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Apuntes para la investigación transdisciplinar y militante
en las ciencias humanas y sociales

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Universidad Autónoma de Baja California

Dr. Daniel Octavio Valdez Delgadillo


Rector

Dr. Edgar Ismael Alarcón Meza


Secretario General

Dra. Mónica Lacavex Berumen


Vicerrectora Campus Ensenada

Dra. Gisela Montero Alpírez


Vicerrectora Campus Mexicali

Mtra. Edith Montiel Ayala


Vicerrectora Campus Tijuana

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APUNTES PARA LA
INVESTIGACIÓN
TRANSDISCIPLINAR
Y MILITANTE
EN LAS CIENCIAS
HUMANAS Y SOCIALES

Mónica Ayala-Mira
Ricardo Carlos Ernesto González
Claudia Salinas Boldo
(coordinadores)

EDICIONES ACADÉMICAS

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Primera edición octubre, 2019

Apuntes para la investigación transdisciplinar y militante en la ciencias humanas y sociales


/ coordinadores, Mónica Ayala Mira, Ricardo Carlos Ernesto González y Claudia Salinas
Boldo.-- Mexicali, Baja California : Universidad Autónoma de Baja California, 2019.
176 p. ; 23 cm.
ISBN : 9786076075708

1. Ciencias sociales -- Investigaciones-- Metodología. 2. Grupos sociales – México -- Sig-


lo XXI. 3. Problemas sociales -- Investigaciones -- Metodología -- Siglo XX1.I. Ayala Mira,
Mónica, coord. II. González, Ricardo Carlos Ernesto, coord. III. Salinas Boldo, Claudia, coord.

H61 A68 2019

Diseño de portada: Francisco Zeledón

DR. © Universidad Autónoma de Baja California.


Facultad de Ciencias Humanas
Departamento de Editorial. Av. Reforma 1375. Col. Nueva.
C.P. 21100. Mexicali, Baja California. Teléfono: (686) 552-1056
Bulevard Castellón y Lombardo Toledano s/n
Conjunto Urbano Esperanza 21350
Mexicali, Baja California, México.
ISBN 978-607-607-570-8

Colofón S.A. de C.V.


Franz Hals 130
Col. Alfonso XIII
Delegación Álvaro Obregón, C.P. 01460
Ciudad de México, 2017
Contacto: colofonedicionesacademicas@gmail.com
www.colofon.com
ISBN 978-607-635-044-7

La presente investigación se privilegia con el aval de dos pares ciegos externos que
aprobaron publicar este libro.

El contenido de esta publicación es responsabilidad de los autores.

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Índice

Presentación
Mónica Ayala-Mira y Ricardo Carlos Ernesto González . . . . . . . . . 9

PRIMERA PARTE
Reflexiones y propuestas epistémico-metodológicas
desde las ciencias humanas y sociales

Trata de personas y explotación sexual comercial: la etnografía


crítica como propuesta para un abordaje
políticamente ético y sensible.
Anel Hortensia Gómez San Luis, Ariagor Manuel Almanza
Avendaño y Mónica Ayala-Mira . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 17

Sufrimiento social de madres con hijos desaparecidos


en Tamaulipas: implicaciones para el ámbito clínico.
Ariagor Manuel Almanza Avendaño,
Anel Hortensia Gómez San Luis y Ricardo Hernández Brussolo . . . 37

De la victimización a la co-construcción: el ensamble


alma-cuerpo en la investigación psicosocial feminista
Mónica Ayala-Mira . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 67

SEGUNDA PARTE
Instituciones y vidas precarias como urgencias sociales

Hijos de los programas sociales: imaginarios,


carencias de derechos humanos y sentimientos
de poblaciones empobrecidas.
Carlos David Solorio Pérez y Claudia Montaño Mejía . . . . . . . . . . . 85

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ÍNDICE

“Ya no hay en quien confiar”. El chisme como violencia


simbólica entre mujeres de una cárcel distrital.
Claudia Salinas Boldo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 105

En un espacio de encierro:
Familia, castigo, exclusión y abandono.
Jaime Olivera Hernández . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 133

¿Quién canta en el M6?:


Mujeres jóvenes entre la vida y la resistencia.
Ricardo Carlos Ernesto González . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 151

Sobre los autores . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 175

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Apuntes para la investigación transdisciplinar y militante
en las Ciencias Humanas y Sociales

Presentación

Las diferentes crisis en las ciencias sociales —como las del periodo de
posguerra o posterior a la caída del muro de Berlín— nos han dejado una
serie de reflexiones profundas sobre el quehacer de las disciplinas cien­
tíficas. Pasamos de modelos explicativos, herméticos y rígidos, a otros
flexibles y congruentes con la complejidad del mundo social. Pero este
ejercicio no ha llegado solo, mucho menos se ha establecido como un
tema permanente en nuestro quehacer científico; los esfuerzos de los in-
vestigadores que dialogan en este libro son una prueba clara de cómo el
principal motor para estos ejercicios es el compromiso ético y no la del
extractivismo académico.
Sin embargo, este tedioso trabajo no ha llegado, a este punto, libre de
controversias o impaciencias, cualquier reflexión que vaya a contraco-
rriente del positivismo, el conservadurismo y la predictiva generalidad,
se gana un lugar en el paredón de la acusación por subjetivo —como algo
negativo—, sesgado, contaminado, etcétera. Y lejos de concretarse como un
tema superado, aún es posible notar, en la gran diversidad de investiga-
ciones, a quienes consideran que la ciencia sólo es una, sin cabida a la
multiplicidad de enfoques, metodologías y reflexiones. Dicho proceso
está lejos de terminarse, el adeudo de las ciencias sociales aún no logra
impactar en todos los ámbitos de las labores científicas, a pesar de todo lo
andado es imposible evitar el caudal que va de la mano con la magnitud
de los contextos contemporáneos en donde la sensibilización, por parte
de quien hace investigación, no es un lujo sino una necesidad, más si ha-
blamos de quienes hacen trabajo académico entre la precariedad, las vio-
lencias, las vulnerabilidades, las exclusiones, etcétera.
Históricamente, las ciencias humanas y sociales han limitado su re-
flexión así como su crítica en torno a los niveles subjetivos de la labor
científica, tanto en su impacto, como en la posible formulación de proce-
dimientos cooperativos con metodologías menos violentas y asimétricas.
Sin embargo, esta tarea se ha presentado en función de reconocer las

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Apuntes para la investigación transdisciplinar y militante

oportunidades que dejan las rupturas de las fronteras disciplinares, de


entender que el discurso mono-metodológico tenía en sí mismo una an-
siedad por el reconocimiento de la etiqueta científica y no como un pro-
cedimiento de poder que deja por debajo la relevancia de empatar nues-
tras interpretaciones con aquello que sucede lejos de los marcos teóricos.
La presunción del bienestar, desde los peldaños del conocimiento, dejó de
ser el eje central para realizar investigación y pasó a ser parte del entra-
mado que implican las investigaciones transdisciplinares.
Las propuestas de E. Morin (2005) sobre la agudeza del trabajo acadé­
mico, versa en mirar desde la complejidad, asumiendo con ello que cada
evento, fenómeno, proceso y emergencia, forman parte de un entramado
lleno de otros tantos ejes que lo atraviesan a sí mismo. En otras palabras,
que nada puede ser estudiado al margen de sus entornos ni desde una
sola propuesta teórica-metodológica. Por tanto, la relación entre lo que
se nos permite ver y lo que se puede ver está en completa impaciencia:

[…] la complejidad es invisible en el despiece disciplinario de la realidad.


En efecto, el sentido original de la palabra viene del complexus latino, que
significa lo que está tejido junto. La peculiaridad, no de la disciplina en sí,
sino de la disciplina tal como se concibe, no comunicante con otras discipli-
nas, cerrada sobre sí misma, desintegra naturalmente la complejidad. Por
todas estas razones, se entiende por qué la complejidad ha sido invisible o
ilusoria, y por qué el término ha sido rechazado deliberadamente. (Morin,
2005, p. 26)

Esta negación es una especie de sello característico para muchos cam-


pos científicos. No obstante, el enorme riesgo que representa en nuestras
disciplinas se traduce en una ceguera ante lo complejo del mundo social,
de las realidades que se impactan y colisionan unas con otras en todo
momento. Tanto la posición epistemológica del ejercicio investigativo,
como el reconocimiento de las asimetrías de poder en la pretensión de la
ciencia verdadera y objetiva, son asuntos relevantes para la preocupación
en términos metodológicos, críticos y filosóficos.
Un ejemplo de esta constante tensión es la manera en que se han
afrontado estas dimensiones más personales en los ejercicios científicos,
D. Hume (1990) situaba a los sentimientos como parte del proceso que
implica la vida moral, observando en éstos la posibilidad de impulsar ac-
tos como la búsqueda de algo mejor, de un bienestar para la sociedad y el

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Apuntes para la investigación transdisciplinar y militante

contexto que nos rodea. Pero incorporarlos a la razón como elemento del
proceso metodológico, no es central; la imposibilidad de integrar a quien
investiga con respecto a sus sentimientos, miradas, posturas sobre lo que
investiga tiene su base en muchos años de metodologías, replicadas y he-
redadas por la escuela positivista y experimental que trastocó todos los
campos cientistas, en lo que D. Haraway ha denominado testigo modesto
(1997).
El testigo modesto de Haraway se refiere a la mirada que se autoinvi-
sibiliza en la producción del conocimiento, la cual deriva finalmente en
la subordinación y sacrificio de otros. Es decir, quien investiga es una es-
pecie de ventrículo legítimo que no agrega nada de sus propias opiniones
y corporeidad para permitir que la realidad hable por sí misma, él/ella
sólo atestigua lo que es. En este sentido, toda sensibilidad y empatía son
acalladas pues ponen en peligro la pureza de los objetos, su claridad, lo
que garantiza entonces que su subjetividad sea su objetividad al autoinvi-
sibilizarse, la cual se torna europea, moderna, masculina y científica, es
decir, es una forma colonial en donde el género forma parte del dominio
y subordinación, con consecuencias importantes sobre todo para Améri-
ca Latina.
¿Qué tan exentas están las investigaciones y quien investiga, de las
subjetividades en sus opiniones o posicionamientos políticos? Si partimos
de lo que motiva al quehacer científico, encontraríamos una serie de in-
termedios que potencian al proceso de investigación, pero el reconocerlo
no es suficiente para el planteamiento epistemológico. La vigilancia epis-
témica que Bourdieu y Wacquant (2005) señaló durante muchos años es
necesaria para entender la forma en que la objetivación de la subjetividad
debe ser, pues es, en muchos sentidos, un pilar de la investigación inde-
pendientemente del contexto al que se apele. En ese tenor, enunciar la sub-
jetividad y, por ende, los posicionamientos epistémicos, se postulan como
una posibilidad de entender la complejidad que demanda rupturas en las
fronteras disciplinares y claridad en el lugar de diálogo de quienes hacen
investigación.
Aunque aun en la mayoría de los espacios académicos a nivel mun-
dial se sigue hablando de la necesidad de ser objetivo en las ciencias so-
ciales, de tener posturas neutrales, o incluso de apelar a las generalidades
y reglas universales, es necesario hacer de la investigación algo más que
sólo aprendizajes para la lectura científica aislada del mundo social es
algo que ya no puede ni debe ser operativo en el sentido de la desbordan-

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Apuntes para la investigación transdisciplinar y militante

tes que resultan los contextos que nos rodean. De ahí que hablar de lo
transdisciplinariedad recobre un sentido más filosófico, epistémico y
metodológico que en otros momentos de la historia humana. Si bien la
complejidad ya es en sí misma un punto de reconocimiento para las posi-
bilidades y deficiencias que tenemos como investigadorxs, el tema de la
transdisciplinariedad demanda su lugar en la academia contemporánea.
Para Basarab (1996) la transdisciplinariedad no sólo es un esfuerzo
por interconectar formas de hacer investigación, sino un proceso de aná-
lisis sobre las partes de lo que estudiamos y las maneras en que podemos
alcanzar dicha complejidad, dice: “La visión transdisciplinar nos propo-
ne considerar una realidad multidimensional, estructurada en varios ni-
veles, que remplaza la realidad unidimensional, a un solo nivel, del pen-
samiento clásico” (p. 39). Si bien su propuesta está en el campo de la
física, no deja de ser un impulso importante al pensamiento de las cien-
cias humanas y sociales, en donde nuestros sujetos de estudio son tan
diversos como nosotros mismos.
¿Se tratará de que quien hace investigación ve la complejidad de su
entorno y no la propia? Es inevitable pensar en la rabia, la felicidad, la
empatía, el enojo, el amor y la esperanza, como fuertes catalizadores de
la vida social, como potentes exponentes de la motivación en las investi-
gaciones, en el activismo, en la militancia, entre otras actividades que im-
plican posicionamientos epistemológicos claros. Parafraseando a Ahmed
(2004-2014), a quienes investigamos ¿cómo nos mueven o detienen las
emociones? ¿Qué hacen las emociones y sentimientos? ¿cómo están
ligados a las formas en que investigamos e intervenimos en la realidad
social? Las coordenadas académicas y de las ciencias necesitan, urgente-
mente, reconocer sus sentimientos y el rol que juegan estos en nuestros
quehaceres. Sin embargo, el ejercicio es más complicado de lo que se pue-
de denotar en estas primeras líneas, pues siguiendo a Ahmed (2004/2014)
¿Por quiénes es válido tener sentimientos justos? ¿Cómo se articulan en
la solidaridad y la empatía? ¿Cómo nos definen frente a los otros? ¿Qué
efectos tienen?
Pensar en las afectividades y, por ende, en los sentimientos, nos lleva
a tener un panorama lleno de subjetividades difícil de incorporar en los
quehaceres de las ciencias sociales más tradicionalistas y hegemónicas.
Por metodología y epistemología, la dimensión emocional y corporal,
sus cruces y efectos, de las y los investigadores, estaba reservada a los dia-
rios de campo y a los espacios íntimos de la escritura. Podemos observar

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Apuntes para la investigación transdisciplinar y militante

las bitácoras antropológicas y el nivel de confesión que ocultaban de la


luz cientista positivista. De ahí que la neutralidad fuera un requisito in-
franqueable del quehacer académico contraponiéndose con la misma
idea de la militancia, de la lucha por las condiciones del ser humano. Por
tanto, el ejercicio de la investigación, la militancia, la intervención y pre-
vención no se encuentran en un traje aséptico de emociones, sentimientos
y afectividades, no al menos en contextos donde la demanda y emergen-
cia social es desbordante.
En este sentido, S. Harding (1998) se pregunta sobre las formas en
que la expansión europea y el desarrollo de la ciencia moderna influirían
tanto en la comprensión de la objetividad y la racionalidad de la ciencia
moderna, como en la relación entre conocimiento y política. Cobra sen-
tido en este punto, la postura de Fals O. (1978) quien cuestiona los efec-
tos de estas herencias epistemológicas y metodológicas en las ciencias
sociales. Estos marcos de referencia y conceptuales y técnicas impuestas
desde otras epistemologías se traducen en dificultades teórico-metodológi-
cas que no dejan de tener un impacto social, político y económico, lo que
lo lleva a la búsqueda de elegir algo armónico con una visión de respon­
sabilidad social, pues México y América Latina han transitado por con-
textos de constante hostilidad y colonialidad, —las conquistas europeas,
hasta las neoliberales-ideológicas—, trazando senderos de dolor, desgarro
y aniquilamiento, pensar que es lo único de lo que se puede hablar sería
un gran error.
Las sociedades en diferentes puntos, con distintas características y en
complejas condiciones socioestructurales, han diseñado y tejido redes que
ayudan a resistir, a pronunciarse y visibilizarse como agentes sociales con
capacidad de transformar su inmediatez para lograr un bienestar social.
Pero en ese gran mundo de relaciones transculturales, hay una parte que
le corresponde a quien, desde las coordenadas cientistas sociales y huma-
nas, investigan, intervienen, militan y previenen. Desde este pasado colo-
nial, en diversos sentidos, como territorios conquistados, dominados y
despojados, es donde una ciencia militante y activista es oportuna. Este
texto aparece con el afán de contribuir de manera crítica a las reflexiones
desde los enfoques transdisciplinares y los posicionamientos políticos-
militantes, articula trabajos diversos con retos, complejidades y compro-
misos sólidos.
Mónica Ayala-Mira
Ricardo Carlos Ernesto González

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Apuntes para la investigación transdisciplinar y militante

Bibliografía

Basarab, N. (1996). La transdisciplinariedad: Manifiesto. S/C: Du Rocher.


Bourdieu, P., y Wacquant, B. (2005). Una invitación a la sociología reflexi-
va. Argentina: Siglo XXI.
Fals, O. (1978). Por la praxis: el problema de cómo investigar la realidad
para transformarla. Bogotá, Colombia: Federación para el Análisis de
la Rea­lidad Colombiana.
Haraway, D. (1997). Testigo_Modesto@ Segundo_Milenio.HombreHem-
bra©_Conoce_Oncoratón®. Feminismo y tecnociencia. Barcelona, Es-
paña: UOC.
Harding, S. (1998). Is science multicultural? Postcolonialism, feminism and
epistemologies. USA: Indiana University Press.
Morin, E. (2005). Complexité restreinte, complexité générale. Paris, Fran-
cia: Cerisy-la Salle.

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Primera Parte

REFLEXIONES Y PROPUESTAS
EPISTÉMICO-METODOLÓGICAS DESDE
LAS CIENCIAS HUMANAS Y SOCIALES

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Trata de personas y explotación sexual comercial:
La etnografía crítica como propuesta para un abordaje
políticamente ético y sensible

Anel Hortensia Gómez San Luis,


Ariagor Manuel Almanza Avendaño
y Mónica Ayala-Mira*

De los conceptos

De acuerdo con el Protocolo para Prevenir, Reprimir y Sancionar la Trata


de Personas, especialmente Mujeres y Niños, que complementa la Con-
vención de las Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada Trans­
nacional (2000), por trata de personas se entenderá:

… la captación, el transporte, el traslado, la acogida o la recepción de perso-


nas, recurriendo a la amenaza o al uso de la fuerza u otras formas de coac-
ción, al rapto, al fraude, al engaño, al abuso de poder o de una situación de
vulnerabilidad o a la concesión o recepción de pagos o beneficios para obte-
ner el consentimiento de una persona que tenga autoridad sobre otra, con
fines de explotación. Esa explotación incluirá, como mínimo, la explotación
de la prostitución ajena u otras formas de explotación sexual, los trabajos o
servicios forzados, la esclavitud o las prácticas análogas a la esclavitud, la
servidumbre o la extracción de órganos (p. 2).

Cabe señalar que para efectos de este protocolo, la captación, el trans-


porte, el traslado, la acogida o la recepción de un niño con fines de ex­
plotación se considerará trata de personas incluso cuando no se recurra a
ninguno de los medios (amenaza, uso de la fuerza, rapto, engaño, etc.)
enunciados en la definición de trata de personas, y que por “niño” se enten-
derá toda persona menor de 18 años.
Otro instrumento de relevancia internacional, pero enfocado exclusi-
vamente a atender los derechos de niños, niñas y adolescentes, y a proteger-
los de la explotación sexual, es el Protocolo Facultativo de la Convención
sobre los Derechos del Niño relativo a la venta de niños, la prostitución

* Universidad Autónoma de Baja California, Facultad de Ciencias Humanas.

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Reflexiones y propuestas epistémico-metodológicas

infantil y la utilización de niños en la pornografía (Asamblea General,


Resolución A/RES/54/263 del 25 de mayo de 2000). En su artículo 2 es-
pecifica que:

a) Por venta de niños se entiende todo acto o transacción en virtud del cual
un niño es transferido por una persona o grupo de personas a otra a
cambio de remuneración o de cualquier otra retribución;
b) Por prostitución infantil se entiende la utilización de un niño en activida-
des sexuales a cambio de remuneración o de cualquier otra retribución;
c) Por pornografía infantil se entiende toda representación, por cualquier
medio, de un niño dedicado a actividades sexuales explícitas, reales o si-
muladas, o toda representación de las partes genitales de un niño con fi-
nes primordialmente sexuales (p. ).

Cabe señalar el papel relevante del concepto explotación, ausente en


las definiciones de este protocolo, pues es el elemento que marca la dife-
rencia entre el abuso sexual y la trata de personas. En este contexto, la
palabra explotación es indicativa del provecho o ganancia que se genera
con la explotación del niño, niña o adolescente, pero que no está destina-
do a la persona en explotación, sino a sus explotadores. De ahí que cual-
quier persona que ha sido tratada y/o explotada, sea una víctima y no un
delincuente.
Un concepto que resulta suficientemente descriptivo, y en ese sentido
es apropiado utilizarlo, es el de Explotación Sexual Comercial de Niñas,
Niños y Adolescentes (escnna), este concepto caracteriza el fenómeno
de la explotación sexual y pone énfasis en su carácter comercial, al mis-
mo tiempo que visibiliza a todas las posibles víctimas menores de edad
(niñas, niños y adolescentes), a diferencia del concepto de Explotación Se-
xual Infantil (esi), que omite la dinámica comercial que se da en la explo-
tación sexual y que en la palabra “infantil” engloba a todas las posibles
víctimas menores de edad.
Actualmente no se cuenta con una definición legal de la escnna, y en
los últimos años ha existido una tendencia a omitir la palabra comercial
del concepto de explotación sexual, o de mantenerla sólo en el contexto
del crimen organizado y de las transacciones financieras vinculadas a la
explotación sexual. Por ejemplo, violencia sexual comercial es un término
que ha sido utilizado para destacar los aspectos delictivos del fenómeno,
y la palabra comercial, en este caso, busca enfatizar el beneficio económi-

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Trata de personas y explotación sexual comercial

co, generalmente relacionado con la delincuencia organizada (Grupo de


Trabajo Interdisciplinario sobre Explotación Sexual de Niñas, Niños y
Adolescentes [gtiesnna], 2016).
Por el contrario, si se deja de lado el aspecto comercial de la explota-
ción sexual, la escnna podría considerarse como una forma específica
dentro de la categoría más general de Explotación Sexual de Niñas, Ni-
ños y Adolescentes (gtiesnna, 2016).
Además de la escnna, el gtiesnna (2016), señala otros conceptos
que hacen referencia a formas específicas en que sucede la explotación
sexual de las niñas, niños y adolescentes. Entre éstos tenemos: Explo­
tación Sexual de Niñas, Niños y Adolescentes a través de la Prostitución,
concepto que resulta mucho más apropiado que prostitución infantil; ni-
ñas, niños y adolescentes en situación de prostitución; niña, niño o adoles-
cente prostituta/o; trabajador sexual infantil; niñas, niños y adolescentes/
jóvenes que venden relaciones sexuales; prostitución voluntaria o por cuen-
ta propia; y sexo transaccional. Estos términos han sido poco aceptados
por el riesgo de estigmatizar a las niñas, niños y adolescentes explotados
en prostitución, e incluso por responsabilizarlos de la situación en la que
se encuentran.
Tanto el concepto de explotación sexual como el de trata, suponen
intereses, nos sólo encaminados a la defensa de los derechos humanos de
las víctimas, sino de índole económico, político y social. Por ejemplo, la
trata de personas se ha puesto en las agendas de algunos Gobiernos como
detonante para el combate al crimen organizado, se ha utilizado con fines
de control migratorio, o incluso como dispositivo de control sexual, al
equiparar todo tipo de trata con explotación sexual comercial.
Los discursos gubernamentales han utilizado los conceptos de trata y
explotación sexual para enfatizar la importancia del combate al crimen
organizado a través de la persecución y la represión. Pero han dejado de
lado las condiciones estructurales que facilitan la explotación y la trata, la
diversidad de víctimas (según género, edad, etnia, condición migratoria,
clase social, capacidad de agencia, entre otros); las diferentes formas y
experiencias derivadas de la explotación (según el tiempo y tipo de explo­
tación, así como el nivel de violencia ejercido).
Esperamos que esta breve revisión sirva para reflexionar en torno al
uso de los conceptos, que si se utilizan de forma coloquial pueden llegar
a dañar, estigmatizar, culpabilizar o revictimizar a quienes han sido trata-
dos y explotados. Por ello es recomendable que los protocolos y leyes, así

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Reflexiones y propuestas epistémico-metodológicas

como las iniciativas de prevención y atención estén a cargo de personas


expertas en esta terminología, con formación en derechos humanos y
desde una perspectiva de género.
En México, a partir del 2012 contamos con la Ley General para Pre-
venir, Sancionar y Erradicar los Delitos en Materia de Trata de Personas y
para la Protección y Asistencia a las Víctimas de estos Delitos. En su artí-
culo 13 esta ley menciona que:

Será sancionado con pena de 15 a 30 años de prisión y de un mil a 30 mil


días multa, al que se beneficie de la explotación de una o más personas a
través de la prostitución, la pornografía, las exhibiciones públicas o priva-
das de orden sexual, el turismo sexual o cualquier otra actividad sexual re-
munerada mediante:
I. El engaño;
II. La violencia física o moral;
III. El abuso de poder;
IV. El aprovechamiento de una situación de vulnerabilidad;
V. Daño grave o amenaza de daño grave; o
VI. La amenaza de denunciarle ante autoridades respecto a su situación
migratoria en el país o cualquier otro abuso de la utilización de la ley
o procedimientos legales, que provoque que el sujeto pasivo se so-
meta a las exigencias del activo. (p. ?)

Este artículo especifica que “tratándose de personas menores de edad


o personas que no tienen la capacidad de comprender el significado del
hecho no se requerirá la comprobación de los medios a los que hace refe-
rencia el presente artículo” (p. 8).
Sin lugar a dudas, la trata de personas y la explotación sexual comer-
cial representan graves delitos que merecen castigo. Sin embargo, en este
capítulo haremos énfasis en estos fenómenos, no como ilícitos, sino como
una forma de atentar contra los derechos humanos, puesto que la trata
tiene por objetivo llevar a la persona a una situación límite de indefen-
sión, a costa de sus derechos más elementales, a fin de generar un benefi-
cio ilícito para sus explotadores (Organización Internacional para las Mi-
graciones Misión Colombia [oim-Colombia], 2006).
En este sentido, quizá el caso más extremo de la trata lo representa la
explotación sexual comercial, siendo el mayor porcentaje de las víctimas
mujeres jóvenes, particularmente niñas y adolescentes. En esta modali-

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Trata de personas y explotación sexual comercial

dad de la trata “se vulneran los derechos de estas personas precisamente


porque son mujeres y niños” (gtiesnna, 2016, p. 71). Esto representa,
por lo tanto, un acto de violencia sexual con graves riesgos para la salud,
basado en el género y la edad.

De los enfoques

Es bien sabido que la trata de personas es un fenómeno antiguo con un


nombre nuevo, pues la explotación y la esclavitud datan de miles de años
atrás. Sin embargo, la trata, como la conocemos en estos días, se hizo vi-
sible hacia finales del siglo xix y principios del xx. Justamente fue hacia
mediados del siglo xx que se le denominó “trata de blancas”, haciendo
referencia a la trata de mujeres blancas provenientes de Europa (Organi-
zación Internacional para las Migraciones [oim], 2011). Sin embargo, el
concepto de trata de blancas entró en desuso porque en la actualidad no
sólo las mujeres blancas son tratadas, sino también los niños, niñas, ado-
lescentes y hombres. Así, al hablar de trata de personas se incluye y se visi-
biliza a toda la gama de seres humanos que pueden ser víctimas de este
delito.
El fenómeno de la trata de personas se complica si consideramos que
existen diferentes modalidades de la trata y diversos perfiles de las vícti-
mas. También existe una amplia gama de enfoques o discursos para com-
prenderla. Por ejemplo, desde el punto de vista criminológico la trata de
personas es un problema vinculado con la migración, particularmente
con la migración ilegal. La estrategia lógica que se desprende de este en-
foque es el endurecimiento de las políticas migratorias y el cierre de las
fronteras entre países como medida de prevención. Este enfoque es puni-
tivo y se centra en los aspectos ilegales de la trata (como delito que vulnera
la soberanía de los Estados), así como en la persecución de los tratantes
(delincuentes), dejando de lado la atención a las víctimas.
Desde el punto de vista religioso, la trata suele ser sinónimo de pros-
titución y la prostitución se relaciona con lo pecaminoso e impuro. Se
considera que las mujeres tratadas han sido incorporadas a la prostitu-
ción por inmorales o por pecadoras, se les juzga como tales y se espera de
ellas el arrepentimiento y el regreso a la moralidad. El riesgo inminente de
este enfoque consiste en la estigmatización de las víctimas, lo que reduce
la posibilidad de su atención integral.

21

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Reflexiones y propuestas epistémico-metodológicas

Desde el enfoque económico, la trata tiene una lógica comercial,1 es


decir, existen mercancías (personas tratadas), clientes o consumidores
que generan una demanda (de prostitución, pornografía, mano de obra,
etc.) y una oferta por parte de los tratantes (individuos o grupos) que explo-
tan de diferentes maneras a niñas, niños, adolescentes, mujeres y hom-
bres. El riesgo de este enfoque es la reducción de las personas explotadas
a simples mercancías, y la posibilidad de otorgar a los tratantes el título
de comerciante, jefe o patrón, así como a los explotadores el estatus de
clientes, absolviéndolos de toda responsabilidad social.
Para el enfoque de la salud pública, la trata y, particularmente, la pros-
titución constituyen una amenaza a la salud sexual de las niñas, adoles-
centes, mujeres y hombres explotados a través de la prostitución, y de las
mujeres y hombres, especialmente de los hombres (y sus parejas sexua-
les) que en calidad de clientes2 mantienen relaciones sexuales con niñas,
niños, adolescentes, mujeres y hombres explotados sexualmente a través
de la prostitución. El riesgo de este enfoque es que puede reducir la pro-
blemática a un riesgo sanitario o de salud pública, cuando en realidad se
trata de un complejo fenómeno social.
En la academia, también existe una diversidad de disciplinas que han
analizado la problemática. Por ejemplo, la Sociología ha contribuido con
el enfoque de desviación, anomia y vulnerabilidad social (Pheterson, 2000;
Tabet, 2004). Para la Psicología, las mujeres en prostitución han sido con-
sideradas emocionalmente débiles o con patología mental (Cummaudo,
2009), pero también se han estudiado procesos de resiliencia o de super-
vivencia, así como estrategias de afrontamiento (Beltrán y López, 2010),
factores de riesgo y factores de protección (Quiroga, Jiménez, Parra y
Agudelo, 2013). La Historia y la Antropología también han contribuido a
comprender la problemática en sus diferentes contextos, y a desarrollar
metodologías de estudio sensibles a las diferentes poblaciones.
En esta sección no está de más considerar el enfoque de sentido co-
mún, aquel conocimiento que posee la población lega, vinculado a otros

1
Un caso típico donde se expresa la lógica comercial de la explotación sexual de niñas y ado-
lescentes ha sido reportado en la tesis doctoral de Gómez (2013). Disponible en http://oreon.
dgbiblio.unam.mx/F/QHCAVNNJ11V3IPUJCFJTKND7UK2YU2X4JCQA-
VFYHQH52QGH5QD-33483?func=short-0- b&set_number=010908&request=WRD%20
%3D%20%28%20anel%20Hortensia%20G%C3%B3mez%20San%20Luis%20%29
2
El “Cliente” es quizá la figura que menor estigma tiene entre los diferentes actores que parti-
cipan en la trata y la explotación sexual comercial; sin embargo, su responsabilidad no sólo es
ética (refiriéndonos a una ética de consumo), sino legal.

22

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Trata de personas y explotación sexual comercial

tipos de conocimiento (moral y religioso, político, económico, entre otros),


que en ocasiones puede ser acertado; pero que también ha dado lugar a
una serie de mitos que dañan y estigmatizan a las víctimas, coartándoles
la posibilidad de recibir una asistencia integral.
El Ministerio de Relaciones Exteriores en Colombia y la Organiza-
ción Internacional para las Migraciones (oim) misión Colombia (2017)
enlistan algunos de los mitos más comunes vinculados a la trata de perso-
nas, como el pensar que todas las víctimas de trata pertenecen a una clase
socioeconómica baja, que la trata sólo implica explotación de tipo sexual,
que las víctimas sólo son mujeres, que a todas se las llevan a territorio
extranjero, que el tratante siempre es un desconocido, que la explotación
sólo se da en países desarrollados mientras que la captación sólo se da en
países en desarrollo, que el rapto es el mecanismo de captación más utili-
zado por los tratantes, que la víctima siempre es encadenada y maltrata-
da físicamente, y que sólo la víctima puede denunciar.
Estos mitos deben ser desvelados, pues limitan la posibilidad de ac-
tuar tanto de las autoridades como de la ciudadanía y las propias vícti-
mas. La trata de personas y la explotación sexual son fenómenos con un
amplio espectro, las víctimas puedes provenir de clases sociales y econó-
micas bajas, pero también de las clases medias y altas. La explotación
puede ser sexual, y quizá ésta es una de las modalidades más visibles de la
explotación, pero la trata también pueden estar encaminada a trabajos for-
zados, pornografía, mendicidad, matrimonios serviles, adopciones ilega-
les, entre otros. Las víctimas son diversas, una gran cantidad de ellas son
niñas y mujeres jóvenes, pero también los niños y los hombres pueden
llegar a ser víctimas de la trata y la explotación.3
En la trata, el traslado de las víctimas no sólo se hace hacia el exterior
del país. El traslado puede realizarse de un estado a otro, o de una ciudad
a otra, al interior del mismo país. El tratante puede ser una persona des-
conocida, pero en la mayoría de los casos se trata de una persona conoci-
da, a la que la víctima le tiene confianza, respeto y cariño. La trata y la
explotación sexual suceden en todos los países del mundo y las formas de
captación de las víctimas son diversas, incluyen el rapto, pero también
3
Debido al carácter ilícito de la explotación y la trata de personas, y a que éstas frecuentemen-
te suceden en la clandestinidad, no existen cifras certeras que den cuenta de la cantidad de perso-
nas que están siendo explotadas en el mundo, en el país o en cierta localidad. Por condición de
género, es posible que las mujeres sean mayoritariamente víctimas de explotación sexual y los
hombres de explotación laboral; sin embargo, no es posible atribuir relaciones lineales entre sexo-
género y modalidad de trata-explotación.

23

Obra 323. Apuntes… form. de primeras JAL.indd 23 07/11/19 08:56


Reflexiones y propuestas epistémico-metodológicas

otras formas más sutiles de la violencia. Por ello, la víctima no siempre es


encadenada o maltratada físicamente, aunque psicológica y emocional-
mente siempre sufre un daño. El estado de confusión y temor en el que se
encuentran muchas víctimas les impide denunciar la situación o recono-
cerse como víctimas, pero los ciudadanos comunes podemos denunciar
cualquier situación de trata o explotación, e incluso alguna sospecha
de ésta.
Por su parte, el Estado ha encarado la trata y la explotación sexual
desde diferentes enfoques, y ha transitado por diversos sistemas de con-
trol en los diferentes contextos históricos y políticos de nuestra historia.
Por ejemplo, el sistema reglamentarista atribuye a la prostitución la fun-
ción de canalizar y regular el desenfreno sexual varonil y, por ende, pre-
venir violaciones y abusos sexuales. Desde este sistema, la prostitución
no debe mitigarse, sino reglamentarse o regularse. El sistema prohibi­
cionista considera que las mujeres en prostitución son delincuentes que
deben recibir castigo y rehabilitarse. Mientras que para el sistema aboli-
cionista, en la prostitución siempre hay explotación, por lo que evidencia
la re­lación complementaria entre tratantes (explotadores) y víctimas
(explotadas).
Es la postura abolicionista la que da la pauta para desarrollar un siste-
ma no de control, sino de asistencia a las víctimas. Dicha asistencia deberá
partir siempre desde un enfoque de los derechos humanos y desde una
perspectiva de género. Aunque en este trabajo queremos subrayar que los
derechos humanos no son un enfoque, porque un enfoque es una forma
de ver. Y más allá de una forma de ver, los derechos humanos son ley. Es
decir, su alcance no sólo es comprensivo, sino resolutivo.
La trata de personas y la explotación sexual no sólo representan una
violación a los derechos humanos de las víctimas, sino de sus familias y
de sus seres cercanos. Sin embargo, en ocasiones las víctimas directas no
se reconocen como tales, pues los tratantes utilizan diversos métodos
para ganar su confianza o su temor y sometimiento.
Como métodos de coerción, los tratantes suelen recurrir al aislamien-
to, monopolización de la percepción, amenazas, indulgencias ocasionales,
demostraciones de omnipotencia, degradación y refuerzo de demandas
triviales encaminadas a privar a la víctima de apoyo social y generarle
dependencia hacia el tratante, frustración, debilidad, agotamiento, ansie-
dad y una sumisión total (Biderman, como se citó en Baldwin, Fehrenba-
cher y Eisenman, 2015).

24

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Trata de personas y explotación sexual comercial

Las víctimas de trata son sometidas a procesos de explotación en los


que todos sus derechos les son vulnerados. Por ello la red mundial End
Child Prostitution, Child Pornography and Taffiking of Children for Sexual
Purposes (Ecpat, 2016) menciona que las niñas, niños y adolescentes víc-
timas de la explotación sexual tienen derecho a denunciar lo que les ha
pasado, a ser protegidos; a presentar una denuncia penal en contra de las
personas que les hicieron o les están haciendo daño; a recibir un trato
especial y toda la información pertinente relacionada con el proceso legal;
a recibir ayuda para que el proceso legal les sea más fácil; a estar seguros
y que se respete su privacidad durante este proceso; a servicios médicos y
sociales gratuitos durante el proceso legal y hasta su recuperación total,
y a solicitar compensación por los daños sufridos.
A pesar de que las organizaciones de la sociedad civil y las institucio-
nes se han preocupado por identificar y promover los derechos de las
víctimas de explotación y trata, en la práctica es difícil identificarlas. En
principio porque al tratarse de actividades ilícitas, la trata y la explota-
ción se suelen dar en la clandestinidad, y porque los escenarios de explo-
tación sexual son diversos, lo que conduce a una variedad de víctimas con
distintas condiciones e intensidad de explotación, y en función de ello,
con una capacidad de agencia diferenciada.
Silva, Manzanero, Bengoa y Contreras (2018), entrevistaron a muje-
res que ejercía, la prostitución y consideraron que omitir información re-
levante en preguntas sobre indicadores de trata y explotación, significa
que pudieran estar instruidas para no revelar información sensible y difi-
cultar su ayuda pronta. Esto coincide con lo que menciona Weitzer (2015)
acerca de que no todas las personas sufren una esclavitud absoluta en
términos de propiedad, violencia física continua, confinamiento o deshu-
manización, pero sí son sometidas a otras formas de control.
En otra investigación Betancur y Marín (2011) encontraron que mu-
jeres que habían practicado la prostitución, a pesar de conceptualizarla
como equitativa (sexo y dinero, ambos representan felicidad) también
podían significarla como una situación dolorosa debido a la ausencia de
amor en el acto sexual.
Las investigaciones han demostrado que para lograr una mejor com-
prensión de la trata de personas y la explotación sexual, es necesario pensar
la problemática desde un análisis sensible al género. Es decir, un análisis
que ponga de manifiesto el efecto de los mandatos sociales y culturales
en los pensamientos, sentimientos y conductas de las personas, según su

25

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Reflexiones y propuestas epistémico-metodológicas

sexo-género. Ya que partir de dichos mandatos se desprenden una serie


de inequidades y desventajas, y, por ende, vulnerabilidades diferencia-
das hacia la trata de personas y la explotación sexual. Es en el contexto de
este sistema patriarcal que a las mujeres se les victimiza por el hecho
de ser mujeres, pero no sólo eso, sino que en la trata de personas y la ex-
plotación sexual, junto con el género, se conjugan otras variables de clase,
etnia y edad que determinan condiciones inequitativas de poder y vulne-
rabilidad.

De las implicaciones éticas

Es innegable que en el estudio de fenómenos sociales existen aspectos


subjetivos por parte de los investigadores. Fenómenos como el crimen, la
violencia y la inseguridad tocan aspectos sensibles de los investigadores,
lo que se refleja en las preguntas de investigación que hacen, sus hipóte-
sis, sus análisis y sus conclusiones.
Ante situaciones límite4 es posible “que el investigador se enfrente a
una fractura de lenguaje, es decir, a la ruptura de las disposiciones del
enunciado, a intentos fallidos por gestionar lo indecible, a todo eso que
de incomunicable tiene el horror” (Aranguren, 2008, p. 21).
La investigación no es posible si el investigador no ha hecho antes un
replanteamiento de su perspectiva ética y de su lugar político ante el dolor
de los otros. Este dolor, al escucharlo, se convierte en un dolor propio, pues
escuchar implica entrar en el espacio del otro, y al mismo tiempo ser in-
vadido por dicho espacio (Aranguren, 2008). Es este proceso de ingresar
y de ser penetrado, el que abre la posibilidad para una ética de la escucha,
una ética en la que no sólo se escuchen las palabras, sino también los si-
lencios.
De ahí, que la subjetividad del investigador pueda considerarse como
una categoría de análisis que robustece conceptualmente la investigación.
A nivel metodológico, la autoetnografía representa una herramienta útil
al servicio de este fin; pues como menciona Blanco (2012), la autoetno-
grafía da cabida tanto a los relatos personales y autobiográficos como
a las experiencias del investigador en un contexto social y cultural. De
4
Para Aranguren una situación límite es aquella que ha degradado y atentado contra la digni-
dad humana, ocasionando sufrimiento individual y colectivo. La desaparición forzada y la trata
de personas son ejemplos nítidos de situaciones límite.

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Trata de personas y explotación sexual comercial

acuerdo con Scribano y De Sena (2009), el ejercicio auto-etnográfico


“consiste en aprovechar y hacer valer las experiencias afectivas y cogniti-
vas de quien quiere elaborar conocimiento sobre un aspecto de la reali-
dad basado justamente en su participación en el mundo de la vida en el
cual está inscripto dicho aspecto” (p. 5).
El investigador que intenta entender los procesos y experiencias de
explotación sexual y trata de personas, se enfrentará al análisis de dimen-
siones culturales como el género, la clase, el estigma y la discriminación;
a las cuales no es ajeno, por el contrario, forma parte de ellas y probable-
mente las reproduce. La forma en que el investigador construye su objeto
de estudio y se involucra con él está determinada por dimensiones subje-
tivas de su vida, sus intereses, experiencias previas y expectativas. La au-
toetnografía es una forma de reconocer estas dimensiones y ponerlas al
servicio del proceso de investigación. Como mencionan Scribano y De
Sena (2009) “El investigador tiene el privilegio y la responsabilidad de ser
sujeto y objeto” (p. 5).
En el caso de la trata de personas y la explotación sexual, aunque no
se haya sido víctima de estos delitos en particular, es posible que el inves-
tigador, y más aún la investigadora (por su condición de género) tenga
puntos de encuentro con la experiencia narrada por los y las participan-
tes. La Fiscalía Especial para los Delitos de Violencia contra las Mujeres y
Trata de Personas (fevimtra, s.f), recomienda que la persona que vaya a
realizar la entrevista esté capacitada en temas como maltrato físico, se-
xual y psicológico; desigualdad y discriminación de género, trata de per-
sonas, explotación sexual, migración y pobreza; derechos humanos, pers-
pectiva de género e intervención en crisis.
Antes de realizar la entrevista, es muy importante contar con informa­
ción de instituciones especializadas en caso de que sea necesario canali-
zar a la víctima, así como valorar los riesgos para la persona entrevistada
y para el investigador. En caso de ser oportuno, cancelar la entrevista. Si
se decide realizar la entrevista, se recomienda garantizar la confidenciali-
dad y el anonimato de la persona entrevistada, estar preparado para una
intervención de emergencia, valorar el tiempo y lugar de la entrevista (se
recomienda un lugar público, algunos lugares privados pueden ser peli-
grosos), contar con intérpretes capacitados (en caso de ser necesario), in-
formar el objetivo de la entrevista y obtener el consentimiento informado,
escuchar sin prejuicios y con respeto (ética de la escucha) para no
revictimizar a quien se está escuchando (fevimtra, s.f.).

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Reflexiones y propuestas epistémico-metodológicas

El respeto y entendimiento de los silencios es vital, pues estos pueden


significar que la víctima no encuentra un escucha apto para su narración,
o bien, la resistencia a que su testimonio sea usado por el investigador
para la construcción de un saber (Aranguren, 2008). El investigador debe
ser sensible, comprensivo, y estar preparado para cualquier negativa.
El lugar ético y político del investigador se constituye a través de su
involucramiento y cercanía con la alteridad (Aranguren, 2008). Por ello,
los sentimientos, los límites personales y el involucramiento deberían ser
incorporados en el proceso mismo de la investigación (Jelin y Kaufman,
como se citó en Aranguren, 2008).
Los límites entre lo que se dice y lo que se silencia están en constante
movimiento (Da Silva Catela, 2004). Para lograr que esos límites sean
permeables se requiere una ética de la escucha. Es decir, una postura crí-
tica frente al rol del investigador, frente al cientificismo y frente a las
exigencias académicas, pero sobre todo, frente a las estructuras sociales
determinantes de las relaciones inequitativas de poder. De ahí que la et-
nografía crítica nos resulte una herramienta viable para el estudio y aná-
lisis de la trata de personas, la explotación sexual y otras situaciones límite.

Etnografía crítica en la trata de personas


y la explotación sexual

En el planteamiento de una investigación es una tarea fundamental la


construcción del objeto de estudio. Es en función de la construcción del
objeto que se utilizan cierto método y técnica de análisis. Pero la cons-
trucción del objeto no es algo que se haga una vez y para siempre, no es
algo acabado, “…se realiza poco a poco, mediante retoques sucesivos y
toda una serie de correcciones y rectificaciones dictadas por lo que lla-
mamos la experiencia, es decir, este conjunto de principios prácticos que
orientan las elecciones minúsculas y, sin embargo, decisivas” (Bordieu y
Wacquant, 1995, p. 169).
El abordaje de situaciones límite, como la explotación sexual y la tra-
ta de personas, requiere una construcción del objeto en la que el investi-
gador se involucre y se reconozca. Además de la postura ética y epistemo-
lógica sensible y crítica, otra encaminada a lograr una comprensión cercana
a la experiencia real de las víctimas, y que desarrolle propuestas críticas
al respecto.

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Trata de personas y explotación sexual comercial

La etnografía puede considerarse la forma más básica de investiga-


ción social. Su valor radica en la diversidad de culturas y su significación
para la comprensión de los procesos sociales. Dicha comprensión propor­
ciona, además de un conocimiento abstracto, la base para la acción enca-
minada a la transformación del mundo. Por ello, su papel conlleva inmi-
nentemente a la intervención social (Hammersley y Atkinson, 2014).
Atkinson, Delamont y Hammersley (1988) distinguen siete tipos de
estudios etnográficos: antropológico, sociolingüístico, etnometodológi-
co, interaccionismo simbólico, evaluación democrática, etnografía neo-
marxista y etnografía feminista. La etnografía crítica surge en la década
de los sesenta, basándose en el marxismo clásico y en la teoría crítica neo-
marxista, en el contexto de diversos cambios culturales que cuestionaron
categorías como la etnia, el género y la clase social.
El objetivo subyacente de la etnografía crítica es el cambio social a
través de la modificación de las estructuras que promueven la inequidad,
la dominación y la represión. El etnógrafo crítico adquiere un compro-
miso adicional encaminado al cambio social (Suárez, 2012). Es decir, el
papel del etnógrafo crítico no sólo se enfoca en identificar las estructuras
sociales que promueven relaciones inequitativas de poder, sino en evi-
denciarlas y denunciar la situación. En el caso de la trata de personas y la
explotación sexual, son claros los factores sociales y culturales que las
promueven.
Es en una ideología patriarcal que se sustenta la dominación masculi-
na y se asignan roles para quienes serán tratadas y quienes serán tratan-
tes. Pero además del género, la trata y la explotación sexual sientan sus
bases en otros aspectos sociales y culturales como la etnia, identificándo-
se una mayor vulnerabilidad para las mujeres pertenecientes a pueblos
originarios, con el agravante de la edad, pues a menor edad se incremen-
ta la vulnerabilidad. El idioma, la situación migratoria, la maternidad en
soltería, la identidad sexual y la clase social son algunas de las circuns-
tancias que acentúan dicha vulnerabilidad.
Los etnógrafos críticos contemporáneos hacen uso de diversas epis-
temologías: valoran la introspección, el trabajo de la memoria, la auto-
biografía e incluso los sueños como formas importantes del saber, pues
para la mayoría de los etnógrafos críticos, en una organización social
marcada por el conflicto de clases, de razas y de sexo; ningún productor
de conocimiento es inocente o políticamente neutral (Foley y Valenzue-
la, 2012).

29

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Reflexiones y propuestas epistémico-metodológicas

Desde un análisis sociocultural de la trata de personas y la explotación


sexual, sería simplemente desatinado cualquier intento por mantenerse
neutral. A manera de ejemplo, pensemos en un estudio realizado por In-
terpol y Ecpat internacional (2018) que buscó desarrollar un perfil des-
criptivo de las niñas, niños y adolescentes no identificados que aparecen
en el Material de Abuso Sexual de Niñas, Niños y Adolescentes (masnna);
y en el Material de Explotación Sexual de Niñas, Niños y Adolescentes
(mesnna) de la base de datos icse.5
El estudio reporta que 64% de las víctimas no identificadas eran ni-
ñas o adolescentes de sexo femenino. En 76.6% de las series analizadas
aparecían niñas, niños o adolescentes blancos; lo que no necesariamente
representa la distribución étnica de las víctimas a nivel mundial, sino la
necesidad de que un mayor número de países y regiones se conecten a
la base de datos, pues en los que están conectados se incrementa la pro-
babilidad de que la víctima sea identificada, mientras que en los que no
están conectados seguirán habiendo víctimas invisibilizadas, sin iden­
tificar.
Cuando se pudo determinar la edad de la víctima no identificada, se
encontró que en 56.2% de los casos, aparecían niñas, niños y pre-púberes;
en 25.4% adolescentes púberes, y en 4.3% niñas y niños de muy corta
edad (infantes y bebés). Otro hallazgo importante es que el estudio en-
contró una relación entre la edad de la víctima y la gravedad del abuso,
pues cuando las víctimas eran más jóvenes existía mayor probabilidad de
que el abuso fuera grave (todo abuso es grave, pero en este caso había
excesiva violencia).
Como puede verse, el estudio de Interpol y Ecpat Internacional mues­
tra la vulnerabilidad diferenciada de las víctimas de acuerdo a variables
de sexo-género, etnia y edad. ¿Es posible mantenerse política y afectivamen-
te neutral ante estas situaciones? La respuesta contundente desde una
postura crítica es no. Ahora bien, ¿qué es lo que puede hacerse?
Foley y Valenzuela (2012) señalan la preocupación por realizar inves-
tigaciones etnográficas críticas en áreas como la migración, el vih-sida, la
criminalidad y la explotación sexual. Pues como menciona Suárez (2012),
5
icse es una herramienta especializada a disposición de oficiales de policía certificados y
otro personal acreditado para investigar material de abuso sexual de niñas, niños y adolescentes
(masnna) y material de explotación sexual de niñas, niños y adolescentes (mesnna). Contiene
más de un millón de imágenes, videos y hashes, subidos por y en representación de 88 países
como resultado de investigaciones sobre abuso sexual de niñas, niños y adolescentes en línea
(Interpol y Ecpat Internacional, 2018).

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Trata de personas y explotación sexual comercial

es necesario establecer una etnografía que influya en las realidades lo­


cales y en las realidades macro, tomando en cuenta que ambas realidades
se influyen e interaccionan mutuamente.
En este contexto, consideramos importante reconocer que los investi-
gadores tenemos posturas políticas e implicaciones afectivas. Que nuestros
temas de investigación no son inocentes, sino intencionados. Que care-
cemos de una objetividad fría, pero nos cobijamos en una direccionali-
dad ética hacia el cambio social.
Las intervenciones específicas que se deriven de las investigaciones
etnográficas críticas, variarán de acuerdo al contexto histórico, político,
económico, cultural, social y simbólico de la comunidad o grupo en par-
ticular. Pero todas estarán cruzadas por el interés de superar las condicio-
nes estructurales que llevan a la injusticia, a la inequidad y a la vulnerabi-
lidad social.

Una reflexión final

Ante los actuales procesos de globalización, incluida la globalización


del crimen, la trata de personas constituye una fuente de crecimiento para
el crimen organizado, un riesgo sanitario global y un tema de seguridad
que afecta a todos los países (Pati, como se citó en Tardif, 2014).
La práctica universal del intercambio de mujeres (Rubin, 1986) sienta
las bases para el comercio sexual de éstas; pues si existe una dominación
sexual, la explotación económica derivada de esta, es fácilmente deduci-
ble: el explotador o red de explotación que tiene bajo su control a muchas
mujeres, acumulará una mayor riqueza y poder, en comparación con
quienes tienen bajo su dominio sólo algunas. Así, los procesos de globa­
lización, con su promesa de mercados y ganancias más elevadas, han fa-
cilitado la trata y explotación sexual, incluso propiciado nuevas redes y
formas de explotación (Tardif, 2014).
Si se es mujer, social y culturalmente existe una encomienda o man-
dato sexual: satisfacer los deseos sexuales de los hombres. Lo que dicta la
relación sujeto (hombre) - objeto (mujer). Aunque para el caso de las
mujeres que son explotadas sexualmente, su cosificación llega al extre-
mo, pues no sólo deben satisfacer a un hombre, sino a varios, generalmen-
te desconocidos, en relaciones de sexo comercial en las que son explotadas
no sólo sexual sino económicamente. Además de la violencia que implica

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Reflexiones y propuestas epistémico-metodológicas

el aislamiento, sometimiento, amenazas, golpes, insultos, negligencia y


crueldad con que son tratadas. Por otro lado, si genéricamente las muje-
res están en mayor vulnerabilidad de explotación sexual, etariamente son
las niñas quienes sufren la mayor vulnerabilidad y violencia física, sexual,
económica, moral, institucional y emocional.
Género, etnia, clase y edad son las condiciones base que sustentan una
mayor dominación y vulnerabilidad hacia la trata de personas y la explo-
tación sexual, a éstas se suman otras como estatus legal, maternidad a edad
temprana y en soltería, condición migratoria, adicciones y antecedentes de
violencia familiar.
Investigaciones etnográficas han mostrado que la difusión de las po-
líticas anti-trata de personas causa la restricción y criminalización de la
movilidad de ciertos grupos y personas, al considerárseles involucrados
en el comercio sexual o la migración indocumentada. Esta situación ha
llevado a la generación de políticas persecutorias y al endurecimiento de
las leyes migratorias, estrategias que no sólo simplifican la problemática,
sino que convierten a las personas en víctimas pasivas y vulnerables
(Mansur, 2017).
Justamente la etnografía crítica nos invita a redimensionar la vulne-
rabilidad, a dejar de pensar en ella como un atributo inherente a las per-
sonas o a los contextos para considerarla como una categoría relacional.
Un tipo de estatus que se desprende de condiciones y estructuras socia-
les, pero que se puede modificar. Por ello, la etnografía crítica sugiere una
investigación propositiva, o como lo menciona Escribano (como se citó
en Suárez, 2012), la etnografía crítica subraya la intención política de
cambio social para desenmascarar las estructuras sociales dominantes así
como sus mecanismos de dominación y represión.
La etnografía crítica se dirige a la acción para el cambio cuestionando,
reflexionando y proponiendo. Para Guba y Lincoln (2012), en la etnografía
crítica cobran igual importancia tanto la crítica como las transformacio-
nes de las estructuras sociales, políticas, culturales, económicas, étnicas y
de género, que constriñen y explotan a la humanidad. Para ello, dos con-
ceptos clave son el activismo y la abogacía, de tal manera que quien inves-
tiga debe verse en un papel simultáneo de investigador y facilitador.
En esta misma línea, Anderson (1989) menciona que la etnografía
crítica debe servir a los intereses de las víctimas de explotación, alinea-
ción y de autoridad arbitraria. Mientras que para Street (2003) el objetivo
principal de la etnografía crítica es denunciar situaciones en el ámbito de

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Trata de personas y explotación sexual comercial

los derechos humanos, la justicia social y la discriminación de las etnias,


entre otros aspectos.
En aras de lograr estos objetivos, para Vargas (2016) la etnografía crí-
tica servirá efectivamente sólo cuando la academia haya sido transformada,
lo que representa un proceso complejo, debido a que no toda la población
académica comparte este planteamiento de persona activista, profunda-
mente identificada con las poblaciones más desposeídas y marginadas;
que vigila a la clase política dominante y busca la emancipación.
Sin lugar a dudas, la etnografía crítica invita a un compromiso de
producción de conocimiento ético, desde una ética situada que permita a
su vez una ética de la escucha. La etnografía crítica invita al compromiso
de cambio y a la militancia, a mantener una postura política crítica y una
postura académica que, al mismo tiempo que sea crítica, cumpla con los
estándares de su gremio.
En este camino, que es una opción más, pero no la única, habrá quie-
nes se aventuren y desarrollen en sí mismos procesos de emancipación.
Sin embargo, estamos conscientes de que no todos los etnógrafos críticos
son políticamente activos, aunque sí queremos subrayar que todos los in-
vestigadores debemos ser responsables de los efectos de nuestra pasivi-
dad o de nuestra acción social.

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Sufrimiento social de madres con hijos desaparecidos
en Tamaulipas: implicaciones para el ámbito clínico

Ariagor Manuel Almanza Avendaño*


Anel Hortensia Gómez San Luis**
Ricardo Hernández Brussolo***

Introducción

En este capítulo se escribirá sobre la experiencia de madres cuyos hijos


han desaparecido. Este es uno de los términos principales que emplean
para nombrarlo en sus conversaciones cotidianas: desaparición. Desde el
discurso legal, a este término se le debe agregar un adjetivo que califica
cómo ocurrió la desaparición: forzada. Ello elimina la posibilidad de un
extravío o de una desaparición voluntaria.
De acuerdo a la Convención Internacional para la Protección de to-
das las Personas contra las Desapariciones Forzadas (Organización de las
Naciones Unidas [ONU], 2006), este delito consiste en:

El arresto, la detención, el secuestro o cualquier otra forma de privación


de la libertad que sean obra de agentes del Estado o por personas o grupos de
personas que actúan con la autorización, el apoyo o la aquiescencia del Es-
tado, seguida de la negativa a reconocer dicha privación de libertad o del ocul-
tamiento de la suerte o el paradero de la persona desaparecida, sustrayén-
dola a la protección de la ley (p. 2).

Habrá que suspender el hábito, desafortunadamente común en el


campo clínico hegemónico, de olvidar las implicaciones de los discursos,
en el afán de “solucionar” el problema clínico que presenta el otro, ya sea
considerado paciente, cliente o usuario. En dicho campo tampoco suele
profundizarse en las condiciones contextuales que favorecen la emergen-
cia y mantenimiento de la violencia social, pues el énfasis se coloca en el
cambio individual. Escuchar la historia del otro tiene una intención más
allá de comprender desde una hermenéutica de la empatía: evaluar el

* Universidad Autónoma de Baja California, Facultad de Ciencias Humanas.


** Universidad Autónoma de Baja California, Facultad de Ciencias Humanas.
*** Universdiad Autónoma de Ciudad Juárez.

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Reflexiones y propuestas epistémico-metodológicas

problema, realizar un diagnóstico y diseñar un plan de tratamiento. Sólo


es cuestión de descontextualizar el problema del sujeto y buscar los re-
medios que han construido la Psiquiatría y la Psicología para el manejo
de los síntomas o los trastornos que lo conforman. Esto puede provocar
el surgimiento de una ilusión, tan inocente como peligrosa: el problema
del otro puede ser “resuelto” y el clínico puede “resolverlo”, como un héroe
solitario.
Acontecimientos violentos, como la desaparición forzada, colocan al
campo de la clínica al borde del abismo. Resulta insuficiente el vano in-
tento de actuar como un “fisicoculturista de la mente” o un “neoliberal de
la personalidad” (Fernández-Christlieb, 2005). Son tiempos de derrota,
vulnerabilidad e incertidumbre. Antes de seguir con los automatismos de
la disciplina, o hacer “más de lo mismo”, el clínico requiere comprender
el contexto en el que surgen y se repiten las desapariciones, el mismo
contexto que impone limitaciones para la recuperación de las víctimas
indirectas de las desapariciones. En esta categoría se incluye a familiares,
amistades, parejas u otras personas cercanas de la víctima directa de la
desaparición.

El contexto de estudio: Tamaulipas

De acuerdo con Enciso (2016) los estados de Coahuila, Durango, Nuevo


León y Tamaulipas, son los que más concentran casos de desaparición
forzada, con poco más de la tercera parte de casos a nivel nacional. De
éstos, Tamaulipas es el estado con mayor número de personas desapare-
cidas al concentrar 21.4% del total nacional. Las víctimas son general-
mente hombres y mujeres jóvenes, por lo que la entidad se ha convertido
en una de las principales zonas de peligro para migrantes nacionales y
extranjeros (Padgett, 2016).
Aunque el tráfico de drogas en Tamaulipas no es reciente, fue duran-
te la década de los ochenta, que se incrementaron estas actividades en la
entidad. Durante el sexenio presidencial de Carlos Salinas de Gortari
(1988-1994), el Cártel del Golfo se posicionó como uno de los más po-
derosos del país. En el sexenio siguiente, la estrategia del presidente Er-
nesto Zedillo consistió en la creación de unidades militares especiales para
el combate al crimen organizado, pero el cártel del Golfo reclutó a algu-
nos integrantes de estas unidades para cumplir funciones de seguridad.

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Obra 323. Apuntes… form. de primeras JAL.indd 38 07/11/19 08:56


Sufrimiento social de madres con hijos desaparecidos en Tamaulipas

Posteriormente, se convirtieron en los fundadores de los Zetas (Gibler,


2012).
Los Zetas, además de dedicarse al tráfico de drogas, realizaban otras
actividades delictivas como la extorsión, la trata de personas, la venta de
protección, el cobro de cuotas a comerciantes, el control de mercados ile-
gales como la piratería, el robo de mercancías o “el negocio de matar”, y
cobrar renta a cualquiera que lleve a cabo operaciones ilegales en sus te-
rritorios (Ravelo, 2016). La pelea por el territorio inicialmente contem-
plaba a dos células rivales —el Cártel del Golfo y los Zetas—, pero actual-
mente se considera que existe una balcanización en la entidad por la
disputa del poder territorial entre múltiples células criminales (Reed, 2015).
Los diversos grupos criminales suelen establecer alianzas con los Gobier-
nos locales y las fuerzas de seguridad, en contra de los grupos rivales. En
este escenario, la narrativa del terror predomina sobre la narrativa acerca
de la seguridad (Nieto, 2010).
Hoy día en Tamaulipas, han proliferado las fosas clandestinas en espa-
cios abiertos, panteones, ranchos o casas privadas para enterrar los restos
de las personas desaparecidas. Incluso para no dejar rastros, los cuerpos
pueden ser incinerados o disueltos en lo que popularmente denominan
“cocinas”. La investigación de las desapariciones no sólo se limita por las
dificultades para encontrar los restos de las personas, sino porque los la-
zos entre el crimen organizado y el Estado limitan el proceso de búsqueda
o generan en los familiares miedo a denunciar (Osorno, 2017).
Por otro lado, la impunidad es sostenida por el Estado mediante la
construcción de un marco, bajo el cual se crea una distinción entre vícti-
mas inocentes y víctimas culpables, de las cuales se sospecha participa-
ción en el crimen organizado, lo cual impide que cualquier pérdida o au-
sencia sea reconocida como una vida humana insustituible, facilitando
su identificación con una cifra abstracta o como “daño colateral” de la
estrategia de seguridad (Olalde, 2015).

Cuestionar la posición del Estado

El marco legal sobre desaparición forzada asume la existencia de cierto


tipo de víctima directa de la desaparición. Robledo (2016) ha señalado
que el marco se ha constituido a partir de un sujeto prototípico que ha
adquirido un carácter trasnacional: el detenido-desaparecido del caso de

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Reflexiones y propuestas epistémico-metodológicas

Argentina. En México, la desaparición forzada se ajustaba inicialmente a


dicho sujeto, pues se ejercía para la represión de la insurgencia armada y
otros grupos opositores, por medio de instituciones como las Fuerzas
Armadas y la Dirección Federal de Seguridad (Aguayo, 2015). Como se-
ñala Deotté (2015), este tipo de desaparición forzada por medio de la
“guerra sucia” era selectiva, dirigida a miembros y líderes de los movi-
mientos sociales de resistencia. Además de la “guerra sucia”, la desapari-
ción forzada se ha vinculado con la política prohibicionista de drogas,
como en el caso de la Operación Cóndor, donde las fuerzas militares no
sólo destruían plantíos, sino que cometían asesinatos, robos, violaciones,
tortura y des­apariciones forzadas hacia los miembros de las comunida-
des (Enciso, 2016).
En los últimos años, existe mayor incertidumbre sobre la naturaleza
de las desapariciones forzadas, a diferencia de décadas anteriores, donde
tenía principalmente un móvil político y se asumía que el Estado era el
principal responsable. Aguayo (2015) advierte un proceso gradual de
debilitamiento del poder centralizado y autoritario del Estado junto con
la infiltración del aparato de seguridad estatal por parte del crimen orga-
nizado. En estas condiciones se han expandido múltiples grupos crimi-
nales, cuyo conflicto por el control territorial se exacerbó especialmente
a partir del periodo gubernamental de Felipe Calderón (2006-2012). Su
actividad no se ha limitado al control de rutas y ciudades con fines de
tráfico de drogas, sino que ha derivado en la captura de gobiernos locales
y la diversificación de actividades criminales (Aguilar, 2015), como el se-
cuestro, la extorsión, la piratería, la trata de personas, la explotación de
recursos naturales y energéticos, o el lavado de dinero.
En este momento histórico, las desapariciones forzadas con un móvil
político implementadas por el Estado siguen ocurriendo, pero han surgi-
do nuevos móviles y, especialmente, un nuevo actor: el crimen organizado.
Las desapariciones realizadas por el crimen organizado pueden asociarse
con diversos actos violentos: el ajuste de cuentas dentro de la organiza-
ción o contra organizaciones rivales; la tortura de personas para obtener
información; la búsqueda de impunidad tras haber cometido otros deli-
tos, como secuestros, violaciones, homicidios o feminicidios; la trata de
personas con fines de explotación sexual o laboral; el empleo de cadáve-
res para generar terror y enviar mensajes al Gobierno, a agrupaciones ri-
vales o a la comunidad (Gibler, 2012; Mastrogiovanni, 2016; Osorno,
2017). Cabe aclarar que no se pretenden agotar las diversas situaciones

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Obra 323. Apuntes… form. de primeras JAL.indd 40 07/11/19 08:56


Sufrimiento social de madres con hijos desaparecidos en Tamaulipas

asociadas, pues las actividades delictivas suelen tener un carácter oculto


y es posible que no hayan sido completamente identificadas por los tra-
bajos de investigación periodística.
La desaparición de migrantes en la frontera sur, o casos paradigmáti-
cos como el de San Fernando, Tamaulipas en la frontera norte, indica que
también puede ser una manifestación del control de flujos migratorios.
A su vez, responden a una lógica económica, no sólo asociada a la comi-
sión de delitos para el financiamiento de la organización criminal, sino que
se emplean para el desplazamiento de poblaciones, con fines de explota-
ción de recursos naturales o energéticos (Mastrogiovanni, 2016). En este
último caso, no sólo pueden realizarse en connivencia con el Estado, sino
con empresas privadas.
La narrativa gubernamental sobre la estrategia de seguridad contra el
crimen organizado, ha supuesto que las víctimas de delitos como el ho-
micidio o la desaparición, suelen pertenecer al crimen organizado o esta-
blecer algún vínculo con tales agrupaciones (Escalante, 2012). Las madres
de hijos desaparecidos en Tamaulipas señalan que también las desapari-
ciones suelen ser percibidas como ligadas al crimen organizado, por par-
te de los familiares, amistades, vecinos, otros miembros de la comunidad
e incluso por funcionarios de las instituciones estatales. La estigmatiza-
ción de las víctimas no sólo provoca malestar en sus familiares, sino que
favorece su aislamiento, pues los otros pueden reaccionar con temor, evi-
tación o rechazo.
No obstante la existencia de condiciones estructurales que favorecen
el estigma y la vivencia común de éstas, como explica Goffman (2006), el
medio social nos proporciona categorías preestablecidas de personas, y
estas categorías nos llevan a la construcción de una identidad social vir-
tual que atribuimos a cierta persona y que no necesariamente correspon-
de con su identidad social real.
Sin embargo, el estigma pasa por alto la verificación de esta corres-
pondencia y se centra en la creencia de que la persona desaparecida po-
see un atributo que lo desacredita y que incluso justifica su desaparición:
la víctima (a quien no se la considera del todo víctima), está vinculada
con el crimen organizado, configurándose así la identidad deteriorada
(Goffman, 2006).
Si bien el estigma exacerba el sufrimiento social de las víctimas indi-
rectas de la desaparición forzada, en forma simultánea puede tener im-
plicaciones afectivas para la comunidad. Creer que la desaparición sólo le

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Reflexiones y propuestas epistémico-metodológicas

ocurre a personas incorporadas o asociadas al crimen organizado, sostiene


la noción de un “mundo justo”: sólo los criminales pueden recibir un
daño, porque generan daños a los demás. Asimismo, permite que las per-
sonas se sientan menos vulnerables ante la desaparición, al no identificar-
se como miembros del crimen organizado. “Un atributo que estigmatiza
a un tipo de poseedor puede confirmar la normalidad de otro” (Goffman,
2006, p. 13).
Culpar a la víctima y desensibilizarse ante el sufrimiento son reaccio-
nes que tienen sentido en un contexto de alto riesgo, donde los sujetos
requieren crear mecanismos para sobrellevar y seguir funcionando en su
vida cotidiana a pesar de la violencia. La normalización del horror, de un
estado de excepción, puede implicar para el sujeto una lucha dialéctica
entre desensibilizarse hasta el “anestesiamiento” (Ravazzola, 1997) o com­
partir el sufrimiento con el otro. En esta dimensión se regula la distancia
emocional, es decir, la capacidad de sentir el dolor y ser empático con el
sufrimiento del otro. Esto se manifiesta en que la persona esté dispuesta
a sentir aquello que la víctima relata, intente comprender su experiencia en
sus propios términos, escuche activamente, muestre cercanía más allá de
las palabras, con todo el cuerpo, es decir, lo acompañe en su sufrimiento.
Es un dilema relacional, que plantea al sujeto tomar una decisión so-
bre el grado en que desea involucrarse con quien ha sido víctima indirecta
de la desaparición. La primera cuestión a resolver es la distancia emocional,
no se puede brindar apoyo si se elige el “anestesiamiento”. El apoyo quizá no
se sostenga cuando existen reticencias para compartir el sufrimiento. Una
segunda dimensión está relacionada con el grado de involucramiento,
que supone asumir el compromiso de apoyar a la víctima indirecta de la
desaparición. La persona puede pasar de no involucrarse, hasta crear una
relación de apoyo en la vida cotidiana, resistir conjuntamente las difi­
cultades asociadas a la desaparición, e incluso llegar a la acción colectiva.
Esta posición afectivo-política puede cambiar a través del tiempo. Se con­
sidera que una mayor cercanía afectiva implica una disposición hacia
compartir el sufrimiento con la víctima indirecta de la desaparición. Tal
disposición afectiva permitirá un mayor grado de involucramiento con la
víctima indirecta de la desaparición, desde el apoyo en la vida cotidiana
hasta la participación conjunta en busca de cambios colectivos (figura 1).
La relación que se establece con las víctimas indirectas de la desapa-
rición, es influida por otro dilema que se plantea a los sujetos que habi-
tan contextos con altos niveles de violencia. Existe otra lucha dialéctica

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Sufrimiento social de madres con hijos desaparecidos en Tamaulipas

Figura 1. Dilemas relacionales para el sujeto en contextos violentos:


la distancia emocional y el involucramiento con las víctimas
indirectas de la desaparición.

Involucramiento

Anestesiamiento Compartir
el sufrimiento

No involucramiento
Fuente: elaboración propia.

en términos de la posición del sujeto en su mundo social, ya que puede


oscilar entre mantener una posición donde se sienta seguro o al menos
maximice un sentido de protección ante la violencia, o bien, permitirse
experimentar un sentimiento de vulnerabilidad al participar y actuar en
dicho mundo. Afectivamente, el sujeto buscará negociar entre mantener
un sentimiento de seguridad y aceptar cierto nivel de vulnerabilidad in-
herente a la vida cotidiana en contextos con presencia del crimen orga-
nizado.
Esta disposición afectiva, susceptible de variación en el tiempo, esta-
blece las condiciones para la acción del sujeto, quien también tendrá que
enfrentar el dilema de continuar con su vida cotidiana y su proyecto de
vida, o la ruptura, es decir, transformar su vida personal para adaptarse al
contexto de violencia. Esta dimensión tiene implicaciones políticas, pues
depende de la capacidad del Estado de garantizar el derecho a la seguridad
por parte de los ciudadanos. En caso de que el Estado no pueda brindar
protección a la ciudadanía, o incluso establezca vínculos de corrupción
con el crimen organizado, los sujetos se ven enfrentados a otro dilema en
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Reflexiones y propuestas epistémico-metodológicas

relación con el Estado: asumir la responsabilidad individual de su propio


cuidado, lo cual supone transformar su vida cotidiana de modo que puedan
adquirir un mínimo sentimiento de seguridad; o bien, organizarse para
exigir al Estado que cumpla en términos de garantizar su derecho a la
seguridad. Esta segunda posición implica el deseo del sujeto de mantener
su vida cotidiana y su proyecto de vida, en lugar de adaptarse para sobre-
vivir, seguir funcionando en medio del horror, o normalizar un estado de
excepción (figura 2). Se asume, tal como en los dilemas previos, que los
sujetos no necesariamente permanecen estáticos en una posición extrema,
sino que pueden modificar su posición a través del tiempo y establecer
soluciones de compromiso entre tales posturas.
Tal como ocurre con las víctimas indirectas de la desaparición y el
resto de la comunidad, el clínico también tiene que enfrentar estos dile-
mas. A partir de su posicionamiento decidirá qué tanto comparte el su-
frimiento con el otro, y dónde se encuentran los límites de su acción, en
función de su propia seguridad. El clínico podría plantearse las siguientes
preguntas: ¿qué tanto deseo acercarme al sufrimiento del otro?, ¿hasta
dónde estoy dispuesto a acompañarlo?, ¿qué nivel de vulnerabilidad estoy
dispuesto a permitir? y ¿qué tanto estoy dispuesto a modificar mi forma
de vida por la violencia social? Por lo tanto, la acción terapéutica no sólo
responde a los supuestos del modelo de intervención que elija el clínico,
sino de la solución de compromiso que establezca entre el involucramien-
to con el otro y la propia seguridad.
La estigmatización de las víctimas es problemática no sólo porque
implica su revictimización por parte de la comunidad, sino porque sos-
tiene el discurso gubernamental acerca de las víctimas y oculta un cam-
bio histórico: la desaparición forzada ya no se realiza únicamente hacia
miembros de movimientos sociales o miembros del narcotráfico, sino que
puede afectar al resto de la ciudadanía, ya sea porque se convierten en
víctimas del delito o en “falsos positivos”,1 es decir, víctimas de un error
(dentro de un orden social y legal que no sólo permite la ocurrencia de
dichos accidentes, sino que sean impunes). Esto significa que el sujeto
1
El concepto de falsos positivos surge en el contexto colombiano, para referirse a las ejecucio-
nes extrajudiciales contra personas inocentes, cuyos cuerpos eran presentados como bajas guerri-
lleras en la supuesta lucha contra el terrorismo (Londoño, 2011; Semana, 2010; como se citó en
Olarte y Castro, 2019). La función de los falsos positivos era la de demostrar que la guerra contra
el terrorismo se estaba ganando, por lo que ante la opinión pública se justificaba el uso de recur-
sos, la violencia y las violaciones en derechos humanos, contra los supuestos enemigos que dicha
política conllevaba (Olarte y Castro, 2019).

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Sufrimiento social de madres con hijos desaparecidos en Tamaulipas

Figura 2. Dilemas de la seguridad para el sujeto en contextos violentos:


sentirse protegido y continuar con su vida cotidiana.

Continuidad

vulnerabilidad Seguridad

Ruptura
Fuente: elaboración propia.

prototípico del marco legal sobre desaparición forzada ya no se ajusta


completamente al contexto mexicano.
El discurso gubernamental también ha supuesto que son los grupos
del crimen organizado quienes cometen, principalmente, delitos como el
homicidio y las desapariciones (Escalante, 2012). Sin embargo, fuerzas de
seguridad como el ejército o la policía pueden participar en las desapari-
ciones al permitir la operación de los grupos criminales, e incluso me-
diante la entrega de personas; o bien, pueden realizar ejecuciones extra-
judiciales, ya sea por órdenes del Estado, o del crimen organizado (Gibler,
2012; Mastrogiovanni, 2016; Osorno, 2017).
Las fronteras entre el crimen organizado y las instituciones del Estado
se han vuelto borrosas. Osorno (2017) refiere la existencia de máquinas de
guerra incorporadas al Estado o que operan con relativa autonomía. Pue-
den conformarse por miembros del crimen organizado junto con policías
o militares; por grupos paramilitares al servicio del Estado; segmentos de
las fuerzas de seguridad que realizan ejecuciones extrajudiciales; o gru-
pos del crimen organizado en colaboración con el Estado. Por lo tanto, el
vínculo de corrupción entre el Estado y el crimen organizado puede pre-
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Reflexiones y propuestas epistémico-metodológicas

sentarse en distintas configuraciones. Las máquinas de guerra se caracte-


rizan por estar deslocalizadas, ser dinámicas y fluidas, con capacidad de
movilidad y transformación de su estructura.
Puede plantearse la existencia de cuatro escenarios principales, en
términos de los actores involucrados y su participación en la desapari-
ción forzada (figura 3):

a) Escenario I. Este escenario es el que se concibe en el marco legal interna-


cional y nacional, donde el Estado ordena la desaparición forzada, especial-
mente de líderes de movimientos sociales de resistencia (aunque también es
posible que sea dirigida hacia miembros del crimen organizado y se relacio-
ne con las ejecuciones extrajudiciales). La desaparición suele ser implemen-
tada por fuerzas de seguridad como miembros de la policía o de la milicia;
pero también, por medio de grupos paramilitares. Ello no excluye la parti-
cipación de otros funcionarios gubernamentales, ya sea en la realización
de la desaparición, el control del sujeto desaparecido y el encubrimiento de
la desaparición. Este tipo de desaparición es la que había prevalecido en
otros periodos históricos, ligada principalmente a un móvil político. Se asu-
me que este tipo de desaparición sigue existiendo, pero en México existe un
mayor grado de incertidumbre respecto a la desaparición porque es posible
que se presente en otros tres escenarios.
b) Escenario II. En este escenario el Estado ordena la desaparición de
miembros de movimientos sociales de resistencia (ya sea ante el Estado o
ante empresas privadas) e incluso de miembros del crimen organizado o la
delincuencia común. A diferencia del primer escenario, existe una compli-
cidad con el crimen organizado (esto supone que hay agrupaciones con las
que el Estado establece vínculos de colaboración y agrupaciones con las que
mantiene relaciones de conflicto), el cual puede implementar la desaparición,
con la participación activa o pasiva (al permitir la acción o facilitar el encu-
brimiento) de las fuerzas de seguridad y funcionarios gubernamentales. En
contraste con el tercer escenario, que se describirá a continuación, se asume
la existencia de una relación de mayor complementariedad entre el Estado y
el crimen organizado, donde colaboran mutuamente y las agrupaciones de-
lictivas no controlan totalmente el territorio. Un ejemplo de este escenario
es el caso de Ayotzinapa.
c) Escenario III. En este escenario el crimen organizado es quien plani-
fica e implementa la desaparición hacia miembros de agrupaciones rivales,
miembros de la sociedad que han denunciado o han mostrado oposición a

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Sufrimiento social de madres con hijos desaparecidos en Tamaulipas

Figura 3. Escenarios asociados a la desaparición forzada en México.

escenario i escenario iii

Estado ordena la desaparición Estado ordena la desaparición

Implementada por fuerzas de seguridad Implementada en complicidad con el crimen


(policía, militares) o paramilitares organizado (con o sin colaboración con
fuerzas de seguridad)
escenario ii escenario iv

Crimen organizado Crimen organizado


Planea e implementa la desaparición Planea e implementa la desaparición

Complicidad       Complicidad
activa del         pasiva del
Estado           Estado

Fuente: elaboración propia.

sus actividades en la localidad; o bien, hacia el resto de la población que


puede convertirse en víctima del delito. En este caso se encuentra un mayor
nivel de vulnerabilidad hacia la desaparición en el contexto local, pues ya
no se dirige únicamente hacia movimientos de resistencia o agrupaciones
rivales. La desaparición puede ocurrir en complicidad activa del Estado, es
decir, que las fuerzas de seguridad o funcionarios participen en la captura,
traslado, ocultamiento u otro tipo de actos violentos hacia las víctimas. Su
participación también puede ser pasiva, lo cual supone que facilitan el en-
cubrimiento y garantizan la impunidad del crimen organizado. En contraste
con el segundo escenario, se considera que la relación entre el crimen or­
ganizado y el Estado tiende hacia una mayor simetría, e incluso el crimen
organizado puede capturar gobiernos locales de modo que opera sin oposi-
ción del Estado, como si hubiera conformado un estado paralelo. Se considera
que las desapariciones de jóvenes en Tamaulipas responden principalmente
a este tipo de escenario.
d) Escenario IV. Finalmente existe un escenario hipotético donde se
asume que el crimen organizado planea e implementa la desaparición, ya
sea de un miembro de su organización, de una organización rival o de cual-
quier miembro de la población que se convierte en víctima de su actividad

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Reflexiones y propuestas epistémico-metodológicas

delictiva. Supuestamente, la desaparición es realizada únicamente por los


miembros del crimen organizado sin la participación activa de los agentes
del Estado, o bien, sin el encubrimiento y protección de las instituciones
gubernamentales. Este escenario supone que el crimen organizado puede
llevar a cabo desapariciones sin ningún tipo de conocimiento o relación por
parte del Estado, lo cual implica que es posible que un particular desaparez-
ca a otra persona en México sin que exista un vínculo de corrupción con las
autoridades. Por lo tanto, este escenario es poco plausible. Incluso cuando
la desaparición ocurriera en estas condiciones, el Estado mantendría su res-
ponsabilidad por las omisiones en la búsqueda, investigación y sanción ha-
cia quienes cometen el delito (Robledo, 2016).

Existe una diferencia importante en la atención a víctimas indirectas


de la desaparición forzada y la atención a víctimas directas e indirectas de
otros delitos o actos violentos: el Estado ha participado pasiva o activa-
mente en la desaparición forzada. Esta situación limita la respuesta del
Estado ante las víctimas directas e indirectas de la desaparición, por lo
tanto, afecta el proceso de recuperación de los familiares, parejas u otras
individuos cercanos a la persona desaparecida.
Entonces, no sólo se trata de identificar síntomas y eliminarlos para
que la persona pueda funcionar de mejor manera en su vida cotidiana. El
sufrimiento de los familiares de las personas desaparecidas es social y tie-
ne implicaciones políticas: no cuentan con el Estado para la búsqueda
y tampoco, para su protección. No se trata de un malestar individual y
descontextualizado, es un dolor social que tiene implicaciones socio-po-
líticas para las víctimas indirectas.
Como explica la teoría del dolor social (Arciga y Nateras, 2002), el
dolor de una época surge de causas económicas (necesidad), políticas y
sociales que afectan a todos y que determinan el tono del ánimo colectivo.
Cuando el dolor colectivo ejerce presión, cada dolor individual deja
tras de sí un eco, una preocupación triste del espíritu que hace de éste un
vasto dolor moral, que envuelve la vida, creando la capacidad de movilizar
el entusiasmo colectivo (Arciga y Nateras, 2002, p. 85).
Esto implica que para el clínico también tendrá una implicación socio-
política: decidir entre cuestionar al Estado o mantener el papel de un agen-
te del Estado, que se limita a reducir el malestar lo suficiente para que la
víctima recupere su funcionalidad, continúe siendo productiva y recu­
pere su sitio en el sistema social; sin reparar en que el sistema ejerce tal

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Sufrimiento social de madres con hijos desaparecidos en Tamaulipas

grado de violencia estructural que se ha transformado en un sistema ne-


cropolítico.
A nivel afectivo, el clínico que actúa en contextos con altos niveles de
violencia tendrá que dilucidar su sentimiento hacia el Estado, considera-
do dentro de un continuo entre la desconfianza y la confianza. Esta dis-
posición afectiva, se convierte en la base de su posicionamiento político,
a partir de la resolución de un nuevo dilema: ¿asimilo y reproduzco el
discurso gubernamental sobre la violencia, o lo cuestiono y le opongo
resistencia? Este cuestionamiento y resistencia tendrán que emerger en cada
sujeto, antes de traducirse en el desarrollo de intervenciones socio-políti-
cas más allá del ámbito clínico hegemónico, o la participación en mo­
vimientos sociales que promuevan un cambio en materia de seguridad
(figura 4).
Finalmente, no puede olvidarse a otro actor dentro del drama social
de la desaparición forzada: el crimen organizado. El sujeto también asu-
me una posición afectiva hacia él, que va desde el horror hasta la calma,
lo cual supone que la presencia de este tipo de actores en el contexto local
suele implicar miedo y exacerbarse hasta grados extremos. Aunque pare-
ce impensable que las personas experimenten otros afectos hacia actores
que ejercen violencia y crueldad sobre miembros de su comunidad, tam-
bién es posible que los sujetos se mantengan en calma a pesar de su acti-
vidad, lo que implica que se normalice la presencia del crimen organiza-
do y que los sujetos se adapten para funcionar y producir a pesar de las
amenazas que generan en la ecología social.
Esta disposición afectiva permite al sujeto asumir un posicionamien-
to ante el crimen organizado, oscilando entre dos extremos: la oposición
abierta y la aceptación de sus actividades. La oposición o rechazo hacia el
crimen organizado representa no solamente una identificación negativa,
sino que puede traducirse en la realización de acciones para manifestar
dicho rechazo. Mientras que la aceptación supone la existencia de grupos
que se identifican positivamente con el crimen organizado, y no sólo evi-
tan cualquier confrontación, sino que pueden establecer vínculos con sus
miembros e incluso incorporarse a él. Tal como ha ocurrido en el caso de
los dilemas planteados previamente, la ambivalencia es posible, aunque
puede derivar en acciones ocultas o en la parálisis. Asimismo, oponerse a
la violencia del crimen organizado, dependerá del grado de protección
brindada por el Estado, del grado de vinculación con el crimen organiza-
do debido a la corrupción, así como de la existencia de condiciones para

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Reflexiones y propuestas epistémico-metodológicas

Figura 4. Dilema sobre la relación del sujeto con el Estado en contextos violentos:
el sentimiento de confianza y la oposición al discurso del Estado.

Resistencia

Desconfianza Confianza

Asimilación
Fuente: elaboración propia.

el diálogo sin el riesgo de que los conflictos se resuelvan violentamente


(figura 5).
Hasta el momento, se ha señalado la importancia de comprender el con-
texto en el que surgen las desapariciones forzadas, cuestionar la partici­
pación del Estado en ellas, y asumir un posicionamiento afectivo y socio-
político. Sin embargo, el clínico tendrá que realizar otro cuestionamiento:
los saberes de su tradición clínica.

Cuestionamiento de los saberes clínicos

La desaparición es una situación singular porque ocurre una disociación


entre la identidad y el cuerpo de la persona desaparecida, ha perdido su
ciudadanía y ha sido expulsada al territorio del afuera, lo cual también
implica la posibilidad de perder su nombre, su historia y su espacio (Gat-
ti, 2011). Para los familiares de personas desaparecidas, el proceso de
duelo es obstaculizado porque no tienen acceso a la verdad jurídica sobre
la desaparición y existe incertidumbre sobre su paradero. Si asumen que
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Sufrimiento social de madres con hijos desaparecidos en Tamaulipas

Figura 5. Dilema sobre la relación del sujeto con el crimen organizado


en contextos violentos: el grado de miedo y de oposición
a sus actividades delictivas.
Resistencia

Desconfianza Confianza

Asimilación
Fuente: elaboración propia.

está vivo, pueden experimentar angustia por el riesgo de que sea lesiona-
do, asesinado o nunca regrese; si asumen que está muerto, pueden expe-
rimentar dolor por esta pérdida y el deseo de encontrar su cuerpo. La in-
certidumbre se vuelve parte esencial de la experiencia de la desaparición,
por lo cual los familiares pueden sostener ambas creencias simultánea-
mente, o bien, fluctuar entre ellas a través del tiempo, como si estuvieran
en conflicto, ya que considerar que aún vive implica mantener la espe-
ranza y continuar con la búsqueda; mientras que asumir la muerte impli-
ca tener que resignarse y abandonar la esperanza de encontrarlo. Hallar
el cuerpo implica disminuir la incertidumbre (no garantiza conocer los
motivos de la desaparición, la captura de los victimarios o su sometimien-
to a un proceso judicial) y puede facilitar el desarrollo de un proceso de
duelo por medio de los rituales culturales disponibles.
Si los familiares no cuentan con el cuerpo o parte de sus restos, se
impide la realización de rituales como el funeral, el entierro o las ceremo-
nias religiosas. Sin estos rituales se impide el reconocimiento público de
la muerte y la construcción de memoriales para honrar a la persona, e

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Reflexiones y propuestas epistémico-metodológicas

incluso el tránsito de su alma hacia otro mundo, de acuerdo a ciertas


creencias religiosas (Zorio, 2011). La ausencia del cuerpo y la incertidum-
bre sobre el estado del sujeto impiden estos rituales, además de la falta de
institucionalización de rituales específicos para la desaparición. El 30
de agosto se ha establecido como el Día Internacional de las Víctimas de
Desapariciones Forzadas, en el cual no sólo se promueve el recuerdo y el
reconocimiento público de la desaparición, sino que se denuncian las
omisiones y complicidades del Estado y se exige justicia para las víctimas.
Ante el afán de olvido de las desapariciones por parte del Estado, se han
desarrollado intervenciones estéticas como memoriales o monumentos
que también buscan contribuir en el recuerdo y reconocimiento público
de las víctimas, así como la denuncia implícita de la participación activa
o pasiva del Estado (Olalde, 2015).
Desde los saberes clínicos hegemónicos, el duelo, usualmente, es con-
siderado como una reacción normal ante la pérdida de un ser querido,
pero se han construido patologías del duelo, entre las que se encuentran el
trastorno por duelo prolongado (de acuerdo a la Clasificación Interna-
cional de Enfermedades) y el trastorno por duelo complejo persistente
(de acuerdo al Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Men-
tales). Ambas patologías se diagnostican en caso de una muerte confir-
mada, y los criterios diagnósticos no derivan de estudios clínicos realiza-
dos con familiares de personas desaparecidas. Indican la dificultad para
llevar a cabo tareas centradas en la pérdida y tareas de restauración de las
funciones cotidianas. Incluyen síntomas como el anhelo continuo de la
persona fallecida, dificultades en términos de identidad, establecimiento
de vínculos y continuación de la vida; dificultades para la aceptación de
la pérdida y la evitación de su recuerdo; así como malestar, preocupación
por la persona fallecida y pérdida de sentido (Jordan y Litz, 2014).
Resulta necesario reflexionar si tales categorías diagnósticas son per-
tinentes para comprender el malestar de familiares de personas desapare-
cidas, pues comparten la noción de la existencia de un tiempo determinado
para que el duelo se considere patológico. En el caso de la desaparición
forzada, puede prolongarse por muchos años debido a la incertidumbre
sobre el estado del familiar y la ausencia del cuerpo. La temporalidad del
duelo también puede variar por las diferencias culturales sobre la concep­
ción de la muerte y su manejo. Se ha asumido que el duelo es un proceso
que ocurre a través de una serie de etapas en una secuencia lineal, y que
existe un punto final de dicho proceso cuando el duelo es normal; pero

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Sufrimiento social de madres con hijos desaparecidos en Tamaulipas

las condiciones de la desaparición impiden el “cierre” del proceso. Final-


mente, existe el riesgo de asignar una patología a los familiares de manera
injusta, si no se toma en cuenta el tipo de pérdida y el contexto sociopolí-
tico en el que ocurre (Boss y Carnes, 2012).
El cuestionamiento de los saberes clínicos hegemónicos requiere tan-
to el análisis de la utilidad de conceptos tradicionales para comprender la
experiencia del sujeto, como la identificación de conceptos que puedan
tener una mayor aproximación a dicha experiencia. Para comprender la
experiencia de los familiares de personas desaparecidas, el concepto de
pérdida ambigua puede ampliar la perspectiva. La pérdida ambigua es una
situación en la que no se sabe si la persona se encuentra viva o muerta. La
desaparición forzada corresponde a un tipo específico de pérdida ambi-
gua: cuando las personas están físicamente ausentes, pero se mantienen
psicológicamente presentes (Boss, 2002).
Este tipo de pérdida genera estrés crónico y tiene implicaciones para
la estructura de la familia, pues sus miembros pueden mantener distintas
percepciones sobre quiénes integran la familia (física o psicológicamen-
te), lo cual puede derivar en una confusión de los roles, el aplazamiento
de decisiones importantes, la interrupción de tareas cotidianas o rituales
familiares. A nivel individual, puede tener implicaciones psicológicas,
como ambivalencia afectiva, malestar emocional, bloqueo de la cogni-
ción debido a la incertidumbre e interrupción del proceso de duelo (Boss,
2004). El afrontamiento de la pérdida ambigua no sólo depende de los
recursos individuales, familiares o comunitarios con los que cuenten las
personas, también está condicionado por un contexto externo donde in-
tervienen aspectos institucionales, sociales, culturales y políticos (Boss,
2016). La intervención ante la pérdida ambigua no se enfoca en la acep-
tación de la muerte como en los procesos de duelo, sino en la modifica-
ción de la forma en que se otorga sentido a la situación de incertidumbre
(Boss y Carnes, 2012).
Los saberes clínicos hegemónicos han intentado homogeneizar la
experiencia de la desaparición forzada con el duelo por la muerte de un
familiar, y han buscado identificar la sintomatología presente en familia-
res de personas desaparecidas. Se ha reportado que las consecuencias en
la salud mental de la desaparición forzada pueden persistir durante déca-
das, no sólo porque obstaculiza el proceso de duelo, sino porque se ha
asociado con la aparición de síntomas depresivos o síntomas de trastorno
por estrés postraumático, como flashbacks, sustos o entumecimiento

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Reflexiones y propuestas epistémico-metodológicas

(Perez-Sales, Durán-Pérez y Bacic, 2000). Estudios comparativos mues-


tran resultados opuestos al contrastar el impacto de la desaparición for-
zada y la muerte confirmada, sobre la salud mental de los familiares de
las víctimas, en contextos de conflicto armado: en un estudio se reportó
mayor severidad de síntomas de depresión y reacciones más prolongadas
de “duelo” en familiares de personas desaparecidas (Heeke y Knaeverls-
rud, 2015), mientras que en otro estudio no se encontraron diferencias
entre los grupos (Heeke, Stammel y Knaeverlsrud, 2015).
Incluso se ha tratado de identificar clases de sintomatología en familia-
res de personas desaparecidas. La primera clase presenta un predominio de
síntomas de trastorno por estrés postraumático (aunque los criterios diag-
nósticos no incluyen a la desaparición forzada como suceso traumático). La
segunda clase presenta un predominio de síntomas de trastorno por duelo
prolongado (cuyos criterios se han establecido para el duelo por muerte,
tampoco se ha considerado a la desaparición forzada al construir los crite-
rios diagnósticos). Una tercera clase se caracteriza por un mayor malestar
psicológico, pues presenta sintomatología de los trastornos anteriores.
Finalmente, se asume la existencia de una clase resiliente (concepto
que acentúa la fortaleza del individuo para recuperarse ante la adversi-
dad, a la vez que olvida la contribución del Estado en el origen y el man-
tenimiento del malestar) con niveles de sintomatología moderados o ba-
jos. El grado de malestar psicológico se ha asociado con un mayor nivel
de exposición a la situación traumática, la cercanía con el familiar desa-
parecido y la falta de acceso a apoyo social (Heeke, Stammel, Heinrich y
Knaeverlsrud, 2017), elementos centrados en el individuo y en sus redes
sociales, no en las condiciones contextuales que favorecen el surgimiento
y la repetición de las desapariciones.
Un aspecto problemático de los saberes clínicos hegemónicos es que
el diagnóstico de los familiares de personas desaparecidas no se basa en
estudios que busquen comprender su experiencia, sino en categorías diag-
nósticas preestablecidas que se emplean para interpretar su experiencia
sin considerar el contexto sociopolítico en el que surge. Tampoco se
nombra dentro de los criterios diagnósticos al evento desaparición forza-
da. No puede asumirse que todas las pérdidas o sucesos violentos son
iguales, como tampoco debe omitirse la participación del Estado en el
acto violento y en la perpetuación de sus consecuencias psicosociales. Si
bien en manuales diagnósticos como el dsm no se profundiza en las im-
plicaciones de la participación activa y pasiva del Estado en el malestar

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Sufrimiento social de madres con hijos desaparecidos en Tamaulipas

psicológico de los individuos y en su perpetuación, los clínicos pertene-


cientes a contextos locales donde ocurre la desaparición forzada tenemos
la responsabilidad ética de cuestionar los criterios diagnósticos si no se
ajustan a las condiciones sociopolíticas del contexto local. De no hacerlo,
contribuimos en la colonización de la experiencia de los pacientes por me-
dio de un lenguaje psiquiátrico descontextualizado y despolitizado.
Pérez et al. (2000) han criticado el etiquetamiento de los familiares de
personas desaparecidas por medio de diagnósticos como el trastorno por
estrés postraumático, pues sitúan en el individuo un sufrimiento que tiene
un origen social. La individualización del sufrimiento social también nie-
ga la intencionalidad ideológica de la violencia y favorece la impunidad,
la cual a su vez permite la prolongación del sufrimiento. Otra implicación
de centrar el problema en el individuo es que se promueve el tratamiento
individual; en contraste, mantener su origen social dirige la intervención
hacia el ámbito social, comunitario y político.
Desde los saberes clínicos hegemónicos, la desaparición forzada se
convierte principalmente en un problema médico o psicológico del indi-
viduo. Como se ha mencionado previamente, el problema personal es si-
multáneamente un problema social, por lo tanto, el sufrimiento es una
experiencia social. Este sufrimiento surge tanto del impacto del poder
político, económico e institucional sobre los sujetos, como de la forma en
que el poder influye en las respuestas a los problemas sociales (Kleinman,
Das y Lock, 1997).
Aunque los tratamientos autorizados por los saberes clínicos hege-
mónicos pueden ser efectivos, regularmente se convierten en respuestas
burocráticas a la violencia social que intensifican el sufrimiento. La clíni-
ca puede contribuir en la “normalización de la patología social” o en la
“patologización de la psicofisiología del terror”, al transformar los idiomas
locales de las víctimas por medio de un lenguaje profesional universal
sobre la queja y la restauración, es decir, se coloniza y moldea su experien-
cia del sufrimiento. A su vez, la clínica puede promover la medicalización
de un problema social, y enfatizar la regulación del sujeto, incluyendo sus
cuerpos y redes sociales. Considerar la desaparición forzada como un su-
frimiento social se dirige principalmente al cambio de prácticas sociales,
pues ello permitirá transformar las vidas individuales y las formas de es-
tar en el mundo (Kleinman et al., 1997).
En la siguiente sección se pretende suspender, en la medida de lo po-
sible, la interpretación de la experiencia de los familiares de personas

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Reflexiones y propuestas epistémico-metodológicas

desaparecidas a partir de los saberes clínicos hegemónicos. Se buscará es-


cuchar sus voces, específicamente de las madres, con la intención de com-
prender el sufrimiento social que viven ante la desaparición.

Incluir las voces de madres de personas


desaparecidas

Como se mencionó previamente, en esta sección no se incluyen las voces


de todos los miembros de la familia, sólo de las madres de personas desa-
parecidas. Se eligió en un primer momento iniciar el acercamiento con
las madres debido a que se ha encontrado que presentan una mayor vul-
nerabilidad en términos de salud mental, tras la “pérdida” de un hijo
(Kersting y Kroker, 2010). Maier (2001) señala que la desaparición forza-
da puede representar para las madres una ruptura más profunda de su
vida cotidiana y de su identidad, cuando construyen su feminidad en tor-
no a la maternidad y el cuidado de los otros. Pueden responder a este
sufrimiento de origen social por medio de la búsqueda del hijo en el es-
pacio público, tanto de manera individual como colectiva.
Existen dos nociones de las terapias basadas en el construccionismo
social que pueden ser de utilidad al momento de brindar atención a ma-
dres de víctimas de desaparición forzada. La primera es que las pacientes
o clientes son las expertas en su propia experiencia, por lo que el clínico
requiere llevar a cabo un trabajo hermenéutico para comprender su si-
tuación en sus propios términos. La segunda noción es que las interven-
ciones clínicas pueden desarrollarse a partir de la colaboración entre los
terapeutas y las pacientes o clientes, no sólo al retomar su propia experien­
cia, sino al considerar su perspectiva dentro del proceso de intervención.
Esto implica un cambio en la relación con el otro: de la toma unilateral
de decisiones, hacia la colaboración conjunta; del monólogo clínico hacia
el diálogo.
Vivir con la desaparición suele tener una implicación sociopolítica
para las madres porque requieren emprender una lucha para encontrarla.
Esta lucha inicia con la denuncia ante las autoridades, así como una bús-
queda continua, término que puede significar la búsqueda por medio de
anuncios, redes sociales o eventos públicos con el fin de obtener infor-
mación que permita su localización. Otro sentido del término es la reali-
zación de búsquedas físicas en zonas donde se considera que pueda encon-

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Sufrimiento social de madres con hijos desaparecidos en Tamaulipas

trarse la persona, viva o muerta. Estas búsquedas pueden ser realizadas


en forma personal, o de manera conjunta con la policía, grupos de fami-
liares de personas desaparecidas u organizaciones de la sociedad civil.
Las madres denuncian que la respuesta de las instituciones guberna-
mentales se caracteriza por la ineficiencia, que se manifiesta en la demora
para la búsqueda, e incluso en las barreras para establecer la denuncia; la
lentitud de los procesos de investigación y la falta de comunicación sobre
sus avances; la ausencia de procedimientos y protocolos especializados
para la búsqueda; o la necesidad de reformas al marco legal para facilitar
el proceso de investigación y la cooperación entre instituciones guberna-
mentales. Aunado a la ineficiencia, las madres lamentan que se trate de
una búsqueda burocratizada, no sólo porque perciben que la investigación
se atrasa por la lentitud de los trámites, sino porque es una búsqueda sin
un sentido de urgencia, sin un involucramiento afectivo con las víctimas,
es decir, sin la intensidad del deseo de encontrarlo que sienten las madres.
Ante la necesidad de continuar la búsqueda del hijo y de enfrentarse
a las limitaciones institucionales, las madres pueden vivir una transfor-
mación: participan activamente en los procesos de investigación junto con
la policía, promueven cambios en la legislación sobre desaparición for­
zada y los protocolos de búsqueda, denuncian las irregularidades en los
procesos de investigación, la falta de compromiso de las autoridades o la
falta de protección; llevan a cabo eventos conmemorativos para mante-
ner el recuerdo de las desapariciones y seguir exigiendo justicia; partici-
pan en agrupaciones de familiares donde el sufrimiento se vuelve colec­
tivo y ya no sólo se busca a un hijo, sino a los de todas las madres. Cabe
recordar que no todas se convierten en activistas, no obstante, las con­
diciones del contexto sociopolítico puede obligarlas a participar en un
proceso con posibles implicaciones terapéuticas: su empoderamiento, el
reconocimiento del sufrimiento como social, y el acompañamiento de re-
des de apoyo en el sufrimiento.
El acompañamiento hacia las madres de personas desaparecidas pue-
de ser obstaculizado por el tipo de respuestas de la comunidad. Si bien
existen miembros de la comunidad que brindan apoyo, comúnmente las
víctimas son estigmatizadas al asociar la desaparición con un supuesto
involucramiento en el crimen organizado, lo que puede derivar en res-
puestas de rechazo o de alejamiento (Reveles, 2011; Rivero 2013). Para
Di Napoli (2016), la asociación semántica entre pobreza, delito y violen-
cia fomenta una mirada social de desconfianza hacia los jóvenes, que

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Reflexiones y propuestas epistémico-metodológicas

los vuelve de antemano amenazantes. Sin embargo, el estigma no se asigna


por igual a todos los jóvenes, sino esencialmente a aquellos que forman
parte de los sectores subalternos cuyas conductas y expresiones entran en
conflicto con el orden establecido. Por lo tanto, la madre no sólo tiene
que soportar la desaparición de su hijo, sino que la forma en que la co-
munidad responde puede promover que este sufrimiento sea soportado
de manera individual, y contribuye a su aislamiento.
El clínico no puede asumir que el proceso terapéutico será suficiente
para eliminar un sufrimiento social, aun cuando logre reducir la sinto-
matología o recuperar cierta funcionalidad de la paciente en la vida coti-
diana. Las madres de personas desaparecidas requieren un trato empático
y respetuoso por parte de las autoridades, un compromiso de las institu-
ciones en la búsqueda de las víctimas, el desarrollo eficiente de los proce-
sos de investigación, así como la comunicación abierta y continua sobre
los mismos. Por otra parte, pueden beneficiarse de compartir el sufrimien-
to social con otros familiares de personas desaparecidas, de una organi-
zación colectiva para la búsqueda, la exigencia de justicia y el cambio en
materia de legislaciones y procedimientos en materia de desaparición
forzada. Asimismo, la respuesta comunitaria ante la desaparición también
es fundamental: pasar del estigma a la comprensión, del alejamiento al
acompañamiento, del olvido al recuerdo.
Pensando de manera sistémica, el proceso terapéutico es insuficiente
si no se generan cambios en términos de la relación con las instituciones
de procuración de justicia, en la construcción de redes sociales de apoyo
y en la modificación de la respuesta comunitaria ante la desaparición.
Debido a ello, el campo clínico tiene dos retos importantes: trascender el
espacio de acción más allá del consultorio y, más que pensar en un solo
paciente, dirigir la mirada hacia un grupo social cuyo sufrimiento está
vinculado a determinadas condiciones sociales, comunitarias y políticas
de su contexto local.
Vivir con la desaparición significa para las madres una ruptura de la
vida cotidiana, pues modifica la forma en que experimentan el mundo,
su proyecto de vida, sus relaciones comunitarias y sus prácticas sociales.
No sólo representa lidiar con la incertidumbre continua sobre el estado
de su hijo, sino con la ambigüedad de sufrir su ausencia física y, simultá-
neamente, tratar de mantenerlo presente psicológicamente. Las madres
sostienen un vínculo con la persona desaparecida que se manifiesta en
distintas dimensiones temporales. En relación al pasado, mantienen un

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Sufrimiento social de madres con hijos desaparecidos en Tamaulipas

recuerdo positivo del hijo y de sus experiencias compartidas.


En la dimensión del presente, tratan de hablar con su hijo y conservar
intactos su espacio y sus pertenencias. En relación al futuro, conservan la
esperanza de encontrarlo e intentan no clausurar esta posibilidad, lo que
significa asumir que ha fallecido o que sus restos no podrán ser encon-
trados. El mantenimiento del vínculo requiere un trabajo emocional con-
tinuo, que no está exento de dificultades. Éstas se expresan en el manejo
de los tiempos en el lenguaje, ya que pueden hablar del hijo tanto en pa-
sado como en presente. También se manifiestan en sus expectativas res-
pecto a la búsqueda: pueden oscilar entre conservar la esperanza de
hallarlo (con vida o sin ella), o perderla.
Vivir con la desaparición tiene implicaciones de salud, pues con-
lleva un malestar psicológico que se expresa por medio de distintos
tipos de discurso. Utilizan un lenguaje íntimo, rico en metáforas y
afectividad, el cual muestra que la desaparición significa vivir “un
infierno”, vivir con un dolor continuo, donde no pueden dejar de
pensar en el hijo, y las demás actividades de la vida cotidiana pier-
den sentido, es decir, empiezan a “vivir en automático”. También
pueden recurrir a un lenguaje de la sintomatología, basado en el
discurso psiquiátrico, a través del cual expresan que la desaparición
ha generado síntomas como depresión, ansiedad y somatizaciones
como el cansancio o el dolor físico, y un deterioro de su estado ge-
neral de salud. Finalmente emplean un lenguaje sobre las emocio-
nes, para expresar que ante la desaparición pueden sentir múltiples
afectos co­mo soledad, añoranza, amargura, lamento, impotencia,
coraje o culpa. Sin embargo, hay emociones predominantes, como
tristeza y desesperanza.
Desde el discurso clínico, se asume que la atención psicológica o psi-
quiátrica es fundamental para la reducción de la sintomatología y la re-
cuperación de la funcionalidad en la vida cotidiana. Entre las madres que
mencionaron haber asistido a tratamiento psicológico, expresaron que de­
jaban de asistir, que podía ser doloroso para ellas hablar de nuevo de la
situación de desaparición y que les disgustaba el cambio de terapeutas en
las instituciones. También acudían o eran canalizadas a atención psiquiá-
trica cuando se encontraban en una crisis o la sintomatología era elevada.
Este tipo de atención permitía recuperar su funcionamiento tras reducir
los síntomas, pero expresaban preocupación por los efectos secundarios
y porque bajo la influencia del medicamento se limitaba la continuación

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Obra 323. Apuntes… form. de primeras JAL.indd 59 07/11/19 08:56


Reflexiones y propuestas epistémico-metodológicas

de la búsqueda.
Por lo tanto, las madres de hijos desaparecidos recurren a otras estra-
tegias para lidiar con el malestar. Existen estrategias espirituales, como
encomendarse a Dios y realizar prácticas religiosas como rezar, acudir a
la iglesia o construir un altar en casa. Desarrollan estrategias individuales
para manejar los afectos generados por la desaparición, a lo que denomi-
nan hacerse la fuerte o tratar de sobrellevar, que implica no demostrar su
dolor en público, sino mantenerlo en privado o al menos expresarlo ante
personas de confianza. Otras estrategias individuales son de evitación,
como el intento de no hablar de la desaparición en ciertas ocasiones, o re-
currir a distracciones para no concentrarse en el dolor. Asimismo, men-
cionan que emplean estrategias relacionadas con el ámbito familiar, como
enfocarse en el cuidado y la atención de los miembros de su familia en
lugar de pensar solamente en la desaparición. Señalan que toman medi-
das de precaución en la familia para cuidar de todos los miembros y evitar
una nueva desaparición. Puede considerarse que las madres de personas
desaparecidas se convierten en agentes activos de su recuperación, sin
embargo, esta recuperación será parcial y limitada si no se realizan trans-
formaciones en las condiciones contextuales que mantienen y exacerban
el sufrimiento social.

Conclusión

La desaparición forzada no sólo puede generar una ruptura en la vida de


los familiares de personas desaparecidas, sino que también puede impli-
car una ruptura epistemológica en el personal clínico. Si el clínico decide
no continuar con los procedimientos establecidos por saberes clínicos
hegemónicos que desestiman el contexto sociopolítico en donde se pro-
duce y recrea la desaparición, tendrá que asumir un posicionamiento
ante el Estado y modificar su implicación afectiva con las víctimas. Esta
transformación afectivo-política supone un cuestionamiento de los sabe-
res clínicos hegemónicos y la búsqueda de nuevas aproximaciones para
comprender el sufrimiento social generado por la desaparición.
Sólo cuando el clínico esté dispuesto a realizar este giro epistemológi-
co, será posible incorporar las voces de las víctimas indirectas de la desa-
parición en el proceso de atención. Estas voces indican cómo se vive coti-
dianamente la desaparición, el tipo de relación que establecen con la

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Obra 323. Apuntes… form. de primeras JAL.indd 60 07/11/19 08:56


Figura 6. Aspectos centrales de la experiencia de madres
con hijos desaparecidos.

Búsqueda Sin rechazo


Respuesta burocratizada Respuesta
Contexto
institucional Alejamiento comunitaria
sociopolítico
Ineficiencia
Estigma

Recuerdo Tenerlo
Esperanza Buscar Sufrimiento
positivo presente Denunciar Transformarse
(Futuro) y buscar colectivo
(PASADO) (PRESENTE)

Mantenimiento Implicación Luchar para


Implicación
del vínculo política encontrarla
afectiva

Vivir con la desaparición


Incertidumbre
Cambio de vida (ruptura)
Ambigüedad/anormalidad
Vivir con la falta/ausencia física

Implicación
Malestar
de salud

Uu infierno Sintomatología Aafectos


(Lenguaje Íntimo) (Discurso médico-psiquiátrico) (Lenguaje sobre emociones)

Vivir en No dejar de Predominantes


Sx psicológicos
automático pensar en el (patrón):
Tristeza
Vivir Sx No tiene caso seguir
con dolor físicos
Secundarios
(fluctuantes):
Soledad
Añoranza
Amargura
Lamento
Impotencia
Coraje
Encomendarse Culpa
Implicación
a Dios para la atención
Estrategias
Prácticas religiosas espirituales
Lidiar con
el malestar
Hacerse la fuerte
Estrategias de
Tratar de sobrellevar afrontamiento
individuales
Evitación
Estrategias
Distraerse familiares Estrategias
terapéuticas
Cuidarse

Enfocarse en Tomar medicamentos


la familia
Asistir a terapia

Obra 323. Apuntes… form. de primeras JAL.indd 61 07/11/19 08:56


Reflexiones y propuestas epistémico-metodológicas

persona desaparecida, la respuesta que obtienen de las instituciones y de


la comunidad, la forma en que se expresa el malestar y las estrategias em-
pleadas para su manejo. Sólo a partir de la experiencia del sujeto se puede
diseñar colaborativamente una estrategia para lidiar con la desaparición
a través del tiempo. A la vez, su experiencia advierte sobre los límites de
la agencia entendida en forma individual, pues la recuperación no puede
estar desligada de cambios contextuales como el fortalecimiento de la red
de apoyo social, la participación colectiva en la búsqueda y exigencia de
justicia, el mejoramiento del acompañamiento por parte de las institucio-
nes y la transformación de la respuesta comunitaria ante la desaparición
forzada.

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De la victimización a la co-construcción:
el ensamble alma-cuerpo en la investigación
psicosocial feminista

Mónica Ayala-Mira*

Y has cruzado.
Y a tu alrededor espacio.
Sola. Con la nada.
Nadie te va a salvar.
Nadie te va a cortar la soga,
a cortar las gruesas espinas que te rodean.
Nadie vendrá a asaltar
los muros del castillo ni
a despertar con un beso tu nacimiento,
a bajar por tu pelo, ni a montarte
en el caballo blanco.
Gloria Anzaldúa

Introducción

En este capítulo, a través de la autoetnografía y escritura performativa


(Denzin, 2017; Pelias, 2014), abordo los últimos cuatro años de mi tra-
yectoria como investigadora. Narro mi propia historia como mujer, femi-
nista, mis emociones y sentimientos, las formas en que están articulados
en el hecho de habitar diferentes fronteras geográficas, simbólicas y de
pensamiento. Investigar y escribir de esta manera, pone al centro a la in-
vestigadora, en lugar de ocultarla tras la ilusión de la objetividad, lo cual
me permite acercarme a los sujetos de estudio a través de una conexión
empática, en el despliegue de mi humanidad y subjetividad, así como un
ensamble del alma-cuerpo1 en la solidaridad y en lo político. El capítulo
se divide en dos apartados, en el primero, de manera breve, abordo la
* Universidad Autónoma de Baja California, Facultad de Ciencias Humanas.
1
Por ensamble alma-cuerpo, retomo a Anzaldúa (1999) sobre el alma y a la antropóloga femi-
nista Mari Luz Esteban (2013) y su noción de cuerpo femenino, como una dimensión práctica,
potencial, intersubjetiva, activa y relacional. Es decir, un alma encarnada. Lo enlazo con la catego-
ría de experiencia, una de las más importantes en la investigación feminista, al entender que toda
experiencia está encarnada y es susceptible de ser construida en lo lingüístico a manera de relatos
discursivos acerca de los efectos encarnados de la subjetividad (Alcoff, 1999).

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Reflexiones y propuestas epistémico-metodológicas

autoetnografía y escritura performativa como método de investigación;


en el segundo, narro mis historias, las cuales voy conectando con la teoría
feminista.

La escritura y lo narrado

Es necesario reflexionar sobre la escritura y la narrativa en la investiga-


ción. En la escritura científica, y en particular en la psicología social psi-
cológica, el estilo que prevalece es aquel en el que la investigadora intenta
desaparecer utilizando tercera persona, con un estilo lo más limpio o cla-
ro posible, cuidando que sus afirmaciones tengan un sustento, alejándose
de juicios o creencias, todo en vista de la tan anhelada objetividad. Así
aprendí a escribir y creo que muchas hemos sido formadas de este modo,
de manera mecánica, ordenando lo que queremos decir, de forma con-
creta, sin rodeos, sin mostrarte como persona, atestiguando con modes-
tia, como diría Donna Haraway (1991).
Richardson y Adams (2005) consideran que la escritura científica de
este tipo es una invención sociohistórica del siglo xix. En contraste, la
herencia posmoderna y postestructural permite concebir a la escritura
como una forma para la comprensión de la vida social, pues el lenguaje
no es el resultado de la individualidad, éste construye la subjetividad en
formas específicas históricas y locales. En este sentido, escribir es un mé-
todo de investigación o indagación científica, pues todo lo escrito es algo
narrado, situado en un lugar epecífico, parcial e histórico. Siguiendo a
Richardson y Adams (2005) lo narrado nunca estará descorporeizado, no
será universal, ni atemporal o general, estando siempre la persona en lo
que escribe, la autora es a la vez productora y producto de lo que escribe.
Ahora bien, la escritura performativa es un método de investigación
que permite esculpir las experiencias de la vida diaria en narrativas, evo-
cando, construyendo y posicionando una visión del mundo. Pelias (2004
a 2014) considera seis características de esta forma de escribir:

1. Escribir performativamente amplía las nociones de lo que se entiende


como conocimiento disciplinario (y disciplinante), el cual lleva implícitos
la legitimidad, el control y la vigilancia. Es decir, rompe con los patrones
de lo que se considera académico y permite situar al conocimiento como
una contingencia histórica, económica, ideológica y disciplinaria. Escri-

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De la victimización a la co-construcción

bir así es hacerlo desde el cuerpo de la investigadora no como un desplie-


gue narcisista, sino como aquel que invita a la identificación y conexión
empática, un cuerpo que se asume completamente humano.
2. Caracteriza la experiencia vivida, no como registro de ésta, sino en su
significado, pues relata momentos que revelan la complejidad de la vida
humana, es decir, no hay separación entre cuerpo y mente, objetivo y
subjetivo, cognitivo y afectivo.
3. Descansa en la noción de que nada en este mundo está dado, es construi-
do y compuesto por múltiples realidades, parciales y situadas.
4. Permite evocar la identificación y respuestas empáticas, en donde otros
pueden verse a sí mismos. El yo de la escritura performativa es más un
lugar, un espacio, que un self (sí mismo).
5. Permite convertir lo personal en político y viceversa.
6. Sucede en un contexto relacional y académico, ya que no ocurre sin un
contexto. ( )

La escritura performativa permite el despliegue de la humanidad


de la investigadora, la revela en su vulnerabilidad. La escritura vulnerable
como metodología feminista propuesta por Page (2017) implica una
práctica reflexiva en la construcción del conocimiento, revelando las in-
certidumbres, dudas y preocupaciones. Además, nos revela los efectos y
afecciones de la construcción del conocimiento en la persona de la inves-
tigadora. Por un lado, revela su subjetividad activa con sus certezas y su
no-saber, y por el otro, en la vulnerabilidad, permite ver sus tensiones,
emociones y sentimientos frente al dolor de los otros y el propio. Por lo
tanto, la escritura vulnerable promueve la ruptura de las violencias epis-
témicas, ese silencio que niega a determinadas corporeidades y posicio-
nes como productoras de conocimiento, de otro conocimiento, que va
más allá de la academia, implica entonces una ruptura disciplinar. Hasta
el momento he revisado, someramente, las posibilidades de una escritura
diferente, a continuación abordaré a la autoetnografía como método de
investigación social.

La autoetnografía como método

El interés sobre lo narrado y autonarrado ha aumentado en las últimas


décadas como investigación narrativa en las ciencias sociales y humanas.

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Reflexiones y propuestas epistémico-metodológicas

Las autonarrativas, aunque sean narraciones de quien escribe, contienen


más que lo propio. Están conectadas con la familia, lo local y nacional, el
mundo, a manera de circulos concéntricos que se superponen (Chang,
2008), por lo tanto, permiten entender al sí mismo y a los otros, desde un
punto de vista social y cultural. Es en este punto en donde la autoetno-
grafía aparece como una autonarrativas, con fines, aplicaciones y proce-
sos diferentes que la distinguen de las memorias, la autobiografía u otros
métodos biográficos.
La autoetonografía como método de investigación social ha tenido
un creciente desarrollo desde hace más de 20 años. Para Denzin (2017)
se relaciona con un resurgimiento del interés sobre los métodos inter-
pretativos en el estudio de la cultura, biografía y vida humana en grupo;
de­rivando en nuevas formas de trabajo biográfico interpretativo como la
biografía, autobiografía, la historia de vida (Denzin, 1989), la etnografía
y la autoetnografía. Las primeras forman parte de la sociología desde los
años veinte y treinta del siglo pasado en la Universidad de Chicago. Ahí,
inspirados por Park, Thomas, Znaniecki y Burgess, Blumer y Hughes se
formaron en un enfoque cualitativo, interpretativo e interaccionista de la
vida humana en grupo, no obstante la hegemonía de otros métodos
como la encuesta y los diseños experimentales, promovió un desinterés
temporal, el cual resurgió a finales de la década de los setenta hasta nues-
tros días.
El desarrollo de los métodos biográficos, aunado al interés en lo in-
terpretativo, tiene como centro la premisa, siguiendo a Denzin (2017),
que las sociedades, culturas y expresiones de la experiencia humana pue-
den ser leídas como un texto social, es decir, como estructuras de repre-
sentación que necesitan una afirmación simbólica. En este sentido, el su-
puesto central de que las vidas pueden ser capturadas y representadas en
un texto tiene su sustento en Mills y su noción de imaginación sociológi-
ca para posicionar historia y biografía en la sociedad; Sartre y sus pre-
guntas en relación a los actos y eventos que otorgan un significado pri-
mario a la vida de las personas, así como su búsqueda del método para
lograrlo; y Derrida y la metafísica de la presencia (Denzin, 1989, 2017).
En este escenario la autoetnografía es definida por Ellis, Adams y Bo-
chener (2015) como un método interpretativo y un enfoque de investiga-
ción y escritura que busca describir y analizar de manera sistemática las
experiencias personales de la investigadora para comprender desde éstas
lo social y cultural. A partir de ahí la investigación se transforma en un

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De la victimización a la co-construcción

acto político pues se aleja de las posturas neutrales, impersonales y obje-


tivas, y de un estilo colonialista y aséptico; con lo cual, promueve formas
de representación que profundizan en la capacidad de empatizar con la
gente que es diferente a nosotros mismos.
La autoetnografía, como método de investigación, representa una plu-
ralidad de enfoques y procedimientos. No obstante, de acuerdo a Chang
(2013), implica tres dimensiones fundamentales:

1. El uso de las experiencias personales de la investigadora como datos pri-


marios (fotos, diarios, memorias, auto reflexiones, autobservaciones, en-
tre otros). Este acceso inmediato a los datos personales permite hacer
contribuciones distintivas a la comprensión de las experiencias humanas
entre contextos socioculturales. Por lo tanto, no sólo narra historias per-
sonales, amplía la comprensión de realidades sociales a través de la mira-
da de la investigadora.
2. Intentan expandir la comprensión de los fenómenos sociales por medio
de la reflexión a través de las experiencias personales de las investigado-
ras, por lo tanto no son sólo sus historias y narraciones, pues éstas se
convierten en los vehículos para las críticas de determinadas realidades
sociales, las cuales son el contexto de la experiencia de quien escribe.
3. Los procesos autoetnográficos pueden derivar en diferentes textos, formas
de escritura y estilos, debido principalmente al proceso analítico-inter-
pretativo, sus etapas y formas de producción ( ).

La autoenografía performativa (Denzin, 2003, 2017) no es sólo un


método de investigación, es una herramienta para la liberación y un dis-
curso ético, una manera política y ética de ser y estar en el mundo. El
performance y la política están entrelazados. La inspiración de Denzin
(año), así como la de Pelias (año), es claramente feminista, al reconocer el
carácter político de lo personal y cómo la autoetnografía y escritura per-
formativa son formas para promover el disenso, la crítica y la esperanza
al explorar la vida cotidiana bajo el capitalismo tardío. Lo anterior pro-
mueve la resistencia frente a éste y abre las posibilidades de la transfor-
mación social a través de la solidaridad y empatía. Y es aquí donde em-
piezan mis his­torias.

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Reflexiones y propuestas epistémico-metodológicas

Punto de partida: en la frontera, en la frontera,


en la frontera

Inicio mi día y ya estoy sudando. Me impresiona cuánto sudo desde que


llegué aquí del centro del país, migré como muchas personas al terminar
el doctorado, al norte, a la frontera, la más grande de todas. Sudo porque
siendo aún invierno, ya estamos a 30 grados Celsius y además, ya estoy
corriendo. Desayuna, contesta mails, califica, prepara clases, reescribe un
par de párrafos, ejercítate, báñate, arréglate, péinate, ponte bonita, limpia
la casa-pasea a los perros, todo en tres horas.
Escribo desde la frontera México-Estados Unidos. El nombre lo dice
todo, Mexicali: México-California. Un espacio fronterizo de mestizaje, de
hibridación. Es infame y brillante, un desierto ardiente y fértil, una zona
de paso y de retorno, un lugar nacional y transnacional. Y un lugar en
donde sudo mucho, como nunca lo había hecho. Sudo por el calor ya lo
dije, y también, por miedo. Estoy/I am “sweating, with a headache, unwi-
lling to communicate, frightened by sudden noises, estoy asustada… the
soul frightened out of the body” (Anzaldúa, 1999, p. 70). Un calor-miedo
que se evapora en mi piel.
Miedo que se gesta en mi alma-cuerpo de mujer. Soy feminista, y des-
de ahí llevo trabajando 9 años. Curiosamente, la violencia hacia la mujer
no había sido para mí un objeto de estudio central, en ocasiones lo había
sido circunstancial y orientado, sobre todo, al trabajo clínico. Así fue has-
ta que empecé a sudar en Mexicali, por miedo. Llegué y en el primer mes
un vecino me empezó a molestar, a verme de forma incómoda, a hacer-
me insinuaciones sexuales e incluso, a meterse a mi casa sin permiso. Ahí
empecé a sudar por miedo. Al mismo tiempo, sentí que quizá estaba mal,
que veía cosas que no, que exageraba, me sentía incluso un poco loca.
Hasta que un día mi compañera de casa me dijo “Mónica, tengo mucho
miedo, estoy intranquila, sólo estoy pensando en que un día te va a vio-
lar”. No estoy loca, pensé aliviada, me decidí y me cambié de casa. Fin del
asunto.
Sólo un par de meses más adelante, ya en una nueva casa, un tipo me
persiguió en un carro e intento bloquearme la entrada al garaje. En ese
momento en los periódicos aparecían notas sobre mujeres de 30, more-
nas, asesinadas. Y apareció el miedo, el terror, yo podría ser una de ellas.
En ese momento casi no traía pila en el celular, aún así pude llamar al
911. La operadora no supo orientarme sobre qué hacer —bajarme, dar

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De la victimización a la co-construcción

vueltas— sólo me pidió que esperara a la patrulla. Di vueltas, muchas vuel­


tas en mi coche, a la mayor velocidad que pude, con el otro siguiéndome,
imparable, a corta distancia, hasta que vi luces azules y rojas al final de
una calle, me apresuré, era la patrulla. Me acerqué e indiqué por donde
estaba el otro, lo siguieron. Entré a mi casa —por fin—, me encerré y llo-
ré mucho. Los días y noches siguientes fueron difíciles, tenía miedo,
siempre vigilaba a mi alrededor, estaba alerta, aunque no me pasó nada
físicamente, estaba mal emocionalmente y me sentía muy sola, tan lejos
de mi familia y con una red personal incipiente, sólo llevaba 3 meses en
la ciudad. Me cambié tres veces de casa en un año. En muchas ocasiones
me he despertado bañada en sudor, aterrada al escuchar cualquier ruido,
eso ha tardado mucho en desaparecer. En mi coche me he sorprendido
cerrando ventanas y poniendo seguros, ahogándome del calor en verano,
empapada en sudor, pero segura. En las pocas ocasiones que llego a ca-
minar en el exterior, cuando voy a la tienda por ejemplo, lo hago de prisa,
si se me acercan pidiendo dinero, migrantes sobre todo, los alejo, a veces
grosera, pues sí, tengo miedo todavía (Nota 1, 2015).
Es el cuerpo materia y algo más, son experiencias y emociones que se
encarnan. Ahí está el gozo, el dolor, la resistencia, el sacrificio, la vulnera-
bilidad, el miedo. Merleau-Ponty (1945/1999) define la experiencia en-
carnada en el cuerpo vivido, cómo el mundo es percibido a través de la
posición de nuestros cuerpos en el tiempo y el espacio.
Para la teoría feminista la experiencia ha sido uno de los conceptos
más discutidos pues la epistemología del punto de vista feminista le ha
conferido centralidad. En la comprensión de la experiencia han habido
tensiones entre su relevancia epistemológica, con Sandra Harding, como
fuente de conocimientos más completos, haciendo visible las experien-
cias de las mujeres y la crítica del contenido ideológico de la experiencia
corporal, con Joan Scott (Alcoff, 1999).
Siguiendo a Alcoff, la experiencia se puede entender como un hecho
lingüístico; sin embargo, en ocasiones la experiencia excede al lenguaje,
se presenta como inarticulada, por lo que experiencia y discurso se alí-
nean de manera imperfecta y con zonas de dislocación. Es entonces, que
el mundo es lo que se vive, la experiencia es abierta, multifacética, frag-
mentada y cambiante, confluyen en un tiempo discurso, significado y ex-
periencia.
Haraway (1991) para el feminismo, vislumbra la necesidad, del poder
de las teorías críticas modernas sobre cómo son creados los significados

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Reflexiones y propuestas epistémico-metodológicas

y los cuerpos, para vivir en significados y en cuerpos que tengan una


oportunidad en el futuro, a manera de una objetividad encarnada. A esta
objetividad encarnada, la ha llamado conocimientos situados para lograr
“simultáneamente una versión de la contingencia histórica radical para
todas las afirmaciones del conocimiento y los sujetos conocedores, una
práctica crítica capaz de reconocer nuestras propias tecnologías semióti-
cas para lograr significados y un compromiso con sentido que consiga
versiones fidedignas de un mundo real, que pueda ser parcialmente com-
partido y que sea favorable a los proyectos globales de libertad finita, de
abundancia material adecuada, de modesto significado en el sufrimiento y
de felicidad limitada” (Haraway, 1991. p. 221). En este sentido, lo que re-
conoce Haraway son nuestras historias y cuerpos como parte imprescin-
dible en el proceso de creación de conocimiento, y es desde ahí, donde
escribo hoy.
Mi movimiento entre fronteras geográficas y simbólicas, esta nueva
forma de escribir y de investigar, me han hecho notar la centralidad de mi
cuerpo, mis emociones y mis narraciones. No como un ejercicio egocén-
trico, sino como político. Vivir el miedo en espacios públicos también es
nuevo para mí. El sudor no se puede controlar, simplemente fluye, está
en el cuerpo, las emociones y las circunstancias, el sudor como un miedo
encarnado. Sin embargo, no es una experiencia solo mía, es una expe-
riencia social y colectiva en donde mi cuerpo experimenta emociones en
una determinada geografía por lo que el espacio forma parte de mi cor-
poreidad y las emociones que vivo como miedo, tristeza o enojo forman
parte de este entorno social, cultural y político (Soto, 2013). Aparecen
también como un sentimiento justo (Ahmed, 2015). Dejé de ser la otra y
soy una más, en un mundo de Ni una más. Es en mi cuerpo donde apare-
ce la responsabilidad política (Pujal, 2003 citada en Biglia, 2012) ya no
sólo soy yo, ahora es lo que hago a partir de eso, y ahí inicia mi trayecto-
ria en el estudio de la violencia.

De (sobre)vivir a investigar las violencias

Mi primera experiencia en la investigación feminista fue la tesis doctoral.


Sé que muchas personas al leerla se sienten muy lejanas o incluso un
poco avergonzadas, ese es mi caso. Biglia (2012) considera que muchas
investigadoras feministas tienen dificultades para trabajar desde esta

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De la victimización a la co-construcción

epistemología y que en ocasiones las lleva a abandonar el campo, para mí


ha sido difícil pero no lo he abandonado. Estoy intentando corporizarla y
he pasado por momentos diferentes. Mi experiencia ha sido un poco in-
constante, hay veces que parece que avanzo mucho y otras en las que me
estanco. Esto me conecta a viejos sudores por miedo en la academia. Es-
toy en el doctorado en Psicología, en mi primer semestre, presentando
un tema relacionado con mujeres, desde una incipiente perspectiva femi-
nista y de género frente a comentaristas interconductistas, varones, hete-
rosexuales. Su visión sobre mi tema es: no sirve, ser mujer es una caracte-
rística de la muestra, no es central, no hay una propuesta objetiva, es
ideología, son especulaciones. Esa experiencia definió una tesis con un
método mixto. He de confesar que esta elección se vio motivada por la
necesidad de ser legitimada y, al mismo tiempo, fue una decisión práctica
para poder titularme en una academia positivista.
El estudio de la violencia en esta latitud, no cambia tanto. Como mu-
jer que estudia un tema que la interpela, siempre surgen dudas sobre su
objetividad e imparcialidad. De nueva cuenta llegan los juicios porque no
sólo lo abordo desde el feminismo, ahora es un tema que me mueve, me
enoja. El enojo en una investigadora feminista, como Sarah Ahmed (2015)
hace notar, generalmente no es bien visto, a veces no se toma en serio por
otros miembros de la academia. En este inicio he escuchado: una femi-
nista estudiando violencia ¡qué cosa! si todo lo ven mal; a las mujeres les
pegan porque se dejan; las violan porque no se cuidan y andan solas a al-
tas horas de la noche; las feministas sólo exageran y son incongruentes,
son igual de violentas; si ya vivimos en igualdad; pero cómo se te nota que
te han pasado cosas. ¿Para qué el feminismo? ¿Para qué la investigación
feminista si eso es pura ideología?, se necesitan datos duros, certeros, in-
vestigaciones reales, científicas, no política. La violencia se estudia cientí-
ficamente, no de forma ideológica.
En este primer acercamiento a la violencia hacia la mujer, sí, tuve
miedo, mucho. Y no supe por dónde iniciar, por eso hice lo que sabía
hacer y con lo que creí que me daba un comienzo certero: medir. Para
mi medir puede ser fácil. Todo se esboza a priori, no requiere una re-
flexión o comprensión profunda, para eso mides parte de una teoría y lo
demás es un conocimiento técnico. Además de menor reflexión, la me-
dición te aparta y te diferencia, tú eres la investigadora, la doctora, la
que sabe, y las demás son datos, no tienen nombre. Para mí medir me dio
una seguridad inicial en la búsqueda de validación en el campo, pues no

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Reflexiones y propuestas epistémico-metodológicas

me comprometió, sin embargo, tampoco me dio algo más y todo siguió


igual.
Yo soy feminista. La confusión repleta de miedo. Miedo de sabe qué
estoy haciendo. Sé lo que defiendo y dónde estoy anclada, pero no sé
cómo llevarlo a cabo. Porque además aparece como fantasma revolotean-
do. Ese: palabra tan cargada negativamente; víctimas, mujeres víctimas
de la violencia, yo víctima de la violencia, desde niña, desde siempre.
Porque si hemos vivido violencia, somos víctimas entonces. Y eso pesa
mucho ¿Cómo me acerco? ¿Cómo indago sin victimizar? ¿Cómo me po-
siciono frente a ellas? ¿Dónde quedo yo? (Nota 2, 2015).
Ha pasado un tiempo, y noto cómo el sudor por miedo se está trans-
formado en sudor por resistencia. Lo que me quebró, al mismo tiempo me
ha dado valor. Estoy en el proceso de reconocer mi vulnerabilidad, sin
victimizarme. Se desvela en mí miedo-dolor-sudor-resistencia. Me vul-
nera y me fortalece al mismo tiempo. Creo que parte de este proceso ha
sido catalizado por mi encuentro con mujeres migrantes como yo, que
han vivido experiencias parecidas. Y es algo curioso, las que llegamos no-
tamos con mayor claridad determinadas formas de violencia, las de aquí
muchas veces no lo notan (Nota 2.1, 2015).
La investigación desde la perspectiva de género y feminismo ha teni-
do una dimensión de debate constante sobre la epistemología (empiris-
mo feminista, punto de vista, conocimientos situados), el método o los
métodos, las técnicas y los sesgos de género. No hay un método feminis-
ta, me parece, son metodologías en realidad, en cuyo centro se articulan
diferentes ideas feministas (teorías feministas), desde sus miradas plura-
les, histórica y políticamente ubicadas.
De mi experiencia en el doctorado había concluido que dependía de
la pregunta de investigación el método a elegir, cuantitativo o cualitativo;
que al final lo que guiaba era la mirada, las famosas gafas violetas. Sin
embargo, esta experiencia inicial en Mexicali me permitió reconocer
cómo el método también te oculta y da control, así lo viví yo. A veces los
números permiten visibilizar algunas situaciones, como la diferencia en
salarios u otras desigualdades.
No obstante, en lo general, lo cuantitativo presenta un reto grande en
lo relativo a la operacionalización de variables relacionadas con el género
(Martínez, Paterna y Yago, 2007) por un lado, y por el otro, al confundir
sujetos de investigación con objetos, no promueve la transformación de
la realidad social. Además, no permite abordar la subjetividad, ni las ex-

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De la victimización a la co-construcción

periencias de forma profunda, y las miradas situadas en los márgenes,


son esenciales para algunas epistemologías feministas. Este punto me pa-
rece central, reconocer que escribo desde los márgenes aunque por mo-
mentos tenga posiciones privilegiadas como académica, sigo siendo mu-
jer en una academia psicologista que tiende a lo individual, lo objetivo, lo
verdaderamente científico. Resistir en este entorno no puede ser en lo in-
dividual, es en lo colectivo, desde los márgenes y desde el cuerpo. La in-
vestigación activista feminista sólo se puede dar desde lo horizontal y si-
tuándonos en primera persona (Biglia, 2012).
La noción de víctima siempre va ligada a la falta de poder. Creo que
aquí hay varios puntos de análisis personal y como investigadora, pues
sólo en la medida en que logré reconocer mi vulnerabilidad es que superé
esa posición en la que me victimizaba y vivía con miedo. Es decir, sólo
cuando asumes las desigualdades y discriminaciones que te cruzan como
mujer, feminista, investigadora; te fortaleces, te empoderas. El empode-
ramiento entonces puede entenderse, según Fernández, (citado por Este-
ban, 2013) como “el proceso por el cual las mujeres llegan a ser conscien-
tes de su situación de subordinación social, se organizan y movilizan para
desafiarla y lograr ampliar la capacidad de elección y decisión, tanto en
su ámbito personal como en el conjunto de la sociedad, desde la incorpo-
ración en su vida cotidiana de nuevas experiencias y prácticas. Se trataría
de un proceso que se produce a la vez en distintos niveles: físico, psicoló-
gico, social y político, y que no está exento de contradicciones y conflictos
de nuevas experiencias y prácticas” (p. 11-12).

Dolor y otras violencias inesperadas

Siento que me quemo.


Me duelen las piernas, las rodillas y las manos. El dolor es permanen-
te, no se va ni de noche. Vivo con dolor, escribo con dolor: tengo artritis
reumatoide. Es un dolor mudo que me quema. Pero no sólo está en mi
cuerpo. En Facebook siguen las noticias de los feminicidios, las desapari-
ciones, el acoso, la violencia sexual en todo México; en todo el mundo
dolor en familias, madres, padres, hijas, hijos. En Mexicali dos feminici-
dios tipificados como tal en lo que va del año, una de ellas Delia, ex alum-
na mía, no es Tijuana; sin embargo, duelen como si fueran mil. Hoy es
uno de esos días en que con contaminación a nivel muy dañino, encuen-

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Reflexiones y propuestas epistémico-metodológicas

tro mi entorno muy violento. Volteo a verme y me doy cuenta de la vio-


lencia tan grande que ejerzo contra mí al obligarme a escribir, moverme,
a seguir avanzando, con tanto dolor, al no comer y dormir cuando debo.
Es la vorágine académica en la que evalúas y eres evaluada todo el tiem-
po. Cansada, agotada, todo es desempeño, calidad de indicador. En mi
reporte de avance de proyecto sólo preguntan cantidades, cuántas tesis,
artículos, capítulos, patentes. Me doy cuenta de que no sólo me duele el
cuerpo, me duele algo más, muy adentro.
Me dicen “no trabajes tanto, tu pégale a los indicadores, asegúrate de
pegarles, cuida lo que debes de cuidar (el sni) y no andes organizando
tanta cosa (desde la dualidad investigadora-activista)”. Yo quiero escribir,
como dice Anzaldúa (1999), con Tlilli y Tlapalli, la tinta negra y roja de
los códices aztecas, los colores de la escritura y sabiduría quiero hacerlo
“picking out images from my soul´s eyes, fishing for the right words to
recreate images …. escribo (ir) con la tinta de mi sangre” (p. 93) no para
pegarle a los indicadores (Nota 3, 2018).
La emocionalidad en este texto, el dolor con el que lo escribo y lo nom-
bro da cuenta de cómo siento mi propio camino, cómo genero mis afectos
(Ahmed, 2015). La transformación del sudor-miedo-dolor a sudor-resisten-
cia no ha sido fácil. En ese tránsito he tenido que retomar muchas prácti-
cas feministas que en algún momento dejé de lado. Retomé el trabajo con
narrativas con mujeres jóvenes que han vivido violencia. En mi tesis doc-
toral también hice un trabajo narrativizado y creado con mis interlocuto-
ras, cercano a las producciones narrativas. Sin embargo, me queda claro
que el tránsito hacia su corporeización no fue completa, no entendí cómo
es la investigación activista hasta hace relativamente poco tiempo, cuando
la violencia me cruzó, la asumí y empecé a trabajar en colectivo.
Me encontré con compañeras feministas migrantes y con el simref
de Barbará Biglia y su curso de “Fundamentos de metodología de la in-
vestigación feminista”, el diplomado de “Introducción a la teoría e investi-
gación feminista” en la unam de Jahel López y el seminario de “Feminis-
mos latinoamericanos” en clacso. Y fue cuando empecé a sudar por
gozo, por esa dicha que da encontrar la teoría y las miradas que van ilu-
minando el camino y que se ancla tanto en mi cuerpo en mi alma. Tam-
bién es un sudor por el esfuerzo, he leído mucho, han habido meses de
leer, leer, discutir y no escribir, además de que los tiempos de la gestión
académica no son los del cuerpo, no van juntos, pues he experimentado
vivencias que no he podido verbalizar, que han necesitado tiempo para

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De la victimización a la co-construcción

enlazar a la investigadora con la mujer, no sé en qué punto entendí que


debían de separarse. Hasta ahora, ha llegado el momento de escribir; es-
cribir y pensar sobre qué escribir casi en todos lados. Mientras lavo los
platos, cocino, estoy en la caminadora, cuando manejo e incluso cuando
intento dormir, pienso sobre qué quiero escribir, pues mi escribir está
unido a lo que hago y siento, cómo investigo y me posiciono frente a eso.
En estos espacios fronterizos, entre el cuerpo, las experiencias y las
emociones en el cuerpo y la escritura e investigación es donde se dan
las posibilidades de hibridación, de mestizaje, dado que sus límites son di-
versos y por eso también es posible la trasgresión de esas fronteras. Un
ensamble en el alma-cuerpo y el nacimiento de la nueva mestiza, la cósmi-
ca para Donna Haraway (1999) con una mano encantando a una serpiente
de cascabel con diamantes en el dorso y la otra en el telescopio, “un alma
entre dos mundos, tres, cuatro…” (Anzaldúa, 1999).
Julio de 2014-febrero de 2019.

A manera de conclusión

A partir de esta escritura mi reflexión se mantiene en lo que Gumbrecht


(2004) propusiera como efectos de presencia versus efectos de significa-
do. Es decir, habitar en un espacio como la frontera norte tiene un efecto
de presencia sobre mi alma-cuerpo, dado que hay una relación espacial
con el mundo de los objetos, algo tangible a las manos y con efectos en
las vidas y cuerpos de las personas, de mi persona.
La gran frontera y sus múltiples contrastes y efectos en los cuerpos de
las mujeres ya ha sido analizada por Segato (2013), Falquet (2017) y Fede-
rici (2013) como un espacio de subalternidad en donde los resultados del
neoliberalismo han derivado en grandes contrastes, entre capital global,
el extractivismo, la opulencia frente a la existencia subalterna, la raciali-
zación de los cuerpos y la necropolítica; administrando muerte a través
del trabajo asalariado y el abandono de determinados grupos sociales.
Este estar en el mundo, que Gumbrecht (2004) retoma de Heidegger,
pondría en el centro al cuerpo, como parte integral de la existencia, a ma-
nera de un ser material, lo cual indicaría que estos efectos de presencia
son materiales y tienen que ver con la existencia en estos espacios geopo-
líticos al entablar una relación particular con éste. El cuerpo, lo material
va oscilando con los efectos del significado, lo sociocultural. Es decir, el ir

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Reflexiones y propuestas epistémico-metodológicas

y venir entre la materialidad del cuerpo y de las cosas, frente a lo simbóli-


co, en este espacio real y simbólico, la gran frontera, la más grande y con-
trastante de todas, entre la opulencia y la miseria.

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Segunda Parte

INSTITUCIONES Y VIDAS PRECARIAS


COMO URGENCIAS SOCIALES

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Hijos de los programas sociales: imaginarios, carencia de derechos
y sentimientos de poblaciones empobrecidas

Carlos David Solorio Pérez*


Claudia Montaño Mejía**

Introducción

Partamos desde el imaginario social como un constructo intersubjetivo,


antropológico y cultural, a partir del cual las personas se imaginan, se
asumen como seres en un mundo, también imaginado, que determina sus
expectativas, sus decisiones y acciones, se conforma en las instituciones
(Castoriadis, 1989; Durand, 2004). El imaginario social integra una es-
tructura sociocognitiva con la que los grupos sociales se presentan y re-
presentan a sí mismos, con los que adquieren su forma de ser, estar y hacer
en el mundo social que han imaginado como lo que les corresponde de
acuerdo a las instituciones sociales estructuradas y estructurantes de la
realidad de los grupos humanos (Bourdieu, 2000, pp. 65-69); formando,
por tanto, parte de su cosmos y su ethos comunitario, su manera de con-
cebir la realidad y el orden del mundo, sus valores morales y estéticos
(Geertz, 2001, p. 89).
El contenido del imaginario es simbólico-mítico (García, 2007) pues-
to que las ideas y creencias, valores y principios, emociones y sentimientos
con los cuales se hace una imagen de sí mismos, se significan y resignifi-
can con un lenguaje y conductas simbólicas; es decir, se institucionalizan
sentidos simbolizados de lo que es su esencia característica y, por tanto, el
sustento de sus vidas sociales (Castoriadis, 1989). Como indica Duch
(1998), el logos concebido como el dominio racional se complementa con la
otra parte del ser humano, el mythos, dominio de lo simbólico, esa otra
racionalidad que es el lenguaje simbólico-mítico.1 Al entrar en la dimen-
sión simbólica del ser humano ocurre que se han condensado desde sím-
bolos y mitos lo que no se puede entender de manera logo-literal, super-
ficial, ni lineal; sino quehan de descubrirse, descifrarse e interpretarse

* Facultad de Ciencias Humanas, Universidad Autónoma de Baja California.


** Facultad de Derecho, Universidad de Colima.
1
Véase también en Durand (2004), mitocrítica como metodología de interpretación de la di-
mensión simbólica desde la dimensión discursiva antropológica en la literatura.

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INSTITUCIONES Y VIDAS PRECARIAS COMO URGENCIAS SOCIALES

desde las experiencias subjetivas y las propias narrativas de los sujetos


que, de manera colectiva, le han dado una significativa presencia a su
imagen sociocultural en sus discursos, comportamientos y acciones que
tienen un sentido simbólico para ellos.
Así, descubrir, descifrar e interpretar los imaginarios sociales desde
las experiencias subjetivas permiten profundizar en este tejido intersub-
jetivo de sentidos que es parte de lo que un investigador cualitativo puede
proponer para indagar en los sentimientos de las personas. La contribu-
ción de los investigadores sociales cualitativos parte desde una toma de
conciencia, un poner a la vista aquellos contenidos significativos inter-
subjetivos que son la forma en que los sujetos comprenden su realidad.
Como decía Bourdieu (1990), evidenciar estas redes de sentido estruc-
turadas y estructurantes es el por qué se le considera a la sociología “una
ciencia que incomoda” (p. 79); puesto que revela la violencia simbólica
como un orden gnoseológico de dominación donde el poder simbóli-
co de las estructuras es también estructurante de las jerarquías entre grupos
y la posesión de un mayor o menor capital cultural, económico y social
(Bordieu, 2000, pp. 72, 73). Al respecto del poder simbólico, Bourdieu (2000)
advierte que es un:

[…] poder de constituir lo dado por la enunciación, de hacer ver y de hacer


creer, de confirmar o de transformar la visión del mundo y por ello, la ac-
ción sobre el mundo (p. 71); [por lo que] La destrucción de este poder de
imposición simbólica, fundada en el desconocimiento, supone una toma
de conciencia de lo arbitrario, es decir el develamiento de la verdad (p. 72).

Entrando en terrenos políticos, las relaciones de poder se configuran


en el imaginario social que determina los lugares que corresponden a cada
grupo, jerarquizados en cada campo social en el que tienen cabida como
poseedores o desposeídos, como dominantes o dominados, como agentes
activos o pasivos2. Cabe destacar que es, precisamente, la capacidad de
agencia —formulada también por Bourdieu (1990, 2000)— lo que per-
mite a los sujetos transformar las estructuras, estructuradas, estructuran-
tes de los campos sociales, adaptarse o adaptarlos, para conseguir una

2
Para reflexionar sobre el poder político y los lenguajes simbólicos, de la coautora de este ar­
tículo véase el primer capítulo de La piedra del poder. Un análisis mitocrítico del poder político en
cuatro novelas mexicanas: Pedro Páramo, Los recuerdos del porvenir, Oficio de tinieblas y El testigo
(Montaño, 2014).

86

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HIJOS DE LOS PROGRAMAS SOCIALES

mejor posición. Ello a partir de la toma de conciencia que revela cosas


ocultas y a veces reprimidas (Bourdieu, 1990, p. 80).
El imaginario social es dinámico, por lo cual los sujetos, al tomar con-
ciencia de la existencia de los contenidos que prefiguran el mundo y su
lugar en él, pueden ejercer su capacidad de agencia para trasformar esta
red de sentidos. Así, la reestructuración de las estructuras estructurantes
es posible con los hallazgos de esta ciencia que incomoda, como reflexio-
na Bourdieu (1990); y como, también, advirtió Foucault (1994) acerca
del porqué analizaba tan críticamente las instituciones del poder, pues el
objetivo era evidenciar para transformar. Si la subjetividad de los grupos
se analiza es porque desde ésta se pueden encontrar claves de su ser, estar
y hacer, lo cual impacta en sus posibilidades de cambio, de transformarse
a sí mismos, su entorno y sus decisiones. La capacidad de agencia del suje-
to se activa desde la toma de conciencia de que aquellos que condicionan
su desarrollo (las estructuras, estructuradas, estructurantes de la realidad
social) son constructos intersubjetivos en los cuales tiene injerencia y, por
ello, puede contribuir a su transmisión o a su transformación.
Lo individual y lo social se comunican en este tejido intersubjetivo
que la experiencia personal de los sujetos revela; de ahí que celebremos el
esfuerzo de esta obra que reúne bajo el título “Sentimientos políticos en
las ciencias sociales y humanas. Apuntes desde la investigación militante
y las resistencias”, aportaciones para comprender las subjetividades huma-
nas que le dan sentido y dirección a nuestro ser, estar y hacer en el mundo
sociopolítico que creamos en nuestro imaginario. En este texto retomare-
mos la experiencia de investigación obtenida mediante trabajo de campo
propio (Solorio, 2015a; Solorio 2015b; Solorio 2016a; Solorio 2016b; So-
lorio 2016c) como de investigaciones teóricas que posibilitan el diálogo
reflexivo sobre los sentimientos sociopolíticos de las personas empo­
brecidas, parte de su imaginario social que interpretamos a la luz de las
ciencias sociales y humanas.

Programas sociales y pobreza en México

Recuperemos del apartado previo un principio general de reflexión: la


estructura sociocognitiva simbólica del imaginario, que como toda es-
tructura sociocultural, es estructurante. Así, analicemos la relación entre
las reglas de operación del actual programa social enfocado en las perso-

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INSTITUCIONES Y VIDAS PRECARIAS COMO URGENCIAS SOCIALES

nas empobrecidas del ámbito rural y urbano con la estructuración de un


ima­ginario social. Estas mismas reflexiones pueden aplicarse a diversos
programas sociales, pues cada sexenio se observan cambios en sus no-
menclaturas más que un cambio estructural; por tanto, es altamente
posible, con base en las experiencias anteriores, que el gobierno federal
entrante realice cambios poco significativos manteniendo las mismas es-
tructuras para atender la salud, educación y alimentación de familias em-
pobrecidas. Por ello nos enfocamos en el último programa publicado en el
Diario Oficial de la Federación y que concluye con el sexenio de Enrique
Peña Nieto.
El 30 de diciembre de 2014 se publicó en el Diario Oficial de la Federa-
ción el Acuerdo por el que se emiten las Reglas de Operación de prospera
Programa de Inclusión Social, para el ejercicio fiscal 2015 que entró en
vigor el 1 de enero de 2015.3 Prospera incluye mayores instituciones que
los anteriores programas sociales (Progresa y Oportunidades), las cuales
pretendían articularse para apoyar a las familias del ámbito rural y urbano
en condiciones de pobreza. Al respecto, cabe recuperar la conceptualización
de condiciones de pobreza de dicho programa, es decir, cómo dimensionó
la pobreza en México:

De acuerdo con la medición de la pobreza realizada por el Consejo Nacional


de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval), con información
de 2012, en México 45.5% de la población vive en condiciones de pobreza.
Ello significa que 53.3 millones de personas carecen de las condiciones ne-
cesarias para el goce efectivo de sus derechos (Acuerdo, dof, 30 de diciem-
bre de 2014).

Si el gobierno no puede garantizar a casi la mitad de su población “el


goce efectivo de sus derechos” (Acuerdo, dof, 30 de diciembre de 2014),
ya no sólo estamos hablando de pobreza material en sí, sino de una situa-
ción de vulnerabilidad institucionalizada. Es decir, la pobreza aparece
como un fenómeno complejo que no sólo implica la imposibilidad de la
satisfacción de las necesidades básicas (como alimentación, vivienda, sa-
lud, educación, trabajo digno, etcétera); sino, también, una inefectividad
generalizada de los derechos que permiten el acceso a los medios que su-
peren estas imposibilidades de hecho. Y tal ineficiencia se reconoce desde
el Estado que debe ser garante de derechos; al grado que, al parecer, la
3
En adelante referido sólo como el Acuerdo.

88

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HIJOS DE LOS PROGRAMAS SOCIALES

situación instaurada en las instituciones es de vulnerabilidad para la gran


mayoría o todas las personas. Siguiendo la misma idea, podemos pensar
que una persona que no es pobre, pero que está cercana a ella, eventual-
mente puede serlo ya que no existe una garantía a sus derechos (a la alimen-
tación, vivienda, salud, educación, trabajo digno, etcétera). Es relevante
establecer el concepto de pobreza en relación con los derechos humanos,
como lo hizo Boltvinik (2003) hace más de quince años:

La definición de pobreza más aceptada, como insatisfacción de necesidades


humanas, puede leerse como violación de los derechos humanos si parti-
mos de la concepción de que toda persona, por el solo hecho de existir tiene
derecho a la satisfacción de las necesidades humanas (p. 53).

Por tanto, hay una clara interrelación entre pobreza entendida como
la insatisfacción de necesidades humanas y la incapacidad del Estado
para garantizar a todas las personas el pleno ejercicio de sus derechos
humanos. En cuanto a México, recordemos que se ha sumado a una larga
tradición, tanto desde la Organización de Estados Americanos (oea)
como desde la Organización de Naciones Unidas (onu), en la protección
de derechos humanos como un mínimo de condiciones a las que debe
acceder toda persona por el solo hecho de serlo;4 además de la reforma
en dicha materia en 2011 que modificó la estructura jurídica nacional
para colocarlos como el fundamento del Estado.
Esto significa que los programas sociales, así como toda acción del
Estado respecto al combate a la pobreza, deriva del cumplimiento de sus
obligaciones fundamentales de hacer efectivos los derechos humanos
para todas las personas, en especial aquellas en condiciones de vulnerabi-
lidad. Precisamente, siendo las personas empobrecidas aquellas que no
han tenido acceso al ejercicio pleno de sus derechos humanos, la obliga-
ción del Estado es aún mayor pues debe transformar aquellas condicio-

4
Recordemos que en protección de derechos humanos México forma parte de dos sistemas: el
regional americano como Estado miembro de la oea, y el universal, como Estado miembro de la
onu. Del cúmulo de tratados internacionales que ha suscrito con la oea, cabe destacar respecto al
combate de la pobreza el Protocolo Adicional a la Convención Americana sobre Derechos Huma-
nos en Materia de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (Protocolo de San Salvador), que
complementa la Convención Americana sobre Derechos Humanos (Pacto de San José). Respecto
a los tratados que ha suscrito con la onu, en el mismo sentido, destacan respecto a la pobreza:
Declaración Universal de Derechos Humanos (dudh), y Pacto Internacional de Derechos Econó-
micos, Sociales y Culturales (pidesc).

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INSTITUCIONES Y VIDAS PRECARIAS COMO URGENCIAS SOCIALES

nes que han impedido dicho ejercicio, en especial las que provienen de su
propia incapacidad para promover el desarrollo económico, social y cul-
tural incluyente, equitativo, integral, sustentable y justo.5 Sin embargo, en
el imaginario social que interpretamos desde los discursos y acciones es-
tatales, así como las narrativas y comportamientos de los sujetos empo-
brecidos, los programas sociales son representados como una graciosa
concesión, una dádiva; no como derechos que el Estado se comprometió
a garantizar, lo que implica la obligación de sus autoridades y servidores
públicos, así como la capacidad de agencia activa de las personas para
ejercerlos. El “apoyo social” se ha cargado de un sentido que lo reviste como
regalo en el imaginario social; pues, aunque expresamente se indique lo
contrario, el lenguaje simbólico tanto de los funcionarios públicos como
de las personas en general y de los destinatarios en especial, siguen consi-
derándolo como una mera dádiva.
Esta construcción de sentido implica que, al tratarse de un regalo, no
se asume con responsabilidad y compromiso tanto por quien lo otorga como
por quien lo recibe. Los funcionarios, en lugar de que en su imaginario estén
realizando un cumplimiento de la obligación del Estado correlativa a un
derecho humano, se considera que dan un apoyo como regalo; por lo cual
no se responsabilizan de su deber de garantizar el pleno ejercicio de todos
los derechos humanos que permitan el acceso a una vida libre de pobreza;
lo que cambiaría su concepción de superior jerarquía que impone sus
condiciones para que se hagan merecedores de su regalo. Tampoco se com-
prometen a que se cumpla con el objetivo de reintegrar a la persona en el
pleno goce de sus derechos que lo lleven a superar las condiciones de po-
breza; sino, que como regalo, al contrario, considera que los sujetos desti-
natarios del programa le deben gratitud y deben corresponder a su gene-
rosidad, lo que da pie al clientelismo.
Respecto a los destinatarios de programas sociales, al conformarse en

5
Al respecto, el derecho humano al desarrollo, considerado un derecho síntesis que incluye
todos aquellos que, de forma interdependiente e indivisible, se requieren para garantizar el des­
arrollo expansivo de la dignidad humana comunitaria (derechos de tercera generación) en condi-
ciones justas, equitativas, satisfactorias, sustentables y progresivas; por ejemplo, derecho al me­
dioambiente, derecho a la alimentación, derecho al trabajo, derecho a la salud, derecho a la vivienda,
derecho a la educación, derecho a la cultura, derecho a los avaneces científicos y tecnológicos
(Romero, 2015). Este derecho, además de contenerse en el pidesc y el Protocolo de San Salvador,
se reconoce en el artículo 25 constitucional en el que se obliga el Estado mexicano a garantizar el
desarrollo integral, sustentable, competitivo y fomentando el crecimiento económico con una jus-
ta distribución del ingreso y la riqueza.

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HIJOS DE LOS PROGRAMAS SOCIALES

el imaginario un sentido simbólico de recepción de un regalo, impide que


se responsabilicen de ejercer su capacidad de agencia y que se compro-
metan a la superación de la pobreza. Responsabilizar no es culpabilizar,
se trata de que, por el contrario, la persona se empodere de su capacidad
de agencia en la generación de acciones que cambien las condiciones de
pobreza hacia el ejercicio efectivo de sus derechos. También implica em-
poderarse de su libertad como capacidad de autodeterminación en relación
de coordinación y no jerárquica de sumisión con los operadores munici-
pales, estatales o federales del programa social; lo que conlleva un com-
promiso activo para contribuir con el bien común.

Los jóvenes en los programas sociales

¿Qué ha pasado con la población joven que tuvo desde su nacimiento un


programa social? En este segundo apartado la reflexión se dirige a los jó-
venes que han sido beneficiarios de un programa social y sus posibilidades
de acceder a un mejor trabajo que la generación anterior, siendo que cuen-
tan con una trayectoria educativa más larga que la de sus padres. Ello,
para analizar si los programas sociales han favorecido o no el ejercicio de
sus derechos humanos de una forma articulada y progresiva, como se
plantea en el modelo estructural de dichos derechos. Respecto a esta arti-
culación se toma al derecho al desarrollo como principio coordinador y
unificador de los derechos humanos dirigidos al progresivo crecimiento
económico, social, cultural, ambiental y político. En específico, este apar-
tado se propone analizar si el derecho a la educación por el cual aumen-
taron sus trayectorias educativas se ha interconectado en una continuidad
progresiva con el derecho al trabajo para que pudieran acceder a empleos
mejores y más remunerados; constatando que sirvieran como palanca de
un desarrollo económico, social, cultural y político que les permitiera a
estos jóvenes beneficiarios superar las condiciones de pobreza en las que
crecieron.
Las presentes reflexiones se dirigen a cuestionar si aquellas personas
que han crecido con los programas sociales desde su formación escolar
manifiestan en su vida laboral una capacidad de agencia que conlleva el
ejercicio de derechos humanos; lo cual, se interrelacionaría con la supe-
ración de las condiciones de pobreza. Por el contrario, en las investi­
gaciones se evidencia la poca injerencia que tiene el Estado para que los

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INSTITUCIONES Y VIDAS PRECARIAS COMO URGENCIAS SOCIALES

jóvenes ingresen al mercado laboral con las cualificaciones alcanzadas


vía su educación escolarizada. Es decir, el derecho a la educación al cual
aparentemente accedieron vía programas sociales, no les ha permitido
ejercer su derecho al trabajo en condiciones justas, equitativas y satisfac-
torias (como se indica en el Protocolo de San Salvador y el pidesc, en re-
lación a la Constitución y la Ley Federal del Trabajo).
Los “hijos de los programas sociales”, personas que desde que nacie-
ron han sido beneficiados con al menos un apoyo federal, siguen traba-
jando en el mismo sector productivo que sus padres (Solorio, 2015a).
Aunque tienen una mayor escolaridad respecto a sus progenitores, las
opciones laborales son las mismas; lo cual es preocupante por el nulo
impacto que tiene el que, por lo menos, hayan alcanzado nueve años de
trayectoria educativa (secundaria concluida) que termina perfilándolos a
trabajar en el mismo empleo que sus padres. El Colegio de México (2018)
sostiene lo mismo, es decir, tener una mayor escolarización no genera
una ventaja para conseguir empleo y, en algunos casos, los profesionistas
ganarán menos que un bachiller.
Se desprende de su experiencia subjetiva y de los desalentadores re-
sultados en la disminución de la pobreza que ni los apoyos y ni progra-
mas se han conformado con una visión de largo plazo que considere a la
persona en su proyecto de vida, como plantean los derechos humanos, en
una continuidad que enlace etapas sucesivas en la satisfacción de sus ne-
cesidades; como serían los momentos de formación escolar que precede
a los de entrada al mercado laboral. Al no existir una política económica
de desarrollo integral que coordine el derecho a la educación con el dere-
cho al trabajo en progresión con el proyecto de vida de la persona, todo
el esfuerzo que el Estado hace para que jóvenes tengan una mayor trayec-
toria educativa sólo hará que se frustren y declinen por seguir los pasos
de lo que ya han visto en casa y en su comunidad repitiendo las condicio-
nes de pobreza. Es decir, jóvenes con una trayectoria educativa mayor
terminan realizando la misma labor y cobrando el mismo sueldo que sus
padres en un contexto de pobreza (Solorio, 2015a); en empleos para los
cuales de nada sirve la trayectoria educativa que poseen cuando intentan
ingresar al mercado laboral formal (después de terminada la educación
media superior).
En cuanto a lo que se reflexiona en este apartado, falta una política
educativa articulada de una política en el empleo que coordine el acom-
pañamiento de los proyectos de vida y el ciclo vital de los beneficiarios de

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HIJOS DE LOS PROGRAMAS SOCIALES

programas sociales a lo largo del tiempo, dándole así la debida continui-


dad en el combate a la pobreza. “Por lo que las políticas públicas deben
articularse de manera intersectorial en torno a los distintos proyectos de
vida con el objetivo de facilitar que las personas dispongan de las capaci-
dades para llevarlos adelante” (González, 2014, p. 13).
El crecimiento de la preparación educativa ha de ir articulada a un
mejoramiento de las fuentes de empleo para que, cuando concluya la
etapa escolar, encuentren trabajo acorde a su nueva preparación, y, a
la inversa, también se deben ajustar las carreras educativas disponibles
al tipo de empleo que se esté generando en la región. Es decir, una pers-
pectiva de largo plazo que considere la complejidad interrelacionada
de los derechos de los beneficiarios en la continuidad de su trayecto de
vida; es decir, enlazar los apoyos educativos con un futuro empleo que
potencialice el desarrollo que abata las condiciones de pobreza. Precisa-
mente, se ha de cuidar que crezcan las fuentes de trabajo de manera su-
ficiente y adecuada a las nuevas generaciones, para que puedan acceder
a mejores empleos y no terminen en semejantes a los que no les daban
remuneración digna a las generaciones pasadas o, peor, en el desempleo
o subempleo.
Hasta el momento, por el trabajo de campo realizado en Colima y el
Estado de México de 2009 a 2016, se cuenta con historias de jóvenes que
estudian educación media superior (con opción a técnico bachiller) y su
futuro laboral es poco promisorio en relación al tipo de trabajo que ob-
tienen.6 Es decir, una política pública en relación al trabajo no está enla-
zada ni encaminada con la educación escolarizada que reciben los jóvenes
en México, en especial aquellos empobrecidos. A ello hay que sumarle la
pérdida de derechos laborales en México, como el tipo de contrataciones
outsourcing, salarios en constante depreciación en su poder adquisitivo,
la desaparición de un sistema de pensiones por uno de ahorro insuficien-
te para el retiro digno; además de otras como el desgaste físico y psicoló-
gico por el estrés y condiciones inseguras del trabajo, aunado a una ma-
yor esperanza de vida pero sin calidad, la precariedad de las instituciones
de salud pública, el encarecimiento de la vivienda cada vez más alejada

6
En total, se cuenta con un total de 43 entrevistas grabadas de 18 hijas e hijos; se realizó una
historia familiar guiada por historias de vida de tres ejes analíticos: educación escolarizada, iden-
tidad y redes de apoyo. Además se realizaron cuatro grupos de discusión en donde participaron
32 adolescentes, tanto hombres como mujeres, en donde se indagó la relación de la pobreza con la
trayectoria educativa y laboral de su generación en relación con sus padres.

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INSTITUCIONES Y VIDAS PRECARIAS COMO URGENCIAS SOCIALES

del lugar de empleo, que a su vez aumenta el tiempo de traslado, por men-
cionar algunas circunstancias para contextualizar.
De lo anterior se colige que aunque se tenga un trabajo éste no trae
aparejada una remuneración suficiente; por lo que se representa en el
imaginario de los “hijos de los programas sociales” el seguir siendo con-
siderados pobres para continuar recibiendo apoyos económicos. En este
sentido, existen pobres urbanos, es decir, personas que tienen un trabajo,
los hijos van a la escuela, comen todos los días, tienen un lugar donde
vivir y todos los servicios; pero que no es suficiente lo que perciben para
cubrir las demandas de su familia; por ejemplo tienen vehículo para trans-
portarse hacia su lugar de trabajo, pero no siempre tienen gasolina; tie-
nen para comer todos los días, pero no diario alimentos nutritivos; sus
hijos van a la escuela, pero no siempre pueden comprar los materiales
que les solicitan para tareas; etcétera.
La preocupación de dichos pobres urbanos es no saber si ante una
evaluación para ser considerados beneficiarios de un programa social de-
ben esconder un refrigerador o decir que compraron uno, o un tinaco, o
si les conviene o no ampliar o mejorar espacios físicos de su casa. Tienen
duda si una mejoría que se refleje en algo tangible afectará el resultado de
seguir considerándolos pobres. Tampoco quieren platicar con quienes in­
vestigamos desde las ciencias sociales porque conocen casos de personas
que han platicado sobre cómo manejan el apoyo y después se los retiran.
También saben de casos en los que “no necesitan el apoyo” y aún así lo
tienen, sospechando de alguna relación con los funcionarios, sea cliente-
lar o de otro tipo. A ello hay que sumarle la politización de los programas
como cuando todos los hogares de una comunidad son apoyados para
granjear su lealtad política, o realizan acuerdos entre las partes involu-
cradas para condicionar obligaciones que se tienen como beneficiario
(Agudo, 2015).
Ello ha generado un imaginario social en el que los beneficiarios de
los programas heredan su autoconcepción como personas que siempre se
mantendrán en la necesidad de apoyos. Esto trae la reflexión del aparta-
do anterior, pues la relación de subordinación jerárquica en la que se les
concibe como receptores pasivos ha impedido que se desarrollen sus ca-
pacidades de agencia en el ejercicio de derechos que lleven a generar
condiciones que los libre de la pobreza. Los apoyos que en el imaginario
social se conciben como regalos o dádivas generan una lógica asistencia-
lista con una relación jerárquica de aceptación sumisa; en lugar de generar

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HIJOS DE LOS PROGRAMAS SOCIALES

la autoapropiación de la capacidad de agencia para el ejercicio de dere-


chos y libertades fundamentales en una relación de coordinación en la
cual se coopera de manera responsable a la superación de las condiciones
de pobreza, como se lograría desde la lógica de los derechos humanos.
La misma teoría de los derechos humanos indica la coordinación en
igual importancia (no jerárquica) de los derechos, bajo principios de in-
terdependencia, indivisibilidad e interconectados hacia el desarrollo ex-
pansivo de la dignidad humana. Por ello, los programas sociales llevan
implícitamente las obligaciones del derecho al desarrollo que conjunta
los derechos a la educación y al trabajo, a la salud y a la vivienda, al pro-
greso científico y tecnológico, a la alimentación y el medio ambiente, et-
cétera; todo para una más justa distribución del ingreso y la riqueza, así
como el pleno ejercicio de las libertades y la dignidad humana mediante
mecanismos que favorezcan la democracia.
Al respecto de esto último y en relación al aspecto político del dere-
cho al desarrollo, el artículo 26 constitucional señala que la planeación
económica deberá realizarse mediante mecanismos de deliberación y
participación que recojan las aspiraciones y demandas de la sociedad
(Romero, 2015, p. 55).7 Esto se tendría que aplicar a los programas socia-
les entendidos como parte integrante de esa planeación y del desarrollo
nacional. Si los programas llevan implícita la coordinación entre benefi-
ciarios, funcionarios y la sociedad en su conjunto, requieren plantearse de
forma democrática. Así, los programas sociales, se estructurarían bajo va-
lores, principios y normativas democráticas, tanto en su diseño, opera-
ción y evaluación; por lo que debieran tener entre sus resultados no sólo
la disminución de la pobreza sino el incremento de la democracia, ambos
interrelacionados con el ejercicio efectivo de derechos humanos.
En este aspecto, cabe preguntarse si los “hijos de los programas socia-
les” han incrementado las capacidades ciudadanas para ejercer sus derechos
políticos y las de agencia pública de los consensos (Habermas, 1981) com­
batiendo el aislamiento sociopolítico (Bauman, 2002). La escasa participa-
ción ciudadana en las decisiones públicas en México parecería indicar lo
contrario; aunque será necesario corroborarlo en futuras investigaciones
dirigidas a los jóvenes beneficiarios de programas sociales en su desem-
peño ciudadano. Las consultas populares del gobierno federal entrante
representan a menos de 1% de la población nacional; pero, podríamos
7
Cabe la crítica a dicho artículo que es prácticamente letra muerta, tal como se observa en los
Planes Nacionales de Desarrollo que se han formulado hasta nuestros días.

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INSTITUCIONES Y VIDAS PRECARIAS COMO URGENCIAS SOCIALES

observar si los “hijos de los programas sociales” tienen una presencia


destacada entre todos los jóvenes o no. También sería interesante indagar
si están afiliados a un partido político como militantes o simpatizantes,
así como si su papel es pasivo o activo. Es decir, sólo participan respecto
a lo que ya está definido en la agenda de los funcionarios, no en generar
sus propias propuestas, menos en coordinarse para llevarlas a cabo.
Si nos atenemos al principio rector de estas reflexiones, las estructu-
ras son estructurantes, por tanto, trasmiten e interiorizan en las personas
paradigmas de ideas, creencias, valores, principios, normas y expectati-
vas que modelan sus vidas; es decir, los constructos sociocognitivos con-
forman una intersubjetividad que definen el ser, estar y hacer social. Así,
al no estructurarse democráticamente, los programas sociales son estruc-
turantes de una deficiente o nula formación democrática. Los programas
sociales, incluso, han ejercido una violencia simbólica en los jóvenes que
han interiorizado estructuras de dominación donde se les constriñe a ser
destinatarios pasivos sometidos a una relación de subordinación que con-
diciona su pobreza para recibir apoyos sociales. Tal parece que se les exi-
giera ser pobres para considerarse dignos de una dádiva que, lejos de pro-
piciar que salgan de la pobreza, los mantiene en ella.8
Esto se evidencia también porque el programa social analizado no se
concibe en el modelo de derechos humanos que propicia la capacidad
de agencia para ejercerlos efectivamente; ni tampoco en una relación de
coordinación, cooperación y corresponsabilidad entre beneficiarios, fun-
cionarios y sociedad; menos aún en una articulación de derechos nece­
sarios para el desarrollo en una continuidad progresiva, como el acompa-
ñamiento de la mejora educativa seguida de la del trabajo. Siendo, por
tanto, un modelo que tampoco propicia el desarrollo democrático de los
involucrados, en especial de quienes han recibido esta formación asisten-
cialista de pasiva recepción subordinada a lo largo de su vida, es decir, los
llamados “hijos de los apoyos sociales”.
Lo que es más posible es el que estos jóvenes repitan los patrones de
conducta interiorizados de la estructura jerárquica de sumisión antide-
mocrática al cual los sujetaron los programas sociales como receptores
pasivos de un apoyo. Como Bourdieu ( ) advierte a lo largo de su
pensamien­to teórico, las estructuras son estructurantes, se interiorizan en
un habitus que condiciona a la persona a seguir las reglas del campo so-
cial en el que los dominantes del capital simbólico se mantendrán en la
8
De ahí la crítica esgrimida en el sentido de que “premian” la pobreza en vez de combatirla.

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HIJOS DE LOS PROGRAMAS SOCIALES

toma de decisiones y los demás serán seguidores dominados. Esto se liga


a que no participen políticamente colocando en la agenda pública la exi-
gencia de cambios en el empleo a partir de su mayor escolaridad; es decir,
como receptores pasivos de apoyos, se conforman en seguir el mismo
nivel laboral insuficiente que sus progenitores. La frustración y descon­
tento no trasciende a la generación de propuestas que lleven a la agenda
pública ejerciendo sus derechos políticos. Si los programas sociales se es-
tructuraran en una relación de coordinación, cooperando beneficiarios,
funcio­narios, así como la sociedad en su conjunto en la capacitación para
el ejercicio de derechos humanos y libertades fundamentales, también se
estarán capacitando mejores ciudadanos para participar en la democra-
cia ejerciendo sus derechos políticos.

Reflexividad sobre la pobreza: de la toma de conciencia


a la coordinación democrática

Reflexionar sobre el imaginario de la pobreza como una estructura de


significados y sentidos intersubjetivos simbólicos estructurantes de la
realidad social puede llevarnos a dos tomas de conciencia: desde una po-
lítica de Estado con discursos y programas de gobierno que, lejos de rea-
lizar cambios en las estructuras de pobreza, las institucionaliza perpe-
tuándolas en las nuevas generaciones, y, por el otro, desde los propios
sujetos que, en sus experiencias personales, reproducen las estructuras
que los mantendrán empobrecidos.9 Estas tomas de conciencia son sólo
un punto de partida para buscar alternativas: ya que se sabe lo que no
funciona, se está en posibilidades para cambiar hacia algo mejor. Este
cambio puede venir de dos vías: de abajo hacia arriba o de arriba hacia aba-
jo; desde los sujetos en su intersubjetividad conformadora de la realidad
social y desde el Estado en su política pública, convergiendo así en una
transformación efectiva.
Consideramos que es desde los sujetos, desde abajo, de donde provie-
9
Al respecto, el habitus de Bourdieu (2000), enlaza la parte colectiva con la individual; como
un constructo intersubjetivo. A nuestro parecer la intersubjetividad enlaza las grandes estructuras
sociales con las experiencias personales de tal forma que resulta imposible delimitar una línea
clara que separe al individuo de lo social. Por ello, el imaginario es social pero se accede a él desde
las experiencias de sujetos, que lo reproducen y, a la vez, lo adaptan y transfieren (con transfor-
maciones y permanencias), en un proceso cocreativo del ser, estar y hacer de los grupos sociocul-
turales.

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INSTITUCIONES Y VIDAS PRECARIAS COMO URGENCIAS SOCIALES

ne la reflexividad más enriquecedora, ya que la sociedad es quien propor-


ciona las directrices de lo que es o no una vida digna. Una base humana
con un imaginario social en el que nos resignifiquemos como personas y
como comunidad ante la pobreza en la dirección de la igualdad, obligará
al Estado a conformar condiciones más justas para todos. De ahí que la
interiorización cultural de los derechos humanos en el imaginario social
sería un valioso aporte en la capacidad de agencia que permitiría generar
entornos de superación de la pobreza en México.
Esta reflexividad habrá de impactar hacia arriba, al Estado, pues estos
cambios deben concretarse en transformaciones efectivas de las políticas
públicas: habrán de estar orientadas por lo que los sujetos requieren para
el efectivo ejercicio de sus derechos. Ya que la obligación correlativa de
los derechos humanos corresponde al Estado, quienes detentan el poder
desde el Gobierno y la administración de recursos públicos deberán tam-
bién reconfigurarse en el imaginario social. Asumirse como la parte obli-
gada en la realización de los derechos humanos reconociendo en las perso-
nas su capacidad de agencia para el ejercicio efectivo de los mismos, implica
severas transformaciones en las políticas públicas de combate a la pobre-
za. Para comenzar, construir programas y acciones de Gobierno que ga-
ranticen el acceso de derechos humanos, respetando y favoreciendo la
capacidad de agencia de las personas empobrecidas; abandonando así el
enfoque asistencial paternalista que, además, encubre jerarquías de po-
der verticales-patriarcales que perpetúan la desigualdad.
En lugar de ser configurados con una estructura jerárquica vertical, el
modelo idóneo es el de coordinación, donde los programas sociales de
combate a la pobreza, desde su diseño, implementación y evaluación, in-
corporen a las personas empobrecidas como una comunidad activa. De
forma tal que conozcan los datos de la pobreza más allá de su ámbito in-
dividual, dimensionando las necesidades que como sociedad se tienen; lo
que posibilita generar estrategias solidarias que lleven a la acción coordi-
nada de todas las personas involucradas. Conocer estos datos informativos
es útil para que los controviertan o conformen alianzas con otros grupos
en situaciones semejantes; así se organicen para presionar sobre la reali-
dad de la pobreza que viven y la modificación de los programas de Gobier-
no. El conocimiento de las condiciones de pobreza desde sus indicadores
generales y desde las narrativas particulares es necesario para coordinar
acciones de las personas empobrecidas entre sí, y entre éstas y las auto­
ridades del Estado; lo cual rompe la idea de que desde arriba se pueda

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HIJOS DE LOS PROGRAMAS SOCIALES

imponer algo que, por ello mismo, no contribuye al empoderamiento de


derechos, sino a mantener la actitud pasiva de los destinatarios y la auto-
ritaria de los servidores públicos.
Sin menoscabo a la parte informativa indicada en el párrafo previo,
lo más importante en esta nueva relación de coordinación será la forma-
tiva donde se capacite, tanto a las personas empobrecidas como a aque-
llas que gobiernan, para el ejercicio efectivo de los derechos humanos. La
relación de coordinación en el ejercicio de derechos humanos implica;
primero, que las personas empobrecidas tengan las herramientas que ga-
ranticen el acceso al ejercicio de sus derechos y libertades fundamentales
para el desarrollo expansivo de la dignidad humana, y, segundo, que el
Estado asuma su obligación, por conducto de las autoridades respectivas,
de que todas las personas de la sociedad, en especial las más desfavoreci-
das, cuenten con las herramientas necesarias para hacer efectivos sus
derechos humanos.
Por tanto, una estructura jerárquica en la cual el Estado impone un
programa de combate a la pobreza a sus destinatarios sin considerarlos
en una relación de coordinación, es ya una violencia que les impide ejer-
citar sus derechos humanos. Es decir, genera por sí una condición de po-
breza y, peor aún, aquella que trastoca la posibilidad de superarla negán-
dole el acceso al ejercicio de derechos. Hay violencia simbólica desde un
imaginario social que configura al Estado plenipotenciario que concede
derechos, como si fuesen dádivas o limosnas y que impone cargas socia-
les en condiciones desiguales como si mucha gente de su población fue-
sen súbditos o ciudadanos de segunda; en vez de uno que reconoce dere-
chos, como prestaciones fundadas en la dignidad que las personas tienen
por igual. Los derechos humanos no se conceden o niegan a súbditos en
condiciones de inferioridad, por el contrario, se reconocen a personas ple-
nas ante un Estado obligado a cumplirlos y a garantizar condiciones de
vida digna para toda la población.
Esta violencia simbólica se exterioriza en las decisiones y acciones del
Estado que se imponen a los destinatarios y los fuerzan a calzar en sus
concepciones sobre las personas empobrecidas como sujetos inferiores
jerárquicamente a los que de forma pasiva condicionan a recibir ciertos
apoyos a la pobreza que, precisa e irónicamente, apoyan la pobreza al
mantenerlos sometidos. Al inferiorizarlos los someten a condiciones des-
iguales en un trato de súbditos; incluso, se les condiciona el apoyo a que
sigan en la misma estructura material pobre para continuar en el programa.

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INSTITUCIONES Y VIDAS PRECARIAS COMO URGENCIAS SOCIALES

Un modelo real de combate a las condiciones de pobreza debe, por ello,


configurarse desde y para el ejercicio efectivo de los derechos humanos
de las personas empobrecidas.
Los derechos humanos implican un conjunto de comportamientos
que esperamos de los demás, sea del resto de los integrantes de la socie-
dad como del mismo Estado en cuanto al Gobierno y la administración
de recursos; esto tiene su fundamento en la misma esencia de la persona
(Beuchot, 1993). Estos derechos se sustentan en los principios de digni-
dad humana que todas las personas tienen, por lo cual las sociedades
contemporáneas, desde movilizaciones de grupos a quienes se les negó
dicho trato digno y de la sociedad en su conjunto, han presionado a los
Estados para su reconocimiento paulatino, desde la comunidad de nacio-
nes o desde esfuerzos nacionales. En México encontramos ambos meca-
nismos: un reconocimiento constitucional de derechos humanos, así
como mediante tratados internacionales con los que se ha obligado a un
estándar universal (onu) y regional (oea) de desarrollo de la dignidad
humana. El reconocimiento de derechos es correlativo a la obligación de
los Estados para hacerlos efectivos, desde acciones para proveer su acce-
so hasta las de reparación en caso de que se hubiera dañado a sujetos por
privarles de ello.
Un imaginario social que incorpora los derechos humanos desde el
sujeto que se autorreconoce como persona con la agencia para ejercerlos
y desde un Estado obligado a cumplirlos, impactaría en las decisiones
personales y estatales. Cuando el tejido intersubjetivo que conforma las
estructuras estructuradas de sentido se modifica, lo estructurado por ellas
también habrá de modificarse. Conocer lo que los sujetos expresan de su
ser, estar y hacer desde su posición de empobrecidos contribuye a que se
analicen los imaginarios sociales que les han estructurado en dicho espa-
cio, y contribuir a reflexionar, por ello, cómo habrá de orientarse su capa-
cidad de agencia para modificar dichos contenidos del imaginario hacia
la reestructuración que los lleve a superar la pobreza.
La capacidad de agencia para ejercer derechos, en especial los huma-
nos, son imprescindibles para superar la pobreza; pues ésta no sólo se
mide por la carencia de bienes materiales, sino y acaso más, por la impo-
sibilidad de ejercer derechos y libertades fundamentales. Tal como lo ha
expresado Sen (2015),10 la calidad de vida humana se mide, más que con
10
Amartya Sen junto con Martha Nussbaum han contribuido con la onu para construir el
concepto de “calidad de vida”, dotándole de un sentido más completo conforme a lo que es la per-

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HIJOS DE LOS PROGRAMAS SOCIALES

indicadores materiales, con indicadores sobre las condiciones para el


ejercicio de derechos y libertades que permiten el desarrollo pleno del ser
humano. Por ello Sen (2015) al analizar las democracias efectivas, afirma
que sólo por el hecho de que las personas puedan ejercer sus derechos y
ser libres para decidir y realizar sus proyectos personales, comunitarios
y estatales, tienen una mejor calidad de vida. Esta calidad de vida que
debe garantizar el Estado está guiada por el desarrollo expansivo de la
dignidad humana que el reconocimiento de los derechos humanos tiene
como fundamento.
La democracia es, en este aspecto, intrínseca de los derechos huma-
nos y del imaginario social; pues las autoconcepciones de una sociedad
que decide por la vía democrática los asuntos públicos, tiene mayor agen-
cia para tomar las decisiones personales que le permitan trascender la
pobreza. Si, además, como se ha documentado ampliamente, las personas
empobrecidas son quienes tienen imposibilidad en el acceso de sus dere-
chos, a la inversa, el ejercicio efectivo de derechos es la estrategia más
viable para que la pobreza sea superada. Y, para que los sujetos ejerzan
tales derechos, requieren recuperar y empoderar esta capacidad de agen-
cia desde el conocimiento y reconocimiento de imaginarios sociales ins-
titucionalizados en los que se representan las personas empobrecidas, para,
en esta toma de conciencia, reflexionar, resignificar y reconfigurar las es-
tructuras socioculturales que trasformen las políticas públicas.

Conclusión

Como se observa, las subjetividades de las personas son clave para anali-
zar si los programas sociales cumplen o no con su función. Por ello, reto-
mamos las reflexiones que en este artículo hemos hecho para analizar el
imaginario social mexicano en torno a los programas sociales; así como
aquellas críticas que, a la luz de los derechos humanos, podrían aportar
en su reconfiguración para un efectivo combate a la pobreza. Las perso-
nas empobrecidas en México han sido destinatarias pasivas de política
pública de combate a la pobreza; el Estado debe, por tanto, cambiar este
enfoque de subordinación hacia uno de coordinación donde se les reco-

sona y determinando más indicadores para considerar la pobreza y las necesidades de la dignidad
humana, y, también, sobre la necesidad de fortalecer las capacidades humanas para actuar sobre
el bienestar subjetivo individual y social (González, 2014).

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INSTITUCIONES Y VIDAS PRECARIAS COMO URGENCIAS SOCIALES

nozca el lugar central en la toma de decisiones públicas. Además de orga-


nizar los programas en una estrategia a largo plazo que considere las tra-
yectorias de vida, como sería establecer la continuidad de una formación
escolar mayor con empleos adecuados. Ello también considerando a las
persona en su complejidad, no sólo como individuo, sino como miembro
de una comunidad con implicaciones familiares, laborales y sociales en
las que impacta y es impactado; para, así, coordinar los programas con los
beneficiarios relacionados. Se han realizado acciones que impactan nega-
tivamente en los proyectos de vida de las nuevas generaciones y, parti­
cularmente, en su futuro laboral, como se evidencia en los denominados
hijos de los programas sociales.
El modelo de los derechos humanos, como paradigma estructural,
derivado de la dignidad de toda persona, requiere y favorece el desarrollo
de seres humanos con plenas capacidades y, en tal sentido, debería de
trascender en la conformación de los programas sociales que, mediante
el ejercicio de derechos, combaten la pobreza. Conformándose, en tal
sentido, imaginarios de personas empobrecidas con la capacidad para su-
perar, mediante el ejercicio efectivo de sus derechos, las condiciones des-
favorables.
De lo analizado se desprende que hay importantes retos por resolver
para atender la pobreza en México. Este texto pretende contribuir a la
discusión reflexiva de las intersubjetividades que se relacionan con el em-
pobrecimiento de la vida de personas, de familias y de la sociedad en su
conjunto; para que cada quien tome su parte en lo discutido, reflexione y
actúe según le corresponda, en especial las autoridades que toman deci-
siones políticas y los ciudadanos que ponemos en su agenda pública tales
decisiones.

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INSTITUCIONES Y VIDAS PRECARIAS COMO URGENCIAS SOCIALES

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Ya no hay en quien confíes. El chisme como violencia simbólica
entre mujeres de una cárcel distrital

Claudia Salinas Boldo*

Introducción

Este trabajo es resultado de una labor etnográfica llevada a cabo en una


cárcel distrital ubicada en la región central de México. El trabajo de campo
se realizó entre los meses de febrero y septiembre del 2011. El objetivo de
investigación fue el de describir las violencias percibidas por las mujeres
privadas de su libertad, y analizarlas desde la antropología feminista y
desde el concepto de violencia simbólica de Pierre Bourdieu.
La cárcel distrital en la que se llevó a cabo la investigación es mixta, y
cuenta con capacidad para albergar a 22 mujeres privadas de su libertad.
Al momento del estudio contaba con 25 internas y en 2017 la población
de mujeres aumentó a 32 (cndh, 2017).
De acuerdo con el Diagnóstico Nacional de Supervisión Penitenciaria
llevado a cabo por la Comisión Nacional de Derechos Humanos (cndh)
en el 2017, esta cárcel cuenta con adecuadas condiciones de higiene en la
cocina; insumos suficientes para la alimentación de los internos; ausencia
de sobornos; ausencia de funciones de autoridad por parte de las personas
privadas de su libertad, y mecanismos de atención para personas indíge-
nas, seropositivas y con discapacidad. Sin embargo, ese mismo documento
indica que esta cárcel cuenta con problemas de sobrepoblación; hacina-
miento; deficiente separación entre hombres y mujeres; servicios de salud
insuficientes e inadecuados; falta de espacios de capacitación y oportuni-
dades de empleo, y una inadecuada atención a las necesidades de las mu-
jeres. La calificación de esta cárcel distrital es de 6.42 en una escala en la
que el 10 es la calificación máxima.
Las condiciones inadecuadas en las que se encuentran las mujeres
privadas de su libertad, en esta cárcel fueron evidentes durante las sesio-
nes de observación. Algunas celdas, con capacidad para tres internas, al-
bergaban a nueve: No hay áreas adecuadas para que las madres puedan
vivir con sus hijos o hijas; no existen oportunidades laborales y los pocos

* Universidad Autónoma de Baja California, Facultad de Ciencias Humanas.

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Instituciones y vidas precarias como urgencias sociales

cursos de capacitación que se imparten son en manualidades, mientras


que los varones reciben cursos de capacitación en panadería, carpintería,
repujado y otras labores mejor remuneradas en el mercado.
Aunado a lo anterior, las mujeres reciben menos visitas y se encuen-
tran alejadas de sus hijos, ya sea porque la familia no considera adecuado
que estén en contacto con ellas o porque los familiares —casi siempre
mujeres— que se hacen cargo de ellos, no pueden descuidar sus ocupa-
ciones laborales —que les sirven para sostener a esos menores— para
acudir a la visita.
Con respecto a la salud, las mujeres no cuentan con recursos para
atender padecimientos crónicos o problemas de salud mental, pues el ser-
vicio médico no siempre provee los medicamentos que estas mujeres ne-
cesitan, y en la cárcel no hay psicólogos ni psiquiatras. Su salud sexual y
reproductiva también es una dimensión descuidada ya que, aunque cuen-
tan con acceso a información y métodos anticonceptivos, sus parejas no
aceptan el uso del preservativo, lo cual las lleva a ellas a aceptar las relacio-
nes sexuales sin protección, con tal de no perder al que, en muchas oca-
siones, es el único vínculo de apoyo tanto económico como afectivo, tanto
dentro como fuera de la cárcel.
Si bien en la investigación se detectaron diversas formas de violencias,
padecidas por las mujeres privadas de su libertad, —antes de la cárcel y
durante su estancia en ésta— en este trabajo solamente abordaremos el
chisme, como forma de violencia simbólica que fue claramente identifica-
da, tanto por las mujeres como por las mismas autoridades penitenciarias,
como un problema importante al interior de esta cárcel en particular.

El chisme como forma de violencia simbólica

Lagarde (2005) define el chisme como “…un espacio cultural de las mu-
jeres, se da entre ellas y su finalidad es influir en el curso de los aconteci-
mientos mediante el poder de la palabra” (p. 348). Lo describe como es-
pacio de destrucción y construcción a la vez, pues a través del chisme se
sanciona y se desacredita, pero también se construye y se empatiza. El
chisme separa a las mujeres, pero también las une, las angustia y las di-
vierte; tiene el potencial de convertirse en una prisión adicional o en el
único espacio desde el cual reconstruirse como individuo.
De acuerdo con Regueyra (2001) en la cárcel, el lenguaje no verbal

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Ya no hay en quien confíes

“…adquiere una particular relevancia en la búsqueda de control del en-


torno y la creación de certidumbre. Cómo me denomino, cómo me lla-
man y cómo nombro a los demás me da una posición en las relaciones”
(p.4). En el centro del chisme se encuentra, por supuesto, la sexualidad,
pues al ser éste el núcleo desde el cual se define a la mujer, el chisme se
convierte en el breve espacio desde el cual es posible recrear el poder pa-
triarcal, mas no cuestionarlo. El chisme nos instruye acerca de las con-
ductas sexuales que son adecuadas y, a través de él, se castiga con el des-
crédito a aquellas mujeres que actúan de modo inaceptable. El chismear
en la cárcel, para las mujeres, puede ser una forma de recobrar un poco
del poder que desde afuera les ha sido arrebatado, de establecer alianzas
con las cuales luchar en contra de la soledad, y de agredir a otros sin ser
acusada de alterar demasiado el orden de la cárcel. Al sistema carcelario,
el chisme le sirve como distractor y sedante.
Algo que es importante mencionar, es que, si bien el chisme es una
práctica vinculada a las mujeres, también es común encontrarla en hom-
bres. Una de las internas, refiriéndose a las relaciones de pareja que se
establecen entre internos e internas de la cárcel, indicó que: “¡Es parejo!
[el chisme], todos por igual se meten y hablan. Luego pienso que son
peores los hombres, porque están ahí con él [su pareja] y nomás le están
calentando la cabeza contra de una, para molestar, por envidiosos”.
El chisme es un espacio que proporciona la oportunidad de actuar
por el poder que nos da el poseer una información confidencial o inven-
tarla. El espacio de poder que nos proporciona el chisme nos distrae de la
posibilidad de analizar dinámicas de poder de consecuencias mucho más
decisivas para la vida de las mujeres. Es por eso que el chisme es un me-
canismo de control al servicio del orden patriarcal, que, como muchos
otros, no requiere de vigilancia ni refuerzo por parte de nadie, ya que las
víctimas siempre estarán motivadas e involucradas en su reproducción.
El chisme entonces cumple la función de entretener a las mujeres en
un constante juego de hacer y deshacer reputaciones, en el cual, indepen-
dientemente de que ganen o pierdan, su posición ante el poder patriarcal
será siempre la misma: sometidas, absortas en un espejismo y muy lejos
de aquellos espacios en los que el verdadero poder se negocia. Los senti-
mientos regulan nuestra vida social pues modulan las relaciones que es-
tablecemos con los sujetos de nuestro entorno. Nunca percibimos a los
demás con estricto apego a la realidad pues siempre se interpondrán nues-
tras interpretaciones y juicios de valor. Proyectamos aquello que creemos

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Instituciones y vidas precarias como urgencias sociales

sobre lo que vemos. Distorsionamos al individuo y terminamos relacio-


nándonos con esa imagen que de él hemos hecho. Esa imagen no siempre
es cercana a lo que esa persona realmente es. Somos víctimas de la ilusión
de objetividad. Es en el medio de estas construcciones subjetivas que se
gestan las relaciones de amor y odio. El vínculo con aquello que odiamos
es aún más poderoso que con aquello que amamos, pues lo odiado ame-
naza una parte de nuestra integridad como sujetos, desafiando aquello
que consideramos justo, normal o adecuado. Pero el odio rara vez se que-
da a nivel de sentimiento personal. El odio suele convertirse en agresión
hacia ese alguien a quien se rechaza. Esta agresión no siempre se traduce
en enfrentamientos directos (Castilla del Pino, 2002).
Al chismear manipulamos a los demás. El chisme es tomado como
información verídica, aunque en general sabemos que las historias que se
cuentan tienen una parte de ficción, omisión o magnificación. Muchos
de estos rumores tienen el objetivo de desvalorizar a las mujeres (por en-
vidia, rivalidad o venganza), y esta finalidad casi siempre se cumple pues
la imagen de las mujeres, al interior del sistema patriarcal, siempre será
un elemento muy frágil. Las mujeres llevan a cuestas un mandato de per-
fección difícil de cumplir, pues no sólo deben mantener una conducta
apegada a la moral, sino también deben evitar estar en boca de todos, es
decir, que se hagan chismes en los cuales se pongan en duda sus virtudes
(Lagarde, 2005).
Corres (2010) habla de las mujeres en el patriarcado como cuerpos
que pueden poseerse, ocuparse y marcarse. De esta forma miran los
hombres a las mujeres, las mujeres a otras mujeres y ellas a sí mismas.
Habla de la desnudez femenina como un estado de indefensión en el cual
su intimidad queda expuesta y bajo control del otro. El chisme expone,
vulnera y agrede. Es por esto que resulta importante entender al chisme
como un acto en apariencia lúdico, que detrás de su fachada, explícita-
mente frívola y recreativa, esconde al odio que lo genera.
El odio, de acuerdo con Castilla del Pino (2002) “…es una relación
virtual con una persona y con la imagen de una persona a la que se desea
destruir, por uno mismo, por otros o por circunstancias tales que deriven
en la destrucción que se anhela” (p. 25). Y continúa hablándonos del tra-
bajo del odio, el cual consiste precisamente en toda la serie de secuencias
que van desde el deseo de destrucción a la destrucción en forma de ac-
ciones varias, desde la estrictamente material del objeto hasta la de la
imagen, lo que, usando una terminología antigua, sería su destrucción

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Ya no hay en quien confíes

espiritual, pero que en realidad es de su imagen social (Castilla del Pino,


2002)
La desnudez, entonces, se proyecta hacia la dimensión social, colo-
cándose en el espacio de la intersubjetividad, pues cuando se habla de la
vida privada de alguien se le expone dejándole vulnerable a la difamación
y el rechazo. De acuerdo con Castilla del Pino (2002), si no podemos des-
truir físicamente al objeto de nuestro odio, al menos podemos contribuir
a su menoscabo social. La difamación, la calumnia y la crítica destructiva
son formas de agresión menos comprometedoras para quien las emite,
pues se hacen pasar como reacciones de justa incomodidad ante la con-
ducta inadecuada de aquél que es protagonista del chisme o, en su defec-
to, se presenta al chisme como un intercambio verbal inocente, sin más
objetivo que el de proporcionar un rato de esparcimiento a quienes parti-
cipan de él, ocultando de esta manera la naturaleza violenta de este acto.
Este menoscabo social y emocional que el chisme genera en la perso-
na afectada es aún mayor en la cárcel, pues el hacinamiento, la vigilancia
y la precariedad de los espacios hacen que la privacidad desaparezca. Las
mujeres privadas de su libertad se encuentran totalmente expuestas a la
invasión y a la crítica, primero por ser mujeres y segundo por encontrar-
se en un espacio de control, vigilancia e imposición disciplinaria constan-
tes. En muchas ocasiones, las mayores agresiones en este sentido no vienen
de las autoridades sino de las colegas de infortunio, aquellas que se encuen-
tran en la misma situación, padeciendo la misma rutina y acomodándose
en los mismos espacios. En este caso, el objeto odiado es parte del mundo
de aquél que odia, y el odio crece a la par que crece la frustración por no
poder destruir ni alejar al objeto. Quien odia se siente ofendido con la
sola presencia del odiado, pues ésta le recuerda la impotencia de encon-
trarse atrapado en un problema sin solución: no puede vivir con el objeto
de su odio, pero tampoco sin él pues se encuentra condenado a compartir
espacios íntimos con él (Castilla del Pino, 2002). Goffman (2008) explica
estas actitudes de la siguiente forma:

Mantenga o no una estrecha alianza con sus iguales, el individuo estigmati-


zado puede revelar una ambivalencia de la identidad cuando ve de cerca a
los suyos comportarse de manera estereotipada, poner de manifiesto en for-
ma extravagante o lastimosa los atributos negativos que se le imputan. Estas
escenas pueden repugnarlo, ya que, después de todo, apoya las normas del
resto de la sociedad, pero su identificación social y psicológica con estos

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Instituciones y vidas precarias como urgencias sociales

transgresores lo mantiene unido a lo que rechaza, transformando la repul-


sión en vergüenza, y luego la vergüenza en algo de lo cual se siente avergon-
zado. En síntesis: no puede ni aceptar a su grupo ni abandonarlo (p. 138).

Los individuos estigmatizados tienen un código de conducta que suele


ser más rígido que aquél que sigue el resto de la sociedad. Estos códigos
integran toda una política de conductas y actitudes que se esperan de
aquellos individuos de acuerdo a la categoría a la cual pertenecen. Son
recetas que deben seguirse cada vez que el estigmatizado es observado por
los demás. Esta adhesión estricta a las normas de conducta suele llevar al
individuo que las reproduce a convertirse en un crítico de la escena so-
cial, un observador estricto de la conducta de los demás, pues finalmen-
te, el estigma no es más que un papel social, no la totalidad del individuo.
Esto quiere decir que el hecho de que otros lo juzguen y rechacen no im-
plica necesariamente que el individuo dejará de hacer lo mismo con otros
que sean estigmatizados por otra razón (Goffman, 2008).
Si bien el chisme se explica como una construcción de género que pre-
cede a la experiencia de la cárcel en estas mujeres, son las mismas condi-
ciones carcelarias las que nos explican el hecho de que el chisme sea un
fenómeno mucho más desgastante de lo que lo es fuera de la cárcel.
El hacinamiento es un factor decisivo. Goffman (1959) nos explica que
todas las personas contamos con lo que él llama una “región anterior” y
una “posterior”. La primera comprende el espacio en el cual se acomoda
la imagen que manejamos cuando estamos en presencia de los demás,
mientras que la segunda es aquel espacio que ocupamos cuando estamos
a solas, fuera de la mirada inquisidora de nuestro público. Es en este
espacio que podemos ser nosotros mismos, analizar nuestra propia con-
ducta y descansar de la tensión que nos ocasiona la exposición a la que
constantemente nos sometemos. Entonces, el balance entre la región an-
terior y la posterior es necesario para toda la gente. En el caso de las mu-
jeres privadas de su libertad, este espacio de indispensable privacidad no
existe. Están expuestas todo el tiempo, incluso cuando utilizan la regade-
ra y la cubeta que por las noches hace las veces de inodoro. Su vida sexual
y emocional también transcurre ante la mirada de todos. Sus estados de
ánimo son del dominio público. Están obligadas a convivir constantemen-
te y sin descanso con gente con la que no desean estar. Esa misma interna
que las agrede puede ocupar una cama en la misma trinaria que ella.
Y aunque no sea así, comparten un espacio muy reducido todo el tiempo.

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Ya no hay en quien confíes

El hacinamiento y la vigilancia son las causantes de que ellas vivan así.


Ellas saben demasiado de las demás y las otras saben demasiado de ellas.
Esto incomoda, desgasta, enoja y desespera.
A esto le agregamos la presión constante por brindar una cierta ima-
gen hacia las autoridades y sus familiares, porque su imagen se encuentra
deteriorada de antemano y porque su destino se encuentra en manos de
esas personas que las vigilan constantemente.
Son parte de un grupo que ellas mismas desprecian, el grupo de las
presas, de las delincuentes, de las que no merecen nada. Lo único que les
queda es aprovechar cada interacción para intentar mejorar esa imagen
que se tiene de ellas, para modificar favorablemente el trato que los otros
les dan, para lograr un poco de consideración. Para esto es necesario pre-
servar un cierto comportamiento apegado a los valores socialmente acep-
tados. Es por esto que genera tanto enojo la conducta inapropiada de
ciertas internas que parecen no estar interesadas en ganarse la aproba-
ción de las autoridades. Esas mujeres también son mujeres privadas de su
libertad, y cuando dejan de conducirse como buenas mujeres no sólo afec-
tan su imagen, sino también la de todas las demás internas, pues aquella
rebelde será la confirmación al estigma que todas cargan (Goffman, 1959).
El chisme desgasta identidades, las expone y distorsiona, producien-
do angustia e incomodidad a las víctimas de rumores. El chisme es, en-
tonces, un acto de violencia emocional. La violencia emocional o psico-
lógica se define en la Ley General de Acceso de las Mujeres a Una vida
Libre de Violencia (2009) como: “…cualquier acto u omisión que dañe la
estabilidad psicológica…” (p. 3). Se mencionan los insultos, las humilla-
ciones, la devaluación, la indiferencia, las comparaciones destructivas y
el rechazo, como acciones violentadoras de la estabilidad emocional, ya
que “conllevan a la víctima a la depresión, al aislamiento, a la devaluación
de su autoestima e incluso al suicidio” (p. 3). El chisme también entra en la
categoría de violencia en la comunidad, la cual se encuentra descrita en
la misma ley anteriormente mencionada. Ahí queda descrita como: “Ac-
tos individuales o colectivos que transgreden derechos fundamentales de
las mujeres y propician su denigración, discriminación, marginación o
exclusión en el ámbito público” (2009, p. 6).
Reifler (1986), quien realizó una investigación en la comunidad de
Zinacantán, Chiapas, en torno al tema del humor ritual, nos dice que el
objetivo de la exposición lúdica ante los demás es el de contrastar, sancio-
nar, aleccionar y reafirmar. Sancionar con el ridículo a todos aquellos que

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se atrevan a contrariar las reglas morales del grupo, contrastar las conduc-
tas adecuadas y las inadecuadas; brindar una lección de buenas costum-
bres a todos aquellos que requieran de un recordatorio y reafirmar la im-
portancia y vigencia del código ético imperante. Las mujeres son blanco
por excelencia de esta práctica porque son ellas las depositarias de los
valores morales comunitarios, así que se les ridiculiza y expone, sea per-
sonal o genéricamente, en pos de reafirmar el control que se tiene sobre
ellas y sus acciones.
Esto explica que a través del chisme se toquen temas que no se pue-
den hablar abiertamente, como es el caso de la sexualidad. Al inventar un
chisme acerca de una persona se toca su reputación, y esto en muchas oca-
siones modifica la forma en la que es tratada por el resto de la gente. En
los chismes que giran en torno al tema del cuerpo y la sexualidad, siem-
pre las mujeres son las que llevan la peor parte, pues la doble moral sigue
imperando en nuestra ideología. A consecuencia de esto, ellas tratan de
regular su conducta y la de otras, de tal manera que puedan evitar ser víc-
timas del chisme o, al menos, minimizar sus efectos (Vázquez y Chávez,
2008).
No resulta difícil percatarse de que el chisme es violencia en el plano
emocional y psicológico. Una violencia que se ejerce en un nivel micro-
social, es decir, entre familiares, amigas, vecinas y colegas. Una violencia
que destruye reputaciones y provoca sufrimiento, aislamiento y humilla-
ción a quien la padece. El chisme es una forma de violencia que se ejerce
en un plano más amplio que los espacios micro sociales, una violencia
que abarca esos espacios privados, los atraviesa y los trasciende. Aquí me
estoy refiriendo al plano de la violencia simbólica.
A un nivel de violencia aplicada en lo microsocial, se desgasta el con-
texto inmediato de aquella persona en torno a la cual se teje el rumor, se
perjudica su imagen ante la comunidad cercana y ante aquellos que com-
ponen su círculo de amistades y familiares. Los vínculos afectivos pue-
den verse comprometidos ocasionando desencuentros, malos entendidos
o separaciones. Podemos decir que, a este nivel, la violencia está en el
contenido de los chismes.
Pero a un nivel macro, la violencia está en la existencia misma del fe-
nómeno del chisme, independientemente de su contenido. A este nivel,
podemos hablar de una violencia simbólica, pues se trata de una violencia
que es reproducida de maneras inconscientes y automáticas, por aque-
llas que son, a la vez, víctimas y victimarias. Y estamos entonces ante un

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círculo vicioso cuyo motor está en las inclinaciones, aparentemente natu-


rales y espontáneas, que las mujeres tienden a poner en marcha una y
otra vez. El producto final es la enajenación, el confinamiento de las mu-
jeres al espacio de lo privado, de la preservación de la moral sexual, de la
obsesión por los afectos, de la rivalidad entre congéneres, del diálogo in-
fravalorado y del desinterés por aquellos espacios de discusión en los
cuales se negocia el poder a mayor escala.
Cuando Bourdieu (2000) habla de la violencia simbólica generada y
recreada bajo la sombra de una visión androcéntrica, nos dice que: “está
continuamente legitimada por las mismas prácticas que determina” (p. 48).
Agrega que: “Debido a que sus disposiciones son el producto de la asimi-
lación del prejuicio desfavorable contra lo femenino que está inscrito en
el orden de las cosas, las mujeres no tienen más salida que confirmar
constantemente este prejuicio”. Las mujeres, cuando chismean destructi-
vamente, saben que están amenazando la integridad social y emocional de
aquella o aquel de quien hablan, son concientes de eso. Pero lo que igno-
ran, es que están reproduciendo la violencia simbólica que al final, nos
termina perjudicando a todas, pues reafirma la desvalorización de nues-
tros diálogos como rumores maliciosos sin importancia, a través de los
cuales se mantiene nuestra fe en la moral dominante y se desgasta la po-
sibilidad de vínculos de sororidad entre nosotras.
En una sociedad de doble moral las relaciones personales requieren
del secreto para mantenerse. Los rumores vienen a descubrir ese lado os-
curo, lo que sucede en silencio, a escondidas del mundo, son una denun-
cia, la evidencia de realidades paralelas, distintas a la oficial. Al chismear
tenemos la experiencia mágica de cambiar la realidad y ejercemos un po-
der propio del género femenino, pues, aunque los hombres también lo
hagan, sus indiscreciones serán entendidas como simples conversaciones
o intercambios de información inofensivos, mientras que en las mujeres
siempre se calificará como “comadreo” o “chismorreo”, por el simple hecho
de ser mujeres las que se comunican (Lagarde, 2005).
Podemos concluir con esto que el chisme es una manifestación de
misoginia patriarcal cuya actuación se encuentra vinculada a las mujeres.
Luego entonces, no sólo está destinado a agredir a aquella mujer que pro-
tagonice el rumor, sino a todas las mujeres porque el simple hecho de
pertenecer a un género las hace chismosas ante los ojos de ellas mismas y
de los demás, de esta manera se logra la concreción del ciclo destructivo
que el chisme tiene como arma al servicio del sistema androcéntrico. Al

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ser un acto destructivo, resulta necesario entender y analizar las razones


que hacen que la práctica del chisme se siga manteniendo entre las mis-
mas mujeres que lo padecen. Y aquí es donde entra el elemento poder,
pieza clave de la enorme maquinaria patriarcal.
El chisme crea espacios de poder, pero se trata de un poder ilusorio,
limitado y desvalorizado. Es el poder propio de aquellas que no tienen
poder. De acuerdo con Bourdieu (2000).

Al estar simbólicamente destinadas a la resignación y a la discreción, las


mujeres sólo pueden ejercer algún poder dirigiendo contra el fuerte su pro-
pia fuerza o accediendo a difuminarse… incapaces de subvertir la relación
de dominación, tienen por efecto, al menos, confirmar la imagen dominante
de las mujeres como seres maléficos, cuya identidad, completamente nega-
tiva, está constituida esencialmente por prohibiciones, muy adecuadas para
producir otras tantas ocasiones de transgresión (p. 47).

Aunque el chisme se define en esencia como una indiscreción, mirán­


dolo a la luz del concepto de violencia simbólica, podemos entenderlo
también como una forma de autodifuminación, de acomodación en la
invisibilidad y de reafirmación de estereotipos. Todo esto sucede cuando
emitimos informaciones, sean éstas verídicas o inventadas, que perjudican
a otra mujer, que crean rivalidades, que aleccionan en moral, que sancio-
nan y que lastiman, pues nos colocamos en el espacio de la maldad, la
mentira y la manipulación. Igualmente, el hecho de calificar como chis-
morreo al diálogo entre mujeres es contribuir al menosprecio de nuestra
potencial sororidad, de nuestra necesidad de escuchar, de cuestionar, de
compartir y aprender de aquellos temas que para nosotras son de vital
importancia. El chisme es pues desvalorizado por ser considerado asunto
de seres inferiores: las mujeres, y por girar en torno a temas considerados
de poca importancia (asuntos de mujeres).
El chisme implica una cierta habilidad en el manejo del tiempo. Al
respecto, Corres (2010) nos habla del tiempo como un elemento cuyo do-
minio es predominantemente femenino, ya que nuestra socialización se
enfoca hacia una memorización eficaz de datos, fechas y rostros; la agudi-
zación del lenguaje verbal y el desarrollo de un marcado interés hacia todo
lo que tiene que ver con las relaciones personales y los afectos. Igualmen-
te, nos habla de la condición femenina como alteridad desde la cual es
posible generar cuestionamientos, desafiar dogmas y afirmar la diferencia.

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Lagarde (2005) nos dice que los chismes tienen el poder de trascen-
der el tiempo, pues transforman el pasado, alteran el presente e inciden
en el futuro. El chisme se caracteriza por ser uno de los pocos poderes que
tienen quienes no tienen poder sobre aspectos tales como la economía, la
política y la historia. El chisme, entonces, es el poder privado de aquéllas
que son impotentes en el espacio público. Esta impotencia se manifiesta
como desinterés en estos temas que se sienten como ajenos, desconoci-
dos y poco interesantes. El tema de los chismes gira siempre en torno a la
vida privada, incluso cuando se habla de figuras públicas. Se habla de las
parejas, los hijos, el amor, el desamor, la sexualidad, los celos, los naci-
mientos, las muertes; pero, sobre todo, se habla de los hombres, porque
ellos son objetivo vital de las mujeres. Los hombres son a quienes amamos,
quienes nos “complementan” y quienes tienen poder sobre nosotras, es
por eso que las historias que contamos, casi siempre giran en torno a las
relaciones que sostenemos con ellos. El chisme es valioso como posesión
social pues modifica realidades, es acción política, y esto es mucho para
quienes se definen a partir de la pobreza, de ahí la necesidad y gusto por
chismear.
La autora nos dice que el chisme siempre trata de asuntos concretos,
comunes y cotidianos y que se da en el marco de una relación pedagógica
y maternal entre mujeres. Sirve para obtener aprendizajes éticos y como
medio de opresión, pues a través de los chismes se sanciona, desacredita,
ridiculiza y aísla a las personas de las cuales se habla. No es casualidad
que sean las mujeres las encargadas de chismear y tampoco lo es que sus
chismes giren en torno a las relaciones interpersonales, la moral, los afec-
tos y el deber ser. Según Bourdieu (2000), el mundo social funciona como
un “mercado de bienes simbólicos dominado por la visión masculina”
(p. 122). Es decir, los seres humanos miramos e interpretamos nuestro
entorno a la luz de valores y categorías impuestas por el patriarcado, y las
mujeres, como seres subordinados dentro del sistema, no sólo miramos a
otros y otras, sino que también somos constantemente miradas e inter-
pretadas a través de estas mismas estructuras ideológicas, pues desde las
posiciones de dominación patriarcal se nos impone la constante vigilancia
que sanciona, prohíbe, limita, exige y juzga.

Al estar las mujeres colocadas en esta posición de seres continua­mente ob-


servados, introyectamos la costumbre de observarnos a nosotras mismas y
hacer lo mismo con quienes nos rodean. Al mirar a los demás, aplicamos los

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Instituciones y vidas precarias como urgencias sociales

códigos de conducta propios de la cultura patriarcal al interior de la cual


hemos sido socializadas. Es decir, juzgamos e interpretamos la conducta de
los otros en función de un sistema de valores permeado por el sexismo, y es
esta valoración sexista la que indica que sean las mujeres las encargadas de
todo aquello que tiene que ver con la estética, la imagen y la gestión de las
apariencias sociales (Bourdieu, 2000). Y es a través del chisme que esto se
lleva a cabo. Miramos a las demás y sabemos que ellas nos miran a noso-
tros. Sabemos que nuestra conducta será juzgada de la misma forma en la
que nosotros evaluamos la suya y por esto adoptamos diversas medidas para
lidiar con esa mirada: mantenemos un perfil bajo limitando aquello que
mostramos a los demás; mantenemos, al menos en apariencia, la conducta
que sabemos es la que se considera adecuada; hablamos de nosotras mismas
esperando crear un rumor que nos favorezca o creamos un chisme buscan-
do desacreditar a aquella persona que habló negativamente de nosotros. Al
final, la misión es la misma: mantener lo más intacta posible la imagen ante
los demás, aunque sabemos de antemano que esto es un objetivo casi impo-
sible de cumplir a la perfección (Bourdieu, 200, p. ).

Corresponde a las mujeres pues, el mantenimiento de la belleza, la


belleza física y la moral. Estamos obligadas a vigilar el cumplimiento de
aquellos valores que tenemos prohibido cuestionar. Nos vigilamos a no-
sotras mismas y vigilamos a los demás, en un ejercicio constante de juzgar
las conductas a la luz de lo que hemos aprendido que debe o no debe ser.
Nos dedicamos a la imposible tarea de perseguir la honorabilidad perfecta
en un mundo en el que las mujeres están marcadas por la constante ame-
naza de la transgresión.
Además de la estética, a las mujeres nos corresponde el mundo priva-
do de los afectos, las relaciones interpersonales, la memoria, lo subjetivo,
lo inmediato. Es por esto que no resulta casual que los chismes de muje-
res traten una y otra vez de los mismos temas: los encuentros, los aban-
donos, las ilusiones, las decepciones, las esperanzas, los recuerdos, los
miedos, la familia, ellas mismas, la pareja, la sexualidad, el amor. Todo
esto permeado siempre por el deber ser, de acuerdo al género, la clase
social, la situación y el poder que se les atribuye a los protagonistas del
rumor.
Cuando habla de dominación, instituciones y poder patriarcal, Bour-
dieu (2000) se hace una pregunta: “¿El amor es una excepción, la única,
pero de primera magnitud, a la ley de la dominación masculina, una sus-

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Ya no hay en quien confíes

pensión de la violencia simbólica, o la forma suprema, por ser la más su-


til, la más invisible, de esa violencia?” (p. 133). Bourdieu nos dice que no,
que el amor no escapa al poder y Lagarde (2001) va más allá diciendo que
el amor, cuando se vive del modo occidental convencional, es un ejercicio
de poder en el cual se somete a las mujeres en nombre del más valorado
de todos los sentimientos.
“El amor no es sólo una experiencia posible, es la experiencia que nos
define” (Lagarde, 2001, p. 12). De acuerdo con Marcela Lagarde, las mu-
jeres modernas, cuando hacemos conciencia de nuestra posición subor-
dinada e intentamos la implementación de cambios, realizamos nuestras
gestiones en los espacios sociales, legales, culturales y políticos, pero rara
vez llevamos nuestros cuestionamientos al núcleo afectivo de nuestro ser.
El amor permanece tradicional, aunque todo lo demás haya cambiado.
Esto se debe a que el amor se encuentra en el centro de la identidad exis-
tencial de las mujeres, el amor nos define y da sentido a nuestra vida.
Con el amor existimos, para él somos y por él valemos.
Es así como la vivencia del amor se vuelve también una experiencia
de poder, ya que a más amor, más poder y viceversa. Es posible decir en-
tonces que el amor es fundamentalmente, en nuestra sociedad, una cues-
tión de política. Las mujeres construimos nuestra identidad en torno al
anhelo de recrear una situación amorosa ideal, que difícilmente llega a
cumplirse tal cual la imaginamos. Cada decepción nos genera un mayor
grado de ansiedad pues reaviva nuestro miedo más profundo: el miedo a
quedarnos solas, a no ser amadas, a estar incompletas, pues si no somos
para el otro entonces no somos nada. Este miedo a la soledad viene de
otro elemento que, al igual que el amor, nos define genéricamente: la
carencia.
Las mujeres carecemos de autoaceptación y es por esto que buscamos
la aprobación de los otros significativos. Nosotras sabemos que no tene-
mos y creemos que no merecemos tener. Ubicamos la causa de nuestras
carencias en nuestra propia incompletud sin siquiera cuestionarnos los
mecanismos sociales que nos han colocado en esa posición, pues irónica-
mente, el sistema nos mantiene ignorantes de la experiencia amorosa de
la cual tanto dependemos. Aprendemos a pensar en el amor como algo
espontáneo y puramente sentido, muy aparte de lo intelectual, y es por
esto que no consideramos atinado el cuestionarnos el amor. Insistimos
en sentirlo sin pensarlo, en mantenerlo alejado de nuestras conciencias, y
es por esto que los valores y creencias que se ciernen en torno a él quedan

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intactas, condenándonos a reproducir pautas de conducta obsoletas que


únicamente perpetúan nuestra propia opresión. Es así como las mujeres
invertimos buena parte de nuestro tiempo, esfuerzo, recursos y entusiasmo
en imaginar y perseguir el amor, pero sin deconstruir y negociar nunca
(Lagarde, 2001).
Esto se puede explicar también con el concepto de amor fati de Bour-
dieu (2000), que es amor al propio destino, a lo que se concibe como in-
evitable, que consiste en una inclinación a llevar a cabo la identidad que
se nos ha construido desde lo social y que a través de la socialización
hemos introyectado. Las mujeres estamos inclinadas a buscar el amor
ideal y vivir en torno a él, a ser para otros, menos para nosotras mismas.
Bartky (1994) nos dice que estas inclinaciones se encuentran en la base
de la opresión de las mujeres en el sistema patriarcal, pues en los cimientos
de la subordinación femenina se encuentra esta conciencia conquistada.
Las mujeres nos volvemos cómplices de nuestra propia opresión cuando
voluntariamente optamos por actuar a favor de ciertos intereses que rea-
firman nuestra posición como seres inferiores.
Necesitamos ser amadas, atendidas y deseadas para poder existir, y
en la carrera por conseguirlo, entramos en competencia con otras muje-
res que también desean lo mismo: el amor de ese otro que dará sentido a
nuestras vidas. Y aquí es donde entra el chisme, como una de las princi-
pales armas al servicio de la competencia femenina. Castilla del Pino
(2002) afirma que no odiamos a quien consideramos inferior, aunque al
hablar intentemos demostrar lo contrario. Ese alguien a quien odiamos
es aquél que creemos ha logrado lo que nosotros aún no conseguimos. Su
éxito es recordatorio constante de nuestra derrota. La presencia de esa
otra persona triunfadora, nos recuerda nuestras reales o imaginarias de-
ficiencias, y es por esto que la odiamos, porque nos recuerda aquello que
todas las mujeres hemos introyectado muy bien: que no somos lo sufi-
cientemente buenas. Nuestra construcción genérica nos convierte en se-
res incompletos y esa incompletud nos lleva al sentimiento de carencia y
es esta carencia la que nos lleva a odiar. Pero esto no es un fenómeno in-
dividual. El odio se aprende, aprendemos a competir y a odiar porque
uno de los preceptos patriarcales es el de enfrentar a las mujeres en una
eterna y desgastante competencia que nos divide, pues en el odio no cabe
la compasión, la consideración por el otro. Y esta empatía resulta necesa-
ria para construir sororidad feminista.
Pero el chisme, al igual que muchos otros elementos de nuestra vida

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social, es un fenómeno complejo en el cual es posible encontrar espacios


de posibilidades para las mujeres. La posibilidad de expresarse, de encon-
trarse y de reivindicarse a sí mismas. Lagarde (2005) no sólo habla del
chisme como un modo de violencia hacia las mujeres, pues también nos
recuerda que el chisme puede usarse como un recurso al servicio de la
diversión y la complicidad entre mujeres. En ocasiones, el chisme vincula
a mujeres desconocidas y fortalece la relación de aquellas que ya se cono-
cen, aunque sea por unos momentos. Generalmente, basta con que la otra
sea mujer para hacer de cualquier espacio, un espacio propicio para el
chisme. Por medio del chisme las mujeres se reivindican diferenciándose
de las demás, descargando culpas, creando empatía, pidiendo consejo o
encontrando escucha. Aunque no cabe duda que el chisme es un meca-
nismo de opresión, no siempre las opresiones se viven con sufrimiento,
pues muchas mujeres encuentran satisfacciones al cumplir con los idea-
les de género tradicionales.
El amor fati al amor, al chisme y al cumplimiento del ideal femenino
convencional es algo que encontramos plasmado en los discursos de las
mujeres de la cárcel municipal. Ellas hablaron de lo que para ellas es im-
portante. Y al hacerlo, mencionaron a sus hijos, sus padres y parejas. Se
describieron a ellas mismas como víctimas de las circunstancias, transgre-
soras arrepentidas y mujeres de lucha. Pero sobre todo mujeres concien-
tes de su papel de género, pues a pesar de cargar con el estigma del delito
por el cual se encuentran privadas de su libertad, se esfuerzan por mante-
ner unida a su familia, procurando a sus hijos, padres, hermanos y pare-
ja. Preocupándose u ocupándose de ellos, pensando en ellos, sintiendo
culpa por estarles causando tristezas, esperándolos, llamándoles, hacién-
dolos el centro de su vida y convirtiendo el vínculo que las une a ellos en
la razón de su existencia y la inspiración que las ayuda a soportar los días
en la cárcel.
Su subjetividad gira en torno al amor y al desamor. El amor a los hi-
jos, a los padres, a la familia, a la vida y a Dios, y el desamor de los hom-
bres, la sociedad, las autoridades y de ellas hacia sí mismas.
Las mujeres buscamos ser aceptadas por todos aquellos seres huma-
nos que nos rodean, pues el primer rechazo viene de nosotras mismas, es
por esto que buscamos suplir la carencia aferrándonos a la aceptación y
el amor de los otros (Lagarde, 2001). Entre las mujeres de la cárcel, es
posible encontrar muestras de afecto y amistad. A todas las unen los mis-
mos males: la soledad, el abandono, la injusticia, la culpa, el miedo y el

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Instituciones y vidas precarias como urgencias sociales

sufrimiento por los seres amados. La sororidad surge espontáneamente


en los momentos en que llega una nueva interna, cuando alguna se enfer-
ma, cuando llegan las malas noticias de los juzgados, cuando ocurren las
decepciones amorosas y cuando acaba la visita familiar de los sábados y
domingos. La sororidad se desgasta cuando empiezan los chismes. Cuan-
do las mujeres hablan de más traicionando la confianza de aquélla que les
habló en confidencia, ocasionando malos entendidos entre parejas, juz-
gando la conducta de otra mujer o degradando su imagen ante las demás.
Todo esto en cuanto a violencia psicológica se refiere.
La violencia simbólica la encontramos en el silencio. Es invisible pero
no por eso imposible de percibir. La hallamos entre líneas, justo en esos
espacios que se van dejando en blanco, entre una enunciación y la si-
guiente. Porque las mujeres hablan de todo lo perteneciente a su entorno
afectivo inmediato, pero no dicen nada acerca de la institución que las
acusa y condena. Desconocen la ley y dejan todo en manos de quienes
saben: sus abogados. Agradecen como favores o concesiones los servicios
que reciben sin saber que son apenas una débil muestra de lo que por
derecho les corresponde. El mismo abogado que ha dejado promesas sin
cumplir y que ha cobrado servicios que no se llevan a cabo es el que sigue
teniendo en sus manos sus casos. No lo cuestionan ni buscan a alguien
más. Asumen que la mala calidad en el servicio de los defensores es parte
de la condena que tienen que soportar y dejan que sus recursos legales se
pierdan por causa de abogados negligentes que se aprovechan de su igno-
rancia y desesperación. El servicio médico es deficiente y los servicios de
salud mental prácticamente no existen. Están concientes de su necesidad
de atención psicológica, pero saben que, por el hecho de estar en una cár-
cel municipal su acceso a este servicio es muy limitado.
Asimismo, tendrían derecho a tener fuentes laborales dignas y ade-
cuadamente remuneradas. Sin embargo, apenas si cuentan con una clase
de bordado al día y sus creaciones tienen que comercializarse a través de
sus familiares, ya que la cárcel municipal no cuenta con ningún tipo
de programa en el cual se promocionen sus productos o se brinde capaci-
tación en algún oficio de mayor demanda en la comunidad.
Las carencias en la atención, la capacitación, la educación y la aseso-
ría legal la viven como parte de la condena. Son delincuentes y por eso no
tienen derecho a nada, ni siquiera a quejarse. Deben sufrir, pues de esta
manera llegará el arrepentimiento y se extinguirá la motivación de trans-
gredir una siguiente vez. Y ante los escasos goces se sienten agradecidas,

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Ya no hay en quien confíes

pues los interpretan como dádivas voluntarias, como muestras de gene-


rosidad y compasión hacia ellas.
La mirada que dirigen a la institución es limitada. Limitada por el gé-
nero y la clase, ya que, como mujeres desprovistas de capital económico,
no cuentan con los suficientes recursos para discutir y negociar su posición
en un sistema ante el cual se encuentran tan vulnerables.
En el discurso de estas mujeres, es posible encontrar cuestionamien-
tos al estereotipo de género. Son capaces de identificar la violencia como
tal y de defenderse de ella denunciando o protestando. Se atreven a amar
a otras mujeres y reconocer en sí mismas una preferencia sexual distinta a
la convencional. Buscan la satisfacción en sus relaciones amorosas, ex-
presando deseos y poniendo límites. Hablan abiertamente de la sexuali-
dad. Viven la maternidad como elección de vida y no como mandato a
cumplir. Se niegan a considerar su discapacidad como amenaza a su in-
dependencia y procuran su bienestar haciendo deporte, bailando, enamo-
rándose, leyendo, comiendo, cuidando de su apariencia y manteniendo
intacta su fe en Dios.
Pero este mismo ánimo de cuestionar no podemos encontrarlo cuan-
do se habla de la institución que las tiene prisioneras. La cárcel irrumpió
en su vida drásticamente, la cambió afectando lo que para ellas es más
importante: sus afectos. Las sacó del mundo para colocarlas tras las rejas
en espacios limitados que comparten con gente desconocida. La cárcel
les quitó la libertad y les arrebata de a poco lo más valioso que un ser
humano puede tener: los días de su vida. La cárcel hace todo eso y más,
pero no cuestionan su posición en ella, la negligencia de las autoridades,
la deficiencia en los servicios y la total carencia de oportunidades educa-
tivas y laborales tan indiscutiblemente necesarias cuando hablamos de
rehabilitación. No lo hacen porque, en muchas ocasiones, la pobreza, vio­
lencia y abandono que viven en la cárcel no son más que la perpetuación
de las pobrezas, las violencias y los abandonos a los que estas mujeres
han tenido que sobrevivir toda su vida. Hay ocasiones en las que, incluso,
la escasa atención que reciben en su cautiverio rebasa por mucho la que
tenían antes de ingresar a la cárcel. Tal es el caso de aquellas mujeres
que en la cárcel han venido a conocer el privilegio que es tener un techo en
donde pasar la noche; la amistad de otras mujeres; desayuno, comida y
cena todos los días; un espacio donde asearse y atención médica. O, como
en el caso de Jacinta, un lugar seguro en el cual poder vivir sin la amenaza
constante de la violencia intrafamiliar.

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Instituciones y vidas precarias como urgencias sociales

El cautiverio de la cárcel las priva de la libertad de tránsito, pero ésta


es tan sólo una de las muchas libertades que, a todas estas mujeres desca-
pitalizadas y de baja escolaridad, se les han negado desde siempre. Si bien
resulta muy importante mencionar y reconocer como valiosos los avan-
ces que estas mujeres están realizando en sus espacios más inmediatos, es
igualmente necesario destacar que esta toma de conciencia está aún lejos
de poder considerarse una emancipación total. A decir de Bourdieu (2000),

… si bien la unidad doméstica es uno de los lugares en los que la domina-


ción masculina se manifiesta de manera más indiscutible y más visible, el
principio de la perpetuación de las relaciones de fuerza materiales y simbó-
licas que allí se ejercen se sitúa en lo esencial fuera de esta unidad, en unas
instancias como la iglesia, la escuela o el Estado y en sus acciones propia-
mente políticas, manifiestas u ocultas, oficiales u oficiosas (p. 140).

Estas mujeres han sido capaces de negarse a cumplir algunos de los


mandatos que les han sido impuestos por el hecho de pertenecer a un
género específico. Esto les ha procurado un cierto nivel de bienestar y
autonomía, pero sus cuestionamientos aún no alcanzan niveles trastoca-
dores pues aún no tocan los espacios en los cuales se negocia el poder
institucional. Porque, en palabras de Bourdieu (2000):

solo una acción política que tome realmente en consideración todos los
efectos de dominación que se ejercen a través de la complicidad objetiva en-
tre las estructuras asimiladas y las estructuras de las grandes instituciones
en las que se realiza y se reproduce no sólo el orden masculino, sino también
todo el orden social podrá, sin duda a largo plazo, y amparándose en las
contradicciones inherentes a los diferentes mecanismos o instituciones im-
plicados, contribuir a la extinción progresiva de la dominación masculina.

La educación de las mujeres es un buen ejemplo de esto. Muchas de


las mujeres privadas de su libertad son analfabetas, y las que, sí fueron a
la escuela, apenas si llegaron a los niveles básicos. Si miramos este fenó-
meno sin ánimos de analizar demasiado, resulta fácil decir que toda la
responsabilidad se ubica en las mismas mujeres que se niegan a hacer uso
de los recursos educativos que el Estado pone a su disposición de manera
gratuita. En ninguna escuela pública del país existe ninguna regla que
niegue la entrada a las mujeres por el hecho de ser mujeres, luego enton-

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Ya no hay en quien confíes

ces, si ellas no estudian, es porque en realidad se niegan a superarse. Este


planteamiento, invisibiliza una realidad mucho más compleja de lo que
parece. Las mujeres, al ser construidas como seres para los otros, nos ha-
cemos a un lado para colocar en el centro de nuestras vidas las necesida-
des de los demás, de nuestros otros significativos.
De esta manera, no sólo desatendemos nuestros propios deseos, sino
que incluso, llegamos a olvidarnos completamente de ellos, amalgamán-
dolos con los deseos de los otros y convirtiendo las relaciones, en sí mis-
mas, en objetivos de vida. No resulta entonces casual que a las mujeres
nadie tenga necesidad de prohibirles el ir a la escuela. Ellas mismas se
negarán a hacerlo con gusto, para atender sus obligaciones naturales de
entrega y cuidado a los otros. Esos otros a los que se sentiría culpable
de abandonar para atenderse a sí misma. Aunque esto se vive, una y otra
vez, en el ámbito de lo privado, en realidad es un problema que tendría que
nombrarse, analizarse y atenderse desde lo público, pues el hecho de
que las mujeres renunciemos a la educación debilita nuestra posición po-
lítica. En palabras de Lagarde (1996) “La ausencia de las mujeres en las
aulas, resultado de la domesticidad de su condición tradicional y la enor-
me deserción estudiantil de mujeres que sí arribaron a la escuela, son res-
ponsabilidad de las políticas públicas educativas” (p. 149). El ausentismo
y la deserción son construcciones sociales patriarcales. El hecho de que
las mujeres no incluyan al estudio dentro de sus necesidades vitales es
problema de todas, pues lo que debilita a una dentro del sistema de opre-
sión patriarcal nos debilita a todas como grupo.

Metodología

Este trabajo se llevó a cabo desde la antropología feminista, la cual es


descrita por Castañeda (2006) como una ciencia especializada en la des-
cripción y análisis de la experiencia y la subjetividad de las mujeres.
Asimismo, la autora nos describe algunas de las características más im-
portantes de su metodología, la cual coloca el énfasis en las mujeres como
participantes y protagonistas, con el objetivo de seleccionar temáticas
surgidas de las inquietudes de las propias mujeres, visibilizar las condi-
ciones de desigualdad vinculadas a cuestiones de género y denunciar los
actos de violencia que de manera sistemática se dirigen a las mujeres. El
método aplicado fue el etnográfico.

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Instituciones y vidas precarias como urgencias sociales

El trabajo de campo se llevó a cabo entre los meses de febrero y sep-


tiembre del 2011, en una cárcel distrital ubicada en un municipio de la
zona céntrica de México. Durante la primera etapa del trabajo de campo,
se llevó a cabo un taller en el que se abordaron los siguientes temas: ma-
ternidad, salud sexual y ansiedad. Los temas fueron sugeridos por las in-
ternas y el objetivo del taller fue el de construir empatía con la inves­
tigadora.
Posteriormente, se llevaron a cabo algunas sesiones de convivencia
con las internas, durante las cuales se tocaron diversos temas en un am-
biente de informalidad, con el objetivo de comprender sus inquietudes y
describir mejor el espacio, las dinámicas y los elementos que conforma-
ban su cotidianidad. Durante esas sesiones de convivencia, uno de los
hallazgos fue el significado que el chisme tenía para las mujeres privadas
de su libertad, pues mencionaron que, si la cárcel era un infierno para
ellas, se debía a que los chismes eran una práctica común que las lesiona-
ba de manera importante.
En la última etapa del trabajo de campo, se les habló a las internas de
la investigación y sus objetivos, y se les invitó a participar en sesiones
de entrevista a profundidad. Este trabajo está basado en las cinco entre-
vistas a profundidad aplicadas a Lidia, Soledad, Romelia, Elena y Guada-
lupe. Los nombres reales y algunos detalles que pudieran servir para la
identificación de estas mujeres fueron omitidos por cuestiones éticas.
Las entrevistas fueron audiograbadas y transcritas. De estas entrevis-
tas, se retomaron algunos extractos del diálogo para integrar el apartado
de resultados, que dan cuenta del impacto que el chisme ha tenido en es-
tas cinco internas durante su estancia en la cárcel distrital.
En el apartado de resultados también se menciona la edad de las
internas, así como el delito por el cual se encuentran privadas de su li­
bertad.

Resultados

a) Lidia (40, Filicidio)

No platica con todas, sólo con algunas. Sí me gusta, pero no me gusta que
julanita me dijo esto, y ya al rato se hace el chismote grandote. Es como yo
se lo dije a una compañera mía, se lo dije en confianza, o sea, estuvo una

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Ya no hay en quien confíes

chava que nos conocimos desde niñas, nos conocimos desde niñas yo y ella,
y ella cayó de interna, de robo, y pues la chava se fue libre, estuvo 9 meses, y
se fue la chava, y me dijo que en cuanto pudiera ella me iba a venir a ver y
ayer vino, y entonces yo le confié una cosa a mi compañera y ayer que vino
la chava se lo comentó. Y yo le dije, si yo te lo dije, te lo dije en confianza,
pero no para que se lo dijeras a ella.
Yo le platiqué a mi compañera que a esa chava cuando yo vivía con mi
marido, a la chava la corrieron sus papás por lo mismo de sus vicios que
tiene que le gusta la droga, y sus papás la corrieron y ya no tenía adonde
quedarse la chava y me pidió que si le daba permiso de quedarse adonde yo
vivía con mi marido y un día le dije sí, y un día me fui a las tortillas, me
llevé a mi bebé y cuando llegué la chava y mi marido se estaban abrazando
y besando. Y ayer que vino le dice la que le platiqué. Y le digo, ¡pues no es
para que se lo dijeras! ¡Total ya!

Más o menos le entra la envidia de que la chava vino a verme y me trajo


cosas, así pues, que utiliza uno, que papel, jabón y de que me trajo pues a la
otra le entra como la envidia
Ya no hay ni en quien confíes. Les digo, ora si les contara de lo que viví
de mi infancia pues ya lo supieran todas, hasta el interior ya supieran lo
que yo viví de mi niñez, de tu boca pues ya todos sabrían.
Lidia y su compañera de celda continuaron con su amistad a pesar de
ese incidente. Lidia dice que su amiga tiene “sus ratos buenos y sus ratos
de enojo”
Lidia siente desconfianza hacia todas las demás mujeres internas, ase-
gura que es mejor no hablar ni convivir con ellas, para evitar que la invo-
lucren en chismes y le traigan problemas. En su caso, las posibilidades de
ser agredida aumentan debido a la naturaleza del crimen del cual fue
acusada. El filicidio, es considerado el peor de los crímenes entre las in-
ternas, las cuales consideran que incluso delitos como el robo o el homi-
cidio son justificables si se trata de ayudar o proteger a los hijos. Lidia me
cuenta que, a los pocos meses de estar ahí, el rechazo a su delito le trajo
problemas con una de las mujeres internas.
Luego una de esas viejas que se pone a echarme bronca. ¿Y porque me
grita que asesina si yo no me meto con ella? ¿Por qué me grita que asesina?
¿A quién le maté? que me diga de que si yo, por decir, si yo cometí, si lo co-
metí o no lo cometí ¿a ellas qué les interesa? Y le digo, si yo voy a pagar mi
delito la voy a pagar yo, no ella.

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Instituciones y vidas precarias como urgencias sociales

Y que le digo, ¡yo no te tengo miedo mierda!, le digo, ¿por qué crees que
me dicen la venenosa?

b) Soledad (22, Delitos contra la salud)

Soledad dice que los chismes y habladurías son un problema grave en la


cárcel. Considera que esta conducta generalmente está motivada por
la envidia y tiene como intención dañar a la persona de la cual se habla.
Sí hay algunas que sólo lo hacen por hablar, o sea, sin mala intención de
causarle problemas a la persona, lo dicen sin pensar como juego pues, pero
¡tómala!, al rato ya perjudicaron a la gente y sí a veces tendrá solución,
pero a veces no y ¡no!, es mejor quedarse callado porque no sabes tus pala-
bras qué pueden ocasionar…o sea qué tan lejos puede llegar lo que dijistes.
Ella dice tratar de evitar los problemas, no se mete con nadie, pero si
se meten con ella considera que sabe defenderse.
Yo soy de las personas que no se me…ora sí que no me sé dejar. Que si a
mí me buscan pos pa’ luego es tarde. Ora sí que aquí, que aquí me he dete-
nido porque sé adónde estoy, sé adónde estoy más que nada. Me detengo,
pero les digo: de ustedes a ninguna les tengo miedo, a nadie de ustedes y a ve-
ces me detengo por precaución pero yo miedo no les tengo, ¡miedo no!, con
cualquier culerita me puedo romper la madre ¿Qué me pueden hacer? más
que castigarme un mes sin ver a mi familia, digo, pero pues yo no le voy a
dar gusto. Digo, si yo prefiero… si yo de veras aprecio a mi familia pues yo
voy a preferir a mi familia no le voy a dar el lado a la que me busque pro-
blemas si de veras la aprecio a mi familia.
Hay unas chavas que sí son agresivas. Un día me pelié con una de ha-
bladas, no de así de guamazos, de habladas. Pero yo en primer lugar, digo,
yo en primer lugar dije, no le estoy haciendo nada ¿sí? Y que me dice este,
que me dice el comandante ¿con que quiere que la castiguemos a su compa-
ñera? nada más quiero que la castiguen que no venga su visita y ya, nomás
eso quiero que le hagan a ver si así escarmienta. Y sí, le quitaron su visita.
No, que dice, que discúlpame, y le digo sabes qué ya no me digas nada, ya
no me digas nada de nada, ni dirijas la palabra si es posible, ya con eso. No,
pero que mi familia, ¡eso lo hubieras pensado antes! no ya ahorita ya, ¡ya
está hecho! y ya. Y la castigaron, no veía a su visita. Y los días de visita no-
mas ahí estaba con su cara, así namás le mandaban así las cosas por duana
[aduana] que le nombran, sabes que te mando esto tu familia y era mero
días festivos [navidad], y nomás le mandaban por duana. Pues yo no soy

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Ya no hay en quien confíes

culera soy buena onda pero ella me hizo que yo…no le hice nada, nada
más le digo. Y que le dice su compañera de trinaria [celda] ¡ya bájale! ¡Ella
no te ta diciendo nada!, en cuanto te viera [hubiera] dicho algo entonces sí,
pero no te está haciendo nada, yo veo que ella es chida contigo güey, le dice
la otra señora, yo veo que es chida contigo, veo que es chida porque cuando
las demás viejas te dicen mamadas si veo que ella se anda, veo que se mete
y no se vale.
Esta chava llegó por lesiones que le llaman, es problemática pues, es
pleitista, es de esas que, como se llama, que de que no entienden razones. Es
de un pueblito, es persona que no entiende.

c) Romelia (25, Lesiones)

Romelia me cuenta que, al ingresar, tanto hombres como mujeres tienen


que hacer un cierto tiempo de “talacha”. La talacha consiste en labores de
aseo o labores en la cocina. A veces les dan la oportunidad de elegir el
tipo de talacha que desean realizar y a veces simplemente se les asigna.
A Romelia se la asignaron.
Yo cuando ingresé me pusieron dos meses, recibía mi visita, pero me
pusieron dos meses de quiacer [labores]. A lavar baños, regaderas, comedor,
el quiacer de mi celda, quiacer que me ponían más. Y ora con un día que
les ponen ya andan chillando [llorando]. Les digo les hubieran puesto como
a mí que me pusieron dos meses y ora con un día que les ponen ya andan
chillando, que les pusieran como a mí ¡dos meses!
Romelia me platica que una de las cosas que para ella fue más difícil
fue la falta de privacidad para bañarse e ir al baño durante la noche,
cuando la reja de las celdas ya se encuentra cerrada y, en caso de necesi-
tarlo, deben usar la cubeta que se encuentra adentro. Si eres cagona o
meona, ¡aquí se te quita!, nomás de pensar que si te dan ganas tienes que
hacer delante de todas, ¡y ahí en la pinche cubeta!
Las internas empiezan a pasar a las regaderas a las cinco de la maña-
na porque a las siete se pasa lista y para entonces, todas deben estar arre-
gladas y vestidas, y sus camas tendidas.
Hasta para bañarse te tienes que bañar ahí delante de todas, y a prisa
porque a la hora que van a pasar lista ya tienes que estar bien, pero si se
tardan unas, metete tú y no te importe, y entra la otra y entra la otra y ahí
estamos en bola.

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d) Elena (43, Delitos contra la salud)

Elena es una interna con discapacidad motora, a causa de una condición


congénita. Es casada y tiene una hija. Mantiene una buena relación con
su esposo, quien la visita regularmente.
Elena me platica que desde que llegó, un hombre del área varonil la
busca. La observa y le envía libros y cartas. A ella no le agrada él, dice
desconfiar de sus intenciones y teme que esto vaya a traerle problemas
con su pareja, pues las demás internas hacen muchas burlas y comenta-
rios cuando le mandan libros de parte de este interno, o cuando lo sor-
prenden mirándola.
Aquí en el área hay una persona que quiere ser mi amigo, pero no es
una mujer, es un hombre y dice que le gustaría ser mi amigo. Y me habla y
me dice que está solo. Yo le dije que tengo una hija y a mi pareja, y que soy
muy feliz con ellos y él me dice que sólo quiere ser mi amigo y me manda
jugos y cosas de la tienda… libros… y me dice mira, dame una contestación
que me siento triste. ¡Pero esa ya no es mi responsabilidad que se sienta así!
Luego ahí se para y se me queda viendo y hasta me dicen las mujeres
mira a éste ahí está parado nomás está viendo y viendo.
Yo pienso que esa amistad me va a dañar, con mi pareja. De hecho, yo
ya le conté a mi esposo, mira que hay una persona que dizque quiere ser mi
amigo. Y no me contestó, no me dijo ni sí ni no. Nomás se me quedó viendo
y me dijo pues ahí tú, a ti que te gusta leer. Si van a prestarte libros… y
pues… pero luego empiezan ahí a molestar las muchachas que si ya te vi-
nieron a ver y no sé qué…

e) Guadalupe (46, Intento de homicidio)

Guadalupe considera que tiene una buena relación con sus compañeras
de celda. Me cuenta que, durante el día, gusta de escuchar música mien-
tras hace sus bordados.
Me gusta de Paquita, del Miramar, de los Ángeles de Charlie, de Brindis,
de los Yoniks, de los Pasteles Verdes, de los Terrícolas. Cuando mi compañera
pone la grabadora o la tele la veo, pero yo no le meto mano. Lo que no es
mío, no es mío y ya.
Guadalupe me cuenta de una ocasión, cuando apenas acababa de lle-
gar a la cárcel, en la cual tuvo un altercado con su compañera de celda.
Pues… o sea… a mí… yo soy de las personas que no me gusta que me

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Ya no hay en quien confíes

manden. Y ella quiere… como un día le conteste, ¿sabes qué?, le digo, dis-
cúlpame, pero yo… a mí no me gusta que me manden, no me gusta que me
manden y tú eres de esas personas. Si mis compañeras se dejan, ¡por ton-
tas!, o como ellas quieran, ¡pero a mí no me vas a mandar como tú quie-
ras!, ni me vas a hacer a tu ley, porque si el que me mantuvo nunca me hizo
a su ley, ¡menos tú!, ¡una pendeja igual que yo de delincuenta!, ¡no me vas
a hacer a tu ley! Aquí estamos los pendejos, ¡los chingones están allá afuera!
Porque si jueras [fueras] como lo que dices no estuvieras aquí. Con lo mis-
mo que chingastes, con eso mismo hubieras pagado y te hubieras ido, ¡pero
no!, le digo, ¡yo de pendeja no tengo nada!, ¡me hago que es otra cosa!
Somos seis [en la celda]. Digo, yo todavía me paso de buena onda que
agarraba y lavaba [trastes] de todas. Pero de hoy en adelante, ¡culebra eres
pos también culebra voy a ser yo!, mejor cada quien. Agarraba los trastes y
los lavaba yo, órale, en buena onda, pero si culera eres tú, también yo pue-
do ser culera. De ahora en adelante cada quien que lave su vaso y su plato y
su cuchara, y así se acaba el problema. Le digo, es más, yo no vine a caerle a
nadie, no vengo a que, si me quieren o no me quieren, yo vine a pagar una
condena, mas no vine a que me quieran.

Conclusiones

Las mujeres de esta cárcel sufren mucho a causa de los chismes. Conside-
ran que la vida en la cárcel es un infierno por esta causa. Unas hablan mal
de las otras y esto les causa problemas entre ellas mismas y con sus pa­
rejas, sean estas parejas hombres internos como ellas, o personas del
exterior. Uno de los principales temores de estas mujeres es al abandono
y con el chisme este miedo se intensifica pues la relación con aquellas
personas que son su fuente de apoyo más importante se ve amenazada.
Como indica Bourdieu (2000) el mundo está basado en el intercambio de
bienes simbólicos y en la cárcel, el afecto, el vínculo con el exterior y el apo-
yo de los otros significativos, son los bienes más valiosos. Con un chisme,
no sólo sus relaciones significativas se ven amenazadas, sino también
quedan expuestas ante los demás como “malas mujeres”, pues el chisme, a
decir de Corres (2010), deja a la mujer desnuda, expuesta en su intimi-
dad. El chisme nos vulnera en lo más profundo.
Las internas consideran que los chismes son producto de la envidia
de las otras que “no pueden soportar verlas felices” con una pareja o reci-

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Instituciones y vidas precarias como urgencias sociales

biendo la atención de sus familias. Los chismes se arman a espaldas de


quien los protagoniza, y a veces resultan en enfrentamientos verbales que
generan altos niveles de angustia tanto en las implicadas como en quienes
los presencian. Aquí es importante agregar que, al interior de la cárcel, exis-
ten personas que son más vulnerables a los chismes que otras. Las mujeres
jóvenes, por ejemplo, son más susceptibles de ser blanco de los chismes,
pues al atraer la atención de los internos varones, motivan los celos de
otras mujeres jóvenes y la suspicacia de las mujeres mayores. El delito del
cual son acusadas también puede ser motivo de chismes y enfrentamien-
tos, como en el caso de Lidia, sentenciada por filicidio, el delito más con-
denado entre las mujeres, por considerar que es la máxima falta a su de-
ber moral como mujer y madre. Lagarde (2005) nos dice que el chisme es
producto de la competencia que el patriarcado fomenta entre las mujeres.
Las mujeres cuentan con el poder de la palabra y lo utilizan para castigar
a otras, cuya conducta sexual consideran inadecuada, pues en el centro
de la dominación se encuentra la sexualidad de las mujeres.
Las estrategias que utilizan las mujeres internas para defenderse de
los chismes son varias. Van desde aislarse hasta mostrar una actitud agre-
siva para disuadir a todas aquellas que traten de provocarlas con sus ru-
mores. Aquí también entran los custodios y la directora como figuras de
autoridad aliadas al momento de enfrentarse a alguna otra interna.
En cuanto a la convivencia en la cárcel, me parece importante desta-
car que, más allá de los chismes, podemos encontrar momentos de apoyo
entre estas mujeres, como cuando llega alguna interna de nuevo ingreso,
cuando alguna de ellas pasa por momentos de depresión o enfermedad o,
como en el caso de Elena, quien recibe el apoyo de algunas compañeras
para realizar labores que, por su discapacidad, se le dificultan. Como la
misma Lagarde (2005) destaca, el chisme está al servicio de la destrucción,
pero también puede ser un puente hacia la construcción de empatía, pues
es un espacio vinculado con lo femenino, en el que se expone la intimi-
dad de otra o se comparte una confidencia, en una actividad considerada
como propia de las mujeres.
Después del chisme y los enfrentamientos, lo que más hace sufrir a las
mujeres es la falta de privacidad, el no tener ningún espacio al cual con­
siderar como exclusivamente suyo para poder llorar, meditar, escribir o
vestirse lejos de miradas invasivas. Todos los espacios son colectivos e in-
cluso aquellas actividades en esencia privadas como son el uso del sanita-
rio o la regadera, en la cárcel se convierten en conductas públicas, pues se

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Ya no hay en quien confíes

hacen a la vista de todas las demás mujeres internas, algo que les deja un
sentimiento de incomodidad y humillación constantes. Goffman (1959)
advierte que en espacios como la cárcel, en los que la convivencia es cer-
cana y constante; la vigilancia es estrecha y no se cuenta con privacidad,
existe una marcada dificultad para establecer límites y lidiar en contra del
estigma vinculado a la privación de la libertad. Si a esto le sumamos el
hecho que el mismo Goffman destaca, de que las mujeres nos construi-
mos en torno a la prohibición, la resignación y la discreción, nos encon-
tramos con una importante desventaja para las mujeres internas, quienes
se enfrentan a una violencia simbólica acentuada por sus condiciones
de vida.
Al final, es posible concluir que tanto el chisme como la falta de priva­
cidad, son ambos, formas de violencia simbólica que violentan a las muje-
res en su intimidad, creando una sensación de constante vulnerabilidad,
y la perpetuación de sentimientos tales como el miedo, la frustración y
el enojo.

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En un espacio de encierro.
Familia, castigo, exclusión y abandono

Jaime Olivera Hernández*

Espacios de encierro: disciplina y castigo

Cuando Blanca Estela fue detenida, debido a una denuncia de su propia


madre, la recluyeron dentro del Centro de Reinserción Social (cereso)
de Mexicali. Para ella, ha sido un lugar “muy duro, muy difícil”. No obs-
tante, aun cuando la prisión es considerada como un “cuartel un tanto
estricto, una escuela sin indulgencia, un taller sombrío […] este doble
fundamento —jurídico-económico, por una parte, técnico-disciplina-
rio, por otra— ha hecho que la prisión aparezca como la forma más in-
mediata y más civilizada de todas las penas” (Foucault, 2009, p. 267).
Sin embargo, al llegar ahí y ser cuestionada, Blanca Estela experimentó
un sentimiento de malestar incontrolable: “cuando ingresé, las pregun-
tas: ¿cómo te llamas?, ¿de dónde eres?, ¿de qué colonia?”. Esto es el otro
interrogatorio —ajeno al institucional— el de las pares, el de otras mu-
jeres en su misma situación. Como dice Arteaga (2012), “el éxito del
poder disciplinario radica en el uso de instrumentos como la mirada
jerarquizada, a la cual se suma la sanción normalizadora y la aplicación
del examen” (p. 24). Además de dar declaraciones ante las autoridades,
una mujer que ingresa a la cárcel por el delito por el que Blanca Estela
fue detenida y sentenciada, tiene que seguir haciéndolo al interior del
grupo; responder los cuestionamientos de sus compañeras de celda, de
pasillo.
Blanca Estela es una mujer de treinta y nueve años de edad, que fue
sentenciada a cincuenta años de cárcel en el año 2005, acusada de filicidio
debido al asesinato de sus dos pequeñas hijas. Este fenómeno “del latín
filius: hijo, y cidium, cide: matar, está definido como muerte dada por un
padre o una madre a su hijo” (De la Espriella, 2006, p. 72). En ese mismo
tenor, dentro del marco legal, específicamente en el Código Penal Federal
mexicano (2013), el filicidio es visto como un delito calificado dentro del
artículo 323, considerado como homicidio en razón de parentesco o rela-

* Universidad Autónoma de Baja California, Facultad de Ciencias Humanas.

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Instituciones y vidas precarias como urgencias sociales

ción. Sin embargo, el hecho de que Blanca Estela aparezca como culpable
de la muerte de sus hijas, no necesariamente significa que ella lo haya
hecho. Al escuchar su narración me preguntaba si realmente una madre
puede ser capaz de quitarles la vida a sus hijos.
Junto con ella, también fue detenido un hombre, su cuarta pareja
sentimental, quien además de no ser el padre biológico de las niñas fue a
quien se le adjudicó ser el autor material de los dos homicidios. Como se
puede observar en este caso:

La violencia generalizada ha sobrepasado los límites de lo imaginable, y


pese a que nos hemos habituado a los actos violentos que rompen con cual-
quier paradigma de socialización, resulta abrumador constatar que el pro-
blema ha logrado transgredir el marco “amoroso” en que se supone se cons-
truye la familia y se genera el desarrollo psicosocial de los individuos.
Individuos que, posteriormente, tendrían que replicar las normas afectivas
y éticas promovidas en el núcleo familiar. Al no ser así, resulta compren­
sible —mas nunca aceptable— observar que las relaciones intrapersonales
se corrompen y deforman al grado de propiciar la muerte (Cisneros, 2016,
p. 105).

Mientras escuchaba los relatos de Blanca Estela acerca de lo aconte­


cido, me cuestionaba en silencio sobre esto. Me preguntaba si ¿acaso las
autoridades judiciales, aun teniendo las declaraciones de ambos deteni-
dos y sabiendo que ella no mató a sus hijas, seguirían pensando necesario
que Blanca Estela cumpla una condena tan larga? ¿Es realmente culpable
de estos hechos? Su propia interpretación es contundente:

Él está diciendo que yo no tengo nada que ver, que yo no les hice nada; pero
como me quedé callada, por eso estoy aquí [en prisión]. O sea, la autoridad
me está dejando mi delito como “homicidio”, no como omisión de cuida-
dos, ni como complicidad. A ellos no les importó lo que yo pasé, todo lo
que él me hacía; o sea, ellos me lo están tomando como si yo también lo hu-
biera hecho. Me lo están dejando como “homicidio agravado en razón de
parentesco” con todas las agravantes, y me dieron cincuenta años. A él también
le dieron los mismos años que a mí.

Durante la entrevista me surgían preguntas nuevas, preguntas que no


estaban en la guía, no por descuido, sino que aparecían conforme Blanca

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En un espacio de encierro. Familia, castigo, exclusión y abandono

Estela me daba más datos. Por ejemplo: ¿Cómo se supo de la muerte de


sus hijas? ¿Qué hizo pensar a la abuela —doña Estela— que sus nietas
estaban en peligro y que, quizá, hasta podrían estar muertas? ¿Por qué es
la propia madre de las niñas la que aparece como sospechosa de su desa-
parición? ¿Qué tiene que pasar para que una madre denuncie a su propia
hija de un delito? La mamá de Blanca Estela me aclaró que al no saber
nada de sus nietas durante dos años o más, se le hizo raro y comenzó a
investigar por su propia cuenta. Sin detenerse en dicha empresa, “escarbó
y escarbó” hasta que su hija Karla —ocho años menor que Blanca Este-
la— se dio cuenta de lo ocurrido.
Como Karla ya no quería vivir en su casa, con su mamá, su hermana
le rentó un “cuartito” cerca de ella. “Así que se iba para mi casa”, explicó
Blanca Estela, “y al dejarla sola encontró un cuaderno”. En ese cuaderno
escribía y le preguntaba a su pareja (al padrastro de las niñas) “¿por qué
había hecho todo lo que había hecho?”. En ese cuaderno Blanca Estela le
decía a su pareja que lo quería mucho, para que no pensara que se quería
ir y que por eso se estaba alejando. Hay que considerar, como piensan al-
gunos, que “amar es ante todo querer ser amado, y en este acuerdo, uno
siempre está dispuesto a sacrificar su identidad, su subjetividad para ha-
cerse objeto del otro, en el amor” (Miller en Cisneros, 2016, p. 104). Pero
también le decía que se sentía culpable por todo lo que había pasado. Es-
cribió, además de afirmar que él las había asesinado, que se sentía culpa-
ble por no haberlo podido evitar debido al miedo.
“¿Por qué pudo más el miedo en ese momento?”, se preguntó la pro-
pia Blanca Estela. “Tal vez, por todo lo que estaba pasando; por eso pudo
más el miedo que el valor de decir: ¿sabes qué?, pues me voy, agarro a mis
niñas y me voy. Pudo más el miedo que una reacción mía”, reflexionó. Al
encontrarse el cuaderno, la hermana de Blanca Estela —Karla— se lo
mostró a su mamá. Así fue como levantaron la denuncia. Porque “en sí,
ahí no decía que las niñas estaban muertas, no decía nada de eso; pero yo
lo daba a entender con lo que había escrito en ese cuaderno”, concluyó
Blanca Estela.
Una mujer en esta situación, por lo tanto, adquiere un estigma difícil
de sustraer, pues como ocurre en distintos ámbitos de la sociedad, “el
estigma social que el delito conlleva es mucho mayor para la mujer que
para el hombre, por lo que, en consecuencia, el apoyo a una mujer
que se encuentra en la cárcel es mucho menor” (Payá, 2013, p. 189). Aquí
aparece lo que Goffman (2006) denomina identidad desacreditada, pues

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Instituciones y vidas precarias como urgencias sociales

el término estigma se refiere a un atributo extremadamente desacredita-


dor. Esto es:

Un individuo que podía haber sido fácilmente aceptado en un intercambio


social corriente posee un rasgo que puede imponerse por la fuerza a nuestra
atención y que nos lleva a alejarnos de él cuando lo encontramos, anulando
el llamado que nos hacen sus restantes atributos (p. 15).

Ella misma lo advierte al dar su relato: “cuando me pasaron [al cereso]


duré un mes en Sala de Términos, pues me tenían como cuidada”. Sala de
Términos es una celda ubicada junto a las demás, en uno de los pasillos
de la planta baja del Metro Sexto (M6 - área femenil del cereso de Mexi-
cali), pero no es igual a estas. En ella se ubica a las mujeres privadas de su
libertad recién ingresadas, en lo que se les asigna (según un examen de
su caso) la celda más adecuada para estar. En esa celda, recuerda Blanca
Estela:

Entraban y salían otras internas que venían por otros delitos. Unas se iban y
a otras las ingresaban a su celda, pero yo seguía ahí, me seguían teniendo
ahí. De alguna forma como que cuidaban que no me golpearan las demás;
pues por el delito que vengo [suelen hacerlo], por eso es que fue muy difícil.

Fue hasta después de un mes que a Blanca Estela le asignaron una


celda, su nuevo hogar, en la cual vivía, hasta hace poco, junto con todos sus
miedos.1 Debido al temor de una agresión por parte de sus demás com-
pañeras, no salió de su celda durante tres meses: “como a mí me agarra-
ron el 25 de diciembre de 2005, y me pasaron para acá el 6 de enero de
2006, empecé a salir como en abril, más o menos”, me relató. Para ese
entonces, “aún no podía salir a agarrar mi comida; si daban agua caliente,
no podía salir a agarrar agua caliente, a ninguna parte, nada más quería
estar en mi celda”, me contó aún sorprendida.
Sin embargo, lo que nunca le causó sorpresa fue la golpiza en su con-
tra por parte de las oficiales de seguridad (custodias). Golpes duros y

1
Recientemente, mientras terminaba de escribir este texto, recibí sorpresiva y emocionada-
mente la llamada telefónica de Blanca Estela, quien me contó (entre muchas otras cosas, conside-
rando que hablamos durante unos cinco minutos y después de dos años), que ya no vivía en la
misma celda debido a una revocación de sentencia. El día de hoy (8 de enero de 2019), justo está
teniendo nuevamente un juicio y al término del día sabrá su nueva sentencia.

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En un espacio de encierro. Familia, castigo, exclusión y abandono

contundentes en el cuerpo, sin compasión, actos que caracterizan a la


violencia institucional, desplegada “por las instituciones gubernamenta-
les de múltiples maneras; una de las más comunes y visibles es la que se
dirige en contra de quienes atentan contra los intereses de la sociedad,
coloquialmente llamados delincuentes” (Chacón, 2016, p. 62). La violen-
cia institucional es, por lo tanto, una manifestación de la autoridad que se
arroga un Estado representada bajo la forma de violencia legítima, y que
tiene como fin hacer cumplir el orden social. El siguiente relato de Blanca
Estela es un claro ejemplo de la utilización de este tipo de violencia sobre
su persona:

Llegué y ese mismo día, por el delito que vengo, fui como muy señalada,
muy acusada. Porque las mismas oficiales querían que unas muchachas que
estaban ahí, internas, me golpearan. Pero una de las muchachas me dijo que
no, que ella no quería broncas porque ya se iba a ir. Entonces, como las mu-
chachas no quisieron, las oficiales me golpearon. Por lo tanto, fue muy duro
y muy difícil para mí porque pues, además del delito que yo traía, todavía
fui golpeada.

De alguna forma, una mujer en prisión acusada de filicidio, es consi-


derada por la sociedad como una rebelde, así como algunas disidentes
políticas encarceladas han sido doblemente castigadas. Es decir, por el
hecho de ser disidentes y mujeres, las mujeres que comparten las expe-
riencias de Blanca Estela son consideradas unas rebeldes que no se ajus-
tan a las normas morales y jurídicas de una sociedad patriarcal. Son, en
ese sentido, consideradas por la justicia y la sociedad en general como
mujeres que actuaron contra natura, como unas “malas madres” (Azaola,
1997). Así, se puede observar cómo al interior de las cárceles:

La misoginia atroz, que se patentiza en las torturas que le son reservadas,


expresa la voluntad que tienen los verdugos de matar en ella el signo más
puro de la rebelión en contra de la autoridad machista cuya forma máxima
se plasma en el Estado totalitario de las dictaduras militares (Mattelart,
1982, p. 27).

Los relatos de Blanca Estela sobre el uso de la fuerza en su contra, me


hacen pensar en qué es lo que conduce a los custodios o custodias de un
penal a realizar actos de abuso de autoridad. Me pregunto ¿por qué en un

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Instituciones y vidas precarias como urgencias sociales

lugar como la prisión el tema del castigo no basta con el encierro? García,
(2016) nos ayuda a comprenderlo, cuando nos recuerda que:

El Estado-nación tiene el monopolio de la violencia (Weber, 1979), el apa-


rato gubernamental es el fundador de la prisión, del instrumento de control
social —repressor— para los sujetos que se han desviado del marco moral
normativo. Esta invención punitiva de contención es una macrológica de
poder, una política de dominación —de sujetos sobre otros sujetos— selec-
tiva para los disidentes del establishment, que se instaura por medio de la
violencia legítima (pp. 137-138).

A pesar de la violencia física ejercida por parte de las custodias del


M6, cuando Blanca Estela dejó Sala de Términos y le asignaron una celda,
le agradeció a Dios por haberle tocado “muy buenas compañeras”. Se re-
fería a Bertha y Alicia, dos mujeres acusadas del mismo delito que Blanca
Estela y a quienes también entrevisté junto con ella el primer día que in-
gresé al cereso para escuchar sus relatos. “De las que estuvieron más
tiempo aquí, dos de ellas son cristianas y pues, la verdad, me trataron
muy bien, se portaron muy bien conmigo”, recordó. Una de ellas le decía:
“tú no te preocupes, tú no tienes por qué sentirte mal, no tienes por qué
darle cuentas a nadie. Tú no les hagas caso, si lo hiciste o no lo hiciste, la
que va a pagar el delito eres tú y no ellas ni nosotras, solamente pues tú y
Dios”. Porque había veces que algunas compañeras le gritaban cosas al
recorrer el pasillo y pasar por afuera de su celda: “algunas compañeras
me ofendían”, me dijo ella.
No obstante, me contó que “sentía mucho miedo”, que no se quería
ni bañar; “no quería ni bajar al baño, me dijo; “porque las celdas tienen
literas de tres camas; entonces me tocó dormir arriba y no quería bajarme
a ningún lugar”, me continúo diciendo. “No quería ni tomar agua para no
ir al baño, ni nada; porque sentía mucho miedo”, reafirmó. Blanca Estela
tiene la impresión de que algunas personas la pueden tener en un “mal
concepto”, por el hecho de estar acusada de homicidio culposo. Ella pien-
sa que muchos piensan, por ejemplo, que al entrevistar “a alguien que
mata, a alguien que secuestra, corres peligro”. Me lo explicó: “hay quie-
nes piensan que no deberías hacerlo y que te dicen: ‘¿pero es que yo no sé
cómo puedes?’, o sea, como si por el hecho de estar cerca de alguien como
nosotras, dijéramos: ‘ay, no me veas porque te voy a matar’, y no”.
Blanca Estela es consciente del estigma que porta y eso la vuelve vul-

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En un espacio de encierro. Familia, castigo, exclusión y abandono

nerable; le da miedo que atenten contra ella. Porque es importante distin-


guir que “el estigma que sufren las mujeres que delinquen se relaciona
con el papel que se le ha atribuido socialmente, respecto de su papel en la
familia, en tanto esposas y madres” (Payá, 2013, p. 194). Debido a esto y
al delito por el que fue juzgada y sentenciada —el homicidio de sus hi-
jas— es comprensible mas no justificable el trato que Blanca Estela ha
recibido en prisión.

En algunos países, el espacio carcelario se ha convertido, a través del tiem-


po, en un lugar en el que se hace más evidente la política represiva del Esta-
do que, so pretexto de una readaptación social, inexistente a nuestro pare-
cer, impone una serie de programas y procedimientos de sufrimiento legal,
legitimados mediante un discurso que hoy en día no es posible sostener
(Peñaloza, 2004, p. 88).

Así, al continuar hablando de la violencia institucional ejercida sobre


su persona y de las demás mujeres privadas de la libertad, resaltó las revi-
siones de rutina que vive al interior de su celda. Por ejemplo, me dijo uno
de los viernes en los que regularmente teníamos las entrevistas: “este jue-
ves nos hicieron esculque en general, en todo el edificio”. En esa revisión,
de lo que se percataron las custodias fue que varias de las compañeras de
Blanca Estela cortaron los colchones nuevos para dormir, que les entre-
garon las autoridades del cereso. Porque “cuando nos los cambiaron nos
dijeron que no los cortáramos y los cortaron, los hicieron chiquitos”, me
contó con actitud traviesa. “Entonces, mandaron llamar a la comandante
para que revisara la celda y se dio cuenta que los habían mochado; porque
tenemos que tener bien acomodado nuestro espacio. Por eso lo hicieron
[se refiere al reportarlas con la comandante] no por maldad”, me contó.
De esta forma, Arteaga (2012) citando a Foucault nos dice que:

El ejercicio de la disciplina supone un aparato que posibilita el juego de la


mirada, con técnicas que permiten ver e inducen, al mismo tiempo, efectos
de poder y de “rechazo, [en donde] los medios de coerción hacen claramen-
te visibles a aquellos sobre quienes se aplica” (pp. 23-24).

Blanca Estela considera que así debe ser, que si hay un castigo no es
por mera “maldad”, sino que es debido a un incumplimiento de las reglas
impuestas. Por lo tanto, esperaba que sólo fuera una llamada de atención

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Instituciones y vidas precarias como urgencias sociales

y no las castigaran. No obstante, al preguntarle sobre lo que resultó, me


dijo que estuvieron “como cuatro horas afuera”; y continuó: “llegan y di-
cen: ‘todas para abajo, todas para abajo’, y pues ya sabemos que tenemos
que bajarnos de las camas y sentarnos en medio de la celda, una detrás de
otra, como en el juego de las cebollitas”.

La acción del Estado de derecho para contrarrestar la criminalidad, su


principal expresión de poder aplicado hasta ahora al delincuente, es la re-
presión penal —el encarcelamiento, ¿la ejecución extrajudicial?—; este he-
cho no hace en realidad sino reubicar y agravar el problema, es decir, desde
esta perspectiva, cualquier sistema penitenciario en el mundo puede con-
siderarse al borde del colapso si en el entorno de los centros de reclusión
no existen las condiciones mínimas para garantizar el respeto a los dere-
chos humanos fundamentales y los mecanismos de reinserción e inclusión
eficaz de quien ha sido sentenciado a una condena punitiva (García, 2016,
p. 138).

El mismo relato de Blanca Estela confirma —como lo anuncia Luis


Alejandro García— la falta de respeto a sus derechos humanos, porque
cuando revisan la celda, me continuó diciendo: “nos sacan y nos sientan
en la misma posición pero afuera de la celda. Como no traen una esposa
para cada quien, por lo regular, ponen una esposa en mi mano, digamos,
y la otra en el brazo de la muchacha de a lado”. Dicha rutina me la explicó
con lenguaje corporal. Me dijo, por último, que una vez que revisan la
celda, las regresan a ella “de una en una o de dos en dos” y las van revi-
sando hasta hacerlo con todas. Les piden que se desnuden completamen-
te y las revisan; les dicen: “quítate la ropa, quítate la camiseta, todo; luego
has sentadillas y cuando las hagas y estés hasta abajo, toses”.

Rutina y cotidianidad

Lo cotidiano tiene que ver con aquellas acciones diarias que se convierten
en algo habitual y que vivimos con normalidad. Esto es así porque suceden
día con día, a tal grado que se tiene conciencia de lo que está pasando. Sin
embargo, al repetirse constantemente, esa cotidianidad se puede conver-
tir en rutina cuando comenzamos a hacer esas mismas cosas sin poner
atención en ello, sin tomar conciencia de lo que estamos haciendo. Algo así

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En un espacio de encierro. Familia, castigo, exclusión y abandono

como un hacer por hacer sin detenernos a pensar mucho en ello mientras
lo hacemos. En este sentido, Blanca Estela me relató su vida cotidiana y lo
que de ésta se ha convertido en rutina
Al hablarme sobre sus prácticas diarias dentro de prisión, inició su
relato con la frase casi estereotípica en las investigaciones de este orden:
“en cuanto me despierto, le doy gracias a Dios por permitirme otro día
más de vida, porque aunque yo estoy en este lugar, hay otra personas que,
a lo mejor, no pueden moverse, no pueden valerse por sí mismas”. Blanca
Estela le agradece a Dios por permitirle “respirar” y darle “la bendición o
tener misericordia” de ella. Es decir, por encontrarse bien a cada mañana.
Entre su emoción, me continuó diciendo: “le doy gracias por cuidar a mi
familia, cuidar a mi hijo, a mi madre”; todos ellos en libertad, y entre que
la visitan y no. En ese momento pensé en cómo se debe sentir estar lejos
de personas que quieres y con quienes compartiste, muchas veces, el de-
sayuno.
En el cereso es diferente, Blanca Estela está sola “cuando pasa el de-
sayuno, como a las cinco de la mañana, seguido del aseo”. Lo que se volvió
rutina en el desayuno fue que sirvieran “por ejemplo, papas con chorizo
y frijoles”; también el té, “té de limón, té caliente”. Blanca Estela enfatizó:
“y pues ya de ahí, la que quiere desayuna; yo por lo regular guardo mi
comida para cuando me da hambre y, a veces, no me como las tortillas
[risas], las pongo a secar en el ventilador”, para comerlas como tostadas y
variar el menú.
De ahí, si va a salir de la celda a realizar alguna actividad trata de es-
tar arreglada, “¡porque si no!… [su expresión es de asombro, significa
que si no está lista habrá un castigo, una llamada de atención por parte de
las custodias]. “Porque depende, hay veces, como el miércoles que sali-
mos a patio, que me baño bien temprano, pues para las siete tenemos que
estar ya todas bañadas”, me dijo. Blanca Estela piensa que mientras más
temprano se bañe, es mejor; “a veces a las cinco de la mañana se mete a
bañar la primera, a veces soy yo, a veces es otra”, relató. “Cada quien se
mete a bañar sola, primero una y luego la otra”, describió con un gesto
como de saberse conocedora del tema. Todo esto, por supuesto, acarrea
una serie de problemas: el primero de ellos tiene que ver con sobrepobla-
ción y hacinamiento.

Sobrepoblación y hacinamiento significa que hay más de una persona don-


de sólo hay espacio para una, lo que implica una pena cruel, inhumana o

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Instituciones y vidas precarias como urgencias sociales

degradante, como lo establece la Convención contra la tortura y otros tratos


o penas crueles, inhumanas o degradantes (Peñaloza, 2004, p. 86).

Para Blanca Estela el hacinamiento no es un problema o, al menos,


no lo logra ver así, pero sí lo percibe como una complicación dentro de
su cotidianidad: “apúrate, ya salte porque ya falta tanto, o no te tardes
tanto, o no te vayas a tardar, porque por lo regular”, continúo diciendo:

Lavamos ahí, en la regadera, dentro de la celda; sólo lavamos cuando nos


metemos a bañar”. Entonces hay veces que no podemos lavar, porque si va-
mos a salir, por ejemplo, a las siete de la mañana y somos ocho mujeres,
imagínate para que cada quien se bañe. Y si vamos a lavar pues no pode-
mos. No lo veo tanto como un problema, pero pues eso ocurre.

Esta forma de vivir la cotidianidad impuesta a todas las mujeres pri-


vadas de su libertad —como es el caso de Blanca Estela— atenta contra
ciertas reglas mínimas para un trato digno y humano de las personas en
situación de cárcel que han impuesto las Naciones Unidas. Dichas reglas
“establecieron que las celdas o cuartos destinados al aislamiento no debe-
rán ser ocupados más que por un solo recluso” (Peñaloza, 2004, p. 86).
Blanca Estela calcula la hora en que va a salir al patio o a la iglesia, por
ejemplo, dependiendo del día asignado para ello. En la iglesia encuentra
“la paz y la esperanza” y en el patio respira, ahí puede hablar por teléfono
con su hijo, con su mamá; hoy en día hasta conmigo. Con respecto a lo
que hace durante las tardes, cuando regresa a la celda o si no va a salir a
ninguna parte, se pone a trabajar. Me dijo: “hago cosas de chaquira: co-
llares, anillos, pulseras, diademas, lo que sea; y de foami o lo que sea”. Eso
hace todo el día para “tratar como de matar el tiempo”. A veces, sólo a ve-
ces, platica con sus compañeras un poco, mientras permanece trabajando
todo el día.
Ya para la tarde les sirven la comida, “como a la una”. Cuando ésta
llega, Blanca Estela come sólo si le gusta y si no, no, come frijoles de los
que guarda en la mañana. “La cena llega como a las cuatro o cuatro y me-
dia de la tarde, pero no agarro porque casi no me gusta”, sentenció con un
ligero gesto de desagrado y de angustia [tengo muy grabado el recuerdo
de una entrevista respecto al tema de la comida en prisión, una tarde
muy fuerte, de mucho aprendizaje]. “Dan atole, o arroz, maizena y virote.
A veces el arroz lo agarro cuando me gusta, pero casi pura avena hacen

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En un espacio de encierro. Familia, castigo, exclusión y abandono

aquí”, continuó contándome. Así, de esta manera, transcurre la cotidiani-


dad de Blanca Estela al interior de la prisión en la que habita. “Al final del
día”, me dice:

Ya entrada la noche, como a las ocho, esperar a ver unas series que pasan
por televisión. Son dos las que miro; acaban como a las diez y media. Ahí,
se acabó el día. Me subo a mi cama, porque la tele la miro abajo, y me pongo
a leer la biblia o algo y ya, a dormir. Hay veces que no me puedo dormir y, a
veces, como que me pongo a pensar, pero digo: no, ya me voy a dormir. Así,
de repente me quedo dormida y ya, prácticamente se acabó el día.

Exclusión, familia y abandono

¿Qué pasa cuando la familia no cumple con su rol asignado socialmente?


¿De qué manera afecta a sus miembros el hecho de que mantengan rela-
ciones interpersonales destructivas? Aunque en la actualidad, la familia,
institución definida de manera somera (al menos en occidente) como
“un grupo de personas directamente ligadas por nexos de parentesco,
cuyos miembros adultos asumen la responsabilidad del cuidado de los
hijos” (Giddens, 2000b, p. 191), ha venido experimentando cambios im-
portantes, al menos en cuanto a su estructura, en las prácticas al interior
de ésta y los valores morales que la afectan, hoy en día —para algunos—
continúa siendo percibida y experimentada como:

La unión de personas que comparten un proyecto vital de existencia en co-


mún duradero, en el que se generan fuertes sentimientos de pertenencia a
dicho grupo, existe un compromiso personal entre sus miembros y se esta-
blecen intensas relaciones de intimidad, reciprocidad y dependencia (Pala-
cios y Rodrigo en Navarro, 2002, p. 23).

No obstante, la modernidad nos ha mostrado que “de todos los cam-


bios que ocurren en el mundo, ninguno supera en importancia a los que
tienen lugar en nuestra vida privada —en la sexualidad, las relaciones, el
matrimonio y la familia—” (Giddens, 2000a, p. 65). Esto es lo que, preci-
samente, ocurre en el seno familiar de Blanca Estela; ha cambiado, ya no
es —al menos para ella— ese proyecto vital que funciona como un grupo
unido que brinda apoyo y cobijo a sus miembros.

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Instituciones y vidas precarias como urgencias sociales

Su familia estaba conformada por su mamá, su papá, dos hermanos


hombres y cinco mujeres, además de ella. Pero si pensamos en términos
más amplios y cosideramos a su familia extensa, es decir, la familia de su
mamá (pues con la de su papá dejó de tener contacto cuando éste los
abandonó), es evidente que Blanca Estela era miembro de una amplia red
familiar. “Había veces que nos juntábamos todos, como en Navidad o en
los cumpleaños de mi abuela”, recordó Blanca Estela. Me contó también
que, aunque su abuelo ya había fallecido, la familia se seguía juntando
para convivir. “Era bonito, eran de los momentos que yo digo: quisiera
convivir otra vez, quisiera volver a vivir esos momentos”, pensó ella por un
instante.
Me pregunto, entonces, ¿qué pudo ocurrir para que la vida de Blanca
Estela diera un giro inesperado, tan radical? ¿Qué circunstancias propi-
ciaron un resquebrajamiento en la unión familiar, que produjo la exclu-
sión de una de sus miembros? ¿Cómo es que Blanca Estela terminó sien-
do excluida y abandonada por su familia, en un Centro de Reinserción
Social, aun cuando se distingue por ser un lugar desamparado por el pro-
pio Estado y utilizado como un instrumento de castigo? Una respuesta
posible nos la da Payá (2013) cuando dice que:

La violencia y conflictividad es un elemento que casi siempre nuclea la di-


námica de las familias de estas mujeres: primero, porque su historia familiar
está plagada de abusos, golpes y humillaciones que se han traducido en
deudas imposibles de tramitar; segundo, porque son consideradas las “ma-
las” de la familia y, por ende, están estigmatizadas; tercero, porque existen
desavenencias con la familia y parientes en torno al trato que dan a sus hijos
y que, por necesidad, están al cuidado de dicha parentela y, finalmente, por
la adicción a las drogas (p. 190).

Para dimensionar el espacio donde Blanca Estela habita su condena,


hay que decir que los centros de reclusión, centros de readaptación so-
cial, la cárcel, la prisión, el bote, la penitenciaría, la grande o cana u otro
sinónimo o mote derivado, es en sí un instrumento represivo (Melossi y
Pavarini, 2010), un espacio de vigilancia y castigo (Foucault, 2008), un
mismo sistema que se configura, por un lado, en estructuras de relacio-
nes sociales criminógenas específicas y circunstanciales y, por otro, en
fuerzas antagónicas entre sujetos, por un poder punitivo (Zaffaroni, 2011),
donde según García (2016):

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En un espacio de encierro. Familia, castigo, exclusión y abandono

Existe la confiscación de la víctima —sujeto victimado— y es anulada en la


decisión del destino del victimario —sujeto de delito— por un sistema de
justicia gubernamental donde preexiste una decisión institucionalizada:
la orden del castigo; la cárcel como lugar de segregación para la persona non
grata para la sociedad, el espacio carcelario como un espacio simbólico,
subcultural y/o contracultural donde la interacción —i.e. positiva o negativa—
es una vía constitutiva para las identidades que emergen como una respues-
ta al estado de encierro, al shock de punición y privación de libertades, y
clausura de los derechos humanos; la prisión como espacio que vulnera a la
persona y da muerte social, y clausura del sujeto (García, 2016, p. 140).

La nueva identidad de Blanca Estela surge en respuesta a la exclusión


y el encierro, porque se ha transformado, ya no es la misma. Recuerdo que
escuchándola durante una charla en el lobby del M6, me sorprendí cuan-
do me dijo: “yo estoy como muerta en vida, lo que él me hizo [refiriéndo-
se al victimario de sus hijas] es para morirse; de alguna manera ya no es-
toy viva”. Si esto es así, Blanca Estela, cual ave fénix, lucha por resurgir de
entre las cenizas de una muerte generada por el fuego. Ahora, ahí en la
cárcel, tiene que ingeniárselas para sobrevivir, porque “la identidad per-
sonal se ve transformada, reificada o condicionada, excluida e invisibilizada
o constituida entre la frontera de relaciones sociales criminógenas, rela-
ciones de poder verticales, relaciones simbólicas que subyacen en un en-
clave sociocultural concreto, i.e. la cárcel” (García, 2016, p. 138).
En ese sentido, su relato sobre lo que hace para sobrevivir en prisión
es revelador puesto que, entre otras cosas, Blanca Estela lava trastes y ropa
ajenos. Ha estado “haciendo talacha”; me dijo: “he estado lavando ropa
porque tengo que hacerlo, porque no me van a llegar las cosas de mi fa-
milia; como ya te he dicho, no me ayudan. Es raro cuando mi mamá, allá
a las quinientas, viene”. No obstante, aunque “el conflicto familiar está
mediando las relaciones al condenar y estigmatizar a la prisionera (algu-
nas veces, las internas rechazan la visita)” (Payá, 2013, p.189). En este
caso no fue así, la última vez que su mamá había ido a visitarla —consi-
derando que el mes de la entrevista fue abril— había sido en enero. Des-
de esa vez no había regresado. Así como en el caso de Blanca Estela, en
muchos casos de mujeres privadas de la libertad:

Es común escuchar el abandono en el que se encuentran. La mayoría de las


mujeres que están recluidas cuentan con familia, padres, madres, hijos, es-

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Instituciones y vidas precarias como urgencias sociales

poso o simplemente pareja; sin embargo, muchas de ellas no son visitadas,


principalmente porque el hombre las engaña (incluso si está también reclui-
do) o porque la familia las abandona (Payá, 2013, p. 189).

Además de no recibir visitas, Blanca Estela lidia con lo económico,


pues vive con lo que el cereso le ofrece, que no es mucho, porque su fa-
milia no la apoya en ese sentido. Volviendo a narrar la última visita de su
mamá, me dijo: “ya te digo, vino en enero y el dinero que me puso ese día
fueron cien pesos, y ya no me ha puesto nada”. Ella sabe que las cosas que
necesita para sobrevivir ahí dentro, no le llegarán solas por el hecho de
decir: “ay, aquí estoy, cruzada de brazos esperando a que me llegue algo”.
Por eso ha estado lavando ajeno, como ella misma me dijo: “he estado la-
vando trastes, he estado haciendo el aseo, y bueno, pues ni modo, tengo que
buscarle”. Lo que sus compañeras le pagan no es mucho, porque como
ella misma dice: “hay veces que les digo: cómprame una bolsa de jabón y
dos rollos [de papel], de perdida para lo que necesito”.
La ciudad de Mexicali es una de las más calientes del mundo, en el
verano llega a experimentar los cincuenta grados centígrados y una sen-
sación térmica aún mayor. Por el contrario, en el invierno desciende re-
gularmente a los cero grados. Esto es así debido a que fue fundada en un
desierto. Blanca Estela les ha pedido a sus familiares tanto cobijas para
soportar las bajas temperaturas del invierno, como ventiladores de aire
que le ayuden a apaciguar, al menos un poco —pues los que vivimos aquí
sabemos que no sirven de mucho— el desbordado calor que se siente de
mayo a octubre. No ha obtenido respuesta de ellos. Por el contrario, su
mamá me dijo que, en respuesta a las demandas de Blanca Estela:

Hace como un mes mi hermana me regañó muy duro. Me dijo que yo era
una ingrata, que qué pensaba, que no tenía voluntad de ir a visitar a mi hija.
Me dijo que qué me costaba perder un día, un rato, por ir a verla; que tengo
meses que no voy —porque Blanca se comunica con mi hermana—. “Di
que no tienes voluntad de ir a verla”, me dijo; y me hizo llorar por teléfono;
me dijo un montón de cosas. Entonces, dije yo: “bueno, voy a ir un día de
estos a hablar con mi hermana, voy a platicar seriamente con ella”; porque mis
hijas me dijeron: “¿por qué mi tía te habla así?; mi tía no tiene por qué ha-
blarte así, porque sólo tú sabes lo que estás viviendo” [U] “Voy a hablar con
ella”, les dije.

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En un espacio de encierro. Familia, castigo, exclusión y abandono

Doña Estela también pensaba hablar con su hija, con Blanca Estela:

Voy a hablar con ella y le voy a decir: “mira, Blanca, así están las cosas; yo te
quiero, eres mi hija, pero date cuenta de esto, y esto, y esto, y esto”. Que ella
trate de entenderme; y si es que ella no lo entiende, que trate de entenderlo.
Que sea más humilde, que no exija nada. A lo mejor hasta sus hermanas se
van a compadecer y decir: “Blanca está ahí pagando lo que hizo y no exige
nada, y es humilde”, y a la mejor van a verla.

Conclusión

La violencia intrafamiliar ha venido desbordándose desde hace décadas


atrás en México y el mundo, provocando con ello la muerte de personas,
muchas de ellas mujeres. Las víctimas son quienes otrora fueran seres
queridos y amados por los propios victimarios, lo que ha generado un
desvanecimiento de los lazos sociales. Es a partir de este deterioro, en-
tonces, que los actos de la violencia absoluta (Sofsky, 2004) empiezan a
ser visibles, a tal grado, que se ha puesto en el centro de tal ruptura tanto
al sujeto como a las instituciones sociales, principalmente la familia.
Esto ha provocado el ingreso de muchas mujeres a prisión, visibiliza-
do con ello la gama de violencias y abusos (sociales e institucionales) que
se repiten generacionalmente en las vidas de éstas. Son vidas que oscilan,
por lo tanto, entre familias rotas y el encierro, siendo la exclusión, el aban-
dono, la disciplina y el castigo la constante. No obstante, aunque ante tal
situación (el encierro) toda idea de la familia se rompe, se fragmenta y se
reconfigura, el concepto positivo de la familia entendida como un pro-
yecto vital de existencia en común duradero, no ha podido salir del ima-
ginario del sujeto. Esto complica, precisamente, la interpretación de estas
formas de violencia que tienen la característica de aparecer en formas
que resultan difíciles de expresar y explicar.
Las violencias contemporáneas, descritas y analizadas en este texto,
son violencias que transgreden los principios de socialización humana,
acercándose a la destrucción y degradación humana, tanto de la víctima
como del victimario. Sin embargo, aunque se conocen todos los inconve-
nientes que implica la prisión, es sabido que, con el aumento de la penali-
dad, no se podrá reparar y contener la crueldad que opera en las acciones
de todos los actores involucrados, delincuentes y custodios, por ejemplo.

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Instituciones y vidas precarias como urgencias sociales

Al contrario, la solución se torna compleja y se necesita algo más que


la simple imposición de ciertas normas. Por eso quizá, siguiendo a Fou-
cault (2009), se pueda concluir que la prisión “es peligrosa cuando no es
inútil […] no obstante, no se ‘ve’ por qué remplazarla. Es la detestable
solución que no se puede evitar” (p. 266). Algo muy importante es que,
aunque existen dificultades para llevar a cabo investigaciones del Sistema
Penitenciario en México, las que lo han logrado corroboran el fracaso de
la prisión. Tal conocimiento nos ayuda, por lo tanto, a entender y tomar
conciencia de la necesidad de una reforma estructural al Sistema Carce-
lario mexicano.

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En un espacio de encierro. Familia, castigo, exclusión y abandono

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¿Quién canta en el M6?
Mujeres jóvenes entre la vida y resistencia

Ricardo Carlos Ernesto González*

Introducción

Este capítulo busca exponer un entramado teórico-conceptual para el


análisis de las violencias institucionales ejercidas al interior de los espa-
cios carcelarios, concretamente en el uso de las propuestas analíticas como
necropolítica (Mbembe, 2011) y resistencias socioculturales; mismas que
nos permitirán adentrarnos en una perspectiva transdisciplinar sobre las
condiciones contextuales de las mujeres jóvenes privadas de su libertad,
al articular los trazos de la vida cotidiana en el Centro de Reinserción
Social (cereso) de Mexicali. Esta lectura parte, principalmente, de la crí-
tica sobre la administración de la vida que existe en el ejercicio del siste-
ma penitenciario mexicano, asumiendo que la ruta metodológica está
centrada en las trayectorias sociales e individuales de quienes habitan las
cárceles, pues la condición de privación de su libertad no inicia exacta-
mente al poner un pie en el interior de un centro penitenciario, sino que
arranca desde los escenarios que comparten en la familia, en la calle y en
el trabajo; incluso podemos decir, que sus condiciones vulnerables pro-
vienen de las precariedades identificadas en libertad.

Relatos iniciales

Cuando se nos dice que pensemos en la imagen de un narcotraficante,


de un ladrón, de un homicida o de cualquier otra persona que ha cometido
un delito, solemos recuperar imágenes ligadas a momentos, diálogos o
cualquier otro recurso que ha expresado una noticia de lo malo o del pe-
ligro. Dicho proceso de vinculación no resulta fortuito, ni diferente para
cada persona. Durante los últimos 12 años, que comprenden el sexenio
de Felipe Calderón entre el 2006 y el 2012, hasta el periodo de Enrique
Peña del 2012 al 2018, se observó una recurrencia en los aspectos que se

* Universidad Autónoma Metropolitana.

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Instituciones y vidas precarias como urgencias sociales

tienen del crimen organizado, permeando así nuestra representación so-


cial sobre quiénes son las personas que aparecen, o han sido convertidas,
en rostros de la criminalidad, del deterioro social y de la maldad encar­
nada.1 Esta situación, lejos de permitir entender las problemáticas a la
que nos enfrentamos como sociedad mexicana, sólo ha generado distan-
cias y ausencias en el interés de conocer las condiciones contextuales de
dichos conflictos de poder, de las inseguridades sociopolíticas, de las vio-
lencias desbordadas, del abandono institucional y del exterminio de ciertas
poblaciones.
Así, la imagen que tenemos de quienes son señalados como crimina-
les, deja poco espacio a la mirada crítica, suplantándola por un estigma
petrificado; pues quienes son llamados criminales han perdido la oportu-
nidad del diálogo y, lo que tenemos en su lugar es la construcción simbó-
lica de un blanco fácil para descargar la pena y el dolor que han provoca-
do los conflictos armados derivados del crimen en México. Schedler (2014)
sostiene que la percepción social que se tiene respecto del delincuente es
la de un sujeto socialmente dañino, que debe ser aislado e invisibilizado
de las dinámicas sociales, en tanto el detrimento que pueda provocar. La
pregunta necesaria es ¿dónde se tendría que colocar a estos entes socia-
les? La respuesta rotunda, casi inapelable por el proceso de significación
social, son los espacios de castigo al crimen: las cárceles.
De este modo, ante una necesidad de justicia en un contexto de delito
desbordado como el que México ha padecido durante 12 años, el número
de personas detenidas incrementa aceleradamente sin que se adapten las
condiciones penitenciarias. Según la Comisión Nacional de Derechos Hu-
manos, durante el 2017, se contabilizaron 389 centros de reclusión en todo
el país, tomando en cuenta aquellos centros estatales y federales. Con res-
pecto a la población que los habita, el número ha venido incrementando
de la misma manera, arrojando un aproximado de 249 912 personas para
ese mismo año, de las cuales 12 690 son mujeres y 237 222 hombres.
La saturación de estos espacios es un hecho evidente, la precariedad
de las condiciones en que se encuentran es igualmente deplorable. Sin
embargo, esto parece no tener importancia cuando se trata de criminales.
Debo aclarar que cuestionar la culpabilidad o inocencia de quienes cum-
plen o esperan sentencias en estos espacios carcelarios no es objetivo de
1
Un ejercicio interesante sugerido al lector es el de revisar en términos gráficos, las fotografías
de quienes se nos muestran en notas periodísticas sobre la criminalidad. Haciendo una reflexión de
quiénes son y cómo son quienes representan el rostro del delito.

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¿Quién canta en el M6? Mujeres jóvenes entre la vida y resistencia

este texto. No obstante, proporcionar los elementos del contexto y de la


problemática en los términos más amplios es, sin lugar a duda, una de las
principales tareas en el ejercicio científico crítico. Uno de los ejercicios
incansables de los medios de comunicación ha sido el amarillismo y la
descontextualización del problema; por lo que el proceso crítico no busca
justificar ningún discurso institucional, sino desmontarlo bajo un trabajo
situado.
En el estigma de quienes son señalados como criminales se asume al
castigo como la única opción para quienes son identificados como delin-
cuentes, más allá de la posibilidad de reconocerse como sujetos sociales,
así como las formas en que generan rutas y estrategias de apoyo en el día
a día dentro de una cárcel en México. Los procesos judiciales en México
tienden a ser lentos, mientras que el castigo penitenciario es extremada-
mente largo. La idea de pensar a la cárcel como algo más que el territorio
panóptico, deviene del exceso que emplea en sus castigos, pues más allá
del disciplinamiento, lo que se observa es un exterminio físico y simbólico,
uno que alcanza la memoria.
“Juegas a ser el abogado del diablo” fue una de las expresiones recurren-
tes al momento de hablar de esta investigación en espacios académicos.
Observar, escuchar y conocer las vidas de quienes han sido construidos
como delincuentes, sirve, actualmente, para dos cosas: la espectaculari-
dad de las violencias y la expiación de los males sociales. Es decir, resulta
atractivo apreciar las trayectorias de quienes habitan las cárceles si es a
través de producciones audiovisuales, (series, telenovelas, películas, cor-
tometrajes, etc.), que nos lleven a conocer lo prohibido o ilegal de una vida,
al mismo tiempo que se acompaña de la expectación del castigo público
y la sentencia colectiva del mal social. No podemos dejar de hablar de
una apología de la violencia, en donde sin afán analítico se entretiene con
el dolor y la muerte, con un bien llamado Capitalismo Gore (Valencia, 2010).
Esta ausencia de información sobre las condiciones de vida en la cárcel y
los contextos de dichas personas que ahora cumplen sentencias peniten­
ciarias han llevado, incluso a la academia, a hablar poco de las relaciones
asimétricas con que se habita la cárcel, dando como eje rector el tema de la
violencia bajo dispositivos institucionales. Este trabajo concentra su relato
en las experiencias relacionadas a las violencias que se han ejercido de dife-
rentes formas y direcciones, buscando alcanzar una mayor visibilidad del
fenómeno que las detona o de las consecuencias que dejan. Si bien, a pesar
de que hay muchas formas en que se presenta la violencia, y de las cuales

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Instituciones y vidas precarias como urgencias sociales

hemos generado olvido en muchas de ellas, hablamos de una edición que


Mbembe (2012) sugiere pensar bajo la idea de diseños políticos y socioeco-
nómicos que buscan generar un olvido estratégico social y cultural.
Cuando Foucault (2002) narró el desmembramiento de un cuerpo en
la parte introductoria de Vigilar y Castigar, lo hace en función de analizar
las formas y maneras en que se han transformado las implicaciones del
disciplinamiento, así como los procedimientos que se han reformulado
ante los contextos que cuidan los cuerpos y la visibilidad del castigo mis-
mo. Sin embargo, eso desembocó en otra forma de violencia, pues al no
ser expuesto el castigo en plazas públicas, se procedió a ocultar, esconder
y desplazar a las mismas personas que antes eran exhibidas ante la mira-
da social, bajo un discurso que promulga una presunta reinserción a la
sociedad como sujeto de bienestar.
Al contrario de la exposición absoluta, de ellos, quienes habitan las
cárceles de México, no conocemos los rostros, ni sus trayectorias o sus
experiencias, sino que concebimos como necesarias y correctas edifica-
ciones con altos muros, mallas ciclónicas con puntas afiladas en la parte
superior, periferias alumbradas y torres de vigilancia armadas con cáma-
ras que están despiertas las 24 horas del día, centenares de personas arma-
das bajo órdenes de aplicar la fuerza en caso de ser necesario y estancias
lo más lejanamente posible de la vida cotidiana, comercial, empresarial y
mediática.
Actualmente, lo que sabemos sobre los espacios penitenciarios es
poco, la limitada visión respecto a la vida de quienes habitan estas coor-
denadas es un síntoma, si así lo podemos llamar, del control institucional
que se tiene sobre la información y el conocimiento. La atención que tie-
nen las instituciones por informar correctamente de aquello que se vive y
acontece en las cárceles de México es carente, de la mano con las investi-
gaciones que se han realizado bajo enfoques positivistas y herméticos,
preocupadas por patologizar las vivencias de las mujeres y hombres que
pasan parte de sus vidas en el encierro.
La cárcel, en este tono, se debate en un ejercicio de poder desde lo
institucional y otro desde lo sociocultural; es decir, uno corresponde al
ordenamiento y administración que proviene del Estado, mientras que el
otro es la respuesta desde los tejidos culturales y sociales de quienes habi-
tan las celdas. La dimensión psicosocial de estas personas alude al víncu-
lo de la vida individual y social, desde las experiencias de las poblaciones
en relación con su lugar de origen como blanco de la violencia, en sus

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¿Quién canta en el M6? Mujeres jóvenes entre la vida y resistencia

construcciones de realidades. Llevando todo a una respuesta sociocultu-


ral en formato de agencia, partiendo de la idea de que las personas priva-
das de su libertad no son solamente receptores de las asimetrías y los
ejercicios de poder, sino que articulan formas y mecanismos de resisten-
cia con base en sus herramientas socializadas en el exterior, así como en
el interior de los contextos penitenciarios.

El problema de no (re)conocer

El 17 de septiembre del 2018, en la Ciudad Universitaria (cu) de la Uni-


versidad Nacional Autónoma de México (unam), en la Ciudad de México
(cdmx), se realizó un encuentro académico titulado Acompañamiento
psicosocial a víctimas: retos y perspectivas en México. En donde el escritor
Javier Sicilia afirmaba que, tanto en México como en América Latina, las
violencias han sido sobrediagnosticadas, por lo que, para estos momen-
tos, deberíamos pensar en las formas de intervenir más que seguir traba-
jando desde la investigación académica. Si bien es un acierto en tanto la
cantidad abundante de reflexiones en torno a la violencia, sugiero pensar
este argumento frente a dos realidades emergentes: la primera, refiere a
un desbordamiento de las formas en que se ha implementado la violencia
en México y América Latina, confrontándonos con la necesidad de bus-
car las formas y medios con los que podríamos detener el aumento de
víctimas por las violencias sociales.
Sin embargo, Sicilia, incluso en su buena intención, olvidó la existen-
cia de poblaciones que no han sido, ni siquiera, medianamente diagnos-
ticadas en México. Y ésa es la segunda gran realidad que se desprende de
su comentario. Las vivencias en las cárceles de México están en los lími-
tes de la mirada social y científica. Pocos investigadores, con enormes es-
fuerzos, han comenzado a trabajar de formas críticas las narrativas de
quienes, por un aparato legal, se les ha silenciado sistemáticamente. Aún
más, el costo en esfuerzos ha sido sobrehumano en el proceso de ingreso
a estos territorios, así como el diálogo con estas personas. En este sentido
sugiero que en el tono de la investigación no se debería llevar de la mano
la necesidad de identificar la inocencia o culpabilidad, pues no es parte
del lugar que nos corresponde.
Es posible observar que en los andares analíticos de las ciencias so-
ciales se han dejado deudas pendientes, a diferencia de lo que piensa Sici-

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Instituciones y vidas precarias como urgencias sociales

lia con una bastedad de análisis sobre el tema que convoca este texto. Si
bien las violencias se han trabajado de formas intensas, las lecturas mo-
nodireccionales o monodisciplinares no son lo suficiente para construir
puentes de análisis, al mismo tiempo que son las más abundantes. No ha
bastado, únicamente, con el ejercicio científico (metódico y corroborativo)
de la Sociología, la Antropología, la Psicología o el Trabajo Social, para
llegar a tener perspectivas críticas y conscientes de las realidades sociales
que se transforman a velocidades vertiginosas.
De manera puntual, hemos de mencionar que uno de los tantos apla-
zamientos que han dejado las ciencias humanas y sociales, es el trabajar
de formas críticas con las poblaciones que están privadas de su libertad,
bajo una perspectiva no paternalista, ni resolutiva; una perspectiva que no
pretenda la verdad de su implicación en el delito, una que nos posibilite
ver las asimetrías de poder en sus trayectorias de vida y que, a su vez, no
suponga sus métodos como formas de conseguir confesiones bajo el tono
de interrogatorio. Una prueba de esto han sido las acciones de las comi-
siones de los derechos humanos y del acompañamiento terapéutico en la
reinserción social, que, en lugar de aclarar el panorama, lo han hecho más
complicado de caminar.
Estévez y Vázquez (2017) señalan que, en torno al quehacer de las
ciencias y de los derechos humanos, hay dos grandes betas a seguir en el
mundo contemporáneo y que, por su urgencia, no deben desdibujarse en
los quehaceres de las ciencias sociales (todas). La primera de estas urgen-
cias a trabajar es lo que llaman la explotación económica extrema de la vida,
y la segunda es enunciada como las violencias endémicas en el mundo.
Estos apuntes sobre lo que debemos hacer, o al menos sobre lo que sugieren
que hagamos resultan oportunos en este escenario de excesos y abusos
enfilados.
La sugerencia de Estévez y Vázquez (2017) contiene en sí la capaci-
dad de incitarnos al análisis en diferentes coordenadas, por lo que es via-
ble afirmar en este punto que no todos los encierros convocan las mismas
dinámicas, ni tampoco demandan la misma ritualidad en sus quehaceres
cotidianos. Debemos aclarar que cada espacio penitenciario en México
tiene tratos diferentes a sus poblaciones. Mientras que algunos pueden
tener todos los permisos para estudiar, hacer ejercicio o tocar instrumen-
tos musicales, hay otros que no pueden hacer ninguna de estas activida-
des más que en tiempos restringidos y limitados. Es decir, si pensamos
en términos mucho más fenomenológicos, las experiencias de momentos

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¿Quién canta en el M6? Mujeres jóvenes entre la vida y resistencia

como la salida al patio, las llamadas a familiares o personas en el exterior,


los tiempos de comida, o incluso las actividades deportivas, de ocio y de
educación, representan procesos particulares según la cárcel de la que
estemos hablando.
Esta restricción termina por convertirse en un aspecto de la violencia
para quienes son privados de su libertad. Sin embargo, a pesar de esto, el
discurso de la reinserción social asume que deben mantenerse bajo este
panoptismo que pretende la transformación. Si pensamos en este proce-
dimiento como parte característica de las cárceles en México, tendría
sentido la idea de que el tratamiento penitenciario es, de muchas formas,
insuficiente frente a la realidad de la reincidencia, por tanto, inoperable
en función del bienestar social. Existen discursos que se han generado por
los medios institucionales y que validan a su vez las acciones de éstas;
por ejemplo, la reinserción social como proceso de cambio en quienes ha-
bitan las cárceles nos dice que es posible generar nuevas perspectivas de
vida en quienes han delinquido, pero en términos prácticos, la reincidencia
refleja otra realidad, pues según la Encuesta Nacional de Población Priva-
da de la Libertad (enppl) en el 2017 se presentaba 44.3% de reincidencia
en las cárceles de México.
Si en la legalidad aparecen discursos contradictorios a su fundamen-
to de transformación, en los andares del encierro ilegal aparecen procesos
similares, pero con la orden del castigo inmediato por su abuso. Es decir,
cando refiero a los encierros ilegales, señalo aquellos que se encuentran
en espacios que no son visibles de ninguna forma pública, en donde la
privación de su libertad anula de manera tajante y explícitamente todos
los derechos humanos y sociales a los que tendríamos acceso en la vida
cotidiana; se anulan, entre muchas cosas, las capacidades libres de relacio-
narnos y vincularnos con los otros iguales. En México, las casas de segu-
ridad y los cuarteles de fuerzas militares y de los marinos son el referente
más importante de estos encierros y de la total impunidad. La demanda
de los familiares de los 43 estudiantes normalistas desaparecidos entre
el 26 y 27 de septiembre del 2014, que expresa “investigar y buscar a los
desparecidos en los cuarteles” no es una suposición, ni mucho menos
una exageración, sino que representa el resultado de las indagaciones que
hacen las caravanas y familiares de víctimas de las violencias en nuestro
país.

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Instituciones y vidas precarias como urgencias sociales

En alguna parte del desierto en Baja California

A pesar de esto, quienes están encargados de la seguridad de nuestro país


no han mostrado ningún atisbo de interés. El peor error sería continuar
reproduciendo metodologías herméticas y, en algunos casos, mal inten-
cionadas. Trabajar de cerca y de manera cooperativa con jóvenes que se
encuentran cumpliendo sentencias en México, no es eventual, sino una
urgencia social. La asimetría que se tiene en cada una de estas coordena-
das habla al mismo tiempo de las características que tienen las personas
al ser detenidas, no aisladas sólo en algún elemento social de su vida, sino
que están atravesadas por una serie de contextos sociopolíticos, cultura-
les y psicosociales que deben ser tomados en cuenta.
En Mexicali, Baja California, se encuentran decenas de mujeres que,
bajo la administración del encierro penitenciario, han sido expuestas a
violencias de todo tipo, incluyendo lo ejercido en la legalidad e ilegali-
dad. En las detenciones es un hecho que algunas de las que lleguen al en-
cierro ilegal o del arraigo, no lleguen a pisar una cárcel, en la desgracia de
las violencias desbordadas y de las políticas de muerte. La mayoría de las
personas que ingresan a un arraigo, son parte de los números crecientes
de la ilegalidad y desaparición. Tikal,2 mujer joven originaria del Estado
de México, privada de su libertad en el cereso Mexicali, acusada por los
delitos de: secuestro, crimen organizado, portación de arma y robo de
auto; relata parte de sus experiencias al ser detenida:

Cuando me detuvieron yo estaba en mi casa con mi hija, me llevaron a un


lugar que no sé dónde fue, pero era como una casa, o lo que alcanzaba a ver
entre la cosa que me pusieron en la cara. No veía nada porque me habían
amarrado y me taparon la cara, yo nada más escuchaba lo que decían. Me
aventaron a un lugar que yo digo que era un cuarto… dos marinos me gri-
taban y me pegaban para que yo les dijera que había sido yo la que había
secuestrado al chamaquito, pero yo no sabía ni de qué me hablaban. Uno de
ellos me dijo que ya lo aceptara y que no matarían a mi hija, pero que si no
lo hacía entonces la iban a matar, que para ellos era fácil desaparecer un

2
Los nombres que uso para referir a las interlocutoras en este trabajo fueron parte del diseño
metodológico en donde el anonimato y cuidado de los datos es prioridad. Durante las entrevistas
les pregunté a las entrevistadas si deseaban compartir sus experiencias, además de solicitarles un
nombre inventado por ellas o sugerido para referirse a sus narrativas. Como el de Tikal se encon-
trarán otros relatos similares.

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¿Quién canta en el M6? Mujeres jóvenes entre la vida y resistencia

cuerpo chiquito, que cabía en una caja de zapatos, y que a mí no me iban a


buscar porque también me iban a desaparecer.

Los arraigos eliminan todos los posibles derechos humanos, despren-


den a las personas de la autonomía que puedan convocar sus vidas, po-
niéndolos en una definitiva vulnerabilidad, ya sea a manos del crimen
organizado o de las fuerzas del Estado, pierden el contacto con sus con-
textos sociales y quedan en calidad de personas desaparecidas. Siguiendo
a Goffman (2001), tanto los arraigos como las cárceles pueden ser leídos
a través de la propuesta de espacios totalizadores, pues en la lógica de la
rearticulación del aprendizaje y socialización, la condena y restricción de
los cuerpos, de las emociones y de las memorias; lleva a las personas a re-
formular sus opciones de vida y los tiempos que les son permitidos para
existir; no en un tiempo medido por los procedimientos convencionales,
sino en un tiempo social (Leach, 1989) que sobrepasa los efectos del
primero.
Aunque el arraigo representa una forma de encierro que transita en-
tre lo legal e ilegal, es un hecho que articula la primera parada de las de-
tenciones en México, y que estos arraigos son articulados por una serie
de violencias sistemáticas. La detención, sin la oportuna información del
motivo por el que es efectuada dicha acción, es una violación directa a los
derechos humanos y ciudadanos. Pero, si pensamos en la clave sistémica,
no son las personas detenidas las únicas que se ven afectadas: las fami-
lias, quienes buscan a sus hijas, hijos, madres, padres, hermanas y herma-
nos, etcétera, son otra de las partes violentadas en el proceso.
Zayra, mujer joven privada de su libertad en el cereso de Mexicali,
cuenta que en su transitar por el poder institucional, desde su detención,
fue llevada oculta a un terreno abandonado a las orillas del puerto de
Veracruz, de donde es originaria. Al estar ahí pasó por un proceso de tor-
tura, posteriormente fue arraigada durante dos meses en la cdmx y por
último trasladada a Mexicali. En ese proceso no tuvo información de los
lugares a donde era desplazada; sumado a esto, su familia asumió que ha-
bía sido asesinada por algún cartel del crimen organizado o por las fuerzas
armadas del Estado, llevando así un proceso de duelo en la ausencia de
información sobre su paradero. Sin embargo, aun a pesar de estar bajo el
cuidado de una administración del Estado, la disposición de su vida estaba
fuera de sus decisiones.

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Instituciones y vidas precarias como urgencias sociales

Después de que me sacaran de mi casa que me llevan a una camioneta, eran


los marinos, porque cuando entraron a mi casa sí los vi, después ya me lle-
vaban con cinta en la cara. Yo conocía bien el puerto, entonces cuando co-
menzamos a avanzar pues reconocí hasta la salida a la caseta que va para
Xalapa, ahí nos metimos a terracería, porque brincaba mucho la camioneta.
Después de unos, qué serán, 10 minutos que nos bajan, porque veníamos
varias personas… Después de todo el cuento ahí, pues de la tortura, nos
volvieron a subir y que nos llevan al aeropuerto, aunque nos taparan la ca-
beza reconoces el ruidazal que hacen los aviones. Esa fue la imagen más fea
de mi vida, vi cuerpos colgados como vacas, como en las carnicerías, un
montón de sangre, yo pensé que a eso nos llevaban ahí, pero no, que me to-
man mis huellas, mis datos y que me suben a un avión, ahí vi, bueno conté
como a 20 personas, casi todas éramos mujeres y unos chamaquitos. En el
edificio que estábamos, después me enteré que era en la Ciudad de México,
pero ya que estábamos por volver a subir a un avión, era de los marinos,
puros marinos en todos los pisos, nos tenían por colores, azules, amarillos,
rojos y cafés, cada color era un delito, nos bajaban para comer… Después
que me suben a un avión, de nuevo, sin saber nada, llegamos y cuando nos
bajaron del avión yo sentí como me dio en la cara lo caliente, pensé que era
la cosa del avión que va en las alas, pero después me di cuenta que no, esta-
ba aquí, cuando me dijeron que era Mexicali, yo pensé que estábamos por
algún lugar de Monterrey, pero ya con las semanas me contaron que estamos
en la frontera con Estados Unidos, que estamos a un lado de Tijuana. Así
pasaron ocho años, hasta que un buen día una compañera me dijo que su
mamá iba a ir a Veracruz, le dije que buscara a mi familia… dos meses después
mi mamá supo que yo estaba viva y un años después supe que no habían
matado a mi hija, que la recogió un vecino y la cuido esos años, porque él
no conocía a nadie de mi familia y no quiso entregarla a los marinos, pues
en Veracruz sabíamos que esos son los que matan y desaparecen gente.

En la fuerza institucional que poseen, en el peso aplastante de dichas


instituciones como el sistema penitenciario, se constriñen las vidas de
quienes son puestas a disposición de un aparato penal que está preocupa-
do por cumplir con sentencias despersonalizadas, por limitar individuos
que porten un número, un color y, en algunos casos, una referencia por
su delito, una lógica de poder panóptico (Foucault, 2002). Pero en un es-
cenario así, la diversidad a la que apelan las cárceles, y de sus poblaciones,
hacen notar diferentes niveles de vulnerabilidad y de violencia que deben

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¿Quién canta en el M6? Mujeres jóvenes entre la vida y resistencia

ponerse en la mesa del debate contemporáneo, del contexto mexicano y


de las atmósferas discursivas que han generado las narrativas institucio-
nales de lo que es posible mirar como violento y lo que no.
Según Walmsley (2016), en un estudio publicado a través del Interna-
tional Centre for Prision Studies (icps), América es el segundo continente
con mayor número de centros carcelarios, en esta lógica cuantitativa,
México se encuentra entre los 10 países con mayor número de población
en situación carcelaria.3 Estos datos del icps nos orientan a pensar, en
términos poblacionales, el lugar que ocupa México (séptimo) en dicha
clasificación también debemos señalar que en este continente las condi-
ciones en que se dan los encierros son, en gran intensidad, diferentes se-
gún el contexto sociopolítico. No podemos comparar, por ejemplo, las
condiciones en que se encuentra la población en cárcel en Estados Unidos,
con quienes habitan las cárceles de México, o en comparación con las
cárceles de Rusia, entre otras.
En México la población joven en prisión va en aumento, según inegi
(2017), 25.7% de la población total del país está entre los 18 y 30 años, lo
que nos da como pista que el grueso poblacional juvenil sigue siendo una
parte representativa del país; situación que a su vez lo coloca como el sec-
tor con mayor nivel de vulnerabilidad. La opción de acceso a espacios la-
borales formales es reducida y con ello deviene la dificultad del acceso a
servicios de salud pública, estudios, servicios básicos y hogar. Pensar en
el crecimiento de las poblaciones en las cárceles, se vería directamente
relacionado con el grueso poblacional más precario. En 2017 la enppl
afirman que 33.8% de la población total de las cárceles en México son jó-
venes (mujeres y hombres); es decir, no sólo representan una gran parte
en libertad, sino que también en el encierro.
Al tener una población tan representativa de jóvenes en espacios car-
celarios, las opciones de generar formas de ocupación al interior de estos
centros deberían corresponder a dichas características poblaciones, es
decir, pensar en formas de ocupación redituables para sus gastos y nece-
sidades. Sin embargo, la distancia y el diálogo entre estas juventudes y las
instituciones es abismal. En el mismo tono, el debate sobre el presupuesto
destinado al sistema penitenciario de México ha brindado datos sobre el
costo de cada interna e interno, arrojando un aproximado de 140 pesos
3
Para finales del 2016 el icps destacó los diez países con mayor población en cárcel, en función
de su población nacional (comenzando con el que tiene mayor número de su población nacional
en cárcel): Estados Unidos, China, Rusia, Brasil, India Tailandia, México, Irán, Turquía e Indonesia.

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Instituciones y vidas precarias como urgencias sociales

diarios, y 51 100 pesos al año (Zepeda, 2013). El icps reporta que para el
2016 había 217 868 personas cumpliendo sentencia o en proceso de reci-
bir una en las cárceles en todo el país, de las cuales, aclaran, había 10 832
mujeres.
Si los datos son cercanos a la situación actual (pensando que de esto
ya han pasado algunos años), pareciera que la prioridad, en términos de
número poblacional, está centrada en los hombres (al ser una mayoría
numérica); sin embargo, y que para eso nos sirva la lección del trabajo de
campo, al estar y transitar los espacios carcelarios femeniles, los discur-
sos institucionales se desvanecen con gran facilidad y pierden la consis-
tencia a la que apelan por ser objetivos, así como comprobables.
En una ocasión, realizando trabajo de campo en enero del 2016, al
interior del cereso El Hongo, ubicado sobre la carretera libre Tecate-Baja
California, un grupo de estudiantes de la Universidad Autónoma de Baja Ca-
lifornia son guiados por el interior del centro con el fin de que conozcan
las instalaciones y el funcionamiento de éstas. Un hombre quien se pre-
senta como el director del cereso, menciona: “los internos de este centro
están en completo contacto con sus familias, tienen espacios adecuados y
tiempos de visita que funcionan como principal vínculo con sus círculos
familiares. Nosotros estamos conscientes de que sus familias son quienes
dan felicidad y tranquilidad a los internos; cuando ellos están cerca de
sus familias, el proceso de reinserción es más efectivo, sus lazos son más
fuertes”.
Esta lógica, aunque se trata de un centro penitenciario para varones,
funciona en todos los espacios administrados por el sistema penitenciario
de México. La disyuntiva viene cuando emerge la incongruencia con dicho
proceso de reinserción social. Al contrario de lo que se plantea, los espa-
cios carcelarios rompen con todos los lazos familiares, al mismo tiempo
que eliminan las posibilidades de convivencia a falta de medios adecuados
en sus procesos de asignación de sentencias. Esto da como resultado un
dato abrumador, las mujeres son la población abandonada por sus fami-
liares con mayor rapidez en comparación a las poblaciones varoniles.

Una cárcel, un encierro, una frontera

Hasta este punto, es claro que las condiciones del encierro tienen una car-
ga de violencia importante. El sistema que rodea al contexto penitenciario

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¿Quién canta en el M6? Mujeres jóvenes entre la vida y resistencia

es tan precario como la misma cárcel al interior. Sin embargo, como an-
tes he mencionado, las características del espacio y de la población son
fundamentales si pensamos en las particularidades que evoca la intersec-
cionalidad. En Baja California, en la ciudad de Mexicali, al interior del
Centro de Reinserción Social (cereso)-Mixto, en una de las esquinas más
profundas de la edificación, con pocos recursos y en precarias condiciones
(casi extremas por el frío y calor característico de esta zona desértica) está
el denominado Metro Sexto (M6) que es la zona femenil de dicho espacio
carcelario. Una estructura de dos niveles que alberga en su primer piso a
las mujeres que son originarias de Baja California y en su segundo piso,
de forma muy particular, se encuentran quienes provienen de diferentes
estados de la república y que, por un traslado casi siempre desinformado,
fueron traídas a una ciudad de la que desconocían su existencia.
Podríamos preguntarnos ¿qué implica que a una persona se la lleve
lejos de todo vínculo social-afectivo? Según las propuestas de análisis so-
bre las violencias que hace Mbembe (2012) pensar en las estrategias que
el Estado efectúa sobre los sujetos sociales, nos lleva a reflexionar acerca
de la minuciosidad de limitar, prohibir, censurar, negar y restringir la
vida social de diversos sujetos. Si bien, es reconocido que el poder socia-
lizador de la familia es uno de los principales incentivos en la formación
del self (sí mismo) social, el contexto cultural en el que se desarrollan las
personas, junto con la familia como primer referente institucional, son
los primordiales detonadores de nuestras acciones (Mead, 1991).
Los protocolos del sistema de reinserción social dictan que es la fami-
lia, en su calidad de socializadora, la que debe ser el referente de los in-
ternos mientras están en su proceso penal. Pero no hay nada más alejado
de la realidad que este principio en su estructura, casi, terapéutica del tra-
tamiento a quienes habitan las cárceles. Primero, porque la precariedad
económica de las familias que tienen algún integrante en cárcel, imposi-
bilita la visita; y segundo, las distancias son para algunos casos excesivas,
por lo que no podemos evitar discutir sobre los criterios de traslado que
son aplicables en México. Karina, mujer joven privada de su libertad en
el cereso Mexicali, originaria de la ciudad de Puebla, dice:

Cuando se llegaron los 80 días de arraigo, el ministerio público me dijo que


se me daba la libertad de arraigo, pero que iba a ser trasladada a un penal de
máxima seguridad, por los delitos que yo traía y por ser delito federal… No
me dijeron que me traían a Mexicali, ni a ningún lugar, simplemente a un

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Instituciones y vidas precarias como urgencias sociales

penal de máxima seguridad. Me llevaron al hangar, tomamos el avión y pues,


yo no sabía a dónde iba.

Con este ejemplo y los anteriores mencionados tendríamos que


cuestionarnos: ¿Qué sentido tiene un traslado desinformado? Respon-
dernos a esto, nos lleva a pensar en tres procesos del ejercicio de poder y
de la crítica a las violencias para desmontar el ejercicio del sistema peni-
tenciario.

1. El control de las vidas. Resulta un hecho incuestionable que, para


las instancias penitenciarias, al ser sujetos de detención, pierden
toda capacidad de humanidad, y no es por que en términos jurídi-
cos o de dd. hh. (derechos humanos) se anulen sus garantías, sino
que en la práctica, en eso que Žižek (2008) llama la violencia objetiva,
aparece el rasgo sistémico y “anónimo” de su ejercicio. El control
de las vidas en un traslado de este tipo, en donde la incertidumbre
es un dispositivo de poder, el anonimato de quienes ejercen la vio-
lencia hace efectivo su objetivo a cumplir. Hablamos, entre otras
cosas, de la disposición de seres humanos, que inflan y benefician
a los números favorables de las detenciones, principalmente, en el
sexenio de Felipe Calderón.
2. Ruptura de los lazos institucionales. El discurso hegemónico sobre
la reinserción social se encuentra en una grave contradicción, la
pretensión de cuidado y cambio de vida está, solamente, en el dis-
curso prefabricado, pero no existe en las prácticas institucionales.
Una y otra vez emergen narrativas que vislumbran las rupturas de
lazos familiares ante traslados desinformados.
3. Desdibujamiento del Yo. Las mujeres y hombres que son trasladados
tienden a ser sujetos de violencias en todas sus nomenclaturas. Pero
que se potencian en función de sus historias de vida, de sus vul­
nerabilidades particulares y de sus lugares de origen. En este último
punto se edifica otro nodo en donde las necropolíticas congregan
sus ejercicios. Es un hecho que para este punto no estamos hablan-
do de la violencia en un nivel pleno del aprendizaje social (Bandu-
ra, 1987) como se ha trabajado en las bases de la psicología social.
Sino que la lectura de las violencias es evocada desde atender a las
formas en que los sujetos que son destinatarios de éstas crean y di-
señan formas de actuar frente a su ejercicio.

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¿Quién canta en el M6? Mujeres jóvenes entre la vida y resistencia

Con todo esto, la pregunta de páginas pasadas sobre lo que sabemos


y no de estas poblaciones se recarga en un proceso que denomino de ig-
norancia intencionada, asumiendo que es una construcción sociopolítica
de lo que pasa al interior de los encierros, formando parte de una red que
implica al Estado, pero también a los dd. hh. donde la constante de su ejer-
cicio es anular cualquier tipo de conocimiento sobre el destino que lleva
su vida y el trato que se les dará al interior de los centros penitenciarios.
¿Qué impactos puede tener un traslado desinformado en los encie-
rros legales? Para las mujeres jóvenes que habitan el Metro Sexto (M6) en
Mexicali, el hecho de que parte de su self esté ligado a ser originarias del
sur mexicano (dígase Oaxaca, Chiapas, Guerrero, Veracruz, etc.) les im-
plica una doble sentencia que han de cumplir día con día, una sentencia
penitenciaria que ya abusa de su capacidad de control, reflejada en el
traslado, y un segundo castigo simbólico libre de la regulación de los de-
rechos, dentro del que se les agregan marcos delimitantes de quiénes son
y a dónde van.
Valdría preguntarnos ¿Qué sostiene a las violencias? Desde algunas
lecturas de la psicología social se habla de la liga que tiene un acto violen-
to con las colectividades en que se producen, al mismo tiempo que hay
una referencia, igualmente contextual, desde quienes las ejercen incluso
históricamente (Domènech e Iñiguez, 2002). Toda violencia es articulada
por rasgos sociales, el tejido que se da en la significación de quienes habi-
tan el encierro, deviene y se dota a través de las dinámicas sociales coti-
dianas. Para Schedler (2014) en Ciudadanía y violencia organizada o que
podemos entender, de forma más crítica, como la representación social
(Moscovici y Hewstone, 1986) sobre el delito se consolida de una relación
sólida entre el narcotráfico y la violencia social, determinando así, bajo
un estigma que proviene de varias direcciones, las correspondencias al
orden de la comunicación cotidiana, incluso hasta aquello que viene de
los discursos más institucionales, como los del poder federal, dice:

En México, aun después de 80 mil muertos atribuidos al crimen organizado,


no hemos tenido este tipo de autoreflexión colectiva. Durante el sexenio de
Felipe Calderón, cuando el Gobierno todavía hablaba de la violencia, ni el
Gobierno mismo ni la sociedad política o civil asumían a los delincuentes
como miembros de la sociedad mexicana. El presidente refería a ellos como
si fueran enemigos externos, una suerte de extraterrestres vengativo, que ha-
bían descendido desde el espacio al territorio nacional, amedrentando y

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Instituciones y vidas precarias como urgencias sociales

amenazando a todos los mexicanos, la patria, la gente, los ciudadanos, las fa-
milias mexicanas y a nuestros pueblos (p. 26).

En el M6-Mexicali, el estigma (Goffman, 2006) hegemónico se sus-


tenta en la institucionalidad, la división de los espacios por ejemplo, y los
tiempos de actividades cotidianas como comer, caminar, tomar el sol, ba-
ñarse, asistir a misa, entre otras, denotan un proceso de violencia que,
como plantea Mbembe (2012), tiene como función principal administrar
las vidas de quienes integran sus filas. Pero incluso en estas condiciones, las
mujeres de este espacio, M6, han creado estrategias de resistencia ante una
administración avasallante, han diseñado formas de intransigencias que
deben ser leídas en ese tenor, con toda la dignidad que emergen. La valen-
tía que las recubre nos muestra que incluso en ese potente aparato de aban-
dono, precariedad y muerte, hay quienes desde abajo y a contracorriente
hacen sonar sus voces —y emociones— entre la densidad de los muros y
barrotes del encierro, como diría una de ellas: “cantamos para que se nos
olvide un ratito lo que nos están haciendo”. Domènech e Iñiguez (2002)
afirman que:

…la forma que tenemos de ver actos y actores, (en contextos de violencias),
no es tampoco constante, sino contingente y afectada por los recursos inter-
pretativos que están socialmente disponibles. Y sería ingenuo pensar que
tales recursos están al margen de los intereses de poder y dominación que atra-
viesan a toda formación social (p. ).

Para autores como Reguillo (2012), Nateras (2015), Urteaga (2011),


Valencia (2010), Estévez (2017), Valenzuela (2009), entre otros, las condi­
ciones en que nos encontramos son el resultado de un proyecto de Estado
que está fallido y adulterado, un Estado con crisis civilizatoria, un Esta-
do que derrama sangre por todos lados, un Estado que ve en sus juventu-
des una terrible desechabilidad (Bauman, 2005).
El tratamiento de las vidas y los cuerpos que aparecen en el encierro
está plagado de un ejercicio de diseño narrativo y situado desde el Esta-
do. Hablamos de una violencia, objetiva, en palabras de Žižek (2008),
pero al mismo tiempo, enfrentamos una violencia institucional, una vio-
lencia necropolítica en palabras de Mbembe (2011). Para ambos casos, la
manera en que se concibe la violencia no es unidireccional, de este modo
invito a los lectores a que pensemos y abordemos estas violencias no en

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¿Quién canta en el M6? Mujeres jóvenes entre la vida y resistencia

un solo sentido. Si bien son ejercidas con excesos y abusos por parte del
Estado, también son confrontadas desde otros sitios, desde otras coor­
denadas.
Valenzuela (2009) afirmaba que las juventudes en México y en buena
parte de América Latina, han perdido, no sólo la esperanza en el Estado
benefactor, sino el mismo sentido hegemónico en las prácticas de la mo-
dernidad, del progreso, de las instituciones. Si como dice Foucault (2002)
después de ejercer la violencia como castigo a nivel público, se dieron las
primeras muestras del castigo institucionalizado y reformatorio, en la re-
inserción social en México pareciera que llegamos a un retroceso abru-
mador.
De ahí que proponga verlas, a esas mujeres privadas de su libertad
en el M6, como agentes sociales, con reflexiones profundas de sus vidas,
cuerpos y subjetividades; como sujetos con capacidades de acción fren-
te a las adversidades, e incluso a las presiones del biopoder (Foucault,
2002). Así, Valenzuela (2009) enuncia su propuesta de biocultura, en la
que refiere a la somatización del cuerpo y la disputa por su control,
pero también su participación como elemento de resistencia cultural o
como expresión artística, también alude a la confrontación de la condi-
ción de la biopolítica, en la que el cuerpo es territorio de control y so-
metimiento.
El cuerpo (junto con todo lo sensorial que convoca) dice Morín y
Nateras (2009): “es el último reducto de las juventudes en México” (p. ).
Si bien hasta este momento me he dedicado a mostrar mi visión de las
violencias en el encierro (hablando del que se reconoce como legal), no
podemos pensar que somos únicamente receptores de estos ejercicios,
pues, por el contrario, se han gestado tremendas rutas, estrategias, avan-
ces para confrontar, reducir y colisionar sus vidas y esperanzas, siempre
en el ánimo de resistir, de defender lo último que les queda. Cruz afirma:

Cuando llega alguien nueva, lo hace como todas, llega sin nada, llega con la
bendición, con una mano adelante y otra atrás. Pero aquí siempre, no falta,
quién te eche la mano, que te dé papel, que te dé un jabón, hasta que te dé
algo para comer. Porque las custodias no te dan nada, ni tampoco aquí en el
cereso se nos da apoyo de nada. Ya cuando pasa un tiempo y no tienen
información de sus familias, a veces, sí nos comenzamos a hablar, pues le
prestas para una llamada, para que hable a su casa.

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Instituciones y vidas precarias como urgencias sociales

Pero el cuerpo y la “participación”, como estos dos autores afirman,


en el encierro actúan de diferente forma —a veces como contención de
crisis o suicidios—, no es igual a la dinámica que podemos pensar en la
vida cotidiana (en libertad). Paya (2013), planteaba que las violencias en
los espacios carcelarios pelean en una conquista con las intersubjetivida-
des de quienes habitan estos encierros, que si bien se encuentran cum-
pliendo algún tipo de sentencia –o esperando una-, gestan espacios de
tención en donde se suele sobrevivir. Al mismo tiempo marca lo que de-
nomina un inicio de la violencia, dice:

La violencia inicia en las transacciones comunicativas difusas y paradójicas,


en las relaciones de intercambio que transgreden ciertos tabúes, los cuales
generan contrariedades en la identidad de los sujetos, y que tienen su punto
de cristalización en el llamado chivo expiatorio, en la reiteración de la en-
fermedad, en la insistencia en la transgresión y, en casos extremos, en el sa-
crificio de la propia vida (p. 34).

Cantar y resistir

Finalmente debemos cuestionarnos si ¿estamos en un dispositivo insti­


tucional generador de miedo, incertidumbre y desconocimiento? Pues la
esperanza comienza a emplearse como estrategia de reconciliación, así
como de respuesta a los mecanismos de exclusión y materialización de
una potente biocultura (Valenzuela, 2009) que confronta a la misma vio-
lencia institucional. Yaya, mujer joven privada de su libertad en Mexicali,
originaria del Estado de México, relata una de las experiencias que ha vi-
vido al estar en el segundo piso del M6, en donde se les ha asignado celda
a las mujeres que vienen de otros estados de la república —concretamen-
te de la zona centro y sur— mediante los traslados estratégicos —que en
todos los casos son desinformados—, dice:

… con el tiempo pues ya ni tan peligrosas, éramos re escandalosas, porque


pues este nos gustaba cantar mucho y siempre nos iban y nos regañaban:
“no, que dejen de cantar”, no teníamos televisión todos, los demás pasillos
tenían televisión y nosotras no teníamos televisión. Nos poníamos a cantar,
todas las tardes nos poníamos de acuerdo desde la última celda hasta la pri-
mera, este para cantar, nos poníamos a cantar en la tarde, y pues se escucha-

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¿Quién canta en el M6? Mujeres jóvenes entre la vida y resistencia

ba un relajo y este, iban a decir: “cállense que no están en un burdel”, nos


gritaban las oficiales y no pues ya calladitas nos quedábamos, luego si can-
tábamos alabanzas, las de la iglesia, también nos regañaban, nomás nos de-
jaban 5 o 10 minutos cantar y nada más, ya no: “cállense, hay mucho escán-
dalo y sus compañeras de atrás se están quejando que nos las dejan escuchar
la televisión

El sistema penitenciario ha venido intercalándose entre la idea de im-


plementar el castigo y ejecutar las sanciones dictadas por un juez; sin em-
bargo, en ambos casos, el tema del respeto y cuidado a los derechos parece
desfigurarse. Un ejemplo de esto es lo narrado por Yaya, a pesar de estar
recluidas en el mismo edificio del cereso, la separación que hacen las au-
toridades del centro forma parte de una lógica interna en donde el argumen-
to es la búsqueda de seguridad de las jóvenes, esto en tanto que muchas
de las mujeres que son separadas pertenecieron o se les asocia a un cartel
en otro estado, siendo totalmente improvisada esta medida de seguridad.
La división por secciones imaginarias o basadas en criterios poco
congruentes con el proyecto de la reinserción social son un elemento re-
currente, no sólo en este espacio, sino en otros centros penitenciarios.
Sin embargo, las otras atribuciones que se hacen a esta población salen de
cualquier medida cautelar, señalarlas o acusarlas de alta peligrosidad es
más problemático de lo que pareciera, pues el aislamiento y confinamien-
to a estancias sin salidas prolongadas, ni permisos, ni acceso al ocio, ge-
neran un ambiente de tensiones y conflictos.
En este mismo sentido ¿se han preguntado cómo (sobre)viven y re-
sisten las personas en la cárcel? Si su respuesta es sí, felicidades, son parte
de la población curiosa que se atreve a confrontar parte del estigma o
del morbo que nos permea hasta el hueso. Si su respuesta es no, yo les
propongo una mirada del por qué no nos cuestionamos eso. Mbembe
(2012), desde esta postura decolonial y crítica sobre los usos y ejercimien-
to del poder por parte de los Gobiernos mundiales, afirma que “estamos
frente a la organización de una ignorancia a gran escala” (p. ). Situación
que lleva a preguntarme, y preguntarles apreciables lectores ¿por qué ra-
zón desconocemos lo que sucede en los espacios carcelarios? Para Mbem-
be, hay una suerte de aplicación de los dispositivos de información para
hacer de un dato algo hegemónico. No quiero tocar el tema de la mentira
y la verdad, pero sí poner sobre la mesa la idea de una ignorancia que
sirve para invisibilizar a ciertos sectores, una ignorancia intencionada.

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Instituciones y vidas precarias como urgencias sociales

Las resistencias que son diseñadas con las herramientas que tienen a
la mano o a la brevedad de sus existencias, están en constante transfor-
mación, como si un estira y afloja por parte de las autoridades, así como
de las mujeres privadas de su libertad, generaran las condiciones de ges-
tión a nuevas articulaciones bioculturales (Valenzuela, 2009). El cuerpo,
el canto, el arte, la educación, la fe, entre otras, son dispositivos que fun-
damentan la respuesta a las violencias que aplastan y constriñen desde
arriba. Mientras que algunas de estas mujeres cantan, otras proporcionan
productos de higiene personal, ropa y alimento a quienes van llegando
sin recursos del exterior. Elizabeth, una mujer joven que cumple senten-
cia en el M6, menciona:

Cuando llegué no tenía nada, ni ropa, ni dinero, ni nada. No podía llamar a


mi familia, pero tampoco podía salir y como cuando llegas te quitan todo,
pues ya te imaginarás, en calzones y una ropa vieja andaba en la celda, pero
llegando las compañeras me dieron todo, jabón, cepillo, pasta dental, me
dieron hasta lo que no te puedes imaginar, porque no hay recursos, enton-
ces ellas, las compañeras de aquí te dan todo lo que ocupes para que no te
quedes así, sin nada, hasta que tú tienes recursos y puedes apoyar a alguien
que va llegando.

Más allá de una red de apoyo, podemos hacer legible estas acciones a
través de la resistencia, pues mientras logran generar apoyos internos,
también refutan el discurso de la individualidad y la aparente carga nega-
tiva que representan quienes están en el encierro, una suerte de confron-
tación a la representación social de lo que habita el encierro. No podemos
generar afirmaciones de lo que no vemos, mucho menos de lo que los
discursos institucionales emiten, es tarea obligada dialogar con las narra-
tivas de la experiencia, de quienes en su día a día buscan alternativas para
no vencerse en el proceso de cumplimiento o asignación de sentencia.

Conclusiones

Después de estas páginas podríamos confirmar que tiene sentido hablar,


pensar y reflexionar en torno a las vivencias y estrategias de quienes habi-
tan en el encierro carcelario. Y aún más, hablar de sus formas de actuar y
resistir al tratamiento por parte de las instituciones carcelarias. Si bien, sí

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¿Quién canta en el M6? Mujeres jóvenes entre la vida y resistencia

es complicado abordar los excesos de las violencias que experimentamos


en la vida cotidiana —pensemos en el feminicidio y en juvenicidios—, la
situación se torna más lúgubre en la cárcel, y aún más en poblaciones que
están en lugares diseñados para otras poblaciones: mujeres en un sistema
penitenciario pensado para hombres.
El compromiso más importante versa en observar, abordar e interve-
nir en los contextos de mayor exposición a las violencias, en recurrir a
metodologías comprometidas políticamente, que reconozcan la comple-
jidad de los escenarios y de las condiciones sociales en que viven muchas
mujeres jóvenes en los encierros penitenciarios. Nuestra vida saturada de
información nos ha llevado a no tener conocimiento de muchas vidas que
están sujetas, día con día, a procesos de abandono o exterminio. Pero
que en ese mismo trajín se van entretejiendo alternativas de vivir un poco
más de tiempo y de calidad en la cárcel, en condiciones precarizadas, con
pocos recursos y sin el interés de un Estado que atienda a la reinserción y
prevención, ocupado ahora del castigo como único objetivo inapelable.
En ese sentido, los escenarios de la violencia (Nateras, 2010) se han
ido transformado a nivel mundial durante los diferentes periodos histó-
ricos de la humanidad. Y como resultado de eso, hemos visto un cambio
sustancial en la manera de entender y explicar a los sujetos en sus contex-
tos socioculturales (Reguillo, 2004), encriptando en ellos los matices de
la agencia, aplicaciones y ejercicio de poder, de la política, del cuerpo y
de la cultura, por no mencionar las subjetividades, espacialidades y resis-
tencias. Tenemos en las manos un problema urgente y emergente, pero
que está invisibilizado, y mientras estamos ocupados leyendo, estudiando
y reflexionando estos relatos es posible que ellas, a más de 50 o menos de
0 grados centígrados, estén cantando, resistiendo y creando redes de apo-
yo con gran potencia de la que quizá no teníamos idea.

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Sobre los autores

Anel Hortensia Gómez San Luis


Doctora en Psicología y Salud, Maestra en Terapia Familiar y Licenciada
en Psicología, egresada de la unam. Se ha desempeñado como coordina-
dora de programas nacionales de prevención de explotación sexual y tra-
ta; ha sido consultora independiente en el tema de trata de personas, y ha
capacitado a personal de diversos organismos públicos y privados. Ha
dictado cátedra en universidades públicas y privadas, entre las que desta-
ca la unam y actualmente es profesora de tiempo completo en la Facultad
de Ciencias Humanas de la uabc. Cuenta con diversas publicaciones en
revistas y libros de alcance internacional. Desde 2016 forma parte del Sis-
tema Nacional de Investigadores (sni-Nivel 1).

Ariagor Manuel Almanza Avendaño


Doctor en Psicología y Salud, Maestro en Terapia Familiar y Licenciado en
Psicología clínica, egresado de la unam. Ha dirigido y colaborado en di-
versas investigaciones sobre inseguridad, violencia, explotación sexual,
trata de personas, desaparición forzada y salud mental. Cuenta con diver­
sas publicaciones en revistas y libros de alcance internacional, y desde
2016 forma parte del Sistema Nacional de Investigadores (sni-Nivel 1).

Ricardo Hernández Brussolo


Maestro en Psicología Clínica y de la Salud por la Universidad Autónoma
de Tamaulipas. Líneas de investigación: psicología social, violencia y psi-
cología clínica. Actualmente cursa el Doctorado en Psicología de la Uni-
versidad Autónoma de Ciudad Juárez.

Mónica Ayala-Mira
Doctora en Psicología por el Programa Interinstitucional de la Zona
Centro Occidente de la anuies, sede Universidad de Guanajuato. Maes-
tra en Psicología con Residencia en Terapia Familiar por la Universidad
Nacional Autónoma de México. Licenciada en Psicología Organizacional
por el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey. Tiene

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Sobre los autores

una estancia de Investigación en la Universidad Autónoma de Barcelona


con el grupo Fractalidades en la investigación crítica.

Pertenece al Sistema Nacional de Investigadores y cuenta con perfil
prodep. Su línea de investigación: Psicología social y género. Con los te-
mas: género y familia, construcción de masculinidades y feminidades y
violencia de género. Es autora del libro Forjando igualdad y co coordina-
dora del libro Diversidad metodológica en la investigación psicosocial. Ac-
tualmente coordina la Maestría en Psicología de la Facultad de Ciencias
Humanas de la Universidad Autónoma de Baja California en la cual es
profesora-investigadora de tiempo completo y forma parte del ca Estu-
dios sociales, culturales e históricos.

Carlos David Solorio Pérez


Psicólogo, Interventor Educativo, Doctor en Ciencias Sociales y posdoc-
torado en Antropología Social. Ganó el II Concurso Anual de Tesis con
Perspectiva de Género y su tesis doctoral fue publicada como libro por la
Universidad de Colima. Es miembro del Sistema Nacional de Investiga-
dores del Conacyt nivel 1. Actualmente es Coordinador de la Licenciatu-
ra en Psicología en la Facultad de Ciencias Humanas en Mexicali, Baja
California. Líneas de investigación: Familia, género y masculinidades.

Claudia Montaño Mejía


Abogada, doctora en Ciencias Sociales, su tesis doctoral La piedra del po-
der. Un análisis mitocrítico en cuatro novelas mexicanas: Pedro Páramo,
Los recuerdos del porvenir, Oficio de tinieblas y El testigo obtuvo mención
honorífica. Actualmente se desempeña como profesora en la Facultad de
Derecho de la Universidad de Colima. Líneas de investigación: poder,
mito, hermeméutica.

Claudia Salinas Boldo


Doctora en Antropología Social por la Universidad Nacional Autónoma
de México, Maestra en Antropología Social por la Universidad Autóno-
ma de Yucatán, Maestra en Sexología Clínica por el Instituto Mexicano
de Sexología, Especialista en Sexología Educativa y Licenciada en Psico-
logía por la Universidad Marista de Yucatán. Profesora-investigadora de
tiempo completo de la Licenciatura en Psicología de la Facultad de Cien-
cias Humanas de la uabc, campus Mexicali.
Candidata a Investigadora del Sistema Nacional de Investigadores.

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Sobre los autores

Perfil Deseable del Programa para el Desarrollo Profesional Docente para


el Tipo Superior
Áreas de interés: investigación cualitativa, métodos etnográficos, tra-
bajo de campo, investigación audiovisual, ética en el trabajo comunitario,
personas privadas de su libertad, contextos penitenciarios, estigma y ex-
clusión, grupos vulnerables, sexualidades, ciudadanía sexual, erotismo y
género.

Jaime Olivera Hernández


Es doctor y maestro en Estudios Socioculturales (iic-museo, uabc), y li-
cenciado en Sociología (uam-x). Es coordinador y profesor de tiempo
completo de la licenciatura en Sociología (fch, uabc). Su trabajo de in-
vestigación se enfoca en la interpretación de la violencia relacionada al
tráfico de drogas ilícitas, la violencia patriarcal, así como la ejercida en
espacios de reclusión. Ha publicado en coautoría el capítulo: “El uso de la
entrevista en la investigación sociocultural del delito”, en el libro “Making
Of: la práctica de la investigación sociocultural” (uabc). Y ha publicado,
también, recientemente, dentro del libro “Diversidad metodológica en la
investigación psicosocial”, el capítulo: “Narrativas de violencia. Filicidio, muje-
res en prisión y trayectorias de vida” (somepso-uabc). Es miembro del grupo
de investigación multi e interdisciplinario, e interinstitucional: Violencia,
cultura y conflicto.

Ricardo Carlos Ernesto González


Licenciado en Ciencias Sociales por la Universidad Autónoma de la Ciu-
dad de México, Maestro en Estudios Socioculturales por la Universidad
Autónoma de Baja California, actualmente estudiante de doctorado en
Psicología Social por la Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa.
Profesor de asignatura en la uabc y uacm, en las áreas de Ciencias So-
ciales, Historia y Psicología. Autor de diferentes textos en temáticas como
identidades juveniles, violencias sociales y espacios carcelarios.

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Apuntes para la investigación trans-
disciplinar y militante en las ciencias
humanas y sociales coordinado por Mónica
Ayala Mira, Ricardo Carlos Ernesto González y
Claudia Salinas Boldo, fue publicado por la Univer-
sidad Autónoma de Baja California y Colofón. El cui-
dado editorial estuvo a cargo del departamento de Colofón
Ediciones Académicas, un sello de Colofón S.A. de C.V.

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