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Sinopsis
Las apuestas son más altas y la competencia más brutal en la segunda
ronda de las Pruebas de la Princesa. La relación de Zea con el príncipe
Kevon se intensifica, y ella debe elegir entre el príncipe y el rebelde que
tiene su corazón.
Cuando sus enemigos descubren un secreto que abre una brecha entre
Zea y el príncipe Kevon, ella no sólo lucha por sobrevivir sino que se
enfrenta a la ejecución.
Capítulo 1
Justo cuando pensaba que mis problemas habían terminado, justo cu-
ando pensaba que podía volver a Rugosa a mi vida anónima como apren-
diz de Cosechadora, la Reina Damascena me devuelve a las Pruebas de
Princesa.
Cerca de cinco mil Nobles se sientan frente a nosotros en gradas cur-
vas que descienden hacia un escenario semicircular. Todos los miembros
de la Cámara de Ministros se sientan a lo largo de dos filas de asientos en
la parte posterior del escenario, excepto dos: el Ministro de Justicia, que
se sienta frente a ellos en un trono de madera, y Montana, que se para en
el borde del escenario junto a la reina.
La gran mano del Príncipe Kevon aprieta la mía. No sé si es por temor
o por placer o si solo me está dando apoyo moral, pero no puedo mirarlo
en este momento.
En la pared alta del auditorio, una pantalla gigante transmite mi cara
de asombro. Corta hacia la Reina Damascena, la mujer que no me deja
salir del Oasis porque maté a Berta Ridgeback. Porque descubrí un secre-
to que acabará con el racionamiento de agua y acabará con el poder de
los Nobles sobre el Echelon de los Cosechadores.
—Zea Mays Calico —dice Montana desde el escenario de abajo—.
Baja y únete a Las Pruebas de Princesa.
—Su Alteza —dice con una sonrisa—. Como los únicos caballeros en
esta procesión de bellezas, parece que usted y yo cabalgaremos juntos.
Quizá le cuente a los espectadores en casa sobre el emocionante juicio de
anoche.
Levanto los hombros y le ofrezco una sonrisa tensa. Con las cámaras
de regreso y la Reina Damascena en un vehículo aparte, ¿qué podría su-
ceder en el viaje al palacio?
Con un movimiento de cabeza, el Príncipe Kevon camina alrededor
del auto con Byron Blake. Alguien pasa a mi lado para abordar el auto-
bús, una figura con el cabello corto, de color negro índigo, lo suficiente-
mente relacionada con el Príncipe Kevon como para tener autorización
de seguridad para usar armas reales. Ingrid Strab, la chica que le prome-
tió a Berta Ridgeback el puesto de dama de armas a cambio de mi asesi-
nato.
Constance Spryte sube a bordo a continuación, con sus rizos negros
azulados rebotando mientras se mueve. Aprieto los dientes, deseando ha-
ber disparado al par de Nobles asesinas con dardos envenenados, lo que
habría detenido sus corazones.
Una de las camarógrafas me toca el hombro. Es una mujer molesta, de
cabello castaño, que una vez intentó filmarme atendiendo a una Rafaela
van Eyck moribunda.
— Zea, Zea… —ronronea—. ¡Estamos deseando saber si volviste a
pasar la noche con el Príncipe Kevon!
Mis labios se fruncen. Anoche, el Príncipe Kevon me llevó a la enfer-
mería del palacio con una herida de bala en el hombro y un cuchillo en la
espalda. La única persona que me atendió fue el médico real, el Dr. Pala-
tine. No dignificaré su pregunta con un comentario, aunque probable-
mente inserte imágenes de mí hablando de otra cosa para hacerme sonar
como si hubiera pasado una noche romántica con el príncipe.
Para cuando regreso al autobús, todas las demás han subido. Lady Cir-
ci está de pie en lo alto de los escalones con los brazos cruzados y el rost-
ro contraído por la molestia. Esperemos que recuerde que el Príncipe Ke-
von admitió que me ama y que no me apunte con el arma a los ojos.
Subo al autobús y camino por el pasillo. Cada una de las doce finalis-
tas levanta la cabeza para mirarme. Algunas de sus miradas son duras, ot-
ras confusas, y las dos chicas Cosechadoras ni siquiera pueden mirarme a
los ojos. Encuentro las miradas de odio con el ceño fruncido. Si creen
que me olvidaré de que me arrojaron al borde de la carretera, que me dis-
pararon en el hombro y que me cazaron como a un animal, se engañan a
sí mismas.
Las cámaras están grabando, así que no pronuncio mi declaración de
guerra en voz alta. En cambio, mis manos se curvan en puños. Si el Prín-
cipe Kevon no puede sacarme de las Pruebas de la Princesa, se encontra-
rán con una nueva Zea—Mays Calico.
Años de entrenamiento con los Corredores Rojos me han preparado
para el combate. Esta vez, en lugar de correr, me quedaré y pelearé.
Cuando estoy a punto de sentarme, alguien me pone una mano en el
hombro. Me giro con un gancho de derecha, pero Lady Circi detiene mi
puño.
—Buen movimiento. —Me tuerce en un bloqueo de brazo que hace
que el dolor explote a través de la articulación de mi hombro—. Podrías
trabajar en tu velocidad.
Doblándome en dos, aprieto los dientes. Demasiado para Calico pa-
tea—traseros.
—¿Me enseñarás algunos movimientos?
—Si sobrevives a la noche, ¿por qué no? —Me lleva al final del auto-
bús, donde la salida de emergencia se abre con un silbido.
Risas nerviosas llenan el autobús. Quiero gruñir de ira, pero cualquier
cosa que suene dolorida deleitará a mis enemigos. Un anillo de fuego me
atraviesa el hombro y el sudor recorre mi piel.
Cojeo junto a Lady Circi porque luchar me dislocará la extremidad.
—¿A dónde vamos?
—A la Reina Damascena le gustaría tener una charla amistosa. —Cu-
ando salimos al patio iluminado por el sol, se inclina hacia mí y me su-
surra—: No bebas champán.
Mi mirada se dirige a Lady Circi, que pone los ojos en blanco y toma
un vaso de lo que parece ser agua con gas. Si el champán está envenena-
do, fingiré beberlo.
El vehículo avanza y la chica de púrpura saca un desgarrador de costu-
ra de su delantal. Es una pequeña herramienta con una cabeza bifurcada
que separa las puntadas sin dañar la tela. Ella trabaja en una costura det-
rás del cuello de la reina, y yo miro boquiabierta el desperdicio. Una cos-
turera talentosa podría haber instalado un broche o algún otro tipo de ci-
erre, pero ¿la Reina Damascena necesita gente para coserle y descoserle
la ropa?
Me doy un golpe mental y me obligo a concentrarme en mi posible
asesinato. Todos los pensamientos de seda desperdiciada se alejan de mi
mente. Agarro la copa de champán y me la llevo a los labios.
Mi corazón late con fuerza mientras el silencio se prolonga y el cham-
pán se enfría en mis dedos húmedos. La reina y Lady Circi disfrutan de
la bebida, y la única persona en este vestidor móvil con una pizca de hu-
manidad es la chica de morado tratando de trabajar en el vestido sin que
se enganche al cabello de la reina.
Esto se siente como los partidos de ajedrez que juegan los viejos en la
cúpula de Rugosa, donde están atrapados en un punto muerto y reflexi-
onan sobre su próximo movimiento, excepto que nadie me ha informado
sobre el juego, sus reglas o cómo se pierde.
Las ocupadas manos de la chica se detienen y la tela de seda se desliza
por el frente de la reina. Mis mejillas se calientan y me vuelvo hacia
Lady Circi, que se pellizca el puente de la nariz. Cuando la reina se le-
vanta de su asiento, todo el vestido se desliza hasta el piso del vehículo
en un charco de seda marfil.
La Reina Damascena le entrega su copa a la chica y cruza la camione-
ta, vestida solo con el ElastoSculpt, que se extiende desde su caja toráci-
ca hasta sus caderas. Apoya su mano en la barra y se inclina sobre mí.
—Dime exactamente qué sucedió en el momento en que te bajaste del
autobús anoche.
Esta es probablemente la situación más incómoda de mi vida, y eso
incluye todos los recientes intentos de asesinato. Los finos vellos en la
parte de atrás de mi cuello se elevan cuando su aroma a flores llena mis
fosas nasales y mi cabeza nada. Las flores de mandrágora se convierten
en bayas venenosas, y estoy segura de que el olor está afectando mi siste-
ma nervioso, pero no es nada comparado con la reina invasora de mi es-
pacio personal.
Dejo caer la mirada en la copa de champán, donde las burbujas suben
a la superficie, explotan y liberan su aroma afrutado. Una banda de páni-
co estrecha mis pulmones, y necesito todas mis fuerzas para responder.
—¿Perdóneme? —pregunto.
Dedos fríos se deslizan bajo mi barbilla y levantan mi cabeza para en-
contrarme con la mirada aún más fría de la reina. Son lo que mamá lla-
maría azul cerúleo, con suficientes motas de gris y rosa para que parez-
can violetas. El efecto es inquietante y estoy tentada a tomar un trago de
champán potencialmente envenenado para calmar mis nervios.
—Se necesitarán horas para registrar el bosque y reconstruir los even-
tos de anoche, así que me dirás lo que sucedió —dice con una voz tan
afilada como una cuchilla. Antes de que pueda balbucear una negación,
agrega—: El ADN de la sangre encontrada en la escena de la muerte de
la señorita Ridgeback coincide con el tuyo.
Todo sentimiento se drena de mi cara y se acumula alrededor de mi
corazón espasmódico.
—¿Qué va a hacer?
Retrocede unos pasos y se pone de pie con los brazos cruzados sobre
el pecho. La presión alrededor de mis pulmones disminuye, pero no muc-
ho.
—Podría ofrecerte al General Ridgeback como consuelo por la pérdida
de su hija, pero creo que prefiere una mujer más curvilínea, como tu
madre.
Mi boca se abre.
—¿Qué…?
La chica saca un baúl que no había notado hasta ahora y lo lleva hacia
la reina. Ella abre la parte superior y saca un paquete de cuero que se de-
senrolla en un delantal que contiene más brochas de maquillaje de las
que puedo contar.
Nadie habla mientras la chica pinta los labios de la reina de un rosa
salmón, pero después de dos capas, la Reina Damascena mira fijamente
la tapa abierta del baúl, que supongo que contiene un espejo.
—Kevon es un mujeriego, al igual que su padre. —Mueve la cara de
un lado a otro, admirando su cruel belleza—. Coqueteó con Rafaela van
Eyck y se fue contigo en el momento en que ella murió. Al final, cumpli-
rá con su deber.
—Ayuda a mi hijo a elegir una novia Noble —dice—. Haz esto y per-
mitiré que tu familia viva.
La frustración brota de mi pecho, aumentando en intensidad como una
olla a presión a punto de explotar. ¿Cómo se atreve esta mujer a amena-
zar la vida de personas inocentes? ¿Cómo se atreve a interferir en las de-
cisiones de su hijo?
Quiero saltar de este taburete y volar hacia ella con mis puños, pies y
dientes, arrancar esos hermosos mechones rubios, esas bonitas pestañas y
exponer la fealdad detrás de su majestuosa apariencia. A juzgar por la
forma en que se manejó anoche, dudo que pudiera enfrentarla en una pe-
lea. Ella y Lady Circi trabajaron juntas como un par de guerreras experi-
mentadas, a pesar de que el secuestro fue falso.
Me duele el corazón y se me llenan los ojos de lágrimas calientes. Ya
es bastante malo que los que están en el poder nos mantengan muertos de
hambre y deshidratados. ¿Ahora tienen que retener a nuestras familias
como rehenes?
Respirando con dificultad, presiono la palma de mi mano contra mi es-
ternón y trato de mantener el temblor fuera de mi voz.
—Sí, Su Majestad.
La Reina Damascena asiente.
—Entonces no hay necesidad de preocuparte por el destino de tu mad-
re, tu padre y esos encantadores gemelos.
El vehículo se detiene y la costurera se quita el delantal y vuelve a co-
locar la tapa.
—¿Eso es todo, Su Majestad? —digo entre dientes apretados.
Se pone de pie y alisa los pliegues imaginarios de su impecable vesti-
do.
—Si le mencionas esta conversación a mi hijo o incluso insinúas la
amenaza que pesa sobre tu familia, idearé los medios más crueles para
que mueran. ¿Entendido?
Si la diosa Gaia existiera y me concediera la capacidad de controlar los
rayos, la derribaría en el acto.
—Sí.
La Reina Damascena camina hacia la puerta y hace un gesto de pereza
con la mano.
—Haz algo con la apariencia de la chica —le dice a su criada—. No la
permitiré lucir llena de manchas frente a las cámaras e incitar a mi hijo a
preguntar qué está pasando.
—Dale una oportunidad a las otras chicas. —Las palabras duelen cu-
ando salen de mis labios, y la culpa se aprieta en mis entrañas por decir
una mentira.
Se estremece como si lo hubieran golpeado, pero no es nada compara-
do con el arrepentimiento que rodea mi corazón. Sueno como la desgra-
ciada más ingrata del mundo por rechazar una oferta más que generosa.
La confusión cruza los rasgos del Príncipe Kevon y su mirada se desen-
foca. Probablemente está averiguando lo que hizo mal o tratando de dar-
me el beneficio de la duda.
No puedo dejar que piense que necesito más tiempo. Necesita saber
ahora mismo, antes de que comience la ronda del palacio, que no tene-
mos futuro.
—Kevon —murmuro.
Su mirada se fija en la mía, pero el dolor todavía marca el rabillo de
sus ojos.
—¿Sí?
—Te ayudaré a elegir qué chica es la adecuada para ti, pero no seré yo.
Las manos del Príncipe Kevon se deslizan por mis hombros y cuelgan
a sus costados. Pone la expresión en blanco, da un paso atrás e inclina la
cabeza.
Ella asiente.
—Soy su prima. Su Alteza pensó que podría apreciar un par de aliados
durante la ronda del palacio.
El dolor atraviesa mis entrañas por la forma en que sus rasgos se desp-
lomaron ante mi fría respuesta a su intento de salvarme de las Pruebas.
No puedo pensar en él en este momento, no puedo pensar en lo que suce-
derá si la reina cree que estoy ignorando su amenaza. Tragándome esos
sentimientos, fuerzo una sonrisa.
La realidad retrocede con todas sus fuerzas y recuerdo que Byron Bla-
ke mencionó algo sobre una prueba.
—¿Que pasará esta noche?
Abre un cajón que contiene frascos transparentes de pigmento. Despu-
és de seleccionar un verde oscuro, lo unta en mi cara con una esponja su-
ave.
Libero mis pies de las correas del deslizador mientras alguien grita. Mi
mirada se lanza a las dos Cosechadoras que flotan hacia el borde del
acantilado.
Emmera agita los brazos.
Después de otro latido, el gruñido gutural del ligre hace temblar el re-
vestimiento de mi estómago. El instinto de supervivencia deja en blanco
mi mente y mis piernas se ponen en acción. Corro con la rapidez de una
gacela, justo cuando los deslizadores de las chicas pasan por centímetros
el borde del acantilado.
Dos drones más se unen al par por encima de nosotras, pero uno se su-
merge varios metros fuera de la vista. Un nuevo ataque de pánico atravi-
esa mi pecho, y una premonición pasa ante mis ojos. La de las chicas ca-
yendo a diferentes velocidades y yo cayendo por el cielo. Por eso el dron
se está posicionando, para capturar imágenes de mi caída.
—Ay.
Vitelotte se estremece.
—Ay.
—Alguien nos está disparando. —Toco su hombro—. Ve más alto.
Mientras se eleva, uno de los misiles aterriza en un lado de mi pierna,
haciéndome estremecer. No pueden ser balas de seda, ya que penetrarían
en la piel, así que tal vez estos disparos provengan de un rifle de aire.
Miro hacia abajo y encuentro figuras oscuras corriendo por la orilla del
río.
—Estaban tratando de hacernos caer al agua —gruño.
—Las Nobles y las Guardianas se están uniendo para eliminarte. —Vi-
telotte explica que Ingrid le ha ofrecido a cualquier chica que me mate la
oportunidad de convertirse en su dama de armas. No es de extrañar que
le hiciera esa oferta a Berta, quien casi me mata.
—Esa chica Constance, la de los rizos, me ofreció una caja de vodka si
te empujaba por la ventana.
Mi corazón se hunde.
—Oh.
Vitelotte vuelve la cabeza y me mira a los ojos.
—Me negué, por supuesto.
—Lo sé. —Nuestra angustiosa aventura aérea es una prueba de que no
tiene intención de matarme o dejarme morir.
—Todas están haciendo alianzas. —Ella niega con la cabeza—. Como
si sus planes pudieran ganarles el corazón de un príncipe.
Mi mirada se eleva hacia el dron que sigue cada uno de nuestros movi-
mientos. Los planes funcionaron para la Reina Damascena y Lady Circi.
Algo golpea la parte inferior de nuestro planeador y mi corazón da un
salto.
Vitelotte se pone rígida.
Vitelotte asiente.
—Una, dos, tres.
Ambas saltamos. Un segundo después, con el estómago revuelto, ater-
rizo en cuclillas, y Vitelotte ejecuta un aterrizaje perfecto. Mi mirada
capta los ojos brillantes de una criatura que podría ser un gran zorro. Se
lanza hacia la izquierda y desaparece de la vista. Me agarro del brazo de
Vitelotte y tiro de ella en la dirección por la que huyó el animal.
Más adelante, más allá de un crecimiento de árboles jóvenes, se encu-
entra un árbol grueso que parece varios árboles más pequeños entretej-
idos para formar un hueco. Salimos disparadas hacia él y nos agachamos
dentro.
El aire está húmedo dentro de la planta grande, lleno de los aromas
mezclados de almizcle animal y hojas podridas. No hay mucho espacio
más que para agacharse. Aprieto los labios y respiro con fuerza por las
fosas nasales. Mis extremidades no dejan de temblar, y creo que es por-
que temo otra pelea.
La maquilladora de Vitelotte también oscureció el blanco de sus ojos y
no puedo verla en la oscuridad. A menos que quienes nos persigan lleven
gafas de detección de calor, deberían pasar corriendo.
Un par de figuras oscuras saltan hacia abajo. Se detienen un momento
y miran de un lado a otro. Una de ellas apunta a la izquierda, la otra
apunta a la derecha y se separan.
Ninguna de las dos habla durante varios minutos. Yo, porque temo que
las chicas regresen, pero Vitelotte se frota la barbilla como si estuviera
sumida en sus pensamientos.
—Son de Amstraad —susurra.
—Creo que nos estaban cazando —le respondo en un susurro.
—Cazándote —dice ella.
No puedo estar en desacuerdo. Anoche, cuando pensé que el secuestro
era real, electrocuté a una de ellas, le prendí fuego y disparé a su amiga.
Probablemente estén buscando venganza. Nos sentamos en el escondite
en silencio y me pregunto qué deberíamos hacer a continuación. No sé si
las chicas eran parte del campamento y regresarán con sus camaradas, o
con un grupo diferente que busque genuinamente el tesoro de Gaia.
Una respiración cansada se escapa de mis labios. Si la Reina Damasce-
na no está amenazando la vida de mi familia, entonces las otras concur-
santes están tratando de matarme. Y ahora he arrastrado a Vitelotte a este
lío.
—Ellas me quieren. —Saco la mochila, abro la cremallera, saco el
hacha y engancho el encendedor de gas a mi cinturón—. Si cambias de
opinión acerca de ir sola, lo entenderé.
—¡Shhh!
El terror me recorre el vientre. ¿Qué diablos había en esa tableta? ¿Mis
coordenadas? Mi mano vuela hacia el pequeño bulto sobre mi esternón.
No pueden estar leyendo las coordenadas del colgante de tomate. Nadie
lo sabe, excepto el Príncipe Kevon y los hermanos Thymel que hicieron
mi vestido de fiesta. Envuelvo una mano alrededor de mi brazalete Amst-
raad y niego con la cabeza. Este es un nuevo monitor del médico real.
Una pequeña luz parpadea en la hebilla de mi cinturón y aprieto los di-
entes. Si han instalado cámaras en nuestra ropa, entonces tiene sentido
que también puedan agregar algunos rastreadores.
—Tenemos que salir de aquí —le susurro.
—Es ella.
Con un clic, la luz de una linterna ilumina los árboles.
—Zea—Mays Calico —dice la voz alegre—. Muéstrate.
Hago un gemido fuerte para distraerlas de Vitelotte, y la luz ilumina el
hueco.
—Ahí la tienes —dice una chica.
—Entonces son del Echelon Guardián. —Me pongo de pie con el hac-
ha—. ¿Les importaría compartir sus nombres para que todos en Phanglo-
ria sepan quién está tratando de asesinarme?
El rostro pintado de la chica se divide en una sonrisa de dientes desnu-
dos.
La chica que sostiene el arma golpea con su peso mis costillas. No pu-
edo respirar, no puedo mover su peso. Mis dedos buscan a tientas el hac-
ha que dejé caer, pero se cierran alrededor de una roca del tamaño de mi
puño. Aprieto los dientes y apunto a su cara, pero ella retrocede.
Ella sonríe, sus dientes blancos brillan a la luz.
—Yo no…
La hoja se aloja en el costado del cuello de Minnie.
El shock saca todo el aire de mis pulmones. La linterna se desliza de
mis dedos y caigo de rodillas.
Vitelotte corre a mi lado y me agarra de los brazos.
—¡Zea! —El pánico eleva su voz varias octavas—. Zea—Mays, ¿qué
pasó?
El ojo que palpita al mismo ritmo que mi corazón en pánico se llena de
lágrimas. Mi interior se siente vacío, mis pulmones no funcionan y lucho
por respirar.
De alguna manera, me las arreglo para escupir:
—Las mataste a las dos.
—Ella te apuntó con un arma al ojo. —Sus dedos se clavan en la tela
de mi mono y me da una fuerte sacudida—. La otra admitió que te iban a
matar. ¿No escuchaste su confesión?
Lo hice, pero teníamos a esa chica de rodillas y… Las posibilidades
fluyen por mi mente. Si la soltábamos, nos denunciaría por el asesinato
de su amiga. Si dejábamos que se convirtiera en nuestra espía, podría
convertirse en agente doble y llevarnos a una trampa. Quizás Vitelotte te-
nía razón, y estoy siendo ingenua, pero tenía que haber una forma mejor
que asesinar a una chica indefensa.
Una vocecita en el fondo de mi mente me recuerda que no soy diferen-
te de Vitelotte. Quería detener el corazón de Ingrid con dos dardos enve-
nenados y también maté a Berta.
Las hojas secas se agrietan bajo nuestros pies, y cada vez que piso una
ramita, mi cuerpo se estremece. Los búhos ululan, las cigarras chirrían y
patas con garras se deslizan sobre las ramas, pero nada puede borrar el
crujido y el estallido de esas llamas. Las vistas y los olores de sus cuer-
pos en llamas me persiguen sin importar lo lejos que caminemos. Cuando
un zorro se cruza en nuestro camino, no siento nada.
Continuamos bajo el espeso dosel, que bloquea casi todos los rastros
de la luz de la luna. La respiración tranquila de Vitelotte llena mis oídos,
y deslizo mi mirada hacia su forma oscura y me pregunto por mi nueva
amiga. Hasta las Pruebas, nunca la había visto cerca de Rugosa, pero ella
se había fijado en mí. Cuando saltamos de la cresta, hizo un aterrizaje
perfecto y mató a esas chicas con asombrosa eficiencia.
Nada en la forma en que actuó me dice que es una chica Cosechadora
normal como Forelle. Me pregunto si es una Corredora Roja, pero eso no
puede ser. Ryce es el líder de la célula juvenil de Rugosa y conozco a to-
dos sus miembros. Si fuera uno de nosotros, la habría visto en al menos
una reunión.
¿Quién es Vitelotte Solar? ¿Una espía de Amstraadi? Me libero de ese
pensamiento, aunque es más plausible que ella sea una Corredora Roja.
Un grito agudo hace que mi corazón se acelere y agarro el brazo de
Vitelotte.
—¿Escuchaste…?
—¿Estás bien?
Ella aprieta mi hombro. Creo que eso significa que sí.
Segundos después, un sonido retumbante hace que mi corazón se est-
remezca. Vitelotte me aprieta con fuerza y yo le devuelvo el apretón.
Con las estacas de luz arruinadas por la explosión, supongo que la cueva
se ha derrumbado.
Exhalo varias respiraciones rápidas. Si la estatuilla de Gaia todavía es-
tá intacta, quien se encuentre con esta cueva a continuación necesitará
más que un planeador para ganar esta ronda. Con un poco de suerte, esas
Nobles podrían señalar con sus cuidados dedos como culpable a Ingrid.
Capítulo 5
Una vez que el zumbido en mis oídos se desvanece, bajo los brazos de
donde están protegiendo mi cara y miro a la cueva. El olor a combustible
quemado permanece en el aire. Llena mis fosas nasales, penetra mis cavi-
dades nasales y se pega a mi garganta. Mi pulso no deja de acelerarse y
mis pulmones se agitan con respiraciones aceleradas.
Miro hacia abajo a las llamas que se alejan entre los escombros, supo-
niendo que el fuego ha consumido el líquido que usamos para alimentar
nuestros explosivos. La luz de la luna fluye hacia los escombros de rocas
caídas que una vez fue la cueva, iluminando un árbol caído que debemos
haber arrancado con nuestras botellas incendiarias. Incluso algo de la tiza
de la colina se ha roto y yace en pedazos sobre los escombros.
Vitelotte me suelta el hombro y exhala varios jadeos. Supongo que es-
ta también fue la primera vez que arroja un explosivo.
—Tenemos que salir de aquí —susurro.
—Tan pronto como mi corazón deje de tener espasmos —responde
con una pequeña risa—. Eso fue inesperadamente destructivo.
—Debe ser el QuickBurn. —Busco a tientas alrededor de la rama, mis
dedos buscando roturas. La explosión fue lo suficientemente fuerte como
para derribarme, y no estoy segura de que la rama aguantará si me mu-
evo. Todavía estamos encaramadas sobre los arbustos de espino amargo
más grandes que he visto en mi vida, y no quiero caer y empalarme con
sus púas.
He tratado con espino amargo antes, pero lo aprendimos en Historia
Moderna y Estudios Agrícolas. Es una planta que fue cultivada por los
primeros Phanglorians para proteger sus cúpulas. Nada puede pasar los
picos de espino amargo, ni los hombres salvajes, ni osos, ni lobos rabi-
osos. Cualquier cosa lo suficientemente demente como para cargar a tra-
vés del arbusto se laceraba cuando las púas aprisionaban su carne. Más
tarde, los carroñeros los separarían, y sus huesos se enredarían en la plan-
ta.
Una convulsión se apodera de mi garganta y toso. Lo que sea que su-
ceda, necesitábamos evitar ese espino amargo.
Apoyando mi espalda contra el tronco, me acomodo hasta ponerme de
pie. Su corteza rugosa y desigual me proporciona la comodidad de varios
lugares para enganchar mis dedos en caso de que la rama falle. Estarí-
amos más seguras si nos retiráramos al árbol al otro lado del espino
amargo, pero necesito poner distancia entre nosotras y las chicas muer-
tas.
Con los brazos extendidos para mantener el equilibrio, camino a lo lar-
go de la rama con la diligencia de un caminante de la cuerda floja. Mi pe-
so se equilibra en mi pie trasero, con la presión más pequeña en el frente
en caso de que la madera debajo de mí se ariete. Los primeros doce pasos
son firmes y la rama gruesa, pero a medida que se curva hacia abajo y se
retuerce, mi corazón se acelera.
Miro por encima del borde, y los tallos nervudos del espino amargo se
estiran hasta la parte inferior de mi rama. Vitelotte se mueve detrás de
mí, su peso bajándonos hacia el arbusto.
—Quédate atrás —siseo—. Somos demasiado pesadas para la rama.
La tela de sus mochilas cruje mientras se retira hacia el tronco. —¿Así
está mejor?
—Mucho —respondo—. Si esperas a que salte antes de moverte, creo
que llegaremos al otro lado.
Voy más lejos a través de la rama, que se hunde con cada paso adelan-
te. El sudor se acumula alrededor del borde de mi capucha y una gota se
escurre por mi frente. No sé si es mi caída inminente o el hedor de Qu-
ickBurn quemado, pero mi visión se torna borrosa. Miro hacia abajo, es-
perando haber pasado el peligroso arbusto.
—Descansemos un poco.
Horas después, una voz lejana me saca del sueño. La luz del sol brilla a
través de mis párpados y me llevo la mano a la frente. Ya no late por el
rifle de aire, y el dolor en la parte de atrás de mi cabeza por haber sido
empujada al suelo ha desaparecido.
Me giro y entrecierro los ojos al amanecer. El sol se eleva por encima
de los árboles, proyectando una neblina anaranjada en el horizonte y co-
loreando las finas rayas de las nubes de amarillo como el del fuego de
una vela.
Un dron se cierne a varios pies por encima, está a todo volumen por lo
que espero sea el final de este desafío. El viento y los sonidos de los bi-
sontes significan que no puedo escuchar el mensaje, pero los Guardianes
solo envían estos vehículos en caso de emergencia. Estoy demasiado
somnolienta para entrar en pánico, pero envuelvo una mano alrededor del
tobillo de Vitelotte y lo estrecho.
Mientras ella salta, vuelvo la mirada hacia el dron de gran tamaño, que
ahora se cierne sobre los árboles distantes. Ahora sería un excelente mo-
mento para deshacerse de las mochilas de las Guardianas.
Con la amenaza de que nos descubran sobre nuestras cabezas, la ma-
nada de bisontes ya no parece nuestra mayor amenaza. Nos mantenemos
al borde del campo en fila india y tratamos de no hacer contacto visual.
Los enormes bovinos marrones son más grandes que cualquier criatura
que haya visto. Esta raza en particular mide diez pies de altura. Once, si
cuentas las enormes jorobas detrás de sus cuellos.
Ruidos guturales, una mezcla de gruñidos y bufidos, llenan mis oídos.
Acelero mis pasos, manteniendo la vista al frente y fija en las altas coní-
feras que se encuentran a un cuarto de milla por delante.
Cuando llegamos al bosque, una respiración profunda sale de mis pul-
mones y los músculos de mis hombros finalmente se relajan. Vuelvo la
cabeza hacia el cielo, donde el dron transmite su mensaje a una milla más
adelante.
Suaves salpicaduras y el chorro de agua nos llegan desde lo más pro-
fundo del bosque. Seguimos el camino de un arroyo poco profundo, mi-
rando de izquierda a derecha en busca de concursantes, cámaras o depre-
dadores al acecho. Finalmente, conduce a una presa de castores, una ma-
sa de ramitas y ramas de diez pies de altura que se extiende por un tramo
de agua de treinta pies.
Camina hacia adelante y dobla el cuello para ocultar sus lágrimas fres-
cas. Vitelotte y yo caminamos a ambos lados de Emmera, esperando que
ella hable. Anoche, no parecía tan golpeada, pero la habíamos observado
desde lo alto de un árbol.
—¿Por qué si no, ella y sus perros guardianes nos atacarían con armas
y volarían esa cueva?
Mi corazón da volteretas, y todos los pensamientos de asaltar la cocina
se desvanecen mientras escucho a las Nobles quejarse de Ingrid. El equ-
ipo combinado de Nobles y Guardianas recibió ocho mochilas, cada una
con equipo vital para sobrevivir y encontrar la estatuilla de Gaia. Ingrid
se apoderó de los primeros auxilios, las armas de aire comprimido, la
tableta de la computadora y la mezcla de frutos secos, que compartió con
sus aliadas Guardianas.
Los labios del Príncipe Kevon se mueven, pero no hay sonido. Una de
las Nobles grita para que suban el volumen, y me inclino hacia adelante
en mi asiento.
—… y es por eso que deseo acabar con el elemento físico del concur-
so —dice—. La muerte de Berta Ridgeback fue una tragedia terrible. Te-
nía la esperanza de que los que dirigen las Pruebas de Princesa aprendi-
eran a convertirlo en un concurso más seguro para estas jóvenes especi-
ales, pero esta última prueba ha demostrado que mis suposiciones son
falsas.
Estudio sus rasgos en busca de pistas. Su postura tensa dice furia repri-
mida, pero sus ojos están más cansados y tan tristes como la mañana des-
pués de la muerte de Rafaela. Los pensamientos de pánico en mi cabeza
retroceden al fondo de mi mente, y me concentro en el resto de la entre-
vista.
La cámara cambia a Montana, que luce como si los maquilladores hu-
biesen realizado un trabajo apresurado. Debe haberse olvidado de tomar
sus tónicos de rejuvenecimiento porque círculos oscuros rodean sus ojos
y hacen que parezca que no ha dormido durante al menos dos días.
—Agradecemos sus sinceras palabras, Alteza —dice sin su entusiasmo
habitual.
—Se ha confirmado la muerte de otras dos señoritas y hay otras cuatro
desaparecidas —añade el príncipe. Aparecen seis imágenes en la pantal-
la: Ingrid, las tres Guardianas y las dos Artesanas. Se me seca la gargan-
ta. Estoy segura de que la estimación es incorrecta. El número de chicas
muertas es tres.
La cámara corta a una toma amplia del Príncipe Kevon sentado detrás
del escritorio de caoba en un estudio de aspecto formal con Montana.
Detrás de ellos está un gran estante de libros encuadernados en piel que
me recuerdan a la oficina naval donde Prunella Broadleaf me permitió
hablar con Mamá, Papá, y los gemelos.
Enfocan al Príncipe Kevon de perfil. —A partir de este momento, to-
das las Pruebas evaluarán las cualidades necesarias para una reina exito-
sa, tales como la diplomacia, la bondad y el amor por Phangloria.
—Gracias, alteza, por su sabia elección —dice Montana—. ¿Tiene al-
gunas palabras para las familias de las concursantes desaparecidas?
La cámara se acerca al rostro del Príncipe Kevon para obtener un pri-
mer plano. Sus rasgos se endurecen y sus ojos arden con determinación.
—Movilizaré todos los recursos a nuestra disposición para encontrar a
sus hijas desaparecidas. Para aquellos cuyos seres queridos sufrieron mu-
ertes desafortunadas, buscaré justicia.
Cuando la insignia de Phangloria aparece en pantalla, una roca de ter-
ror rueda alrededor de mi estómago. Justicia para Berta. ¿Qué diablos
significará eso cuando descubra que su asesina fui yo?
—Entonces, ¿quién ganó esta prueba? —chasquea una Noble en el
frente. Se quita la capucha y suelta sus tirabuzones negros azulados. Ent-
recierro los ojos a Constance Spryte, la chica que apuntó con un rifle al
señuelo que escondí en un árbol. Si Ingrid está muerta, esta chica se con-
vertirá en mi mayor amenaza entre las concursantes.
La puerta se abre y las camarógrafas entran en la habitación. Una vez
que están en su lugar, Byron se coloca al frente y hace algunos comenta-
rios alegres a los espectadores en casa sobre la búsqueda de las chicas de-
saparecidas. —¡Y ahora un emocionante giro en las Pruebas de Princesa!
Mis músculos se tensan con anticipación. Espero que no haga caso
omiso de todo lo que el Príncipe Kevon acaba de anunciar y nos vuelva a
poner en peligro. Con Prunella Broadleaf aún viva, es el chivo expiatorio
perfecto.
Mueve el brazo hacia un lado. —La futura Reina de Phangloria será la
mecenas de las artes y debe tener un profundo aprecio por todas las cosas
bellas. Señoritas, cada una de ustedes deberá obtener un objeto de arte
que represente mejor que nada el tesoro de Gaia.
Byron deja de hablar y las cámaras apuntan a nuestras caras con sus
lentes. Miro al frente, demasiado preocupada por el comentario del Prín-
cipe Kevon sobre la justicia como para cuidar el arte.
Constance levanta la barbilla. —¿Qué pasó con la estatuilla de oro?
Byron tose en su mano. —Está de vuelta a donde pertenece.
Niego con la cabeza. —Han pasado años desde la última vez que co-
mí.
Georgette coloca la tela a un lado y se dirige a la puerta. —Te pediré
algo.
Recojo el paño y lo sumerjo en la crema. Cada pasada de la tela elimi-
na otra capa de suciedad, pero nada puede borrar los pensamientos de las
chicas que nunca tendrán otra oportunidad de ver a sus familias.
Una de ellas me habría disparado perdigones en el ojo, que habrían ido
directamente a mi cerebro y me habría dejado muerta. No puedo culpar a
Vitelotte. Ella entró en pánico, sobrepasada por no ponerse del lado de
las Nobles, y estaba desesperada por proteger a un compañero Cosecha-
dor.
Podríamos haber evitado el segundo asesinato, pero no creía que Min-
nie no nos atacaría en el momento en que tuviera la oportunidad.
Pero la suite está vacía salvo por dos platos cubiertos esperando en la
mesa… y el Príncipe Kevon. Lleva la misma chaqueta azul marino de su
entrevista con Montana con pantalones a juego. En lugar de peinarse ha-
cia atrás, mechones de cabello oscuro se deslizan por su frente, haciéndo-
lo lucir heroico.
—Su Alteza.
Sus labios se tensan. Ya hemos tenido esta conversación y él sabe que
el uso que hago de su título es deliberado. —Dime —dice con los dientes
apretados—. Mírame a los ojos y dime cómo te sientes.
—Nunca he conocido a una persona más amable o un alma más noble.
—Mi mirada se eleva a sus pómulos—. Sé que serás un rey maravilloso.
Emmera asiente.
Me vuelvo hacia la otra chica Cosechadora. —Lotte, ¿podrías recoger
la mayor cantidad de diferentes frutas y verduras que puedas encontrar,
incluyendo una calabaza?
—¿Qué vas a hacer? —Emmera pregunta con el ceño fruncido.
Hemos tejido una corona de uvas blancas y hojas de parra en sus mec-
hones de lino y los hemos mezclado con rosas blancas. Cada centímetro
del ElastoSculpt que envuelve su torso está cubierto de flores que suben
hasta su hombro derecho y crean un escote asimétrico. La falda es una
lujosa variedad de fibras de hierba blanca que se extienden hasta el suelo.
Emmera usa un maquillaje muy discreto, solo lo suficiente para oscu-
recer sus pestañas, enfatizar sus cejas y resaltar el azul aciano de sus oj-
os. Cassiope aplica los toques finales de brillo a sus labios y parece el
epítome de la belleza natural de los Cosechadores.
Se necesitará más que una disculpa sincera para que perdone su papel
de cazarme después del baile, pero espero que este momento de gloria
compense que el Canal Lifestyle transmita su trato humillante a manos
de esas Nobles.
—¿Cómo me veo? —susurra.
—Como Gaia hecha carne —digo.
Sus ojos brillan y exhala un suspiro tembloroso. —Bien entonces. Es-
toy lista.
—Qué mérito debes ser para tus padres. ¿No te enseñaron la sabiduría
de Gaia?
Constance ensancha sus fosas nasales y aparecen manchas púrpuras en
sus mejillas. Ella levanta la mano para dar una bofetada, pero Vitelotte
adelanta el movimiento. Ella se aleja, su rostro flojo, y luego se apresura
a regresar a su retrato prestado.
Antes de las Pruebas de Princesa, una llamarada de triunfo habría lle-
nado mi pecho. Ahora, revolotea la inquietud por cómo los Nobles toma-
rán represalias. No puedo permitir que mi amiga se convierta en un obj-
etivo, especialmente ahora que mi tiempo en las Pruebas terminará y na-
die cuidará su espalda.
Caminamos hacia un espacio vacío y esperamos.
—¿Dónde está Byron? —pregunta una de las Nobles.
Por el rabillo del ojo, veo a alguien apuntando con una cámara a mi
rostro. No reaccionaré ante imágenes falsas o eventos sacados de contex-
to.
Prunella se hace a un lado para que los espectadores vean secuencias
de acción de Ingrid y Berta atacando a los secuestradores de Amstraadi, e
Ingrid apuntando con un arma a una persona invisible en la entrada del
autobús. A mí.
—¿Qué están haciendo? —Constance chilla—. Todo eso son mentiras.
Muerdo mi labio y miro a las concursantes de Amstraadi. Sabre, la
chica pelirroja que una vez trató de incitarme a la sedición en la mesa de
la cena, me mira a los ojos y asiente. Una serie de nudos lentos se apri-
etan a través de mis entrañas. ¿Significa eso que entiende que el metraje
es una farsa o es el gesto una promesa de que se desquitará de mis críme-
nes contra sus compatriotas?
—Qué exhibición tan maravillosa —retumba una voz desde la puerta.
Todos nos volvemos para encontrar a Byron Blake entrando en la ha-
bitación con el Príncipe Kevon a su lado. Mi aliento se queda en la parte
de atrás de mi garganta y nuestras miradas se encuentran. Parpadeo y él
aparta la mirada. Un puño de arrepentimiento llega a mi interior ya anu-
dado y se retuerce, haciéndome retorcer.
—¿Qué ocurre? —Vitelotte susurra.
Emmera frunce el ceño y nos dice que nos callemos. Incluso si no nos
importa lo que Byron diga a las cámaras, ella quiere escuchar.
Le ofrezco a Vitelotte una sonrisa tensa y me vuelvo hacia el frente de
la sala donde Byron le pide al Príncipe Kevon que examine las opciones
de las concursantes. El príncipe se detiene en cada obra de arte y habla
con cada chica durante unos cinco minutos. Para algunos, esta es la pri-
mera oportunidad que tienen de hablar con el príncipe Kevon cuando no
está disfrazado de Sargento Silver.
Esto, más los intentos de Prunella Broadleaf de hacerme parecer que
usé métodos nefastos para llamar su atención, podría explicar por qué
tantas de las chicas no dijeron nada cuando Ingrid me atacó.
Con cada minuto que pasa, con cada paso que se acerca, el revestimi-
ento de mi estómago se agita como si estuviera tratando de tomar vuelo.
Gotas de sudor en mi frente y náuseas me recorren el interior. Alguien ya
debería haberme escoltado fuera del palacio. Enfrentar al Príncipe Kevon
después de nuestra última conversación será insoportable, y no estoy de-
seando que la cámara se dé cuenta de nuestra incomodidad.
—Esta es una exhibición única. —Su voz me saca de mi estupor—.
¿Quién es responsable de tal aspecto?
Emmera hace una bonita reverencia y sonríe. —Hice la cornucopia
con las ramas del sauce, alteza.
El Príncipe Kevon asiente. Su mirada salta sobre mí y le pregunta a
Vitelotte qué partes desarrolló. Ella inclina la cabeza y le da una respues-
ta cortés sobre el variado huerto del palacio.
Mi corazón se hunde en mi estómago revuelto. Me digo a mí misma
que estoy siendo irracional. Por supuesto, me ignorará. Desde su punto
de vista, me uní a las Pruebas de la Princesa, le dije que ayudaría a alivi-
ar la carga de su decisión y que lo admiraba desde lejos, y luego me ne-
gué a darle una oportunidad. ¿Qué más debo esperar?
Una pequeña parte de mí que solía creer en los cuentos de hadas de
mamá, deseaba que el Príncipe Kevon viera detrás de mis palabras y su-
piera que fueron coaccionadas. La voz áspera de Carolina preguntando
qué haré cuando él descubra mis intenciones para unirme a las Pruebas
de la Princesa viene a mi mente, y la hago a un lado.
—Zea —su voz es una caricia—. ¿Estoy en lo cierto en que fuiste res-
ponsable de crear el vestido?
Levanto la mirada y me encuentro con sus ojos cautelosos. —Sí, Su
Alteza.
No reacciona a mi método formal de hablar, pero ha tenido toda la tar-
de para acostumbrarse a mi cambio de actitud. En cambio, asiente y con-
tinúa hacia la mesa de al lado, donde una de las chicas de Amstraadi le
cuenta la historia de un cuenco decorado con frutas que se remontan a
antes de las bombas nucleares.
—Hemos visto pinturas, esculturas e incluso una encarnación viviente
de nuestra gran diosa —dice Byron con un suspiro melancólico—. La
afortunada ganadora pasará una velada romántica para dos con nuestro
soltero más codiciado.
Una de las chicas Noble estalla en un aplauso, pero nadie se une a ella.
Byron se vuelve hacia el Príncipe Kevon. —Dígame, alteza, ¿quién es
su elección?
El odio ardiente me quema las venas y hace rugir la sangre que fluye
por mis oídos. ¿Cómo pude haber permitido que Ryce y su madre me lle-
varan a una misión tan peligrosa con poco entrenamiento y sin respaldo?
Culpa. La culpabilidad por haber sido una vez una chica de nueve años
demasiado asustada para detener un brutal asesinato. Ahora Ryce está
usando esa culpa con una fuerte dosis de afección fingida para hacerme
sacrificar todo por la causa.
Ahora, cuando miro esos ojos, son glaciales. Estrías blancas atraviesan
el azul helado, revelando destellos de un alma calculadora y retorcida.
El Príncipe Kevon me mostró cómo actúa un hombre con una mujer a
la que tiene en el corazón. Él le presta atención, la ayuda cuando está en
problemas y hace todo lo posible para mantenerla feliz y segura.
Ryce solo dejó de ignorarme cuando envenené a un guardia. Luego,
con el pretexto de allanar el camino para un mundo mejor para nuestro
futuro, me convenció de unirme a las Pruebas de Princesa como espía.
No soy egoísta. Me importa más el bienestar de mi Echelon que mi
propia felicidad, pero no puedo, no lo haré, me niego a sacrificar a ma-
má, papá, Yoseph y Flint.
—¿Qué has aprendido, soldado? —dijo.
—Ahí está ella —dice—. Charlando con los fans como te dije.
Le lanzo una sonrisa de agradecimiento, respondo algunas preguntas
sobre los tomates, luego algunas personas en la multitud me hacen mas
preguntas relacionadas con los tomates.
Luego, caminamos con los asistentes de producción pasando por pues-
tos de frutas y verduras. Un aroma dulce y cálido se desplaza por el mer-
cado y alguien toca una campana. Levanto la mirada hacia una marquesi-
na de triple ancho en la esquina, donde mujeres vestidas de Cosechadoras
venden pasteles y pan recién horneado.
—Ten cuidado —susurra Vitelotte en mi oído.
—¿De qué?
—Ryce Wintergreen.
—Kevon. —Me inclino hacia delante para escuchar lo que podrían ser
sus últimas palabras.
—Por favor, no te enfades —dice.
—¿De qué estás hablando?
A medida que las horas se alargan, me duelen las piernas de estar entre
los barrotes del suelo. No puedo apoyarme en la pared por miedo a reci-
bir una descarga, así que sigo el ejemplo de Emmera y me siento. Vite-
lotte hace lo mismo a mi derecha, pero todo lo que puedo ver es su espal-
da.
Pierdo la noción del tiempo. Puede que llevemos aquí setenta y dos
horas o una semana. Es difícil saberlo cuando las luces permanecen si-
empre brillantes y no marcamos los días. Las palpitaciones de mi cráneo
se convierten en golpes de dolor, el ruido de mi estómago se convierte en
espasmos y las membranas de mi garganta se vuelven tan secas que se
pegan. Mi corazón se resiente por una señal de que el Príncipe Kevon ha
sobrevivido.
Unos pasos resuenan a lo lejos y me pongo en pie. Mi corazón late a
un ritmo rápido e irregular y mis manos no dejan de temblar.
La persona que sale de la esquina no es el verdugo real, sino un homb-
re alto vestido con una armadura negra de Amstraadi que choca con su
pelo rubio y sus ojos azules cristalinos.
—Mouse —susurro.
—Las tres damas de la cosecha parecen estar en un aprieto —dice con
una sonrisa.
—No.
Alguien bufa. —Tienes que ser más específica. —Lady Circi suena
impaciente haciéndome preguntar si este suero de la verdad tiene un lí-
mite de tiempo—. ¿Qué estaba haciendo la señorita Ridgeback la última
vez que la vio?
—Dejó la diligencia para perseguir a Zea—Mays Calico.
—¿Por qué? —pregunta la voz masculina, que estoy segura de que es
el padre de Berta.
La luz del sol poniente entra a raudales por las altas ventanas en el la-
do derecho del espacio. En cuanto la puerta se cierra, el alivio afloja los
músculos de mi pecho y exhalo un largo suspiro. Paso a trompicones por
el sofá de terciopelo y las sillas del comedor para llegar a la cama, donde
me derrumbo boca abajo en un nido de almohadas y gimo.
Georgette vuelve con una caja de cartón decorada con dibujos de co-
cos. Respira con fastidio, la apuñala con una pajita de plástico y me lo
pone delante de la cara. —Desde que Ingrid volvió de su cautiverio, ha
estado con el príncipe.
—¿Por qué? —Asiento con un gesto de agradecimiento y tomo la be-
bida proferida.
El exterior del cartón está frío y, cuando saco su contenido de la pajita,
el sabor a coco inunda mi boca. Es dulce y, de alguna manera, más ref-
rescante que el Agua Ahumada. El líquido fresco humedece mi lengua
seca y se desliza por mi garganta, haciéndola sentir menos como tierra
reseca.
Forelle aprieta los labios. —Byron Blake está desesperado por presen-
tarlos como una pareja predestinada, separada por la tragedia. Ese video
que siguieron poniendo mientras ella no estaba no ayuda.
Mis cejas se fruncen. —¿Video?
Georgette agita la mano. —Un montaje de momentos románticos que
supuestamente compartió con el Príncipe Kevon.
Trago mi agua de coco, recordando ese montón de estiércol de caballo
que incluía a Ingrid sustituyéndome en nuestro casi beso en la fuente y
mi pelea con los secuestradores. Han pasado tantas cosas desde entonces
que se desvanece en la insignificancia.
—¿Sabe el Príncipe Kevon que está ahí? —pregunto.
—Sólo la dejan entrar cuando él está durmiendo —dice Forelle—.
Garrett pasa la mayor parte de su tiempo en el hospital, asegurándose de
que está bien vigilado.
Hace una mueca de dolor. —Lo siento por eso. Mi madre me asegu-
ró…
—No. —Coloco una mano en su amplio pecho—. Sé que intentaste
hacer lo mejor para Géminis, y también conozco los límites de tu poder.
Pero si alguien asesinó a Rafaela a través de su monitor de Amstraad,
¿no podrían hacer lo mismo contigo?
Levanto las cejas. —Apenas hablaste con las otras chicas en mi dili-
gencia.
—Porque te vi —dice con una sonrisa de satisfacción.
Un suspiro exasperado sale de mi pecho. Estoy demasiado preocupada
por dañar el monitor de su columna vertebral como para sacudirlo. —Ke-
von.
Se ríe. —Si hago más de un esfuerzo con las otras chicas, ¿me darás
otra oportunidad?
Bajo la mirada a mi regazo y me muerdo el labio. Es un pensamiento
terrible, pero si no se convierte pronto en el Rey de Phangloria, me veré
obligada a dirigir su atención hacia una de las chicas Nobles.
—Zea, ¿qué pasa? —pregunta.
—¿Su Alteza? —pregunta una voz desde atrás.
Nos giramos en el sofá y encontramos a doce Nobles de pie junto al
ascensor, cada uno con túnicas de color burdeos con adornos blancos.
Reconozco a algunos de la fiesta del jardín y de la Cámara de Ministros,
como Montana y la Ministra de Justicia.
La Ministra de Justicia se adelanta. Es una mujer alta y delgada cuya
piel tensa se estira alrededor de los prominentes pómulos. Su pelo negro
azulado está peinado en una gruesa trenza que envuelve su cabeza como
una corona. Lo único que indica su edad son unas orejas demasiado gran-
des para su cara. Ella frunce los labios y nos lanza una mirada de reproc-
he. Entrecierro los ojos preguntándome si fue ella o la reina quien orga-
nizó nuestra semana de inanición.
—Por favor, vuelvan más tarde —dice el Príncipe Kevon —. Estoy en
medio de un asunto importante.
Trago saliva. Algo en Vitelotte me dice que ella inventó esa historia
sobre Ryce para encubrir a los Corredores Rojos, pero el Príncipe Kevon
tiene razón. El Canal Lifestyle podría haber gestionado mejor el proceso
de selección en lugar de dejar la toma de decisiones hasta el último mi-
nuto.
—¿Por qué?
—Los ministros afirmaron que daría lugar a una amplia sequía genera-
lizada. No lo hará, y esperan que mi padre anule esta reforma. —Sus ojos
brillan con confianza—. ¿Sabías que las raciones de agua se remontan a
antes de que la Gran Muralla se extendiera hasta las montañas?
Sacudo la cabeza.
—Los científicos ecológicos que calcularon las raciones no tuvieron
en cuenta el agua que obtenemos de los almacenes de las montañas.
—Entonces, ¿hay suficiente agua para todos? —susurro.
Él asiente con la cabeza. —En unos meses podré encargar un estudio
independiente sobre nuestro suministro de agua y anular cualquier cosa
que decida la Cámara de Ministros.
Mi corazón se llena de cálida gratitud. Cuando mamá sugirió que me
uniera a las Pruebas de Princesa para hacer una diferencia, me reí de la
idea de que alguien de tan alto nivel en nuestra sociedad escuchara las
palabras de una chica Cosechadora. Ahora, el Príncipe Kevon ha hecho
lo impensable. Con el flujo de agua suficiente para cada familia, habrá
suficiente para que podamos prosperar y cultivar alimentos en casa. Ni
siquiera tendré que contarle a Carolina lo del río subterráneo.
—Gracias por pensar en nosotros. —Mis palabras parecen insuficien-
tes a la luz del gran regalo que ha dado a los Cosechadores—. Vas a ser
un gran rey.
El Príncipe Kevon toma mis mejillas y mira en mi alma con una inten-
sidad que hace que mi corazón dé un vuelco. La yema de su pulgar se
desliza sobre mi labio y un cosquilleo se extiende por mi piel.
—Es tu influencia —murmura—. Estar contigo me hace pensar que
todo es posible. Incluso volver del borde de la muerte.
El calor sube a mis mejillas y bajo las pestañas. —Tú me salvaste pri-
mero, ¿recuerdas?
Sus ojos oscuros siguen el movimiento. Deseo esto tanto como el Prín-
cipe Kevon, pero si digo que sí, podría perder todo el sentido de mí mis-
ma y olvidar el control que su madre tiene sobre mi familia.
Los labios del Príncipe Kevon son oscuros y llenos de un profundo ar-
co de cupido. Se levantan en las esquinas como si siempre estuviera son-
riendo y anhelo sentirlos contra los míos. La reina no dijo que no debía
besarlo.
—Escuché lo que dijiste mientras luchabas por salvar mi vida.
Su voz resuena en mis tímpanos. —Esas no fueron las palabras de una
chica que me considera solo un amigo.
La parte posterior de mis ojos pica con lágrimas inminentes. Fue nece-
sario casi perder al Príncipe Kevon para descubrir la profundidad de mis
sentimientos.
Trago saliva. Si no me besa ahora mismo, creo que mi corazón explo-
tará.
Los días pasan y muy poco sucede hasta que una mañana temprano al-
guien me despierta.
—Zea —dice Georgette—. Quieren a todas listas para el próximo de-
safío.
Abro un ojo. La luz del sol de la mañana entra a raudales por las ven-
tanas de la pared de la izquierda. Es tan brillante que arroja a la otra chi-
ca en la sombra. Entrecierro los ojos para enfocar sus rasgos.
—¿Qué pasa?
—El Hospital Real acaba de dar de alta al Príncipe Kevon.
—¿Qué? —respondo.
—Me preguntaron si estabas enamorada de otro.
Miro fijamente sus ojos grises y tardo unos cuantos latidos en darme
cuenta de que está hablando del interrogatorio. —¿Qué dijiste?
—Me inyectaron algo, y no pude decir nada más que la verdad.
Los nudos de mi estómago se tensan. Si la botella que Mouse le dio a
Emmera no contenía un antídoto, ¿qué significa eso sobre las respuestas
de Vitelotte? Ella es demasiado sensata para apuñalar a un príncipe sólo
para demostrar su amor a Ryce, pero podría hacerlo como mártir de la re-
volución. ¿Y qué diablos sabe Emmera sobre mí que podría revelar a
Lady Circi? Me acerco, esperando que responda a mi pregunta.
Ella tira de su cuello. —Les dije que no lo sabía, pero no dejaban de
preguntarme si creía que estabas enamorada de alguien o de quién podrí-
as estar enamorada.
—¿Qué más preguntaron?
—Nada sobre la persona que realmente apuñaló al príncipe —susur-
ra—. Solo de ti.
—Oh. —No me sorprende que estén tratando de sacar a relucir cosas
de mi pasado para demostrar que ya tengo novio. Dejo que lo intenten.
Los únicos hombres con los que paso tiempo en público son papá y Ke-
von.
Menos de una hora después, el vehículo se detiene e Ingrid entra. To-
das las conversaciones se detienen e Ingrid nos lanza a todos una sonrisa
triunfante antes de volver a su asiento. Byron llama a Sable para que to-
me su turno de té con el príncipe. La chica Amstraadi sale del vehículo y
nosotros continuamos por la carretera.
Miro fijamente la pantalla en la que están reproduciendo imágenes de
Ingrid bailando con un soldado Amstraadi junto a primeros planos del
Príncipe Kevon con cara de preocupación. Sacudo la cabeza ante el paté-
tico intento de fabricar un romance y desearía que repitieran la desastrosa
primera cita de Ingrid con el príncipe.
Prunella Broadleaf está de pie frente a una pantalla llevando su colla-
rín. Detrás de ella hay un primer plano de guardias fronterizos en lo que
parece la Gran Muralla. Apuntan con sus armas a una multitud de perso-
nas desnudas.
Mi corazón se hunde e intercambio una mirada frenética con Emmera.
¿Es así como los productores de las Pruebas de la Princesa eluden la or-
den del Príncipe Kevon de mantener a las concursantes a salvo?
Uno de los hombres, un bruto con una barba rubia desaliñada, enseña
unos dientes perfectos a la cámara y mueve una lengua negra. Los gritos
de horror llenan la parte delantera del vagón. Un pigmento rojo oscuro ti-
ñe la piel alrededor de sus ojos, y el resto de su rostro está incrustado en
suciedad.
Emmera se inclina hacia mí y susurra:
—¿Son actores?
Frunzo el ceño y miro a los ojos preocupados de la otra chica. La ver-
dad es que es una buena pregunta, teniendo en cuenta lo que hemos visto
en el mercado agrícola. La mayor parte de la gente que vendía productos
eran Artesanos o Nobles, y esa búsqueda de una supuesta Ingrid desapa-
recida estaba formada por gente que Georgette reconocía de la escuela de
teatro.
Veinticinco mil personas componen el Escalón Artesano, pero ¿qué
hacen en realidad? Cinco mil Nobles no pueden necesitar tantos artistas.
Más tarde, una de las chicas consigue almorzar con el Príncipe Kevon,
y aún más tarde, Byron selecciona a otra Noble para compartir la cena
con él.
Emmera y yo intercambiamos miradas irritadas ante una comida de fi-
lete Diane servido con mini patatas asadas en romero y mantequilla.
Byron ni siquiera intenta ocultar su predisposición hacia los Nobles.
Después de la cena, un asistente de producción recoge nuestras bande-
jas y yo deslizo el cuchillo de carne en mi bolsillo. A continuación, una
chica rubia Amstraadi visita al príncipe. Cuando regresa, Byron se sitúa
al frente y da una palmada para llamar nuestra atención.
—Estamos a punto de llegar al Fuerte Meeman—Shelby, donde el
Príncipe Kevon pasará la noche para su control sanitario.
La preocupación me oprime el pecho y aprieto mi botella de agua. ¿Se
ha esforzado demasiado?
—¿No vendrá a los Barrens con nosotros? —pregunta Ingrid.
—Su Alteza también tiene un compromiso previo en la Región de los
Cosechadores —responde Byron.
Me vuelvo hacia Emmera, que se queda con la boca abierta. Esto debe
estar relacionado con el destierro de Vitelotte. Meeman—Shelby está en
la frontera de Rugosa y Panicum.
—¿Qué podría querer un príncipe en ese remanso? —pregunta otra
chica Noble.
Sólo cincuenta mil personas viven en los Barrens. Mamá dice que se
reúnen cerca de los Fuertes, donde hay suministro de comida y agua, pe-
ro Firkin vivía en las montañas. No entiendo por qué Phangloria sigue
moviendo sus fronteras por el desierto cuando ya hay tanta tierra impro-
ductiva y desolada dentro de la Región de los Cosechadores.
La pantalla se apaga y todas las luces del vagón se atenúan. Cierro los
ojos y envuelvo los dedos alrededor del cuchillo de carne que guardé de
la cena, por si acaso alguien ataca mientras duermo.
Nuestro guía es un hombre de pelo negro con un rostro sin edad que
lleva un traje caqui. Nos explica que nos estamos acercando a lo que so-
lía ser la Puerta de Dallas de la Gran Muralla, pero que se ha desplazado
treinta millas en el último siglo, y ahora la Puerta está en un lugar llama-
do Fort Worth.
Cuando la camioneta rodea una alta duna de arena, aparecen puntos de
color en una colina lejana. Me inclino hacia delante y frunzo el ceño al
ver tonos verdes, azules y rojos que no aparecen en la naturaleza, y muc-
ho menos en el desierto.
—¿Qué es eso? —pregunto.
—Uno de los asentamientos de Expósitos —dice nuestro guía—. Des-
pués de pasar el proceso de descontaminación, son libres de vivir en cu-
alquier parte de los Barrens.
Mientras nos acercamos, puedo distinguir que los colores son los lados
del edificio. —¿Cuánto tiempo lleva eso?
Ingrid se gira y enseña los dientes. —¿Por qué tienes que hacer tantas
preguntas molestas?
El guardia que está sentado ante los monitores se levanta y hace una
seña a uno de los guardias del telescopio para que traiga otra silla. —Se-
ñorita, ¿quiere ver?
Constance asoma la nariz y se une a Ingrid en los asientos. Mientras
los demás nos reunimos a su alrededor, los guardias nos traen botellas de
Agua Ahumada y preguntan a las chicas Noble si prefieren algo más ref-
rescante. Ellas piden una bebida llamada Oasis Palmtree.
Una vez que llegan las bebidas, el guardia da un golpecito en la pantal-
la del medio y saca la imagen de un vehículo que aparece en el monitor
del medio. Las chicas Amstraadi y yo nos inclinamos hacia delante, y re-
sisto el impulso de poner las manos en el respaldo de la silla de Constan-
ce.
Sólo puedo decir que es un vehículo porque se mueve muy rápido y
crea nubes de polvo. Es difícil saber el tamaño, pero es marrón y parece
más grande que una camioneta y más pequeño que un autobús.
Me quedo con la boca abierta, pero es Constance quien habla primero.
—¿Han evolucionado los salvajes?
—Son Expósitos, idiota —suelta Ingrid.
—Así es, señorita Strab —dice el guardia—. La mayoría de los Expó-
sitos llegan a pie, pero algunos llegan a lomos de animales, y unos pocos
consiguen improvisar vehículos.
Nuestro profesor de Historia Moderna nos dijo que ninguna tecnología
sobrevivió a la serie de desastres que destruyeron la Tierra. Me imaginé a
los Expósitos como nómadas que tuvieron la suerte de tropezar con
Phangloria. ¿De dónde iban a sacar autos después de tanto tiempo, y qué
iban a utilizar como combustible?
—¿Cómo? —La pregunta se me escapa de la boca.
Trago un bocado de agua con sabor a fresa para calmar mi garganta se-
ca. —¿Qué pasa cuando la gente se acerca a la Gran Muralla?
—Eso depende de si son homo sapiens u homo ferox —responde el
guardia.
Los camellos sin jinete corren detrás de los de delante, cada uno apila-
do con bolsas. Espero que no hayan perdido a sus jinetes.
Sable detiene el vehículo y se retuerce en su asiento. —Katana y Tizo-
na les darán cobertura. Tienes tres minutos antes de que la torre de vigi-
lancia abra fuego.
Abro la puerta, aprieto los dientes ante la ráfaga de aire caliente y salto
de la furgoneta. El calor de la arena se filtra a través de mis botas, y el
olor a polvo y tierra seca llena mis fosas nasales. Katana, que se sienta
detrás del asiento del conductor, abre su puerta y yo corro hacia los jine-
tes que se acercan.
—Hola —grito.
—¿Qué? —grita.
Me subo al asiento del copiloto y enrosco los dedos en la manilla. —
No te acerques a las puertas porque no se abrirán. Te rodearán hombres
salvajes y te arrastrarán…
Se me corta la respiración por la emoción. —Te arrastrarán del camel-
lo y te comerán. Si puedes perderlos, vuelve a las puertas más tarde, pero
no puedes entrar con tu rebaño.
—Están aquí —gruñe Sable—. ¡Cierra esa miserable puerta!
Tiro de la manija, cierro la puerta de golpe y miro por el parabrisas pa-
ra encontrar a los salvajes a menos de trescientos metros de distancia. Un
par de camellos atados se precipitan hacia la izquierda, pero un grupo de
salvajes se escapa y persigue a los animales.
Sable hace girar el vehículo y yo miro a los hombres salvajes por el es-
pejo retrovisor. Están desnudos, llevan huesos como adornos y parecen
saltar en el aire. Sus largos mechones vuelan como hebras de seda mient-
ras se mueven. Un escalofrío me recorre la espalda. ¿Cómo pueden unos
pocos siglos cambiar el curso del desarrollo humano?
Byron intenta que vuelvan a sus asientos, pero no hacen caso a sus pe-
ticiones de calma. La puerta trasera se abre con un silbido y los asistentes
de producción que no llevan cámaras salen a toda prisa hacia una gran
furgoneta. No sé si intentan escapar o están desesperados por editar las
imágenes de lo que se está convirtiendo en una pelea de gatas unilateral.
Una hora más tarde, el auto se detiene en Fort Tyler, donde Byron se
une a nosotras para un almuerzo tardío en el comedor. Picoteo mi comida
y hago caso omiso de las quejas de las otras chicas sobre cómo Ingrid
probablemente ha conseguido una habitación mejor para ella.
Conducimos durante todo el día y la mayor parte de la noche, sólo pa-
rando para que los asistentes de producción traigan la cena. El Canal Li-
festyle emite los momentos más destacados de las citas con el Príncipe
Kevon. Mientras los Nobles coquetean con el príncipe, las chicas Amst-
raad le cuentan sus luchas por cultivar alimentos en un paisaje ártico.
Sus reportajes sobre el último desafío se centran en la destreza de Ing-
rid con la pistola, con comentarios sobre su valiente esfuerzo por prote-
germe de mi propia estupidez al enfrentarme a una horda de salvajes
hambrientos. Cierro los ojos y dejo de prestar atención.
Las manchas llenan mi visión y las nubes llenan mi cabeza. Mis dedos
se enroscan alrededor del atril y me esfuerzo por no unirme a Vitelotte en
el suelo.
Una mano delgada me rodea el brazo. No necesito mirar por encima
del hombro para saber que pertenece a Lady Circi. —Sigue leyendo.
Los músculos de mis piernas tiemblan tanto que me agarro a los bor-
des del atril para no caerme. La multitud ruge lo bastante fuerte como pa-
ra que me piten los oídos, y su volumen se ve acentuado por los disparos.
Las lágrimas me escuecen y no puedo dejar de parpadear. Siento un
cosquilleo en las fosas nasales que me resulta familiar y desagradable. A
nuestros pies, volutas de humo blanco se filtran por los huecos entre la
gente, que deja de moverse. Inhalo una bocanada de aire y me lleno las
fosas nasales con el aroma de las cebollas. Tiene que ser el gas de cepa
que Prunella Broadleaf vertió en la habitación que compartía con Gémi-
nis y Berta.
—Zea—Mays. —Carolina levanta la cabeza y se encuentra con mis
ojos, con el rostro retorcido por la angustia—. No dejes que…
Uno de los guardias le da una patada en la nuca y ella cae de bruces en
el escenario. El shock me golpea en las tripas. Retrocedo y me agarro el
rostro. No puedo desafiar a la Reina Damascena ayudándoles. Vitelotte
se arrastra hasta el cuerpo caído de Carolina. El guardia le apunta con un
electroshock, pero ella le coge el pie y lo arrastra al suelo.
Su padre pisa la caja torácica del guardia caído, haciéndole gritar. Otro
guardia se abalanza sobre él con el puño en alto. El Sr. Solar carga contra
su atacante y lo derriba entre la multitud.
Con una ovación triunfal, se lo tragan en una lluvia de patadas, y la
multitud brama pidiendo sangre.
Los espasmos me oprimen el corazón y apenas puedo concentrarme en
las palabras que aparecen en la pantalla. Un guardia a mi izquierda dispa-
ra a los Cosechadores que suben por las escaleras del escenario, y me tra-
go un grito. Pase lo que pase, tengo que terminar este discurso.
Antes de que pueda leer las palabras en la pantalla, un guardia me
agarra de la muñeca y me echa por encima del hombro.
Mi estómago se tambalea y un grito sale de mis labios. Atraviesa el es-
cenario como un loco, asegurando mi pierna a su pecho con un brazo
musculoso. Con mis últimas fuerzas, agito las piernas, tiro de su máscara
de gas y golpeo mis puños contra su armadura, pero él sólo aprieta más.
Un sudor frío recorre mi piel. Si no vuelvo a ese escenario, significará la
muerte para Vitelotte, Carolina, su padre, su hermano y esos bebés.
Suenan unos silbidos debajo de nosotros y me vuelvo hacia la multi-
tud. Las volutas de humo blanco se convierten en nubes opacas que en-
vuelven a la masa de alborotadores, que dejan de gritar para toser y aho-
garse. El humo me llena la boca y me quema la parte posterior de la gar-
ganta. Las lágrimas me empañan los ojos y no puedo ni siquiera frotarme
el escozor. Aunque me liberara, no podría estar de pie en el escenario, y
mucho menos ver el monitor.
—Eso fue muy concienzudo por parte de la dama de armas. —Mi voz
suena como si viniera de lejos. A veces, es difícil saber lo que Lady Circi
está pensando. ¿Está preocupada por su seguridad o por perder la influ-
encia de la Reina Damacena sobre mí?
—¿Qué va a pasar con ellos? —Pregunto.
Hace una pausa. —Podemos traerlos de vuelta, pero algunos de los ot-
ros Cosechadores podrían descargar su ira contra tu familia por las reci-
entes reformas.
Trago saliva. —¿Puedo verlos?
—Por supuesto. —El Príncipe Kevon me pone una mano en la parte
baja de la espalda y me guía hasta el coche.
El viaje de vuelta al fuerte es silencioso, con la mirada fija en mis ma-
nos, preguntándome cómo reaccionará la Reina Damascena. El Príncipe
Kevon mira fijamente el cuaderno y suspira. Supongo que acaba de des-
cubrir el lado monstruoso de la personalidad de su madre que reserva pa-
ra los demás.
—Él te hizo, por lo que debe haber tenido algunos buenos puntos.
El Príncipe Kevon se ríe y me besa la frente. Inclino mi cabeza hacia
arriba y lo miro a los ojos. El anhelo en su mirada retuerce mi corazón.
Es como si pensara que algún día me escaparé de su alcance. Tal vez sea
por mis rechazos anteriores. Tal vez crea que me voy a quedar con él
porque lo apuñalaron y ahora porque su padre está muerto, pero no es
así.
—Estaré aquí para ti todo el tiempo que me necesites —le digo.
La comisura de sus labios se curva en una sonrisa. —¿Y si eso es para
siempre?
Mis dedos se enroscan alrededor de la tela de su chaqueta. —¿Qué tal
para siempre y un día?
El Príncipe Kevon retrocede unos centímetros. Se me corta el aliento.
¿No me cree? Baja las pestañas espesas y oscuras, ahueca mi mandíbula
con su mano cálida y me pasa la yema del pulgar por el labio inferior. El
toque traza una línea de placer que hace que mis párpados se cierren.
—¿Puedo besarte? —Su voz profunda hace eco a través de mis senti-
dos y hace vibrar mis nervios.
Mi corazón salta varios latidos como si no supiera si quiere regocijarse
o escapar.
Me lamo los labios con anticipación. —No es necesario que preguntes
nunca.
Se inclina hacia mí, envolviéndome en su esencia de vainilla y nuez
moscada. El calor de su aliento contra mi piel se siente como una caricia
caliente, y mis labios se abren para el beso. Después de varios latidos fre-
néticos, no pasa nada.
—¿Qué estás haciendo? —Lo miro a través de mis pestañas.
—Bebiéndote. —Los ojos del Príncipe Kevon son en su mayoría neg-
ros con un pequeño anillo de color azul vaquero—. Incluso cubierta con
una chaqueta de hombre de gran tamaño, es imposible reprimir tu belle-
za. —Desliza sus dedos sobre mi mandíbula y mi cuello con una intensi-
dad en sus ojos que me dice que quiere decir cada palabra.
Tragando, miro hacia otro lado y fijo mi mirada en los tomos de cuero
en la estantería. Cuando me miro en el espejo, no veo esto… ¿cómo me
llamó en el baile? El resplandor de Gaia, no contaminado por mejoras
quirúrgicas.
—Esta noche es luna llena —dice Lady Circi desde detrás de la cami-
oneta.
Los pasos del Príncipe Kevon vacilan por un momento, pero pasamos
junto a una flota de automóviles y camionetas hasta una puerta de seguri-
dad. Escanea la retina y la huella de la mano del príncipe antes de permi-
tirnos entrar en una escalera oscura.
Tan pronto como se cierra la puerta, se encienden luces brillantes. Su-
bo las escaleras con el príncipe y le pregunto—: ¿Qué pasa en la luna lle-
na?
—Los funerales reales tienen lugar cuando la luz de la luna está en su
punto máximo. —Coloca una mano en la barandilla mientras me guía por
los escalones—. Según la Biblia de Gaia, aquí es cuando el poder de la
diosa Selene está en su máxima expresión.
El Príncipe Kevon explica que Selene necesita luna llena para llevar el
espíritu real a través del cielo hasta Gaia. Si no entierran al Rey Arias es-
ta noche, tendrán que esperar otro mes. Durante ese tiempo, la Reina Da-
mascena reinará sobre Phangloria y tendrá el poder de escoger su novia.
Un escalofrío recorre mi espalda al pensar en esa mujer gobernando
cualquier cosa. Ella ya abusa bastante de su poder y no necesita más.
Cuando llegamos a lo alto de las escaleras, el Príncipe Kevon respira
con dificultad. Hago una pausa para preguntarle si está bien, pero él ni-
ega con la cabeza y dice que son solo nervios.
Mientras continuamos por los pasillos, los sirvientes del palacio a los
que pasamos visten de blanco, lo que el Príncipe Kevon explica que es
una celebración para el Rey Arias que asciende al reino de Gaia. Quiero
preguntar qué creen los devotos de Gaia que les sucede a las almas de
aquellos que no son de la realeza, pero ahora no es el momento.
—Es difícil creer que puedas leer —dice arrastrando las palabras.
—¿Qué quieres? —Chasqueo.
Ella retrocede. —¿Es así como le hablas a la Reina Regente de Phang-
loria? Podría ejecutarte por traición.
Su farol flota sobre mí como una semilla de diente de león en la brisa,
y miro mi reloj imaginario. —¿Crees que podrías organizar mi juicio y
mi sentencia antes de que salga la luna?
Muestra sus dientes perfectos y ensancha sus fosas nasales. La Reina
Damascena podría haberme intimidado antes, pero su reinado de amena-
zas y terror termina en el momento en que el Príncipe Kevon se convierte
en regente. Da un paso adelante hasta que el calor de su ira calienta mi
piel y el aroma de su perfume de mandrágora me pica en la nariz.
—Claro.
Apoyo mis antebrazos en el mostrador blanco y miro mi reflejo. Las
manchas rojas todavía marcan mis mejillas, la cuenca del ojo izquierdo
se hincha y mi cabello parece atrapado en una tormenta de arena. Detrás
de mí cuelga una bolsa de ropa que me recuerda lo que los Guardianes de
la Eliminación Tóxica usaban para envolver el cuerpo de Rafaela.
—¿Estás herida? —pregunta.
—Yo… —Tengo que hacer una pausa para responder a esa pregunta
porque la adrenalina todavía corre por mis venas y adormece todo excep-
to mis ojos doloridos.
Mi garganta se siente como si hubiera tragado bocados de arena. A
medida que fuerzo las respiraciones profundas dentro y fuera de mis pul-
mones, el ardor de mi cuero cabelludo se intensifica, junto con un dolor
agudo en mi intestino. —He estado peor.
—Vamos a sacarte ese uniforme —dice Georgette.
Asiento y jugueteo con los botones de mi camisa prestada. ¿Qué va a
pasar con mamá y papá? Mi mente se acelera al ver cómo permití que la
situación con la reina empeorara. ¿En qué diablos estaba pensando para
pelearme con tres mujeres?
La Reina Damascena pidió lo imposible. No hay forma de que pueda
decirle al Príncipe Kevon que se case con otra persona y hacer que escuc-
he. Ya fue bastante difícil disuadirlo de perseguirme. Debe haberse senti-
do frustrada por su inminente pérdida de poder y vino a mi habitación
para resolver su resentimiento.
Mientras Georgette aparta mis manos de los botones y desabrocha la
chaqueta, me explica que llamó al Príncipe Kevon para que regresara a
mi habitación en el momento en que llegó la Reina Damascena. Aprieto
su mano y le doy las gracias con voz ronca.
Alguien llama a la puerta y nos ponemos rígidas.
—Deja que los guardias respondan. —Georgette me arroja un albor-
noz y camina delante de mí a través del dormitorio y hacia la puerta—.
Pero vamos a estar preparadas en caso de que regrese.
Dejo que la chaqueta caiga al piso y me envuelvo en la bata. La tela de
toalla se siente como nubes contra mi piel irritada, y paso sigilosamente
por los armarios y asomo la cabeza en la habitación.
Los sirvientes ya se han enderezado y se han ido. Uno de los guardias
con uniforme blanco está parado en la pared del fondo frente a la puerta,
mientras el otro habla con quien llamó.
—¿Qué está sucediendo? —susurro.
—Es otra chica de las Pruebas, Señora —responde la guardia.
—Oh. —Ato la parte delantera de mi bata y cruzo la habitación, pre-
guntándome si Emmera llegó alguna vez a Rugosa.
El guardia de la puerta se hace a un lado, revelando a Ingrid Strab, to-
davía con su camisa y pantalones caqui de los Barrens. Un lado de su ca-
ra todavía está un poco hinchado desde que le pisotearon la cabeza, pero
no hay señales de los moretones. Por una vez, ha perdido la arrogante se-
guridad en sí misma y se para con las manos entrelazadas.
—¿Zea—Mays? —Ingrid da un paso adelante—. ¿Puedo pasar?
Suena como una amenaza, pero hay una verdad en sus palabras que re-
tuerce mis entrañas en nudos dolorosos. Suavizo mis rasgos, me doy la
vuelta y camino de regreso al espejo. Sea cual sea el juego que esté
jugando Ingrid, no me interesa.
—Piénsalo —me dice Ingrid a mi espalda—. Si me dejas casarme con
el príncipe, puedes tenerlo tanto como quieras. Incluso te concederé el
honor de dar a luz al heredero real.
Una pelea estalla detrás de mí. No me estremezco, no me doy la vuel-
ta. La puerta se cierra de golpe, seguida por el chillido de indignación de
Ingrid. La comisura de mis labios se curva en una sonrisa. Incluso Ingrid
me reconoce como una persona de influencia.
Sigo al baño y me doy una ducha larga y caliente. Elimina la sal, la
arena y el sudor que aún se adhieren a mi piel del desafío anterior. El
jabón con aroma de albaricoque llena mis fosas nasales y relaja mis mús-
culos.
Quizás ahora que el Príncipe Kevon ha amenazado con desterrarla de
la corte, la Reina Damascena no atacará a Mamá y Papá. Además, ningu-
no de esos guardias querría ser ejecutado por seguir las órdenes de una
futura reina viuda.
Después de lavarme el pelo con un champú de melocotón y un enju-
ague de madreselva, me seco y regreso al vestidor, donde Forelle se apo-
ya en un armario y charla con Georgette. Lleva un mono verde esmeralda
que brilla como la seda y complementa su cabello rojo.
—¡Zea! —Forelle se apresura hacia adelante y me envuelve en un fu-
erte abrazo—. Lo siento mucho. Georgette me acaba de contar lo que pa-
só con la reina.
El edificio más adelante es una cúpula plateada que brilla aún más que
el palacio. La luz de la luna atrapa su techo metálico y las altas columnas
que sostienen la estructura brillan con una luz interna.
—¿Es aquí donde se casó la princesa? —pregunto.
Forelle abre la mano y la luz fluye de su nuevo brazalete. Pulsa algu-
nos comandos en las imágenes de la palma de la mano y explica que este
nuevo monitor de salud también contiene NetFace.
—Este es el Templo de Gaia original —dice—. El Hierofante vive
dentro de la colina.
Mis cejas se juntan. —¿Cómo sabes tanto sobre esta tecnología?
—Cuando no paso tiempo contigo o con Garrett, Eden me muestra el
Oasis.
Mientras los devotos guían a las niñas al frente a los asientos en la par-
te de atrás, pronto llega nuestro turno de encontrar nuestros lugares. Fo-
relle y yo nos presentamos, luego un anciano con túnica blanca da un pa-
so adelante y nos guía alrededor de la parte posterior de los pilares a tra-
vés de un pasillo oscuro.
Garrett se pone de pie y nos indica que nos sentemos a su lado. Quiero
preguntarle si está seguro de que se nos permite pasar al frente, pero Fo-
relle se sienta en el asiento.
Se inclina hacia adelante y me mira a los ojos con el ceño fruncido. —
Zea, me enteré de lo que pasó. ¿Estás bien?
Estoy demasiado nerviosa para hacer otra cosa que asentir. La mirada
de Garrett se mueve en algún lugar por encima de mi hombro, y me doy
la vuelta para ver quién ocupará el asiento junto al mío.
Dos figuras se colocan en el espacio entre la columna más cercana. Un
acomodador, y el Príncipe Kevon, que viste una chaqueta naval blanca
con botones plateados y adornos que contrastan con su piel y cabello os-
curos. Mi respiración se detiene mientras camina hacia mí, pero cuando
se agacha en el asiento junto al mío, las apretadas bandas de tensión alre-
dedor de mi pecho se aflojan.
Agarro su mano y resisto el impulso de besarlo.
—Gracias por venir. —Sus ojos se suavizan y una sonrisa nostálgica
riza sus labios que disuelve todas mis dudas—. Significa mucho para mí,
considerando todo lo que mi madre ha hecho para sabotearnos.
Quiero decirle que me quedaré a su lado para siempre, cuando un coro
de voces masculinas resuena por la cámara. Los sonidos son tan profun-
dos y resonantes que mis huesos vibran. Miro a mi alrededor para en-
contrar figuras en blanco de pie en los espacios entre los pilares.
El Príncipe Kevon explica que los devotos de Gaia también son des-
cendientes directos de Gabriel Phan, el hombre que fundó Phangloria.
Hace un gesto a un hombre mayor en la parte superior de las escaleras
con una túnica plateada que brilla a la luz de la luna y dice que es el Hi-
erofante, que presidirá el funeral.
Entrelazo mis dedos con los del Príncipe Kevon y me obligo a mante-
nerme firme a su lado como un igual, alguien que lo apoyará en los tiem-
pos difíciles que se avecinan, y no una campesina débil que necesita ser
rescatada constantemente.
—¿Estás listo? —murmuro.
Se vuelve hacia mí con una sonrisa tensa y asiente.
—Vamos. —Doy el siguiente paso por las escaleras.
En la parte superior, giramos a la izquierda y continuamos por una pe-
queña pasarela hacia el Hierofante, un hombre bajo de unos sesenta años,
que nos sonríe con ojos compasivos. Podría haber descendido de Gabriel
Phan, pero las profundas arrugas alrededor de sus ojos me recuerdan a
los viejos y jubilados hombres Cosechadores.
El Hierofante se hace a un lado, dándonos espacio para acercarnos al
cuerpo, que yace en una alcoba.
El Rey Arias no se parece en nada al moribundo que vi en la habitaci-
ón oculta. Quien lo preparó le ha quitado los capilares oscuros, ha nivela-
do sus mejillas hundidas y le ha vuelto a agregar la barba. Discos blan-
cos, pintados para parecerse a la luna, yacen en sus ojos. No sé nada sob-
re la cirugía rejuvenecedora o el embalsamamiento, pero ahora se ve
exactamente como el hombre que vi en OasisVision el día que me inscri-
bí en las Pruebas de Princesa.
—¿Mouse?
—Como insinué antes, Señorita Calico, tenemos pocos minutos antes
de que los devotos de Gaia averigüen cómo hemos saboteado su ilumina-
ción y acústica. Su familia, sin embargo, no puede darse el lujo de perder
tiempo.
Sus cejas se elevan y tuerce sus delgados labios en una sonrisa diverti-
da. —¿Cómo puedo confiar en que cumplirás tu promesa cuando pides
tan poco?
Los puntos rojos se separan, lo que implica que hay dos vehículos. Ca-
da uno se detiene frente al punto blanco. Mouse toca la tableta, mostran-
do una pantalla dividida en cuatro imágenes. Imágenes del exterior de mi
casa, imágenes de un automóvil pequeño y una camioneta grande, la co-
cina y la vista desde lo alto de las escaleras.
En el cuadro superior izquierdo, figuras oscuras salen de un automóvil
negro, cada una con armas que brillan a la luz de la luna.
Una daga de pánico blanco atraviesa mi corazón. —Por favor, sálva-
los.
—¿Sabes lo que la República de Amstraad envía a Phangloria a cam-
bio de cultivos? —pregunta el embajador.
—Día de las bromas de abril, Señorita Calico —dice entre risas jade-
antes—. ¡No he visto una reacción como la tuya en años!
Trago saliva varias veces en rápida sucesión a medida que las palabras
se asimilan. Este fue un truco para que la gente pudiera reír y sintonizar
las Pruebas de Princesa por más. —Pero…
—¿Y todos dijeron que no? —Troto para mantener el ritmo de sus lar-
gas zancadas.
Mouse ralentiza su paso, lo que me permite caminar a su lado. —Sus
acuerdos siempre venían con solicitudes poco razonables, como entrenar
a sus Guardianes en nuestras técnicas.
Corro hacia el divisor que separa la parte trasera de la limusina del la-
do del conductor y golpeo la ventana con el puño. El coche sigue acele-
rando por las calles de Oasis, ajeno a la difícil situación del Príncipe Ke-
von.
Se me caen los ojos y pienso en la advertencia de Lady Circi cuando
subí al camerino móvil de la Reina Damascena. Varios días después, re-
suena en mi cráneo.
No bebas el champán.
Capítulo 20
¿Lo harían?
Mi pecho se aprieta y respiraciones rápidas entran y salen de mis pul-
mones. Mi cabeza da vueltas y mis extremidades se convierten en plomo.
Si alguien me toca, voy a rodar de esta silla y golpear el suelo.
—Está despertando —dice una voz femenina desconocida.
—¿Deberíamos empezar? —La impaciente voz de la Reina Damasce-
na atraviesa mi pánico.
El odio se dispara a través de mi pecho. ¿Qué va a hacer ahora, tortu-
rarme?
—Al menos espera a que la chica abra los ojos —dice una voz que
creo que pertenece a Montana.
Con una fuerte bofetada, un dolor punzante se extiende por mi mejilla
izquierda. Mis ojos se abren de golpe y miro fijamente a los maliciosos
ojos violetas de la reina.
—Ahí —dice con los dientes apretados—. Ahora, está despierta y lista
para su juicio.
Delante de mí hay una silla de respaldo alto que se parece a la que sos-
tiene mi espalda, y a mi derecha hay filas escalonadas de seis asientos de
cuero, ocupados por Nobles con túnicas blancas idénticas. Podría haber
veinticuatro o treinta de ellos. No me detengo a contar porque una pared
entera a mi izquierda muestra las palabras, “JUICIO DE ZEA-MAYS
CALICO”.
—¿De qué se trata esto? —pregunta el Ministro de Justicia.
Se sienta entre Montana y el padre de Ingrid con los brazos cruzados
sobre el pecho. Las palabras de la mujer me dan esperanza, ya que parece
que la Cámara de Ministros ya no me considera la misma Cosechadora
impotente que electrocutó en su banquillo de los testigos.
—Envenenar a la prometida del regente y retenerla contra su voluntad
es traición —añade el padre de Ingrid—. Nadie discutirá su caso si el
Príncipe Kevin exige su ejecución.
Los tacones hacen clic en el suelo de piedra detrás de mí, y la Reina
Damascena se para en medio de la habitación con las manos en las cade-
ras. En el momento en que ella diseñó el envenenamiento de su hijo y mi
secuestro, se puso un traje de pantalón color marfil con una camisa con
volantes.
Ella se vuelve hacia su audiencia. —Como ex reina consorte, es mi de-
ber informar a los Ministros de la Cámara del estado mental inestable del
regente.
—Tendrás que profundizar más que su mala elección en las mujeres
—dice el padre de Ingrid—. Dudo que estar tirado en la parte trasera de
una limusina, sufrir los efectos de tu veneno cuente como inestabilidad.
Los otros ministros se ríen.
Reduzco la respiración y me obligo a concentrarme. Probablemente
estemos en una habitación dentro del edificio de la Cámara de Ministros,
pero lo que es más importante, estas personas no se toman en serio a la
Reina Damascena. Me hundo aún más en mi asiento mientras la inyecci-
ón afloja mis músculos. Los ministros tampoco exigen mi liberación.
—¿Qué le pasa a ella? —El Príncipe Kevon continúa bajando los esca-
lones, pasa junto a los ministros boquiabiertos y se detiene a mi lado—.
¿Por qué no puede hablar? ¿Por qué nos drogaste?
Las lágrimas ruedan por mi mejilla y la tensión alrededor de mi pecho
comprime mis pulmones al tamaño de mi puño. La Reina Damascena ti-
ene pruebas suficientes para convertir su preocupación en desprecio.
La cabeza del Príncipe Kevon vuelve a la pantalla y cierro los ojos con
fuerza. Ésta es la evidencia más condenatoria de todas.
—Tendrás que intentar algo mejor que eso, madre —dice el prínci-
pe—. Probablemente también has estado detrás de la otra fabricación di-
gital para desacreditar a Zea.
Las balas resuenan en el aire y todos los guardias que rodean al prínci-
pe caen. Garrett se da vuelta. Un grupo de mujeres enmascaradas vesti-
das de negro se precipita hacia nosotros, cada una apuntando con amet-
ralladoras. Arrastran al Príncipe Kevon de regreso a la habitación.
Mi estómago se revuelve. Se parecen a los asesinos que visitaron mi
casa.
Uno de ellos apunta con su arma a Garrett. —Entra y trae a la chica.
—Lo siento, Zea —murmura Garrett y regresa a la habitación.
Alguien más se desploma en mi antiguo asiento, pero su cabeza está
inclinada y solo vislumbro sus rasgos cuando una de las mujeres obliga a
Garrett a sentarse en un asiento en la última fila junto al Príncipe Kevon.
—Bienvenidos de nuevo —dice la Reina Damascena —. Llegan a ti-
empo de escuchar a nuestro próximo testigo. Este es Tauric Krim, el su-
pervisor de la Señorita Calico en los campos de tomates.
Mi corazón se acelera. No sé si Krim es un Corredor Rojo, pero sabe
todo sobre ese guardia al que ataqué.
La reina se vuelve hacia los ministros y sonríe. —La segunda vez que
la Señorita Calico conoció al Rey Arias, visitó su campo de tomates y
trató de secuestrar a su amiga.
Un aliento sisea entre mis dientes. Ella está mintiendo. Ese guardia
que envenené no pudo haber sido el rey. Krim lo habría notado. Forelle
habría mencionado algo. Los guardias nunca habrían perdido el tiempo
arrestando a los cerveceros ilegales de alcohol si un Cosechador hubiera
lastimado al Rey Arias. La Reina Damascena está juntando fragmentos
de la verdad para crear una mentira porque no puede probar que filtré in-
formación sobre la seguridad del palacio.
El Príncipe Kevon gime y Garrett se mueve en su asiento para ver có-
mo está su primo. Finalmente llego a ver al príncipe, que se desploma en
una silla, todavía agarrándose el pecho. Enormes gotas de sudor se adhi-
eren a su frente y su respiración se acelera.
—El Príncipe Kevon necesita ayuda —grita Garrett.
Algunos de los ministros sentados en los asientos delanteros miran a
Garrett por encima del hombro, pero no dan la alarma. Mi corazón se ha-
ce añicos. Tal vez piensen que está mejor muerto. Al menos ahora enti-
endo por qué la Reina Damascena permitió que el cirujano le injertara
fibras sintéticas en el corazón. Son un medio para controlarlo.
La reina se vuelve hacia Krim y le hace una serie de preguntas sobre lo
que sucedió el día en que fue arrestado. Al principio, él no responde, pe-
ro el General Ridgeback agarra su cabello negro y tira de su cabeza, re-
velando un rostro hinchado con moretones.
¿Qué pasa con Mamá, Papá y los gemelos? No puedo preguntar en voz
alta, pero está insinuando que nuestro trato se ha acabado. Me tambaleo
tras él, tirando la botella de agua a un lado. —Espera…
—Lo siento, Señorita Calico —dice desde el pasillo—. Por favor enti-
enda que tengo que hacer lo mejor para la República de Amstraad.
—¿Qué significa eso? —Raspo mientras la puerta se cierra y su meca-
nismo de cierre zumba. El brazalete en mi muñeca vibra y cae al suelo,
pero no puedo concentrarme en eso ahora.
—Confiesa lo que quieran —dice el embajador desde el pasillo—. Y
reza a tu Gaia para que la Reina Damascena sea lo suficientemente mise-
ricordiosa como para atravesar una bala tu cabeza.
—¿Embajador Pascale? —Me tiembla la voz.
Lo que sea que había en esa agua ha adormecido mi reacción, pero pa-
rece que incluso la República de Amstraad creyó en las mentiras de la
Reina Damascena. Probablemente también filtraron todas esas imágenes
de mí a NetFace.
Exhalo una larga bocanada de aire y doy unos cuantos tragos más de
agua de menta que calma mis nervios y despeja los restos de mi miedo.
Si debo morir, todo el mundo conocerá las maquinaciones de la Reina
Damascena. Vuelvo a humedecer mi dedo y recojo el cartón de papel. Se
estremece contra la yema de mi dedo haciéndome temblar.
Potenciadores de la fuerza. Los buñuelos eran analgésicos, el agua me
ha dado una calma y claridad que no he sentido desde el día en que supu-
estamente disparé al rey desde el caqui. El Embajador Pascale se llevó la
primera botella, pero dejó el cartón a propósito.
Rompo una tira del grueso papel y la coloco entre mis labios. Se derri-
te y burbujea en mi lengua liberando una masa de burbujas amargas. Una
descarga de adrenalina recorre mis venas y me levanto del suelo, masti-
cando bocado tras bocado del cartón. Burbujea y se expande en mi boca.
Durante los siguientes minutos, me trago el papel, me quito su sabor
químico con el agua de menta y mi confianza se dispara. Mi mente se re-
monta a la época en la que estaba al lado de Géminis y observaba a las
chicas de Amstraadi practicando sus ejercicios en el jardín. ¿Este poten-
ciador me hará moverme como ellas? Si la respuesta es sí, puede que
sobreviva a este estadio.
El tapón de la botella está a mis pies. Me agacho y lo sostengo entre
mis dedos. Debajo del sello opaco de metal hay unas letras que no puedo
leer. Lo quito para encontrar un disco de papel que dice: SUICIDIO.
El shock me suelta los dedos, el tapón y el disco caen al suelo. El me-
canismo de la cerradura zumba y la puerta se abre. Me tiro al suelo y co-
loco una palma de la mano sobre lo que podría ser mi única vía de esca-
pe.
Levantar los dedos del pie izquierdo hace que la tabla descienda, y el
derecho hace que ascienda. Por fin tengo la oportunidad de asimilar mi
entorno. Estamos en una especie de pantano artificial de árboles que pa-
recen estar de pie en múltiples zancos enredados. Sus frondosas copas
forman un arco sobre el agua y pequeñas luces en sus troncos y ramas
parpadean, que supongo son cámaras.
Los árboles también forman caminos para el agua que corre más como
un arroyo que un pantano. Los pájaros cantan, las ranas croan y las chic-
harras chirrían, pero no hay señales de vida silvestre, excepto por Byron
que no para de hablar. —Este es uno de los cuatro estadios construidos
con la tecnología de los Jardines Botánicos. Es mi primera vez en el
manglar pantano y también la primera vez que soy abducido por una en-
cantadora joven —dice con una risa.
—Byron —gruño.
—¿Sí, Señorita Calico?
—Si no veo a mi madre en los próximos treinta segundos, te mataré.
Mamá mira mi tabla, asiente, pero no suelta su rama. Durante los sigu-
ientes segundos, la convenzo de estirar un brazo. Incluso cuando Scorpio
tiembla y choca contra el árbol, y lo desplaza de un lado a otro varios
metros.
Finalmente, consigo que mamá mueva su pie hacia la tabla, cuando
Scorpio arranca el árbol.
—¡Zea! —Mamá sale volando de la rama en un arco y se estrella cont-
ra otro. Sus brazos golpean las ramas, pero ella aterriza de espaldas en
una maraña de raíces.
—¡Mamá!
Desplazo mi peso hacia la derecha y corro hacia ella.
Varios metros más abajo, Scorpio pisotea las raíces, rompiéndolas con
cada paso. Sus jadeos llenan el aire mientras corremos para alcanzarla
primero.
Un zumbido llega a mis oídos y mis músculos se tensan. Suena como
avispas de Jimson. Algo blanco se arrastra en el borde de mi visión, y
unas garras metálicas me arañan la espalda.
—¡Mamá!
La corriente podría haberla arrastrado a la maleza de cualquiera de
esas plantas. Con su uniforme beige de Cosechadora oscurecido por el
agua, no estoy segura de encontrarla.
Scorpio gruñe y se aleja del agua y se adentra en el espeso crecimiento
de los manglares. Me muerdo el labio y me elevo sobre el dosel. Probab-
lemente alguien le dijo la ubicación de mamá y está tomando un atajo.
Tengo que llegar allí antes que él.
—¿Mamá?
Ella no responde.
La ansiedad me hace un nudo en el estómago. Lo que sea que el Em-
bajador Pascale me haya dado, o bien se ha desgastado o no tuvo en cu-
enta el horror de perder a una madre. Un dron se abalanza sobre mí y me
golpea en la cara y otro me acuchilla.
Con un grito, arqueo la columna vertebral y arranco uno de ellos del
aire. Me deslizo de lado a lado, pero el segundo dron sigue atacando por
la retaguardia. No importa cuántas veces lo golpee, siempre se escapa de
mi alcance. Esta es otra distracción. Quieren que Scorpio alcance a Ma-
má primero.
Cuando miro hacia abajo a través del dosel, Scorpio se ha ido.
El grito de Mamá atraviesa el aire y mi corazón se dispara. Ordeno a la
tabla que se eleve, vuele por encima de los árboles y atraviese la curva.
Una figura flota con la parte superior del cuerpo desplomada sobre un
grueso tronco que baja a toda velocidad hacia una cascada.
—¡Mamá!
Al cruzar el dosel, encuentro a Scorpio corriendo por delante a lo largo
del lecho de raíces. Me abalanzo hacia él.
—Oye —grito.
Sin ni siquiera detenerse, gira la cabeza. La visera que cubre la parte
superior de su cara es demasiado oscura para que nadie pueda ver sus oj-
os o su maquinaria, lo que confirma mi sospecha de que es un dron.
Otro dron surge de entre los árboles, pero no ataca, lo que hace que
mis músculos se tensen en previsión. Han tenido tiempo suficiente para
traer refuerzos, así que ¿por qué sólo nos observan? En el desafío de la
Depresión de Detroit, ellos vinieron a nosotros con un casuario, langostas
y lluvia ácida.
Scorpio nos sigue a lo largo de las raíces a un ritmo constante. Donde
se vuelven demasiado delgadas para soportar su peso, desaparece en la
maleza.
Cuando cruzamos un parche de raíces que se extiende sobre el agua,
no reaparece, pero el zumbido de la maquinaria bajo nuestros pies chis-
porrotea. Mamá susurra. —¿Qué es eso?
Me desplazo hacia la superficie del agua. —El planeador va a fallar.
El agua fría nos golpea desde ambos lados, nos sacude hacia arriba y
abajo, pero nada puede detenernos.
—No lo oigo. —La voz de mamá se mezcla con sus jadeos.
—Su armadura está hecha de algún tipo de metal —digo entre respira-
ciones entrecortadas—. Debe haberse hundido.
Pasan varios minutos. Seguimos a través del agua fría alrededor de las
curvas de los arroyos y los giros hasta que he trabajado a través de los
analgésicos, los potenciadores de la fuerza, y las drogas que alteran la
mente. Ahora, estoy tan miserable y atormentada por el dolor como me
sentía cuando me desperté. Peor, porque los sollozos silenciosos de ma-
má desgarran las fibras de mi alma.
Nunca la he visto ni oído llorar, y quiero arremeter contra todo el mun-
do, empezando por mí misma. ¿En qué demonios estaba pensando cuan-
do acepté esta misión? ¿Qué diablos me poseyó para creer que no habría
repercusiones en mi familia?
Luces tenues brillan desde la distancia, haciendo que parezcan los pri-
meros rayos de sol asomando en el horizonte. Nosotras a la deriva por un
estrecho tramo de agua flanqueado por enjutos árboles con troncos que
crecen directamente fuera del agua y no crean pasarelas de raíces. Están
tan densamente apiñados y forman un dosel impenetrable sobre el agua
que no tenemos opción que ir a la deriva a través de ellos.
Quienquiera que nos esté viendo probablemente ya se haya aburrido, y
algo más está a punto de suceder.
—¿Ha terminado el desafío? —susurra mamá.
Mis cejas se fruncen y las palabras se me atragantan en la garganta. El-
los probablemente no le mostraron la ejecución de Prunella. Mis piernas
van a la deriva inútilmente en el agua mientras me concentro en una for-
ma menos alarmante de presentar la verdad.
—Creo que están escalando.
—Oh. —La resignación en su voz es como un cuchillo contundente en
el corazón.
—¿Zea? —susurra.
—¿Estás bien? —Me pongo de rodillas, envuelvo mis manos alrede-
dor de sus pinzas y las saco del suelo.
Mamá emite un gemido de dolor y se retuerce bajo el peso del monst-
ruo. Mis músculos se tensan mientras pongo a Scorpio a su lado y ella se
libera.
Scorpion no es un dron.
Scorpion es Papá.
Capítulo 23
Caigo de rodillas, un grito sale de mis labios. Papá mira sin vida las lu-
ces artificiales.
—Loam. —Mamá le pone las manos en el pecho y repite su nombre
una y otra vez.
—Tan precisa como siempre —dice la reina desde atrás—. Ella des-
pertó justo a tiempo.
—Gracias, Majestad —dice una voz femenina.
Me pongo de rodillas y vuelvo hacia la puerta. La Reina Damascena y
la Dra. Ridgeback están sentadas en sillones de cuero adyacentes, cada
una con una copa de champán en la mano.
Apoyo mi espalda en la puerta del armario y saco mis brazos del mo-
no. Las dos mujeres me observan en silencio, como si no hubiera nada
que las entretenga en NetFace. Algo zumba en la mesa junto a la reina.
Es una impresora que escupe una carta tras otra.
Sujetando los bordes del mono a mis axilas, saco mi túnica de Cosec-
hadora y me la pongo sobre la cabeza y los hombros sin revelar ni un
centímetro de mi ropa interior. Todo el proceso de vestirse lleva tres ve-
ces más tiempo de lo habitual. Cuando he terminado, la reina me ordena
que me haga una trenza.
Después, arroja las cartas al suelo y se reclina en su asiento. —Memo-
riza estas frases.
Entrecierro los ojos a la luz, sin saber cuánto tiempo ha pasado desde
que maté a papá, si el resto de mi familia sigue viva, o si mis palabras los
convertirán en las personas más despreciadas en Phangloria.
La reina me expulsa de la furgoneta y salgo al frente del Hospital Real.
Se me corta la respiración en la garganta y me vuelvo hacia la emoci-
onada reina. —¿Por qué me confieso aquí?
—Crecí sin tener nunca lo suficiente para comer o beber. ¿Cómo crees
que me sentiría al ver que la gente vive como dioses en el Oasis?
—Zea. —Se inclina hacia mí, encendiendo los hilos que unen sus agu-
jas al techo y se deja caer sobre las almohadas.
Respiro con fuerza por las fosas nasales, reprimo mi sorpresa y levanto
la palma de la mano. —¿Quieres dejar de ser tan persistente y necesita-
do?
El Príncipe Kevon se estremece. El dolor en sus ojos me dice que ya
ha oído estas palabras antes, probablemente de la Reina Damascena. Un
músculo de su mandíbula se aprieta. —Parece que estoy condenado a
amar a mujeres incapaces de corresponderme.
Eso no es cierto. Un dolor agudo me atraviesa por dentro, pero aprieto
los labios. La Reina Damascena debe estar satisfecha de que le haya dic-
ho todo lo que quería. Todo lo que queda son mis palabras de despedida.
Con mi mano libre, alcanzo la oreja del general y tiro del objeto que le
cuelga. No es como un pendiente como originalmente pensaba, sino que
parece conectarse con el cráneo.
El General Ridgeback me suelta con un rugido y me da un golpe en la
cara. Me golpea como una diligencia y me hace girar por el pasillo hasta
que mi cabeza se estrella contra la pared.
—Suéltela, General.
Aprieta su agarre alrededor de mi cuello. —¿Su Majestad?
—La Señorita Calico es libre de volver a su Región.
—¿Último? —susurro.
Ella echa la cabeza hacia atrás y se ríe. Es un sonido gutural que me
hace querer vomitar. Su mano cae sobre su pecho y la risa se hace más
profunda. En cualquier momento, siento que va a clavar un cuchillo en
mi corazón palpitante. Por el rabillo del ojo, veo todas las caras vueltas
hacia nosotros, pero no puedo dejar de ver a esta mujer deleitarse en la
locura.
Finalmente, la Reina Damascena retira la cabeza y exhala un largo
suspiro. —Kevon abdicó y ahora yo soy la regente. —Se inclina hacia mí
y susurra—: Tienes veinticuatro horas para dejar el Oasis antes de que le
conceda al General Ridgeback un año sabático.
El general me suelta el cuello, pisa el suelo y se inclina. —¡Gracias,
Majestad!
Las implicaciones me golpean con una fuerte bofetada. El Príncipe
Kevon cambió su trono por mi libertad. La Reina Damascena es ahora la
gobernante absoluta de Phangloria. Me queda menos de un día para esca-
par antes de que el General Ridgeback me persiga en venganza por matar
a Berta.
Me apresuro a volver a la sala del hospital, pero los guardias alrededor
de la pared se interponen en mi camino.
Él rodea un coche solar de dos plazas y abre la puerta del lado del con-
ductor. —¿Dónde?
Aprieto los dientes. Por supuesto, mantendrían un lugar tan vil en un
lugar tranquilo. La puerta del pasajero se abre y me deslizo en el asiento
de cuero. Mientras trato de describir el estadio, el brazalete Amstraad de
Garrett emite un pitido. Saca una tableta de su bolsillo interior.
—Un amigo acaba de ver a una mujer Cosechadora y dos niños pequ-
eños fuera del Ministerio de Medio Ambiente. —Toca un comando en su
tableta—. Haré que alguien los recoja.
Una cálida gratitud me llena el pecho. Aprieto los ojos y exhalo mi ali-
vio. Mi mente sigue siendo un revoltijo de todo lo que ha pasado desde el
funeral del rey. Todavía no puedo creer que el Príncipe Kevon renunciara
a su trono para salvarme incluso después de haberle convencido de todas
esas cosas terribles.
Si sólo hubiera conocido su corazón antes de aceptar esta estúpida mi-
sión. Phangloria habría tenido un rey misericordioso, pero yo lo arruiné
todo. Me froto la garganta seca y me lamo los labios.
Garrett maniobra el coche en lugar de programarlo para que conduzca
y exige saber dónde he estado.