunca a ti.
El silencio se extiende entre nosotros, sólo roto por la aceleración de
mi corazón. Me odio por aceptar su bondad un minuto y rechazarlo al si-
guiente. Incluso cuando otros podrían llamarme fría y desagradecida, el
Príncipe Kevon sólo ha sido paciente.

Exhalo un suspiro. Navegar por los crueles caprichos de su madre es


como caminar por el borde de un pozo bien disimulado.
—Cuando dijiste que nunca podrías… —Sus palabras se desvían y el
dolor en sus ojos me dice que lo que le dije en mi habitación dolió más
que el cuchillo de Vitelotte.
Las ganas de decírselo todo me arden por dentro.

Si supiera que la Reina Damascena había amenazado a mi familia, en-


tendería por qué he sido tan fría, pero debo permanecer en silencio. El
Príncipe Kevon no es él mismo ahora, y si pasé ocho días en una celda,
no hay forma de que esté en posición de enviar ayuda a Rugosa antes de
que la gente de la reina atacase.
Exhalo un suspiro de cansancio y trato de formular mi siguiente frase
de manera que satisfaga a la Reina Damascena y explicar un poco mi si-
tuación al Príncipe Kevon. —Tal vez quería que dieras una oportunidad a
las otras chicas.
—Viajar al Oasis con cada grupo de chicas me dio la oportunidad de
verlas —dice.

Levanto las cejas. —Apenas hablaste con las otras chicas en mi dili-
gencia.
—Porque te vi —dice con una sonrisa de satisfacción.
Un suspiro exasperado sale de mi pecho. Estoy demasiado preocupada
por dañar el monitor de su columna vertebral como para sacudirlo. —Ke-
von.
Se ríe. —Si hago más de un esfuerzo con las otras chicas, ¿me darás
otra oportunidad?
Bajo la mirada a mi regazo y me muerdo el labio. Es un pensamiento
terrible, pero si no se convierte pronto en el Rey de Phangloria, me veré
obligada a dirigir su atención hacia una de las chicas Nobles.
—Zea, ¿qué pasa? —pregunta.
—¿Su Alteza? —pregunta una voz desde atrás.
Nos giramos en el sofá y encontramos a doce Nobles de pie junto al
ascensor, cada uno con túnicas de color burdeos con adornos blancos.
Reconozco a algunos de la fiesta del jardín y de la Cámara de Ministros,
como Montana y la Ministra de Justicia.
La Ministra de Justicia se adelanta. Es una mujer alta y delgada cuya
piel tensa se estira alrededor de los prominentes pómulos. Su pelo negro
azulado está peinado en una gruesa trenza que envuelve su cabeza como
una corona. Lo único que indica su edad son unas orejas demasiado gran-
des para su cara. Ella frunce los labios y nos lanza una mirada de reproc-
he. Entrecierro los ojos preguntándome si fue ella o la reina quien orga-
nizó nuestra semana de inanición.
—Por favor, vuelvan más tarde —dice el Príncipe Kevon —. Estoy en
medio de un asunto importante.

La mujer mayor inclina la cabeza. —Mis disculpas, Su Alteza, pero el


asunto es urgente.
—¿De qué se trata? —La irritación endurece su voz.
—Se trata de la Señorita Solar —responde.

Mi estómago se aprieta y todos los músculos de mi cuerpo se tensan.


El brazo del Príncipe Kevon se tensa alrededor de mis hombros.
—¿Qué pasa con ella? —Su voz es comedida, vacilante.
Me mantengo lo más quieta y callada posible por si alguien decide que
esta información es demasiado confidencial para mis oídos.

—Le ruego que reconsidere su castigo —dice el ministro—. Perdonar


a la Señorita Solar sólo debilitará a la monarquía y causará que el popu-
lacho haga más atentados contra su vida.
Aprieto los dientes. Por populacho, probablemente se refiere a otros
Cosechadores y posiblemente a los Industriales. Sus ojos oscuros se cru-
zan con los míos durante un breve instante y sé que se refiere a mí. Cuan-
do la molestia se desvanece, el calor se extiende a través de mi corazón.
Anhelo preguntar por qué el Príncipe Kevon perdonaría a Vitelotte por
un ataque tan violento, pero no delante de estas víboras.
Otro Noble se adelanta, un hombre más bajo y de complexión que se
agarra de las manos. —Para mantener el orden, debes consentir una ej-
ecución pública.

—No —responde el Príncipe Kevon.


Los Nobles intercambian miradas, pero ninguno habla.
Con un suspiro de cansancio, el Príncipe Kevon dice: —Ha habido
malestar desde que comenzaron las pruebas. La gente está insatisfecha
con la presentación de los candidatos de Amstraadi, los intentos de asesi-
nato, las muertes inexplicables y la discrepancia entre las imágenes emi-
tidas por el Canal Lifestyle y las imágenes reales que circulan por Netfa-
ce.

Montana da un paso adelante y se retuerce las manos. Su postura es


encorvada y su respiración acelerada me dice que estos vídeos le quitan
el sueño. —Estamos trabajando para localizar a los autores…
—Difunde la verdad —le dice el Príncipe Kevon —. Deja de falsear
los acontecimientos para adaptarlos a tu agenda, y la gente podría dejar
de acudir a Netface y a los periodicuchos en busca de la verdad.
El viejo Noble frunce el ceño, pero su piel está demasiado tensa para
que la expresión tenga algún impacto. —El tema que nos ocupa es la Se-
ñorita Solar, Su Alteza.
Me trago un gruñido, pero no me corresponde reprender a los Nobles.
Montana es tan resbaladizo como una babosa en medio de la temporada
de lluvias.
—Mi decisión de desterrarla se mantiene —dice el príncipe—. Como
la parte agraviada en el incidente, estoy en mi derecho de elegir su casti-
go.
Montana mira al Ministro de Justicia que le anima con un gesto. En-
tonces el hombre se dirige al príncipe y dice: —Por favor, reconsidere…

El Príncipe Kevon se levanta tan rápido que sus ojos se desenfocan y


se tambalea sobre sus pies. El sudor se acumula en su frente y parece es-
tar al borde del colapso. Los Nobles dan un paso atrás y se estremecen,
como si ninguno de ellos quisiera asumir la responsabilidad de empeorar
el estado del príncipe.

Me pongo en pie y le rodeo la espalda con un brazo. —Siéntate.


Se estabiliza con un brazo alrededor de mi hombro y levanta una pal-
ma hacia Garrett, que ha atravesado el muro de Nobles para ayudar a su
primo.
—Un momento —dice el Príncipe Kevon con voz suave.
—Hay que decir esto.
El barniz de arrogancia de los Nobles es reemplazado por una mezcla
de preocupación. No estoy segura de si están preocupados por la salud de
Kevon o por lo que la Reina Damascena y Lady Circi les harán por irritar
al príncipe mientras está convaleciente.
El sol desaparece detrás de una nube junto con su suave calor y una
brisa fresca agita las hojas de las rosas trepadoras.
—¿Cuántas chicas han muerto bajo tu protección? —pregunta el Prín-
cipe Kevon —. ¿Cuántas han estado a punto de perder la vida?

Montana se queda con la boca abierta. —Hemos implementado sus su-


gerencias para que las Pruebas de Princesa sean más seguros. No veo có-
mo la situación de la Señorita Solar…
—Si usted y su equipo hubieran investigado a la Señorita Solar antes
de dejarla en las Pruebas de Princesa, entonces usted habría descubierto
su relación con Wintergreen.

Trago saliva. Algo en Vitelotte me dice que ella inventó esa historia
sobre Ryce para encubrir a los Corredores Rojos, pero el Príncipe Kevon
tiene razón. El Canal Lifestyle podría haber gestionado mejor el proceso
de selección en lugar de dejar la toma de decisiones hasta el último mi-
nuto.

El Príncipe Kevon me suelta y camina alrededor del sofá de mimbre.


Sus hombros se ensanchan con cada paso que da hacia los Nobles enco-
gidos y, por un momento, olvido que se está recuperando de un cuchillo
en el pecho. Incluso con una fina bata de hospital y pantalones a juego,
se comporta como un rey.
Miro a Garret que me hace un guiño alentador.
Está lo suficientemente cerca del príncipe como para cogerlo si se cae,
pero el Príncipe Kevon parece listo para la batalla.
Una mujer Noble de pelo corto cuyos rasgos menudos me recuerdan a
la vendedora de tomates se adelanta y sostiene una tableta de doce pulga-
das de ancho. —Tal vez Su Majestad tenga una opinión diferente.
La reina se sienta en el sillón de cuero de su camerino móvil y un par
de manos pálidas se retiran al borde de la pantalla. —Elogio tu convicci-
ón, Kevon. Ahora, por favor, siéntate.
El Príncipe Kevon se baja a un banco de madera al borde de un parter-
re y se cruza de brazos.
—La Cámara de Ministros tiene razón —dice—. Perdonar a la Señori-
ta Solar te hará parecer débil y envía un precedente para futuros ataques.
—Madre, ¿has visto las imágenes del hermano y la abuela de la Seño-
rita Solar pidiendo clemencia? —pregunta.
—Deberían haberle rogado que no apuñalara a un príncipe —le chas-
quea.
Me muerdo el labio. Por mucho que desprecie a la Reina Damascena y
le debo la vida a Vitelotte, sigue doliendo que ella intentara matar a un
hombre desarmado. Aunque odio lo que ha hecho, desearía que esta gen-
te entendiera la desesperación que la llevó a esa terrible violencia.
Su historia resuena en mí: la desesperación de su familia por una vida
mejor en Bos, la muerte evitable de su madre en el parto y la posterior re-
ducción de las raciones de agua de la familia.
La injusticia llevaría a cualquiera a la desesperación.
—Ya han muerto bastantes chicas por la mala gestión de estas pru-
ebas. Rafaela, Gemini Pixel, Berta Ridgeback, Minnie Werfer, Tulipán
Ironside y Jaqueline Bellini. No voy a añadir otra a la lista de víctimas.

Mi garganta se muere. Estuve presente en cada una de esas muertes.


Causé una de ellas y ayudé en dos. Miro al Príncipe Kevon preguntán-
dome qué pensará si descubre mis secretos.
La Reina Damascena mira a alguien en la pantalla. No necesito una cá-
mara espía para saber que está mirando a Lady Circi. Ella entonces se
vuelve hacia mí con lo que probablemente piensa que es una amable son-
risa. —Zea—Mays Calico, has sufrido por las acciones de tu pequeña
amiga. Haz entrar en razón a mi hijo y dile que la ejecución es la única
opción.
—Su Alteza tiene razón —digo.
Sus rasgos se endurecen y se inclina hacia adelante, llenando la pantal-
la con su rostro. Un espasmo de terror acelera mi corazón y mi respiraci-
ón se vuelve superficial. Ahora es cuando hará un comentario críptico
sobre las vacunas o el asesinato de gemelos.
—¿Apoya usted el destierro de Vitelotte Solar? —pregunta.
Me vuelvo hacia el Príncipe Kevon, que está demasiado ocupado frun-
ciendo el ceño a su madre como para fijarse en mí. Mi estómago se apri-
eta con inquietud preguntando: —¿Vas a expulsar a Vitelotte de la Gran
Muralla?
—Por supuesto que no —suelta la reina—. Será expulsada de su Eche-
lon y pasará el resto de su vida en los Barrens.

Cuando el Príncipe Kevon no protesta, se me calma el estómago y ex-


halo un suspiro de alivio. Mamá sobrevivió a los Barrens y también lo hi-
zo Firkin, hasta que Ingrid le disparó en el pecho. Enviar a Vitelotte a
través del muro menor es más amable que ejecutarla y envía un mensaje
a la gente sobre las consecuencias de atacar al Príncipe.

Asiento con la cabeza. —Parece un castigo justo.


—Este es tu último perdón. —La Reina Damascena se dirige al Prínci-
pe Kevon —. Si alguien más intenta matarte, yo transmitiré sus sucias
muertes y las de sus familias. ¿Está entendido?
El Príncipe Kevon frunce el ceño. —Con la seguridad añadida, no, no
habrá más ataques.

La pantalla se queda en blanco y la Noble que sostiene el ordenador se


retira hacia sus colegas. Los doce murmuran sus excusas y se apiñan en
el ascensor. Puedo ver en sus caras que están preocupados de que el Prín-
cipe Kevon sea diferente del Rey Arias.
En cuanto se cierran las puertas, salgo corriendo del sofá hacia el ban-
co de madera y rodeo con mis brazos al Príncipe Kevon. —Vas a ser un
rey sabio y misericordioso.
Suspira. —Si la monarquía fuera sabia y misericordiosa, este intento
de asesinato nunca habría tenido lugar.
Levanto la cabeza y le miro a los ojos. Ese comentario es inesperado,
pero no inoportuno. En una de nuestras primeras conversaciones, me ad-
virtió sobre Géminis Pixel y se mostró poco comprensivo con su situaci-
ón. Después de que le instara a investigar su caso, estuvo de acuerdo en
que la Reina Damascena había colocado al padre de Géminis en una po-
sición imposible que nunca debería haber justificado una sentencia de
muerte.

Con dispositivos de grabación en todas partes, no quiero insinuar nada


negativo sobre la Realeza o los Nobles. En su lugar pregunta: —¿Qué
quieres decir?
El Príncipe Kevon me alisa un mechón de pelo de la cara con sus de-
dos. —Todo lo que vemos en los medios sobre los Cosechadores sugiere
que viven sin complicaciones, vidas idílicas y el mercado agrícola nos
hace parecer que estamos nadando en buena comida —murmuro.
Sus cejas se levantan, dando a entender que creía que la gente bien ali-
mentada que vende productos gourmet son de mi Echelon. Él suaviza sus
rasgos y pregunta: —¿Recuerdas que te hablé del proyecto que mi padre
puso en marcha cuando cumplió dieciocho años?

Asiento con la cabeza.


—En lugar de construir algo en el Oasis para honrar a Gaia, le pedí al
Ministro de Recursos de la Cosecha que aumentara las raciones de agua.
Todo el aire de mis pulmones se escapa en un suspiro de sorpresa.
—¿Qué?
—Tener suficiente agua para mantener vidas es más importante que
los jardines colgantes que planeé en un principio —dice encogiéndose de
hombros—. Fui a tu habitación para compartir la noticia, pero…
Rodeo el cuello del Príncipe Kevon con mis brazos y le doy un beso
en la mejilla. —Eso va a suponer una gran diferencia para los Cosecha-
dores.

—Es sólo una prueba de seis meses.


Mi sonrisa se desvanece y retrocedo para encontrarme con su sonrisa
desvanecida.

—¿Por qué?
—Los ministros afirmaron que daría lugar a una amplia sequía genera-
lizada. No lo hará, y esperan que mi padre anule esta reforma. —Sus ojos
brillan con confianza—. ¿Sabías que las raciones de agua se remontan a
antes de que la Gran Muralla se extendiera hasta las montañas?

Sacudo la cabeza.
—Los científicos ecológicos que calcularon las raciones no tuvieron
en cuenta el agua que obtenemos de los almacenes de las montañas.
—Entonces, ¿hay suficiente agua para todos? —susurro.
Él asiente con la cabeza. —En unos meses podré encargar un estudio
independiente sobre nuestro suministro de agua y anular cualquier cosa
que decida la Cámara de Ministros.
Mi corazón se llena de cálida gratitud. Cuando mamá sugirió que me
uniera a las Pruebas de Princesa para hacer una diferencia, me reí de la
idea de que alguien de tan alto nivel en nuestra sociedad escuchara las
palabras de una chica Cosechadora. Ahora, el Príncipe Kevon ha hecho
lo impensable. Con el flujo de agua suficiente para cada familia, habrá
suficiente para que podamos prosperar y cultivar alimentos en casa. Ni
siquiera tendré que contarle a Carolina lo del río subterráneo.
—Gracias por pensar en nosotros. —Mis palabras parecen insuficien-
tes a la luz del gran regalo que ha dado a los Cosechadores—. Vas a ser
un gran rey.
El Príncipe Kevon toma mis mejillas y mira en mi alma con una inten-
sidad que hace que mi corazón dé un vuelco. La yema de su pulgar se
desliza sobre mi labio y un cosquilleo se extiende por mi piel.
—Es tu influencia —murmura—. Estar contigo me hace pensar que
todo es posible. Incluso volver del borde de la muerte.
El calor sube a mis mejillas y bajo las pestañas. —Tú me salvaste pri-
mero, ¿recuerdas?

—Deseo besarte —murmura.


Cada hueso de mi cuerpo tiembla con la fuerza de mi corazón que se
acelera y las palmas de mis manos se humedecen. Una fuerza sin nombre
nos empuja más cerca hasta que estamos tan apretados que nuestros lati-
dos se sincronizan rápidamente.
Nuestras miradas se cruzan y deslizo la lengua por mis labios secos.

Sus ojos oscuros siguen el movimiento. Deseo esto tanto como el Prín-
cipe Kevon, pero si digo que sí, podría perder todo el sentido de mí mis-
ma y olvidar el control que su madre tiene sobre mi familia.
Los labios del Príncipe Kevon son oscuros y llenos de un profundo ar-
co de cupido. Se levantan en las esquinas como si siempre estuviera son-
riendo y anhelo sentirlos contra los míos. La reina no dijo que no debía
besarlo.
—Escuché lo que dijiste mientras luchabas por salvar mi vida.
Su voz resuena en mis tímpanos. —Esas no fueron las palabras de una
chica que me considera solo un amigo.
La parte posterior de mis ojos pica con lágrimas inminentes. Fue nece-
sario casi perder al Príncipe Kevon para descubrir la profundidad de mis
sentimientos.
Trago saliva. Si no me besa ahora mismo, creo que mi corazón explo-
tará.

—Zea. —Su voz se enrosca en mis sentidos y pone todo al revés. Su


boca está a centímetros de la mía y su cálido aliento se abanica sobre mi
piel.
—Sí —murmuro.
Se inclina hacia mí y nuestros labios se tocan. Al principio, el beso es
tentativo, como si me diera la oportunidad de retirarme.
Pero enrosco mis dedos alrededor de su bíceps y lo atraigo más.
Con un gemido, el Príncipe Kevon rodea mi espalda con sus brazos y
profundiza el beso. Un latido más tarde, el jardín de la azotea desaparece
y sólo quedamos el Príncipe Kevon y yo, sus labios que se cierran.
Cuando nos separamos, estoy sin aliento y ansiosa por otro beso, pero
sus hermosos labios se curvan en una triste sonrisa.
—No creo que sea posible amar a nadie más de lo que yo te amo —su-
surra.
Se me corta la respiración. Mi mente evoca la imagen de rostros rubios
idénticos con idénticos dientes perdidos y un dolor se extiende por mi
pecho. No puedo decirle lo que siento.

¿Y si esas palabras llegan a la Reina Damascena?


La mano del Príncipe Kevon cae a su lado y yo levanto la cabeza pre-
guntándome si mi negativa a admitir mis sentimientos ha causado que se
ofenda. Sus párpados caen y me ofrece una pequeña sonrisa antes de caer
en un sueño agotador. Le rodeo con mis brazos alrededor de su cintura y
miro más allá del borde del techo.
Tal vez no haya esperanza para nosotros, pero con el Príncipe Kevon
pronto heredando el trono, podría haber esperanza para Phangloria.
Capítulo 12

Los días pasan y muy poco sucede hasta que una mañana temprano al-
guien me despierta.
—Zea —dice Georgette—. Quieren a todas listas para el próximo de-
safío.

Abro un ojo. La luz del sol de la mañana entra a raudales por las ven-
tanas de la pared de la izquierda. Es tan brillante que arroja a la otra chi-
ca en la sombra. Entrecierro los ojos para enfocar sus rasgos.
—¿Qué pasa?
—El Hospital Real acaba de dar de alta al Príncipe Kevon.

Las palabras golpean como una sacudida de cafeína y me pongo de


pie.
Cassiope está de pie a los pies de la cama, con un mono verde y sus
habituales gafas de cámara. Extiendo la palma de la mano, no quiero que
me dispare cuando estoy medio muerta con el pelo como una seda de
maíz expuesta al sol.
A mi derecha, Forelle saca la cabeza del armario. —¡Su ducha está lis-
ta, señora!

Con un gemido, balanceo mis piernas fuera de la cama. Mi cabeza to-


davía palpita por el tiempo que pasé en el centro de detención, y mis
músculos todavía me duelen. Han pasado días desde la última vez que vi
o escuché del Príncipe Kevon, pero Garrett me dice que fue puesto en co-
ma para quitarle el dispositivo que regulaba los tejidos artificiales de su
corazón.
Me estremezco al entrar en el armario. No hay nada que pueda hacer
sino esperar que este sea el mejor curso de tratamiento para el Príncipe
Kevon.
Las luces sobre el espejo del tocador me hacen entrecerrar los ojos y
mis fosas nasales se llenan con los olores mezclados de café y de rizado-
res. Paso por delante del expositor y entro en el cuarto de baño donde las
imágenes de los campos de maíz de Rugosa están detrás de la bañera en
la pared del fondo.
Una punzada de añoranza me golpea el pecho. Me arrepiento de no ha-
ber pedido ayuda al Príncipe Kevon con mi familia y me pregunto si
podría haber recurrido a Garrett para que interviniera. Después de quitar-
me el camisón, me meto en la ducha y dejo que los chorros de agua cali-
ente masajeen mi tensión. A veces la mejor manera de lidiar con un opo-
nente que tiene todo el poder es esperar.
Me froto la piel con un estropajo y elimino los restos del centro de de-
tención. Si el Príncipe Kevon va a llegar hoy, lo más probable es que su
madre lo acompañe al palacio. Tengo que estar en alerta y actuar como si
estuviera cumpliendo sus órdenes.
Esta será la primera vez que salga de mi habitación desde que volví
del hospital, y mis terminaciones nerviosas tiemblan con inquietud. He
pasado los últimos días asimilando con todo, desde ver al Príncipe Kevon
casi morir, ser encarcelada con su atacante, descubrir el aumento de las
raciones de agua de la Cosechadora, hasta ese increíble beso.
Alguien golpea la puerta del baño, sacándome de mis cavilaciones. —
Zea —dice Forelle—. Te necesitamos, ahora.
Cierro el grifo, me pongo una bata y me reúno con mis amigas.
La mayoría de las otras chicas tienen una estilista, una maquilladora y
una modista, pero Georgette lleva a cabo todas esas tareas con Forelle
como su asistenta. Según Forelle, el Príncipe Kevon sólo quería gente a
su alrededor en la que pudiera confiar.
Como Cassiope está grabando esta sesión para las Pruebas de la Prin-
cesa, me siento frente al espejo y mantengo una conversación ligera mi-
entras Georgette me seca el pelo y lo arregla en una coleta alta de ondas
largas y caoba. Cassiope me pregunta si estoy emocionada por ver al
Príncipe Kevon, feliz de que se reanuden las Pruebas y yo le respondo de
forma insípida, pero entusiasta.
Las chicas me visten con un mono de color caqui con bolsillos con so-
lapa en el pecho y en las caderas. Cada bolsillo es sujetado con un botón
marrón chocolate y con un cinturón como el traje que el Embajador Pas-
cale usó para la fiesta del jardín.
Miro fijamente mi reflejo más delgado de lo habitual y frunzo el ceño.
Es una elección peculiar para dar la bienvenida al príncipe, pero Georget-
te no está autorizada a compartir las instrucciones que recibió.
Cassiope me acompaña por el pasillo y una figura de pelo rubio cami-
na varios metros por delante. Un nudo de preocupación se me forma en
el estómago. Es la primera vez que veo a Emmera desde el interrogato-
rio. Intenté visitar su habitación, pero su doncella me dijo que Emmera
estaba descansando.

Le doy espacio y continúo por el pasillo con Cassiope sin llamarla.


Ahora que Emmera ha dejado su habitación, habrá tiempo para hablar en
privado.
Cuando llegamos a la cima de la gran escalera del palacio, el sol de la
mañana se filtra a través de las ventanas arqueadas. Hay un conjunto de
lámparas de araña más elaboradas que las que cayeron en el salón de ba-
ile. Subo, manteniendo la mirada en la luminaria de cristal afilado como
una daga. Prismas de quince centímetros de largo cuelgan de anillos con-
céntricos de cromo, cada capa desciende hasta que toda la pantalla alcan-
za el metro y medio.
Se me seca la garganta y miro a la pareja de camarógrafas al pie de las
escaleras que filman mi descenso. Luego mis ojos vuelven a mirar la pe-
sada lámpara de araña. Han pasado años desde que alguien ha atentado
contra mi vida.
Dos filas de concursantes se sitúan a ambos lados de las puertas dobles
del palacio. Seis chicas Amstraadi esperan a la derecha, cada una vestida
con monos idénticos de color beige Cosechador. A la izquierda hay cinco
chicas Nobles y una Artesana. Trago saliva preguntándome si eso signifi-
ca que Paris Kanone, la última Guardiana no encontrada, sigue desapare-
cida en el Parque Nacional.
Constance sale de la formación y coloca sus manos en las caderas.
Lleva una camiseta de tirantes con bolsillos en la parte delantera que deja
al descubierto su pecho y sus brazos, unos pantalones culotte escandalo-
samente cortos que dejan ver sus rodillas. Lleva el pelo oscuro peinado
hacia atrás, con una coleta de tirabuzones.
—Miren todos —dice—. Son las asesinas agrícolas.
Aprieto los dientes y cierro las manos en puños. Un centenar de respu-
estas ruedan por la punta de mi lengua, pero las contengo.

Las camarógrafas están grabando y no dejaré que me hagan parecer


antipática.
Emmera se detiene al pie de los escalones y se aprieta el pecho. El
ayudante de producción que está a su lado le pone una mano en el homb-
ro instándola a continuar. No sé si alguien le ha prestado apoyo desde su
salida del centro de detención. Sin mis amigas y mi visita al príncipe,
podría haberme vuelto loca por el calvario.
Sigo bajando los escalones y me pongo al lado de Emmera.
—¿Estás bien?
Ella vuelve sus ojos grises y amplios hacia los míos y parpadea. —
¿Zea?

Enlazo mis dedos con los suyos. —Demos la bienvenida al Príncipe


Kevon.
—¿Y si esa gente vuelve? —pregunta.
—No nos habrían dejado ir si pensaran que hicimos algo malo. —Le
doy un suave apretón en la mano—. Vamos.
Emmera inhala varias veces antes de asentir y bajamos las escaleras de
la mano. Ignoro la voz en la parte posterior de mi cabeza que susurra que
ella se volverá contra mí. Berta lo hizo a pesar de que habíamos luchado
dos veces codo con codo. Puede que no confíe en Emmera, pero no pu-
edo dejar que se desmorone delante de las cámaras.
Cruzamos el vestíbulo donde un asistente de producción le indica a
Emmera que se coloque al lado de la chica Artesana de la izquierda.
Otro me guía hacia las chicas Amstraadi. Frunzo los labios y me pre-
gunto si se trata de un intento deliberado de situarme como una extraña.

Mi mirada se dirige a Ingrid que está en el extremo más cercano a la


puerta. Va vestida con una camisa y unos pantalones ajustados con los
mismos bolsillos de gran tamaño con solapa. Las tres Nobles a su derec-
ha llevan monos, pero Constance es la única concursante mostrando sus
piernas desnudas.

Alguien se aclara la garganta a la izquierda y me vuelvo hacia el me-


dio rellano, donde Byron está de pie con un traje color arena. Mi estóma-
go se revuelve de ansiedad mientras los recuerdos de la interrogación pa-
san por mi mente. Están ignorando la exigencia del Príncipe Kevon de
unas Pruebas de Princesa más seguras y llevándonos a un lugar igual de
horrible. Y seré yo quien sufra todos los ataques.

—¿Puedo tener su atención, señoritas? —Byron saluda y sonríe—.


Gracias por su paciencia, espero que estén listas para esta próxima y
emocionante ronda de las Pruebas de Princesa.
Constance pisa fuerte. —¿Dónde está Su Alteza?
Byron levanta las palmas. —Estamos esperando a que todos lleguen
antes de que haga su gran entrada.
Echo un vistazo a las filas de chicas, preguntándome quién podría ser
esta llegada tardía. La ronda del palacio comenzó con dieciocho chicas, y
ahora hay trece. Dos chicas Guardianas están confirmadas muertas y una
desaparecida. Con una Artesana muerta y Vitelotte desterrada, sólo las
Nobles y los equipos de Amstraadi están intactos.

Con un estruendo a mi izquierda, todos se giran para la apertura de las


puertas dobles de los palacios. Dos guardias con cascos y armaduras neg-
ras escoltan a Prunella Broadleaf más allá del cordón de chicas y a través
del vestíbulo. Lleva un traje de pantalones hechos de tela de saco marrón,
y le falta el cuello de la camisa.

Cuando los guardias cierran la puerta, las chicas de enfrente rompen


en susurros excitados. Tal vez los espectadores se hartaron de la falta de
actividades y pidieron el regreso de Prunella, que al menos organizaba
clases de baile y sesiones en el gimnasio.
Prunella sube las escaleras y ocupa su lugar junto a Byron. Los guardi-
as que la han escoltado se sitúan al final de la escalera y las camarógrafas
apuntan sus objetivos a la puerta principal y hacia chicas específicas co-
mo Emmera, Constance, Ingrid, y yo.
—¡Bienvenidos de nuevo a las Pruebas de Princesa! —Prunella barre
su brazo a un lado y hace una reverencia—. Me gustaría agradecer a los
espectadores en casa por todo su apoyo durante estos difíciles tiempos…

—Y por supuesto, el verdadero propósito del programa de hoy, la lle-


gada del Príncipe Kevon —dice Byron.
Los hombros de Prunella se hunden, pero da un paso adelante y sonríe.
—Tenemos un emocionante desafío para nuestras restantes aspirantes.
Uno que ampliará sus horizontes y las llevará fuera del Oasis.
Mis entrañas se tensan y el café de esta mañana sube desde mi estóma-
go hasta el fondo de mi garganta. Deben llevarnos al desierto.
—Cuidado, Pru—dice Byron—. Vas a estropear la sorpresa para todos
y eclipsar al príncipe.
Prunella se calla y un par de sirvientes de palacio que llevan rosas
blancas bajo su uniforme púrpura se apresuran a abrir las puertas dobles
y dejar que entre la brisa de la mañana.
El Príncipe Kevon está en el umbral con Garrett a su lado. No hay
rastro de la Reina Damascena ni de Lady Circi, solo un muro de guardias
con armadura púrpura.
La luz del sol brilla a través de su pelo oscuro, haciendo que sus pun-
tas brillen de color índigo. Su piel se ve vibrante contra el verde pálido
de su chaqueta ligera, la emoción me sube por la espalda y se instala en
mi corazón. Parece mucho más fuerte que el príncipe convaleciente que
besé en el tejado del hospital.
Las hombreras de su chaqueta resaltan sus anchos hombros, y los bol-
sillos de solapa sobre su pecho musculoso resaltan su atlética figura. To-
das las chicas que están enfrente dejan escapar suspiros.
Con unas piernas que no dejan de temblar, hago una reverencia baja
junto con las otras chicas. Es la primera vez que nos vemos desde aquel
beso. Recordando la sensación de sus labios en los míos y la cercanía que
compartimos hace que mi cabeza dé vueltas.
Me cuesta un esfuerzo levantarme y tengo que extender los brazos pa-
ra equilibrio.
Nunca he tenido una reacción tan intensa con nadie, ni siquiera con
Ryce Wintergreen, y anhelo hablar con el Príncipe Kevon a solas.
Él saluda a cada chica individualmente, empezando por el lado de
Amstraad con Sable, la chica pelirroja, antes de Ingrid que se ríe de algo
que probablemente ni siquiera era una broma. Cuanto más avanza, más
se seca mi garganta y más tiemblan mis miembros. Para cuando el Prín-
cipe Kevon me alcance, no podré formar palabras.

Este movimiento a través de las líneas continúa, y el Príncipe Kevon


llega hasta la chica de Amstraadi que está a mi lado, llamada Tizona. Es
la chica de piel de ébano con el pelo decolorado.
El sudor se me acumula en las palmas de las manos y las froto en la te-
la de mi mono. Después de Emmera, va a hablar conmigo.

Espero que el Príncipe Kevon intercambie algunas palabras con Em-


mera, pero le murmura algo que la hace romper a llorar. Se me seca la
garganta y agudo los oídos para escuchar. El Príncipe Kevon rodea a
Emmera con sus brazos y la atrae hacia su pecho.
Tizona se inclina a mi lado. —Oye, Popcorn —susurra—. Parece que
tienes competencia.
Me vuelvo hacia ella y sonrío. Si cree que voy a hacer una rabieta por-
que el Príncipe Kevon está siendo amable con una chica injustamente en-
carcelada, está claro que tiene que dejar de ver las imágenes falsas del
Canal Lifestyle.
El Príncipe Kevon suelta a Emmera y camina hacia mí.

El cariño brilla en sus ojos, haciendo que mi corazón dé un vuelco. Si


me besa delante de las cámaras, toda la animosidad que Ingrid ha acumu-
lado se habrá desperdiciado
—Zea. —Me tiende la mano y me besa los nudillos—. Es maravilloso
verte.
Hago una reverencia. —Tienes buen aspecto.

—Gracias a ti. —La intensidad de su mirada me hace preguntar si me


está dando las gracias por algo más que por salvar su vida. El calor sube
a mis mejillas. Tampoco puedo decir si está hablando del beso o de darle
otra oportunidad.
—Su Alteza —Prunella baja las escaleras al galope—. ¡Bienvenido de
nuevo a las Pruebas de Princesa!
El Príncipe Kevon suelta mi mano y se retira, mientras Garrett se ade-
lanta y se coloca entre Prunella y su primo. Me pongo una palma en el
pecho y miro al príncipe que la mira fijamente con una aversión tan feroz
que se me hace un nudo en la garganta.
Cuando ella llega al final de la escalera, los guardias se adelantan haci-
éndola detenerse. Sus ojos se abren de par en par alarmados y se queda
con la boca abierta. —Espera, no quería…

—Señoras y señores. —Byron desciende las escaleras con una sonrisa


de satisfacción—. No importa lo mucho que hagas campaña para el trata-
miento humano de Prunella, ella no puede evitar sobrepasarse.
Coloco una mano en el brazo del Príncipe Kevon. —¿Qué está pasan-
do?
Sacude la cabeza mientras los guardias empujan a Prunella hacia fuera
por una puerta lateral. —Entre otras quejas, los espectadores exigieron
que la señorita Broadleaf se reincorporara a las Pruebas de Princesa co-
mo presentadora y no como prisionera.
—No entiendo por qué no está en la cárcel.
Los labios del Príncipe Kevon se tensan. —Como parte agraviada, los
padres de Rafaela permitieron que Prunella terminara las Pruebas antes
de su ejecución. A pesar de mis protestas, Montana accedió a ello siemp-
re y cuando mantuviera una distancia de quince metros de mí.
Asiento con la cabeza. Para un noble corrupto como Montana, permitir
que la esposa a la que descartó actúe para el público sería mucho más fá-
cil que hacer que sus empleados transmitan la verdad. Todavía no sé cu-
ánta implicación tuvo realmente Prunella en el asesinato de Rafaela y en
los atentados contra mí, pero me sentiría mejor con ella de vuelta en el
estudio.
Byron se posiciona al pie de la escalera. Garrett le da una palmada en
la espalda al Príncipe Kevon y lo guía hacia Byron que se disculpa con
los espectadores por el mal comportamiento de Prunella.
—A propósito de las disculpas, quiero ofrecer dos más —dice el Prín-
cipe Kevon.
Byron se echa hacia atrás con un ceño exagerado. —Seguro que no,
después de todo lo que has superado.

—Imagina entonces, la angustia de descubrir el injusto encarcelamien-


to de dos jóvenes inocentes. —El Príncipe Kevon se dirige a nosotros—.
Emmera Hull y Zea—Mays Calico, el sistema de justicia de Phangloria
se basó en la sabiduría de Gaia, sin embargo, falló cuando las castigamos
por ser testigos.
Me muerdo el labio sin querer sonreír por si la Reina Damascena o el
Ministro de Justicia me culpan por el ataque velado del Príncipe Kevon.
—Es corrupto, inaceptable y lo haremos mejor —dice—. Cuando lle-
gue al poder, dedicaré mi reinado a hacer de Phangloria un lugar donde
todos puedan disfrutar de los regalos de Gaia, independientemente de sus
circunstancias de nacimiento.
Alguien detrás de nosotros jadea, e imagino que es Ingrid o uno de los
otros Nobles. El injusto sistema de Echelon les beneficia a ellos, al igual
que un sistema de justicia en el que nadie se preocupa del asesinato de
una persona a menos que venga de una posición de poder.
Hago una reverencia y espero que este material llegue a OasisVision.
La gente necesita saber que nuestro futuro monarca es serio acerca de ha-
cer de Phangloria un lugar más justo.
Byron aplaude y asiente a los asistentes de producción para que tambi-
én aplaudan el discurso del príncipe. Emmera y yo aplaudimos primero,
luego un pequeño aplauso viene de las chicas detrás.
—Gracias, Alteza, por unas palabras tan emocionantes —dice
Byron—. Estoy seguro de que hemos mantenido a estas jóvenes en sus-
penso durante mucho tiempo.
Un asistente de producción hace un gesto para que Emmera y yo nos
retiremos a nuestros lugares. Cuando ambas estamos en la fila con las ot-
ras chicas, los aplausos se apagan.
El Príncipe Kevon se aclara la garganta. —Pasé algún tiempo vigilan-
do la Gran Muralla durante mi aprendizaje, lo que me dio una compren-
sión de cómo Phangloria se expandió a lo largo de los siglos. La gente
viaja kilómetros a través del desierto para llegar a nosotros, y Phangloria
les da la bienvenida a todos.
—¿Las jóvenes patrullarán la muralla? —Byron pregunta con una risa
nerviosa.
—No del todo. —El príncipe inclina la cabeza hacia un lado y son-
ríe—. Cada una de ustedes pasará un día siguiendo a uno de los profesi-
onales que trabajan en los Barrens. Aquellas cuya actuación se ajuste a
los principios de Gabriel Phan pasarán a la siguiente ronda.
Miro a las Nobles con el ceño fruncido. Parece que el Príncipe Kevon
quiere eliminar a los que se niegan a pasar tiempo con los Expósitos. Cu-
ando explica que su futura reina debe comprometerse con todos los nive-
les de la sociedad, me imagino a la Reina Damascena escupiendo de ra-
bia.
Él, Garrett y Byron pasan junto a nosotros y salen de las puertas dob-
les y se paran en las escaleras del palacio y posan para las fotos.
En lugar de reporteros, dos de los asistentes de producción están de pie
detrás de cámaras en trípodes. Nos colocan alrededor del trío y me colo-
can al fondo con Emmera y las chicas Amstraadi.
—Calico —dice Tizona—. ¿Has estado alguna vez en los Barrens?
Sacudo la cabeza. —¿Y tú?
Ella bufa una carcajada. —Nuestra república es exactamente como ese
páramo, sólo que sin el calor.

Mis cejas se juntan. Sus palabras me resultan familiares.


Están relacionadas con lo que me dijo el Embajador Pascale en la fies-
ta en el jardín sobre la imposibilidad de cultivar las semillas de los ali-
mentos que importaban de Phangloria.
Antes de que pueda preguntar a qué se refiere, los asistentes de pro-
ducción nos conducen por la alfombra roja hacia dos vehículos: una gran
diligencia y una furgoneta más pequeña que se parece al camerino móvil
de la Reina Damascena. El Príncipe Kevon sube a la más pequeña con
Garret, mientras el resto subimos a la diligencia.
El interior contiene solo una fila de asientos a la izquierda y literas a la
derecha. Los asientos están muy espaciados y algunos de ellos son comp-
letamente reclinables. Me cruzo con Ingrid, que se sienta sola en la parte
delantera y me mira con el ceño fruncido.
Detrás de ella, las otras Nobles se sientan en parejas con la chica Arte-
sana detrás de ellos.
Me detengo en el siguiente asiento donde Emmera se sienta sola.
—¿Puedo unirme a ustedes? —le pregunto.

Me mira con ojos tristes y asiente.


Me deslizo en el asiento del pasillo y me inclino hacia delante para
captar su mirada. —¿Estás bien? —Mueve la cabeza—. No me dejan ir a
casa.
—¿Por qué no?
—Está en el contrato que firmamos. No podemos irnos a menos que
seamos eliminadas.
Mis labios forman una fina línea. Ni siquiera firmamos un contrato.

Los asistentes de producción nos dijeron que presionáramos nuestras


huellas digitales en una tableta de ordenador. Quiero asegurarle que el
Príncipe Kevon no dejará que nos pase nada terrible, pero ni siquiera él
puede tener ojos y gente en todas partes.
Byron se pone al frente y aplaude para que le prestemos atención. —
Señoritas, el viaje a la Gran Muralla durará varias horas; así que póngan-
se cómodas. Una de ustedes desayunará con el Príncipe Kevon y el resto
comerá durante el viaje. Después, Su Alteza las invitará a compartir una
taza de té.
—¿Quién va a comer con el Príncipe Kevon? —pregunta Constance
desde el frente.
Byron dirige una deslumbrante sonrisa a Ingrid que sale disparada de
su asiento. Los gemidos llenan el interior del vagón, algunos de ellos inc-
luso provienen de los Amstraadi de los asientos traseros.
Llevo la mano bajo el reposabrazos, abro con facilidad la puerta de la
nevera y saco dos botellas. —¿Bebes?
—Gracias—. Emmera toma la botella refrigerada y bebe.
Una pantalla baja del techo mostrando la salida del Príncipe Kevon del
hospital. Aunque dice que las imágenes son en directo, parece que van
con una hora de retraso del tiempo real.
Las puertas del autocar se cierran con un siseo y leo la etiqueta de la
botella.
Esta dice CALMA. La abro de golpe, bebo un sorbo y dejo que su
fresco contenido elimine la amargura del café.

A medida que avanzamos por el camino, las ventanas se oscurecen


hasta que se vuelven completamente negras. Gotas de agua caen de las
fuentes del palacio, dándome una sensación de paz. Vemos el Canal Li-
festyle que ahora muestra un montaje de las visitas de Ingrid a la habita-
ción de hospital del Príncipe Kevon.
Emmera frunce el ceño. —¿No te importa que Ingrid haga trampas?
Llevo días viendo las Pruebas de Princesa y no paran de repetir esas es-
cenas.
Sacudo la cabeza. —Pueden mostrar lo que quieran en el Canal Li-
festyle. No es que el Príncipe Kevon vaya a decidir qué chica quiere en la
votación popular.
—Zea —susurra Emmera.

—¿Qué? —respondo.
—Me preguntaron si estabas enamorada de otro.
Miro fijamente sus ojos grises y tardo unos cuantos latidos en darme
cuenta de que está hablando del interrogatorio. —¿Qué dijiste?
—Me inyectaron algo, y no pude decir nada más que la verdad.
Los nudos de mi estómago se tensan. Si la botella que Mouse le dio a
Emmera no contenía un antídoto, ¿qué significa eso sobre las respuestas
de Vitelotte? Ella es demasiado sensata para apuñalar a un príncipe sólo
para demostrar su amor a Ryce, pero podría hacerlo como mártir de la re-
volución. ¿Y qué diablos sabe Emmera sobre mí que podría revelar a
Lady Circi? Me acerco, esperando que responda a mi pregunta.
Ella tira de su cuello. —Les dije que no lo sabía, pero no dejaban de
preguntarme si creía que estabas enamorada de alguien o de quién podrí-
as estar enamorada.
—¿Qué más preguntaron?
—Nada sobre la persona que realmente apuñaló al príncipe —susur-
ra—. Solo de ti.
—Oh. —No me sorprende que estén tratando de sacar a relucir cosas
de mi pasado para demostrar que ya tengo novio. Dejo que lo intenten.
Los únicos hombres con los que paso tiempo en público son papá y Ke-
von.
Menos de una hora después, el vehículo se detiene e Ingrid entra. To-
das las conversaciones se detienen e Ingrid nos lanza a todos una sonrisa
triunfante antes de volver a su asiento. Byron llama a Sable para que to-
me su turno de té con el príncipe. La chica Amstraadi sale del vehículo y
nosotros continuamos por la carretera.
Miro fijamente la pantalla en la que están reproduciendo imágenes de
Ingrid bailando con un soldado Amstraadi junto a primeros planos del
Príncipe Kevon con cara de preocupación. Sacudo la cabeza ante el paté-
tico intento de fabricar un romance y desearía que repitieran la desastrosa
primera cita de Ingrid con el príncipe.
Prunella Broadleaf está de pie frente a una pantalla llevando su colla-
rín. Detrás de ella hay un primer plano de guardias fronterizos en lo que
parece la Gran Muralla. Apuntan con sus armas a una multitud de perso-
nas desnudas.
Mi corazón se hunde e intercambio una mirada frenética con Emmera.
¿Es así como los productores de las Pruebas de la Princesa eluden la or-
den del Príncipe Kevon de mantener a las concursantes a salvo?

—¿Por qué atacan esos Expósitos? —pregunta.


Sable se para frente nosotros, su cara pecosa se divide en una sonrisa.
—Esos no son Expósitos, son hombres salvajes. ¿Cuánto quieres apostar
a que nuestra próxima tarea implicará a esos caníbales?
Capítulo 13

Los rostros de los salvajes llenan la pantalla. No se parecen en nada a


Firkin, el Expósito deforme que conocí en el bosque, ni siquiera al Expó-
sito que trabajaba en la estación de vigilancia subterránea de Carolina.
Sus rasgos son completamente humanos, salvo la locura de sus ojos.

Uno de los hombres, un bruto con una barba rubia desaliñada, enseña
unos dientes perfectos a la cámara y mueve una lengua negra. Los gritos
de horror llenan la parte delantera del vagón. Un pigmento rojo oscuro ti-
ñe la piel alrededor de sus ojos, y el resto de su rostro está incrustado en
suciedad.
Emmera se inclina hacia mí y susurra:
—¿Son actores?
Frunzo el ceño y miro a los ojos preocupados de la otra chica. La ver-
dad es que es una buena pregunta, teniendo en cuenta lo que hemos visto
en el mercado agrícola. La mayor parte de la gente que vendía productos
eran Artesanos o Nobles, y esa búsqueda de una supuesta Ingrid desapa-
recida estaba formada por gente que Georgette reconocía de la escuela de
teatro.
Veinticinco mil personas componen el Escalón Artesano, pero ¿qué
hacen en realidad? Cinco mil Nobles no pueden necesitar tantos artistas.

Me muerdo el interior del labio. —¿Tal vez?


Prunella se adelanta a las imágenes y explica que la primera ronda de
ataques nucleares contra América resultó en cantidades dañinas de enve-
nenamiento por radiación. Algunos niños no nacidos sufrieron daños en
el desarrollo del cerebro, que sólo empeoraron con las siguientes genera-
ciones y con nuevos ataques nucleares. En ciertas regiones de América,
los humanos retrocedieron a un estado salvaje parecido a una forma
avanzada de simio.
La cámara corta a un plano general de cientos de hombres salvajes re-
unidos en torno a un punto de la gran muralla. Se retiran y luego se aba-
lanzan sobre unas puertas con fuertes rugidos. Me tapo la boca con una
mano y me inclino hacia delante mientras los guardias sueltan un berren-
do a través de un hueco en la muralla.
Todos los salvajes persiguen a la bestia, que corre hacia el horizonte.
Cuando el grupo está fuera de alcance, una explosión levanta una enorme
nube de polvo. Sacudo la cabeza. Esto tiene que ser falso.
Cada hora de viaje, el autobús se detiene para permitir que una chica
suba y otra pase un rato con el Príncipe Kevon. Es una distribución equ-
itativa, ya que él alterna entre Phanglorian y Amstraadi, y cada chica
Noble regresa eufórica por el tiempo que ha pasado con el príncipe.
La pantalla reproduce la cita del Príncipe Kevon con Sable. Están sen-
tados uno al lado del otro en un sofá de cuero, mirando una tableta. Se-
gún su conversación, ella le está mostrando imágenes de cúpulas de culti-
vo al estilo de Phangloria instaladas en la República de Amstraad. No
podemos ver las imágenes que Sabre comparte con el príncipe, pero su
ceño fruncido me dice que sus esfuerzos no coinciden con nada del Jar-
dín Botánico.

Más tarde, una de las chicas consigue almorzar con el Príncipe Kevon,
y aún más tarde, Byron selecciona a otra Noble para compartir la cena
con él.
Emmera y yo intercambiamos miradas irritadas ante una comida de fi-
lete Diane servido con mini patatas asadas en romero y mantequilla.
Byron ni siquiera intenta ocultar su predisposición hacia los Nobles.
Después de la cena, un asistente de producción recoge nuestras bande-
jas y yo deslizo el cuchillo de carne en mi bolsillo. A continuación, una
chica rubia Amstraadi visita al príncipe. Cuando regresa, Byron se sitúa
al frente y da una palmada para llamar nuestra atención.
—Estamos a punto de llegar al Fuerte Meeman—Shelby, donde el
Príncipe Kevon pasará la noche para su control sanitario.
La preocupación me oprime el pecho y aprieto mi botella de agua. ¿Se
ha esforzado demasiado?
—¿No vendrá a los Barrens con nosotros? —pregunta Ingrid.
—Su Alteza también tiene un compromiso previo en la Región de los
Cosechadores —responde Byron.

Me vuelvo hacia Emmera, que se queda con la boca abierta. Esto debe
estar relacionado con el destierro de Vitelotte. Meeman—Shelby está en
la frontera de Rugosa y Panicum.
—¿Qué podría querer un príncipe en ese remanso? —pregunta otra
chica Noble.

Byron desvía la mirada de la chica y no se digna a responder el co-


mentario. Detrás de él, la pantalla muestra un mapa de Phangloria que si-
gue la ruta que hemos tomado desde el Oasis. El Oasis se encuentra al
pie de las Grandes Montañas Humeantes, en un lugar que solía llamarse
Sweetwater, Tennessee.
El mapa muestra los antiguos puntos de referencia a lo largo de nuest-
ra ruta, como Nashville y Memphis, Tennessee, que se encuentran dentro
de la Región de los Cosechadores. Actualmente estamos fuera del muro
menor que separa Phangloria de los Barrens y nuestro destino final es
Fort Worth. Se encuentra en el lugar que antes se llamaba Dallas.
—El siguiente tramo de nuestro viaje son quinientas millas —dice
Byron—. A partir de ahora, será un viaje sin escalas hasta Fort Tyler pa-
ra ducharnos y desayunar, y luego a la Gran Muralla en Fort Worth. Su-
giero que todas duerman un poco.
Mientras todas las Nobles se apresuran a la izquierda del vehículo para
asegurar las literas inferiores, me dirijo a Emmera. —¿Vas a tomar una
de las camas?
Ella niega con la cabeza. —¿Qué sentido tiene, cuando estos asientos
se reclinan hasta el fondo?
La chica Artesana sentada delante se levanta para tomar una litera su-
perior, pero ninguna de las chicas de Amstraad abandona sus asientos.
Vuelvo la mirada a la pantalla, que sigue mostrando el mapa de Phanglo-
ria. La muralla menor recorre los lechos secos de los ríos Mississippi y
Ohio y termina en la costa de Baltimore. Aunque la Región de los Cosec-
hadores ocupa la mayor parte de la tierra dentro de los Echelons, los Bar-
rens son la masa más grande dentro de Phangloria.

Sólo cincuenta mil personas viven en los Barrens. Mamá dice que se
reúnen cerca de los Fuertes, donde hay suministro de comida y agua, pe-
ro Firkin vivía en las montañas. No entiendo por qué Phangloria sigue
moviendo sus fronteras por el desierto cuando ya hay tanta tierra impro-
ductiva y desolada dentro de la Región de los Cosechadores.

La pantalla se apaga y todas las luces del vagón se atenúan. Cierro los
ojos y envuelvo los dedos alrededor del cuchillo de carne que guardé de
la cena, por si acaso alguien ataca mientras duermo.

Horas más tarde, un suave zumbido me saca de un sueño sin sueños.


Abro los ojos y me levanto del asiento reclinado para descubrir que las
ventanas del vehículo se han vuelto transparentes.
Estamos aparcados entre las paredes de roca de una fortaleza con un
patio circular del tamaño de la plaza de Rugosa. Su primer nivel consiste
en pasarelas arqueadas de tres metros de altura que conducen al edificio
principal, con pequeñas ventanas que adornan los tres niveles superiores.
Las puertas se abren y una ráfaga de aire caliente y seco entra en el in-
terior del vehículo. Tengo que entrecerrar los ojos mientras seguimos a
los asistentes de producción por debajo de los arcos sombreados y entra-
mos en el interior blanco y fresco del fuerte.
Nadie habla durante el recorrido por el pasillo curvo del fuerte. Cuan-
do entramos en un dormitorio blanco y sin rasgos que contiene dieciocho
literas, las chicas de Noble refunfuñan. Cuando entramos en las duchas
comunes, las chicas Nobles salen.
Petra la Artesana, Emmera y yo nos duchamos primero, mientras las
Nobles chillan por las bárbaras condiciones. Ninguna de las chicas Amst-
raadi se une a nosotras, y me pregunto si es porque no quieren dañar las
piezas de sus máquinas.

Cuando salimos, nuestras ropas han desaparecido, sustituidas por traj-


es idénticos a los que llevábamos el día anterior. Somos las primeras en
llegar a un comedor formal. A diferencia del resto de la fortaleza, que
consta de suelos de piedra y paredes encaladas, esta sala tiene una al-
fombra beige, papel pintado de color champán y retratos de Gaia y Urano
en la pared.
Hay una elaborada mesa para dieciséis personas con dos sillones en
los extremos. Parece que quien haya preparado esta sala probablemente
esperaba que el Príncipe Kevon nos acompañara.
Nos sentamos en un extremo de la mesa y nos servimos de una bande-
ja de huevos escalfados, salchichas, bacon y verduras a la parrilla. Entre
los platos hay croissants y gofres. Jarras de sirope y fruta picada rodean
una alta pila de tortitas, que pienso tomar de postre. También hay cuatro
tipos de zumo de frutas, jarras de plata con té, café, achicoria y chocolate
caliente, además de agua hirviendo para quien quiera prepararse una in-
fusión.
Mi antiguo yo se habría quejado de que los Guardianes disfrutaran de
festines tan elaborados, pero las reformas de racionamiento de agua del
Príncipe Kevon cambiarán las cosas para los Cosechadores. Probable-
mente, papá desenterrará la mitad de los cactus y cultivará suficiente co-
mida en el jardín para mantener a la familia, y sus microhuertos prospe-
rarán con toda esa agua adicional.

Cuando llegan las Nobles, se sientan en el lado más alejado de la me-


sa, lo que me permite disfrutar de este desayuno en paz. Una vez que to-
dos han terminado de comer, subimos a dos jeeps cerrados, que nos lle-
van fuera del fuerte.
Las piedras retumban bajo las ruedas del espacioso vehículo. Me incli-
no hacia delante en mi asiento y miro por la ventanilla. Es difícil saber si
la aspereza del terreno se debe a que la superficie de la carretera es de
grava o a que los vientos han arrastrado piedras por todas partes. Durante
los primeros kilómetros, el paisaje es una mezcla de beiges, marrones y
amarillos. Las franjas de desierto plano se extienden en el horizonte, in-
terrumpidas por alguna colina rocosa.

Nuestro guía es un hombre de pelo negro con un rostro sin edad que
lleva un traje caqui. Nos explica que nos estamos acercando a lo que so-
lía ser la Puerta de Dallas de la Gran Muralla, pero que se ha desplazado
treinta millas en el último siglo, y ahora la Puerta está en un lugar llama-
do Fort Worth.
Cuando la camioneta rodea una alta duna de arena, aparecen puntos de
color en una colina lejana. Me inclino hacia delante y frunzo el ceño al
ver tonos verdes, azules y rojos que no aparecen en la naturaleza, y muc-
ho menos en el desierto.
—¿Qué es eso? —pregunto.
—Uno de los asentamientos de Expósitos —dice nuestro guía—. Des-
pués de pasar el proceso de descontaminación, son libres de vivir en cu-
alquier parte de los Barrens.
Mientras nos acercamos, puedo distinguir que los colores son los lados
del edificio. —¿Cuánto tiempo lleva eso?
Ingrid se gira y enseña los dientes. —¿Por qué tienes que hacer tantas
preguntas molestas?

—Se llama mantener una conversación e interesarse por algo que no


sea uno mismo —le respondo.
Ella murmura algo sobre hacer que los guardias me descontaminen la
boca, pero yo me vuelvo hacia la primera de las viviendas.

Su estructura es algo mayor que la de una letrina, hecha de tablones


empedrados, chapas de hierro corrugado y tela. Algunas son postes de
madera con botellas rellenas de arena y otras son tiendas de campaña
hechas de retazos.
Me muerdo el labio. Las casas de los Cosechadores son básicas, pero
al menos nuestras casas de tierra son lo suficientemente fuertes y están
aisladas para soportar las inclemencias del tiempo. ¿Qué pasa durante la
temporada de lluvias o si hay una tormenta de viento? Es fácil entender
por qué mamá habla como si la vida de un Cosechador fuera un lujo de-
senfrenado.
Tras otros veinte minutos, la camioneta se desvía de la carretera, rodea
otra duna y entra en una cúpula cuatro veces mayor que la de Rugosa.
Los focos llenan el interior del vehículo junto con los gritos y vítores de
una multitud. Me asomo a la ventanilla de la derecha y contemplo el inte-
rior de un auditorio más grande que la Sala de Conciertos Gloria, con hi-
leras que llegan hasta el techo.
A la izquierda, decenas de vehículos negros están aparcados junto a un
escenario elevado. Al fondo hay una gigantesca insignia de Phangloria,
junto a una fila de asientos. Byron se sitúa en el centro con los brazos ex-
tendidos. Las chicas del jeep que nos preceden suben al escenario y, en
cuanto nuestro conductor aparca, nos sentamos detrás de Byron.
—Gente de los Barrens, gracias por la cálida bienvenida. —La voz de
Byron resuena en la arena—. Demos todos un aplauso al Príncipe Kevon.
Quería estar aquí para conoceros a todos, pero ha sido llamado por asun-
tos de estado.
Mis cejas se levantan. Me pregunto cuánto de lo ocurrido al príncipe
llegó a la gente que no tiene acceso a Netface.

Byron cruza el escenario. —El desafío de hoy nos lleva al territorio


más emocionante de Phangloria, nuestro futuro. Un día, esta tierra tendrá
ciudades, campos de cultivo y lagos de agua dulce. Cada Expósito disfru-
tará un día de su propio oasis personal.
Todo el mundo aplaude. Yo trago saliva. ¿Y si esas imágenes de
hombres salvajes eran en beneficio de los Expósitos? Si creyera que los
Guardianes me mantenían a salvo del desierto, estaría demasiado agrade-
cida para exigir un hogar y una oportunidad de trabajar dentro del Muro
Menor. Me sacudo estos pensamientos. Sin todos los hechos, podría vol-
verme loca con las especulaciones.
—Demos la bienvenida a nuestros mentores —dice Byron—. Cada
uno de ellos asignará a nuestras valientes candidatas una tarea relaciona-
da con la vida en los Barrens.
La puerta de un auto se cierra a la izquierda del escenario, y un enorme
guardia con armadura negra se acerca. Detrás de él camina una mujer de
pelo gris que lleva un mono de lona, y un hombre vestido con un mono
gris estilo Cosechador. Byron presenta al primer hombre, el coronel Vic-
torine, encargado de patrullar la muralla. La mujer de pelo gris se presen-
ta como Primavera Melrose y dice que enseña Historia Moderna.
Me siento y estudio su rostro. La señora Melrose fue la profesora de
mamá, que compitió en las Pruebas de la Princesa antes de las de la Re-
ina Damascena. Eso la hace aún más joven que Montana, pero tiene los
rasgos delineados de una abuela.
Antes de que la tercera persona pueda presentarse, un sonido de timbre
resuena en los altavoces. Todo el mundo se agarra a los oídos. El corazón
me salta a la garganta y me vuelvo hacia las salidas de la derecha y la iz-
quierda de la cúpula.

—¿Qué está pasando? —grita Byron.


El Coronel Victorine coge el micrófono del tercer altavoz. —Todo el
mundo, quédese en la arena hasta que nos ocupemos del disturbio en la
Gran Muralla.
—Te llevaremos. —Byron hace un gesto con los brazos a los asisten-
tes de producción, que nos sacan del escenario y nos meten en los vehí-
culos.
Me arrastro por el asiento, lejos del objetivo de una cámara que apunta
a su centro. Los latidos de mi corazón se aceleran como los de un berren-
do fuera de control, aunque sospecho que este ataque es algo escenifica-
do para hacer más emocionantes las Pruebas de Princesa.

Ingrid se sienta a mi lado y se burla—Deberían lanzarte por una de las


escotillas y hacer que los salvajes te persigan hasta el horizonte.
—¿Qué pasa? —pregunto con una mueca igualmente desagradable—.
¿Todavía te duele que tus intentos de matarme hayan fracasado?
Su expresión altiva se desvanece, y desvía su mirada de la cámara a la
chica Noble sentada a su otro lado. Nadie le da apoyo moral a Ingrid, y
ella mira fijamente a su regazo.
Levantando la barbilla, me siento más recta en mi asiento. Sin armas
ni chicas que refuercen su intimidación, es una serpiente del desierto
hinchada: todo siseo y nada de veneno.
Me vuelvo hacia la ventana, hacia el interminable paisaje del desierto,
preguntándome si las afirmaciones de Byron de que esto se convertirá al-
gún día en un oasis podrían hacerse realidad en un siglo. Los primeros
Panglorianos transformaron un páramo en una hermosa y verde ciudad,
pero eso requirió mucho tiempo y agua. No puedo verlos haciendo nada
con el desierto, excepto convertirlo en tierras de cultivo.
Momentos después, nos acercamos a la Gran Muralla. Su estructura
metálica enrejada me recuerda a la Torre Eiffel, que aparecía en un docu-
mental sobre un país llamado Francia. Hace siglos, los campesinos fran-
ceses dejaron de cuidar la tierra y derrocaron a su rey porque querían co-
mer pastel. Las cosechas fracasaron y un hongo echó raíces, provocando
décadas de hambruna. Más tarde, el rey exiliado llegó con semillas y sol-
dados para sacar a los franceses del borde de la inanición.
Antes de que pueda recordar la versión de Carolina de la Revolución
Francesa, la camioneta llega al pie del muro. Es alto y robusto, con una
hilera de postes de dos metros de altura colocados lo suficientemente cer-
ca como para atrapar el brazo de una persona, unidos por un alambre de
espino suficiente para atrapar a un ratón.
Otra hilera se encuentra a seis metros de distancia, creando un hueco
dentro del muro lo suficientemente ancho como para que quepan dos ca-
mionetas. Las viguetas metálicas que unen las filas en la parte superior
forman una pasarela y los cimientos del siguiente nivel de postes.
Me apoyo en la ventana y recorro su anchura con la mirada. Cada 30
metros hay torres de vigilancia de distintos tamaños. Aquí debe ser don-
de los tiradores abaten a las rapaces que intentan entrar en Phangloria.
La camioneta se detiene y abro la puerta. El aire caliente y polvoriento
me da en la cara, haciéndome estremecer. Ingrid me grita que cierre la
puerta, pero salgo y hundo los pies en la arena. Mis ojos se tensan contra
la luz del sol y el calor se filtra a través del cuero de mis botas.
El Coronel Victorine sale de su camioneta y nos conduce a lo largo del
muro. El desierto en nuestro lado de Phangloria no es diferente del paisa-
je más allá de la barrera. Se detiene en una de las torres más grandes con
un ascensor que me recuerda a una jaula.

—La mitad de ustedes vienen conmigo al puesto de observación. —


Señala más abajo en la pared—. La otra mitad podrá ver la perturbación
desde la siguiente torre.
Sigo al coronel hasta el ascensor con Ingrid, Constance, Emmera, Sab-
le, Tizona y una chica Amstraadi de pelo negro llamada Katana. Justo
antes de que se cierren las puertas del ascensor, Cassiope entra con otro
ayudante de producción e intercambian sonrisas. Las demás concursantes
resoplan de fastidio y se alejan bajo el sol con los ayudantes de producci-
ón.
El puesto de observación se encuentra a media altura de la torre, en
una sala climatizada de paredes blancas y ventanas panorámicas. Cuatro
telescopios apuntan hacia el desierto, cada uno de ellos atendido por gu-
ardias, pero desde la ventana no puedo ver nada más que el desierto y
una lejana formación de rocas anaranjadas.
Un guardia de fronteras con uniforme caqui está sentado ante cinco
monitores dispuestos en forma hexagonal alrededor de su amplio escrito-
rio.
Nos alineamos contra la pared del fondo, mientras Cassiope y su com-
pañera colocan las cámaras alrededor de la sala. En cuanto terminan, la
otra asistente de producción levanta el pulgar.
Constance se adelanta con las manos en la cadera. —¿Dónde está la
emergencia?

El guardia que está sentado ante los monitores se levanta y hace una
seña a uno de los guardias del telescopio para que traiga otra silla. —Se-
ñorita, ¿quiere ver?
Constance asoma la nariz y se une a Ingrid en los asientos. Mientras
los demás nos reunimos a su alrededor, los guardias nos traen botellas de
Agua Ahumada y preguntan a las chicas Noble si prefieren algo más ref-
rescante. Ellas piden una bebida llamada Oasis Palmtree.
Una vez que llegan las bebidas, el guardia da un golpecito en la pantal-
la del medio y saca la imagen de un vehículo que aparece en el monitor
del medio. Las chicas Amstraadi y yo nos inclinamos hacia delante, y re-
sisto el impulso de poner las manos en el respaldo de la silla de Constan-
ce.
Sólo puedo decir que es un vehículo porque se mueve muy rápido y
crea nubes de polvo. Es difícil saber el tamaño, pero es marrón y parece
más grande que una camioneta y más pequeño que un autobús.
Me quedo con la boca abierta, pero es Constance quien habla primero.
—¿Han evolucionado los salvajes?
—Son Expósitos, idiota —suelta Ingrid.
—Así es, señorita Strab —dice el guardia—. La mayoría de los Expó-
sitos llegan a pie, pero algunos llegan a lomos de animales, y unos pocos
consiguen improvisar vehículos.
Nuestro profesor de Historia Moderna nos dijo que ninguna tecnología
sobrevivió a la serie de desastres que destruyeron la Tierra. Me imaginé a
los Expósitos como nómadas que tuvieron la suerte de tropezar con
Phangloria. ¿De dónde iban a sacar autos después de tanto tiempo, y qué
iban a utilizar como combustible?
—¿Cómo? —La pregunta se me escapa de la boca.

Ingrid resopla, pero el guardia mira al coronel Victorine, que asiente.


El guardia responde: —A medida que la Gran Muralla se extiende por
el continente, se hace más visible para los supervivientes que se escon-
den en las montañas y otros enclaves geográficos.
Vuelvo la mirada a la pantalla. Una masa en movimiento aparece det-
rás del vehículo.
Sable se inclina hacia delante. —¿Podrías ampliar la pantalla?
Ingrid se revuelve en su asiento y sonríe. —¿No tienen tus ojos una
función de zoom?
—¿No es esa la chica que fingió su desaparición? —Sable inclina la
cabeza hacia un lado.
Katana sacude la cabeza. —La estás confundiendo con la chica con
marcas de puntos visibles alrededor de su nueva nariz.
—Los dos están equivocados. —Tizona se golpea la barbilla—. Esa es
la chica que se escabulló de las Pruebas de la Princesa para arreglar su
nariz para que fuera más del agrado del Príncipe Kevon.
Se me escapa una carcajada y me tapo la boca con una mano. Mi mira-
da se desvía hacia un lado de la habitación, donde Cassiope asiente. El
Príncipe Kevon insinuó una vez que yo no tenía adornos, pero pensé que
era un comentario dirigido a los Nobles en general. Probablemente se re-
fería a las mejoras quirúrgicas de Ingrid.
Aparecen manchas rojas en las mejillas de Ingrid, y se lleva su mano a
la nariz, pero la obliga a bajar.
El guardia se aclara la garganta, pulsa algunos comandos en la pantalla
y muestra un grupo de personas montadas en camellos.

Trago un bocado de agua con sabor a fresa para calmar mi garganta se-
ca. —¿Qué pasa cuando la gente se acerca a la Gran Muralla?
—Eso depende de si son homo sapiens u homo ferox —responde el
guardia.

—¿Homo qué? —Suspiro


—Ferox significa salvaje —suelta Ingrid. —¿No les enseñan nada,
aparte de cómo recoger maíz?
—Parece que no —murmuro.
El Coronel Victorine nos interrumpe con un discurso sobre el proceso
de acogida de los Expósitos, empezando por una definición de los homb-
res salvajes similar a la que Prunella Broadleaf ofreció la noche anterior.
Mientras nos cuenta que algunos Expósitos llegan a la Gran Muralla
incapaces de hablar, tienen formas de comprobar si un recién llegado re-
quiere educación o exterminio.
Dejo caer mi mirada hacia las pantallas, que muestran los grupos que
se aproximan. El vehículo sigue su ritmo constante, pero es difícil saber
quién está dentro. En la siguiente pantalla aparecen los jinetes. Llevan la
cabeza cubierta de tela y ocultan la mitad inferior de sus rostros con tra-
pos. Sus ropas son oscuras pero, desde esta distancia, podría tratarse de
un uniforme o de suciedad apelmazada.
—¿Qué hay detrás de los camellos? —pregunta Sable.

El coronel Victorine se acerca a los monitores. —Amplía la cámara te-


lescópica.
El guardia hace un zoom sobre una masa de píxeles en movimiento
que me parecen manchas que corren por el desierto. Parece que una mul-
titud persigue a estos recién llegados.

Suspira y teclea algunos comandos en el monitor del final. —Este es el


mayor grupo de salvajes que hemos tenido en meses.
—Espero que activen los misiles de corto alcance —dice Ingrid—. Si
un número suficiente de personas se acerca a la Gran Muralla, podrían
dañar su integridad y atacar el Oasis.
—Pero ¿qué pasa con la gente que intenta llegar a la Gran Muralla? —
pregunto.
Ingrid resopla. —Estoy segura de que todo el mundo estará de acuerdo
en que la seguridad de los Panglorianos tiene prioridad sobre la de los
Expósitos.
Miro a las chicas Amstraadi, que no reaccionan, y luego dirijo mi mi-
rada a los guardias que están alrededor de la sala. O están de acuerdo con
Ingrid, o no les importa. —Esas personas que corren detrás de los camel-
los puede que ni siquiera sean hombres salvajes.
El Coronel Victorine cruza los brazos sobre el pecho. —Si está tan se-
gura de que esa chusma es un grupo de Expósitos, puede tomar un vehí-
culo blindado y escoltarlos a través del muro.
Se me cae el estómago. —¿Qué?
Sus ojos se endurecen. —Considéralo un reto para las Pruebas de Prin-
cesas.
Capítulo 14

El coronel Victorine saluda a uno de sus sargentos, una mujer de piel


oscura con una larga trenza. —Travis, lleva a la Señorita Calico a la pu-
erta y permítele elegir un vehículo.
Un ataque de vértigo se apodera de mis percepciones, y las paredes
blancas de la torre de vigilancia se doblan en ángulos extraños. Miro de
la sargento que asiente al coronel. —¿Qué está pasando?
Cruza los brazos sobre su amplio pecho y me mira con ojos tan fríos y
pálidos como los de Ryce Wintergreen. —Ya que ha señalado tan acerta-
damente nuestra obligación de ayudar a todos los que se acerquen a la
Gran Muralla en busca de refugio, va a dirigir el equipo para asegurarse
de que los que van a lomos de un camello lleguen a la muralla.
—¿Señor? —pregunto, con la mente en blanco.
Él levanta un dedo grueso. —Pero deben deshacerse de sus animales
antes de llegar a las puertas. No nos arriesgaremos a que nuestras razas
se contaminen.

Se me seca la garganta. —Pero no tengo ninguna experiencia.


—Ya veo. —El Coronel Victorine dirige una mirada cómplice a la ca-
marógrafa—. ¿Calico quiere que arriesgue a mi personal para mantener a
raya a los hombres salvajes por sus expósitos, mientras ella y su Echelon
descansan tranquilos detrás de muros seguros?
Vuelvo la mirada al monitor, que muestra a los hombres a lomos de un
camello. La horda se mantiene a varios metros detrás de ellos y no mu-
estra signos de desaceleración.

—Qué típico. —Ingrid sacude la cabeza.


Constance asiente. —Es fácil abrir la boca cuando toda tu vida se cent-
ra en recoger maíz dulce.
Sable, que está a mi lado, se inclina hacia Katana y susurra algo que
hace que la otra chica resople.
La molestia me recorre la piel. Esta gente parece preocuparse más por
mantener su pared bonita y limpia que por los Expósitos que se acercan.
—No estaba diciendo que nadie debería salir a arriesgar su vida, pero
¿no se pueden hacer algunos disparos para ahuyentar a los salvajes?
—Hemos visto este escenario cientos de veces. —El coronel reprime
un bostezo—. Los salvajes pueden ser animales de aspecto humano, pero
no son estúpidos. Están reuniendo a la gente en la Gran Muralla, esperan-
do que uno de los suyos pueda colarse dentro.
—Puede que incluso haya algunos de ellos escondidos en ese auto—
Travis se quita una mota imaginaria de polvo de su solapa.
Mis labios forman una línea apretada. Si los hombres salvajes son lo
suficientemente sofisticados como para conducir, tal vez merecen un lu-
gar en Phangloria. No puedo decirlo delante de la cámara por si alguien
tergiversa mis palabras.
El Coronel Victorine se asoma tan cerca que el calor de su cuerpo irra-
dia contra mi piel, y mis fosas nasales se llenan de su olor corporal a qu-
eso. —¿Vas a salvar a esos Expósitos? —gruñe—. ¿O te vas a quedar
callada mientras vamos al bastión y lanzamos esos misiles?
La rabia me quema el pecho. Retrocedo y aprieto la mandíbula. Esta
gente ha atravesado el desierto y ahora está a unos minutos de la seguri-
dad. No puedo dejar que su viaje termine en muerte. Si no fuera porque
alguien dejó entrar a los padres de mamá, quizá nunca hubiera nacido.
Tragándome un montón de amargura, reprimo mi animosidad y me en-
cuentro con la dura mirada del coronel. —Lo haré, pero con la ayuda de
un conductor.
—Nosotras. —Sable engancha un pulgar a las otras dos chicas Amst-
raadi—. Si pueden prestarnos un vehículo con armas, Katana y Tizona
pueden manejar las armas.
El Coronel Victorine hace un gesto con la cabeza a la Sargento Travis.
—Por aquí, señoritas. —Travis se dirige a la puerta.
El trío de chicas Amstraadi realiza un giro y marcha detrás de la sar-
gento. Camino detrás de ellas, sin atreverme a preguntarle a Sable por
qué se ha presentado voluntaria.

—Nos estás dejando fuera. —Detrás de nosotros, Constance sale dis-


parada de su asiento.
El pavor llena mis entrañas como un montón de piedras. Es más pro-
bable que las Nobles saboteen esta misión que la ayuden. Me detengo en
la puerta, con las demás de pie en el pequeño pasillo entre la sala de
control de la torre de vigilancia y el ascensor, esperando a ver si el coro-
nel les permite unirse a nosotras.
El Coronel Victorine inclina la cabeza y les dedica a las Nobles una
sonrisa aceitosa. —Ustedes y la Señorita Strab pueden unirse a mí en el
bastión, donde podrán disparar a los salvajes cuando se acerquen.
Mis fosas nasales se agitan. Esto era exactamente lo que estaba sugiri-
endo para la gente a lomos de un camello, pero no sabía cómo describir-
lo. Ahora que he aceptado rescatar a los jinetes de los hombres salvajes
que se acercan, es demasiado tarde para echarse atrás. Me uno a la Sar-
gento Travis y a las tres chicas Amstraadi en el ascensor. Cassiope entra
tras de mí, y la otra asistenta se queda atrás con las Nobles.
Cuando llegamos al fondo, las puertas se abren y dejan salir una ráfaga
de luz, calor y viento granulado. Es abrumador, incluso con otras cuatro
mujeres delante de mí. Levanto una mano y entrecierro los ojos mientras
salgo al desierto. Los asistentes de producción se sitúan en torno a un re-
fugio solar blanco colocado a seis metros de la Gran Muralla, donde
Byron Blake se lleva un dedo a la oreja y narra el reto que he aceptado.
Al pasar, agita las manos y me grita que venga para una entrevista, pe-
ro finjo no oírle y miro fijamente hacia una gran carpa blanca.
Tizona me mira por encima del hombro y sonríe. —Esto va a ser más
divertido que ese desafío de la Depresión de Detroit.
Levanto un hombro. —Al menos tengo un vehículo esta vez.
Se ríe. —He visto las imágenes contigo y las cabras. Qué pena que
Berta Ridgeback se ahogara. Era una perra tan divertida.
Mis músculos se tensan al mencionar su nombre, y vuelvo la mirada
hacia la izquierda y vislumbro el desierto a través de los huecos de los
postes de la valla.
—¿De qué estás hablando? —Katana da un codazo a la Amstraadi de
piel oscura—. Era un patito feo.
Tizona sacude la cabeza. —Estaría de acuerdo si esto fuera el Show de
la Cirugía Extrema, pero ninguna cantidad de corsés y contornos podría
transformar a esa perra en un cisne.
—Silencio —le espetó Sable desde el frente—. Ten un poco de respeto
por la mejor amiga de Popcorn.
Mis hombros se relajan. Ahora mismo, no me importa que me llamen
popcorn mientras cambien de tema. Estoy a punto de exhalar un suspiro
de alivio cuando Sable se gira y me guiña un ojo. Aprieto los dientes.
¿Cómo puede saber que he matado a Berta?
La Sargento Travis abre la puerta de la carpa y entra. El aire frío nos
golpea desde todas las direcciones mientras la seguimos, y mis ojos se
adaptan a la luz más tenue. El espacio tiene unos diez metros de ancho,
con un techo lo suficientemente alto como para acomodar el más alto de
los camiones.
En el extremo izquierdo, un par de guardias con armadura negra se
mantienen firmes a ambos lados de una puerta de tres metros de ancho, y
a la derecha hay seis quads solares alineados por parejas. Los vehículos
aparcados detrás de ellos son cada vez más grandes, desde un jeep abier-
to con dos cañones periscópicos en la parte superior, hasta furgonetas y
un enorme camión con ruedas monstruosamente grandes en el extremo.
Me muerdo el interior del labio, esperando que las chicas no cambien
de opinión y elijan las motos.
—Ese. —Sable señala un furgón blindado en el centro. Es de color
arena, con ruedas de un metro de altura y un camión extra grande con
dos filas de asientos y un par de enormes ametralladoras en el techo. La
Sargento Travis da un paso atrás e inclina la cabeza hacia un lado. —El
Destructor del Desierto requiere habilidades de conducción avanzadas.
Puedo sugerir…
—El Coronel Victorine le dijo que nos ofreciera cualquier vehículo —
dice Sable entre dientes apretados—. También necesitamos cuatro juegos
de armas de mano.
Trago saliva y miro el jeep menos intimidante de la parte delantera.
¿No debería escuchar la sugerencia de la sargento? Dudo que la Repúbli-
ca de Amstraad tenga muchos desiertos de arena tan al norte.
Tizona me da una palmada en el hombro. —Oye, Popcorn. Preocúpate
de cómo vas a rescatar a esos Expósitos de los salvajes devoradores de
carne.
Contemplo su rostro sonriente. Es la más amable de las chicas Amstra-
adi y siempre dice lo que quiere decir.
La sargento cruza la marquesina, abre la puerta del asiento del conduc-
tor y pulsa algunos comandos en la pantalla del volante. El salpicadero
del vehículo se ilumina y ella se aparta. —En situaciones como ésta, se
acostumbra a dar a un equipo diez minutos para recuperar a los expósitos
antes de que comience el tiroteo.
Antes de que entremos, un par de camarógrafas se apresuran a colocar
el equipo de grabación en el interior y el exterior del vehículo. Intentan-
do no poner los ojos en blanco, me recuerdo que sólo están haciendo su
trabajo.
Aprieto las manos. —Tenemos que ponernos en marcha antes de que
los salvajes alcancen a los camellos.
Sable toma el asiento del conductor y yo me deslizo en la parte delan-
tera. Las otras dos se sientan en la parte de atrás y acercan sus rostros a
los oculares que, supongo, manejan las armas.
La Sargento Travis da unos golpecitos en la ventanilla del pasajero,
que se desliza hacia abajo. —Aquí están las armas.
—Gracias. —Me guardo una para mí y les doy las otras a las chicas
Amstraadi, esperando que no tengamos que usarlas.

Sable pulsa un botón en el centro del volante, y el motor del vehículo


ruge a la vida. —Esta es tú misión. Estarás en la arena, ayudando a esa
gente a embarcar
—Claro —digo.
Una luz cegadora inunda el interior de la marquesina. Más adelante, a
la izquierda, se levanta la puerta y Sable sale y conduce la furgoneta ha-
cia el desierto. El corazón me retumba como si estuviera a punto de caer
un rayo, y me quedo mirando la arena infinita. Es la primera vez que sal-
go de Phangloria. Me vuelvo hacia el espejo retrovisor y observo cómo
se abren las puertas. ¿Y si nunca nos dejan volver?
Nadie habla, y el ruidoso motor del camión llena el silencio. Katana y
Tizona balancean sus periscopios y hacen algunos disparos de práctica.
Me inclino hacia delante en mi asiento y miro hacia el vehículo que se
aproxima. A unos cinco kilómetros de distancia se alza una enorme for-
mación de rocas anaranjadas. Trago saliva varias veces seguidas, desean-
do haber preguntado al Coronel Victorine por la hora aproximada de lle-
gada.
Momentos después, se forma una nube de polvo entre las rocas. Al
principio, es difícil ver su causa, pero el aire se asienta y el vehículo que
se aproxima emerge de la bruma. Contengo la respiración, esperando que
aparezcan los camellos, pero el vehículo se dirige solo hacia nosotros.
—Tizona. —Me dirijo a las dos artilleras que están sentadas detrás de
nosotros—. ¿Puedes ver a los demás a través de tu periscopio?
—No te preocupes —murmura ella—. Tus camellos están a salvo.
—Pero esos salvajes son rápidos —añade Katana.
Cuando me doy la vuelta, sigo sin ver ninguna señal de camellos o
jinetes, pero el vehículo está a unos cientos de metros. Es de color mar-
rón oscuro, del tamaño de nuestro camión, y con un exoesqueleto que pa-
rece estar hecho de tubos.
El pavor retumba en mi estómago y me agarro al reposabrazos. Sable
acelera y grita cuando un chorro de arena golpea las ventanas laterales.
De cerca, no es un gran vehículo y parece a punto de desmoronarse:
mitad tractor en la parte trasera, mitad camioneta en la delantera, y todo
óxido. Reduce la velocidad y enciende las luces. Aprieto el botón de la
ventanilla y entrecierro los ojos contra la avalancha de luz y aire caliente.
El conductor es un hombre de piel aún más oscura que la de Tizona y
con una enorme barba de color sal y pimienta. En el asiento de al lado
hay unas cuatro mujeres y, detrás de él, filas de innumerables niños sen-
tados en el regazo de otros.
—¿Es este el Oasis del que oímos hablar en la televisión? —pregunta
con un acento muy marcado.
Mis cejas se fruncen. —¿Televisión?
—Sí —dice—. Hemos conducido desde Red Rock. ¿Es este el lugar?
Sable se inclina sobre el asiento del copiloto y grita: —Los dejarán
entrar en la puerta. Date prisa.
—Gracias —dice—. ¿Podrías llamar por radio y decirles que manten-
gan las puertas abiertas un poco más? Somos once más en camellos per-
seguidos por psicópatas.
En cuanto continúa hacia la Gran Muralla, me retuerzo en mi asiento y
miro con desprecio a Sable. —¿Por qué has mentido?
—No nos culpes —responde Katana desde atrás. —No somos nosotras
las que utilizamos la publicidad falsa para atraer a la gente a mi país.

Me trago una réplica y cierro la ventana. Tiene toda la razón. No se sa-


be cuánto durará ese vehículo, y es demasiado tarde para que se den la
vuelta si les digo la verdad.
—No es exactamente una mentira. —reflexiona Tizona—. Si tienen la
suerte de dar a luz a una descendencia genéticamente perfecta, esos niños
podrían tener la oportunidad de convertirse en Cosechadores o ser arre-
batados al nacer y entrenados para convertirse en sirvientes o piezas de
repuesto para las élites Nobles
Una bocanada de aire sale de mi garganta. —¿Qué?
—Concéntrate —sisea Sable—. Acabo de ver a los camellos.
Nadie se somete a pruebas oculares en el Distrito de los Cosechadores,
así que es difícil saber si esas formas que se mueven arriba y abajo de los
camellos son personas o equipaje. Trago varias bocanadas de aire. Un rá-
pido vistazo al espejo retrovisor me indica que el vehículo de los Expósi-
tos sigue ahora nuestras huellas de neumáticos hacia la escotilla.
Exhalo una larga bocanada de aire, despejo los pensamientos sobre las
mentiras de los Nobles para atraer a la gente al Oasis y me concentro en
la misión que tenemos por delante.
Cuando nos acercamos a los camellos, me dirijo a Sable. —Detente
frente a ellos, y yo haré que sus jinetes suban a la parte trasera.
—Hazlo rápido —dice ella—. Quiero poner la mayor distancia posible
entre nosotros y esos salvajes.

El polvo se aclara, dándome una mejor visión de los camellos al galo-


pe. Cada bestia lleva al menos dos hombres, y el jinete de atrás golpea al
camello con algún tipo de látigo. Me duele el pecho por la bestia que se
ha visto obligada a correr distancias tan largas.

Los camellos sin jinete corren detrás de los de delante, cada uno apila-
do con bolsas. Espero que no hayan perdido a sus jinetes.
Sable detiene el vehículo y se retuerce en su asiento. —Katana y Tizo-
na les darán cobertura. Tienes tres minutos antes de que la torre de vigi-
lancia abra fuego.

Abro la puerta, aprieto los dientes ante la ráfaga de aire caliente y salto
de la furgoneta. El calor de la arena se filtra a través de mis botas, y el
olor a polvo y tierra seca llena mis fosas nasales. Katana, que se sienta
detrás del asiento del conductor, abre su puerta y yo corro hacia los jine-
tes que se acercan.
—Hola —grito.

Intercambian miradas y siguen hacia mí.


Pongo ambas manos alrededor de mi boca y grito: —Vengo a acompa-
ñarlos a Phangloria. Suban a nuestro vehículo y los llevaremos a través
de las puertas.
—¿Es este el Oasis? —grita un hombre desde la distancia.
Se me seca la garganta. Lo que sea que estas personas hayan visto en
sus televisores era lo suficientemente prometedor como para hacerles
abandonar sus refugios y viajar a través del desierto. Nunca verán el
Oasis en su vida y lo más probable es que ni siquiera pasen el muro me-
nor y se conviertan en Cosechadores.
Un aullido resuena en la distancia. Me vuelvo hacia la roca y encuent-
ro una horda de gente desnuda que corre hacia nosotros. El pigmento ro-
jo y negro cubre su piel, con acentos blancos que asemejan los huesos.
El terror se apodera de mi tráquea y toda idea de que los salvajes sean
actores se evapora en el calor del desierto. En menos de un minuto llega-
rán y no estaré para sufrir su ataque.
—Rápido. —Hago un gesto con los brazos a los hombres—. Los
hombres salvajes están llegando.
—No vamos a dejar a nuestros animales —grita el de delante.
Sacudo la cabeza. —Phangloria no te dejará entrar con esos camellos

El hombre se echa atrás. —¿Por qué no?


—Mira detrás de ti. —Aprieto los dientes y retrocedo hacia el vehícu-
lo. Los salvajes aceleran el paso y se acercan a los jinetes. —Te quedarás
en las puertas, y esos salvajes ya nos están alcanzando.
Uno de los hombres de atrás salta del camello y aterriza en cuclillas.
Se precipita hacia el camello de atrás y arranca las alforjas. Mientras re-
coge sus pertenencias, otros pocos desmontan y le siguen.
Lo que al principio era un aullido lejano ahora suena como docenas de
voces, algunas masculinas y otras femeninas. Los jinetes pasan corriendo
junto a mí y se meten en la furgoneta, dejando sólo dos camellos que aún
llevan jinetes.
Sable hace sonar la bocina, pero el ruido sólo se mezcla con los aulli-
dos. Están a menos de un cuarto de milla y acortan la distancia. Sus aulli-
dos van acompañados de chasquidos y traqueteos, y se me eriza el vello
de la nuca.
Mis pies se dirigen hacia el camión y dirijo una mirada suplicante al
primer hombre, que no se ha apeado. —Si no vienes solo, tendremos que
dejar que te coman.
Otros dos hombres se bajan de un salto, cogen sus bolsas de los camel-
los de atrás y pasan corriendo junto a mí. Su portavoz se sienta ahora so-
lo.
—Diez segundos y cerramos la puerta —grita una voz desde el interior
de la furgoneta.
El hombre sacude la cabeza. —Llevamos generaciones criando estos
camellos. Son lo único que nos queda.

—¿Cómo te llamas? —le pregunto.


Frunce el ceño. —Thomas.
—Thomas, has viajado kilómetros por el desierto para llegar a un lu-
gar seguro. Las mujeres y los niños te esperan detrás del muro. Por favor,
no mueras por un rebaño de camellos.
Una puerta se cierra de golpe. Luego, unos disparos por detrás me in-
dican que se han agotado los diez segundos.
El pánico me atraviesa el pecho. Podría decirle que el Oasis tiene to-
dos los camellos que pueda necesitar, junto con ríos de agua y festines
inimaginables, pero no me atrevo a mentir.
—Si no vienes, será mejor que corras. —Me giro hacia la puerta abier-
ta de la furgoneta.

—¿Qué? —grita.
Me subo al asiento del copiloto y enrosco los dedos en la manilla. —
No te acerques a las puertas porque no se abrirán. Te rodearán hombres
salvajes y te arrastrarán…
Se me corta la respiración por la emoción. —Te arrastrarán del camel-
lo y te comerán. Si puedes perderlos, vuelve a las puertas más tarde, pero
no puedes entrar con tu rebaño.
—Están aquí —gruñe Sable—. ¡Cierra esa miserable puerta!
Tiro de la manija, cierro la puerta de golpe y miro por el parabrisas pa-
ra encontrar a los salvajes a menos de trescientos metros de distancia. Un
par de camellos atados se precipitan hacia la izquierda, pero un grupo de
salvajes se escapa y persigue a los animales.
Sable hace girar el vehículo y yo miro a los hombres salvajes por el es-
pejo retrovisor. Están desnudos, llevan huesos como adornos y parecen
saltar en el aire. Sus largos mechones vuelan como hebras de seda mient-
ras se mueven. Un escalofrío me recorre la espalda. ¿Cómo pueden unos
pocos siglos cambiar el curso del desarrollo humano?

Según el comentario de Prunella, sus sistemas nerviosos son diferentes


a los nuestros. Pueden procesar el dolor, pero mientras un humano nor-
mal se estremece ante él, los salvajes soportan cantidades letales de tortu-
ra para atrapar a sus presas.
Mi mirada sigue a los camellos que escapan. Uno de los salvajes da un
salto inhumanamente largo, rodea con su brazo al camello delantero y lo
tira al suelo.
—Ja —dice Sable—. Ese tipo ha cambiado de opinión.
—¿Qué?
—El amante de los camellos está corriendo hacia nosotras.
Me inclino sobre el salpicadero y miro el monitor. Thomas no siguió
mi consejo, y puedo adivinar por qué. Berta me dijo una vez que los
hombres salvajes tenían más resistencia que incluso los animales más rá-
pidos. Pueden correr durante horas o, a veces, días, sin detenerse hasta
que su presa se derrumba de agotamiento. Probablemente ha visto lo que
les pasó a esos camellos y ha decidido que no lo conseguirá sin nuestra
ayuda.
Un espasmo de lástima me aprieta el corazón. Sé lo que es apreciar lo
poco que tengo, pero también sé sin lugar a dudas que Thomas no esca-
pará de los hombres salvajes.

—Uh—oh —dice Tizona.


—¿Qué? —digo yo.
—Cree que puede colarse por las puertas al mismo tiempo que nosot-
ras.
—Eso no sucederá —murmura Katana—. Nos dejarán fuera hasta que
los salvajes se cansen del vehículo blindado y se vayan.

—Detengan la furgoneta —digo.


—¿Por qué? —Sable golpea la pantalla del salpicadero, dándonos un
primer plano de Thomas y su camello. —¿Para que ese idiota pueda me-
ter a su animal en la parte trasera?
De su boca sale espuma, y Thomas golpea a la criatura con la desespe-
ración de un hombre a punto de morir. El camello parece al borde del co-
lapso y corre detrás de nosotros con movimientos erráticos y espasmódi-
cos.
Se me hace un nudo en la garganta. —No podemos dejarlo ahí fuera.
Sable me ignora y continúa conduciendo.
Un calor furioso inunda mi cuerpo y la sangre ruge por mis venas. He
perdido la cuenta de cuánta gente he visto morir o casi morir. No es de-
masiado tarde para salvar a Thomas, y no podría vivir conmigo misma si
lo destrozan los hombres salvajes.

—El Coronel Victorine me puso a cargo —ladro—. Detengan la cami-


oneta, ahora.
Sable pisa el freno. El movimiento de la furgoneta me hace avanzar, y
mi cabeza golpea el salpicadero. El dolor irradia a través de mi cráneo,
haciéndome gritar. Los gritos de rabia de Katana ahogan los gemidos que
resuenan en la parte trasera.
—¿Por qué? —Levanto la cabeza y golpeo con el puño la cara sonri-
ente de Sable, pero ella lo bloquea.
—Sólo sigo órdenes —dice—. Señora.
Alguien grita fuera, y desvío mi atención de la chica Amstraadi. Tho-
mas salta de su camello y aterriza sobre las manos y las rodillas. Los
hombres salvajes están a menos de doscientos metros de distancia. El pa-
ño que le cubre la cara se desliza mientras se pone en pie y corre hacia
nosotras.
Empujo la puerta de la furgoneta y retrocedo ante el calor del desierto.
—Date prisa.
—¿Por qué no te bajas y lo llevas? —Sable arranca la furgoneta y se
arrastra hacia la Gran Muralla.
Ignorándola, envuelvo una mano alrededor de un agarre de la pared,
apoyo las piernas en el interior del vehículo e inclino mi cuerpo fuera de
la cabina. Con un brazo estirado hacia Thomas, le grito que siga corrien-
do.

Los ojos de Thomas se desorbitan y su boca abierta se tuerce de terror.


Es mucho más joven de lo que imaginaba y no tiene barba como los de-
más. Algunos de los salvajes tiran sus camellos al suelo, pero la mayoría
sigue corriendo hacia él.

—No lo conseguirá —grita Tizona—. Vuelve a entrar.


—Dispara sobre sus cabezas —grito.
Los disparos resuenan en mis oídos. Parte de la horda se dispersa, pero
los que están al frente continúan su implacable persecución. Las fosas
nasales de Thomas se encienden con una nueva determinación, y corre
más rápido. Nuestros dedos se rozan.
—¡Más! —grito.
Mi mirada se fija en la mano del hombre, pero en el borde de mi visi-
ón, veo a un salvaje caer al suelo. Sus compañeros tropiezan con su cuer-
po caído y los demás corren alrededor de la masa que se retuerce.
Me estiro hacia Thomas tanto que me duelen los músculos.

Me agarra la mano. Su peso arranca mi brazo de su cuenca y un grito


sale de mis labios.
Sable frena el camión, las balas suenan a lo lejos y los salvajes caen.
Thomas agarra la puerta del pasajero con la mano libre y nos lanza a los
dos al interior. Caigo sobre Sable, que me empuja de nuevo al asiento del
copiloto.

—Cierra la maldita puerta —gruñe.


El grito triunfal de un hombre salvaje llena la cabina. Se cuelga de la
puerta y se balancea hacia nosotros. Su pelo rojo ondea al viento como
una bandera. Thomas le da una patada con todas sus fuerzas, pero no lo
suelta.
—¡Atrás! —Sable apunta con una pistola y dispara al salvaje entre los
ojos. Su cuerpo se queda inerte y cae en la arena.

Thomas da un portazo—. Lo siento.


—¿Qué te ha hecho cambiar de opinión? —Sable se burla.
Sacudo la cabeza y trato de recuperar el aliento. —Déjalo.
—Eres una idiota —dice Sable.
Estoy a punto de gritarle a la chica, cuando Tizona añade: —Popcorn
no es una idiota normal, es una idiota valiente.
—Iba a decir desinteresada, pero valiente también sirve. —Sable se
ríe—. Al menos sé por qué algunos dicen que eres la favorita para ganar
las Pruebas.
Mi lengua se lanza a lamer mis labios secos, y todo lo que saboreo es
sal. Probablemente esté hablando de Mouse y del Embajador Pascale. Si
puedo aliarme con los Amstraadi y conseguir protección para mi familia,
tal vez sobreviva a estas Pruebas el tiempo suficiente para ganar.
Capítulo 15

Con toda la gente a lomos de un camello a salvo, Sable detiene el ca-


mión a unos cientos de metros de las puertas para permitir que quien nos
dispare se deshaga de los salvajes. La arena que rodea al camión se tiñe
de rojo con su sangre. Me trago la bilis, deseando que hubiera una forma
mejor de lidiar con esta gente.
Aparto la mirada de un hombre salvaje que acuchilla las entrañas de
una compañera y me pregunto si alguna otra especie se come a sus propi-
os muertos. Mis entrañas se han entumecido, como empiezan a estarlo
cuando muere alguien que amenaza mi vida.
Thomas gime a mi lado y se estremece cada vez que un salvaje baja
del vehículo. Algunos de sus camellos han desaparecido en la distancia,
pero otros yacen muertos en el suelo, con sus cadáveres rotos y ensang-
rentados arrastrados por la horda sobre la arena.
—¿Hay hombres salvajes en el norte? —No pregunto a nadie en parti-
cular.

—Si los tuviéramos, probablemente habrían muerto congelados —dice


Tizona.
—Algunos creen que viajaron al sur para escapar del invierno nuclear
—dice Katana.

Me froto las sienes. Hasta ahora, no había pensado mucho en estos


extraños humanos. Las balas salpican la tierra, alcanzando a un grupo de
salvajes que se han detenido para darse un festín con un camello muerto.
Cuando un berrendo sale disparado de la Gran Muralla, aprieto los ojos y
espero la explosión.

Momentos después, suena una explosión a lo lejos, y recuerdo la exp-


losiva muerte de Géminis y la alegre descripción de Berta de las bombas
de conejo. La desesperación recorre mis venas como leche agria, sólo ro-
ta por el rugido del motor cuando Sable arranca el camión y se dirige ha-
cia las puertas que se abren.
La marquesina está vacía, salvo por una fila de guardias con casco que
apuntan con armas automáticas a la furgoneta. Mis entrañas se desinflan.
¿Qué hemos hecho ahora?
—¿Qué está pasando? —La voz de Thomas tiembla.
—No estoy segura —respondo.
—Pero son los guardias de la frontera. —Su voz sube de tono—. ¿Có-
mo es posible que no lo sepan?

—Probablemente sea la descontaminación —dice Sable.


—¿Qué? —Él pregunta.
—Lo hacen cuando la gente llega del desierto —respondo, recordando
todo lo que he aprendido hoy sobre el proceso de acogida de los Expósi-
tos—. Es para asegurarse de que están libres de radiación y enfermeda-
des.
Thomas se relaja, pero uno de los guardias abre la puerta y le pide que
salga. La puerta trasera del camión se abre y los hombres que hemos sal-
vado salen de la furgoneta. Son once, y sus rostros están ocultos por pa-
ñuelos. Uno de ellos señala la furgoneta, presumiblemente para preguntar
por sus maletas, pero el guardia niega con la cabeza y los guía por una
puerta a la izquierda.
De alguna manera, no creo que a esta gente se le permita conservar sus
posesiones, pero ese será el menor de sus problemas.
La Sargento Travis se adelanta y nos guía por la puerta de la derecha.
En lugar de una ráfaga de luz y calor, hay un pasillo sombreado que con-
duce a nuestro autocar.
Byron se sitúa junto al asiento del conductor y muestra sus dientes
blanqueados. Las camas del lado izquierdo están plegadas en la pared, su
espacio está ahora ocupado por una treintena de asistentes de producción
vestidos con monos de color arena.
—Vamos a dar un aplauso al valiente equipo de rescatistas. —Byron
me agarra de la muñeca y la levanta en el aire.
Ingrid y Constance, que ya están sentadas, se levantan de sus asientos
y se colocan en el pasillo, impidiendo que la cámara vea nuestras caras.
Sonríen y saludan a los concursantes y camarógrafas que aplauden.
Tizona se inclina a mi lado y murmura: —¿Qué tiene de valiente dis-
parar a la gente desde una torre?
Resoplo. Antes de las Pruebas, habría bromeado diciendo que otra per-
sona se encargaba de disparar por Ingrid y Constance, pero al menos una
de ellas ha demostrado ser experta en matar humanos.
Cuando los aplausos se apagan, Byron me suelta la muñeca y nos deja
volver a nuestros asientos. Emmera me mira con una sonrisa y me da una
botella de agua Smoky Mountain. Me tumbo en el asiento, tan sedienta
que me olvido de comprobar su etiqueta. Abre un gran paquete de verdu-
ras picadas y me lo pone delante de la nariz.
Byron da una palmada para llamar nuestra atención. —Los que hayan
completado este desafío pasarán al siguiente nivel de las Pruebas de la
Princesa, y el resto volverá a palacio para una cena de despedida antes de
volver a casa.

Aspirando un fuerte aliento entre los dientes, me vuelvo hacia Emme-


ra, cuyos ojos se abren de par en par.
Una muchacha noble con una gruesa trenza alrededor del pelo se le-
vanta de su asiento. —¿Qué relación tiene el hecho de rescatar a Expósi-
tos con la idoneidad para convertirse en la próxima reina?
Byron tira de su cuello. —Fui claro sobre las reglas—

—Cuando nuestro guía nos preguntó si queríamos ayudar a Calico y a


un grupo de drones de Amstraad a salvar a unos Expósitos, no dijo que
las consecuencias por negarse fueran la eliminación.
—Villosa tiene razón —dice otra Noble—. Esto es completamente inj-
usto.
Ingrid se levanta y coloca las manos en las caderas. —No te quejes
porque las reglas no se doblan por ti.
—Tú eres de las que hablan —escupe Villosa—. Todo el mundo sabe
que han amañado las Pruebas a tu favor.
Las otras dos chicas Nobles se levantan de sus asientos y se unen a la
discusión, pero no hay ni rastro de Constance Spryte, que ha asumido el
papel de portavoz de las Nobles desde que Ingrid cayó en desgracia con
sus compañeras. Hablan por encima de los demás y se lanzan acusaci-
ones, algunas de las cuales se remontan a cuando eran niñas.

Byron intenta que vuelvan a sus asientos, pero no hacen caso a sus pe-
ticiones de calma. La puerta trasera se abre con un silbido y los asistentes
de producción que no llevan cámaras salen a toda prisa hacia una gran
furgoneta. No sé si intentan escapar o están desesperados por editar las
imágenes de lo que se está convirtiendo en una pelea de gatas unilateral.

Me vuelvo hacia Emmera, que da varios tragos largos a su agua. —


¿Tienes ganas de volver a Rugosa?
Se lame la humedad de los labios y exhala un largo suspiro. —La ver-
dad es que sí.
—¿De verdad? —Echo la mano a la bolsa de verduras troceadas y to-
mo lo que parece un trozo de col rizada seca. Es crujiente y sabe a bacon.
Mis cejas se juntan. La rodaja de tomate seco que como a continuación
también tiene el mismo delicioso sabor.
—Los habitantes de Oasis pueden tener toda la comida y el agua que
puedan beber, pero son miserables. —Dirige su mirada a los nobles que
se pelean—. No son capaces de ser leales ni de amar. De qué sirve ser ri-
co si todos quieren apuñalarte por la espalda.
Me quedo mirando mi regazo y reflexiono sobre sus palabras. Hasta
cierto punto tiene razón. Creo que el aprendizaje del Príncipe Kevon en
los Barrens lo hizo tan diferente de esas arpías hambrientas de poder. Ha-
ber nacido en el poder supremo también significó que nunca necesitó
buscar más.

Una punzada de tristeza toca mi corazón. Emmera es la última Cosec-


hadora en las Pruebas. Ahora seremos dos Nobles, tres Amstraadi y yo.
Ella me mira a los ojos. —¿Qué vas a hacer?
—¿Qué quieres decir? —pregunto.
—Hasta un espantapájaros con botones por ojos puede ver hasta qué
punto están intentando juntar a Ingrid y al Príncipe Kevon. —Emmera
toma otro sorbo de su agua—. ¿Darás un paso atrás y lo dejarás ir, o luc-
harás por el príncipe?
Mi mirada se dirige a la luz que parpadea en lo alto. Creo que tengo un
aliado en la República de Amstraad. Tanto Mouse como el Embajador
Pascale han hecho suficientes comentarios crípticos para sugerir que qui-
eren que gane las Pruebas, y tengo que ver si hay una forma de neutrali-
zar la amenaza de la Reina Damascena. No hay manera de que transmita
ninguna de estas intenciones a mis enemigos, pero tampoco quiero que
mis palabras se tergiversen más adelante.
—¿Sabes qué? —Arranco un largo trozo de zanahoria astillada del pa-
quete—. Quiero que el Príncipe Kevon acabe con la chica que sea adecu-
ada tanto para él como para Phangloria.
Emmera levanta la cabeza y sonríe. Creo que ha visto la cámara, pero
parece satisfecha con mi respuesta.
—Señorita Calico. —Byron se pone a mi lado.
Me echo hacia atrás. Aparte de agarrarme hace diez minutos, apenas se
ha interesado por mi desde que entrevistó a Forelle antes de nuestras
audiciones. —¿Sí?
—El auto hará un desvío en Rugosa.
Emmera se inclina hacia delante. —¿Puedo ir a casa?
La mirada de Byron no se aparta de la mía. —Un representante de la
corte de la Reina Damascena se reunirá con usted en Fort Meeman—
Shelby con instrucciones.
El sudor me recorre las palmas de las manos. Allí es donde el Príncipe
Kevon se alojó anoche, pero difícilmente se referiría a sí mismo como
parte de la corte de su madre. —¿De qué se trata?
Byron sacude la cabeza. —No lo han especificado. —Su mirada se
desvía hacia la trifulca que tiene lugar en la parte delantera del vagón—.
Disculpen, tengo cosas más importantes que hacer que transmitir mensaj-
es.
—La Señorita Hull le ha hecho una pregunta —le digo.
Frunce el ceño, pareciendo no entender mis palabras. —¿Perdón?
—¿Puedo bajar del auto en Rugosa? —pregunta Emmera.
Byron agita la mano—. Si está preparada para encontrar su propio
transporte a casa, es libre de ir donde quiera.

Mientras vuelve a los chillones Nobles, Emmera se inclina cerca y su-


surra: —Era mejor como asistente de Prunella.
Levanto un hombro. Puede que Byron sea incompetente, pero sólo ha
habido un atentado contra mi vida desde que se ha hecho cargo de las
Pruebas de Princesa. —Debe estar aquí para asegurarse de que Ingrid ga-
ne.

Villosa empuja a Ingrid en el pecho. Ingrid se agarra a la trenza que


rodea la cabeza de la otra chica, haciéndola chillar. Otra Noble derriba a
Ingrid al suelo, lo que permite a Villosa pisotear su cabeza. Las otras chi-
cas se unen al ataque, y las chicas Amstraadi se precipitan por el pasillo
para aplaudir.

Me duele la cabeza y las preguntas se arremolinan en mi mente. ¿Y si


hay un pelotón de fusilamiento esperándome en Fort Meeman—Shelby?
¿Y si desaparezco? ¿Y si es allí donde tienen a mamá y a papá como re-
henes? No se me ocurre qué podría haber hecho para incitar la ira de la
reina, aparte de mi visita al hospital con el Príncipe Kevon.
Byron ordena al conductor que abra la puerta del vagón. Cualquier sa-
tisfacción que haya podido obtener al ver a Ingrid recibir su castigo pali-
dece ante la preocupación que me revuelve las tripas por lo que la Reina
Damascena planea hacerme en Rugosa.

Un par de camarógrafas dejan su equipo y acompañan a Ingrid a la sa-


lida. Emmera me da un golpecito para que la deje ver a Ingrid salir del
vagón, y yo muevo las piernas hacia el pasillo. Por lo que puedo oír entre
las risas de las chicas, Ingrid tiene dificultades para caminar. Ignoro las
voces y me concentro en el reto que me espera.

Una hora más tarde, el auto se detiene en Fort Tyler, donde Byron se
une a nosotras para un almuerzo tardío en el comedor. Picoteo mi comida
y hago caso omiso de las quejas de las otras chicas sobre cómo Ingrid
probablemente ha conseguido una habitación mejor para ella.
Conducimos durante todo el día y la mayor parte de la noche, sólo pa-
rando para que los asistentes de producción traigan la cena. El Canal Li-
festyle emite los momentos más destacados de las citas con el Príncipe
Kevon. Mientras los Nobles coquetean con el príncipe, las chicas Amst-
raad le cuentan sus luchas por cultivar alimentos en un paisaje ártico.
Sus reportajes sobre el último desafío se centran en la destreza de Ing-
rid con la pistola, con comentarios sobre su valiente esfuerzo por prote-
germe de mi propia estupidez al enfrentarme a una horda de salvajes
hambrientos. Cierro los ojos y dejo de prestar atención.

Pasadas las tres de la mañana, llegamos a Fort Meeman—Shelby, y un


asistente de producción me guía fuera del vagón. Fuera hace fresco y la
luna brilla en un cielo añil que me recuerda a los ojos del Príncipe Ke-
von.
Un dolor se forma en mi corazón mientras camino por el patio oscuro.
Es hexagonal y está cubierto en su mayor parte por césped, a diferencia
del patio de arena de Fort Tyler. El asistente me guía a una habitación
privada, donde un vestido escandalosamente escotado yace sobre la ca-
ma.
La alarma se apodera de mi corazón. Me doy la vuelta y miro al asis-
tente de producción, que ya está saliendo de la habitación y deseándome
buena suerte. Cuando me precipito hacia la puerta, una llave gira en la
cerradura, pero pruebo el pomo de todos modos.
—Hola. —Golpeo la puerta—. ¿Qué pasa? Déjame salir.
Corro hacia la ventana, pero sus cierres no ceden. No hay forma de es-
capar sigilosamente.
Con un gruñido, me doy la vuelta y miro el traje. Las dos tiras de tela
transparente que componen su parte delantera están cortadas tan abajo
que dejarían al descubierto a su portadora desde el hombro hasta la cintu-
ra. Mi estómago se revuelve ante la minúscula falda. En unas piernas tan
desgarbadas como las mías, llegaría a medio muslo.
Con un atuendo así, la Reina Damascena tiene que estar preparándome
para algo escandaloso. Me apoyo en la pared y cruzo los brazos sobre el
pecho. Si hay un teniente lujurioso esperando en la puerta, no caeré sin
luchar.
Momentos después, un golpe en la puerta hace que mi corazón dé un
salto en la garganta. Echo un vistazo a la habitación en busca de un arma,
cojo la silla y la sostengo delante de mí como un escudo.
La cerradura gira, la puerta se abre y me abalanzo sobre mi posible
atacante. En un instante, la silla vuela por la habitación y la parte posteri-
or de mi cabeza golpea el duro suelo. El dolor estalla en mi cráneo. Doy
una patada a mi atacante, pero no se cierne sobre mí.

Me levanto con dificultad y veo a Lady Circi de pie al otro lado de la


habitación. Lleva un traje de gato negro con una funda en la cadera y só-
lo lleva un arma.
—¿Por qué no estás vestida? —dice.
—¿Qué haces aquí?
Se pellizca la nariz. —Aceptaste estar presente en el destierro de Vite-
lotte Solar.
Hago una pausa, no recuerdo haber aceptado nada de eso. De alguna
manera, no creo que llamarla mentirosa ayude a mi situación. —¿Con
ese vestido?
Lady Circi levanta un hombro. —Si querías elegir tu propio traje, de-
berías haberlo negociado con Su Majestad. —Chasquea los dedos—. Da-
te prisa y vístete antes de que alguien meta una bala en el cráneo de tu
amiga.
—¿Puedo tener algo de privacidad?
—Sesenta segundos. —Cruza la habitación, coge el vestido y lo arroja
a mis brazos.

Aprieto los dientes. A veces, es difícil saber cuál de ellas me desagra-


da más: la reina o su dama de armas. Sacudo la cabeza y me pongo el
vestido. Lady Circi es brusca y a veces desagradable. La Reina Damasce-
na es simplemente malvada.

Después de ponerme el vestido, Lady Circi me hace calzar un par de


zapatos de tacón alto y me lleva por los angulosos pasillos de la fortale-
za. Como es una general, los pocos guardias con los que nos cruzamos
saludan, pero sus miradas se detienen en mi pecho apenas cubierto. Por
una vez en mi escasa vida, me alegro de que mi figura no se parezca en
nada a la de Emmera o Forelle. Este traje es obsceno.
Aliso la tela. —¿Por qué tengo que llevar este vestido?
—Una chica detiene el corazón del Príncipe Kevon con un cuchillo, ¿y
tú te quejas de qué ponerte para su indulto? —Sus cejas se juntan—. De-
bes admitir que fue generoso el Príncipe Kevon al perdonar la vida de tu
amiga.

La vergüenza me sube a las mejillas y la ira me recorre las venas. Ap-


rieto los dientes y gruño: —Eso sigue sin explicar este horrible atuendo.
Ignorándome, Lady Circi me pone una mano en la parte baja de la es-
palda y me hace salir por las puertas dobles del edificio. Todavía está os-
curo y no hay señales de que haya salido el sol, y sólo hay cuatro cami-
onetas en una explanada asfaltada en la que podrían caber cientos.
Un auto negro espera al pie de la escalera, con sus faros iluminando el
espacio. La conductora, una mujer de piel pálida que lleva un traje negro
similar al de Lady Circi, abre la puerta.
Me hace un gesto para que entre. Sin posibilidad de escapar, con un
vestido horriblemente revelador y bajo la amenaza de que le ocurra algo
terrible a Vitelotte, no tengo más remedio que obedecer. Me deslizo en
un interior que huele a esmalte y me acomodo en el asiento de cuero.
Lady Circi entra y me entrega una tableta. —Vas a dar un discurso. Su
Majestad ha ordenado a los tiradores que disparen a la Señorita Solar si
no lees exactamente lo que ves.
—¿Qué?
Se vuelve hacia mí, con sus ojos verdes tan duros como la malaquita.
—Haz lo que te dicen, lee lo que hay en la tablet, y podrás volver a parti-
cipar en las Pruebas de la Princesa. Si metes la pata, tu amiguita regicida
será asesinada junto con quién esté con ella.
Mi garganta se convulsiona y golpeo la pantalla de la tableta.
El discurso no parece demasiado atroz. Es más que nada una insinuaci-
ón sobre cómo convencí al Príncipe Kevon para que aumentara las raci-
ones de agua, junto con una advertencia sobre el intento de asesinar a la
familia real.

—El Príncipe Kevon cree en hacer de Phangloria un lugar mejor para


todos —digo—. Eso incluye asegurarse de que todos tengan suficiente
agua para beber y cultivar alimentos.
Lady Circi resopla. —¿Qué pasa con los hombres y las ingenuas cam-
pesinas?
La irritación me tensa la piel, y un aluvión de réplicas se acumula en la
punta de la lengua. Si no fuera la dama de armas, no llevara un arma y no
estuviera en posición de golpearme hasta casi matarme, le diría exacta-
mente lo que pienso de su cínica visión de la vida.
Agarro la tableta con tanta fuerza que los nudillos se me ponen blan-
cos. —Quizá Kevon quiera gobernar Phangloria con compasión en lugar
de con crueldad. Tal vez quiera enamorarse en lugar de hacer un arreglo.
Tal vez…
—Cállate —dice Lady Circi.
Cierro la boca y atravesamos las carreteras en silencio. Lady Circi me-
te la mano en un bolsillo detrás del asiento del copiloto y saca otra table-
ta. Dejo que mi mirada recorra el vehículo. Es similar al coche que con-
duce el Príncipe Kevon, salvo que hay cuatro asientos en lugar de sólo
dos. La conductora debe ser importante porque lleva el mismo monitor
Amstraadi en la oreja que Lady Circi.

Me vuelvo hacia la ventanilla y veo pasar los campos de maíz. La luna


ilumina las borlas que se mecen con la brisa, y mi corazón sufre por vol-
ver a casa. Cuando el coche gira por la carretera que lleva a Rugosa, me
giro hacia Lady Circi y me armo de valor para interrumpir su lectura.
—¿Qué está pasando con mi familia? — murmuro.
—Nada, aparte de las molestias de los guardias alrededor de tu casa —
murmura sin levantar la vista—. Tu padre, en cambio…
Se me corta la respiración. —¿Qué?
El coche se detiene en una de las calles que conducen a la Plaza de Ru-
gosa y Lady Circi se baja. Salgo tras ella con una pregunta en los labios,
pero la vista de la plaza me roba el aliento.
Todos los focos están encendidos a pleno rendimiento, iluminando la
gigantesca cúpula geodésica y la extensión pavimentada que compone la
plaza. A lo largo de tres lados del espacio hay más camiones negros de
los que puedo contar, así como una carpa similar a la utilizada en la pri-
mera ronda de las Pruebas de Princesa. También es la misma estructura
que utilizan los guardias cuando realizan redadas masivas.

Una cuerda invisible me rodea el cuello y se estrecha hasta convertirse


en un lazo.
Lady Circi se adelanta a mí con pasos rápidos.
Me envuelvo el pecho con el antebrazo y corro detrás de la mujer. —
¿Qué ibas a decir de mi padre?
—Es otro que no conoce su lugar. —Se vuelve hacia mí con una ceja
levantada, y sus labios se tensan con lo que podría ser una sonrisa repri-
mida—. Está colmando la paciencia de los guardias con sus interminab-
les preguntas, pero no harán daño a tu familia a menos que disgustes a Su
Majestad.
La sangre se me va del rostro y los pies se me congelan en su sitio.
Las sirenas suenan en la plaza y en las calles de más allá. Miro el cielo
oscuro y vuelvo a mirar a Lady Circi. No son ni siquiera las cuatro y la
gente sigue durmiendo. ¿Qué diablos está pasando?
Lady Circi sigue hacia la cúpula sin mirar atrás. Sabe que no voy a hu-
ir cuando los guardias que están fuera de mi casa tienen ganas de hacer
daño a papá o cuando no decir las palabras de la tablet exactamente como
la Reina Damascena exige, va a resultar en la muerte de Vitelotte.
La sigo a través de la plaza, pasando entre los guardias de negro que
saludan junto a sus vehículos, y entramos en la Cúpula de Rugosa. Dos
personas están de pie en el escenario al otro lado de la amplia y vacía ex-
tensión. El Alcalde Shoepeg, un hombre pequeño y corpulento con la ca-
beza calva, y Carolina Wintergreen, que es tan alta e inestable como un
tallo de maíz.
Unas cuerdas de resentimiento me aprietan el pecho hasta que apenas
puedo respirar. A pesar de la confesión de Vitelotte, sigo pensando que
fue idea de Carolina asesinar al Príncipe Kevon.
El alcalde baja corriendo por el lateral del escenario y atraviesa la ex-
tensión de la cúpula. —Zea—Mays, gracias por tomarte un descanso de
las Pruebas de Princesa para presentar el nuevo racionamiento de agua.
—Su mirada se alinea en la piel expuesta que se extiende hasta mi cintu-
ra—. Agradezco los esfuerzos que has hecho para influir en el Príncipe
Kevon.
El calor recorre mis mejillas y viaja hasta mis orejas y baja por mi pec-
ho. Mi mirada se dirige a Carolina, cuya mirada es lo suficientemente
aguda como para cortarme por la mitad.

—Bienvenida, Zea—Mays. —Me ofrece una fría sonrisa—. Confío en


que estés progresando en las Pruebas.
Lady Circi le hace un gesto para que se vaya. —La Señorita Calico ne-
cesita practicar su discurso.
Los dos Cosechadores regresan al escenario, justo cuando las primeras
personas somnolientas entran en la cúpula. Agacho la cabeza y sigo a
Lady Circi hasta los escalones del escenario y los asientos de cuero ocu-
pados por guardias de alto rango con armadura negra.
Lanzo una mirada melancólica a los Cosechadores más veteranos. Ese
es mi lugar, no con estos Guardianes.
Durante los siguientes veinte minutos, la cúpula se llena de Cosecha-
dores con los ojos apagados. Son cerca de las cuatro y media, al menos
una hora antes de que la mayoría de la gente se despierte, y todo el mun-
do parece confundido al pasar lista antes de tiempo.
Mientras miles de personas llenan la cúpula, la pantalla detrás de no-
sotros retransmite la plaza iluminada, ahora abarrotada de Cosechadores.
El pulso entre mis oídos amortigua el estruendo del himno nacional de
Phangloria, y coloco las palmas de mis manos húmedas sobre mi regazo
para absorber el exceso de humedad.
El alcalde me presenta y el público ruge con sus aplausos. Trago sali-
va, sin saber qué demonios les ha mostrado Montana en OasisVision. Ti-
emblo tanto que Lady Circi me ayuda a levantarme y me acompaña hasta
un atril de madera. Si no formara parte del dúo que tiene secuestrada la
vida de mi familia, habría calificado su amable apoyo como un acto de
bondad.
Mantengo la mirada fija en la pantalla que se proyecta desde el techo
de la cúpula y alejada de los rostros a apenas tres metros de distancia y
leo las primeras líneas del discurso. Contiene un saludo desenfadado, una
disculpa por el adelanto y la garantía de que recuperarán el tiempo perdi-
do en los campos con una pausa para comer más corta y una hora más de
trabajo.
Un silencio sepulcral se extiende por la cúpula y un escalofrío recorre
mi estómago. Por supuesto, no van a alegrarse ante la perspectiva de un
horario más largo. Quienquiera que haya creado este discurso lo ha hec-
ho sonar como si la directiva viniera directamente de mí.
Cuando les digo que cada Cosechador recibirá el doble de sus raciones
de agua habituales, el aire se llena de jadeos, pero el sonido no hace nada
para calmar mi ansiedad. Miro la pantalla, donde aparecen palabras que
no estaban en la versión del discurso que me mostró antes Lady Circi.
—A cambio de esta generosa bendición, exigimos más. Más horas,
más rendimiento y más denuncias de los que contravienen nuestras leyes.
Se me seca la garganta. Esto no es lo que el Príncipe Kevon quería.
Que el agua se diera libremente sin requisitos. Quiero gritar esto a las
masas, pero la vida de Vitelotte y de mi familia depende de pronunciar
este mismo discurso.
Miro la pantalla y leo las siguientes palabras. —Phangloria aceptó a
sus antepasados a través de la Gran Muralla con la condición de que
contribuyeran a nuestra sociedad. Aceptaron de buen grado nuestras esti-
pulaciones a cambio de sustento y refugio. La mayoría de los Cosechado-
res han cumplido con sus deberes, y hemos castigado a las excepciones.
Todas las cuerdas de mi caja de voz tiemblan. La Reina Damascena
me hace sonar como si aspirara a convertirme en una Noble. Nuevas pa-
labras aparecen en la pantalla.
—Una Cosechadora que fue recibida en las Pruebas de la Princesa pla-
neó un atentado atroz contra la familia real.
Los susurros se extienden entre la multitud, indicando que la noticia
del apuñalamiento del Príncipe Kevon no llegó a OasisVision.
—Traigan a Vitelotte Solar —raspo en el micrófono.
Suenan pies de marcha a mi izquierda, donde un cordón de guardias
crea una pasarela desde el escenario hasta una puerta lateral. Unos enor-
mes guardias caminan hacia nosotros, arrastrando a Vitelotte hacia el es-
cenario. Está descalza, cubierta de ceniza y lleva un saco con agujeros
para el cuello y los brazos. Un collar plateado le llega desde la barbilla
hasta la clavícula y los moratones le marcan la cara.
Me tapo la boca con una mano para ahogar un grito.
Le sueltan los brazos y retroceden, dejándola caer sobre las manos y
las rodillas.
Los primeros planos de Vitelotte llenan la pantalla, haciendo que la
gente de la multitud grite. Son los mismos sonidos de angustia que reso-
naban en mis oídos cada vez que recibía un latigazo por atacar a un guar-
dia.

La desesperación hace que mis entrañas se conviertan en tiza, y mi co-


razón se deshace en polvo. Han convertido la misericordia del Príncipe
Kevon en una tortura prolongada. La pantalla de la tableta parpadea, in-
dicándome que continúe leyendo… o de lo contrario.

Me aclaro la garganta. —Esta joven estuvo a punto de condenar a todo


su pueblo cuando cometió un atroz acto de violencia contra el Príncipe
Kevon. Un acto así habría hecho que toda Rugosa fuera enviada al desi-
erto de donde vino.
Los gritos llenan el aire. Hay tantas voces que no puedo saber si son
de apoyo a Vitelotte o de condena. Se me aprieta el pecho y mi respiraci-
ón se acelera hasta que sólo la mínima cantidad de aire roza la parte su-
perior de mis pulmones. Quiero dejar de leer, pero aparecen nuevas pa-
labras en la pantalla.
—He suplicado por la vida de la traidora y he explicado a su Alteza
que los Cosechadores han olvidado las promesas de sus antepasados.

Mi mente tartamudea con un nuevo pensamiento. ¿Y si los que vini-


eron a Phangloria en busca de refugio lo hicieron después de haber visto
las imágenes transmitidas del Oasis? ¿Por qué los guardias fronterizos les
dicen a los Expósitos que dejen sus posesiones? Tizona insinuó que los
Expósitos genéticamente perfectos iban al Oasis para convertirse en sir-
vientes. ¿Y si tenía razón?
Los pensamientos me dan vueltas en la cabeza y tengo que agarrarme
al atril para mantener el equilibrio. Los Expósitos vienen aquí con falsos
pretextos. Los más afortunados consiguen cultivar alimentos para los
Nobles, y aquellos cuya descendencia alcanza un determinado nivel de
perfección pierden a sus hijos, también para los Nobles.

Las manchas llenan mi visión y las nubes llenan mi cabeza. Mis dedos
se enroscan alrededor del atril y me esfuerzo por no unirme a Vitelotte en
el suelo.
Una mano delgada me rodea el brazo. No necesito mirar por encima
del hombro para saber que pertenece a Lady Circi. —Sigue leyendo.

—Traigan a la familia Solar —murmuro por el micrófono.


Los guardias arrastran a un hombre de pelo oscuro de la misma edad
que papá, a una anciana de piel arrugada y pelo canoso y a un joven que
lleva a dos niños en el pecho. Los niños no parecen haber cumplido su
primer año.

—Vitelotte Solar. —Mi voz se quiebra—. Por el delito de intento de


regicidio, los destierro a ti y a tu familia a los Barrens, donde todos
cumplirán cadena perpetua durante tres generaciones.
Ella levanta la cabeza, su rostro se retuerce de angustia.
La anciana se desploma en el escenario y los guardias la dejan donde
yace. Vitelotte se arrastra hasta su abuela y grita para que se despierte,
pero no se mueve.
Desde el otro lado de la cúpula se oyen gritos estruendosos y el sonido
lejano de las ametralladoras llena el aire. La multitud avanza, y un mar
de rostros enfadados gruñen mi nombre. Esto es igual que los informes
diarios de cuotas de Montana, donde enfrenta a un Cosechador contra ot-
ro Cosechador haciéndonos competir por el premio de las raciones extra.
Excepto que nadie puede ver que yo no soy la persona que destierra a la
familia Solar.
Quiero gritar mi inocencia, pero la advertencia de Lady Circi resuena
en mis oídos. Si digo algo más que las palabras escritas en esta tablet, los
guardias dispararán a Vitelotte y a quien esté con ella.

Matarán a la abuela, si no está ya muerta. Matarán al Sr. Solar y al her-


mano mayor de Vitelotte. Y matarán a los bebés en sus brazos. Tengo
que seguir leyendo porque también matarán a papá.
—Mientras vemos las repercusiones de una joven Cosechadora egoísta
sobre su padre, su abuela y sus hermanos, consideren sus acciones. Aqu-
ellos de vosotros que desprecien nuestra hospitalidad y desprecien nuest-
ras leyes ya no se enfrentarán al castigo como individuos, sino como fa-
milias enteras.
Trago saliva ante las siguientes frases que aparecen en la pantalla. —
Hace horas, los siguientes Cosechadores condenaron a sus hogares ente-
ros a los Barrens. Cole Taylor por el delito de elaboración de alcohol,
William Packham por el delito de juego, y… —Se me corta la respiraci-
ón—. Ryce Wintergreen por conspiración para cometer regicidio.
Carolina sale disparada de su asiento. Un guardia la arrastra por el es-
cenario y la arroja boca abajo al suelo. Cae junto a Vitelotte y la anciana.
Los rugidos de angustia se extienden por la multitud. Los Cosechado-
res se lanzan hacia adelante, con los rostros retorcidos por la rabia. Los
guardias disparan balas al aire, pero la gente sigue adelante.
Las náuseas se arremolinan en mis entrañas y los músculos de mi estó-
mago sufren espasmos. No importa cuántos guardias pongan en Rugosa.
Hay suficientes armas bajo tierra para armar a todos los Corredores Roj-
os, y supongo que somos muchos entre la multitud.
La Reina Damascena acaba de cometer un error fatal.
Capítulo 16

Los músculos de mis piernas tiemblan tanto que me agarro a los bor-
des del atril para no caerme. La multitud ruge lo bastante fuerte como pa-
ra que me piten los oídos, y su volumen se ve acentuado por los disparos.
Las lágrimas me escuecen y no puedo dejar de parpadear. Siento un
cosquilleo en las fosas nasales que me resulta familiar y desagradable. A
nuestros pies, volutas de humo blanco se filtran por los huecos entre la
gente, que deja de moverse. Inhalo una bocanada de aire y me lleno las
fosas nasales con el aroma de las cebollas. Tiene que ser el gas de cepa
que Prunella Broadleaf vertió en la habitación que compartía con Gémi-
nis y Berta.
—Zea—Mays. —Carolina levanta la cabeza y se encuentra con mis
ojos, con el rostro retorcido por la angustia—. No dejes que…
Uno de los guardias le da una patada en la nuca y ella cae de bruces en
el escenario. El shock me golpea en las tripas. Retrocedo y me agarro el
rostro. No puedo desafiar a la Reina Damascena ayudándoles. Vitelotte
se arrastra hasta el cuerpo caído de Carolina. El guardia le apunta con un
electroshock, pero ella le coge el pie y lo arrastra al suelo.
Su padre pisa la caja torácica del guardia caído, haciéndole gritar. Otro
guardia se abalanza sobre él con el puño en alto. El Sr. Solar carga contra
su atacante y lo derriba entre la multitud.
Con una ovación triunfal, se lo tragan en una lluvia de patadas, y la
multitud brama pidiendo sangre.
Los espasmos me oprimen el corazón y apenas puedo concentrarme en
las palabras que aparecen en la pantalla. Un guardia a mi izquierda dispa-
ra a los Cosechadores que suben por las escaleras del escenario, y me tra-
go un grito. Pase lo que pase, tengo que terminar este discurso.
Antes de que pueda leer las palabras en la pantalla, un guardia me
agarra de la muñeca y me echa por encima del hombro.
Mi estómago se tambalea y un grito sale de mis labios. Atraviesa el es-
cenario como un loco, asegurando mi pierna a su pecho con un brazo
musculoso. Con mis últimas fuerzas, agito las piernas, tiro de su máscara
de gas y golpeo mis puños contra su armadura, pero él sólo aprieta más.
Un sudor frío recorre mi piel. Si no vuelvo a ese escenario, significará la
muerte para Vitelotte, Carolina, su padre, su hermano y esos bebés.
Suenan unos silbidos debajo de nosotros y me vuelvo hacia la multi-
tud. Las volutas de humo blanco se convierten en nubes opacas que en-
vuelven a la masa de alborotadores, que dejan de gritar para toser y aho-
garse. El humo me llena la boca y me quema la parte posterior de la gar-
ganta. Las lágrimas me empañan los ojos y no puedo ni siquiera frotarme
el escozor. Aunque me liberara, no podría estar de pie en el escenario, y
mucho menos ver el monitor.

Mi secuestrador baja de un salto las escaleras y atraviesa el cordón de


guardias hasta llegar a una puerta lateral. Se cierra de golpe, silenciando
a la multitud. Los ojos no me duelen tanto como la última vez, pero no
dejan de fluir. He fracasado, pero tal vez esta cortina de humo dé a algu-
nos de los cautivos en el escenario una oportunidad de escapar.

El guardia se precipita a través de un laberinto de pasillos. Pasamos


por el centro médico, donde nos vacunamos anualmente, y por el despac-
ho del alcalde, donde Carolina trabajó una vez. Al final del pasillo, presi-
ona la palma de la mano sobre un panel de la pared. Otra puerta se abre,
dejando salir una ráfaga de aire caliente. En cuanto entra, el guardia aflo-
ja su agarre.
—¡Suéltame! —Levanto un puño y le doy un fuerte puñetazo en el
pecho.
Se quita la máscara de gas y gime. —Zea.
Mis músculos se endurecen. —¿Kevon?
—Por favor, deja de luchar contra mí.

Nos movemos por uno de los pasillos de la parte trasera de la cúpula


que contiene mesas plegadas para el día de las raciones, cajas de cartón
con comida enlatada y cajas de vodka. Un zumbido llena el aire, y me gi-
ro para encontrar la pared curva alineada con una fila de generadores so-
lares. El Príncipe Kevon se dirige hacia la puerta trasera, sin mostrar nin-
gún signo de ponerme en pie.

—¿Qué estás haciendo? —siseo.


—Salvándote de convertirte en la chica más odiada de la Región de los
Cosechadores —responde, todavía llevándome a través del reducido es-
pacio—. Me he despertado en mitad de la noche y he descubierto que al-
guien ha filtrado estas imágenes en Netface, y he llegado a Rugosa tan
rápido como he podido.
Me pellizco el puente de la nariz. Los ministros deben haber soltado
ese horrible discurso para los que desconfían del Canal Lifestyle. Esta es
su represalia a quien está mostrando la verdad en Netface. Esos miserab-
les Nobles están desesperados por desacreditarme.
Al final de la pasarela, me pone de pie, donde un montón de armadura
negra yace en el suelo.
—Ponte esto. —El Príncipe Kevon me da la espalda—. ¿Cómo diablos
te convenció Lady Circi para que te pusieras ese traje y dijeras esas cosas
tan terribles?
Mi mente se queda en blanco y toda la humedad se encoge en mi gar-
ganta. Si la Reina Damascena descubre que le he contado la verdad, su
gente probablemente matará a mamá y papá antes de que lleguemos a el-
los. Todos están en la cúpula o en la plaza.

Aparto las botas y me pongo la chaqueta al hombro. Es un poco gran-


de, pero cualquier cosa es mejor que este horrible vestido. Después de
ponerme unos pantalones de gran tamaño, me quito los tacones, meto los
pies en las botas y meto la falda del vestido dentro de la chaqueta.
—¿Cuánto has oído de mi discurso? — pregunto.
—Todo —responde—. ¿Qué está pasando?

—Este lugar no es seguro —murmuro.


Levanta la cabeza hacia la luz parpadeante de una cámara del techo. —
Fuera, entonces.
Caminamos a lo largo de un trozo de pared descubierto, donde el Prín-
cipe Kevon me coloca su máscara antigás en la cabeza, envolviéndome
en el olor a goma. Después de ajustarme la máscara y de ponerse la suya
propia, presiona con el pulgar un panel dentro de uno de los hexágonos
de dos metros de altura que componen la cúpula. El medio hexágono
contiguo se abre con un chasquido, dejando pasar el humo y los gritos.

Agachada, me asomo a la Plaza de Rugosa. Los focos iluminan las es-


pesas nubes de humo que salen de los vehículos aparcados. Es tan denso
que apenas puedo ver a los Cosechadores que huyen por las calles.
El aire se llena de jadeos y de toses cortantes. Nuestras máscaras de
gas filtran el humo, pero los efectos de estar expuesta en el escenario si-
guen lastimando mis ojos.
Salimos juntos al caos y mi ritmo cardíaco se triplica. El Príncipe Ke-
von se disculpa por no haberme dado antes una máscara. No esperaba
que los guardias utilizaran gas cepa en una cúpula cerrada.
Vuelve a colocar el panel y lo asegura en su sitio. Probablemente sea
una vía de escape secreta sólo para los Nobles, pero estoy demasiado
preocupada por mamá y papá como para preguntar. Vivimos demasiado
lejos de la plaza para llegar a pasar lista antes de que se llene la cúpula,
así que probablemente ya hayan escapado a las calles.
El humo se despeja lo suficiente como para revelar que la mayoría de
los Cosechadores se han ido. Nos apresuramos a atravesar la plaza, pa-
sando por guardias que ayudan a sus compañeros cojeando a ponerse a
salvo, y otros que llevan a sus compañeros caídos a sus vehículos. Menos
de la mitad llevan máscaras.
El Príncipe Kevon me agarra la mano. —¿Ahora me dirás qué está pa-
sando?
Niego con la cabeza y levanto mi brazalete Amstraad. Hemos tenido
conversaciones sobre la tecnología que se utiliza como dispositivo de es-
pionaje. Es la razón por la que Leonidas Pixel está encarcelado en algún
lugar y la pobre Géminis murió en su lugar. No puedo permitirme hablar
libremente. La Reina Damascena probablemente está obligando al homb-
re a transmitir desde uno o ambos monitores.

Hace la mímica de escribir con un bolígrafo. —Más tarde, ¿entonces?


Seguimos por la plaza que se está vaciando, y un ruido nos golpea por
detrás. Me doy la vuelta y veo a cientos de Cosechadores saliendo por las
múltiples puertas de la cúpula. Están gritando, tosiendo y jadeando. El
Príncipe Kevon me levanta y, entre el humo, atraviesa la plaza a toda ve-
locidad.
Un sollozo me desgarra la garganta. Deben haber gaseado a esa gente
en la cúpula mientras la plaza se vaciaba. El Príncipe Kevon me lleva a
través del espacio entre dos camiones de los Guardianes. Al otro lado de
la carretera, las luces de un coche de cuatro plazas parpadean.
Abre la puerta de golpe, me mete en su interior y se apresura a entrar
tras de mí. El conductor ya lleva una máscara antigás y el Príncipe Ke-
von busca en un bolsillo lateral un bloc de notas y un lápiz.
Mientras el coche se aleja de la carretera, escribe un garabato: ¿QUÉ
PASA?
Le quito el lápiz. TU MADRE HA PUESTO GUARDIAS FUERA
DE MI CASA.

El Príncipe Kevon señala en dirección a mi calle, como preguntando si


debemos ir allí. Levanto las dos manos y niego con la cabeza, lo que le
hace inclinar la cabeza hacia un lado. Como los dos llevamos máscaras y
los ojos aún me lloran por el gas, no puedo ver su expresión.
Escribo en el bloc de notas: TAMBIÉN AMENAZÓ CON MANIPU-
LAR LAS VACUNAS DE MIS HERMANOS SI LA DESOBEDEZCO.
El Príncipe Kevon se echa hacia atrás y todo su cuerpo se queda inmó-
vil. Me muerdo el interior del labio, esperando que me crea. A veces, es
difícil saber que la Reina Damascena está emparentada con el Príncipe
Kevon por sangre.
¿QUÉ ES LO QUE QUIERE? Escribe.
Sus feas palabras resuenan en mis oídos. Se refirió a mí como una ca-
lentadora de camas y una asesina, aunque lo último sea en parte cierto.
Agacho la cabeza. El Príncipe Kevon está a punto de descubrir la razón
por la que le animé a pasar tiempo con las otras chicas.
Me pone una mano en el hombro, instándome a escribir mi respuesta.
Me lleva años formar las palabras adecuadas, pero escribo: TENGO
QUE CONVENCERTE DE QUE ELIJAS A UNA NOBLE. HOY TAM-
BIÉN ME HAN HECHO LEER DESDE UNA TABLET.

—Toda la familia de Vitelotte está desterrada —digo en voz alta mi-


entras garabateo las palabras. La reina no puede ver que he desobedecido
su orden de guardar silencio.
Su rostro se tensa. —Debes creerme, esa no era mi intención.
—Lo sé. —Se me hace un nudo en la garganta. Quiero pedirle que los
salve, pero ¿y si eso resulta contraproducente?

—Desgraciadamente, la Cámara de Ministros hará todo lo posible para


eludir mis intentos de hacer de Phangloria un lugar justo para todos los
Echelons. —Coge el lápiz y escribe, NO ACTÚAN SIN EL CONSEN-
TIMIENTO DEL MONARCA.
Asiento con la cabeza y exhalo un largo suspiro. Al menos me cree.

—Hay algo que me urge saber —dice.


—¿Qué?
—Cómo disfrutó tu familia de la paella.

Mis cejas se juntan mientras él se inclina hacia delante y da instrucci-


ones al conductor para que me lleve a mi dirección. Los Cosechadores
han sido gaseados y familias enteras se enfrentan a sombrías cadenas
perpetuas por crímenes que ni siquiera han cometido. ¿Por qué se pre-
ocupa el Príncipe Kevon por algo tan trivial?

Cuando el coche dobla una esquina, el Príncipe Kevon se quita la más-


cara y me hace un gesto de ánimo, y la comprensión se hunde en mi gru-
eso cráneo. Está inventando una excusa para ver cómo está mi familia.
Una cálida gratitud inunda mi pecho. —Había ingredientes en ese pla-
to que no habíamos comido en nuestra vida.
Me coge las manos. —Algún día, en Phangloria habrá una gran vari-
edad de alimentos para todos.
—¿Crees que eso es posible? —susurro.
El Príncipe Kevon me desata la máscara antigás y me la levanta de la
cabeza. —He tenido algunas conversaciones muy interesantes con las
jóvenes de la República de Amstraad. Si nos centramos menos en su tec-
nología juvenil e importamos sus dispositivos agrícolas, deberíamos
aumentar nuestros rendimientos y liberar a los Cosechadores para otros
asuntos.
Me quita un mechón de pelo de la cara y me lo coloca detrás de las
orejas. —Tienes los ojos rojos.
No sé cómo puede saberlo con sólo las luces del salpicadero iluminan-
do la parte trasera del coche, pero mete la mano en el espacio entre los
asientos delanteros y saca una caja de plástico. En su interior hay una se-
rie de artículos en envases estériles. El Príncipe Kevon coge un paquete
de papel de aluminio de 10 centímetros y rompe su envoltorio.

—Cierra los ojos —murmura con voz grave.


Dejo que mis párpados se cierren, y él los limpia con un paño fresco y
húmedo que elimina el escozor de mi piel.
—¿Está eso mejor? —pregunta.
Abro los ojos y me encuentro con la oscura mirada del Príncipe Ke-
von. Está tan cerca que siento el calor de su aliento. El corazón me da un
vuelco y me muerdo el labio. Este sería un momento perfecto si no hubi-
era contribuido a condenar a tantos inocentes a una vida de penurias.
Los campos de maíz pasan zumbando por la ventana detrás de él, y mi
mente se desvía hacia algo que el Embajador Pascale dijo una vez sobre
que Phangloria desperdiciaba recursos humanos en trabajos manuales
que podrían ser mecanizados.
Parece tan extraño que esté a solas con el príncipe y piense en las re-
formas que va a hacer en el país, pero siempre ha sido así entre nosotros.
Una de las razones por las que no puedo evitar amarlo es porque siempre
está pensando en los demás.
El coche dobla una esquina y entramos en el tramo de tierra sin luz
que hay entre los maizales y nuestra casa. Damos un par de golpes mient-
ras las ruedas sortean los baches y las superficies irregulares. Está claro
que el vehículo del Príncipe Kevon está hecho para viajar por carreteras
acabadas y no por el accidentado terreno de Rugosa.
Nos detenemos frente a la casa. Sólo hay una furgoneta estacionada
fuera, y todas las luces están apagadas. Contengo la respiración. Cuando
volví al palacio en el camerino móvil de la reina, Lady Circi dijo que ha-
bía cuatro.
Un fuerte puño golpea la ventanilla del coche y alguien nos ladra para
que abramos la puerta.

El Príncipe Kevon se aparta. —Espera aquí.


—¿Qué estás haciendo?
—No permitiré que los guardias hostiles vuelvan a herirte. —Abre la
puerta de su lado, sale y camina por la parte trasera del coche.
El guardia que nos ha gritado cae de rodillas. —Su Alteza, no le espe-
rábamos.
El Príncipe Kevon pregunta: —¿Por qué estáis estacionados frente a la
casa de los Calico?
El guardia levanta la cabeza, con la cara torcida por la indecisión. —
Señor —dice—. Patrullar esta calle es parte de mis obligaciones—
—Sin embargo, su colega de allí acaba de salir por la puerta principal
—gruñe el Príncipe Kevon —. ¿Qué significa esto?
Abro la puerta del coche y salgo para encontrar a un guardia bajo la
terraza, y se me corta la respiración. El Príncipe Kevon exige saber si mi
familia se fue a pasar lista, y el guardia le dice que los trasladaron anoc-
he.
Mientras el Príncipe Kevon obliga al guardia a llamar a su superior,
me apresuro a pasar por delante del hombre apostado en la puerta y entro
en la casa. La luz de la luna brilla a través del cristal de la puerta princi-
pal, iluminando el pasillo. A mi izquierda está el salón. Está impecable,
con dos pequeños pupitres hechos con cajas de embalaje dispuestos fren-
te a la ventana, donde mamá da clases a los gemelos.

A continuación, me dirijo a la cocina. Está ordenada y no hay señales


de lucha. Hay hojas de acelga frescas dentro de la nevera, junto con un
bloque de proteína de soja sin tocar, lo que indica que mamá ha recogido
recientemente las raciones de comida. Me rasco la cabeza. Parece que el
guardia ha dicho la verdad, que los han trasladado hace poco.
En el piso de arriba ocurre lo mismo. La mayor parte de la ropa de
Mamá y Papá sigue en su sitio, al igual que las colchas de patchwork, lo
que me hace pensar que no les han dejado recoger sus cosas.
Cuando vuelvo a bajar las escaleras y salgo a la calle, dos vehículos
más aparcan fuera y la gente entra en sus casas desde la plaza. O bien es-
tán acostumbrados a ver tantos guardias en el exterior de nuestra casa, o
bien la demostración de fuerza de esta noche los ha asustado demasiado
como para mirar.
—Se han ido —susurro.
El Príncipe Kevon me rodea los hombros con sus brazos y me atrae
hacia su amplio pecho. —Están en el Fuerte Meeman—Shelby.
Me echo hacia atrás. —¿Por qué?
—Lady Circi los ha trasladado para protegerlos.
Me quedo con la boca abierta. —No lo entiendo.
Me ofrece una sonrisa apretada. —Acabo de hablar con ella. No quería
que tu familia sufriera ninguna repercusión por los arrestos.

—Eso fue muy concienzudo por parte de la dama de armas. —Mi voz
suena como si viniera de lejos. A veces, es difícil saber lo que Lady Circi
está pensando. ¿Está preocupada por su seguridad o por perder la influ-
encia de la Reina Damacena sobre mí?
—¿Qué va a pasar con ellos? —Pregunto.
Hace una pausa. —Podemos traerlos de vuelta, pero algunos de los ot-
ros Cosechadores podrían descargar su ira contra tu familia por las reci-
entes reformas.
Trago saliva. —¿Puedo verlos?
—Por supuesto. —El Príncipe Kevon me pone una mano en la parte
baja de la espalda y me guía hasta el coche.
El viaje de vuelta al fuerte es silencioso, con la mirada fija en mis ma-
nos, preguntándome cómo reaccionará la Reina Damascena. El Príncipe
Kevon mira fijamente el cuaderno y suspira. Supongo que acaba de des-
cubrir el lado monstruoso de la personalidad de su madre que reserva pa-
ra los demás.

Más tarde, el Príncipe Kevon me rodea la cintura con un brazo mient-


ras caminamos por el patio. Los primeros rastros de luz solar emergen de
las lejanas colinas, pero el cielo es de un añil oscuro, todavía iluminado
por la luna. No hay rastro de los vehículos de producción, y supongo que
ya han partido hacia el Oasis. Me pregunto si Emmera habrá encontrado
el camino de vuelta a Rugosa o si habrá regresado al palacio.

Un guardia masculino y corpulento, con uniforme negro, nos espera en


la puerta. Cuando nos acercamos, se inclina para hacer una reverencia.
—Su Alteza, el Coronel Snath requiere su atención inmediatamente.
—Eso puede esperar —dice el Príncipe Kevon —. ¿Dónde tienen a la
familia Calico?
El guardia se endereza y frunce las cejas. —No tengo conocimiento de
nuevos prisioneros.

—¿Lady Circi vino esta mañana?


La mirada del guardia se dirige a mí y de nuevo al príncipe. —Para re-
coger a la Señorita Calico.
—Y a traer a su familia —gruñe el Príncipe Kevon, con impaciencia
en su voz—. Ni por un minuto presuma que la autoridad de la dama de
armas excede la del príncipe heredero.
El guardia se hace a un lado y nos deja pasar a un pasillo, donde una
guardia femenina se precipita hacia nosotros. —Su Alteza —le tiembla la
voz—. Coronel…
—¿Dónde retiene a la familia Calico? —pregunta el príncipe.
—Pero el coronel Snath me ordenó que le trajera…

—No te lo volveré a pedir —ladra.


Mi corazón da un vuelco y la guardia se aferra a su pecho. Nunca le he
oído sonar tan fiero, y es una prueba de lo mucho que le importa. Sólo
espero que no hayan trasladado a mi familia a otro lugar.
El Príncipe Kevon aprieta los labios y exhala una lenta bocanada de
aire por las fosas nasales. —Lo que quiera el coronel puede esperar. Por
favor, llévanos a donde tienen a Loam, Oria, Yoseph y Flint Calico.
Me sacudo la confusión. Por supuesto, él conoce sus nombres. Era el
guardia que dejaba entrar y salir a los visitantes de mi habitación cuando
pasaba la ronda de la marquesina de las Pruebas de la Princesa.
El miedo aparece en los ojos del guardia. Es la mirada conflictiva que
he visto en la gente que se debate entre seguir órdenes y hacer lo correc-
to.
Pongo una mano en el brazo del Príncipe Kevon. —Quizá deberíamos
ver qué quiere este coronel.
—Después de garantizar la seguridad de tu familia. —Enlaza sus de-
dos con los míos.

—Por supuesto, Su Alteza. —La guardia inclina la cabeza—. Sígan-


me.
Nos conduce por el pasillo hexagonal. Algunas partes se ramifican en
pasillos más pequeños que conducen a los dormitorios, y un pasillo late-
ral está atestado de guardias que hacen cola para la enfermería. Estoy de-
masiado preocupada por el bienestar de mamá, papá y los gemelos como
para preocuparme por la irónica justicia de que los guardias caigan ante
sus propias armas químicas.
La guardia llega a una puerta blanca y presiona con la palma de la ma-
no un panel de la pared, haciendo aparecer una pantalla en su superficie.
Es un dormitorio similar al de antes. Mamá y papá están sentados en una
cama, uno al lado del otro, vestidos con su ropa de dormir y con un ge-
melo en cada regazo. Nadie se mueve durante unos instantes.
La culpa me oprime el pecho. Parecen tan pequeños, ajenos al mundo
y asustados. Probablemente es la primera vez que están en una fortaleza
de los Guardianes, y no puedo imaginar lo que estén pensando. Estoy a
punto de preguntar si se trata de una foto fija cuando uno de los mellizos
se sube al regazo de mamá y le rodea el cuello con los brazos.
—¿Alguien les ha explicado lo que está pasando? —pregunta el Prín-
cipe Kevon —. ¿Les han ofrecido comida o bebida?
Ella hace una mueca. —No estoy segura, Alteza.
El Príncipe Kevon se lleva nuestras manos entrelazadas a los labios y
me da un beso en los nudillos. —Te dejaré a solas con tu familia. Explí-
cales que tienen la opción de volver a casa. —Se vuelve hacia la mujer
guardia—. Vamos a ver qué quiere su coronel.
La guardia teclea un comando en la pantalla, que se vuelve blanca de
nuevo. Un mecanismo dentro de la puerta hace clic, y yo inhalo una pro-
funda respiración.
El Príncipe Kevon me pone una mano en el hombro. —Volveré tan
pronto como pueda.
Mientras sigue al guardia por el pasillo, empujo la puerta y entro. Ma-
má y Papá me miran con la boca abierta, y los gemelos se deslizan de sus
regazos y se abalanzan sobre mí.

—Zea. —Yoseph rodea mis caderas con sus brazos y llora.


—Esos hombres malos nos han llevado.
Apenas puedo oír a Flint entre sus sollozos.
El dolor de mi corazón se extiende por mi pecho y por mi garganta.
Miro fijamente las pequeñas cabezas rubias apretadas contra mi cuerpo y
las lágrimas me llenan los ojos. Si supieran que soy la causa de sus prob-
lemas, no acudirían a mí en busca de consuelo. Mi mirada se eleva hacia
Mamá y Papá, que me miran con ojos atormentados.
—Lo siento. —Mi voz se quiebra.
Mamá es la primera en levantarse. Los bordes de sus ojos están tan ro-
jos como la sangre y sus labios tiemblan por contener sus emociones. —
¿Qué está pasando en el Oasis?
Una docena de respuestas surgen en el fondo de mi garganta. Cuando
era joven, podía contarle todo a Mamá y a Papá. Papá fue la primera per-
sona a la que corrí cuando vi a ese guardia aplastar la culata de su rifle
contra la cabeza del Señor Wintergreen. Mamá fue la persona que me
sostuvo durante mis pesadillas, incluso años después del suceso, cuando
los bebés gemelos no la dejaban dormir.
Sacudo la cabeza. —Hay tantas cosas que no puedo contar.

—Uno de los guardias nos mostró esa grabación —dice papá.


Trago saliva. Ahora me odiarán por condenar a tantos inocentes cosec-
hadores a la vida en los Barrens. —Esas cosas que dije…
—Tú y el príncipe en el hospital. —Desvía la mirada.
El shock me golpea las tripas como un puño. Papá está hablando del
vídeo que alguien hizo de mi cabeza en el cuerpo de una chica desnuda.
¿Cómo voy a decirles que es falso cuando hasta las chicas Nobles lo creí-
an cierto? Separo los labios para hablar, pero cualquier cosa que diga so-
nará a mentira.
—Zea. —Mamá se pone la mano en el pecho—. Hemos estado muy
preocupados.
—Y nos han enseñado el discurso que diste en la cúpula —añade pa-
pá.
Se me aprieta el pecho. Están envenenando a mamá y a papá contra
mí. Ahora van a pensar que he olvidado mis raíces de Cosechadora y me
he convertido en la peor clase de élite.
—¿El príncipe está amenazando nuestras vidas? —pregunta—. ¿Es
por eso que estás… —La cara de papá se tensa como si completar su fra-
se fuera a doler.
Sus palabras me rompen el corazón en pedazos, y acerco a los geme-
los. Papá cree que el Príncipe Kevon me obliga a convertirme en su
amante real, cuando es todo lo contrario.
—Es la reina —ronco, esperando que no esté escuchando—. Está en-
viando gente para vigilarlos porque no quiere que el Príncipe Kevon elija
a una Cosechadora. Esa grabación del hospital ni siquiera soy yo. Nos
hemos enamorado y él no ha sido más que un caballero.

Las cejas de Mamá se juntan. Me doy cuenta de que no lo entiende,


pero asiente de todos modos y mira a Papá, que refleja su expresión. Se
vuelve hacia mí. —¿Ha mandado ese arroz?
—¿Te lo has comido? —pregunto.
—Pensamos que podría estar envenenado —dice papá.
Mis hombros se hunden. —Quién sabe lo que podría haberle pasado
en el viaje.

Intercambian otra mirada y no parecen nada tranquilos. Es porque no


les he dicho por qué están en Fort Meeman—Shelby. —Lady Circi los
trajo aquí para su protección.
—Supuestamente —murmura Papá—. No conozco a nadie que haya
regresado después de ser arrebatado de su cama.
—¿Quieres volver a casa?
—Por supuesto —dice Mamá.
—Pero casi hubo un motín…
Papá cruza la habitación y pone una gran mano en mi hombro. El calor
de su tacto derrite mis músculos tensos. Después de todo lo que he sopor-
tado estas últimas semanas. He olvidado lo mucho que echo de menos su
consuelo. —Digan lo que digan y muestren las imágenes que muestren,
sigues siendo nuestra hija. No escucharé a nadie menospreciarte. Incluso
cuando creíamos en nuestros ojos, sabíamos que tenía que haber una ra-
zón para tu extraño comportamiento.
—Te hemos educado mejor que eso —murmura Mamá.
Toda la tensión se me escapa en una larga exhalación y me desplomo
contra los hombros de Papá. Yoseph protesta por estar aplastado y Papá
lo levanta en sus brazos. Flint se agarra a las mangas de mi chaqueta, tre-
pa por mí como un mono y se aferra a mi cuello. Cuando Mamá se une al
abrazo, por fin siento que estamos completos.
Permanecemos juntos en un fuerte abrazo durante varios latidos. Inha-
lo los aromas mezclados de mi familia. Es pan, seda de maíz y hogar.

—¿Qué debo hacer? —susurro.


Papá me aprieta más fuerte. —Si el Príncipe Kevon te hace feliz, debe-
rías seguir a tu corazón.
Mamá se echa hacia atrás y asiente. —No te preocupes por nosotros.
Mis labios se separan. ¿Cómo pueden decir esto después de que les ha-
ya hablado de la Reina Damascena? —Pero…

—Esos guardias quieren intimidarte para que abandones las Pruebas


de Princesa —dice papá.
—Me dijeron que debía hacer un trato, como Lady Circi —digo.
Papá sacude la cabeza. —Ella era la favorita, pero no creo que el rey
se haya enamorado de Lady Circi en la época en que se emparejó con la
Reina Damascena…
—Esto es más que el amor entre dos personas, Zea. —Mamá me apri-
eta la mano—. Podrías convertirte en la Reina de Phangloria. Piensa en
las reformas que haréis tú y el Príncipe Kevon y no escuches amenazas
vanas.
—Ella habla en serio —murmuro—. La última vez que hablamos, insi-
nuó cambiar las vacunas de los gemelos por veneno.
Mamá sacude la cabeza. —No tiene sentido actuar contra la futura re-
ina. No cuando puedes tomar represalias tan fácilmente cuando llegues al
poder.
Mis brazos caen a los lados. Pensé que me desanimarían y exigirían
que volviera con ellos a Rugosa, pero incluso Papá quiere que continúe.
Un golpe en la puerta hace que nos separemos de nuestro abrazo famili-
ar. Le devuelvo Flint a Mamá y los acompaño a todos al fondo de la sala.

Me aliso la chaqueta prestada y echo los hombros hacia atrás. —Pa-


sad.
La puerta se abre y el Príncipe Kevon entra, con las facciones desenca-
jadas.
Mamá y Papá se inclinan y hacen una reverencia, los gemelos lo salu-
dan con entusiasmo, pero el Príncipe Kevon les devuelve los saludos con
una cortesía practicada.
Le pongo una mano en el brazo. —¿Qué pasa?
—Es mi padre —susurra el Príncipe Kevon —. Ha muerto.
Capítulo 17

Después de organizar el transporte para regresar a mi familia a casa,


Garrett, el Príncipe Kevon y yo nos dirigimos al Oasis. No sé mucho
sobre el Rey Arias, excepto que fue uno de los muchos monarcas que
apoyaron el injusto sistema Echelon y que se casó con la Reina Damas-
cena, incluso cuando prefería a Lady Circi.
Entrelazo mis dedos con los del Príncipe Kevon cuando dejamos el fu-
erte y nos detenemos en los escalones de la entrada. El sol se cierne sob-
re el horizonte, una bola de color blanco incandescente que sangra ama-
rillo y luego rojo cuando la luz toca el cielo índigo.
En esta parte de Phangloria, meses antes de la temporada de lluvias, no
hay nubes, y una brisa fresca se arremolina por todo el estacionamiento.
Los jeeps negros se colocan en filas ordenadas, y detrás de ellos hay ca-
mionetas. Detrás de ellos hay camiones lo suficientemente grandes como
para albergar a docenas de guardianes. ¿Cuántas ciudades del distrito de
Cosechadoras también pasaron lista temprano?

Esperamos a que llegue su camioneta. El Príncipe Kevon está de pie a


mi derecha y a su derecha está Garrett, quien coloca una mano de apoyo
en el hombro del príncipe. Mi interior se siente como un delantal frotado
contra la tabla de lavar hasta que sus hilos se aflojan y se escurren.

—¿Estás listo? —pregunta Garrett.


—No —responde el Príncipe Kevon.
—¿Listo para qué? —pregunto.
El Príncipe Kevon se vuelve hacia mí y traga. Su pecho sube y baja
con respiraciones rápidas, lo que me hace preocuparme por los tejidos ar-
tificiales en su corazón. Estas han sido las semanas más intensas de su vi-
da y no puedo imaginar qué podría ser peor que enfrentar la muerte de un
padre.
—Después del funeral, me convertiré en el Príncipe Regente hasta mi
coronación oficial.
Sabía que era solo cuestión de semanas antes de que se convirtiera en
rey, pero esto es tan repentino. —¿Vas a gobernar el país?
Cierra los ojos y asiente. —No habrá ningún Phanglorian de mayor
rango que yo.
Una camioneta negra se detiene en los escalones y el conductor abre
las puertas. Cuando entramos en un interior del tamaño del camerino mó-
vil de la Reina Damascena, inhalo el cálido aroma del cuero, el esmalte y
la colonia del Príncipe Kevon.
Un sofá corre por la izquierda del vehículo y al lado hay un sillón. A
lo largo de la pared que separa la parte trasera de la cabina del conductor
está el estante de tomos encuadernados en cuero que vi en los clips de las
citas del Príncipe Kevon. A la derecha hay un escritorio con superficie de
cuero y, al lado, una pequeña mesa de comedor con dos sillas.
El Príncipe Kevon me guía hasta el sofá y se deja caer. Mi corazón se
aprieta con preocupación, y me alegro mucho cuando Garrett se une a
nosotros y se sienta al otro lado. El conductor cierra la puerta y arranca.
—Siento mucho lo del rey. —Descanso mi cabeza en el hombro del
Príncipe Kevon —. ¿Eran cercanos?
El Príncipe Kevon frota su pecho sobre la chaqueta del guardia negro.
—Mi padre nunca me dedicó el tiempo suficiente para que pudiéramos
fomentar una relación.
—Al tío Arias le gustaba pasear fuera del Oasis —agrega Garrett—.
Siempre dijo que había más de Phangloria que los Nobles.
—Pero debes haber pasado algún tiempo con él. —Aprieto la mano
del Príncipe Kevon.
Se vuelve hacia mí con una sonrisa triste. —Aparte de los retratos y
los eventos oficiales, apenas vi a mi padre.
Trago. La Reina Damascena tampoco parece del tipo maternal. No pu-
edo imaginar cómo sería crecer sin una verdadera Mamá y un Papá. —
Lo siento.
—Quizás fue lo mejor —responde el Príncipe Kevon —. Debido a que
mi padre estuvo ausente, pasé mucho tiempo con los devotos de Gaia,
maestros y niñeras que me dieron una visión completa de nuestro mundo.
También tuve primos maravillosos que son más como hermanos.
—Como Garrett —digo.
—Cuando Forelle me cuenta sobre su infancia, parece otro mundo —
dice Garrett, con voz entrecortada por el asombro.

Envuelvo mis brazos alrededor de la cintura del Príncipe Kevon y lo


abrazo con fuerza. Cuando todavía estaba disfrazado de Sargento Silver,
habló sobre la belleza y la paz de nuestra región. Los Cosechadores su-
elen estar demasiado ocupados luchando por sobrevivir. No nos ocupa-
mos de ambiciones mezquinas como la gente del Oasis.
Si tuviera que elegir, preferiría vivir con las personas que amo que con
las riquezas. Es terrible que el Príncipe Kevon haya perdido a un padre,
pero me alegro de que el país haya ganado un regente amable y compasi-
vo.

Garrett y el Príncipe Kevon recuerdan el pequeño contacto que tuvi-


eron con el Rey Arias. No dicen exactamente las palabras, pero el rey pa-
rece que pasó su tiempo con varias amantes en diferentes Echelons de
Phangloria y disfrutó particularmente pasar tiempo con las lecheras de
Bos.
Me deshago de las sospechas de que esa ciudad reciba raciones adici-
onales porque el rey favorecía a sus mujeres. Incluso si es cierto, no es
caritativo hablar de pensamientos tan escandalosos sobre los muertos.
El reloj de Garrett suena y él se excusa para caminar hacia la estante-
ría. Tira de una palanca y entra en la cabina del conductor, dejándonos
solos. Se me seca la boca y la superficie de mi piel se eriza con aprehen-
sión. Una parte de mí sabe que el Príncipe Kevon no se refugiará en sí
mismo como lo hizo Ryce después de la muerte del Sr. Wintergreen, pe-
ro esos años que pasé suspirando por Ryce han creado una expectativa
que es difícil de superar.
Con un suspiro, el Príncipe Kevon envuelve un brazo alrededor de mi
hombro y me empuja más hacia su costado. Los músculos alrededor de
mi torso se relajan mientras me sumerjo en su cálido abrazo. Entonces
recuerdo que soy yo quien debería darle consuelo.
Inclino mi cabeza hacia arriba y me encuentro con sus ojos tristes. —
¿Cómo te sientes, de verdad?
—Despojado —dice en un tono monótono.
—¿Qué quieres decir? —Mi mano se desliza sobre su chaqueta y se
posa en el espacio entre sus músculos pectorales. No tiene un cuchillo en
el pecho, pero no puedo resistir el impulso de mantener mi mano allí para
contener un torrente de dolor.
El Príncipe Kevon dobla el cuello y besa la punta de mi dedo anular.
—Dijo que me guiaría a través de las Pruebas de Princesa, pero ocurrió
el tsunami, y supuestamente se fue con la marina…
Asiento con la cabeza, entendiendo lo que deja sin decir. El Rey Arias
mintió sobre su paradero y el Príncipe Kevon lo encontró moribundo en
una habitación de hospital. —Estabas ansioso por pasar tiempo con él.
—Los momentos que tuve con mi padre fueron preciosos —murmu-
ra—. Lo creas o no, el rey era un hombre muy cálido y encantador.

—Él te hizo, por lo que debe haber tenido algunos buenos puntos.
El Príncipe Kevon se ríe y me besa la frente. Inclino mi cabeza hacia
arriba y lo miro a los ojos. El anhelo en su mirada retuerce mi corazón.
Es como si pensara que algún día me escaparé de su alcance. Tal vez sea
por mis rechazos anteriores. Tal vez crea que me voy a quedar con él
porque lo apuñalaron y ahora porque su padre está muerto, pero no es
así.
—Estaré aquí para ti todo el tiempo que me necesites —le digo.
La comisura de sus labios se curva en una sonrisa. —¿Y si eso es para
siempre?
Mis dedos se enroscan alrededor de la tela de su chaqueta. —¿Qué tal
para siempre y un día?
El Príncipe Kevon retrocede unos centímetros. Se me corta el aliento.
¿No me cree? Baja las pestañas espesas y oscuras, ahueca mi mandíbula
con su mano cálida y me pasa la yema del pulgar por el labio inferior. El
toque traza una línea de placer que hace que mis párpados se cierren.
—¿Puedo besarte? —Su voz profunda hace eco a través de mis senti-
dos y hace vibrar mis nervios.
Mi corazón salta varios latidos como si no supiera si quiere regocijarse
o escapar.
Me lamo los labios con anticipación. —No es necesario que preguntes
nunca.
Se inclina hacia mí, envolviéndome en su esencia de vainilla y nuez
moscada. El calor de su aliento contra mi piel se siente como una caricia
caliente, y mis labios se abren para el beso. Después de varios latidos fre-
néticos, no pasa nada.
—¿Qué estás haciendo? —Lo miro a través de mis pestañas.
—Bebiéndote. —Los ojos del Príncipe Kevon son en su mayoría neg-
ros con un pequeño anillo de color azul vaquero—. Incluso cubierta con
una chaqueta de hombre de gran tamaño, es imposible reprimir tu belle-
za. —Desliza sus dedos sobre mi mandíbula y mi cuello con una intensi-
dad en sus ojos que me dice que quiere decir cada palabra.
Tragando, miro hacia otro lado y fijo mi mirada en los tomos de cuero
en la estantería. Cuando me miro en el espejo, no veo esto… ¿cómo me
llamó en el baile? El resplandor de Gaia, no contaminado por mejoras
quirúrgicas.

Se me seca la garganta. Incluso si el Príncipe Kevon prefiere chicas


esbeltas y de cabello oscuro como yo, no puedo igualar a una belleza co-
mo Rafaela van Eyck. El silencio entre nosotros continúa, haciendo que
mi pulso se acelere. ¿No se supone que la gente debe decir algo elocuen-
te en momentos como este?

Las palabras de Berta vuelven a perseguirme como un fantasma ven-


gativo. Las chicas como yo, las chicas Cosechadoras sin adornos que no
saben poesía o política o qué decir en medio de la pasión, nunca consigu-
en al apuesto príncipe.
—¿Zea? —La preocupación entrelaza su voz—. Dije algo…

—Solo bésame —murmuro.


Gira mi cara hacia la suya y desciende sus labios sobre los míos con
un toque que envía chispas a lo largo de mis terminaciones nerviosas. Su
lengua se desliza contra la costura de mi boca, y separo mis labios y ce-
do.
El beso es explorador, devorador, como si me estuviera consumiendo
y memorizándome. No se parece en nada al suave y dulce abrazo que
compartimos en el jardín de la azotea del hospital, y hay una urgencia en
el beso como si él pensara que será el último.
Cada caricia de sus labios, cada mordisco de sus dientes, cada golpe de
su lengua enciende un fuego dentro de mí que derrite mis dudas y reduce
a cenizas los eventos de la mañana. Me aferro a sus anchos hombros, sin
pensar en nada más que en el Príncipe Kevon y en cómo no quiero que
este beso termine nunca.
Sus manos agarran mi cintura y me suben a su regazo. Es como esa
vez en mi habitación del hospital, pero no hay Lady Circi que nos inter-
rumpa. Desliza sus dedos sobre mi cuello, los enhebra en mi cabello y
me asegura en mi lugar.
Mi cabeza da vueltas, y me alegro de que se aferre a mí porque colap-
saría bajo la embestida del placer. ¿Cómo pude haber dudado del Prínci-
pe Kevon? Clavo mis dedos en los duros músculos de su espalda, pero
cuando una de sus manos roza el botón superior de mi chaqueta, mi cuer-
po se pone rígido.
El Príncipe Kevon retrocede. —Perdóname.
—Es… —Pongo una palma sobre la abertura de la chaqueta—. No po-
día soportar que me vieras con este vestido.
Su ceja se eleva una fracción y la expresión más extraña cruza sus her-
mosos rasgos. El calor se apresura a mis mejillas y me deslizo de su re-
gazo.
—Lo siento. —Agacho la cabeza y me miro las manos—. Todos en
Rugosa me vieron vestida así, y también la gente que me veía en NetFa-
ce, pero no tuve otra opción entonces, y no es apropiado.
—Zea. —Toma una mano y coloca suaves besos en cada nudillo—.
Entiendo.
Forelle probablemente me recordaría que el Príncipe Kevon pronto me
vería pronto con menos ropa que un vestido, pero la Reina Damascena se
burlaría de mí por hacer que el príncipe se divirtiera hasta que decidiera
con qué Noble casarse. Dejo esos pensamientos a un lado y agarro su
mano.

Cada beso que le doy en los nudillos lo hace reír, y la incomodidad


que se adhiere a mi piel retrocede hasta el fondo de mi mente.
Nos sentamos juntos en el sofá durante las próximas horas, durmiendo,
hablando, bebiendo y comiendo en el desayuno. El Príncipe Kevon com-
parte historias sobre el Rey Arias y me dice que había sido sugerencia
del rey que se disfrazara de guardia para escoltar a las chicas a las Pru-
ebas de Princesa.
A partir de estas anécdotas, parece que el Rey Arias estaba profunda-
mente insatisfecho con la vida en la corte, o al menos con su elección de
esposa. Me pregunto si el Príncipe Kevon se da cuenta de esto y ha deci-
dido no repetir el error de su padre.
Finalmente, la camioneta se detiene y las puertas se abren. Las tenues
luces de un estacionamiento subterráneo iluminan una fila de vehículos,
incluido el auto solar de dos plazas del Príncipe Kevon. Lady Circi, toda-
vía vestida con su traje de gato negro, pero con cuatro veces más de ar-
mas, aparece a la vista.
Sus cejas se elevan cuando me ve detrás del príncipe, pero no hay de-
saprobación en sus rasgos. —Muévete más rápido la próxima vez que te
envíe una alarma.
Un aliento se queda en la parte de atrás de mi garganta cuando salimos
de la camioneta. ¿Lady Circi acaba de admitir haberle dicho al Príncipe
Kevon que estaba en la Plaza de Rugosa?
El Príncipe Kevon me suelta la mano y rodea con sus brazos a Lady
Circi. —Gracias. —Él se echa hacia atrás y la besa en la mejilla antes de
envolverla en otro abrazo—. Y lo siento.
Ella soporta el abrazo y me mira con una intensidad que me advierte
que no profundice en lo que sea que esté pasando entre ella y el príncipe.
Aparto la mirada, dándoles su privacidad. Lady Circi podría ser la dama
de armas de la reina, pero conoce al Príncipe Kevon desde que nació. Al-
go en la forma en que interactúan habla de más que un afecto a regañadi-
entes.

Cuando el Príncipe Kevon finalmente libera a Lady Circi, ella rodea la


camioneta y habla con Garrett.
—Te acompañaré a tu habitación. —El príncipe coloca una mano en la
parte baja de mi espalda.

—Esta noche es luna llena —dice Lady Circi desde detrás de la cami-
oneta.
Los pasos del Príncipe Kevon vacilan por un momento, pero pasamos
junto a una flota de automóviles y camionetas hasta una puerta de seguri-
dad. Escanea la retina y la huella de la mano del príncipe antes de permi-
tirnos entrar en una escalera oscura.
Tan pronto como se cierra la puerta, se encienden luces brillantes. Su-
bo las escaleras con el príncipe y le pregunto—: ¿Qué pasa en la luna lle-
na?
—Los funerales reales tienen lugar cuando la luz de la luna está en su
punto máximo. —Coloca una mano en la barandilla mientras me guía por
los escalones—. Según la Biblia de Gaia, aquí es cuando el poder de la
diosa Selene está en su máxima expresión.
El Príncipe Kevon explica que Selene necesita luna llena para llevar el
espíritu real a través del cielo hasta Gaia. Si no entierran al Rey Arias es-
ta noche, tendrán que esperar otro mes. Durante ese tiempo, la Reina Da-
mascena reinará sobre Phangloria y tendrá el poder de escoger su novia.
Un escalofrío recorre mi espalda al pensar en esa mujer gobernando
cualquier cosa. Ella ya abusa bastante de su poder y no necesita más.
Cuando llegamos a lo alto de las escaleras, el Príncipe Kevon respira
con dificultad. Hago una pausa para preguntarle si está bien, pero él ni-
ega con la cabeza y dice que son solo nervios.

Mientras continuamos por los pasillos, los sirvientes del palacio a los
que pasamos visten de blanco, lo que el Príncipe Kevon explica que es
una celebración para el Rey Arias que asciende al reino de Gaia. Quiero
preguntar qué creen los devotos de Gaia que les sucede a las almas de
aquellos que no son de la realeza, pero ahora no es el momento.

El Príncipe Kevon se detiene frente a mi puerta y coloca una mano en


mi brazo. —¿Vendrás al funeral?
—Por supuesto.
—Gracias. —Se inclina y me da un suave beso en los labios—. Me
aseguraré de que los acomodadores te sienten como corresponde.

Apoyo mi espalda contra la pared y lo veo caminar por el pasillo, ya


mirándome como el Rey de Phangloria. Aparte de mi promesa de perma-
necer a su lado para siempre, no ha hablado de la posibilidad de casarse.
Tal vez sea porque no quiere asustarme, pero ver a Mamá y a Papá esta
mañana ha fortalecido mi determinación. Si todavía me quiere como es-
posa, le diré que sí.

Hace una pausa en la esquina, se vuelve y saluda.


Levanto una mano, esperando que las cosas no sean diferentes entre
nosotros cuando él tome el trono. Al final de las Pruebas de Princesa,
probablemente trabajará a tiempo completo en asuntos del estado. Espero
que este no sea el comienzo de un nuevo distanciamiento entre nosotros.

La intensidad del sol que entra por los ventanales de mi habitación me


dice que son entre las dos y las tres de la tarde. Georgette se sienta en el
sofá de terciopelo con una tableta, las puntas de su cabello caoba se vuel-
ven rojas con la luz. Su chaleco y falda lápiz habituales es de color blan-
co.
Tan pronto como nuestras miradas se encuentran, arroja la tableta sob-
re la mesa baja y se pone de pie.

—¿Has oído? —Georgette da la vuelta a la mesa, cruza corriendo la


habitación y me agarra de las manos.
—¿Sobre el rey? —pregunto.
—El funeral es esta noche. —Pasa la mirada por mi uniforme prestado
y frunce los labios—. Voy a vestirte con algo tan digno que se olvidarán
de ese horrible atuendo que se transmite por NetFace.
—¿Este? —Me desabrocho la chaqueta.
Georgette hace una mueca. —¿De dónde sacaste algo tan anti—Cosec-
hadores?
Mis mejillas se sonrojan. Estoy a punto de decirle que no fue mi elec-
ción de atuendo cuando la puerta detrás de nosotros se abre de golpe. Mi
corazón salta de su lugar de descanso y doy vueltas.
La reina viste un mono de color marfil con una chaqueta ajustada de
un botón. Su cabello dorado no hace nada para ocultar el odio que hierve
bajo esos rasgos bonitos.
—Pensé que el atuendo era un pago apropiado para tu coqueteo tem-
poral con mi hijo —dice.

El recuerdo de mamá y papá acurrucados juntos en ropa de dormir, ca-


da uno agarrando a un gemelo, corre al frente de mi mente. La ira hierve
a fuego lento en mi estómago, disolviendo todas las nociones de miedo.
No hay palabras para describir la profundidad de mi odio hacia esta muj-
er.

Georgette hace una reverencia. —Su Majestad, lo siento por—


—Déjanos —espeta la reina.
Georgette recorre un amplio círculo alrededor del monstruo de blanco,
sale corriendo de la habitación y cierra la puerta.
La Reina Damascena avanza hacia mí con los puños cerrados. —De-
bería darte una paliza por no completar tu discurso.
—Es difícil de leer con el gas cepa en mis ojos. —Reflejo su movimi-
ento.

—Es difícil creer que puedas leer —dice arrastrando las palabras.
—¿Qué quieres? —Chasqueo.
Ella retrocede. —¿Es así como le hablas a la Reina Regente de Phang-
loria? Podría ejecutarte por traición.
Su farol flota sobre mí como una semilla de diente de león en la brisa,
y miro mi reloj imaginario. —¿Crees que podrías organizar mi juicio y
mi sentencia antes de que salga la luna?
Muestra sus dientes perfectos y ensancha sus fosas nasales. La Reina
Damascena podría haberme intimidado antes, pero su reinado de amena-
zas y terror termina en el momento en que el Príncipe Kevon se convierte
en regente. Da un paso adelante hasta que el calor de su ira calienta mi
piel y el aroma de su perfume de mandrágora me pica en la nariz.

—Dile a Kevon que debe anunciar a su Noble de elección durante el


funeral. —Su rostro se tensa—. Cualquiera menos Ingrid Strab.
—Pero la Cámara de Ministros…
—Ese grupo de fósiles no controlará el trono —espeta—. Elige otra
chica Noble o…
—¿Y si el Príncipe Kevon me elige a mí? —Levanto la barbilla y me
encuentro con sus ojos llenos de odio. Están inyectados en sangre, más
magenta que violeta, y probablemente tan falsos como su perfecta nariz.
—Entonces serás la huérfana de vida más corta de Phangloria. —Gol-
pea mi hombro con un dedo afilado—. Sé que las chicas Cosechadoras
solo sirven para recoger productos, pero incluso tú sabes que podría ex-
terminar a toda tu familia antes de que Kevon coloque un anillo en ese
dedo escuálido.
La furia en mi estómago se agita. Chisporrotea, crepita y estalla hasta
que me quema la parte posterior de la garganta con su amargura. Cuánto
anhelo poner mis conocimientos en su rostro arrogante. Si el Príncipe
Kevon me elige esta noche, me convertiré en la segunda persona de ma-
yor rango en Phangloria con el poder de aplastarla como a un tomate ma-
duro.
Sus ojos se entrecierran. —¿No me crees?
—¿Por qué crees que puedo persuadir al Príncipe Kevon para que elija
una chica que no quiere?
—Tu padre debería estar supervisando el campo de maíz diecinueve
por esta época. —La Reina Damascena se acerca a la mesa baja y toma la
tableta que descartó Georgette. Con unas pocas órdenes, lo hace sonar y
una voz del otro lado la saluda.
—Trae al padre —dice.
Me da un vuelco el estómago. —¿Qué estás haciendo?
—Demostrarle a tu padre lo que le haré a tu madre si no sigues la ali-
neas.
El pánico estalla en mi pecho. Corro a través de la habitación hacia la
puerta y la abro de golpe. El Príncipe Kevon no pudo haber llegado muy
lejos—su madre no dará la orden si no estoy allí para verlo. Escapo al
pasillo. Dos mujeres de rostro duro con monos negros salen de la pared y
se interponen en mi camino.
—Muévete a un lado. —Me lanzo a la izquierda.
Los dedos se enredan en mi cabello. Retroceden con una ferocidad que
me quema el cuero cabelludo. El olor empalagoso de mandrágora llena
mis fosas nasales.
—No vas a ir a ninguna parte. —La Reina Damascena me arrastra de
vuelta a la habitación.
—¡Suéltame! —La golpeo con mis puños en la nariz. La cabeza de la
reina se echa hacia atrás y se agarra la cara.

Uno de los brazos de las mujeres rodea mi cuello. Mi cabeza se vuelve


a hundir en su pecho. Antes de que pueda girarme, agarra su otro bíceps
y empuja mi cabeza hacia adelante. Mi garganta se cierra. No puedo res-
pirar. Doy un codazo, echo la cabeza hacia atrás y pateo a la mujer, pero
ella gruñe y soporta la fuerza de mis ataques.
—¿Cómo te atreves? —Los ojos violetas de la Reina Damascena se
abultan, su rostro se pone escarlata y sus rasgos se retuercen en un rictus
de rabia—. ¡Debería ejecutarte ahora mismo!
La mujer que me sostiene aprieta su agarre, volviendo los bordes de
mi visión negros.
Mis entrañas son una tormenta eléctrica de latidos atronadores y un
miedo candente. Respiraciones fuertes y ásperas luchan por mi garganta
colapsada. Debo mantener la calma. Tengo que soportar esto para llamar
su atención sobre mí y fuera de papá.
La Reina Damascena solo me amenaza porque cree que puedo influir
en el Príncipe Kevon. Puede que ordene a sus secuaces que me golpeen,
pero no me dejará morir. No hasta que haya aceptado tomar una novia
Noble.
Le pateo la espinilla. —Reina viuda —digo con voz ronca—. Saldrás a
pastar con las otras vacas.
La reina arroja la tableta sobre la mesa y se desabrocha el cinturón. —
Acuéstala sobre la cama.
Cuando la mujer que me sostiene afloja su estrangulamiento, me burlo,
—¿Por qué, porque no puedes pelear conmigo como una mujer? No eres
nada sin tus guardias.
Su segunda secuaz, una mujer de rostro redondo con una cola de ca-
ballo marrón, me golpea con fuerza en el estómago. Saca el aire de mis
pulmones y queda atrapado en mi garganta. La que me sostiene vuelve a
apretarla hasta que veo estrellas.
Me levanto de un salto, golpeo a la segunda mujer en el estómago, uti-
lizo nuestro impulso descendente para voltearla hacia un lado. Se golpea
la cabeza, pero su cuerpo más grande frena la caída.
Mientras me pongo en pie, la Reina Damascena me da una patada en
el vientre.
La agarro por las pantorrillas y la levanto. Ella cae de espaldas con un
chillido satisfactorio. Una vocecita en el fondo de mi cabeza me dice que
me detenga, que corra en busca de ayuda. Ya he hecho suficiente. He de-
mostrado mi punto, pero la furia que ruge en mis venas me impulsa a
golpear mi puño en su arrogante carita.
Antes de que pueda asestar un golpe, una mano grande me agarra del
pelo y me aparta de la reina.
—Sucia mestiza. —La Reina Damascena toma un jarrón y me lo arro-
ja a la cabeza.

Me giro y dejo que se estrelle contra el suelo de mármol.


—¡Detén esto ahora mismo! —brama una voz.
Todo el mundo se congela. Pasos pesados y enojados aplastan los cris-
tales rotos y alguien saca la mano de la mujer de mi cabello. Levanto la
cabeza y miro a los ojos afligidos del Príncipe Kevon.

—Kevon —dice la reina entre jadeos—. Tu ramera Cosechadora trató


de—
—Silencio —ruge.
Todos, incluyéndome a mí, se estremecen.
El Príncipe Kevon me ayuda a ponerme de pie, su mirada recorre mi
cuerpo. Toma mi rostro y me mira a los ojos con una urgencia que no ha-
bía visto desde nuestro último beso. —¿Estás bien?
La adrenalina corre por mis venas, haciendo temblar mis extremida-
des. Podría no haber sido tan comprensivo si me hubiera sorprendido
golpeando la cara de la reina.
—Creo que sí.
Coloca una mano debajo de mi codo. —¿Necesitas ver al doctor Pala-
tine?
—¿Para una prueba de embarazo? —chasquea la reina.
El Príncipe Kevon se vuelve hacia ella, su rostro es una máscara de
odio. —Me ocuparé de ti después del funeral.
Los ojos de la reina se agrandan y su rostro palidece. Da un paso atrás
y se tapa el pecho con una mano.

Envuelve su brazo alrededor de mi cintura y me guía fuera de la habi-


tación, pero lo agarro del brazo. —Por favor, retira a los guardias que vi-
gilan a mi padre.
Sus ojos se suavizan. —Por supuesto. Después de esta noche, nunca
temerás por la seguridad de tu familia.

Exhalo, pero el alivio no me llega de inmediato. Mi familia no estará a


salvo en ningún momento entre ahora y el momento en que el Príncipe
Kevon me designe como su consorte.
—¿Su Majestad? —pregunta una pequeña voz al final de la tableta.
El Príncipe Kevon rodea la mesa baja y toma el dispositivo. —El Rey
Arias ha muerto y pronto me convertiré en su regente.

—Su Alteza —dice la voz masculina. —Lo siento por su pérdida.


—Gracias. Escolte al Sr. Calico a casa con su familia y asegúrese de
que no sufra ningún daño. Ya he hablado con el Coronel Snath sobre la
protección de esta casa, pero me aseguraré de que cualquier persona que
dañe a esa familia sea ejecutada.
—Entendido, señor.

—Kevon —dice con voz ronca la Reina Damascena.


Los ojos del príncipe se vuelven fríos. —Después del funeral, te retira-
rás de la corte real y vivirás tus días con el General Provins.
Su rostro se afloja. —Pero mi padre—
—Te hizo desalmada e incapaz de gobernar —espeta el Príncipe Ke-
von—. Es un final apropiado para la mujer que nos causó tanta miseria a
mi padre y a mí.
La Reina Damascena inclina la cabeza y camina hacia la puerta con
los hombros caídos. Sus secuaces hacen reverencias y la siguen fuera de
la habitación.
Tan pronto como se cierra, el príncipe me empuja hacia su pecho. —
Lo siento —murmura en mi cabello—. Debí haber adivinado que te ame-
nazaría la víspera de que yo me convirtiera en regente.
Niego con la cabeza. —Esto no es tu culpa. Debería habértelo dicho
antes.
Desliza sus nudillos contra un lado de mi cara. —¿Necesitas ver al
médico?

—No. —Miro sus ojos brillantes.


—Debo irme de inmediato para movilizar a la gente que protegerá a tu
familia.
Mi garganta se seca cuando la voz burlona de la reina me recuerda que
ella sigue siendo la regente y puede moverse contra mi casa más rápido
de lo que el Príncipe Kevon puede protegerla. —Bien.

Presiona un beso en mi frente y sale de la habitación, dejándome con


la duda de si enfrentarse a la Reina Damascena conducirá a su salvación
o su muerte.
Capítulo 18

Me arrodillo en el suelo y pongo las palmas de las manos en el mármol


calentado por el sol. ¿Qué diablos acaba de pasar? En todo mi tiempo en
Rugosa, nunca me he metido en una pelea, ni siquiera esas veces que dis-
paré a los guardias que atacaban a las chicas Cosechadoras. He estado en
el Oasis menos de tres semanas y he estado involucrada en innumerables
peleas e intentos de asesinato.
La puerta se abre y mi cabeza se levanta de golpe. Una frenética Geor-
gette entra corriendo con un par de sirvientas. Detrás de ellas hay dos gu-
ardias vestidos con armaduras blancas. Me ayuda a levantarme del suelo,
murmurando palabras de consuelo, mientras los sirvientes limpian los
cristales rotos.
Juntas, cruzamos el dormitorio y luego al vestidor. Las luces de los es-
pejos son demasiado brillantes, las puertas del armario parecen cerrarse y
me siento atrapada como una serpiente de maíz en una trampa.
—¿Dónde está Forelle? —susurro.

—Pasó la noche con la familia de Garrett. —Georgette saca un asiento


acolchado y me guía hacia abajo con una mano firme en mi hombro—.
Supongo que cuando se enteraron de las noticias sobre el Rey Arias, ella
debió haberse visto envuelta en los preparativos del funeral.

—Claro.
Apoyo mis antebrazos en el mostrador blanco y miro mi reflejo. Las
manchas rojas todavía marcan mis mejillas, la cuenca del ojo izquierdo
se hincha y mi cabello parece atrapado en una tormenta de arena. Detrás
de mí cuelga una bolsa de ropa que me recuerda lo que los Guardianes de
la Eliminación Tóxica usaban para envolver el cuerpo de Rafaela.
—¿Estás herida? —pregunta.
—Yo… —Tengo que hacer una pausa para responder a esa pregunta
porque la adrenalina todavía corre por mis venas y adormece todo excep-
to mis ojos doloridos.
Mi garganta se siente como si hubiera tragado bocados de arena. A
medida que fuerzo las respiraciones profundas dentro y fuera de mis pul-
mones, el ardor de mi cuero cabelludo se intensifica, junto con un dolor
agudo en mi intestino. —He estado peor.
—Vamos a sacarte ese uniforme —dice Georgette.
Asiento y jugueteo con los botones de mi camisa prestada. ¿Qué va a
pasar con mamá y papá? Mi mente se acelera al ver cómo permití que la
situación con la reina empeorara. ¿En qué diablos estaba pensando para
pelearme con tres mujeres?
La Reina Damascena pidió lo imposible. No hay forma de que pueda
decirle al Príncipe Kevon que se case con otra persona y hacer que escuc-
he. Ya fue bastante difícil disuadirlo de perseguirme. Debe haberse senti-
do frustrada por su inminente pérdida de poder y vino a mi habitación
para resolver su resentimiento.
Mientras Georgette aparta mis manos de los botones y desabrocha la
chaqueta, me explica que llamó al Príncipe Kevon para que regresara a
mi habitación en el momento en que llegó la Reina Damascena. Aprieto
su mano y le doy las gracias con voz ronca.
Alguien llama a la puerta y nos ponemos rígidas.
—Deja que los guardias respondan. —Georgette me arroja un albor-
noz y camina delante de mí a través del dormitorio y hacia la puerta—.
Pero vamos a estar preparadas en caso de que regrese.
Dejo que la chaqueta caiga al piso y me envuelvo en la bata. La tela de
toalla se siente como nubes contra mi piel irritada, y paso sigilosamente
por los armarios y asomo la cabeza en la habitación.
Los sirvientes ya se han enderezado y se han ido. Uno de los guardias
con uniforme blanco está parado en la pared del fondo frente a la puerta,
mientras el otro habla con quien llamó.
—¿Qué está sucediendo? —susurro.
—Es otra chica de las Pruebas, Señora —responde la guardia.
—Oh. —Ato la parte delantera de mi bata y cruzo la habitación, pre-
guntándome si Emmera llegó alguna vez a Rugosa.
El guardia de la puerta se hace a un lado, revelando a Ingrid Strab, to-
davía con su camisa y pantalones caqui de los Barrens. Un lado de su ca-
ra todavía está un poco hinchado desde que le pisotearon la cabeza, pero
no hay señales de los moretones. Por una vez, ha perdido la arrogante se-
guridad en sí misma y se para con las manos entrelazadas.
—¿Zea—Mays? —Ingrid da un paso adelante—. ¿Puedo pasar?

—No. Estoy ocupada.


Ella inclina la cabeza. —Vine a disculparme.
La desconfianza me recorre las entrañas. Aprieto los puños y me pre-
paro para saltar a un lado cuando finalmente revela lo que esconde en sus
manos.
—¿Por qué? —pregunto.
—Todo. —Ingrid levanta la cabeza y fija sus ojos en los míos. Son tan
verdes como un pepinillo con centros marrones que me recuerdan a un
aguacate dejado al sol. Ella exhala un largo suspiro—. Las otras chicas
me han odiado desde que regresé del cautiverio, y me hizo darme cuenta
de cómo debiste sentirte todo este tiempo en las Pruebas de Princesa.
Quiero poner los ojos en blanco y recordarle que ella lideró la peor de
la animosidades, pero dos escaramuzas al día son mi límite absoluto, y
todavía no sé si mamá y papá están a salvo.

—¿Estás comparando las pequeñas murmuraciones con tus intentos de


cazarme con armas? —Miro a Georgette, que me hace señas hacia el ves-
tidor—. Si eso es todo lo que viniste a decir…
—Por favor, no te vayas. —Ingrid levanta ambas palmas.
Pongo mis manos en mis caderas. —¿Qué pasa ahora?
—Dado que el Príncipe Kevon te elegirá para ser su reina, quiero darte
un consejo.
Mis cejas se elevan, pero no la animo ni la desanimo a continuar.
Ingrid traga saliva. —Ten cuidado cuando establezca su corte real. To-
dos, desde la Cámara de Ministros hasta tus damas de honor, querrán que
te mueras y te reemplacen por una Noble.
Reprimo una oleada de ansiedad. Esto no es exactamente nada nuevo,
y no quiero que Ingrid piense que ha roto mis defensas. —¿Y supongo
que estás a punto de decirme cómo sortear esto?
Ella niega con la cabeza. —Hay una razón por la que las chicas de ot-
ros Echelons nunca gobiernan Phangloria. Al menos no por el tiempo su-
ficiente para aparecer los libros de historia a menos que se alíen con una
Noble.

Suena como una amenaza, pero hay una verdad en sus palabras que re-
tuerce mis entrañas en nudos dolorosos. Suavizo mis rasgos, me doy la
vuelta y camino de regreso al espejo. Sea cual sea el juego que esté
jugando Ingrid, no me interesa.
—Piénsalo —me dice Ingrid a mi espalda—. Si me dejas casarme con
el príncipe, puedes tenerlo tanto como quieras. Incluso te concederé el
honor de dar a luz al heredero real.
Una pelea estalla detrás de mí. No me estremezco, no me doy la vuel-
ta. La puerta se cierra de golpe, seguida por el chillido de indignación de
Ingrid. La comisura de mis labios se curva en una sonrisa. Incluso Ingrid
me reconoce como una persona de influencia.
Sigo al baño y me doy una ducha larga y caliente. Elimina la sal, la
arena y el sudor que aún se adhieren a mi piel del desafío anterior. El
jabón con aroma de albaricoque llena mis fosas nasales y relaja mis mús-
culos.
Quizás ahora que el Príncipe Kevon ha amenazado con desterrarla de
la corte, la Reina Damascena no atacará a Mamá y Papá. Además, ningu-
no de esos guardias querría ser ejecutado por seguir las órdenes de una
futura reina viuda.
Después de lavarme el pelo con un champú de melocotón y un enju-
ague de madreselva, me seco y regreso al vestidor, donde Forelle se apo-
ya en un armario y charla con Georgette. Lleva un mono verde esmeralda
que brilla como la seda y complementa su cabello rojo.
—¡Zea! —Forelle se apresura hacia adelante y me envuelve en un fu-
erte abrazo—. Lo siento mucho. Georgette me acaba de contar lo que pa-
só con la reina.

Todavía me siento inestable por el estrangulamiento, y toco el brazo


de Forelle para que retroceda. —¿Qué estás haciendo aquí?
—Te acompaño al funeral. —Levanta la mano y muestra una fina pul-
sera con cristales incoloros y luces parpadeantes.
Mi boca se abre. —¿Es esa la última tecnología Amstraadi?
—Garrett se propuso. —Forelle me lanza una sonrisa—. Acaba de reg-
resar de visitar a mi Mamá y a mi Papá para pedir permiso.
Una roca de terror rueda por mi estómago. Estoy feliz por Forelle—
Garrett es un gran tipo que le ofrecerá una vida feliz y menos complica-
da, pero si preguntarle a la familia, es la tradición de los Nobles, significa
que el Príncipe Kevon no tiene planes de casarse conmigo pronto.
—Felicidades. —Envuelvo a Forelle con mis brazos y le doy un abra-
zo—. ¿Cuándo te vas a casar?
Ella retrocede y levanta un hombro. —Estamos esperando hasta des-
pués del funeral y la coronación.
Asiento, notando que Forelle no mencionó una boda real. Mi corazón
se encoge hasta que hay una cavidad vacía entre mis pulmones, y sonrío
con tanta fuerza que los músculos de mi cara tiemblan. Cualquier joven
decente se resistiría a una chica que pateara a su madre, y mucho menos
a un príncipe, y no he olvidado la extraña mirada que me dio cuando me
asusté por desabrocharme la chaqueta.

Cuando mi expresión se derrumba, me vuelvo hacia Georgette. —¿El


Maestro Thymel está haciendo el vestido?
La otra chica devuelve la sonrisa y elogia la selección de vestidos de
novia de su prima, lo que hace que la pareja baile alrededor del vestidor
como si acabáramos de completar una cosecha masiva.

Las palabras de Ingrid pasan al primer plano de mi mente como plan-


tas rodadoras. Las novias reales fuera del Noble Echelon no viven lo su-
ficiente para llegar a los libros de historia.
Alejo esos pensamientos y me vuelvo hacia el porta trajes. Ingrid aca-
ba de arrojarme un puñado de semillas de paranoia con las esporas de la
duda. La próxima vez que la vea, las regará y se sentará mientras brotan.

Georgette abre la bolsa de ropa, y revela un vestido plateado de cuerpo


entero con la silueta de un uniforme de Cosechadora, solo que está hecho
de una enorme pieza de seda con una faja blanca alrededor de la cintura.
Sus largos brazos son tan delgados como telarañas y parece que cubrirán
mis muñecas.
Ella explica que el Maestro Thymel lo basó en los vestidos que usaban
las reinas medievales y quería reflejar la virtud, la generosidad y la integ-
ridad de ser una Cosechadora. Mientras Georgette me ayuda a ponerme
el atuendo, Forelle trae su propia bolsa de ropa y se pone un vestido si-
milar del color de las estrellas.
Después de una cena ligera de sopa de langosta, los guardias nos
acompañan a Forelle ya mí por los pasillos, bajamos las escaleras y ent-
ran en un estacionamiento subterráneo, hasta una flota de limusinas blan-
cas. Nuestro conductor nos saca de los terrenos del palacio y nos lleva a
las calles de Oasis.

Me inclino hacia adelante en el asiento trasero y miro por la ventana.


Las luces de la calle están apagadas, con los escaparates y la luna llena
iluminando. Los Nobles y las personas que los sirven están en las calles,
alzando banderas blancas. Cintas blancas se extienden desde los árboles
y las farolas y brillan a la luz de la luna, presumiblemente representando
la ascensión del rey a Gaia. Es una exhibición hermosa, pero no puedo
dejar de pensar en los Cosechadores que fueron gaseadas.
Hace cinco años, tuvimos que reunirnos en la Plaza de Rugosa para
ver a la Princesa Briar casarse. Los guardias proporcionaron banderas de
Phangloria, e incluso hubo raciones extra de agua y nueces de maíz sazo-
nadas. ¿Esperarían los guardias unos días para anunciar la muerte del rey
o obligarían a todos desde sus casas a ver el funeral sin agua suficiente
para lavarse los ojos con el gas cepa?
Forelle envuelve sus dedos alrededor de los míos. —¿Estás nerviosa?
—No quiero ver otra cámara —digo con un gemido.
Ella tararea su acuerdo. —Eden dice que no permiten la entrada de pe-
riodistas a Hesiod Hill.
Me recuesto en el asiento de cuero y exhalo un suspiro de alivio. Eden
es la hermana de Garrett, quien le ha dado una cálida bienvenida a la fa-
milia. Ahora que sé un poco más sobre la educación de los primos, tiene
sentido que no sean como otros Nobles.
Nuestro automóvil atraviesa un bulevar que se extiende a lo largo de
un área con césped y luego reduce la velocidad para unirse a una procesi-
ón de vehículos blancos que avanzan por un largo camino que conduce a
una colina. Las marcas verticales reflejan la luz de la luna y los focos ilu-
minan la corteza plateada de los olivos que bordean nuestro camino.

Las ruedas retumban debajo de nosotras, recordándome las carreteras


descubiertas de Rugosa. Presiono mi cara contra la ventana. A diferencia
de las otras partes del Oasis, no hay edificios, ni vegetación ni otras plan-
tas, salvo estos olivos. Parece extraño que un templo ocupara un entorno
tan humilde.

El edificio más adelante es una cúpula plateada que brilla aún más que
el palacio. La luz de la luna atrapa su techo metálico y las altas columnas
que sostienen la estructura brillan con una luz interna.
—¿Es aquí donde se casó la princesa? —pregunto.
Forelle abre la mano y la luz fluye de su nuevo brazalete. Pulsa algu-
nos comandos en las imágenes de la palma de la mano y explica que este
nuevo monitor de salud también contiene NetFace.
—Este es el Templo de Gaia original —dice—. El Hierofante vive
dentro de la colina.
Mis cejas se juntan. —¿Cómo sabes tanto sobre esta tecnología?
—Cuando no paso tiempo contigo o con Garrett, Eden me muestra el
Oasis.

Forelle mueve el pulgar y aparece más texto en su mano. —El Hiero-


fante y sus devotos entregan sus vidas al servicio de Gaia. Sus deberes
incluyen presidir bodas reales, funerales y coronaciones. En los tiempos
modernos, se reservan una vida de existencia pacífica dentro de los oliva-
res que rodean su hogar, pero una vez protegieron el templo de los depre-
dadores invasores y los hombres salvajes.
Cuando Forelle termina de leer el artículo, nuestro vehículo llega a la
cima de la colina y se detiene en los escalones del templo. Un devoto alto
con una túnica blanca con capucha abre la puerta, dejando entrar el olor
de la resina quemada.
Al salir a la noche, nos encontramos con otro hombre vestido de blan-
co, que lleva los brazos hacia los escalones de piedra, donde otros invita-
dos vestidos de blanco ascienden hacia la entrada.

Forelle sube los escalones a mi lado. —Estamos sentadas juntos, pase


lo que pase.
—Gracias por regresar al palacio por mí. —Le doy un golpe en el
hombro.
—Tú y yo vamos a tener una vida larga y feliz como primas políticas.
—Forelle pasa su brazo por el mío.

Los músculos de mi cara se contraen y froto el cuello alto de mi vesti-


do. —No se ha propuesto.
—Eso es porque está esperando el momento adecuado.
Quiero preguntarle si Garrett le dijo esto, pero llegamos a la parte su-
perior de las escaleras, donde otro devoto con la misma túnica blanca de
antes se inclina. Levanta un trozo de pergamino que nos da la bienvenida
al funeral del Rey Arias II y nos pide que demos nuestros nombres al
acomodador, quien nos guiará hasta un asiento asignado.
—Gracias —le susurro.
Inclina la cabeza y caminamos a través de los pilares hacia un interior
iluminado con velas de paredes de piedra tallada y techos abovedados.
Nuestras pisadas resuenan en los pisos duros de los pasillos, sumándose a
las voces del grupo de chicas paradas al lado de puertas altas de madera.
Ingrid se aparta de ellos y mira a Constance a los ojos. Un devoto an-
ciano cuya capucha blanca se ha caído las mantiene separadas, como si
las hubiera separado de la lucha.
—Las otras chicas Noble atacaron a Ingrid en el carruaje —le susurro
a Forelle.
—Lo vimos en Netface —susurra ella—. Ninguna de esas horribles
chicas está en condiciones de gobernar nada excepto una pelea de lagar-
tos.
Aprieto mis labios y contengo una risa. Es tan impropio de Forelle
hablar mal de alguien. Llegamos al final de la línea, que en su mayoría
consiste en chicas que reconozco de las Pruebas de Princesa. Las seis
Nobles están al frente, junto con las Guardianas y Artesanas que fueron
eliminadas en la Cámara de Ministros. También hay algunas chicas que
no reconozco, cuyo cabello negro azulado indica que son Nobles.
—¿Alguien se ha atribuido la responsabilidad de todo ese metraje filt-
rado? —susurro.
Ella niega con la cabeza. —Nadie cree en la declaración oficial de que
provino de Prunella Broadleaf.
Un bufido de incredulidad se escapa de mis fosas nasales. Estoy a pun-
to de contarle mi teoría de la República de Amstraad, cuando un grupo
de Nobles con túnicas blancas idénticas pasa a grandes zancadas. La Mi-
nistra de Justicia camina entre ellos y me mira con el rabillo del ojo.
Montana camina detrás de ella, pero mira al frente.
El devoto en las puertas dobles deja entrar a los Ministros dentro de
una cámara iluminada por la luna. Forelle jadea en su interior, pero estoy
demasiado ocupada viendo a un Ministro de pelo corto llevar a Ingrid a
un lado.
Mide alrededor de cinco y diez, con una nariz aguileña un poco dema-
siado grande para sus rasgos tensos y cejas gruesas torcidas en un ceño
similar al de Ingrid. Él envuelve una mano alrededor de su bíceps y le si-
sea a través de los dientes desnudos.
—Ese es el Ministro de Integración —susurra Forelle.
Mis cejas se fruncen. Si tiene razón, ese es el padre de Ingrid. —¿Có-
mo lo sabes?

—Él es con quien más discutió el Príncipe Kevon cuando se acercó a


la Cámara de Ministros para detener esas peligrosas pruebas.
Le preguntaría a cuál se refiere, ya que la mayoría de los desafíos eran
peligrosos, pero estoy seguro de que se refiere al del Parque Nacional
Gloria.
El Ministro Strab tira del brazo de Ingrid y dice algo que hace que su
rostro se arrugue. Muerdo mi labio. Al menos sé dónde aprendió a ser tan
desagradable.
—Parece un matón —susurra Forelle.
Pongo mi mano alrededor de su oreja. —Su hija caza a los Expósitos
que se desvían de sus campamentos.
Ella se echa hacia atrás, su rostro flojo.

Asiento con la cabeza. —Ingrid se jactó de ello antes de intentar dispa-


rarme.
El Ministro de Integración suelta el brazo de Ingrid con una fuerza que
la golpea contra una chica Noble, que la empuja a un lado. Su padre se
arregla la túnica como si no hubiera lastimado y humillado a su hija fren-
te a sus compañeros, luego atraviesa las puertas dobles.
Algunas otras personas pasan caminando, incluido el embajador de
Amstraad y la Princesa Briar, ambos vestidos de plata. Los sigue un cu-
arteto de soldados con uniforme de gala blanco, incluido Mouse, que se
vuelve hacia mí y me guiña un ojo. Le devuelvo la sonrisa en silencio
gracias por ayudarme con el suero de la verdad.
Justo cuando el devoto de la puerta la abre para dejarnos entrar al
templo, Ingrid camina en la dirección opuesta con los labios apretados en
una línea apretada.
—¿A dónde va? —susurra Forelle.
Niego con la cabeza. —Olvidémonos de ella y entremos.
El interior del templo es circular, aproximadamente el doble del tama-
ño de mi suite, y tiene capacidad para unas trescientas personas. Alrede-
dor de sus bordes hay más pilares que un salón de baile, y todo el espacio
está iluminado por la luna. En el otro extremo, un conjunto de escalones
de piedra conduce a una elevación de mármol tallada con estatuas de Ga-
ia, Urano y los otros dioses y diosas que los Nobles veneran.
—¿Eso es un altar o un mausoleo? —Le susurro a Forelle
Ella niega con la cabeza, pero no hace ningún movimiento para bus-
carlo en NetFace.

Mientras los devotos guían a las niñas al frente a los asientos en la par-
te de atrás, pronto llega nuestro turno de encontrar nuestros lugares. Fo-
relle y yo nos presentamos, luego un anciano con túnica blanca da un pa-
so adelante y nos guía alrededor de la parte posterior de los pilares a tra-
vés de un pasillo oscuro.

Los latidos de mi corazón resuenan en mis oídos y agarro la mano de


Forelle. Nuestro acomodador pasa por donde su compañero sienta a las
otras chicas, pasa la Cámara de Ministros que se sienta en las filas más
cercanas al frente, y se detiene en la primera fila hasta los tres asientos
vacíos al lado de Garrett.

Trago saliva y miro a la gente sentada a su lado, una chica Noble de su


edad, Lady Circi, una Noble que parece una versión mayor de Garrett y
la Reina Damascena. En el otro lado de la reina hay un espacio vacío que
supongo que es para el Príncipe Kevon, entonces la Princesa Briar se si-
enta con el Embajador Pascale.

Garrett se pone de pie y nos indica que nos sentemos a su lado. Quiero
preguntarle si está seguro de que se nos permite pasar al frente, pero Fo-
relle se sienta en el asiento.
Se inclina hacia adelante y me mira a los ojos con el ceño fruncido. —
Zea, me enteré de lo que pasó. ¿Estás bien?
Estoy demasiado nerviosa para hacer otra cosa que asentir. La mirada
de Garrett se mueve en algún lugar por encima de mi hombro, y me doy
la vuelta para ver quién ocupará el asiento junto al mío.
Dos figuras se colocan en el espacio entre la columna más cercana. Un
acomodador, y el Príncipe Kevon, que viste una chaqueta naval blanca
con botones plateados y adornos que contrastan con su piel y cabello os-
curos. Mi respiración se detiene mientras camina hacia mí, pero cuando
se agacha en el asiento junto al mío, las apretadas bandas de tensión alre-
dedor de mi pecho se aflojan.
Agarro su mano y resisto el impulso de besarlo.
—Gracias por venir. —Sus ojos se suavizan y una sonrisa nostálgica
riza sus labios que disuelve todas mis dudas—. Significa mucho para mí,
considerando todo lo que mi madre ha hecho para sabotearnos.
Quiero decirle que me quedaré a su lado para siempre, cuando un coro
de voces masculinas resuena por la cámara. Los sonidos son tan profun-
dos y resonantes que mis huesos vibran. Miro a mi alrededor para en-
contrar figuras en blanco de pie en los espacios entre los pilares.

El Príncipe Kevon explica que los devotos de Gaia también son des-
cendientes directos de Gabriel Phan, el hombre que fundó Phangloria.
Hace un gesto a un hombre mayor en la parte superior de las escaleras
con una túnica plateada que brilla a la luz de la luna y dice que es el Hi-
erofante, que presidirá el funeral.

Cuando las voces se desvanecen en ecos susurrados, el Hierofante nos


dice que no lloremos por el Rey Arias porque Gaia lo recibirá en su jar-
dín celestial y lo recompensará por restaurar la tierra.
Se forma un nudo en la parte posterior de mi garganta. Aunque no creo
en una diosa de la tierra, estas palabras son más reconfortantes que la ur-
na de cenizas que los afligidos Cosechadores reciben en sus puertas.

A continuación, el Hierofante invita a los que están en la primera fila a


subir los escalones y presentar sus últimos respetos al rey. Camina por lo
que parece ser un pasadizo que se extiende hacia la izquierda más allá de
las escaleras de piedra, y todos, incluido Forelle, se levantan.
El Príncipe Kevon me toma de la mano. —Quiero que mi padre te co-
nozca.
Mis entrañas se retuercen en nudos. Garrett llevó a Forelle a la primera
fila porque se casará con ella. No hay duda de cómo todos en el templo
interpretarán mi presencia.
—Bien. —Me pongo de pie y los susurros se extienden por los asien-
tos detrás de nosotros.

La Reina Damascena se detiene al pie de las escaleras y me mira fij-


amente a los ojos con una mirada que arde de determinación. Ella asiente
con la cabeza como para decir que podría haber ganado a su hijo hoy, pe-
ro nunca permitirá que me convierta en reina.

Apretando mi mandíbula, igualo su mirada con el mismo calor. Una


vez que el Hierofante dé descanso al Rey Arias, el poder que tiene sobre
Phangloria disminuirá.
La mano del Príncipe Kevon se desliza por mi espalda. —¿Estás bien?
Me vuelvo hacia él con una pequeña sonrisa. —Conozcamos a tu pad-
re.
La reina sube las escaleras y mira algo con ojos despiadados antes de
volverse hacia el Hierofante. Cualquier cosa que él le dice hace que sus
labios se aprieten, y pasa junto a él y baja otro tramo de escaleras trase-
ras. La siguiente es Lady Circi, quien le dice algunas palabras al Rey
Arias antes de hablar con el Hierofante, y después de eso está el hombre
que supongo es el padre de Garrett, quien se acerca a la chica Noble.
—¿Garrett no tiene madre? —susurro.
Los rasgos del Príncipe Kevon todavía. —Es complicado.
Asiento con la cabeza mientras ascendemos los escalones. Es común
que las mujeres mueran durante el parto, aunque pensé que la tecnología
médica ayudaría a las mujeres Nobles a sobrevivir. Mi pecho se aprieta
al pensar en Vitelotte y su familia. He estado tan ocupada con los aconte-
cimientos recientes que ni siquiera le he preguntado a nadie qué pasó con
los Wintergreens.
Garrett y Forelle hablan a continuación con el Rey Arias. Su brazo es-
tá firmemente alrededor de su cintura y los ojos de Forelle se desenfocan
como si estuviera a punto de desmayarse. Ella hace una reverencia y Gar-
rett la conduce hacia el Hierofante.
Mi pulso late rápidamente en mis oídos, y la sensación de ciempiés ar-
rastrándose se apodera de mi estómago. Esto es peor que estar parada
entre dos planeadores sobre una caída insondable. Miro por encima del
hombro a cientos de personas cuyas miradas se fijan en mi espalda.
En cualquier momento, uno de los espectadores podría apuntarme con
un arma y disparar. He acumulado más enemigos de los que puedo con-
tar, y aquellos que alguna vez me apoyaron ahora piensan que he con-
vencido al Príncipe Kevon de encarcelar a familias por la más mínima
infracción.
Apretando los músculos de mi estómago, inhalo el aire con olor a resi-
na de la cámara y trato de no pensar que lo están usando para enmascarar
el olor de un cadáver. Garrett y Forelle terminan con el Hierofante, y es
nuestro turno.

Entrelazo mis dedos con los del Príncipe Kevon y me obligo a mante-
nerme firme a su lado como un igual, alguien que lo apoyará en los tiem-
pos difíciles que se avecinan, y no una campesina débil que necesita ser
rescatada constantemente.
—¿Estás listo? —murmuro.
Se vuelve hacia mí con una sonrisa tensa y asiente.
—Vamos. —Doy el siguiente paso por las escaleras.
En la parte superior, giramos a la izquierda y continuamos por una pe-
queña pasarela hacia el Hierofante, un hombre bajo de unos sesenta años,
que nos sonríe con ojos compasivos. Podría haber descendido de Gabriel
Phan, pero las profundas arrugas alrededor de sus ojos me recuerdan a
los viejos y jubilados hombres Cosechadores.
El Hierofante se hace a un lado, dándonos espacio para acercarnos al
cuerpo, que yace en una alcoba.
El Rey Arias no se parece en nada al moribundo que vi en la habitaci-
ón oculta. Quien lo preparó le ha quitado los capilares oscuros, ha nivela-
do sus mejillas hundidas y le ha vuelto a agregar la barba. Discos blan-
cos, pintados para parecerse a la luna, yacen en sus ojos. No sé nada sob-
re la cirugía rejuvenecedora o el embalsamamiento, pero ahora se ve
exactamente como el hombre que vi en OasisVision el día que me inscri-
bí en las Pruebas de Princesa.

Miro al Príncipe Kevon, queriendo preguntarle si este es su padre, pe-


ro las lágrimas no derramadas en sus ojos me dicen que reconoce a esta
persona como el rey.
—Padre —dice—. Seguí tu consejo y encontré una chica que amo y
que se preocupa más por nuestra gente que por ella misma. Su nombre es
Zea—Mays Calico, de Rugosa.

Se me seca la garganta y doblo las piernas en una incómoda reveren-


cia. —Su Majestad, me gustaría que nos hubiésemos conocido en dife-
rentes circunstancias.
El Príncipe Kevon traga y aprieto su mano para ofrecer mi apoyo. —
Adiós, padre. Espero que encuentres la paz con Gaia.
—Kevon. —El Hierofante se acerca a nosotros—. ¿Es esta joven tu
elección de esposa?
—Sí, su excelencia.
El hombre mayor me hace señas para que avance.
Miro al Príncipe Kevon, cuya cabeza se inclina con un movimiento de
cabeza alentador.

—Zea—Mays Calico, ¿verdad? —pregunta el Hierofante.


Mi corazón sufre espasmos. ¿Cómo puede alguien sagrado saber mi
nombre a menos que vea las Pruebas se Princesa? ¿Debería asentir, debe-
ría inclinarme, debería hacer una reverencia o besar su anillo? El Prínci-
pe Kevon se dirigió a él por su título, lo que significa que probablemente
tenga un rango más alto.
Me aclaro la garganta. —Sí, su Excelencia.
—Entonces los videos en NetFace son verdaderos. —El rostro del Hi-
erofante se rompe en una sonrisa—. Gracias por tu valiente rescate de
nuestro futuro rey.
El calor sube a mis mejillas y mis palabras se secan en mi lengua. Si
dijera que haría lo mismo por cualquiera, disminuiría la profundidad de
mis sentimientos por el Príncipe Kevon.
El Hierofante se ríe, y la luz de la luna que cae sobre nosotros resalta
los reflejos plateados de sus ojos azules. —Estoy encantado con tu elec-
ción —le dice al Príncipe Kevon —. Tienes mi bendición para continuar.
—Gracias, excelencia —responde el príncipe.
Un estremecimiento de felicidad recorre mis entrañas cuando el Prín-
cipe Kevon se vuelve hacia mí con una sonrisa. —Estoy haciendo un pa-
negírico en la parte superior de las escaleras. ¿Podrías esperarme con Fo-
relle?
—Por supuesto. —Inclino la cabeza hacia los dos hombres y continúo
sola por la pasarela y bajo otro tramo de escaleras.
Cuando llego al final, la única cara que se vuelve hacia la mía es la de
Forelle, mientras todos miran hacia las escaleras principales. Tomo mi
asiento, y toda la tensión abandona mis músculos en una respiración ali-
viada.
—Gente de Phangloria, nos reunimos en este templo y en nuestras cú-
pulas para celebrar la vida de…

La cámara se oscurece y mis oídos se llenan con el sonido de una exp-


losión.
Capítulo 19

Respiro profundamente entre dientes, agarro la mano de Forelle


empujándonos a ambas al suelo. Los gritos estallan a través del templo,
sus ecos se mezclan con los sonidos de explosiones y disparos. Manteni-
endo a mi mejor amiga cerca, miro de izquierda a derecha, pero no puedo
ver ninguno de los destellos de luz que esperaría de los disparos.
—Kevon —grita Garrett, pero su voz se pierde en el caos de los gritos
de auxilio.
Forelle gime a mi lado.
Envuelvo mi brazo alrededor de su espalda y tiro de ella a través de la
oscuridad en dirección a los pilares. —Mantén la calma. No es real…
Alguien engancha un brazo alrededor de mi cintura, me levanta de mis
rodillas y me aparta de Forelle. Es tan grande como papá, tiene un agarre
como el acero y huele a cloro.
Un grito sale de mis labios, pero mi captor me tapa la boca con una
mano y me lleva a toda velocidad.

Respiraciones rápidas y ásperas resuenan por mis fosas nasales, y toda


mi conciencia se centra en el gran cuerpo que encierra el mío, los movi-
mientos mecánicos del hombre y los rápidos latidos de mi corazón. Esto
tiene que ser obra de la Reina Damascena. Debería haber sabido por la
forma en que me miró antes que planeaba algo terrible.
Sus brazos sujetan los míos a mis costados, y todo lo que puedo hacer
es agitar mis piernas y esperar que sea suficiente para hacernos tropezar.
Él nos lleva a través de las puertas, escaleras abajo y alrededor de las es-
quinas, cada segundo que pasa separándome más de Forelle y Prince Ke-
von.
Entonces, tan repentinamente como me levantó, el hombre me deposi-
ta en el suelo duro y suelta mi boca.
—¿Quién eres? —Balanceo mis puños en la oscuridad.
La risa ahogada de alguien convierte mi miedo en furia. Me lanzo en
la dirección del sonido y me las arreglo para dar un golpe en la carne du-
ra.
—¿Por qué me has llevado? —gruño.
—Pido disculpas por la alarma, Señorita Calico —dice una voz famili-
ar.
Mis cejas se juntan. Suena como…
Una tenue luz se enciende, iluminando el cuello y el rostro del Embaj-
ador Pascale. —No tenemos mucho tiempo. Los asesinos se acercan a las
afueras de Rugosa.
—¿Mi familia? —digo con un grito ahogado.
El asiente. —Hace una hora la Reina Damascena dio la orden de ma-
sacrar a tu padre y retener a tu madre y hermanos como rehenes hasta
que aceptes sus demandas.
—¿Cómo sabes esto? —susurro.
—¿Cómo en efecto? —arrastra otra voz familiar.

—¿Mouse?
—Como insinué antes, Señorita Calico, tenemos pocos minutos antes
de que los devotos de Gaia averigüen cómo hemos saboteado su ilumina-
ción y acústica. Su familia, sin embargo, no puede darse el lujo de perder
tiempo.

Las luces de los cuellos de los hombres se encienden y apagan, y sus


respiraciones excitadas resuenan en mis oídos. Esto tiene que ser parte
del programa de juegos más grande que quiere exportar a la República de
Amstraad, pero ¿le creo al embajador?
Mi pulso se acelera y el sudor se forma en mi frente. Mouse nunca me
ha guiado mal y probablemente trabaja para el Embajador Pascale. No
creo que importe si le creo o no porque un ataque a mi familia es exacta-
mente lo que esperaría de la Reina Damascena.
—¿Que quieres de mí? —susurro.
Las luces del cuello de Mouse se mueven, como si se estuviera ajus-
tando la chaqueta, pero el rostro del Embajador Pascale permanece paci-
ente e inmóvil. La expresión no coincide con la supuesta urgencia de la
situación, lo que me hace dudar de sus afirmaciones.
—Tenemos agentes apostados en Rugosa, listos para masacrar a los
asesinos de la Reina Damascena —dice el embajador.
Mis manos se curvan en puños. Quiero agarrar ese collar brillante y
sacudir las respuestas del hombrecito, pero cruzo los brazos sobre mi
pecho. Estoy atrapada en una habitación con dos o más soldados Amstra-
adi. Incluso hay más soldados Amstraadi al alcance de mi familia. No es-
toy en condiciones de hacer demandas.

—Está bien —le digo.


—Una vez que hayan asegurado el área, mi gente acompañará a su fa-
milia a la Embajada de Amstraad, donde su madre, su padre y sus herma-
nos gemelos permanecerán cómodos y seguros hasta la coronación del
Príncipe Kevon.

—¿Y entonces qué? —pregunto.


El embajador suelta una risa seca que envía disgusto a través de mi pi-
el. —Tan pronto como el nuevo rey disuelva la corte real de la Reina Da-
mascena, ella será impotente para actuar en contra de tu familia.
Mouse da un paso adelante, sosteniendo una tableta. —Ve por ti mis-
ma.

Se me seca la garganta mientras miro la pantalla de la tableta. Dos


puntos, uno blanco y el otro rojo, aparecen en un mapa de Phangloria en
la ubicación que alguna vez fue Memphis, Tennessee. Toca de nuevo y el
mapa se expande a la Región de los Cosechadores. Luego, con otro to-
que, Rugosa, y con otro se abre el largo tramo de tierra entre los campos
de maíz y la zona residencial de Rugosa.

—¿Ese punto blanco es mi casa? —grazno.


El dedo de Mouse se desplaza sobre el punto rojo, que corre a través
de la pantalla hacia el blanco. —Como puede ver, los asesinos están cer-
ca.
Mis entrañas tiemblan de ansiedad y me tapo la boca con una mano,
tratando de no arrojar sopa de langosta a medio digerir sobre la tableta de
la computadora. Desearía no estar atrapada en esta habitación con dos
hombres en cuyos motivos apenas confío, desearía poder llamar a Mamá
y Papá para comprobar que están bien, pero no puedo. No puedo permi-
tirme apostar la vida de mis seres queridos.
Me aclaro la garganta. —No me has dicho lo que quieres a cambio.
—La oportunidad de cultivar en la República de Amstraad —responde
el hombre mayor.
Mi mirada se levanta de la pantalla de la tableta y me encuentro con
los ojos llorosos del embajador. —¿Eso es todo?
Sus labios forman una sonrisa tensa. —Eso es todo. Acepta hacer todo
lo posible para convencer al Príncipe Kevon de que nos permita extraer
semillas viables de los productos que importamos y yo salvaré a tus pad-
res.
Asiento con la cabeza. —Bien.

Sus cejas se elevan y tuerce sus delgados labios en una sonrisa diverti-
da. —¿Cómo puedo confiar en que cumplirás tu promesa cuando pides
tan poco?
Los puntos rojos se separan, lo que implica que hay dos vehículos. Ca-
da uno se detiene frente al punto blanco. Mouse toca la tableta, mostran-
do una pantalla dividida en cuatro imágenes. Imágenes del exterior de mi
casa, imágenes de un automóvil pequeño y una camioneta grande, la co-
cina y la vista desde lo alto de las escaleras.
En el cuadro superior izquierdo, figuras oscuras salen de un automóvil
negro, cada una con armas que brillan a la luz de la luna.
Una daga de pánico blanco atraviesa mi corazón. —Por favor, sálva-
los.
—¿Sabes lo que la República de Amstraad envía a Phangloria a cam-
bio de cultivos? —pregunta el embajador.

Las figuras se mueven hacia mi casa y miro la pantalla en la parte su-


perior derecha. Este metraje tiene que ser en vivo porque los campos de
maíz distantes solo brillan con este brillo durante las lunas llenas.
Un par de guardias aparecen desde la casa de al lado y se acercan a los
asesinos. Por la diferencia de altura, es obvio que son hombres y los ase-
sinos son mujeres. Las mujeres levantan sus armas y disparan. Ambos
guardias caen al suelo.
Reprimo un grito.
—El cincuenta por ciento del personal médico de la República de
Amstraad trabaja en el Oasis —dice el embajador con la voz tranquila
que usó en la fiesta en el jardín—. Sirven a Phangloria en hospitales
juveniles que ayudan a los Nobles a agregar décadas a sus vidas. ¿Sabes
lo que eso significa?
Niego con la cabeza, apenas escuchando sus palabras. Las mujeres se
paran espalda con espalda, esperando que lleguen más guardias.
La cabeza iluminada del Embajador Pascale se desliza hacia mí como
un espectro. —Utilizan nuestra nanotecnología, toman los órganos de do-
nantes sanos para trasplantarlos en sus cuerpos envejecidos, transfunden
su sangre, se someten a procedimientos cosméticos, todo para vivir una
vida inmerecidamente larga.
El horror en sus palabras apenas se registra, a pesar de que una voz en
el fondo de mi mente me grita que preste atención. No puedo. No cuando
los asesinos entran en la casa con sus armas en alto.
—Yo… —Mi voz se quiebra—. Ya estuve de acuerdo en pedirle al
Príncipe Kevon que te dejara cultivar. Por favor, no dejes que mi familia
muera.
Una mano grande me aprieta el hombro. Solo podría pertenecer a Mo-
use, pero no puedo apartar la mirada de esa terrible pantalla. En la parte
inferior izquierda, los asesinos caminan por el pasillo y llegan al último
peldaño de las escaleras.

—Ahora, queremos saber qué quieres de nosotros a cambio —dice


Mouse.
—¿Qué? —susurro.
—Luego de tres años de recibir cultivos no contaminados de Phanglo-
ria, nuestro objetivo es hacer que la República de Amstraad sea autosufi-
ciente —dice el embajador.

Mi boca se abre. —Dije sí. Sí. Lo haré.


—Un país que ya no necesita importar alimentos tampoco necesita ex-
portar su personal médico capacitado o su tecnología. —La voz del em-
bajador se apaga.
La realización empapa mi cráneo. Phangloria probablemente hizo que
la República de Amstraad dependiera de ellos porque necesitaba esta tec-
nología avanzada. Tecnología avanzada de la que no sé nada. Froto mi
garganta seca. Esta no es una decisión que pueda tomar en nombre de un
país, pero haré o diré cualquier cosa para mantener viva a mi familia.
Los asesinos se dan la vuelta. Uno de ellos corre hacia la puerta princi-
pal y la abre de golpe, mientras que el otro se detiene a la mitad de las es-
caleras.
Mi corazón truena. Mi mente se acelera. Mi boca se abre y se cierra
con respiraciones rápidas. El Embajador Pascale no se habría acercado a
mí si no hubiera necesitado una respuesta específica. ¿Qué me dijo cuan-
do hablamos en la fiesta en el jardín?
Limpiándome la frente, aprieto los dientes para evitar que castañeteen.
El Embajador Pascale dijo que su país nunca desperdiciaría a su gente en
trabajos serviles que podrían ser reemplazados por máquinas. Y las chi-
cas Amstraadi usaron sus citas con el Príncipe Kevon para mostrarle sus
cúpulas en crecimiento y maquinaria agrícola. Herramientas como esta
significarían que los Cosechadores no tendrían que trabajar tan duro y
durante muchas horas.
Cuando la asesina de la puerta se vuelve hacia su compañera, mis pen-
samientos se fusionan. —Prometo convencer al Príncipe Kevon de que
intercambie cultivos básicos no contaminados a cambio del equipo que
utiliza para mecanizar su agricultura.
El embajador asiente.
Mi lengua se lanza para lamer mis labios secos. —También podemos
discutir lo que necesitas de Phangloria a cambio de mantener la tecnolo-
gía médica que salva vidas y… —Trago saliva, tratando de que mi voz
deje de temblar—. Y las redes que apoyan a nuestro país.
—Muy bien. —El embajador ofrece una mano delgada.
Cerramos el acuerdo, sin importarme que esté empapada de sudor. Se
siente como huesos encerrados en carne blanda, pero no puedo pensar en
eso hasta que evita que esos asesinos lleguen a lo alto de las escaleras.

Aprieto mis dedos alrededor de su mano. —Por favor, sálvalos.


Mouse toca un comando en la tableta. Una explosión llena las dos pan-
tallas inferiores. En la esquina superior derecha, bolas de fuego atravi-
esan la ventana.
Un golpe frío me atraviesa el interior con la fuerza de un camión, y me
dejo caer sobre mis manos y rodillas. La soga alrededor de mi cuello se
aprieta y ya no puedo respirar. Mi visión se vuelve negra y se siente co-
mo si mi interior se hubiera desintegrado con la explosión. Después de
aceptar sus demandas, el Amstraadi me engañó para que ordenara la mu-
erte de todos.
—Tranquila, ahora —dice Mouse con una sonrisa.
Mouse envuelve un brazo alrededor de mi espalda y me ayuda a po-
nerme de pie. Mis extremidades pesan tanto que apenas puedo soportar
mi peso y las lágrimas me nublan la vista. Se fueron. Destruidos por per-
sonas que se asesinan entre sí no por ambición sino por entretenimiento.
Tal vez debería haberme ido, tal vez nunca debería haber seguido el
juego, pero parece que han jugado conmigo desde el momento en que le
arrojé un tomate a la cara de Prunella Broadleaf. Parpadeo, dejando que
lágrimas calientes rueden por mis mejillas, sólo para encontrarme con el
Embajador Pascale mirándome con una sonrisa maníaca.
—Los evacuamos en el momento en que la Reina Damascena dio la
orden de apresar a sus padres. —Sus ojos llorosos se abren expectantes a
través de sus lentes.
Mi mente se queda en blanco. —¿Qué?
Mouse presiona otro comando en la pantalla, lo que muestra una ima-
gen de Mamá y Papá acurrucados juntos en la parte trasera de una cami-
oneta. Los gemelos duermen dentro de artilugios que amarran sus cuer-
pecitos a los asientos junto a Mamá.
Una mano me tapa la boca, sus dedos tiemblan como hojas en la brisa.
—Tu familia no murió en la explosión —dice Mouse—. Los estamos
transportando a la embajada de Amstraad, donde disfrutarán de una esta-
día en nuestros apartamentos de lujo.
Mi mirada va de los ojos centelleantes del embajador a la sonrisa si-
métrica de Mouse de dientes perfectos que brillan a la luz de la pantalla
de la tableta. Vuelvo la mirada hacia el embajador, que me guiña un ojo.

Mouse aprieta mi hombro. —Estamos usando este segmento para


anunciar las Pruebas de Princesa en nuestro programa más popular. Si
deseas hablar con tu madre y su padre, simplemente repite las palabras:
'Mi nombre es Zea—Mays Calico y soy una tonta en el día las bromas de
abril'.
—¿Qué? —Niego con la cabeza de un lado a otro—. ¿Están vivos?

—Solo di tu nombre, seguido de una declaración de que eres una tonta


en el dia de las bromas de abril.
Retrocedo unos pasos. —¿Por qué me dejaste pensar que estaban mu-
ertos?
Ambos hombres estallan en carcajadas y el embajador se inclina hacia
adelante.

—Día de las bromas de abril, Señorita Calico —dice entre risas jade-
antes—. ¡No he visto una reacción como la tuya en años!
Trago saliva varias veces en rápida sucesión a medida que las palabras
se asimilan. Este fue un truco para que la gente pudiera reír y sintonizar
las Pruebas de Princesa por más. —Pero…

—¿Te gustaría hablar con tus padres? —pregunta Mouse.


La adrenalina sube por mis venas y cada músculo de mi cuerpo se ten-
sa con la necesidad de atacar con los pies y los puños. ¿Cómo se atreven
a jugar con mis emociones? ¿Cómo se atreven a usar a Mamá y a Papá
como peones? ¿Cómo se atreven a grabar un momento así para transmi-
tirlo a todo un país?
El Embajador Pascale hace un ruido de simpatía con el fondo de su
garganta y mi mandíbula se aprieta con desprecio. —Todo el mundo ti-
ene sus debilidades, Señorita Calico —dice—. Tu familia es la tuya.
—¿Y tuya? —pregunto con los dientes apretados.
El hombre mayor se ríe. —Mi país, supongo. Ahora, di las palabras y
podrás hablar con tus padres.
Reprimo el impulso de enfurecerme con estos monstruos sádicos y for-
zó respiraciones calmantes dentro y fuera de mis fosas nasales. —Mi
nombre es Zea—Mays Calico, y soy una tonta en el día de las bromas de
abril.
Mouse toca la pantalla. —Señor. y Sra. Calico, ¿puede oírme?
Papá gira la cabeza de un lado a otro. —¿Quién es?
Mi corazón da un salto. —¿Padre?
—¿Zea? —dice mamá—. ¿Qué está sucediendo? Algunos guardias
agarraron a tu padre en su maizal y luego lo llevaron a casa. Ahora otro
grupo de personas dice que estamos en peligro.
—Los están llevando a un lugar seguro. —Inyecto tanta alegría falsa
en mi voz como puedo reunir y trato de no causarles alarma—. Los veré
pronto.
Las luces se encienden y Mouse toca la pantalla, dejándola en blanco.
El Embajador Pascale lleva el brazo hacia una puerta. —Unámonos a los
demás en Hesiod Hill.
Niego con la cabeza. —Pero mis padres…
—Salvaguardaremos a los padres de la futura reina. —Mouse desliza
la tableta en el bolsillo interior de su chaqueta militar y coloca una mano
en mi espalda—. Todos han evacuado el edificio y pronto sabrán que es-
tás desaparecida. Apúrate.
Corremos por los pasillos oscurecidos dejando al Embajador detrás. La
chaqueta de Mouse emite una luz tenue que ilumina las paredes de piedra
que parecen haber sido excavadas con uno de esos picos que usan los
constructores de suelos para atravesar terrenos duros.
Mi mente da vueltas con lo que acabo de ver. La explosión de mi casa
y esos asesinos, Mamá, Papá y los gemelos una vez más cautivos. Mouse
y el Embajador Pascale debieron saber que yo estaría de acuerdo con sus
demandas, de lo contrario no habrían robado a mi familia ni instalado
explosivos en la casa antes de que llegaran los asesinos.
Los pasillos serpentean, se retuercen y se parten, pero Mouse los re-
corre con facilidad. Atravesamos un arco y Mouse abre una puerta. Una
brisa fresca lleva el aroma de arbustos fragantes, y salimos a la noche. El
suelo seco cruje bajo los pies y las hileras de olivos se extienden a lo lej-
os. El templo detrás de nosotros ilumina nuestra parte de la colina, al igu-
al que la luna llena.
—Es por aquí. —Mouse me hace señas para que gire a la izquierda.

Lo sigo por la ladera y resisto el impulso de negar con la cabeza. —


¿Por qué hacer todo lo posible por un comercio justo de su tecnología?
—¿Creerías que hemos solicitado a sucesivos monarcas que nos per-
mitan cultivar nuestra propia comida?

—¿Y todos dijeron que no? —Troto para mantener el ritmo de sus lar-
gas zancadas.
Mouse ralentiza su paso, lo que me permite caminar a su lado. —Sus
acuerdos siempre venían con solicitudes poco razonables, como entrenar
a sus Guardianes en nuestras técnicas.

—Para que Phangloria no dependa de la tecnología de la República de


Amstraad. —Muerdo mi labio, ahora entendiendo por qué los Nobles
eran tan reacios a ejecutar a Leonidas Pixel.
Guardamos silencio y continuamos alrededor de la colina. Las delga-
das nubes cubren la luna y difunden su luz a través de una amplia exten-
sión. Los devotos vestidos con sus túnicas blancas inclinan la cabeza cu-
ando pasamos, y los sonidos de voces llegan a mis oídos. Veo a los invi-
tados al funeral reunidos alrededor de las escaleras y me apresuro hacia
la multitud.
Un invitado parado entre los devotos en las escaleras se separa del gru-
po y corre hacia mí. Hago una pausa, pero es solo Garrett.
—¿Dónde estabas? —Él pide.

Engancho mi pulgar hacia la sien. —¿Dónde está Kevon?


—Él y algunos otros entraron a buscarte. —Garrett me agarra de la
mano y me guía entre la multitud, recordándome cuando me llevó hacia
la marquesina al comienzo de las Pruebas—. Kevon me pidió que regist-
rara el perímetro en caso de que te perdieras.

Garrett toca su reloj para informar al Príncipe Kevon de mi ubicación,


y miro por encima del hombro en busca de señales de Mouse, pero desa-
parece entre un grupo de devotos. Mis cejas se fruncen. Entiendo la de-
sesperación de la República de Amstraad por cultivar cultivos como lo
hacemos en Phangloria, pero ¿tenían que ser tan crueles?
Me rasco la cabeza. Tal vez sus experiencias con otras reinas potenci-
ales terminaron en traición, y pensaron que podrían convertirme en un
espectáculo divertido en caso de que incumpliera nuestro acuerdo.
Llegamos al pie de las escaleras, donde Forelle está con la familia de
Garrett. Tan pronto como nuestras miradas se encuentran, ella corre ha-
cia mí. Me preparo para un fuerte abrazo, pero ella agarra mis brazos.
—Tienes que ver esto. —Forelle me dirige hacia un grupo de personas
en las escaleras de piedra.
La Reina Damascena está de pie con Byron Blake. Dos camarógrafas
se paran en los escalones de abajo y en la ladera, mientras un cuarteto de
asistentes de producción iluminan a sus sujetos con cajas de luz tenue.
Byron se presenta y promete a los espectadores una emocionante actuali-
zación sobre las Pruebas de Princesa.
De alguna manera en el caos, la Reina Damascena se ha cambiado a
un vestido blanco con un escote pronunciado salpicado de lentejuelas
plateadas. Plumas tenues cubren sus hombros y mangas largas. Una fra-
nja de plumas cae en capas para formar una falda amplia con una cola
larga, lo que me hace preguntarme si está celebrando la muerte de su es-
poso.
Después de intercambiar algunas cortesías, la reina mira a la cámara.
—Es desgarrador. —Ella inyecta su voz con tristeza—. Mi amado esposo
y rey ahora debe permanecer en el plano terrenal. En su honor, haré todo
lo posible para servir a Phangloria como su regente.
Mi estómago da un vuelco e intercambio una mirada de aflicción con
Forelle. Pueden pasar muchas cosas entre ahora y la próxima luna llena.
Más pruebas, más amenazas y más intentos de diseñar mi muerte.
Forelle mira por encima de nuestro hombro y me da un codazo en el
brazo. —Garrett dice que oficialmente tiene el control de Phangloria y
que puede retrasar el funeral del rey todo el tiempo que desee.
—O incinerar su cuerpo para que nadie lo encuentre. —Dirijo la mira-
da hacia las escaleras, donde la Reina Damascena deslumbra a Byron con
una sonrisa radiante.
¿Estaba planeando sabotear el funeral todo el tiempo, o simplemente
se ha aprovechado de la distracción Amstraadi? Trago. En la última ron-
da de las Pruebas, organizaron un ataque falso al palacio, seguido de un
secuestro falso que pensé que había matado a la reina y al Príncipe Ke-
von.
Sacudo mis pensamientos paranoicos. Casi todos los Amstraadi que he
conocido han dejado caer pistas sobre sus requisitos agrícolas. Esto tiene
que ser lo que quieren de nosotros.
—Su Majestad. —La voz de Byron se desliza a través de mis cavilaci-
ones—. ¿Quién es su favorita para ganar las Pruebas de la Princesa? —
pregunta Byron—. Con solo seis chicas restantes, debe haber tenido la
oportunidad de conocer a las concursantes.
La reina hace una pausa y todos los que nos rodean dejan de hablar pa-
ra asimilar sus palabras. La sangre ruge por mis oídos. Si ella sigue sien-
do la regente, ¿qué significaría eso para mi trato con la República de
Amstraad para salvar a mi familia?
Me aferro al pecho, tratando de pensar en una manera de salvarme,
salvar a mi familia, salvar a Phangloria de caer bajo el gobierno de esta
reina loca, pero mi mente se queda en blanco.
Soy un peón en este juego, al igual que mis padres, y dependo comple-
tamente de la protección del Príncipe Kevon.
La Reina Damascena coloca sus manos en sus caderas. —Desafortuna-
damente, la selección de una novia adecuada se ha gestionado mal desde
el principio. Prunella Broadleaf permitió una gran cantidad de candidatas
terribles, incluida una joven que intentó asesinar a mi hijo.
Byron le da un sabio asentimiento. —He hecho todo lo posible, Su
Majestad, pero es casi imposible contrarrestar el sabotaje de Prunella.
Mis labios forman una línea apretada. Ahora que Gemini Pixel está
muerta, supongo que Prunella es el chivo expiatorio. Aguanto la respira-
ción, esperando que la reina hable. Ella anunciará a Constance Spryte co-
mo la ganadora o nombrará a una Noble al azar de su elección.
—Y es por eso por lo que me gustaría reabrir las Pruebas de Princesa
—dice—. Todas las chicas que se encuentren médicamente aptas para
competir, pero que no tuvieron la oportunidad de una audición se presen-
tarán en el Gloria Concert Hall para otra oportunidad.
—Oh no. —Forelle se lleva las dos manos a la boca.
Mis labios se curvan y rechino los dientes.
La charla enojada se extiende a través de la multitud. Me vuelvo para
encontrar a los Ministros intercambiando palabras descontentas. El grupo
de chicas que no reconocí aplaude. Supongo que la reina las invitó al fu-
neral para tener la oportunidad de conocer al príncipe.
El Príncipe Kevon se apresura a bajar los escalones y pasa un brazo
por los hombros de la Reina Damascena. —Madre, agradezco tus esfuer-
zos.
Todos guardan silencio.
La reina coloca una palma sobre su corazón. —Solo quiero que tengas
a la chica perfecta.
—¿Algún comentario tuyo, mi príncipe? —pregunta Byron.

El Príncipe Kevon se hace a un lado. —Escuchemos al Hierofante.


Un gemido resuena en mi garganta seca, y tengo que apoyarme en Fo-
relle para sostenerme. Coloca su brazo alrededor de mi cintura y me deja
descansar mi cabeza en su hombro. Incluso si el Hierofante le dice a las
cámaras que ya dio su bendición, no es lo mismo que un matrimonio o
un compromiso.

La Reina Damascena reiniciará las Pruebas de Princesa y me expulsará


del Oasis. Ni siquiera tendrá que preocuparse por las repercusiones del
Príncipe Kevon porque se aferrará al trono para siempre al extender su
vida con la tecnología juven Amstraadi.
—Gracias, mi príncipe. —El Hierofante se baja la capucha de su capa,
revelando su rostro a la cámara—. Los funerales reales están plagados de
contratiempos. ¿Qué pasa si las nubes cubren la luna en el momento equ-
ivocado, qué pasa si digo la palabra equivocada durante la bendición y el
monarca pierde su oportunidad de ser uno con Gaia?
—Hemos escuchado suficiente de ti —espeta la reina.
—Por favor, permítale terminar —dice el Príncipe Kevon —. Su Exce-
lencia no suele aparecer en cámara.
La Reina Damascena frunce los labios.
—Por eso mi predecesor me recomendó realizar la bendición final an-
tes de la llegada de los invitados —dice el Hierofante—. Si algo sale mal
durante el funeral oficial, no importará, porque el monarca ya habrá mon-
tado en el carro de Selene y llegado al jardín de Gaia.
Byron retrocede y lanza una mirada a la reina. —¿Qué significa eso,
su Excelencia?
El Hierofante se hace a un lado para dejar que el Príncipe Kevon le
hable a la cámara.
—Mi padre ya no es el Rey de Phangloria. Seré su regente hasta mi
coronación en tres días.
Mientras los aplausos llenan la ladera, el alivio inunda mi sistema, de-
bilitando mis músculos. Colapso más hacia el costado de Forelle. No pu-
edo creer que hayamos triunfado. La reina ahora no tiene poder, mis pad-
res están a salvo con la gente del embajador y el Príncipe Kevon será el
rey.
La Reina Damascena baja la cabeza y se le caen las plumas de los
hombros. Dirijo la mirada hacia lo alto de las escaleras, donde Lady Circi
observa con las manos cruzadas sobre su pecho.
Byron se aclara la garganta. —¿Qué significará eso para las Pruebas
de Princesa, Alteza?
—Ya he elegido a la joven para que se convierta en mi esposa —res-
ponde el Príncipe Kevon.
Un aliento silba entre mis dientes, y me aferro a Forelle. Esto no puede
estar pasando.
La cabeza de la Reina Damascena se levanta de golpe. Su mirada re-
corre la multitud y se posa en mí. Si ella todavía fuera la regente, probab-
lemente colapsaría bajo el odio frío que agudizan sus ojos. Pero no lo es.
Esta noche, la Reina Damascena dejará el palacio y pasará el resto de
sus días en la casa de su padre. Después de todo lo que ha hecho para
amenazar a mi familia, ni siquiera puedo sentirme mal.
—Por favor, no nos mantenga en suspenso, alteza —dice Byron—.
¿Quién es su elección final para las Pruebas de I Princesa?
El Príncipe Kevon vuelve su mirada hacia la multitud. —Es una mujer
joven especial que me enseñó que los cambios más pequeños pueden ha-
cer grandes diferencias en la vida de los Panglorianos. Sin ella, nunca hu-
biera apreciado las desigualdades en nuestra sociedad y también habría
perdido la vida.

El calor surge de mi corazón. Me llena el pecho, me espesa la garganta


y me llena los ojos de lágrimas. Hace unas semanas, me uní a las Pruebas
de Princesa para destruir la monarquía y derribar el sistema Echelon, y
ahora ascenderé a una posición en la que puedo ayudar a otros. Inhalando
una respiración profunda y tranquilizadora, suelto a Forelle y me endere-
zo.
Mamá tenía razón. ¿Por qué perder vidas inocentes en una revolución
cuando podemos tener reformas pacíficas?
Los ojos del Príncipe Kevon se encuentran con los míos. —Zea—
Mays Calico, por favor da un paso adelante.
Todo mi cuerpo se estremece de júbilo, y avanzo con piernas tan ing-
rávidas como las nubes. Byron se hace a un lado y ordena a sus asistentes
que me enfoquen con las cámaras.
El Príncipe Kevon baja las escaleras, sus rasgos tensos. Su nuez de
Adán se balancea hacia arriba y hacia abajo, y sus movimientos son
anormalmente rígidos.
Sé lo que está pensando. Lo he rechazado varias veces y está asumien-
do un riesgo enorme. Todo Phangloria verá lo que suceda a continuación,
ya sea en el Canal Lifestyle o a través de quien esté filtrando imágenes
en Netface. Cree que podría decir que no.

Después de meter la mano en el bolsillo y sacar una pequeña caja, lle-


ga a mi costado y se inclina sobre una rodilla.
Se me corta el aliento.
—Zea—Mays Calico, ¿Aceptas convertirte en mi esposa?
El Príncipe Kevon abre la caja, revelando un anillo de diamantes, pero
no lo veo porque estoy mirando sus ojos oscuros. Ojos oscuros que bus-
caron los míos en busca de aprobación cuando duplicó nuestras raciones
de agua. Ojos oscuros que me miraron cuando detuve la sangre de su co-
razón lacerado con mis palmas. Ojos oscuros que ardían de deseo antes
de compartir esos besos que nos encrespaban los dedos de los pies.
—Sí —le susurro.
Desliza el anillo en mi dedo, que se ajusta alrededor de mi dedo. Las
luces brillan debajo de los diamantes, lo que indica que contiene algún ti-
po de dispositivo de rastreo. Pase lo que pase, siempre me encontrará.
El Príncipe Kevon se levanta, su rostro radiante de felicidad. —Graci-
as.
Me balanceo sobre mis puntas de pie y me acerco para un beso, pero él
se inclina hacia mí y llega a mis labios primero.
Un puñado de personas aplaude el beso. Incluso cuando nadie se une a
ellos, siguen aplaudiendo. Me vuelvo para encontrar a Garrett, Forelle y
el resto de su familia sonriéndonos desde el pie de las escaleras.
No miro a la Cámara de Ministros detrás de ellos, y dejo que mi mira-
da pase por alto al grupo de chicas que supongo que la Reina Damascena
invitó a la tercera parte de las Pruebas de Princesa. Tampoco presto aten-
ción a la voz de Ingrid en mi cabeza recordándome que las reinas fuera
del Echelon Noble no viven lo suficiente para los libros de historia.
La multitud se separa cuando el Príncipe Kevon me guía por los esca-
lones hacia una limusina negra, que tiene un interior negro idéntico al
que monté con Garrett hasta el baile.
Mientras me hundo en los asientos de cuero, mi mirada se posa en un
ramo de acianos, margaritas, nomeolvides y otras plantas que crecen sil-
vestres en Rugosa. La vista de una flor tan común me hace cosquillas en
el interior y estallo en una risita de alegría.
El Príncipe Kevon me entrega un vaso. —El Maestro Thymel te visita-
rá mañana para ayudarte a elegir tu vestido. —Toma un largo sorbo de
champán—. Una vez que la guardia real haya enviado a mi madre lejos,
me gustaría que trajeras a quien quieras para que se una a nosotros para
la boda.
El champán me enfría los dedos. Sus burbujas suben a la superficie y
revientan, liberando el olor a alcohol y frutas.
—¿Mi elección de bebida no es de tu agrado? —Levanta su copa—.
Tengo uva sin alcohol.

—El champán es perfecto. —Pongo mi mano sobre el regazo del Prín-


cipe Kevon y coloco el vaso en mis labios. El líquido frío se desliza y
burbujea en mi lengua.
—Garrett le encargó al Maestro Thymel que vistiera a Forelle para su
boda. —El Príncipe Kevon toma otro sorbo de su bebida—. Estoy seguro
de que no le importará…
El vaso se desliza de sus dedos, derramando champán sobre sus panta-
lones blancos.
Dejo mi vaso a un lado y ahueco sus mejillas. —¿Kevon?
Su cabeza cae hacia un lado.

Corro hacia el divisor que separa la parte trasera de la limusina del la-
do del conductor y golpeo la ventana con el puño. El coche sigue acele-
rando por las calles de Oasis, ajeno a la difícil situación del Príncipe Ke-
von.
Se me caen los ojos y pienso en la advertencia de Lady Circi cuando
subí al camerino móvil de la Reina Damascena. Varios días después, re-
suena en mi cráneo.
No bebas el champán.
Capítulo 20

Mis oídos pitan, amortiguando los sonidos de voces urgentes. Manos


ásperas me levantan del suelo y me envuelven en una silla dura. Una
aguja atraviesa mi bíceps y trato de levantar una mano para golpear, pero
no puedo moverme. Lo que sea que mi captor me haya inyectado le da la
confianza de que estoy inmovilizada. Nadie me ha asegurado a la silla
con correas.
O tal vez sea porque estoy de vuelta en esa jaula y no hay escapatoria.
Alejo las especulaciones y me concentro en recuperar el control de mi
cuerpo. Con una inhalación profunda, lleno mis pulmones y dejo que el
aire se escape. Este es uno de los ejercicios de respiración que nos ense-
ñó Ryce en nuestra celda de juventud. Se supone que aumenta el metabo-
lismo y ayuda al cuerpo a quemar sustancias extrañas.
Mi corazón se hunde. Probablemente se lo inventó, tal como lo hizo
Carolina al insinuar que yo era importante para los Corredores Rojos cu-
ando me envió a las Pruebas de Princesa como una ocurrencia tardía.

¿Dónde está el Príncipe Kevon?


Un aliento se queda en la parte de atrás de mi garganta, y desacelero
mi respiración para concentrarme en las voces. No puedo oírlo, pero sos-
pecho que la reina ordenó a alguien que manipulara su champán.
La preocupación me recorre el estómago, y mi mente evoca imágenes
del Príncipe Kevon tendido en el suelo con una daga en el corazón, con
balas en el pecho, con rodajas de luna sobre los ojos. Nadie mataría a su
propio hijo solo para convertirse en regente.

¿Lo harían?
Mi pecho se aprieta y respiraciones rápidas entran y salen de mis pul-
mones. Mi cabeza da vueltas y mis extremidades se convierten en plomo.
Si alguien me toca, voy a rodar de esta silla y golpear el suelo.
—Está despertando —dice una voz femenina desconocida.
—¿Deberíamos empezar? —La impaciente voz de la Reina Damasce-
na atraviesa mi pánico.
El odio se dispara a través de mi pecho. ¿Qué va a hacer ahora, tortu-
rarme?
—Al menos espera a que la chica abra los ojos —dice una voz que
creo que pertenece a Montana.
Con una fuerte bofetada, un dolor punzante se extiende por mi mejilla
izquierda. Mis ojos se abren de golpe y miro fijamente a los maliciosos
ojos violetas de la reina.
—Ahí —dice con los dientes apretados—. Ahora, está despierta y lista
para su juicio.
Delante de mí hay una silla de respaldo alto que se parece a la que sos-
tiene mi espalda, y a mi derecha hay filas escalonadas de seis asientos de
cuero, ocupados por Nobles con túnicas blancas idénticas. Podría haber
veinticuatro o treinta de ellos. No me detengo a contar porque una pared
entera a mi izquierda muestra las palabras, “JUICIO DE ZEA-MAYS
CALICO”.
—¿De qué se trata esto? —pregunta el Ministro de Justicia.
Se sienta entre Montana y el padre de Ingrid con los brazos cruzados
sobre el pecho. Las palabras de la mujer me dan esperanza, ya que parece
que la Cámara de Ministros ya no me considera la misma Cosechadora
impotente que electrocutó en su banquillo de los testigos.
—Envenenar a la prometida del regente y retenerla contra su voluntad
es traición —añade el padre de Ingrid—. Nadie discutirá su caso si el
Príncipe Kevin exige su ejecución.
Los tacones hacen clic en el suelo de piedra detrás de mí, y la Reina
Damascena se para en medio de la habitación con las manos en las cade-
ras. En el momento en que ella diseñó el envenenamiento de su hijo y mi
secuestro, se puso un traje de pantalón color marfil con una camisa con
volantes.
Ella se vuelve hacia su audiencia. —Como ex reina consorte, es mi de-
ber informar a los Ministros de la Cámara del estado mental inestable del
regente.
—Tendrás que profundizar más que su mala elección en las mujeres
—dice el padre de Ingrid—. Dudo que estar tirado en la parte trasera de
una limusina, sufrir los efectos de tu veneno cuente como inestabilidad.
Los otros ministros se ríen.
Reduzco la respiración y me obligo a concentrarme. Probablemente
estemos en una habitación dentro del edificio de la Cámara de Ministros,
pero lo que es más importante, estas personas no se toman en serio a la
Reina Damascena. Me hundo aún más en mi asiento mientras la inyecci-
ón afloja mis músculos. Los ministros tampoco exigen mi liberación.

La reina frunce los labios. —Les demostraré que Zea—Mays Calico es


la joven más peligrosa de Phangloria. Cuando hayan terminado de escuc-
har mi evidencia, no solo estarán de acuerdo con mi conclusión, sino que
exigirán su ejecución.
Todos los sonidos de alegría se desvanecen y el silencio se extiende
por la habitación. Mi estómago se aprieta y se forma una banda de tensi-
ón alrededor de mis pulmones. ¿Cuál de mis secretos ha descubierto? Me
obligo a respirar profundamente, a trabajar a través de la droga que corre
por mis venas, pero no puedo reunir las habilidades motoras.
—Su Majestad. —El padre de Ingrid coloca sus manos en el apoyabra-
zos y se inclina hacia adelante en el asiento delantero—. Todos somos
conscientes de la influencia subversiva de la Señorita Calico sobre el
príncipe. Sin embargo, nada en las regulaciones de las Pruebas de Prince-
sa dice que ella no puede usar la seducción.
El calor se apresura a mis mejillas. Miro a Montana para que admita
que sus empleados crearon ese video desnudo, pero el hombre solo mira
hacia adelante a la reina.
La Reina Damascena camina entre mi silla y la que está enfrente. —Es
culpable de dos delitos que ameritan la pena de muerte. Y tengo testigos
y pruebas para probar sus actos de traición.
Una puerta cruje al abrirse, y mi mirada se eleva a la pared detrás de la
otra silla, donde el General Ridgeback entra en la habitación, sosteniendo
una correa metálica. Detrás de él está Ryce.
Mi corazón se me sube a la garganta y toda la sangre sale de mi cara.
Si Ryce sabe que acepté la propuesta de matrimonio del Príncipe Kevon,
atacará con la verdad.
La reina entra en el espacio entre nuestras sillas mientras el general
asegura a Ryce al asiento. —Este es el fugitivo implicado en la confesión
de Vitelotte Solar, Ryce Wintergreen.
El parloteo se extiende por la habitación y una sonrisa de triunfo se ex-
tiende por el rostro de la reina.
Trago. ¿Qué hace aquí el padre de Berta? Pensé que trabajaba en el
aeródromo.
Mientras la Reina Damascena les dice a los ministros que nos conver-
timos en novios de la infancia cuando presencié a un guardia matar al
padre de Ryce, se reproducen imágenes de mi yo de nueve años en la
pantalla de la pared a nuestra derecha. Es del día después del asesinato
cuando papá me llevó a Fort Meeman-Shelby para dar mi declaración co-
mo testigo.
Se me forma un nudo en la garganta, y en mis pulmones entran y salen
respiraciones superficiales. No puedo creer que solía ser tan pequeño y
delgado. Mi piel se ve pálida en contraste con mis coletas de caoba, y los
círculos oscuros rodean mis ojos.
Ryce mira la pantalla, sus ojos brillantes por las lágrimas no derrama-
das. Deben haberlo matado de hambre también, porque sus pómulos sob-
resalen más de lo habitual y el cuello de su camisa amarillenta de Cosec-
hador cuelga en un ángulo incómodo.

Me duele el corazón por el Señor Wintergreen, que perdió la vida por


proteger a una joven inocente, por la niña de nueve años que vio demasi-
ado a una tierna edad, por la versión más joven de Ryce, que perdió a su
padre, pero yo no siento nada por el hombre en el que se ha convertido
Ryce.

—Juntos, formaron un grupo llamado Corredores Rojos. —La Reina


Damascena se vuelve hacia Ryce—. ¿No es eso correcto?
—Sí —dice con los dientes apretados.
—¿Cuál es el propósito de este grupo? —ella pregunta.
La mandíbula de Ryce se tensa y su pecho sube y baja con respiraci-
ones rápidas. Gotas de sudor se forman en su frente. Está luchando cont-
ra algo interno, pero el general le da un puñetazo en la nuca y la respues-
ta sale de los labios de Ryce.
—Para destruir el sistema Echelon —dice con un gemido—. Derrocar
a los Nobles y compartir los recursos de Phangloria por igual entre sus
ciudadanos.

La Reina Damascena se pone una mano detrás de la oreja. —¿Te su-


ena familiar?
Nuestros espectadores asienten y murmuran su acuerdo. Probablemen-
te estén pensando en cómo el Príncipe Kevon abandonó su proyecto de
jardines colgantes para aumentar las raciones de agua de los Cosechado-
res.

—Su Majestad. —El Ministro de Justicia se inclina hacia adelante y


junta los dedos—. ¿Está sugiriendo que la Señorita Calico se unió a las
Pruebas de Princesa para corromper al Príncipe Kevon?
La reina echa los hombros hacia atrás y se pone de pie. Finalmente la
están tomando en serio. —¿Por qué no le pregunta al Sr. Wintergreen por
qué la Srta. Calico se unió a las Pruebas de Princesa?
Cantos rodados de terror atraviesan mi vientre como piedras. Le supli-
co a Ryce que mienta, que esté de acuerdo con el Ministro de Justicia y
les diga a todos que vine a influir en el príncipe porque la verdad será de-
sastrosa para los dos.
Cuando el Ministro de Justicia le hace la pregunta a Ryce, él responde:
—Se suponía que Zea debía infiltrarse en el palacio y encontrar entradas
ocultas.

—¿A que final? —pregunta el ministro.


—Para que los Corredores Rojos pudieran asaltar el palacio y matar a
la Realeza.
Murmullos de disgusto se esparcieron por la habitación y mi corazón
se desploma. Miro alrededor de las filas de asientos, tratando de forzar
mi boca a abrirse para gritar una negación, pero todavía no puedo mover-
me. Encontrar las entradas podría haber sido mi intención original, pero
luego me enamoré del Príncipe Kevon.
Los ministros disparan pregunta tras pregunta sobre los Corredores
Rojos. Quieren saber sus nombres, números, fuerza, aliados. Hablan el
uno sobre el otro, abrumando a Ryce hasta que cierra los ojos con fuerza
y grita.
Las náuseas me recorren el interior. Le han hecho algo, pero ¿qué?
La Reina Damascena no le da a Ryce la oportunidad de responder. El-
la se para frente a él y levanta las palmas de las manos en un movimiento
para detenerse. Supongo que no quiere distraer a los ministros para que
no me condenen.

— El suero de la verdad del Sr. Wintergreen no durará mucho más —


grita—. Ya le hemos dosificado lo suficiente para romperle la aorta. El
General Ridgeback fue lo suficientemente generoso como para registrar
sus interrogatorios anteriores, que pondremos a su disposición una vez
que haya encontrado culpable a la Señorita Calico.

Mi mirada se desliza de nuevo a Ryce, cuyos ojos parecen suplicar


comprensión. Aparto la mirada. Nadie podía culparlo por soltar la verdad
bajo la influencia de múltiples dosis de suero.
Me duele que él y su madre me hayan enviado a una peligrosa misión
por capricho, pero lo desprecio por no ser mejor que los guardias que
acosan a las chicas Cosechadoras. ¿Cuánto más habría ido en el mercado
de agricultores sin el temor de ser atrapado?
La Reina Damascena se vuelve hacia Ryce. —Describe los sentimien-
tos de la Señorita Calico hacia ti.
Miro su espalda, deseando poder patearla al suelo.
—Ella ha estado obsesionada conmigo durante años —responde.

—¿Qué significa eso? —pregunta uno de los ministros.


—Ella solía mirarme desde el otro lado de la cúpula, y en todos los de-
más lugares a los que iba —responde Ryce—. Incluso se unió a los Cor-
redores Rojos para estar cerca de mí.
—¿Supongo que no compartiste sus sentimientos? —pregunta Monta-
na.

—No al principio. —Ryce baja la cabeza—. Pero ella es tan valiente y


hermosa y está comprometida con nuestra causa. Es difícil no enamorar-
se de una chica como Zea.
La desesperación corre por mis venas como vinagre agrio. Hago un ru-
ido de protesta en el fondo de mi garganta, que todos ignoran. Me hace
sonar como si todavía estuviera cumpliendo con mi misión. Quiero gritar
mi inocencia, pero mis músculos no se mueven.
La reina me mira por encima del hombro y sonríe. Parte de ella debe
saber que cambié de opinión. Si interrogaba a Ryce con suero de la ver-
dad, habría descubierto que no informé la ubicación del río subterráneo
ni nada que pudiera comprometer la seguridad del palacio.
Aparecen nuevas imágenes en la pantalla. Ryce y yo corremos cogidos
de la mano por las calles Rugosa la noche en que me seleccionaron para
ir a las Pruebas de Princesa. El siguiente es otro de nosotros de pie entre
la multitud, pero es difícil decir que somos nosotros.
La puerta en el extremo izquierdo de la cámara se abre de golpe y el
Príncipe Kevon entra a trompicones. Sus ojos son salvajes, su cabello
despeinado y su chaqueta blanca y plateada desabrochada.
Mi respiración se acelera. No sé si me alegra verlo o me horroriza. Es
mi única posibilidad de escapar, pero si duda un momento, la Reina Da-
mascena le derramará el veneno en el oído.
Un guardia en la puerta toca el hombro del príncipe, pero Garrett apa-
rece detrás del hombre y golpea al guardia contra el suelo.
El Príncipe Kevon muestra los dientes. —Cuál es el significado de…
Se congela ante algo en la pantalla.
Soy yo con Ryce en el mercado de agricultores. Toma mi cara con sus
manos y sonríe. Estamos tan cerca que parece que somos amantes. La cá-
mara se acerca mientras acaricia mi pómulo y se acerca para el beso.
La Reina Damascena apunta a la pantalla con un mando a distancia. —
Deberías estar descansando.
La mirada del Príncipe Kevon pasa de mí, a Ryce, a las imágenes de
nosotros congelados en la pantalla con los labios apretados. —Madre,
¿qué estás haciendo?
—No quería hacerte daño, hijo. —Ella niega con la cabeza y suspira—
. La Señorita Calico solo te ve como un medio para beneficiar a su Eche-
lon. Está realmente enamorada de Ryce Wintergreen.
Sus rasgos se relajan. Garrett lo agarra del brazo y susurra algo, pero
el Príncipe Kevon no reacciona.
—¿Zea? —La mirada del príncipe recorre mi cuerpo.
Ni siquiera puedo negar con la cabeza para negar las acusaciones.

—¿Qué le pasa a ella? —El Príncipe Kevon continúa bajando los esca-
lones, pasa junto a los ministros boquiabiertos y se detiene a mi lado—.
¿Por qué no puede hablar? ¿Por qué nos drogaste?
Las lágrimas ruedan por mi mejilla y la tensión alrededor de mi pecho
comprime mis pulmones al tamaño de mi puño. La Reina Damascena ti-
ene pruebas suficientes para convertir su preocupación en desprecio.

—Zea. —Engancha un brazo debajo de mi pierna y otro alrededor de


mi espalda—. Sigo fallando en protegerte. Ahora mi madre está tratando
de calumniarte con mentiras lascivas.
—Te amo, Zea—Mays Calico —dice Ryce en pantalla mientras me
sostiene contra su pecho—. Eres la chica más valiente e interesante que
he conocido.

La cabeza del Príncipe Kevon vuelve a la pantalla y cierro los ojos con
fuerza. Ésta es la evidencia más condenatoria de todas.
—Tendrás que intentar algo mejor que eso, madre —dice el prínci-
pe—. Probablemente también has estado detrás de la otra fabricación di-
gital para desacreditar a Zea.

—Esta es real —dice la reina.


Abro los ojos, deseando poder girarme para ver la expresión del Prín-
cipe Kevon. Suspira y me lleva escaleras arriba. Garrett se ofrece a lle-
varme, pero el príncipe se niega. Mi corazón se llena de gratitud dentro
de un pecho oprimido por la culpa. Por una vez, las acusaciones que me
lanza la Reina Damascena son ciertas.
A medida que avanzamos por las escaleras hacia la puerta trasera, los
ministros nos miran con distintos grados de desaprobación. Incluso si no
creen en las imágenes que se muestran en la pantalla, no pueden negar
que he cambiado al Príncipe Kevon.
El joven que conocí se había mostrado reacio a ejercer el poder que te-
nía en nuestra sociedad y había creído en las verdades a medias que sus
líderes decían para mantener el orden. Ahora quiere actuar contra las de-
sigualdades y eso lo vuelve peligroso.

—Kevon —espeta la reina—. La chica a la que te vas a llevar es la lí-


der de un grupo rebelde llamado Corredores Rojos.
Hace una pausa en la puerta y se dirige a un par de guardias. —Arres-
ten a mi madre y confínenla en mi estudio.
La cara del guardia cae, pero el Príncipe Kevon agrega—: Les prome-
to, con la Cámara de Ministros como testigos, que no caerán repercusi-
ones sobre usted o sus colegas por seguir mi orden.
Con un movimiento de cabeza, el guardia avanza escaleras abajo.
—Espera —chilla la reina—. No puedes casarte con una chica que vi-
no al palacio para destruirlo.
Me inclino hacia el lado del Príncipe Kevon, instándolo en silencio a
que se vaya antes de que alguien en esa habitación cambie de opinión. En
cambio, se vuelve hacia su madre y vuelve a suspirar.
—Zea me salvó la vida y quiere lo mejor para el país —responde—.
La amo.

Se forma una grieta en mi corazón. El Príncipe Kevon no le dijo a su


madre que yo también lo amaba porque nunca dije las palabras.
—Ella se está aprovechando de ti —espeta la reina.
Una grabación de la voz del Príncipe Kevon llena la habitación. Se vu-
elve hacia la pantalla. Estamos sentados en los asientos delanteros de su
auto y digo que no lo amo. El siguiente es un clip de mi habitación, don-
de le digo al Príncipe Kevon que solo podemos ser amigos.
Mi garganta se espesa. No puede negar que estos eventos sucedieron
alguna vez.
—Amenazaste la vida de sus padres —dice—. Por supuesto, Zea diría
estas palabras bajo presión.

Los guardias llegan al final de las escaleras. La Reina Damascena le-


vanta las palmas de las manos y retrocede hacia el General Ridgeback,
que se coloca frente a ella.
—¿Es esto cierto? —pregunta el Ministro de Justicia.
La Reina Damascena niega con la cabeza. —Él está en negación…
—Di la verdad —ladra el Príncipe Kevon.

La sala se queda en silencio, pero algunos de los ministros intercambi-


an miradas nerviosas. El Príncipe Kevon vuelve a entrar en la habitación
y me sostiene contra su pecho. —Pido disculpas por el arrebato, minist-
ros. Mi madre está claramente angustiada y se aferra a su poder mengu-
ante. Encontré al Sr. y la Sra. Calico, junto con sus hijos gemelos, deteni-
dos en Fort Meeman-Shelby.
Eso fue por orden de Lady Circi, ya que estaba tratando de mantener-
los a salvo de cualquier levantamiento después de las cosas horribles que
la Reina Damascena me ordenó que le dijera a Rugosa.
Los guardias intentan rodear al general, pero él saca un bastón que
brilla con poder azul.
—Puedo probar que Zea—Mays Calico mató a tu padre. —La Reina
Damascena retrocede hacia la puerta.

Todo el mundo se pone rígido, incluido el Príncipe Kevon. Un aliento


se queda en la parte de atrás de mi garganta. Solo he visto al rey vivo una
vez, y fue en la enfermería del hospital con el Príncipe Kevon cuando el
hombre mayor ya estaba al borde de la muerte.
—Mamá. —La voz del Príncipe Kevon es entrecortada por la exaspe-
ración—. De todas las acusaciones escandalosas…

—A Arias le gustaba disfrazarse de guardia para vagar por Phangloria.


—Las palabras brotan de sus labios más rápido de lo que jamás la había
escuchado hablar—. Él fue el guardia que mató al padre de Ryce Win-
tergreen. La Señorita Calico fue la testigo.
Los guardias dirigen a la Reina Damascena hacia una salida lateral,
pero el General Ridgeback bloquea la entrada.

—Esperen. —El Ministro de Justicia se levanta de su asiento—. Deseo


escuchar esta teoría.
—Como desees, pero nuestra futura reina necesita atención médica. —
El Príncipe Kevon sale de la habitación y entra en un amplio vestíbulo de
entrada.

La luz del sol de la mañana entra a raudales a través de las ventanas de


vidrio ubicadas cerca del techo de un vestíbulo de cuatro pisos de altura
que ocupa más espacio que cuatro casas de los Cosechadores y sus jardi-
nes.

A nuestra izquierda, los pisos de mármol y las paredes de piedra con-


ducen a un enorme arco donde los guardias con armaduras negras contro-
lan las entradas y sujetan los escáneres Amstraad a las orejeras de los
Nobles.
Los Nobles que nos pasan se inclinan ante el Príncipe Kevon y algu-
nos fruncen el ceño.
—Su Alteza. —Una mujer vestida con la bata blanca de médico apare-
ce a nuestra derecha sosteniendo un control remoto—. Por favor, regrese
a la sala de observación.
El Príncipe Kevon pasa junto a ella sin decir una palabra, así que no
puedo ver su cara. Garrett camina a su lado y dejo que mis párpados se
cierren. Estoy a salvo por ahora, pero el Príncipe Kevon descubrirá la
verdad y no sé cómo reaccionará.
Su pulso se calma, haciéndome relajar también. El peor resultado sería
una vida en los Barrens, tal como desterró a Vitelotte por apuñalarlo en
el corazón, pero lo he herido tantas veces que es posible que no me mu-
estre piedad.
—Lo siento, Zea. —El Príncipe Kevon me da un suave apretón en el
hombro—. Si puedes perseverar durante tres días más, el Hierofante ce-
lebrará la boda y te elevará por encima de…
Su cuerpo se pone rígido, y el brazo enganchado bajo mis tendones se
afloja, y mis pies golpean el duro suelo. Se dobla y gime, equilibrando la
parte superior de mi cuerpo sobre su brazo.
Mi respiración se acelera y trago varias veces en rápida sucesión. ¿Qué
está sucediendo?
—Su Majestad. —La doctora baja al nivel de los ojos y nos mira con
ojos azul grisáceos dentro de rasgos delicados. Es la madre de Berta, la
Dra. Ridgeback, y tiene el mismo cabello rubio ceniza que su hija—. Por
favor, regrese a la sala de observación de inmediato.
Levanta la cabeza. —Llévate a Zea.
Garrett me tira a sus brazos.
Mi mirada se dirige a la doctora, que mantiene una mano en el profun-
do bolsillo de su bata blanca. Sus dedos se mueven, haciendo que el Prín-
cipe Kevon gima aún más fuerte y caiga al suelo de mármol. Ella está ha-
ciendo esto. Quiero gritarle a Garrett, a los guardias que vayan tras la
Dra. Ridgeback, que se den cuenta de lo que está haciendo y le arrebaten
el control remoto de los dedos, pero se reúnen alrededor del Príncipe Ke-
von.

Las balas resuenan en el aire y todos los guardias que rodean al prínci-
pe caen. Garrett se da vuelta. Un grupo de mujeres enmascaradas vesti-
das de negro se precipita hacia nosotros, cada una apuntando con amet-
ralladoras. Arrastran al Príncipe Kevon de regreso a la habitación.
Mi estómago se revuelve. Se parecen a los asesinos que visitaron mi
casa.
Uno de ellos apunta con su arma a Garrett. —Entra y trae a la chica.
—Lo siento, Zea —murmura Garrett y regresa a la habitación.
Alguien más se desploma en mi antiguo asiento, pero su cabeza está
inclinada y solo vislumbro sus rasgos cuando una de las mujeres obliga a
Garrett a sentarse en un asiento en la última fila junto al Príncipe Kevon.
—Bienvenidos de nuevo —dice la Reina Damascena —. Llegan a ti-
empo de escuchar a nuestro próximo testigo. Este es Tauric Krim, el su-
pervisor de la Señorita Calico en los campos de tomates.
Mi corazón se acelera. No sé si Krim es un Corredor Rojo, pero sabe
todo sobre ese guardia al que ataqué.
La reina se vuelve hacia los ministros y sonríe. —La segunda vez que
la Señorita Calico conoció al Rey Arias, visitó su campo de tomates y
trató de secuestrar a su amiga.
Un aliento sisea entre mis dientes. Ella está mintiendo. Ese guardia
que envenené no pudo haber sido el rey. Krim lo habría notado. Forelle
habría mencionado algo. Los guardias nunca habrían perdido el tiempo
arrestando a los cerveceros ilegales de alcohol si un Cosechador hubiera
lastimado al Rey Arias. La Reina Damascena está juntando fragmentos
de la verdad para crear una mentira porque no puede probar que filtré in-
formación sobre la seguridad del palacio.
El Príncipe Kevon gime y Garrett se mueve en su asiento para ver có-
mo está su primo. Finalmente llego a ver al príncipe, que se desploma en
una silla, todavía agarrándose el pecho. Enormes gotas de sudor se adhi-
eren a su frente y su respiración se acelera.
—El Príncipe Kevon necesita ayuda —grita Garrett.
Algunos de los ministros sentados en los asientos delanteros miran a
Garrett por encima del hombro, pero no dan la alarma. Mi corazón se ha-
ce añicos. Tal vez piensen que está mejor muerto. Al menos ahora enti-
endo por qué la Reina Damascena permitió que el cirujano le injertara
fibras sintéticas en el corazón. Son un medio para controlarlo.
La reina se vuelve hacia Krim y le hace una serie de preguntas sobre lo
que sucedió el día en que fue arrestado. Al principio, él no responde, pe-
ro el General Ridgeback agarra su cabello negro y tira de su cabeza, re-
velando un rostro hinchado con moretones.

El dolor me atraviesa el pecho. ¿Lo torturaron todo este tiempo? Krim


responde a las preguntas de manera monótona y da un relato preciso de
lo que sucedió el día que cambió mi vida. El guardia trató de arrastrar a
otro aprendiz a su camioneta, dejé mi deshierbe para trepar al árbol de
caqui, luego le disparé al guardia con un dardo envenenado.

—¿Puedes identificar a este guardia? —pregunta la Reina Damascena.


—Rey Arias.
Los gritos estallan en la habitación. Ryce mueve la cabeza en mi direc-
ción y me mira con los ojos muy abiertos, mientras Garrett gira hacia el
Príncipe Kevon. La soga alrededor de mi cuello se aprieta. Deben haber
torturado a Krim durante siglos para que identificara al guardia al que
ataqué como el rey.
La Reina Damascena levanta la mano. —Por favor, guarda silencio. —
Glee llena su voz, haciéndola sonar como una niña que acaba de recibir
un regalo inmerecido—. Un equipo de científicos forenses tardó semanas
en examinar las imágenes de Zea—Mays usando a mi hijo ingenuo y
enamorado para sabotear nuestra forma de vida, pero tengo más pruebas
que la prueban culpable de regicidio.
Todos guardan silencio mientras el Dr. Ridgeback cruza la habitación.
—Mi nombre es Bernice Ridgeback y soy la madre de una joven que
murió en circunstancias misteriosas en las Pruebas de Princesa. —Su mi-
rada dura se encuentra con la mía, haciéndome estremecer. Ella me hace
responsable, a pesar de que su esposo me interrogó cuando supuestamen-
te estaba bajo la influencia del suero de la verdad.
—Realicé la autopsia del cuerpo del Rey Arias y descubrí una alta
concentración de atropina en la sangre del rey. La atropina es el compu-
esto activo de las bayas de mandrágora.
El General Ridgeback camina hacia su esposa, sosteniendo una caja
negra. —El médico analizó las toxinas en la sangre de Su Majestad y las
comparó con el veneno que encontramos en estos dardos.
Él mete la mano en la caja, saca un uniforme de Cosechadora y saca
un carcaj.
El Príncipe Kevon se levanta y apoya su peso en los asientos delante-
ros. —Detente —dice con los dientes apretados—. Zea. No. Hiz…
Se desploma al suelo con una mano aferrada a su pecho.
—¡Kevon! —Garrett se pone de pie de un salto y me apoya en el asi-
ento.

Me dejo caer hacia adelante, mirando al frente mientras el pánico se


extiende por la habitación. Montana y el padre de Ingrid se levantan de
sus asientos y se empujan para llegar al Príncipe Kevon primeros. Las
mujeres de negro corren en ayuda del príncipe con una máscara de oxíge-
no.
Una rabia impotente me recorre las venas. Todavía no puedo mover-
me. ¿No le creyeron estas personas a Garrett la primera vez que dijo que
el Príncipe Kevon necesitaba ayuda médica?
Todos están demasiado ocupados mirando al Príncipe Kevon y Garrett
para notar que los dedos de la Dra. Ridgeback se mueven sobre algo en
su bolsillo. Mira fijamente a la Reina Damascena, que le saluda con un
gesto alentador.
—Su Alteza necesita un médico —grita el Ministro de Justicia.
—Una cosa más —grita la Reina Damascena sobre el caos—. Los últi-
mos momentos de mi marido.

Todo el mundo se detiene a mirar la pantalla. El Príncipe Kevon me


lleva a una habitación y nos detenemos a los pies del lecho de enfermo
del Rey Arias. El frío se filtra por mi interior. Esta es la enfermería del
palacio a la mañana siguiente del baile.
En la siguiente escena, una chica de cabello oscuro regresa a la habita-
ción con el carcaj, extrae un dardo y apuñala su figura boca abajo en el
corazón. El Rey Arias no se mueve, y ella saca otro dardo y lo apuñala
una y otra vez.
Cada rostro se vuelve hacia mí.
—Por favor, lleve a mi hijo al hospital —dice la Reina Damascena —.
Está sufriendo una crisis nerviosa. La chica en la que confiaba lo sufici-
ente para casarse resultó ser una asesina.
Capítulo 21

Mis entrañas se retuercen mientras lucho por liberarme de la droga. El


ruido y los pasos apresurados se precipitan hacia la fila de atrás de la sala
de observación.
Todo es un revoltijo y está amortiguado por el golpeteo entre mis
oídos. Por el ángulo al que apunta mi cabeza, no puedo distinguir si las
voces pertenecen a los ministros, a los guardias de fuera o a los esbirros
que nos han retenido a punta de pistola. Respiro profundamente, el aire
entra y sale de mis pulmones, pero no puedo mover ni un dedo.
El Príncipe Kevon se tumba a mis pies y gime, mientras Garrett trata
de ponerlo sobre su espalda. Todo lo que puedo hacer es desplomarme
hacia adelante contra el asiento de delante, incapaz de hablar, incapaz de
avisar a nadie para que revise el bolsillo de la Dra. Doctora Ridgeback
La médica rubia sube las escaleras a tiempo para unirse a la Reina Da-
mascena arrastrando al Príncipe Kevon fuera de la habitación. La rabia
me arde en las venas y las lágrimas me nublan la vista. Lo quieren inde-
fenso, como a mí.
Garrett me coge en brazos. —Vamos a ir con Kevon al hospital.
Se apresura por el pasillo tras la procesión, pero el golpe de un objeto
pesado contra la carne le hace estremecerse. Mi estómago se tambalea
cuando cae en las escaleras. El cuerpo de Garrett interrumpe nuestra ca-
ída, pero él ya no se mueve.
Una de las mujeres de negro me aparta de los brazos de Garrett.
Ella engancha una mano alrededor de la parte posterior de mi cuello y
me arrastra por las escaleras. —Su Majestad, ¿qué debemos hacer con la
chica?
Mi columna vertebral choca con el duro peldaño, enviando agudas
punzadas de dolor en mis pulmones a cada paso.
Los ministros sentados en los asientos hablan entre ellos, pero nadie
comenta nada sobre Garrett o sobre mí. Mis entrañas se sienten tan vací-
as como sus almas. ¿No va a hablar alguien por nosotros? ¿O estaban tan
convencidos por la presentación de la Reina Damascena que le han cedi-
do la autoridad?
—Lleven a la chica al estadio —dice la reina.
Una figura más grande me levanta y me echa al hombro. Supongo que
es el General Ridgeback, que es más alto y ancho que el Príncipe Kevon.
Atraviesa la puerta lateral por varios pasillos sinuosos sin decir una pa-
labra acerca de por qué está ayudando a la Reina Damascena y sin pro-
nunciar nada sobre Berta.
Abre otra puerta que conduce a lo que parece una escalera por el eco
de sus pasos. Después de bajar varios escalones y salir por otra puerta, el
General Ridgeback entra en otro espacio en el que se oye el sonido de un
motor.
—Cuando te reúnas con mi hija, dile que ha sido una decepción. —Me
lanza de cabeza contra una superficie dura y mi visión se vuelve negra.
El zumbido en mis oídos me saca de la inconsciencia y un dolor agudo
me atraviesa el cráneo al golpearme la cabeza.
Siento la boca como un nido de lagartijas y no puedo reunir ni una go-
ta de saliva para aliviar mi garganta seca y agrietada.
Estoy tumbada sobre mi lado derecho en una superficie lisa calentada
por el calor de mi cuerpo y el sudor se forma en mi frente. Es difícil sa-
ber si la habitación está caliente o si tengo fiebre. Incluso la respiración
me duele como si algo o alguien me hubiera golpeado mis costillas lo su-
ficientemente fuerte como para romperlas.
Con un gemido agónico, me pongo de espaldas, sólo para que la luz
del sol brille a través de mis ojos.
Lo bueno es que he recuperado la capacidad de moverme.
—¿Hola? —grazno a través de los labios agrietados.
Cuando mis ojos se adaptan a la luz, los abro y me encuentro un techo
hecho de agujeros de ventilación de un centímetro cuadrado que dejan
entrar corrientes verticales de luz. Por su ángulo, creo que es mediodía.
La pregunta que me hago es cuánto tiempo ha pasado desde el funeral, y
qué demonios le ha pasado al Príncipe Kevon.
Está completamente a merced de quien controla su corazón. Ahora
mismo, es la Dra. Ridgeback, que parece estar trabajando para la Reina
Damascena. La pena me aprieta la garganta y trazo la almohadilla del
pulgar sobre la banda con incrustaciones de cristal de mi dedo. Se supone
que mi anillo es un dispositivo de seguimiento, pero si el Príncipe Kevon
no ha venido a buscarme significa que todavía lo están torturando.

Unos débiles suspiros llegan a mis oídos. Me arrastro por el espacio


reducido y presiono mi oído contra los ladrillos.
—¿Hay alguien ahí? —susurro.
El ruido se detiene.
—¿Hola?

Quienquiera que esté en la otra habitación no quiere comunicarse, así


que no puede ser Emmera, que no dejaba de hablar durante nuestro enci-
erro. Mi mente se desvía hacia la única otra persona que podría ser capaz
de identificar al guardia que envenenado.
—¿Forelle? —susurro.
Todavía no hay respuesta. Mis cejas se juntan. Los sonidos eran feme-
ninos y no podía ser el Príncipe Kevon. —¿Eres una prisionera? Toca
una vez para sí y dos para no.
Tres fuertes golpes sacuden mi puerta. —Calico —dice una voz feme-
nina—. Tienes una visita.
Apoyando una mano en la pared, me levanto.
Un relámpago de dolor recorre mi cráneo y mi caja torácica y me ba-
lanceo sobre mis pies. Me apoyo en el rincón y sostengo las palmas de
las manos contra la pared. La luz capta mi anillo que sigue parpadeando.
Si esta visitante es la reina, no dejaré que me vea arrastrarme.
—Pase —digo con voz ronca.
La puerta se abre y el Embajador Pascale entra en la sala. Lleva una
chaqueta verde con cuello alto que, por una vez, no parpadea con luces.
Sin embargo, los botones de su chaqueta brillan como pequeñas lentes de
cámara. Sostiene en sus pequeñas y marchitas manos una caja del tamaño
de una enciclopedia gruesa.
La luz atrapa sus lentes y oscurece sus ojos, por lo que no puedo ver
qué tipo de expresión hace cuando las comisuras de sus labios se curvan
en una sonrisa. —Señorita Calico, esta es realmente una situación desa-
fortunada.
Me froto la garganta seca.
—Perdóname. —Busca en su caja y extrae una botella de agua—. Su-
pongo que tienes sed por los recientes acontecimientos.
—¿Cuánto tiempo llevo aquí? —rechino—. ¿Dónde está el Príncipe
Kevon?
—Está a salvo. —El embajador Pascale abre la tapa y me entrega la
botella—. La Dra. Ridgeback me informa que el relajante muscular que
te inyectó dura cuarenta y ocho horas. Por eso he esperado hasta ahora
para verte.
Por costumbre miro la etiqueta, que dice SMOKY MOUNTAIN
ENERGY. La esperanza me llena el pecho mientras tomo largos tragos
de agua con sabor a fruta. Soportaré cualquier cosa si me ayuda a esca-
par.
—Gracias. —Mi mirada se dirige a su caja.
—¿Tienes hambre? —me pregunta.
Ante mi asentimiento, el embajador devuelve mi botella vacía a su ca-
ja y saca una caja de papel del tamaño de mi mano. —Pensé que necesi-
tarías algo un poco más cercano a casa que una mezcla de frutos secos.
Extiendo mi brazo y deja caer el fresco paquete en mi palma de la ma-
no. Es más pesado que un par de pendientes, pero más ligero que un ar-
ma.
El Embajador Pascale me hace un gesto de ánimo, pero la luz del sol
aún se refleja en los cristales de sus lentes y oculta su expresión comple-
ta. Dentro hay seis buñuelos de maíz perfectamente redondos, cada uno
de un centímetro de grosor. Doy un mordisco al primero y una avalancha
de sabores inunda mi boca.
El embajador se ríe como si fuera una mascota que acaba de aprender
un nuevo truco, pero lo ignoro y continúo comiendo los buñuelos. Uno
contiene trozos de pollo, otro de ternera y otro de gambas. Eso no es todo
lo que contiene porque los dolores alrededor de mis pulmones disminu-
yen hasta convertirse en un dolor sordo.
—¿Te sientes mejor? —me pregunta.
Estoy a punto de asentir, pero la niebla de mi mente se despeja. La úl-
tima vez que hablamos, Mamá, Papá y los gemelos estaban en la parte de
atrás de un vehículo que se dirigía a la Embajada de Amstraad. El Emba-
jador Pascale y yo podríamos estar solos, pero probablemente alguien es-
té observando nuestra interacción. No puedo dejar que sepan quién está
manteniendo a mi familia a salvo.
—Es… —Hago una pausa y le dirijo una mirada significativa—. ¿Está
todo bien? —le pregunto.
Sus cejas se levantan. —Por favor, termina tu pastel de maíz. Son tu
única oportunidad de recuperar las fuerzas y afrontar los próximos desa-
fíos.
Se me corta la respiración. —¿Qué pasa?
—He visitado al Príncipe Kevon esta mañana. —Me hace un gesto con
sus dedos para que siga comiendo.
Muerdo un buñuelo con trozos de queso. —¿Cómo está?

—Con el corazón roto en ambos sentidos. —El Embajador Pascale


mete la mano en la caja y saca otra botella de agua—. Los músculos sin-
téticos del corazón atormentan su cuerpo durante la noche, y las pruebas
del complot para asesinarle y destruir la monarquía atormentan su mente
durante el día.
La culpa me atraviesa el estómago y dejo de comer.

Carolina describió una vez la privación del sueño y el lavado de cereb-


ro, las técnicas de alteración de la mente que los Nobles usaban para in-
terrogar y controlar.
—Necesito verlo.
El embajador se balancea sobre sus pies. —¿Para decirle lo que ya sa-
be, Señorita Calico? Usted se unió a las Pruebas de Princesa para encont-
rar un medio para que los Corredores Rojos entraran en el palacio y ma-
sacraran a la familia real.
Mi boca se cierra y bajo mi mirada al suelo de piedra. Pensé que el
embajador quería que me convirtiera en la Reina de Phangloria para que
la República de Amstraad no fuera tan dependiente de nosotros para co-
mer.
—¿Por qué estás aquí? —pregunto.
—Para despedirme —responde.
Mi cabeza se levanta de golpe. —¿Es una broma? ¿Dónde está Mo-
use?
El Embajador Pascale coloca una botella llena en el suelo y da un paso
atrás. —Es desafortunado para ti y tus seres queridos que el Príncipe Ke-
von haya descubierto la verdad. Habrías sido una reina estupenda.
La puerta se abre y el embajador sale.

¿Qué pasa con Mamá, Papá y los gemelos? No puedo preguntar en voz
alta, pero está insinuando que nuestro trato se ha acabado. Me tambaleo
tras él, tirando la botella de agua a un lado. —Espera…
—Lo siento, Señorita Calico —dice desde el pasillo—. Por favor enti-
enda que tengo que hacer lo mejor para la República de Amstraad.
—¿Qué significa eso? —Raspo mientras la puerta se cierra y su meca-
nismo de cierre zumba. El brazalete en mi muñeca vibra y cae al suelo,
pero no puedo concentrarme en eso ahora.
—Confiesa lo que quieran —dice el embajador desde el pasillo—. Y
reza a tu Gaia para que la Reina Damascena sea lo suficientemente mise-
ricordiosa como para atravesar una bala tu cabeza.
—¿Embajador Pascale? —Me tiembla la voz.

Cuando no responde, vuelvo mi mirada a los buñuelos y reproduzco


nuestra conversación en mi mente. El Príncipe Kevon sabe la verdad, pe-
ro la Reina Damascena la está adornando con hechos no relacionados. El
embajador dice que ha renunciado a mí, pero aun así vino con una última
comida y un mensaje de despedida.

Inhalo mi primera respiración profunda desde que me desperté y no si-


ento más dolores. No me extraña que me haya instado a seguir comiendo.
La comida contenía un analgésico. Tal vez quiere que me salve y me re-
úna con él en la embajada para recoger a mi familia. Después de comer el
buñuelo de queso, muerdo uno que contiene soja, la principal forma de
proteína de los Cosechadores.
Ignorando el nerviosismo que me recorre el estómago, termino de co-
mer los buñuelos y muerdo el último que contiene algún tipo de pescado.
Dejo el cartón en el suelo, recojo la botella de agua llena y giro su tapa.

El fuerte olor a mentol llena mis fosas nasales. Me estremezco y vuel-


vo a tapar la botella. La etiqueta dice 'BÉBEME'.
Mi mirada se congela en las palabras hasta que sus bordes se desdibuj-
an. Debería confiar en el embajador, pero ha venido específicamente a
decir que ya no podía ayudarme. Cualquier cosa que huela tan fuerte de-
be estar ocultando una droga aún más poderosa que el analgésico. Lo
único en lo que puedo confiar es que quiere un emocionante final para su
espectáculo de Pruebas de Princesa.
Otro mecanismo de cierre zumba y me apresuro hacia la puerta. —
¿Embajador Pascale?
—No va a venir —ronca una voz femenina desde la siguiente celda.
—¿Quién es?

—¿Quién crees que es? —dice ella.


—¿Prunella? —susurro.
Ella no responde.
—¿Qué está pasando?
—Estamos en el estadio de Deimos. —Su voz es tan espesa con rabia
y amargura que es difícil entenderla—. Los Nobles harán un espectáculo
de nosotras antes de que muramos.
—Ah… —Trago saliva—. ¿Qué?
Prunella respira con impaciencia y puedo imaginarla poniendo los ojos
en blanco ante mi ignorancia—. Esto es lo que hacen con criminales de
interés. Los Nobles de primer y segundo nivel se sientan en un teatro y
disfrutan viendo cómo sus enemigos son despedazados por criaturas sal-
vajes y a veces por hombres salvajes.
—¿Como los gladiadores?
Prunella rompe a llorar. —Excepto que no hay ninguna posibilidad de
salir con vida.
Aprieto los ojos y exhalo un largo y cansado aliento.

Prunella acaba de confirmar mis sospechas sobre el embajador. Quiere


que dure el mayor tiempo posible en el estadio para el disfrute de su gen-
te. Nadie va a venir a salvarme, y el embajador probablemente dejó a mi
familia en la carretera.
Los escenarios pasan por mi mente. El más destacado es de mí de pie
en medio de un anfiteatro, mi única protección es una red y una espada
corta. Para atar los cabos, probablemente tendré que enfrentarme al casu-
ario que atacó a Géminis y a los dos ligres de los que escapé en el Parque
Nacional de Gloria.
Peor aún. Serán hombres salvajes montando ligres.
—Nunca te he odiado —dice Prunella—. Al menos no al principio.

Apretando los ojos, me pellizco el puente de la nariz y trato de no es-


cuchar lo que probablemente será un discurso sobre mis defectos. Ya no
estoy débil por el dolor, el hambre o la sed, mi corazón palpita con fuerza
y lo que había en los buñuelos ha vigorizado mi cuerpo. Si estamos en un
estadio como dice Prunella, podría tener suficiente energía para escalar
un muro y escapar.
Prunella resopla. —La reina me dijo que hiciera lo que fuera necesario
para garantizar al Príncipe Kevon una novia Noble que no fuera Rafaela.
Por eso organicé todos esos intentos de asesinato, incluyendo el tuyo y el
de Géminis. Ella dijo que me convertiría en miembro de la corte real.
Sacudo la cabeza. Ahora me siento un idiota por poner en duda la cul-
pabilidad de Prunella. —¿Por qué no le dijiste a la Cámara de Ministros
que estabas trabajando para la Reina Damascena?
—Ella prometió enviarme al estadio si lo hacía.
—Y te envió allí de todos modos —digo bruscamente.

Prunella solloza y yo dejo caer mi mirada hacia mis pies descalzos.


Soy la última que debería hablar, ya que maté a Berta y quemé los cuer-
pos de las chicas Guardianas. Ahora, acabo de aumentar su miseria.
Una puerta cruje y Prunella grita. Sus gritos forman un lío incoherente
que se mezcla con el sonido de los golpes y el arrastre.
Me aferro a la botella de agua contra el pecho y aprieto la oreja contra
la puerta.
Alguien golpea contra ella desde el otro lado. —Tú eres la siguiente,
popcorn.
Rompo la etiqueta de la botella en busca de instrucciones, de un men-
saje, cualquier cosa, pero su parte inferior está en blanco. Tal vez el Em-
bajador Pascale lo dijo en serio cuando dijo que no iba a darme ninguna
ayuda.
Los gritos lejanos de Prunella atraviesan la puerta de mi celda, pero
podría estar confundiendo el sonido con el canto de los pájaros. Me tum-
bo en el suelo y bebo un sorbo de agua con sabor a menta que traza un
camino helado desde mi lengua hasta mi estómago. Su revestimiento de-
ja de agitarse y la calma recorre mis venas.
Mi mirada se dirige a la etiqueta que he desechado en el suelo. Hume-
dezco mi dedo con el agua y lo froto en su parte delantera. Hay un men-
saje:

Hicimos todo lo posible para ponerte en el trono, pero ni siquiera no-


sotros podríamos haber predicho que el hombre al que disparaste desde
el árbol era el Rey Arias.
Si te sirve de consuelo, tu muerte cambiará el curso de la historia.

Incluso los nobles menores se quejarán de la muerte brutal de una


amada figura pública.
Por favor, toma los potenciadores de fuerza. Lucha con valentía. Se-
rás recordada.

Lo que sea que había en esa agua ha adormecido mi reacción, pero pa-
rece que incluso la República de Amstraad creyó en las mentiras de la
Reina Damascena. Probablemente también filtraron todas esas imágenes
de mí a NetFace.
Exhalo una larga bocanada de aire y doy unos cuantos tragos más de
agua de menta que calma mis nervios y despeja los restos de mi miedo.
Si debo morir, todo el mundo conocerá las maquinaciones de la Reina
Damascena. Vuelvo a humedecer mi dedo y recojo el cartón de papel. Se
estremece contra la yema de mi dedo haciéndome temblar.
Potenciadores de la fuerza. Los buñuelos eran analgésicos, el agua me
ha dado una calma y claridad que no he sentido desde el día en que supu-
estamente disparé al rey desde el caqui. El Embajador Pascale se llevó la
primera botella, pero dejó el cartón a propósito.

Rompo una tira del grueso papel y la coloco entre mis labios. Se derri-
te y burbujea en mi lengua liberando una masa de burbujas amargas. Una
descarga de adrenalina recorre mis venas y me levanto del suelo, masti-
cando bocado tras bocado del cartón. Burbujea y se expande en mi boca.
Durante los siguientes minutos, me trago el papel, me quito su sabor
químico con el agua de menta y mi confianza se dispara. Mi mente se re-
monta a la época en la que estaba al lado de Géminis y observaba a las
chicas de Amstraadi practicando sus ejercicios en el jardín. ¿Este poten-
ciador me hará moverme como ellas? Si la respuesta es sí, puede que
sobreviva a este estadio.
El tapón de la botella está a mis pies. Me agacho y lo sostengo entre
mis dedos. Debajo del sello opaco de metal hay unas letras que no puedo
leer. Lo quito para encontrar un disco de papel que dice: SUICIDIO.
El shock me suelta los dedos, el tapón y el disco caen al suelo. El me-
canismo de la cerradura zumba y la puerta se abre. Me tiro al suelo y co-
loco una palma de la mano sobre lo que podría ser mi única vía de esca-
pe.

—Tu turno, Popcorn —dice la misma voz femenina de antes.


Unas manos ásperas se enganchan bajo mis brazos y me arrastran fu-
era de mi celda. Enrosco mis dedos alrededor del disco y me pongo en
pie. Mis captores son dos mujeres vestidas de negro que se cubren la ca-
beza con máscaras que sólo dejan ver sus ojos. Escudriño sus cuerpos en
busca de fundas, armas o bultos reveladores pero están desarmadas.
—Déjenme caminar —les digo.
—Como quieras. —La mujer me levanta y me hace pasar por un pasil-
lo corto de puertas blancas y paredes de polímero iluminadas por más de
esos agujeros en el techo.

Llegamos a una puerta metálica y la mujer a mi izquierda se adelanta y


toca un código en un teclado de la pared. La puerta se abre con un chas-
quido revelando a otra mujer de pie dentro de una habitación blanca del
tamaño de mi celda.
—¿Qué ocurre? —le pregunto a la nueva mujer.
—Voy a ser la encargada de tu vestuario por hoy. —Ella sostiene un
mono hecho de arpillera en una mano y una bata hecha del mismo mate-
rial en la otra—. Prunella ya está vacilando en sus pies, y te necesitan en
el estadio. Toma, elige.
Aprieto los labios preguntándome qué clase de juego enfermizo están
jugando. Las tres mujeres se acercan a mí haciendo que mis músculos se
estremezcan con anticipación. Con un golpe podría…

—Si estás pensando en escaparte, no lo hagas —dice la jefa de vestu-


ario—. Si no cooperas, inundarán esta habitación con un somnífero y ar-
rastrarán tu cuerpo inconsciente al estadio.
—Mono —digo.
Mientras las otras mujeres desabrochan mi vestido plateado, miro alre-
dedor de la habitación en busca de un arma. La mujer de la puerta apunta
su mando a distancia a la pared y ni muestra una imagen de Prunella en
un vestido corto hecho de tela de cilicio. La sangre brota de sus brazos y
piernas, y de un corte en su cabeza rapada.

—¿Qué le han hecho? —susurro.


—El pelo corto fue una buena elección. —La primera mujer deja a un
lado la bata y sostiene el mono abierto a mis pies—. La ayudó a escapar
de Scorpion más de una vez.
Trago saliva. —¿Scorpion?

Otra mujer me acerca un vaso de agua a los labios. —Bebe esto. No


podemos tenerte croando durante la ejecución. La multitud quiere gritos
grandes y lujuriosos. —Me echo hacia atrás y la mujer bufa como si yo
fuera la irracional.
Alguien me agarra del pelo y me sujeta. —Solo es agua. Ahora, bebe.
Echando mi peso hacia atrás, doy una patada alta a la muñeca de la
mujer y le quito el agua de la mano de una patada. Se arquea en el aire y
aterriza en la pared.
Su compañera se ríe y me da una palmada en la espalda. —Supongo
que no necesitas ayuda. Buena suerte con Scorpion.
Me meto en las piernas del mono preguntándome si sólo intentaban
ayudar, pero me sacudo esa sensación cuando la encargada del vestuario
tira de la prenda por encima de mis caderas y desliza mis brazos por sus
aberturas en la parte superior. Están preparando a la gente para su muer-
te. Las únicas personas a las que están ayudando son sus señores Nobles.
—Scorpion es el nombre del exoesqueleto. —La encargada del vestu-
ario frota cenizas en mis brazos desnudos mientras su compañera desliza
las botas en mis pies—. Solo el más fuerte de los guardianes pueden ma-
nejar el circonio negro.
—¿Qué es eso? —Deslizo el disco suicida en el bolsillo de mi traje.
—Una forma de metal.

Mis ojos se estrechan. —¿Es pesado, entonces?


Se ríe y me echa polvo gris en la cara. —Sin spoilers.
Vuelvo mi mirada a la pantalla donde Prunella sigue de pie al pie del
árbol extendiendo las palmas de las manos. No hay sonido, pero su rostro
está retorcido por la angustia y parece estar gritando a alguien al otro la-
do de la cámara. Frunzo los labios. ¿Qué clase de gente vería los últimos
momentos de alguien para entretenerse?
La encargada del vestuario me dice que levante la cabeza para que pu-
eda empolvarme con cenizas. Se supone que el cilicio y las cenizas son
signos de arrepentimiento, pero mi único arrepentimiento es el dolor que
le causé al Príncipe Kevon. Espero la oleada de culpa para que mi cora-
zón se apriete con la miseria, pero lo que había en papel y en el agua de
menta ha apagado mis emociones.
Incluso cuando un hombre corpulento con una brillante armadura neg-
ra entra en la escena y las mujeres a mi alrededor jadean, no siento nada
excepto la determinación de que no caeré en manos de Scorpion.
La cámara se dirige a la amplia espalda de Scorpion, donde la armadu-
ra toma la forma de un caparazón de luces parpadeantes que, supongo,
son cámaras. Extiende sus gruesos brazos que terminan en pinzas del ta-
maño de la cabeza de Prunella.
Bandas brillantes de metal negro se extienden por su caja torácica y al-
rededor de la parte delantera, imitando las patas de un Scorpion, y la ar-
madura se divide en segmentos en la base de su columna vertebral que
termina en una cola segmentada.
Corre con pasos mecánicos sobre un paisaje de densas raíces que se
enredan y se extienden sobre el agua turquesa. Los árboles unidos a ellas
crecen en ángulos extraños y no hay un trozo de tierra aparte de la creada
por las raíces.
—Va a acabar con Prunella. —La encargada del vestuario se lleva las
manos a su rostro y se ensucia la máscara con polvo gris.
—No. —Una de las mujeres oculta su rostro con las manos y mira la
pantalla a través de los dedos separados. —No puedo mirar.
Vuelvo la mirada a la cámara. Prunella no era una amiga. Ella mató a
una chica inocente, hirió a ocho concursantes y ejecutó a Géminis Pixel,
pero incluso ella merece un testigo que no esté mirando por un sentido
enfermizo de entretenimiento.
Un plano lateral de ellos aparece en la pantalla. Scorpion envuelve una
garra alrededor de su cuello y la levanta a la altura de los ojos. Su cola se
alarga y se enrosca en un aguijón del tamaño de una calabaza grande.
Con un giro de su muñeca, Prunella queda inerte.
El trío de mujeres intercambia miradas insatisfechas.
—¿Eso es todo? —dice la que se esconde detrás de sus manos—. Pen-
sé que Scorpion le arrancaría la cabeza o… no sé, haría algo espectacu-
larmente explosivo.
Los ojos de la tercera mujer se deslizan hacia mí y las manzanas de sus
mejillas se levantan bajo su máscara negra. —Tal vez esté guardando sus
mejores movimientos para la próxima víctima.
Le lanzo una mirada venenosa y ella desvía su mirada hacia la pared.

Un primer plano de la cara de Prunella se repite en la pantalla. Ella se


inclina hacia atrás, con los ojos desorbitados y las fosas nasales abiertas.
Las comisuras de sus labios se curvan hacia abajo en un grito que expone
la fila superior de sus dientes y su amplio rostro se curva en una máscara
de horror.
La imagen se mueve más lentamente que de costumbre, lo que me ha-
ce pensar que los productores quieren que la gente saboree su muerte.
Desvío la mirada y aprieto los dientes. Un día, espero que la Reina Da-
mascena sepa lo que es sentir ese terror.

Después de algunas repeticiones de la muerte de Prunella, la cámara


corta a un plano de cuerpo entero de Byron Blake de pie al borde de una
piscina bajo otro de esos árboles cuyas raíces serpentean a través del
agua. Lleva un mono verde que le llega hasta el pecho con una chaqueta
ligera debajo y un sombrero del mismo tejido.
La encargada del vestuario rebota sobre las puntas de los pies. —Están
a punto de anunciar la próxima víctima.
Mirando a la puerta en el otro extremo del vestidor, me destenso los
hombros, enderezo la columna vertebral y cierro las manos en puños.
Ha llegado el momento.
Una de las mujeres se echa hacia atrás. —¿Quién demonios es esa?
Me vuelvo hacia la pantalla. Un par de mujeres con máscaras negras
arrastran a una rubia bajita hacia Byron. Ella lucha contra su agarre man-
teniendo la cabeza baja. Esta nueva víctima no lleva tela de saco como
Prunella o yo, sino un uniforme de Cosechadora con un delantal comple-
to.
Una de las mujeres de negro obliga a la Cosechadora a levantar la ca-
beza, y los ojos aguamarina miran a la cámara dentro de un rostro retor-
cido de terror.
Es Mamá.
Capítulo 22

El shock revuelve mis entrañas. Me tambaleo hacia atrás y me agarro


por el centro. —Mamá.
Las tres mujeres se apartan de la pantalla y me miran con los ojos muy
abiertos. —¿Esa es tu madre? —pregunta la encargada del vestuario—.
Pensé que era una Cosechadora que alguien había enviado para poner a
Scorpion de humor.
Byron se dirige a la cámara y la pantalla se divide en dos. La foto de
identificación de mamá y sus datos personales aparecen a la izquierda. El
volumen está apagado, así que no puedo oír lo que está diciendo.
Mi corazón bombea adrenalina y odio por mis venas.
Mamá no ha hecho nada malo. No durará ni diez minutos con Scorpi-
on. —Tengo que irme. —Mis manos se cierran en puños—. Ahora.
—No podemos controlar la puerta exterior —dice la mujer más cerca-
na a la pantalla.
La encargada del vestuario se encoge de hombros. —Lo siento.
Mi rabia aumenta hasta que la sangre late en mis oídos y los bordes de
mi visión se nublan. No voy a permitir esto. No voy a quedarme y ver
morir a mamá a manos de estos monstruos. No voy a divertirlos con mi
angustia al ver a Scorpion matar a mamá.
Una idea salta en mi cabeza. Antes, las mujeres me advirtieron que no
intentara escapar o llenarían la habitación con un gas que me haría dor-
mir. ¿Y si algo que me dio el embajador contenía un antídoto para la dro-
ga?
—Lo siento —le digo a la encargada de vestuario.
Ella inclina la cabeza hacia un lado. —¿Por qué?
Golpeo su cara enmascarada con la izquierda. Ella salta hacia atrás,
pero me adelanto con un golpe en el pómulo. La golpeo más fuerte de lo
esperado. Se tambalea hacia la pared y se estrella contra el espejo.

La siguiente mujer más cercana me agarra del brazo. Pivotando, gol-


peo mi puño en sus costillas. Algo cruje bajo mis nudillos.
Se dobla y grita. La tercera mujer corre hacia mí con un electroshock
de diez centímetros de largo que chisporrotea con energía. Empujo a su
compañera en su camino. Ambas se estiran y caen al suelo, justo cuando
un sonido sibilante llena la habitación.

La encargada de vestuario gime y se levanta del suelo. —¿Qué estás


haciendo?
Me vuelvo hacia la pantalla y veo a Byron dirigiéndose a la cámara.
Mamá se aleja en un bote en el fondo. La siguiente toma es de Scorpi-
on, que está en la orilla del agua, levantando sus pinzas.

La encargada de vestuario se tambalea hacia mí a través del gas. —No


puedes vencernos para que te liberemos.
Sus pasos vacilan, recordándome que tengo que fingir parecer incons-
ciente para que mi plan funcione aunque la fuerza corre por mis venas. El
objetivo de atacarlas era que alguien abriera esa puerta. La postura de la
encargada de vestuario cae, sus párpados se agitan, y parece estar a punto
de dormirse.
Fingiendo un bostezo, me balanceo de un lado a otro. —Estás mintien-
do. —Arrastrando las palabras—. Una de ustedes debe tener una llave.

Caigo de rodillas y hago un espectáculo de palmaditas en los bolsillos


de la mujer más cercana. Unos pasos se precipitan hacia nosotras desde
la dirección de la puerta exterior. Caigo hacia las otras dos mujeres, pal-
meo el electroshock y espero que quienquiera que me observe, crea que
el gas me ha dejado inconsciente.
Un mecanismo gira en la puerta, dejando entrar el aire húmedo junto
con el sonido de pasos apresurados. Mi pulso se acelera y me fuerzo a no
cargar con cada gramo de autocontrol.
—Informe —dice una voz lejana.
—Parecen ilesos, Su Majestad.
—¿Y la chica? —pregunta la reina.
—La estamos trasladando a los muelles. Byron puede entrevistarla mi-
entras espera su turno.
—Sujétenla si es necesario. —La reina se ríe—. Me encantaría ver su
comentario de Scorpion destrozando a su familia.
Aprieto los dientes ante la insinuación de que Papá y los gemelos tam-
bién están esperando en algún lugar en una celda como la mía. En cuanto
desactive a Scorpion y salve a Mamá, usaré esta nueva fuerza en la reina.
Las dos recién llegadas caminan hacia mis lados y cada uno agarra un
brazo. Me arrastran por encima de sus compañeras caídos y salen a un
paisaje musgoso que me recuerda al abono antes de que tenga la oportu-
nidad de pudrirse. El sonido del agua corriente está cerca y me muevo
por un terreno blando y fangoso.
Respiraciones profundas y deliberadas llenan mis pulmones y utilizo
todas las técnicas mentales que aprendí de los Corredores Rojos para
contrarrestar la adrenalina que corre por mis venas. No puedo atacar a es-
tas mujeres hasta que me lleven a Byron Blake.
Después de lo que parece una eternidad, escucho la voz emocionada
de Byron diciéndole a la audiencia en el teatro que la armadura de Scor-
pion no le permite flotar en el agua. —Pero el barco de la Sra. Calico se
mantendrá a flote el tiempo suficiente para llegar a seguridad? —dice
con una risa—. Lo descubriremos después de escuchar a su hija.
Tomo eso como mi señal para actuar. Aprovechando el impulso de la
mujer de la derecha, doy una patada a los pies de su compañera. Ella su-
elta mi brazo izquierdo y tropieza con el musgo.
La segunda mujer busca su bastón, pero yo le meto el electroshock ba-
jo su cuello y pulso el botón. El rayo azul sale de su punta. Se queda rígi-
da y cae como un tronco.
—Zea—Mays. —Byron está de pie en la línea de costa con sus palmas
levantadas—. Sea lo que sea que creas que estás haciendo, esta no es la
respuesta.
Avanzo hacia él con la batidora extendida. —¿Dónde está mi madre?

Su mirada se dirige a mi izquierda.


Me doy la vuelta para encontrar a la primera mujer levantándose del
suelo. Con una rápida patada en la cabeza, cae de frente y deja de mover-
se.
Las camarógrafas se apartan de mi camino. Las ignoro y continúo ha-
cia Byron que se tambalea hacia atrás, hacia el agua.
—Zea. —Mueve sus antebrazos hacia arriba y hacia abajo en un movi-
miento que es más agravante que calmante. —Por favor, no hagas esto.

—Llévame con mi madre.


Byron se queda con la boca abierta. —Pero las reglas…
Le doy un fuerte puñetazo en la cara y la sensación de huesos quebra-
dos explota bajo mis nudillos. La cabeza de Byron se echa hacia atrás.
Cae sobre su espalda y se agarra la nariz.
—¿Qué le pasaría a tu cerebro si siguiera electrocutándote con esto?

Levanta una palma. —No hay necesidad de violencia. —La voz de


Byron es espesa con la agonía—. Te llevaré hasta ella, pero necesitarás
usar un planeador.
Esto es probablemente un truco. Me darán un planeador y cortarán su
poder mientras me muevo sobre el agua, pero asiento de todos modos.
Byron hace una seña a uno de los asistentes de producción que se apresu-
ra detrás del estudio emergente y saca un planeador de aire más grueso y
largo que el que nos dieron en el Parque Nacional de Gloria.
Se escabulle hacia delante, lo pone a mis pies y retrocede hacia el estu-
dio.
—Ahí. —Byron señala el arroyo—. Sigue el agua alrededor del esta-
dio y encontrarás a tu madre a la deriva en un bote.
Dirijo la cabeza hacia el tablero. —Ponte delante de las correas de los
pies.

Sus labios se separan y todo el color se le escapa de la cara.


—¿Qué?
Mis ojos se entrecierran. Probablemente esperaba que yo pisara prime-
ro y que uno de los asistentes de producción lo programara para hacer al-
go peligroso. Aprieto el gatillo y chispas azules brotan de la punta del
shocker.
Byron se estremece. Cuando agito el electroshock, lanza una mirada
resignada y se sube a la mitad delantera del planeador. Me pongo detrás
de él y deslizo mis pies en las correas. Se eleva un pie del suelo y se
desplaza un metro sobre el agua.
Las instrucciones de Emmera flotan en mi mente.

Levantar los dedos del pie izquierdo hace que la tabla descienda, y el
derecho hace que ascienda. Por fin tengo la oportunidad de asimilar mi
entorno. Estamos en una especie de pantano artificial de árboles que pa-
recen estar de pie en múltiples zancos enredados. Sus frondosas copas
forman un arco sobre el agua y pequeñas luces en sus troncos y ramas
parpadean, que supongo son cámaras.

Los árboles también forman caminos para el agua que corre más como
un arroyo que un pantano. Los pájaros cantan, las ranas croan y las chic-
harras chirrían, pero no hay señales de vida silvestre, excepto por Byron
que no para de hablar. —Este es uno de los cuatro estadios construidos
con la tecnología de los Jardines Botánicos. Es mi primera vez en el
manglar pantano y también la primera vez que soy abducido por una en-
cantadora joven —dice con una risa.
—Byron —gruño.
—¿Sí, Señorita Calico?
—Si no veo a mi madre en los próximos treinta segundos, te mataré.

Sus hombros se estiran y señala algo en la izquierda. —Está allí.


—¿Dónde? —Presiono el electroshock en su mandíbula.
Byron se estremece. —Por favor, no me hagas daño. Si te levantas
sobre los árboles, atravesaremos el laberinto. Ellos programaron su barco
para que se hunda cuando llegue a Scorpio.

Levanto los dedos de mi pie derecho y la tabla se eleva a través de las


copas de los árboles arañándonos al pasar por las ramas.
Se necesita un poco de inclinación de lado a lado para girar el plane-
ador hacia donde Byron indica, y casi lo pierdo dos veces.
Un profundo gruñido resuena desde algún lugar abajo y a la izquierda.
—Allí, debajo de ese árbol. —Byron señala el muelle.

Scorpio es aún más grande en la vida real de lo que parece en cámara y


el doble de monstruoso. Con su casco de cresta plateada, Scorpio mide
unos dos metros y medio de altura, con hombros inflados artificialmente
más anchos que los del General Ridgeback.
Inclina la cabeza hacia un árbol donde Mamá se aferra a una gruesa ra-
ma como un gatito asustado. La armadura negra de su espalda brilla bajo
la luz artificial del sol y la tela entre sus placas metálicas se ondula cuan-
do agita el tronco.
El corazón de Byron late tan fuerte que siento sus reverberaciones en
mi pecho. —No atraigas su atención —susurra—. Tu madre está perfec-
tamente segura en ese árbol.
—Vamos a por ella. —Cambio mi peso a la izquierda y giro la tabla
en un amplio círculo sobre el agua.

—No puedes —sisea Byron. —Este planeador sólo puede soportar el


peso de dos adultos. Si añades otro, el motor fallará.
—Bien, entonces. —Estiro los brazos para mantener el equilibrio e
inclino la tabla hacia un lado.
Byron grita y cae al agua con un enorme chapoteo. Me deslizo hacia
arriba y alrededor del árbol y me acerco contra los gritos de Byron para
que Scorpio se mantenga alejado.
Las raíces crujen bajo nosotros, acompañadas por los frenéticos jadeos
y los golpes húmedos de las manos golpeando una superficie dura. Scor-
pio gruñe, algo más se quiebra y Byron se calla.
Enfoco mi mirada en Mamá. El pelo rubio y húmedo se adhiere a su
rostro pálido y su boca se tuerce de terror. Byron es otra vida perdida en
mi conciencia, pero no puedo pensar en eso hasta que mi familia esté a
salvo.
Scorpio gruñe y sus pesados y crujientes pasos se acercan a nosotras
desde abajo. Mamá aprieta los ojos y gime.
Me acerco al tronco. —Mamá.

Sus ojos se abren de par en par. —¿Qué haces aquí?


—¿Puedes coger mi mano? —Extiendo un brazo.
Ella niega con la cabeza. —No eres lo suficientemente fuerte como pa-
ra sostener mi peso. Si puedes salir en esa cosa, sálvate.
—Está bien —Me acerco lo más posible al árbol y espero que sus hoj-
as y ramas no se enganchen en el motor del planeador—. Nos han ali-
mentado bien en el palacio y he acumulado más fuerza. Confía en mí. No
dejaré que te caigas.

Mamá mira mi tabla, asiente, pero no suelta su rama. Durante los sigu-
ientes segundos, la convenzo de estirar un brazo. Incluso cuando Scorpio
tiembla y choca contra el árbol, y lo desplaza de un lado a otro varios
metros.
Finalmente, consigo que mamá mueva su pie hacia la tabla, cuando
Scorpio arranca el árbol.
—¡Zea! —Mamá sale volando de la rama en un arco y se estrella cont-
ra otro. Sus brazos golpean las ramas, pero ella aterriza de espaldas en
una maraña de raíces.
—¡Mamá!
Desplazo mi peso hacia la derecha y corro hacia ella.

Varios metros más abajo, Scorpio pisotea las raíces, rompiéndolas con
cada paso. Sus jadeos llenan el aire mientras corremos para alcanzarla
primero.
Un zumbido llega a mis oídos y mis músculos se tensan. Suena como
avispas de Jimson. Algo blanco se arrastra en el borde de mi visión, y
unas garras metálicas me arañan la espalda.

Me doy la vuelta. Un dron me golpea la cara con sus brazos robóticos


y casi alcanza mi ojo. Le doy un puñetazo al aparato y lo derribo del ci-
elo. El dron cae en picado sobre el agua, pero otro se eleva entre los ár-
boles.
Scorpio llega primero a Mamá. Su enorme cuerpo cubre el de ella y no
puedo saber qué le está haciendo.
Me abalanzo sobre los drones que me arañan los brazos, las piernas y
la espalda. Son una distracción.

Mamá no puede resultar herida. No puede morir.


Scorpio levanta a Mamá de las raíces con su pinza y la lanza de nuevo
a las raíces. Ella rueda hacia el agua, se desplaza río abajo, pero queda at-
rapada en más maleza.
Miro con desprecio su ancha espalda, en la que se encienden luces de
colores y se apagan en la costura entre su exoesqueleto arácnido y su cas-
co plateado.
—¡Aléjate de mi madre! —grito.
El monstruo me ignora y se arrastra hacia Mamá. Cargo sobre el pla-
neador con el electroshock extendido. Un rayo azul sale de su punta y lo
apunto a la cresta metálica del casco de Scorpio.

Su rugido me atraviesa los tímpanos y hace que los finos pelos de la


nuca se pongan de punta. Scorpio arremete y me da un codazo en un lado
de la cabeza, haciendo que mi visión se ponga blanca. Me levanto, sin sa-
ber si he hecho que su armadura se agriete. No me importa. No espero a
ver si se cae o se reagrupa.
La armadura de Scorpio zumba y chasquea. Se queda tan quieto que
me pregunto si también es una especie de dron. Ahora que lo he desacti-
vado, puedo buscar a Mamá.
No está en las raíces donde la vi por última vez. Mi mirada barre río
arriba, donde el agua hace una curva pronunciada. Tampoco está allí. El
pulso me retumba en los oídos y miro de izquierda a derecha y a lo largo
de las raíces. Algunas parecen jaulas de zancos altos y otras son tan gru-
esas y enmarañadas que hacen de pasarela.
—¿Dónde estás? —Intento que no me tiemble la voz. Si estuviera es-
condida detrás del árbol, respondería.

—¡Mamá!
La corriente podría haberla arrastrado a la maleza de cualquiera de
esas plantas. Con su uniforme beige de Cosechadora oscurecido por el
agua, no estoy segura de encontrarla.
Scorpio gruñe y se aleja del agua y se adentra en el espeso crecimiento
de los manglares. Me muerdo el labio y me elevo sobre el dosel. Probab-
lemente alguien le dijo la ubicación de mamá y está tomando un atajo.
Tengo que llegar allí antes que él.
—¿Mamá?
Ella no responde.
La ansiedad me hace un nudo en el estómago. Lo que sea que el Em-
bajador Pascale me haya dado, o bien se ha desgastado o no tuvo en cu-
enta el horror de perder a una madre. Un dron se abalanza sobre mí y me
golpea en la cara y otro me acuchilla.
Con un grito, arqueo la columna vertebral y arranco uno de ellos del
aire. Me deslizo de lado a lado, pero el segundo dron sigue atacando por
la retaguardia. No importa cuántas veces lo golpee, siempre se escapa de
mi alcance. Esta es otra distracción. Quieren que Scorpio alcance a Ma-
má primero.
Cuando miro hacia abajo a través del dosel, Scorpio se ha ido.
El grito de Mamá atraviesa el aire y mi corazón se dispara. Ordeno a la
tabla que se eleve, vuele por encima de los árboles y atraviese la curva.
Una figura flota con la parte superior del cuerpo desplomada sobre un
grueso tronco que baja a toda velocidad hacia una cascada.
—¡Mamá!
Al cruzar el dosel, encuentro a Scorpio corriendo por delante a lo largo
del lecho de raíces. Me abalanzo hacia él.
—Oye —grito.
Sin ni siquiera detenerse, gira la cabeza. La visera que cubre la parte
superior de su cara es demasiado oscura para que nadie pueda ver sus oj-
os o su maquinaria, lo que confirma mi sospecha de que es un dron.

Le lanzo el dron a su casco. —Cómete esto.


Scorpio lo arrebata del aire y gruñe. Me lanzo hacia la izquierda y se
cierne a centímetros del agua. Él agarra el segundo dron y los hace cho-
car entre sí.
El trueno de la cascada llena mis oídos, y mi corazón se agita contra
mi caja torácica. El tronco de Mamá se dirige hacia el precipicio. Se se-
para de él y nada contra la corriente, pero el agua se acelera y se la lleva.
Mientras me elevo medio metro por encima del agua, su cabeza desa-
parece bajo la superficie. Mamá estira el brazo. Me agacho en el plane-
ador, sumerjo mi mano en el agua helada y la tiro hacia arriba por la mu-
ñeca.
Nuestro peso combinado inclina la tabla hacia la izquierda. Una vez
que la coloco en mi frente, el planeador se estabiliza y nos vuelvo hacia
los árboles. Scorpio está de pie sobre un lecho de raíces con su cabeza
inclinada hacia nosotras.
Mamá se estremece y yo le rodeo los hombros con mis brazos.
—Lo siento mucho —murmuro en su pelo.

—Son ellos, no tú. —Mamá levanta por fin la cabeza.


Se me seca la garganta. Es la primera vez que habla contra alguien.
Incluso después de la muerte del Sr. Wintergreen, ella dijo que los siste-
mas no siempre podían acabar con el mal y que la gente mala existía en
cada sociedad.
—Están escuchando —susurro.
—Ya nos han sacado de nuestras casas, amenazado nuestras vidas y
me han puesto a merced de ese monstruo —dice—. Solía pensar que, si
una persona se atenía a las leyes y contribuía a la sociedad, podía vivir en
paz en Phangloria, pero eso no es cierto.
Yo tarareo mi acuerdo.
—Las Pruebas de Princesa sólo están destinadas a un Echelon.
La amargura se extiende por la voz de mamá. —Todo el reclutamiento
y los desafíos a los que se enfrentaron fue Montana dando a la nación fal-
sas esperanzas.
—No sólo Montana —murmuro.
Nos alejamos del agua y de Scorpio. Incluso si yo hubiera sido una
chica Cosechadora normal como Emmera o Forelle, la reina habría de-
senterrado una razón por la que no podría casarme con el Príncipe Ke-
von.

Otro dron surge de entre los árboles, pero no ataca, lo que hace que
mis músculos se tensen en previsión. Han tenido tiempo suficiente para
traer refuerzos, así que ¿por qué sólo nos observan? En el desafío de la
Depresión de Detroit, ellos vinieron a nosotros con un casuario, langostas
y lluvia ácida.
Scorpio nos sigue a lo largo de las raíces a un ritmo constante. Donde
se vuelven demasiado delgadas para soportar su peso, desaparece en la
maleza.
Cuando cruzamos un parche de raíces que se extiende sobre el agua,
no reaparece, pero el zumbido de la maquinaria bajo nuestros pies chis-
porrotea. Mamá susurra. —¿Qué es eso?
Me desplazo hacia la superficie del agua. —El planeador va a fallar.

—¿Y si ese hombre vuelve?


Presiono el electroshock en la palma de mamá y acomodo sus dedos
alrededor del gatillo. —Protégete con esto.
—Zea, no…
—Tengo una idea.
Nos acercamos a las raíces y el motor sigue haciendo suaves explosi-
ones. —Vamos a encontrar la salida.
Mamá gira la cabeza de un lado a otro, pareciendo que está viendo el
paisaje. Los árboles son de un verde exuberante que no llegamos a ver
fuera de los campos de cultivo. Donde la luz artificial incide en la copa
sus hojas parecen doradas. El agua, que ahora se ha calmado, es de un
turquesa transparente que refleja las altas raíces.

—¿Estamos en el Jardín Botánico? —pregunta ella.


—En un lugar mucho más siniestro —respondo.
No hay rastro de Scorpio entre los árboles. Se ha quedado sin energía
o ha sido retirado. Dirijo el planeador hasta una alfombra de raíces, ayu-
do a Mamá a bajar de la tabla y me bajo.
El motor del planeador se para, pero me meto la tabla bajo el brazo de
todos modos. Es lo suficientemente larga y gruesa como para servir de
escudo o de arma contra lo que decida atacar.
Mientras continuamos a pie a través de este interminable bosque de
manglares, mamá me mira a través de sus pestañas, pero no habla. Un
dolor sordo se forma en mis costillas, junto con el fantasma de un fuerte
dolor de cabeza. Si no encuentro una forma de salir de este estadio pron-
to, las drogas se agotarán y me dejarán tan indefensa como a Prunella
Broadleaf.
La luz moteada se cuela a través del espeso dosel de hojas verdes, y
las cámaras incrustadas en el tronco se encienden y se apagan. Mi gar-
ganta sufre un espasmo. Nada nos ha atacado durante varios momentos,
lo que significa que, o bien nos van a dejar aquí para que muramos de
hambre o nos ahoguemos, o bien están preparando algo grande.
Cuando veo que mamá me mira por lo que parece ser la décima vez, le
pregunto: —¿Qué pasa?
—¿Estás segura de que el príncipe te quiere? —murmura.
—¿Por qué lo preguntas?
—¿Cómo ha podido dejar que ocurra algo así? —Su frente se arruga
en un ceño—. Primero los guardias y luego los secuestros, y ahora esto.
¿Qué clase de líder no puede proteger a la mujer que supuestamente
ama?
—Es complicado —digo con un suspiro.
—Tu padre…

—Era diferente para ti cuando te casaste con papá.


La abuela no ejerció ni el uno por ciento del poder de la Reina Damas-
cena, y estaba realmente cuerda.

Mamá frunce los labios, pero ignoro la desaprobación. Algunos hábi-


tos son difíciles de romper, pero incluso ella no puede negar que este es
el método más desquiciado de rechazar a una nuera.
Las luces se apagan y nos sumergen en la oscuridad. Mis sentidos se
ponen en alerta. Sabía que harían algo así.

—Zea. —Mamá me agarra del brazo—. Quédate detrás de mí.


Un puño apretado me aprieta el pecho. Ella no puede protegerme de lo
que viene.
—Tenemos que entrar en el agua —susurro.
—¿Por qué?
—Si Scorpio tiene gafas térmicas, podemos escapar de él bajando nu-
estra temperatura corporal. —Mamá inhala un fuerte suspiro, presumib-
lemente para preguntar cómo puedo saber esto, pero yo hablo primero—.
No tenemos tiempo.
Me coge de la mano y bajo a tientas a través de los árboles hasta la
orilla del agua. Hace frío, pero este podría ser nuestro único medio de es-
cape. Enlazamos los brazos y nos aferramos a las raíces. Mantengo la
tabla escondida bajo un hombro, y mamá roza accidentalmente el gatillo
del impactador y lanza una pequeña chispa. No es suficiente para atraer
la atención de nadie… espero.
Las hojas crujen por encima junto con el zumbido de las hélices de los
drones. Ralentizo mi respiración y me concentro en los sonidos más allá
del dron, los árboles y el arroyo. Me enfoco en el frío que se filtra en mi
corazón. Me enfoco en el chasquido que se acerca chasquido, chasquido,
chasquido de las raíces lejanas.

—Ya viene —susurra mamá.


Trago saliva. Scorpio suena a menos de seis metros de distancia. Su
gruñido se escucha en mis oídos haciendo que mi ritmo cardíaco se ace-
lere. Pero una idea se dispara en mi cerebro. Me quito la tabla de debajo
de mi brazo y la sostengo a centímetros del agua.

—Pon el electroshock en tu boca y agarra mi muñeca —le susurro a


mamá.
—¿Qué?
—Mi planeador puede flotar. —Inyecto mi voz con confianza. Si me
equivoco, iremos a la deriva unos metros y nos enredaremos en las ra-
íces.

—Zea —dice mamá entre dientes castañeantes.


Scorpio vuelve a gruñir, sólo que esta vez suena a un brazo de distan-
cia. Levanto la cabeza y me encuentro con las luces parpadeantes de su
collar.
Mamá me agarra de la muñeca, justo cuando el brazo de Scorpio ap-
lasta las raíces. Enrollo mis dedos alrededor del brazo de mamá y me lan-
zo a la corriente.
Scorpion ruge y entra en el agua con un enorme chapoteo. Muevo nu-
estras manos unidas hacia la tabla, mamá me suelta, se agarra a la tabla y
flotamos hacia adelante. Nuestras respiraciones frenéticas ahogan todo
excepto el pulso que martillea en mis tímpanos.

El agua fría nos golpea desde ambos lados, nos sacude hacia arriba y
abajo, pero nada puede detenernos.
—No lo oigo. —La voz de mamá se mezcla con sus jadeos.
—Su armadura está hecha de algún tipo de metal —digo entre respira-
ciones entrecortadas—. Debe haberse hundido.
Pasan varios minutos. Seguimos a través del agua fría alrededor de las
curvas de los arroyos y los giros hasta que he trabajado a través de los
analgésicos, los potenciadores de la fuerza, y las drogas que alteran la
mente. Ahora, estoy tan miserable y atormentada por el dolor como me
sentía cuando me desperté. Peor, porque los sollozos silenciosos de ma-
má desgarran las fibras de mi alma.
Nunca la he visto ni oído llorar, y quiero arremeter contra todo el mun-
do, empezando por mí misma. ¿En qué demonios estaba pensando cuan-
do acepté esta misión? ¿Qué diablos me poseyó para creer que no habría
repercusiones en mi familia?

Luces tenues brillan desde la distancia, haciendo que parezcan los pri-
meros rayos de sol asomando en el horizonte. Nosotras a la deriva por un
estrecho tramo de agua flanqueado por enjutos árboles con troncos que
crecen directamente fuera del agua y no crean pasarelas de raíces. Están
tan densamente apiñados y forman un dosel impenetrable sobre el agua
que no tenemos opción que ir a la deriva a través de ellos.
Quienquiera que nos esté viendo probablemente ya se haya aburrido, y
algo más está a punto de suceder.
—¿Ha terminado el desafío? —susurra mamá.
Mis cejas se fruncen y las palabras se me atragantan en la garganta. El-
los probablemente no le mostraron la ejecución de Prunella. Mis piernas
van a la deriva inútilmente en el agua mientras me concentro en una for-
ma menos alarmante de presentar la verdad.
—Creo que están escalando.
—Oh. —La resignación en su voz es como un cuchillo contundente en
el corazón.

Mientras viajamos alrededor de otra curva, una figura oscura se encu-


entra en el borde del agua, iluminado por la luz tenue. Una figura oscura
con una cola de Scorpion.
—¿Es él? —La voz de mamá tiembla. La corriente nos empuja hacia
la izquierda dándome un atisbo de esperanza—. Si nos quedamos en me-
dio del agua, la corriente se doblará de nuevo y no nos alcanzará.
—Pero nos dirigimos directamente hacia él —responde ella.
Antes de que pueda explicar, un motor ruge en la vida y Scorpio se
precipita hacia nosotras.
Mamá emite un gemido en el fondo de su garganta.
—Está en un planeador —gruño. Han igualado las cosas y ahora puede
seguirnos a cualquier parte.
La corriente cambia de dirección y nos empuja hacia Scorpio, que se
abalanza y nos saca a las dos del agua con sus garras. Tiro de sus dedos,
golpeo sus brazos, pero es como tratar de luchar contra un vehículo.
Scorpio flota hasta la orilla y me arroja a un lado. Ruedo sobre una
masa de raíces duras y me estrello de cara contra un árbol. El dolor me
hace estallar el cráneo, el pulso me late en los oídos y aparecen manchas
blancas ante mis ojos. Me empujo fuera del tronco y me arrastro con las
manos y las rodillas hacia mamá.
Su zumbido bajo y satisfecho retumba en mis tímpanos.
Scorpio se arrodilla sobre mamá y atrapa sus antebrazos con sus pin-
zas. El amanecer artificial ilumina el exoesqueleto de su ancha espalda,
haciéndolo parecer un monstruoso. Mamá chasquea el electroshock una y
otra vez, enviando ráfagas de chispas azules, pero el poder no llega a su
armadura.

Me pongo en pie y me tambaleo hacia Scorpio, cuya cola se alarga y


se enrosca hacia mamá. Gotas de líquido brillan en la punta de su aguij-
ón, parece que va a matarla con veneno.
El pánico me atraviesa el pecho. Salto sobre la espalda de Scorpio, ar-
rebato el aguijón y lo clavo en los huecos entre su exoesqueleto.

Echa la cabeza hacia atrás y ruge.


Scorpio cae sobre mamá y convulsiona. Mamá grita y se agita debajo
de él. Ruedo sobre las raíces, arrebato el electroshock de los dedos de
mamá y lo meto en el cuello de Scorpio. La energía sale de su punta y
Scorpio colisiona.
Con un último suspiro de dolor, cae sobre mamá.

—¿Zea? —susurra.
—¿Estás bien? —Me pongo de rodillas, envuelvo mis manos alrede-
dor de sus pinzas y las saco del suelo.
Mamá emite un gemido de dolor y se retuerce bajo el peso del monst-
ruo. Mis músculos se tensan mientras pongo a Scorpio a su lado y ella se
libera.

Las luces se encienden y Scorpion hace un sonido de zumbido, segu-


ido de chirridos y gruñidos. Me pongo en pie y atraigo a mamá hacia mi
pecho.
—¿Se ha acabado? —solloza.
—Yo… —La respuesta es no. Habrá otro Scorpion, otro estadio, otra
forma de torturar a mi familia y a mí.
—Por favor, no preguntes.
Mamá se da la vuelta y grita.

La agarro por los hombros. —¿Estás herida?


Estalla en sollozos desgarradores y cae de rodillas.
El miedo me llena la barriga y me giro para ver si alguien ha entrado
en el estadio, pero todo lo que encuentro son trozos del casco desmonta-
do de Scorpion.

Scorpion no es un dron.
Scorpion es Papá.
Capítulo 23

Caigo de rodillas, un grito sale de mis labios. Papá mira sin vida las lu-
ces artificiales.
—Loam. —Mamá le pone las manos en el pecho y repite su nombre
una y otra vez.

Una oleada de frío adormece mi pecho y mis oídos resuenan con la


acusación. He matado a papá. Yo maté a papá, pensando que era Scorpi-
on. Maté a papá, a pesar de que debería haber recordado que la Reina
Damascena había prometido a mi familia una muerte desordenada.
Me desplomo y mi mirada se dirige a la escena de mamá ahuecando la
cabeza de papá en sus pequeñas manos y sollozando como si alguien le
estuviera clavando una espada tras otra en las tripas. Esto no parece real.
Es como el falso montaje de Ingrid luchando contra los secuestradores al
lado de Berta o las imágenes de Lady Circi sacando a la chica desnuda de
la habitación del hospital.
En cualquier momento, Mouse y el Embajador Pascale saldrán y me
ofrecerán la vida de papá a cambio de que les diga a sus cámaras que soy
una tonta en el día de los inocentes de abril.
Luego se reirán de mis reacciones y prometerán que a todo el mundo
le encantará mi actuación en la República de Amstraad.

Pero nadie viene. Nadie se mueve. Ni Papá, a quien acabo de matar.


Ni Mamá, que ahora solloza sobre su pecho, ni los guardias, que acaban
de aparecer en los límites de mi visión.
Papá no vuelve a la vida porque lo he matado.
Los aplausos burlones resuenan a través de las cámaras vacías de mi
mente, un lento aplauso que aumenta de volumen con cada paso que se
acerca.
—Bien hecho —su voz es fría y distante.
Debe ser la Reina Damascena que viene a regodearse. No le basta con
hacerme matar a mi propio padre, tiene que explicar con insoportable de-
talle cómo mis actos de rebeldía han llevado a este momento. Lo que sea
que diga a continuación rebota sobre mi muro de adormecimiento. No
puedo dejar de mirar a Mamá y a Papá.
Unas manos ásperas me ponen en pie y una mano grande y enguantada
gira mi cabeza hacia la reina. Mi mirada gira hacia mamá, que se aferra a
los hombros anormalmente anchos de papá. No puedo dejar de mirar, ni
siquiera cuando la reina me da una fuerte bofetada, ni siquiera cuando su
puño me golpea las tripas. Nada puede alcanzarme. Ni siquiera cuando
mamá se da la vuelta y les grita que se detengan.
Una aguja me atraviesa el cuello y todo se vuelve negro.
Estoy tumbada de lado sobre una superficie lisa que no deja de vibrar.
Se siente como el débil estruendo de un motor eléctrico.

Gimo en el fondo de mi garganta. Me están moviendo a otro lugar.


Un pie calzado me pone de espaldas y me da una fuerte patada en las
costillas. Me estremezco, abro los ojos y no miro la luz que sale por los
orificios de ventilación, sino a las lámparas de araña.
Los recuerdos acuden a mi conciencia como una tormenta de arena.
Respiro, esperando el diluvio de dolor. No ocurre nada. Exhalo, me em-
pujo hasta los codos y miro fijamente las puertas traseras de metal del ca-
merino móvil de la Reina Damascena.

—Tan precisa como siempre —dice la reina desde atrás—. Ella des-
pertó justo a tiempo.
—Gracias, Majestad —dice una voz femenina.
Me pongo de rodillas y vuelvo hacia la puerta. La Reina Damascena y
la Dra. Ridgeback están sentadas en sillones de cuero adyacentes, cada
una con una copa de champán en la mano.

A la izquierda, la doctora lleva su habitual bata blanca con su pelo ru-


bio ceniza recogido. Aparte de su coloración, no veo nada de Berta en
sus fríos rasgos. La reina lleva una chaqueta rosa con cuello alto que se
cierra con cremallera en la parte delantera y un pantalón de color rosa
que se abre en las rodillas. Su pelo rubio se extiende a los lados de su
cruel rostro y se enrosca en las puntas. No puedo imaginar cómo encu-
entra tiempo para mantenerse elegante entre actos de inhumanidad inima-
ginable.
—¿Qué has hecho? —Coloco una mano sobre la marca de la aguja en
mi cuello.
—La primera inyección fue un sedante y la segunda, un supresor para
aquellos que necesitan perseverar en tiempos de estrés —dice el médi-
co—. Se te pasará el efecto en tres horas.
—¿Por qué? —grazno.
La Reina Damascena coloca su copa de champán en la mesa y coge ot-
ra. —Para que puedas hacer una confesión coherente.

Mi mirada recorre el camerino móvil. Sólo hay armarios en el lado de-


recho y en el izquierdo, una gran mesa de bocadillos sin comer. Lady
Circi no está aquí y tampoco la sirvienta rubia de antes.
¿Qué han hecho con mamá y los gemelos? —¿Dónde está mi…?
La reina da un pisotón y me hace volver a centrarme en ella. —Escúc-
hame, Zea—Mays Calico. La vida de tu madre y tus hermanos gemelos
está en mis manos. Si quieres salvarlos, me escucharás.
Mi garganta tiene un espasmo, pero creo que es algún tipo de reacción
de memoria muscular a una amenaza. Un comentario como este debería
generar una ola de miedo o furia, pero no siento absolutamente nada.
No es el mismo shock adormecido de antes ni la determinación que
sentí con las drogas del embajador. Esto es un vacío.
Durante los siguientes momentos, la Reina Damascena me mira fij-
amente con atención, con los dedos apretados frente a su boca. Es como
si estuviera saboreando la visión de mí encogida en el suelo de su furgo-
neta, habiendo perdido mi casa, mi padre, mi prometido, mi libertad y,
posiblemente, mi familia.

Le sostengo la mirada y me pregunto por qué la reina necesita llegar a


extremos tan despreciables cuando lo tiene todo.
Pero no lo tiene. El Rey Arias prefería a otra persona y probablemente
sólo se casó con ella como un trato para mantenerse cerca de Lady Circi.
Su hijo quiere confinarla en la casa de un padre que ella detesta, y la Cá-
mara de Ministros la trató como una broma en el momento en que perdió
su poder.
La Reina Damascena no puede imponer ningún respeto sin amenazas y
asesinatos. Yo lo sé. Ella lo sabe, y todo el mundo en el poder lo sabe.

Exhala un suspiro de satisfacción y se relaja en su asiento.


—Toda tu familia está de vuelta en el estadio, esperando que un técni-
co repare los grandes daños de Scorpion.
Un suspiro se me agarra en el fondo de la garganta. —¿Papá está vivo?
La reina Damascena levanta una ceja, pero no responde. La desgraci-
ada intenta alargar el suspenso.
Le sostengo la mirada sin reaccionar hasta que su expresión de superi-
oridad se desvanece.
—Scorpion es el nombre de la maquinaria —dice—. ¿Cuántos padres
has matado ya?
La Dra. Ridgeback fuerza una carcajada. —Tres.

El tercero es el Sr. Wintergreen. En algún lugar, en lo profundo de los


recovecos de mi mente, mi corazón se hunde. Mientras que mamá no res-
ponsabilizaría a un niño de nueve años por no rescatar a un adulto, estas
dos supuestas madres usan ese evento como un arma.
La reina sonríe. —Por cierto, tu madre llora como una vaca estreñida.
Mi mandíbula se aprieta y cierro los puños, pero no hay una oleada de
ira. Al menos Mamá tiene emociones. Mamá nunca tuvo que negociar
por un marido y ella realmente ama a sus hijos, a diferencia de este
monstruo.
—¿Qué quieres? —pregunto.
—Tu confesión. —Ella echa la cabeza hacia atrás y me mira fijamente
a través de los ojos entrecerrados—. Quiero que aparezcas en cámara y le
cuentes a Phangloria cómo te uniste a las Pruebas de Princesa para mon-
tar una revolución, sedujiste a mi hijo para que malgastara su preciosa
agua en tu codicioso Echelon, envenenaste al Rey Arias y ordenaste a tu
camarada Corredora Roja que asesinara a mi hijo.
—¿Qué?
—Es la verdad. —La Reina Damascena da un sorbo a su champán y
sonríe—. Si no lo haces, el próximo Scorpion matará al resto de tu fami-
lia.
Mis hombros se desploman. No puedo dejar que mamá y los gemelos
pasen más tormento. —¿Qué les pasará si digo esas cosas que quieres?
—Vivirán una vida de oscuridad en los Barrens, donde pertenecen —
responde la reina.
—¿Cómo sé que no los matarás? —pregunto.

Su sonrisa se amplía. —No lo sabes.


Aprieto los dientes y lleno los pulmones de aire. Ella ni siquiera me
deja sentir la injusticia de mi situación. Esto es lo que los Nobles han qu-
erido todo el tiempo— un ejército de Cosechadores sin quejas que se esc-
lavizan con las raciones más escasas para su beneficio. Ni siquiera somos
humanos para estos monstruos, y la Reina Damascena está resentida con-
migo por capturar el corazón de su hijo. —Muy bien —grazno.
—Espléndido. —La reina aplaude—. Dama de armas, ayude a la Se-
ñorita Calico a ponerse su viejo uniforme de Cosechadora.
La Dra. Ridgeback se levanta, sus fríos ojos grises prometen una vida
de tormento. —Cuando el supresor se agote, sentirás una fracción de la
angustia que me causaste cuando mataste a mi hija.
¿Tiene algún sentido negar lo que estas mujeres saben que es verdad?
La Reina Damascena tiene imágenes de Ingrid prometiendo a Berta el
puesto de Dama de armas a cambio de mi muerte. Berta dejó el vehículo
y se ahogó en la misma cámara donde sangré por la daga que me clavó
en la espalda. La única razón por la que no estoy en problemas por la
muerte de Berta es porque la Reina Damascena ya me ha inculpado de
regicidio.

—Berta intentó matarme —digo.


—Esa es una excusa. —La reina se acerca a una mesa lateral, coge la
tableta y golpea la pantalla.
—Actúa como una como si la vida de una Cosechadora tuviera el mis-
mo valor a la de la pobre Alberta.
Ni siquiera siento el escozor de sus palabras. —¿Dónde está Lady Cir-
ci?
La Reina Damascena mira sus dedos extendidos y bosteza. —Sus ser-
vicios ya no son necesarios.
—¿También la mataste?
Resopla.
Espero que se explaye, pero sigue bebiendo su champán. La Dr. Rid-
geback me pone en las manos una caja que contiene mi uniforme de Co-
sechadora, completo con el delantal manchado de tomate. Por desgracia,
me han quitado los dardos envenenados.
La doctora camina hacia mi espalda, baja la cremallera de mi traje y
canaliza su resentimiento en tirar la tela sobre mis hombros.

Me alejo de ella y aprieto la caja contra mi pecho. —Puedo vestirme


sola.
La Dra. Ridgeback mira a la Reina Damascena en busca de aprobación
antes de volver al sillón de cuero y coger el champán.

Apoyo mi espalda en la puerta del armario y saco mis brazos del mo-
no. Las dos mujeres me observan en silencio, como si no hubiera nada
que las entretenga en NetFace. Algo zumba en la mesa junto a la reina.
Es una impresora que escupe una carta tras otra.
Sujetando los bordes del mono a mis axilas, saco mi túnica de Cosec-
hadora y me la pongo sobre la cabeza y los hombros sin revelar ni un
centímetro de mi ropa interior. Todo el proceso de vestirse lleva tres ve-
ces más tiempo de lo habitual. Cuando he terminado, la reina me ordena
que me haga una trenza.
Después, arroja las cartas al suelo y se reclina en su asiento. —Memo-
riza estas frases.

—¿Para qué sirven? —Las recojo.


—Tu confesión será en directo. Solo tienes una oportunidad para hacer
bien las cosas. —Se inclina hacia delante, coge una carta que sale de una
impresora y la lanza al otro lado de la furgoneta.
La carta aterriza en mi pecho y hago una mueca al ver su contenido.
—¿Tengo que decir estas cosas sobre el Príncipe Kevon a toda Phang-
loria?
—Mi hijo tiene que entender que los Cosechadores son coyotes entre-
nados que siempre muerden a sus amos. —Ella agita una mano despecti-
va—. Claro, te lamerán los dedos, realizarán sus deberes, y dormirán a
los pies de su cama, pero un momento de inacción, atacarán como lobos.

— ¿Es eso lo que crees? —pregunto.


La reina Damascena pone los ojos en blanco y levanta su tableta.
— ¿Necesita una demostración?
—No. —Probablemente tiene una banda de coyotes en ese estadio lis-
tos para demostrar su punto a expensas de mi familia. Barajo las cartas,
leyendo su odioso contenido—. Diré exactamente lo que quieres.
La furgoneta se detiene y la reina me hace practicar mi confesión hasta
que está satisfecha con mis palabras. Ahora comprendo por qué ordenó a
la Dra. Ridgeback que me inyectara un supresor de emociones. Hay sufi-
ciente verdad en mis afirmaciones para convencer al Príncipe Kevon de
que realmente me propuse asesinarle y tomar su trono con suficientes
mentiras peligrosas para hacer que me derrumbe en el suelo y llore.
La Reina Damascena mueve su muñeca, ordenando a la Dr. Ridgeback
que se ponga de pie. La otra mujer se dirige a la puerta de la furgoneta y
gira la manilla, dejando entrar el sol de la mañana.

Entrecierro los ojos a la luz, sin saber cuánto tiempo ha pasado desde
que maté a papá, si el resto de mi familia sigue viva, o si mis palabras los
convertirán en las personas más despreciadas en Phangloria.
La reina me expulsa de la furgoneta y salgo al frente del Hospital Real.
Se me corta la respiración en la garganta y me vuelvo hacia la emoci-
onada reina. —¿Por qué me confieso aquí?

—Mi hijo está convaleciente de su ataque al corazón provocado por el


shock de tu traición. —Enlaza su brazo con el mío—. Vas a convencerlo
de que todo lo que descubrí era cierto.
La Reina Damascena me hace pasar por las puertas automáticas del
hospital hacia un fresco y amplio vestíbulo con forma de cúpula cortada
por la mitad. A diez metros de la entrada, las plantas trepadoras en los al-
tos parterres que rodean las escaleras mecánicas a ambos lados de la re-
cepción llevan al personal del hospital a un entresuelo. La parte superior
de la media cúpula está formada por ventanas triangulares transparentes
que dejan entrar el sol, pero no el calor.

La zona bajo el entresuelo está dividida en grandes cabinas, donde los


Nobles se sientan con profesionales de bata blanca para el peinado, el
mantenimiento de las uñas y los tratamientos faciales cargados de electri-
cidad que ni siquiera puedo empezar a describir.
Al pasar por las escaleras mecánicas, los Nobles inclinan la cabeza y
saludan a la reina, pero nadie se detiene a agobiarla. Me pregunto si eso
se debe a que el hospital sólo atiende a los niveles superiores de su Eche-
lon.
Ese supresor debe estar desapareciendo, pero la idea de decir esas co-
sas terribles al Príncipe Kevon hace que mi estómago se retuerza y se re-
vuelva.

La reina Damascena echa un vistazo a mi vientre rumoroso y suspira.


—Si tienes hambre, deberías haber comido en la furgoneta.
No hay respuesta a un comentario así. En su lugar, miro fijamente di-
rectamente a la Dra. Ridgeback, que se detiene en un elevador atendido
por guardias vestidos de blanco. Se inclinan y se apartan para dejarnos
entrar.
En cuanto se cierran las puertas del elevador, la Reina Damascena me
suelta con un fuerte empujón y roza el polvo imaginario de su brazo.
El sudor se acumula en mi frente. Mi estómago se aprieta al ritmo de
las palpitaciones de mi corazón, haciendo que los dolores agudos se dis-
paren en mis entrañas. El sudor se acumula en mi frente y mis dedos ti-
emblan.
Me inclino hacia delante y me agarro el vientre. —¿Por qué no puedo
decir estas cosas a la cámara?
—¿Qué diferencia tiene? En una hora, no volverás a verlo. —Sus ojos
violetas recorren mi cara con un gesto de disgusto y luego se vuelve ha-
cia la doctora—. ¿Qué le pasa? Pensé que había dicho que este supresor
detendría las lágrimas de cocodrilo.
La doctora frunce el ceño. —Le di la dosis máxima tolerada, Su Maj-
estad.
La boca de la reina se afloja y mira a su nueva dama de armas como si
no pudiera creer que alguien pudiera ser tan misericordioso.
La Dra. Ridgeback busca en su bolso y saca una aguja hipodérmica.
Me obligo a enderezarme y levanto las dos manos. —Por favor. Diré
lo que quiera. Pero no me dé más de esa droga.
Mira a la reina en busca de permiso, quien sonríe y le hace un gesto
para que se vaya.

Cuando las puertas del elevador se abren, la Reina Damascena sale a


un pasillo rodeado de guardias armados. Espero a que la Dra. Ridgeback
salga, ya que no quiero tenerla a ella y a su aguja hipodérmica a mis es-
paldas.
Debería pulsar el botón de la pared de acero y ordenar que el elevador
me devuelva a la planta baja, pero los ojos sin vida de Papá llenan mi
mente. Ya he aprendido la dolorosa lección de desobedecer a la reina.
En cambio, atravieso el cordón de guardias y me pregunto si esta habi-
tación del hospital se convertirá en la prisión del Príncipe Kevon.
Con la Cámara de Ministros creyendo que le ha propuesto matrimonio
a una rebelde y a una asesina, no puedo ver que alguien venga a rescatar-
lo.
Dos guardias femeninas en el frente que llevan máscaras negras debajo
de sus cascos se apartan para dejarnos entrar en su habitación.

Doy dos pasos dentro y me quedo boquiabierta. La habitación no es


tan espaciosa como la que ocupó el Príncipe Kevon después de que Vite-
lotte lo apuñaló, pero las ventanas del suelo al techo de la izquierda ofre-
cen una vista de largo alcance del Oasis, incluyendo los gigantescos ár-
boles solares del Rey Arias.

Ocho chicas Nobles se sientan en silencio junto a su cama. No reco-


nozco a ninguna de ellas, excepto a la chica de pelo corto cuya silla está
junto al estribo. Aparto la mirada de Ingrid y mi mirada se dirige hacia la
parte superior de la cama, donde un Príncipe Kevon más pálido de lo ha-
bitual se reclina sobre almohadas apiladas con largas agujas clavadas en
el pecho. Trago con fuerza, preguntándome si este es su tratamiento o su
tortura.
—Déjennos —dice la Reina Damascena.
Se levantan y salen al pasillo, cada una haciendo una reverencia al pa-
sar junto a la reina. Cuando Ingrid se detiene a nuestro lado, me lanza
una mirada que lo dice todo. Debería haberla escuchado. Debería haber
aceptado su oferta. Debería haber sabido mi lugar.
Vuelvo mi mirada al Príncipe Kevon, cuyo pecho apenas sube y baja
con su respiración. Si hubiera formado una alianza con Ingrid, Mamá,
Papá y los gemelos estarían a salvo, pero habría abierto Phangloria al
control de su padre y de la Cámara de Ministros.
La Dra. Ridgeback camina alrededor de su cama, extrae una jeringa de
un armario empotrado en la pared, e inyecta su contenido en el cuello del
Príncipe Kevon. —Estará despierto en unos momentos, Su Majestad.
La reina se vuelve hacia la puerta abierta. —Preparen la habitación.
Las mujeres de negro entran y mueven todas las sillas menos una. Una
de ellas me obliga a sentarme junto a la cama de Kevon y otra se pone a
los pies de la cama y toca en una computadora.
—Las cámaras están colocadas, Alteza —dice.
No me molesto en buscar cámaras ocultas. En su lugar, me concentro
en los signos vitales que parpadean en la pantalla de la pared.
—Se está despertando. —La Dra. Ridgeback camina alrededor de la
cama y se escabulle hacia la salida.
La Reina Damascena y sus secuaces salen de la habitación, dejándome
sola con el Príncipe Kevon, cuyos ojos permanecen cerrados. Dejo caer
mi mirada hacia su mano y resisto el impulso de tocarlo. Después de de-
cir las palabras que memoricé en esas cartas, dudo que quiera volver a
verme.

Lleno mis pulmones de aire.


Papá está muerto porque le he dado un golpe letal. Mamá y los geme-
los siguen en el estadio, esperando su turno con el nuevo Scorpion. El
Príncipe Kevon está en esta prisión médica con fibras artificiales en su
corazón que pueden causarle dolor o la muerte con sólo pulsar un botón.
Me relamo los labios. La única manera de salvar a todos es destruir lo
que queda del amor del Príncipe Kevon.
—¿Zea? —grazna.
Mi mirada se dirige a su rostro. —Estás despierto.
Extiende su mano. Cruzo los brazos sobre el pecho y vuelvo mi mira-
da hacia sus crecientes signos vitales.

—¿Qué ha pasado? —pregunta—. ¿Por qué estás vestida así?


—Vuelvo a Rugosa.
—Si es por mi madre…

—No es por ella. —Exhalo la opresión en mi pecho en un largo respi-


ro—. Todas esas cosas que dijo de mí son ciertas. Le dije a Vitelotte que
encontrara una manera de matarte. Cuando eso no funcionó, decidí que
podría intentarlo de nuevo después del nacimiento de nuestro primer hi-
jo, así que podría convertirme en la regente.

El Príncipe Kevon frunce las cejas y me mira fijamente como si acaba-


ra de decir las palabras en otro idioma e intentara traducirlas antes de res-
ponder. Dejo caer mi mirada a las agujas que sobresalen de sus clavícu-
las, sólo noto ahora los pequeños hilos que se extienden hasta una cabe-
cera y por el techo.
El silencio se alarga y me doy cuenta de que sólo he mencionado dos
de los artículos de la lista de la reina. Ella utilizará cualquier desviación
de sus órdenes como excusa para el castigo.
Estoy a punto de hablar, cuando dice: —Dices eso porque no pude
mantenerte a salvo.
—Es la verdad —respondo—. Mi razón para unirme a las Pruebas de
Princesa era infiltrarme en el palacio y encontrar la manera de que los re-
beldes mataran a la realeza. Cuando hablé de querer ayudar a alguien a
dirigir el país, me refería a Ryce Wintergreen.
—¿Qué? —susurra.
—He querido estar cerca de él desde que tu padre mató a su padre.
El Príncipe Kevon hace una mueca de dolor.

La opresión en mi pecho regresa, al igual que los calambres en el estó-


mago. Si esto continúa por mucho tiempo, seré yo quien necesite la cama
del hospital. Estoy segura de que la Reina Damascena quería que entrete-
jiera estas frases en una conversación, pero las suelto en una lista.

—Agradezco nuestras raciones de agua extra, pero no puedo continuar


con esta mentira. Eres pegajoso y nunca escuchas. Tú compraste mi afec-
to con la riqueza, pero incluso eso no era suficiente para tolerarte. No fu-
iste suficiente.
El rostro del príncipe Kevon se vuelve duro como la piedra. —¿Por
qué estás diciendo estas cosas?
Miro mis manos entrelazadas. —La reina me ha dado permiso para de-
jar las Pruebas de Princesa.
—Ella te hará daño a ti y a tu familia si dejas mi protección.
—Le estoy dando lo que quiere. —Recito aún más de las palabras de
la reina—. La oportunidad de una vida feliz con una chica que no te gu-
arde rencor.
—Tú… —Hace una pausa—. ¿Te has resentido conmigo?
La opresión alrededor de mi pecho se afloja. No puedo decir si es por-
que estoy casi al final de mi lista y él finalmente está aceptando mis pa-
labras o porque mi corazón se ha marchitado y no queda nada que apre-
tar.

—Crecí sin tener nunca lo suficiente para comer o beber. ¿Cómo crees
que me sentiría al ver que la gente vive como dioses en el Oasis?
—Zea. —Se inclina hacia mí, encendiendo los hilos que unen sus agu-
jas al techo y se deja caer sobre las almohadas.
Respiro con fuerza por las fosas nasales, reprimo mi sorpresa y levanto
la palma de la mano. —¿Quieres dejar de ser tan persistente y necesita-
do?
El Príncipe Kevon se estremece. El dolor en sus ojos me dice que ya
ha oído estas palabras antes, probablemente de la Reina Damascena. Un
músculo de su mandíbula se aprieta. —Parece que estoy condenado a
amar a mujeres incapaces de corresponderme.
Eso no es cierto. Un dolor agudo me atraviesa por dentro, pero aprieto
los labios. La Reina Damascena debe estar satisfecha de que le haya dic-
ho todo lo que quería. Todo lo que queda son mis palabras de despedida.

Rompo el collar de tomate de mi cuello, deslizo el anillo de mi dedo y


los coloco sobre su regazo. —Adiós, Príncipe Kevon. Pasar tiempo con-
tigo fue más duro que trabajar en el campo en un día caluroso. Espero
que no retires las raciones de agua que tanto me costó conseguir.
—Vete —gruñe.
Me tiemblan las piernas al levantarme de mi asiento. El Príncipe Ke-
von inclina la cabeza y cierra los ojos. Es mejor así porque él no me verá
vacilar.
Sin mí a su lado, la Cámara de Ministros podría tratarlo con más res-
peto cuando suba al trono.
Agarrando mi estómago como si fuera a caerse, camino por la sala del
hospital hacia la salida. Lo único que me impide caer al suelo y suplicar
su perdón es la droga que suprime mis emociones. Nunca he sido tan cru-
el.
Justo cuando alcanzo la puerta, se abre de golpe, haciéndome que me
haga retroceder.
El enorme cuerpo del General Ridgeback llena la puerta. —Zea—
Mays Calico, estás bajo arresto por traición.
Capítulo 24

Vuelvo a entrar en la habitación del hospital del Príncipe Kevon, la


respiración se vuelve superficial. El General Ridgeback me agarra la tú-
nica y me jala hacia el pasillo. La Reina Damascena y la Dra. Ridgeback
están detrás de él, cada una mirándome con sonrisas de satisfacción.

—Basta —grita el Príncipe Kevon desde su cama.


Al oír sus palabras, el rostro de la reina se convierte en una amplia
sonrisa. Por supuesto, disfruta del poder que ejerce sobre su hijo. Fue ella
quien decidió el implante que ahora controla el corazón de Kevon.
El general sujeta un enorme brazo alrededor de mis bíceps y me lleva
por el pasillo, donde los guardias se paran en las paredes y se burlan.
Detrás de nosotros, un cuerpo cae al suelo y los altavoces suenan con una
alarma. Todos los guardias dejan de mirarme y se apresuran a entrar en la
habitación del Príncipe Kevon.
La preocupación me hace un nudo en el estómago. Me doy la vuelta y
veo las espaldas de los guardias. ¿Y si está herido? ¿Y si se ha roto el co-
razón?
Golpeo el brazo acolchado del general. —Príncipe Kevon…
—Estará bien, ahora que ya no estás tratando de matarlo —gruñe.
—No. —Levanto las piernas, echo mi peso hacia atrás, clavo los talo-
nes en el suelo liso, cualquier cosa para quedarme y comprobar que el
Príncipe Kevon está bien, pero el general me arrastra por el pasillo y se
detiene en el elevador.
—Suéltame —gruño con los dientes apretados—. Soy inocente.
—Todos han oído tu confesión. —Aprieta con un dedo grueso en el
botón de llamada.
El esfuerzo de luchar contra él hace que el sudor se extienda por mi
frente. Maldigo a Carolina y a Ryce por no haberme enseñado a defen-
derme de un oponente más grande.
No puedo dejar que me lleve. Sin el colgante y el anillo del Príncipe
Kevon, estaría perdida dentro del Oasis o más allá.

Con mi mano libre, alcanzo la oreja del general y tiro del objeto que le
cuelga. No es como un pendiente como originalmente pensaba, sino que
parece conectarse con el cráneo.
El General Ridgeback me suelta con un rugido y me da un golpe en la
cara. Me golpea como una diligencia y me hace girar por el pasillo hasta
que mi cabeza se estrella contra la pared.

Me derrumbo sobre las manos y las rodillas y me arrastro hacia la sala


del hospital. La alarma se detiene y los guardias salen a través de la puer-
ta del Príncipe Kevon.
—Escoria. —El general engancha su mano bajo la cinta del cuello de
mi túnica, me pone de pie y me empuja hacia la puerta abierta del eleva-
dor —. Mi hija fue una decepción, pero valía más que diez de ustedes.
Un pie tropieza con el otro, pero me enderezo antes de caer y le doy un
codazo en las tripas. Le hace retroceder un pequeño paso hacia atrás, pe-
ro me rodea el cuello con una mano y me empuja contra la pared.
Todo el aire sale de mis pulmones en un grito de dolor.
—Espera. —La voz de la Reina Damascena resuena en el pasillo.
El General Ridgeback deja caer su mano libre y se pone en atención.
—¿Su Majestad?

Me agarro a la mano que me rodea el cuello y que aún me sujeta a la


pared. Por mucho que desprecie a la reina y quiera clavarle un electros-
hock en la cara, mis hombros se hunden de alivio.
Respirando con fuerza para calmar mis sentidos, vuelvo a mirar la ore-
ja del general, la piel expuesta de su cuello, su ingle.
La próxima vez que ataque, pelearé sucio.

La Reina Damascena acecha hacia nosotros, una aparición sonriente


de color rosa sandía. Las luces fluorescentes del pasillo hacen que las
puntas de su pelo rubio brillen como el sol reflejándose en seda de maíz,
pero no es nada comparado con su radiante sonrisa.
Aprieto los músculos, controlo mi expresión y me preparo para lo pe-
or.

—Zea—Mays Calico —ronronea—. El Embajador Pascale se equivo-


có al llamarte caballo de concurso. Eres un gato con nueve vidas.
Los calambres de ansiedad me recorren por dentro, y me trago un ge-
mido. He perdido la cuenta del número de intentos de asesinato, y no ten-
go ni idea de lo que la reina está planeando.

—Suéltela, General.
Aprieta su agarre alrededor de mi cuello. —¿Su Majestad?
—La Señorita Calico es libre de volver a su Región.

Me quedo completamente quieta y me quedo con la boca abierta. Si


esto es otro truco…
—Pero ella confesó la traición y el regicidio —dice el general.
Los ojos violetas de la reina Damascena brillan de placer. —Mi hijo la
absolvió con su primer y último perdón como regente de Phangloria.

—¿Último? —susurro.
Ella echa la cabeza hacia atrás y se ríe. Es un sonido gutural que me
hace querer vomitar. Su mano cae sobre su pecho y la risa se hace más
profunda. En cualquier momento, siento que va a clavar un cuchillo en
mi corazón palpitante. Por el rabillo del ojo, veo todas las caras vueltas
hacia nosotros, pero no puedo dejar de ver a esta mujer deleitarse en la
locura.
Finalmente, la Reina Damascena retira la cabeza y exhala un largo
suspiro. —Kevon abdicó y ahora yo soy la regente. —Se inclina hacia mí
y susurra—: Tienes veinticuatro horas para dejar el Oasis antes de que le
conceda al General Ridgeback un año sabático.
El general me suelta el cuello, pisa el suelo y se inclina. —¡Gracias,
Majestad!
Las implicaciones me golpean con una fuerte bofetada. El Príncipe
Kevon cambió su trono por mi libertad. La Reina Damascena es ahora la
gobernante absoluta de Phangloria. Me queda menos de un día para esca-
par antes de que el General Ridgeback me persiga en venganza por matar
a Berta.
Me apresuro a volver a la sala del hospital, pero los guardias alrededor
de la pared se interponen en mi camino.

—No quiere verte. —El regocijo en la voz de la Damascena me pone


de los nervios—. De hecho, está deseando reiniciar las Pruebas de Prin-
cesa con candidatas examinadas por calidad y buena crianza.
Me vuelvo para encontrar al General parado en mi camino y mirándo-
me como si fuera una rebanada de carne fresca.

—¿Qué pasa con mi familia? —pregunto.


—Son todos libres de volver a su casucha. —Ella sonríe.
—Lo que queda de ella.
Manteniendo mi mirada en la reina, bordeo el cuerpo del general hacia
el elevador y toco el panel de la pared hasta que mi dedo presiona el bo-
tón de llamada. Dolores punzantes atraviesan mi vientre, y los primeros
signos de pánico sangran a través del muro de calma del supresor de
emociones. Tengo que encontrar el estadio, recuperar a mi familia y dejar
el Oasis antes de que el general pueda comenzar su cacería.
Las puertas del elevador se abren. Paso al interior. El General Ridge-
back avanza, y yo contengo la respiración. Planea seguirme hasta el final
de las veinticuatro horas.

La reina Damascena le pone una mano en el brazo. —Cualquier funci-


onario que viole el indulto real se enfrentará a la ejecución.
Mientras las puertas del elevador se cierran, el general inclina la cabe-
za.
Ahora entiendo por qué la reina le dio un año sabático en lugar de va-
caciones. Para cuando el General Ridgeback me alcance, ya no será un
funcionario activo.
El elevador desciende lentamente y me apoyo en la pared, respirando
con dificultad. ¿Significará la abdicación del Príncipe Kevon el fin de su
tortura? Ojalá le hubiera insinuado algo sobre el control remoto. Es de-
masiado tarde a menos que encuentre una manera de enviar un mensaje.
No tiene sentido tratar de encontrar el palacio, porque ya no soy bien-
venida, y no tengo ninguna posibilidad de colarme en la habitación del
hospital del Príncipe Kevon. Tal vez si llego a Rugosa, se lo diré al Sr. y
a la Sra. Pyrus, y ellos se lo dirán a Forelle, que se lo dirá a Garrett.
El elevador se detiene, las puertas se abren y los guardias con armadu-
ra blanca se apartan. Salgo a la media cúpula, sintiéndome expuesta co-
mo una Cosechadora sin escolta en uniforme. Los Nobles, que antes inc-
linaban la cabeza, ahora me miran como si quisieran unirse al General
Ridgeback en su cacería.

Tragando con fuerza, me apresuro hacia la salida y mantengo los ojos


de las caras que me miran con desprecio. Una gran mano se posa en mi
hombro. Mi corazón da un vuelco. Me doy la vuelta para encontrarme
con la cara poco sonriente de Garrett.
—Necesitas que te lleven fuera del Oasis —dice.
Presionando una palma de la mano contra mi corazón, me siento alivi-
ada. —Gracias.
—Esto no es un favor para ti. —Gira sobre sus talones—. Sígueme.
La tela de mi uniforme de Cosechadora hace que me pique la piel, a
pesar de que es el mismo traje que he usado desde que cumplí quince
años. Me apresuro a seguir a Garrett y encorvo los hombros. Había esta-
do presente en la Cámara de Ministros y vio las imágenes de Ryce besán-
dome, escuchó a la reina descubrir la verdad sobre mi razón para unirme
a las Pruebas de Princesa y ha oído lo que dijo sobre que yo había mata-
do al Rey Arias.

Garrett se detiene en un elevador situado junto a una cabina donde un


hombre de blanco clava agujas en las caras de los Nobles y hace que sus
músculos se muevan.
—¿Cuánto de lo que le dijiste a Kevon era cierto? —me pregunta.
Trago saliva. —¿Te has enterado?

—Vine tan pronto como el Canal Lifestyle transmitió. Al parecer, he-


mos estado buscándote en todos los lugares equivocados.
Garrett entra en el elevador donde dos chicos Nobles de mi edad que
estaban a punto de salir se quedan boquiabiertos. Cuando las puertas se
cierran, ninguno de los dos chicos pulsa un botón. En su lugar, se empuj-
an el uno al otro y susurran como si estuvieran reuniendo el valor para
decir algo.
Miro fijamente los números de la pantalla que nos llevan al sótano del
quinto nivel. En cuanto las puertas del elevador se abren y salimos a un
estacionamiento poco iluminado y lleno de vehículos solares, uno de los
chicos grita algo obsceno. Me giro, pero la puerta del elevador se cierra.
—Mi familia está en el estadio —le digo a Garrett.

Él rodea un coche solar de dos plazas y abre la puerta del lado del con-
ductor. —¿Dónde?
Aprieto los dientes. Por supuesto, mantendrían un lugar tan vil en un
lugar tranquilo. La puerta del pasajero se abre y me deslizo en el asiento
de cuero. Mientras trato de describir el estadio, el brazalete Amstraad de
Garrett emite un pitido. Saca una tableta de su bolsillo interior.
—Un amigo acaba de ver a una mujer Cosechadora y dos niños pequ-
eños fuera del Ministerio de Medio Ambiente. —Toca un comando en su
tableta—. Haré que alguien los recoja.
Una cálida gratitud me llena el pecho. Aprieto los ojos y exhalo mi ali-
vio. Mi mente sigue siendo un revoltijo de todo lo que ha pasado desde el
funeral del rey. Todavía no puedo creer que el Príncipe Kevon renunciara
a su trono para salvarme incluso después de haberle convencido de todas
esas cosas terribles.
Si sólo hubiera conocido su corazón antes de aceptar esta estúpida mi-
sión. Phangloria habría tenido un rey misericordioso, pero yo lo arruiné
todo. Me froto la garganta seca y me lamo los labios.
Garrett maniobra el coche en lugar de programarlo para que conduzca
y exige saber dónde he estado.

Le cuento cómo la Reina Damascena trajo a mamá al estadio para ma-


sacrar a alguien que yo creía que era un extraño con un traje de Scorpion.
Su cara se tensa cuando le describo cómo entré en el estadio para rescatar
a mamá, envenenar y electrocutar a nuestro atacante, sólo para descubrir
que había sido papá todo el tiempo.
Se vuelve hacia mí. —Si esto es lo que la reina hace a sus enemigos,
no es de extrañar que te hayas convertido en una rebelde.
—Ella también me hizo memorizar esas frases que le dije al Príncipe
Kevon —murmuro.
Los ojos de Garrett se suavizan. —En algún nivel, Kevon debe sospec-
har que fuiste coaccionada.

Trago saliva. El Príncipe Kevon es misericordioso, pero no ingenuo.


Al menos la mitad de lo que se supone que he hecho era cierto.
Al final del estacionamiento, Garrett gira a la derecha, y entramos en
un largo túnel que se inclina hacia arriba. —Parece que controlaron a tu
padre con un traje de rehabilitación.
—¿Perdón?
Se frota la barbilla. —Las personas que se dañan la médula espinal ti-
enen que llevar versiones de estos para controlar sus movimientos. Los
kinesiólogos programan los trajes para mantener los músculos activos
mientras el sistema nervioso se cura. Es probable que alguien lo modificó
para que el usuario atacara a su familia. —Seguimos en silencio hacia
una salida que conduce a un alto puente que pasa por encima de un ancho
río.
El sol brilla desde un cielo sin nubes, iluminando la superficie del
agua como gotas de oro. Todavía no tengo un plan para lo que haremos
cuando lleguemos a Rugosa o cómo llegaremos allí, pero al menos co-
nozco la entrada secreta al cuartel general de los Corredores Rojos.
—Forelle pospuso nuestro compromiso —dice Garrett.
—¿Por qué?
—Ella cree que los Nobles la atacarán a ella y a su familia a continu-
ación.

—¿Lo harán? —pregunto.


—Mi padre es el siguiente en la línea de sucesión al trono y luego yo.
—Aprieta la mandíbula—. Está Briar, pero la Cámara de Ministros nun-
ca la dejaría subir al trono porque eso crearía un rey Amstraadi.
Garrett me dice que Forelle se ha escondido y que sus padres se están
abriendo camino fuera de Rugosa con la ayuda de sus amigos. Por el to-
no de su voz, parece que él y sus aliados se están preparando para atacar
a la Reina Damascena.

No sé lo suficiente sobre el padre de Garrett para determinar si tiene


una oportunidad contra la reina y sus partidarios, pero no tiene mucho
sentido cuando ella tiene la más devastadora ventaja.
—La nueva dama de armas de la Reina Damascena tiene un control re-
moto que afecta el corazón de Kevon.

Garrett se vuelve hacia mí y se queda boquiabierto. —¿Ella te dijo es-


to?
Sacudo la cabeza. —La Dra. Ridgeback tenía el control remoto en su
mano cuando estábamos tratando de escapar de la Cámara de Ministros.
Cada vez que ella lo presionaba, Kevon apretaba su corazón. —Mi voz
se vuelve ronca y apenas puedo decir las siguientes palabras—. Si no en-
cuentra a alguien que le quite ese tejido sintético, nunca será libre.
—Déjamelo a mí —responde.
Al final del puente, la carretera se divide en tres carriles.
Dos sobre tierra y otro que lleva a un túnel iluminado con luces ámbar.
Toca un comando en el salpicadero y el túnel se vuelve oscuro. Trago
con fuerza sin saber qué está pasando.

Un momento después, detiene el coche y pulsa un botón que abre la


puerta.
El aire caliente del exterior oscuro del túnel se abanica contra mi piel.
Me vuelvo hacia Garrett y le pregunto: —¿A dónde vamos?
—Hasta aquí puedo llevarte. —Él golpea el aparato en su oreja—. Al-
guien más llegará en un minuto. Buena suerte, Zea.
Sus palabras suenan más como una despedida. Si no fuera porque la
droga que suprime mis emociones, mis ojos probablemente se llenarían
de lágrimas.
—¿Quién viene? —susurro.
Él niega con la cabeza. —Es mejor que no lo diga.
Asiento con la cabeza. Porque la Reina Damascena también controla a
Leonidas Pixel, el hombre que puede acceder a cualquier dispositivo de
Amstraad.
—Gracias. —Salgo del coche y la puerta se cierra sola.
Sin otra palabra, Garrett continúa por el túnel. Doy un paso atrás, apo-
yo un hombro contra la pared y me froto la muñeca. La piel allí se siente
extraña y sensible desde que el embajador me quitó la pulsera. Inhalo
una respiración uniforme y miro en la oscuridad en busca de señales de
ese aliado que se acerca.
Ha pasado menos de media hora desde la última vez que vi al Príncipe
Kevon, y no sé si el sonido de la alarma significó que él trató de liberarse
de las agujas que lo mantienen en su lugar o algo terrible le ocurrió a su
corazón. Si la Reina Damascena no fuera tan psicópata, podría haber adi-
vinado por su felicidad que estaba bien.

Un suspiro se escapa de mis labios. A veces, una persona actúa de ci-


erta manera durante un evento estresante y más tarde, el impacto se hun-
de en su conciencia. ¿Qué decidirá el Príncipe Kevon cuando finalmente
se recupere? ¿Y qué significa el gobierno de la Reina Damascena para el
pueblo de Phangloria?

Mientras el zumbido de un vehículo eléctrico se acerca, trago alrede-


dor de mi garganta reseca y me posiciono para correr.
Garrett es una de las pocas personas en el Oasis en las que puedo con-
fiar, pero todavía cree que traicioné al Príncipe Kevon y le rompí el cora-
zón.
Los tenues faros iluminan un vehículo del tamaño y la forma de la fur-
goneta de la Reina Damascena. Me doy la vuelta y corro.
—Zea —grita una voz femenina.
Miro por encima del hombro y veo a dos jóvenes idénticas de pelo
blanco de pie ante los faros. Las dos llevan monos a rayas blancas y neg-
ras. Son las hermanas del Maestro Thymel, el hombre que diseñó el ves-
tido azul y mi vestuario de palacio.
Se me corta la respiración en el fondo de la garganta. También son las
primas de Georgette.
—Somos amigas —dice la gemela de la izquierda. La gemela de la de-
recha hace una seña—. Date prisa.
Mi corazón se dispara y empiezo a correr.

La parte trasera de la furgoneta del Maestro Thymel contiene el baúl de


vestidos envasados al vacío que trajo a la casa de huéspedes de Garrett
junto con una mesa de costura con armarios empotrados que contiene
una serie de hilos, tijeras, y el equipo eléctrico.
Nos sentamos juntas en un asiento desplegado, y las chicas me dan
una bebida espesa que consiste en yogur y fruta triturada que me calma
el estómago.
La gemela de pelo platino se levanta. —Vivimos en Claypan, lo que
significa que los guardias comprueban nuestra furgoneta cada vez que
entramos y salimos del Oasis.
—¿Tengo que esconderme, entonces? —pregunto.
Su hermana coge mi caja de cartón vacía y la coloca bajo el asiento. —
Vamos a disfrazarte de maniquí.
Me hacen quitarme el uniforme de Cosechadora y me enfundan en un
traje de látex que me cubre desde los pies hasta el pelo. Después de frotar
una masilla fría en mi cara, cubren mi cuerpo con una pasta blanca que se
endurece como una piedra.
No puedo ver nada, pero siento que colocan una prenda alrededor de
mi forma. Semanas atrás, diría que fue la experiencia más extraña de mi
vida. Ahora, podría colapsar con gratitud por la familia Thymel.

Una de las gemelas me da una palmadita en el hombro. —La búsqueda


no lleva mucho tiempo, pero no podemos hacerles saber que te tenemos.
Ahora mismo, soportaría cualquier cantidad de incomodidad por la
oportunidad de escapar del General Ridgeback. Cuando las chicas termi-
nan, se retiran y las oigo acomodarse en sus asientos y encender sus tab-
letas.

—Esas revelaciones me han dejado atónito. —La voz de Mouse llena


mis oídos—. ¿Cómo se siente, Alteza?
—Es decepcionante, por supuesto —dice la voz del Príncipe Kevon—.
Le tenía cariño a la Señorita Calico, pero esa es la naturaleza de las Pru-
ebas de Princesa. Ahora que ella ha revelado sus verdaderas intenciones,
puedo seguir adelante y encontrar el verdadero amor.
Cada palabra se siente como una aguja en el corazón, pero el alivio
corre por mis venas. Si le está hablando a Mouse sobre mí, entonces sig-
nifica que ha sobrevivido.
—Lo siento —dice una de las gemelas—. No pensamos que Su Alteza
volvería a la corte real tan pronto.
Hago un sonido en el fondo de mi garganta que espero que ellas in-
terpreten como comprensión. Lo único malo del estado físico del Prínci-
pe Kevon es su madre entrometida y ávida de poder. Momentos después,
el vehículo se detiene y las chicas encienden música que consiste en una
mujer gritando sobre un ritmo de tambor. Las puertas se abren con un
chirrido y se acercan unos pasos pesados. Contengo la respiración y me
mantengo lo más quieta posible dentro del molde.
—Ustedes dos suelen ir delante —dice una voz masculina—. ¿Por qué
están aquí atrás?
—Hemos arreglado este vestido para una clienta y ahora está fingien-
do que no le queda bien. —Una gemela pone una mano en mi hombro
cubierto.
—Le dijimos que el verde azulado desentonaría con su pelo —añade
la otra—. ¿Puedes creer que quiere que le devolvamos su depósito?
—Nobles —murmura para sí mismo. Me lo imagino sacudiendo su ca-
beza—. Hasta mañana, chicas.
Mientras las gemelas se despiden a coro, el guardia salta de la furgo-
neta y cierra la puerta.
Exhalo mi alivio en un largo suspiro.
Durante la siguiente hora, las gemelas me liberan de mi disfraz y me
ponen al día de todo lo que ha pasado desde el funeral del Rey Arias. La
Reina Damascena les dijo a todos que el Príncipe Kevon sufrió compli-
caciones debido a ser apuñalado, y pasaría un tiempo en el hospital con
especialistas del corazón.
—Vimos las imágenes filtradas de ti en el estadio —dice Charmeuse,
la gemela rubia platino—. La mayoría de los Artesanos están asqueados
por cómo te engañaron para que asesinaras a tu propio padre.
Se me hace un nudo en la garganta. —¿Sabes lo que hicieron a su cu-
erpo?
Charmeuse mira a Chiffon, la gemela de pelo plateado.
Comparten expresiones idénticas de dolor que me recuerdan la mirada
de la gente cuando ha compartido accidentalmente una mala noticia.

Mi corazón se hunde y la pena se filtra a través del muro de drogas


supresoras de emociones que me mantiene unida.
Nos quedamos en silencio durante el resto del viaje. Las gemelas se si-
entan juntas y comparten la tableta de Charmeuse, mientras Chiffon me
deja usar la suya. Me quedo mirando la pantalla negra, no me molesto en
pedir ayuda. No podré concentrarme en nada hasta que sepa el destino de
mamá y los gemelos.
La furgoneta se detiene y se me corta la respiración en la garganta.
Chiffon me dice que estamos entrando en las puertas de la finca de
Thymel. El Rey Arias regaló la tierra al diseñador después de elevarlo a
la categoría de Noble. Está cerca de las Smoky Mountains, lo que signifi-
ca que altas vallas eléctricas rodean su casa para mantener alejados a los
depredadores.
Cuando la furgoneta se detiene, la puerta trasera se abre y el Maestro
Thymel se encuentra dentro de una habitación blanca con sus brazos ex-
tendidos para un abrazo. Sigue siendo la persona más peculiar que he
visto con sus rasgos jóvenes, su pelo blanco y su bigote de búfalo.
Salgo de la furgoneta para abrazarlo. El Maestro Thymel rodea mis
hombros con sus brazos y me murmura al oído: —Todo el mundo sabe la
verdad sobre ti, Zea. El Príncipe Kevon no habría renunciado a su trono
por ti si no estuviera profundamente enamorado.
Mi rostro se tensa y trato de sonreír. Probablemente no saben que el
Príncipe Kevon también perdonó a Vitelotte. Incluso sin la Reina Da-
mascena y sus amenazas, él sabe la verdad y eso ha cortado al Príncipe
Kevon más profundamente que cualquier cuchillo.
El Maestro Thymel se retira del abrazo y me mira con ojos marrones y
brillantes. —He recibido un mensaje hace treinta minutos. Tu madre y
tus hermanos están seguros en casa de un socio que vive cerca de los Jar-
dines Botánicos. Tenemos que encontrar la manera de transportarlos sin
alarmar a los niños.
—Gracias. —Le rodeo con mis brazos.
Mientras el maestro Thymel nos conduce fuera de su almacén, suelto:
—¿Hay algo que puedas hacer para proteger al Príncipe Kevon? La Re-
ina Damascena está usando un control remoto para afectar las fibras
musculares sintéticas de su corazón.
Mira por encima del hombro a las gemelas. —¿Tenemos algo de esa
seda de faraday?

Desaparecen por la parte trasera del vehículo y el Maestro Thymel


explica que es un tejido diseñado para bloquear las señales electromagné-
ticas, pero no afectará a nada interno del cuerpo como los marcapasos. Si
el Príncipe Kevon llevara un chaleco de seda Faraday debajo de su ropa,
las señales infrarrojas y de radio del mando a distancia no llegarían a su
corazón.
Atravesamos una puerta protegida electrónicamente que conduce a un
amplio vestíbulo con un techo de cristal que empapa el espacio con la luz
anaranjada del sol poniente. A cada paso, el impacto emocional de los
eventos pasados pesa más en mi pecho hasta que apenas puedo respirar.

Los efectos del supresor pasan a un segundo plano y la fría realidad


corta como una cuchilla.
Lo he perdido todo, incluidos el príncipe Kevon y a papá.
—¿Sabes coser? —La voz del Maestro Thymel atraviesa mi desespe-
ración.
Me dirige hacia la izquierda, hacia un enorme taller que ocupa todo el
espacio de nuestra casa y el patio trasero. Las paredes son blancas y to-
das, excepto una, están cubiertas de rieles para ropa y en los espacios
entre ellas hay bocetos en color de ropa de hombre y mujer. Encima de
ellas hay estanterías altas con docenas de maniquíes de sastre de diferen-
tes tamaños.
Me quedo con la boca abierta al ver a ocho personas vestidas con batas
blancas, sujetando telas a los maniquíes. En el rincón más alejado, tres
mujeres se sientan ante las máquinas de coser y un hombre de pelo largo
y blanco está de pie ante una mesa de corte cortando un patrón de costura
con una cuchilla. Una mujer de pelo negro está a su lado con la mirada
fija en una pantalla de pared donde las chicas Nobles de antes hablan con
un entrevistador.
Me alejo del Canal Lifestyle. —¿Estamos haciendo el chaleco de in-
mediato?
—Sí, y los quiero listos antes de que se vaya a la cama —me respon-
de—. Si creamos un lote en las próximas horas, puedo entregarlos en el
palacio y recoger al resto de tu familia en el viaje de vuelta.
El peso en mi pecho se aligera. Inhalo una bocanada de aire para cal-
marme y le doy mi primera sonrisa genuina. —¿Puedo ayudar?
Algunas de las personas de la sala se giran para mirarnos, y la mayoría
ofrecen sonrisas de simpatía. No parecen estar sorprendidos al verme con
mi uniforme de Cosechadora y supongo que el Maestro Thymel les dijo
que iba a venir. Chiffon y Charmeuse aparecen detrás de nosotros soste-
niendo un rollo de tela blanca.
Lo colocan en una mesa de corte desocupada.
Mientras sigo a las chicas para cortar la tela, el Maestro Thymel cami-
na hacia el otro extremo de la habitación y empuja la espalda de un mus-
culoso maniquí de sastre del tamaño del Príncipe Kevon.
Charmeuse exhala un aliento molesto. —Otra vez él no.
Levanto la vista y la encuentro mirando la pantalla de la pared. Antes
de que pueda ver de quién está hablando, la cámara cambia a una vista de
los sirvientes del palacio de pie en una línea en la gran entrada de la gran
entrada. Luego vuelve a cortar a Mouse.

Chiffon resopla. —Alguien tiene que sustituir a Byron, después de…


Un silencio incómodo se extiende por la habitación ante lo que Chif-
fon deja sin decir. Miro fijamente al suelo, consciente de las caras que
me miran fijamente. Si los Thymel me vieron apuñalar a papá con la cola
de Scorpion, también vieron cómo secuestré a Byron Blake, lo obligué a
llevarme con mamá y luego lo descarté tan pronto como ya no era útil.
—Después de matarlo. —Las palabras saben a ceniza en mi lengua—.
Después de empujarle en el camino de Scorpion y dejarle que lo mataran
a golpes.
—¿Zea? —dice una nueva voz.
Georgette está en la puerta con un mono blanco y su pelo negro reco-
gido en una coleta alta. Lo último de mi tensión se desvanece de mis
músculos ante el rostro familiar y nos abalanzamos la una hacia la otra.
Nos abrazamos casi tan fuerte y lo mantenemos durante varios momen-
tos.
—Estás en todos los periódicos de cotilleo —murmura—. Aunque no
lo parezca, a la gente le importa lo que te pasa.
Asiento con la cabeza y pienso en Garrett, los Thymel, Forelle, sus
amigos y todos los demás que me han ayudado a lo largo de las Pruebas
de Princesa. Incluso Lady Circi, que a su extraña manera hizo lo que pu-
do para ayudar. Probablemente esté muerta ahora que el Rey Arias no es-
tá cerca para ofrecer su protección.
—Es el Príncipe Kevon —dice alguien con un grito ahogado.
Toda la actividad de la sala cesa y me vuelvo hacia la pantalla. Algui-
en sube el volumen y la voz de Mouse llena la sala.

—Su Alteza —dice—. ¿Qué se siente al estar de vuelta en casa?


La sonrisa del Príncipe Kevon es tensa. —Estoy agradecido al equipo
de profesionales médicos responsables de mi rápida recuperación.
—Veinticuatro impresionantes bellezas están ansiosas por conocerte.
—No las hagamos esperar, entonces.
Nada en la voz del Príncipe Kevon sugiere que esté de humor para so-
cializar y no es sólo mi deseo. La cámara corta a una habitación estrecha
que parece de quince metros de largo. En un estrado alto, la Reina Da-
mascena se sienta sola en un trono dorado sosteniendo un cetro. Lleva un
vestido de marfil de un solo hombro que me recuerda a lo que llevaba la
Estatua de la Libertad antes de ser destruida por una bomba atómica.
De pie a su izquierda, están Garrett y su padre, cuyas posturas y expre-
siones inexpresivas muestran su incomodidad. La Dra. Ridgeback se en-
cuentra a la derecha del trono con un vestido verde hasta el suelo y el ge-
neral a su lado con un esmoquin.
Trago saliva. Si no lleva uniforme de gala, significa que su año sabáti-
co ha comenzado antes.
Una alfombra roja se extiende desde el trono y hacia la puerta, las ve-
inticuatro chicas se colocan a ambos lados, cada una vestidas con largos
vestidos de noche y brillantes joyas. Aunque la mayoría de ellas tiene el
pelo negro azulado de las Nobles, algunas son rubias y también está Ti-
zona, cuya piel es más oscura que la de Lady Circi.
—Todas son Nobles —murmura Charmeuse.
Señalo al trío que vino conmigo a escoltar a los Expósitos a través de
las puertas. Están de pie, más cerca de la mesa.
—Esas tres son Amstraadi.
Chiffon agita una mano. —Solo están allí para mantener a su embaj-
ador feliz.
—Y probablemente hicieron otro trato para que ese sádico payaso pre-
sentara el espectáculo.
Antes de que pueda preguntar cómo conocen a Mouse, aparece de nu-
evo en la pantalla. —Qué maravillosa selección y cada una personalmen-
te investigada por la Reina Damascena.
Aparece en pantalla un amplio plano de la sala del trono, y El Príncipe
Kevon entra por las puertas dobles. Todos, excepto las chicas Amstraadi,
estallan en aplausos emocionados. El miedo me invade alrededor de mi
vientre y trato de no hacer una mueca. Si supieran que no aprecia a los
aduladores. Probablemente acabe eligiendo a Tizona, la más cuerda de
las tres Amstraadi.
Da dos pasos en la sala del trono antes de caer sobre la alfombra roja.
Un puño de dolor me aprieta el corazón. Me precipito hacia la pantal-
la. —¿Qué le están haciendo?
Las chicas rompen la formación y se reúnen alrededor del príncipe.

Garrett baja corriendo los escalones con su padre. La Reina Damasce-


na se levanta de su trono y se dirige a la Dra. Ridgeback, que sacude la
cabeza. Si no le están haciendo daño, entonces ¿quién es responsable?
Georgette aparece a mi lado. —Estoy segura de que el médico del pa-
lacio…
Una de las chicas cae encima del Príncipe Kevon, seguida por otra, y
otra, y otra. El padre de Garrett cae.
Luego Garrett. Luego el General Ridgeback. Luego el doctor.
El Maestro Thymel está de pie al otro lado de Georgette con su mano
en el pecho. —¿Gas envenenado?
—No… —Mi voz se quiebra. ¿Qué les está pasando? —No lo sé.
Los guardias de negro se precipitan hacia delante, algunos pasan por
encima de las chicas para alcanzar a la Reina Damascena. Ella se aferra a
un pañuelo a su nariz y se apresura a bajar los escalones, pero cae en los
brazos de un guardia. Sacudo la cabeza de un lado a otro cuando incluso
los guardias caen.
Entonces la pantalla se queda en negro.
—¿Qué fue eso? —Chiffon se vuelve hacia Georgette y hacia mí.

Mi boca se abre y se cierra, pero no emite ningún sonido.


—Bienvenidos a la Nueva Phangloria —dice una voz femenina que he
escuchado cientos de veces. La cara de Carolina aparece en la pantalla de
la pared—. Si todavía estás viendo esto, significa que no te hemos juzga-
do como una persona de opresión.
El Maestro Thymel se deja caer al suelo.

Todo el aire abandona mis pulmones en un suspiro de sorpresa. Geor-


gette y las gemelas se arrodillan a su lado, y los sonidos de angustia lle-
nan el taller. Miro del Maestro Thymel a la pantalla, donde Carolina ad-
vierte a los otros Echelons que se pongan en fila o se enfrenten al desier-
to.
Detrás de ella están Ryce, Vitelotte, su hermano y algunos Cosechado-
res que reconozco de Rugosa.
Fragmentos de información que no tenían sentido se unen como piezas
de un plato roto. El alijo de armas avanzadas de los Corredores Rojos. La
sala de control subterránea en Rugosa. Los dispositivos de comunicación
y vigilancia.
Me pregunté cómo conseguían los Cosechadores tales artículos cuando
no teníamos suficiente agua, pero cuando pregunté, Carolina hizo a un
lado mi pregunta.
—¿Está bien? —Me arrodillo junto a Georgette.
Chiffon levanta la cabeza y me mira fijamente a través de los ojos lle-
nos de lágrimas. —Respira, pero ¿por cuánto tiempo?
De vuelta en la pantalla de la pared, las personas que llevan uniformes
de Cosechador marchan hacia la sala del trono y arrastran a las chicas a
través de una puerta trasera. Se mueven con la precisión y eficiencia que
nunca he visto en nadie de mi Echelon, ni siquiera de Carolina o Vitelot-
te.
Ahora sé por qué el Embajador Pascale me seleccionó para unirme a
las Pruebas de Princesa. No fue porque lo hice reír. Él sabía que yo era
una Corredora Roja y quería ayudarme a completar mi misión. Luego,
cuando el Príncipe Kevon y yo nos enamoramos, él quería que yo fuera
la reina.
La República de Amstraad ha estado apoyando a los Corredores Roj-
os.
La determinación corre por mis venas, y aprieto mis manos en puños.
Con los Corredores Rojos al mando, podría ser capaz de infiltrarme en el
palacio y rescatar al Príncipe Kevon.
PRÓXIMO LIBRO
Quería destruir la monarquía.
Ahora debe luchar para salvar a su
príncipe.
Zea retoma su papel de espía, pero esta vez
contra las personas a las que una vez juró
lealtad: los Corredores Rojos.
Rescatar al príncipe Kevon no será fácil,
sobre todo cuando las sospechas acechan a
Zea a cada paso. Tampoco sabe cómo
reaccionará el príncipe al conocer su
terrible verdad.
Se descubren mentiras, se rompen
corazones... ¿Podrán Zea y el príncipe
Kevon superar sus diferencias, salvar
Phangloria y encontrar el amor?

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