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La pandemia y la naturaleza de la muerte.

Por Alberto Berro

Una de las consecuencias no deseadas, me parece, de la actual pandemia, como sucede


en general con las pestes y las guerras, es la de confundirnos acerca de la naturaleza de la
muerte. Vemos en los diferentes medios masivos imágenes de un templo lleno de féretros
y vacío de humanos vivos, o de una larga fila de camiones de guerra llevando cadáveres de
una ciudad a otra para ser cremados, o de gente muerta tirada en la calle, o de un camión
lleno de ataúdes de cartón, y nos parece que la muerte es un fenómeno de masas.
Estas imágenes nos despersonalizan y nos alienan como seres humanos. No estamos
teniendo suficiente tiempo ni espacio para la muerte.

Detengámonos un instante. Es cierto que muchos están muriendo en simultáneo, y por la


misma causa (es curioso que nos alivie saber que alguien murió por otra causa, como si
eso hiciera alguna diferencia sustancial). Pero la muerte es otra cosa: un momento
estrictamente individual, en el cual cada uno se enfrenta a su destino final. Es un verbo
activo: cada uno muere. Así como cada uno es el que vivió. Es verdad que todos vamos a
morir, y estas escenas nos lo recuerdan dolorosamente. Es como si el virus nos fuera a
arrastrar a todos. Pero cada uno va a morir a su debido tiempo. El hecho de que el tiempo
de muchos últimamente se esté sincronizando no quita que cada uno muera, repito, a su
debido tiempo. Nadie se muere en la víspera.

Para nosotros los cristianos es muy claro. Que en una batalla partan diez mil soldados el
mismo día significa que cada Hijo ha sido llamado, en el tiempo oportuno, por su Padre y
Creador, de manera propiísima, única, irrepetible, en un instante esencial, para hacer
frente a su destino último como ser personal. Pero me parece que la cosa es parecida, de
hecho, para los familiares y amigos de quien está partiendo, aún sin ser creyentes: el
abuelo no es uno del montón, no es un número de la estadística, no es uno de los
cincuenta mil que murieron por el Coronavirus en el mundo (me pregunto por qué lo
pondremos con mayúscula). Es mi abuelo, es esa persona que llegó al final de su
existencia única e irrepetible en la tierra, en una muerte también única e irrepetible. Su
muerte. No podemos detenernos en cada uno de los cincuenta mil. No los conocemos.
Pero es lo que merecen: un espacio y un tiempo para cada uno.
Dios lo tiene.

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