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DOMINGO XIII DEL TIEMPO ORDINARIO

Mt 10,37-42: “El que no toma su cruz y me sigue no es digno de mí”

En aquél tiempo, dijo Jesús a sus apóstoles:

-“El que quiere a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí; el que quiere a su
hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí; y el que no toma su cruz y me sigue no es
digno de mí.

El que trate de salvar su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí la salvará. El que los
recibe a ustedes me recibe a mí, y el que recibe a mí recibe al que me ha enviado; el que
recibe a un profeta porque es profeta tendrá recompensa de profeta; y el que recibe a un
justo porque es justo tendrá recompensa de justo.

El que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a uno de estos pequeños,
sólo porque es mi discípulo, les aseguro que no perderá su recompensa”.

APUNTES
El Evangelio de este Domingo es continuación del discurso que el Señor dirige a sus apóstoles
luego de llamarlos a sí para enviarlos a anunciar la cercanía del Reino de los Cielos a las
ovejas descarriadas de Israel. El Señor les había advertido ya que en el cumplimiento de su
misión encontrarían una fuerte oposición e incluso la muerte misma, y los había alentado a no
tener miedo a sus perseguidores.

Prosigue el discurso y el Señor Jesús les plantea ahora a los doce apóstoles condiciones
tremendas: “El que quiere a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí; el que
quiere a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí; y el que no toma su cruz y me
sigue no es digno de mí.” “No es digno de mí” es otra manera de decir “no puede ser
discípulo mío”. Quien de los doce no está dispuesto a amar al Señor más que a su padre o
madre, más que a su hijo o hija, más que a su propia vida, no puede ser verdaderamente un
apóstol de Cristo. El amor a Él debe estar por encima del amor a quienes naturalmente más
aman en la vida así como también por encima del amor a la propia vida. ¿No son
desproporcionadas estas exigencias?

Estas fueron las condiciones dirigidas en aquella ocasión a los doce apóstoles, pero ¿son
también válidas para los demás discípulos? La respuesta es afirmativa, si consideramos que
en otros momentos el Señor planteó las mismas exigencias tanto a los todos los discípulos
como a la gente que caminaba con Él. (ver Lc 14,25-27; Mt 16,24-25; Mc 8,34-35; Lc 9,23-24)

Todo aquél o aquella que quiera ser discípulo de Cristo ha de cumplir con la tremenda
exigencia de amarlo por sobre todas las cosas y personas, de tal modo que por Él esté
siempre dispuesto a posponer y sacrificar los vínculos humanos más sagrados. ¿Arrogancia
inadmisible por parte de Jesús? ¿Deben sus seguidores ser considerados por ello una banda
de fanáticos? Sólo a Dios se debe un amor supremo, y así lo manda el primer mandamiento:
«Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente.» (Mt
22,37-38) El amor a Dios, fuente de todo amor humano, debe estar por encima de todo otro
amor. Sólo amando a Dios y abriéndose a Dios que es comunión de Amor, el ser humano
puede llegar a amar con la plenitud del amor con que está llamado a amar.

Jesucristo es verdaderamente el Hijo de Dios, uno con el Padre, de su misma naturaleza


divina, es Dios-hecho-hombre, por ello puede pedir y pide este amor mayor a Él. Amándolo a
Él es al verdadero y único Dios a quien ama¬mos. No es fanatismo amar al Señor Jesús por
encima incluso de la propia vida, sino que es poner las cosas en su recto lugar para poder
desplegar cada cual toda la capacidad de amar que posee por don de Dios. Anteponer el
amor a las personas al Señor Jesús es cerrarse finalmente al amor de Dios mismo, es limitar
la propia capacidad de amar, es empobrecer el propio amor. Anteponer el amor al Señor Jesús
a cualquier otro amor es abrirse al Amor, participar plenamente de ese Amor, es disponerse a
amar como Jesucristo mismo ama, es amar más y para toda la eternidad a quienes más se
ama en esta vida. Así se resuelve esta paradoja que parece imponer al discípulo exigencias
inhumanas. Al pedir que se le ame más a Él el Señor Jesús no pide amar menos a quienes
tanto se quiere, sino que los introduce en un dinamismo de amor que le llevará a amarlos
más aún, amarlos como sólo Dios mismo es capaz de amar.

Por ese amor mayor y radical al Señor Jesús el apóstol ha de tomar asimismo su propia cruz –
como un condenado por el mundo– y seguirlo hasta la donación total de la propia vida.

La cruz, por un lado, es el peso que el mundo echa encima a los verdaderos discípulos —
calumnias, toda clase de mentiras, burlas, desprecios, persecuciones, golpes y la muerte
misma— cuando por su palabra y sobre todo por el coherente testimonio de su vida reflejan
en sí a Cristo.

Puede entenderse también la cruz como un signo de participación en la muerte reconciliadora


del Señor Jesús. En efecto, Cristo, y sólo Él, ha trasformado lo que antes había sido sólo un
instrumento de público escarnio, de tortura y de muerte afrentosa, en el lugar de la
reconciliación entre lo humano —representado por el leño horizontal— y lo divino —
representado por el leño vertical—. Quien toma su cruz, quien asume con coraje y valor el
dinamismo cruciforme en su propia vida, aprende a morir a todo lo que en él lleva a la
muerte, a morir a sus pecados clavándolos en la Cruz con Cristo, experimenta que ante sí se
abre el inmenso horizonte de la vida y de la plenitud humana. ¡Morir para vivir! Todo aquél
que toma su cruz se hace «una misma cosa con Él [el Señor Jesús] por una muerte semejante
a la suya», para participar también de una resurrección semejante a la suya: «si hemos
muerto con Cristo, creemos que también viviremos con Él… Su muerte fue un morir al
pecado, de una vez para siempre; mas su vida, es un vivir para Dios. Así también vosotros,
consideraos como muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús» (2ª. Lectura; Rom 6,4-
11).

A la exigencia de tomar la cruz va unida la exigencia del seguimiento: «el que no toma su
cruz y me sigue», dice el Señor. Seguir al Señor quiere decir andar tras sus pasos, todos los
días de la vida, hasta el Gólgota, hasta el momento de la entrega de la propia vida al Padre.
Es un seguimiento en el camino de la plena y amorosa obediencia a los designios del Padre,
de un amor total que llega al extremo de dar la propia vida por el Amigo y los amigos. Mas la
cruz conduce al discípulo a la plenitud de la vida y de la felicidad. Quien sigue al Señor Jesús
hasta la cruz, se en¬contrará a sí mismo plenamente.

El amor al Señor Jesús no se demuestra únicamente mediante la difusión valiente de su


enseñanza. También se demuestra acogiendo a sus enviados y discípulos. La primera lectura
de este Domingo presenta un episodio que ejemplifica la afirmación del Señor Jesús: «el que
recibe a un profeta porque es profeta, tendrá recompensa de profeta» (Mt 10,41). Una mujer
de Sunem acoge a Eliseo, heredero del espíritu del gran profeta Elías. Le brinda una cordial
hospitalidad al reconocer que aquél hombre de Dios «es un santo» (2 Re 4,9). «¿Qué
podemos hacer por ella?», pregunta Eliseo a su criado. La mujer recibirá como recompensa la
promesa de un hijo que no había podido concebir, siendo su marido ya muy viejo. Dios no
deja de “hacer algo” por todos aquellos que acogen a quienes son enviados por su Hijo,
Jesucristo, a quienes son sus discípulos. En ellos, es al mismo Señor a quien acogen: «Quien a
vosotros recibe, a mí me recibe, y quien me recibe a mí, recibe a Aquel que me

LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

Al tomar la cruz en su sentido figurado, como signo de dolor, de sufrimiento y de muerte, podemos
preguntarnos: ¿quién de nosotros, de una o de otra forma, no experimenta diariamente la lacerante
realidad de la cruz? La cruz no es algo extraño para la vida de todo hombre y mujer, de cualquier edad,
pueblo y condición social. Toda persona, de diferentes modos, encuentra la cruz en su camino, es
tocada y, hasta en cierto modo, es marcada profundamente por ella. «Sí, la cruz está inscrita en la vida
del hombre. Querer excluirla de la propia existencia es como querer ignorar la realidad de la condición
humana. ¡Es así! Hemos sido creados para la vida y, sin embargo, no po¬demos eliminar de nuestra
historia personal el sufrimiento y la prueba» (S.S. Juan Pablo II).

Experimentamos la cruz cuando en la familia en vez de la armonía y el mutuo amor reina la


incomprensión o la mutua agresión, cuando recibimos palabras hirientes de nuestros seres queridos,
cuando la infidelidad destruye un hogar, cuando experimentamos la traición de quienes amamos,
cuando somos víctimas de una injusticia, cuando el mal nos golpea de una u otra forma, cuando
aumentan las dificultades en el estudio, cuando fracasa un proyecto o un apostolado no resulta, cuando
resulta casi imposible encontrar un puesto de trabajo, cuando falta el dinero necesario para el
sostenimiento de la familia, cuando aparece una enfermedad larga o incurable, cuando repentinamente
la muerte nos arrebata a un ser querido, cuando nos vemos sumergidos en el vacío y la soledad, cuando
cometemos un mal que luego no podemos perdonarnos… ¡cuántas y qué variadas son las ocasiones que
nos hacen experimentar el peso de la cruz en nuestra vida!

Al mirarnos y mirar a nuestro alrededor, descubrimos que toda existencia humana tiene el sello del
sufrimiento. No hay nadie que no sufra, que no muera. Pero vemos también cómo sin Cristo, todo
sufrimiento carece de sentido, es estéril, absurdo, aplasta, hunde en la amargura, endurece el corazón.
El Señor, lejos de liberarnos de la cruz, la ha cargado sobre sí, haciendo de ella el lugar de la redención
de la humanidad, uniendo y reconciliando en ella, por su Sangre, lo que el pecado había dividido: a
Dios y al hombre (ver 2Cor 5,19). Él mismo, en la Cruz, cambió la maldición en bendición, la muerte
en vida. Resucitando, transformó la cruz de árbol de muerte en árbol de vida.

Quien con el Señor sabe abrazarse a Su Cruz, experimenta cómo su propio sufrimiento, sin
desaparecer, adquiere sentido, se transforma en un dolor salvífico, en fuente de innumerables
bendiciones para sí mismo y muchos otros. No hay cristianismo sin cruz porque con Cristo la cruz es el
camino a la luz, es decir, a la plena comunión y participación de la gloria del Señor.

¡Cuántas veces nuestra primera reacción ante la cruz es querer huir, es no querer asumirla, porque nos
cuesta, porque no queremos sufrir, porque nos rebelamos ante el dolor, porque tememos morir! La fuga
se da de muchos modos: evadir las propias responsabilidades y cargas pesadas, ocultar mi identidad
cristiana para no exponerme a la burla y el rechazo de los demás, no defender o asistir a quien me
necesita por “no meterme en problemas” o hacerme de una “carga”, no asumir tal apostolado que me
cuesta, no perdonar a quien me ha ofendido porque me cuesta vencer mi orgullo, etc.

Otras veces, al no poder evadir el sufrimiento, no queremos sino deshacernos de la cruz, arrojarla lejos,
más aún cuando la cruz la llevamos por mucho tiempo o alcanza niveles insoportables: “¡hasta cuando,
Señor! ¡Basta ya!” Hay quien perdiendo el aguante y con rebelde actitud frente Dios opta por apartarse
se Él.

La actitud adecuada ante la cruz es asumirla plenamente, con paciencia, confiando plenamente en que
Dios sabrá sacar bienes de los males, buscando en Él la fuerza necesaria para soportar todo su peso y
llevar a pleno cumplimiento en nosotros sus amorosos designios. El mismo Señor nos ha enseñado a
acudir incesantemente a la oración para ser capaces de beber el cáliz amargo de la cruz (ver Mc 14,32-
42).

Asimismo hemos de pedir a Dios la gracia para vivir la virtud de la mortificación, entendida como un
aprender a sufrir pacientemente —sobre todo ante hechos y eventos que escapan al propio control— y
un ir adhiriendo explícitamente los propios sufrimientos y contrariedades —todo aquello penoso o
molesto para nuestra naturaleza o mortificante para nuestro amor propio— al misterio del sufrimiento
de Cristo.

PADRES DE LA IGLESIA
«Aquel que había dicho antes: "No he venido a traer la paz sino la espada y a separar al
hombre de su padre, de su madre y de su suegra", añade a fin de que nadie anteponga el
sentimiento a la fe, lo siguiente: "El que ama al padre o a la madre más que a Mí, no es digno
de Mí". También en el "Cantar de los cantares" se dice: "Él ordenó en mí el amor" (Cant 2,4).
En todo amor es indispensable este orden: Ama, después de Dios, al padre, a la madre y a los
hijos. Y si fuere necesario elegir entre el amor de los padres y de los hijos y el de Dios y no se
pudiese amar al mismo tiempo a todos, el abandono de los primeros no es más que una
piedad para con Dios. No prohibió, pues, amar al padre, a la madre y a los hijos, pero añade
de una manera significativa "más que a Mí"». San Jerónimo

«En seguida, con el objeto de que no tuvieran pena alguna aquellos a quienes debe ser
preferido el amor de Dios, los eleva Él a pensamientos más sublimes. Nada verdaderamente
hay más querido en el hombre que su vida y sin embargo, si no la abandonáis, tendréis
adversidades. Y no sólo mandó simplemente el abandonarla, sino hasta entregarla a la
muerte y a los tormentos sangrientos, enseñándonos que no sólo debemos estar preparados
a morir, esto es, a sufrir cualquier clase de muerte, sino hasta la muerte más violenta y
deshonrosa, es decir, hasta la muerte de cruz. Por eso dice: "Y el que no toma su cruz, etc".
Aun no les había hablado acerca de su pasión, pero los va preparando entretanto, a fin de que
acepten mejor sus palabras cuando trate de ella». San Juan Crisóstomo

«Nuestro Señor Jesucristo ha dicho a todos, en diferentes ocasiones y dando diversas


pruebas: “Si alguno quiere venir detrás de mi, que se renuncie a sí mismo, tome su cruz y me
siga”; y además: “El que de entre vosotros no renuncie a todo lo que tiene, no puede ser mi
discípulo”. Nos parece, pues, exigir la renuncia más completa… “Donde está tu tesoro, dice
en otra parte, allí está tu corazón” (Mt 6,21). Si nosotros, pues, nos reservamos bienes
terrestres o algo perecedero, nuestro espíritu permanece atascado en ellos como en el barro.
Entonces es inevitable que nuestra alma sea incapaz de contemplar a Dios y se vuelve
insensible a los deseos y fulgores del Cielo y de los bienes que se nos han prometido. No
podremos obtener estos bienes más que si los pedimos sin cesar, con un ardiente deseo que,
por otra parte, hará ligero el esfuerzo necesario para alcanzarlos.
Renunciarse es, pues, desatar los lazos que nos atan a esta vida terrestre y pasajera,
liberarse de las contingencias humanas, a fin de hacernos más aptos para caminar por el
camino que conduce a Dios. Es liberarse de los impedimentos a fin de poseer y usar los
bienes que son “mucho más preciosos que el oro y la plata” (Sal 18,11). Y para decirlo del
todo, renunciarse es transportar el corazón humano a la vida del cielo, de tal manera que se
pueda decir: “Nuestra patria está en el cielo” (Flp 3,20). Y, sobre todo, es empezar a ser
semejante a Cristo, que por nosotros se hizo pobre, él que era rico (2Cor 8,9). Debemos
asemejarnos a él si queremos vivir según el Evangelio». San Basilio

CATECISMO
La cruz es camino a la luz

2015: El camino de la perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin
combate espiritual (ver 2Tim 4). El progreso espiritual implica la ascesis y la mortificación que
conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas.

La muerte y la vida en Cristo

1010: Gracias a Cristo, la muerte cristiana tiene un sentido positivo. «Para mí, la vida es
Cristo y morir una ganancia» (Flp 1, 21). «Es cierta esta afirmación: si hemos muerto con Él,
también viviremos con Él» (2Tim 2, 11). La novedad esencial de la muerte cristiana está ahí:
por el Bautismo, el cristiano está ya sacramentalmente «muerto con Cristo», para vivir una
vida nueva; y si morimos en la gracia de Cristo, la muerte física consuma este «morir con
Cristo» y perfecciona así nuestra incorporación a El en su acto redentor.

1011: En la muerte, Dios llama al hombre hacia sí. Por eso, el cristiano puede experimentar
hacia la muerte un deseo semejante al de S. Pablo: «Deseo partir y estar con Cristo» (Flp 1,
23); y puede transformar su propia muerte en un acto de obediencia y de amor hacia el
Padre, a ejemplo de Cristo (ver Lc 23, 46).

«El que quiere a su padre o a su madre más que a mí…»

2232: Los vínculos familiares, aunque son muy importantes, no son absolutos. A la par que el
hijo crece hacia una madurez y autonomía humanas y espirituales, la vocación singular que
viene de Dios se afirma con más claridad y fuerza. Los padres deben respetar esta llamada y
favorecer la respuesta de sus hijos para seguirla. Es preciso convencerse de que la vocación
primera del cristiano es seguir a Jesús.
2233: Hacerse discípulo de Jesús es aceptar la invitación a pertenecer a la familia de Dios, a
vivir en conformidad con su manera de vivir: «El que cumpla la voluntad de mi Padre celestial,
éste es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mt 12, 49). Los padres deben acoger y
respetar con alegría y acción de gracias el llamamiento del Señor a uno de sus hijos para que
le siga en la virginidad por el Reino, en la vida consagrada o en el ministerio sacerdotal.

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