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Lectio Domingo 28 Jun 2020
Lectio Domingo 28 Jun 2020
-“El que quiere a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí; el que quiere a su
hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí; y el que no toma su cruz y me sigue no es
digno de mí.
El que trate de salvar su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí la salvará. El que los
recibe a ustedes me recibe a mí, y el que recibe a mí recibe al que me ha enviado; el que
recibe a un profeta porque es profeta tendrá recompensa de profeta; y el que recibe a un
justo porque es justo tendrá recompensa de justo.
El que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a uno de estos pequeños,
sólo porque es mi discípulo, les aseguro que no perderá su recompensa”.
APUNTES
El Evangelio de este Domingo es continuación del discurso que el Señor dirige a sus apóstoles
luego de llamarlos a sí para enviarlos a anunciar la cercanía del Reino de los Cielos a las
ovejas descarriadas de Israel. El Señor les había advertido ya que en el cumplimiento de su
misión encontrarían una fuerte oposición e incluso la muerte misma, y los había alentado a no
tener miedo a sus perseguidores.
Prosigue el discurso y el Señor Jesús les plantea ahora a los doce apóstoles condiciones
tremendas: “El que quiere a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí; el que
quiere a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí; y el que no toma su cruz y me
sigue no es digno de mí.” “No es digno de mí” es otra manera de decir “no puede ser
discípulo mío”. Quien de los doce no está dispuesto a amar al Señor más que a su padre o
madre, más que a su hijo o hija, más que a su propia vida, no puede ser verdaderamente un
apóstol de Cristo. El amor a Él debe estar por encima del amor a quienes naturalmente más
aman en la vida así como también por encima del amor a la propia vida. ¿No son
desproporcionadas estas exigencias?
Estas fueron las condiciones dirigidas en aquella ocasión a los doce apóstoles, pero ¿son
también válidas para los demás discípulos? La respuesta es afirmativa, si consideramos que
en otros momentos el Señor planteó las mismas exigencias tanto a los todos los discípulos
como a la gente que caminaba con Él. (ver Lc 14,25-27; Mt 16,24-25; Mc 8,34-35; Lc 9,23-24)
Todo aquél o aquella que quiera ser discípulo de Cristo ha de cumplir con la tremenda
exigencia de amarlo por sobre todas las cosas y personas, de tal modo que por Él esté
siempre dispuesto a posponer y sacrificar los vínculos humanos más sagrados. ¿Arrogancia
inadmisible por parte de Jesús? ¿Deben sus seguidores ser considerados por ello una banda
de fanáticos? Sólo a Dios se debe un amor supremo, y así lo manda el primer mandamiento:
«Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente.» (Mt
22,37-38) El amor a Dios, fuente de todo amor humano, debe estar por encima de todo otro
amor. Sólo amando a Dios y abriéndose a Dios que es comunión de Amor, el ser humano
puede llegar a amar con la plenitud del amor con que está llamado a amar.
Por ese amor mayor y radical al Señor Jesús el apóstol ha de tomar asimismo su propia cruz –
como un condenado por el mundo– y seguirlo hasta la donación total de la propia vida.
La cruz, por un lado, es el peso que el mundo echa encima a los verdaderos discípulos —
calumnias, toda clase de mentiras, burlas, desprecios, persecuciones, golpes y la muerte
misma— cuando por su palabra y sobre todo por el coherente testimonio de su vida reflejan
en sí a Cristo.
A la exigencia de tomar la cruz va unida la exigencia del seguimiento: «el que no toma su
cruz y me sigue», dice el Señor. Seguir al Señor quiere decir andar tras sus pasos, todos los
días de la vida, hasta el Gólgota, hasta el momento de la entrega de la propia vida al Padre.
Es un seguimiento en el camino de la plena y amorosa obediencia a los designios del Padre,
de un amor total que llega al extremo de dar la propia vida por el Amigo y los amigos. Mas la
cruz conduce al discípulo a la plenitud de la vida y de la felicidad. Quien sigue al Señor Jesús
hasta la cruz, se en¬contrará a sí mismo plenamente.
Al tomar la cruz en su sentido figurado, como signo de dolor, de sufrimiento y de muerte, podemos
preguntarnos: ¿quién de nosotros, de una o de otra forma, no experimenta diariamente la lacerante
realidad de la cruz? La cruz no es algo extraño para la vida de todo hombre y mujer, de cualquier edad,
pueblo y condición social. Toda persona, de diferentes modos, encuentra la cruz en su camino, es
tocada y, hasta en cierto modo, es marcada profundamente por ella. «Sí, la cruz está inscrita en la vida
del hombre. Querer excluirla de la propia existencia es como querer ignorar la realidad de la condición
humana. ¡Es así! Hemos sido creados para la vida y, sin embargo, no po¬demos eliminar de nuestra
historia personal el sufrimiento y la prueba» (S.S. Juan Pablo II).
Al mirarnos y mirar a nuestro alrededor, descubrimos que toda existencia humana tiene el sello del
sufrimiento. No hay nadie que no sufra, que no muera. Pero vemos también cómo sin Cristo, todo
sufrimiento carece de sentido, es estéril, absurdo, aplasta, hunde en la amargura, endurece el corazón.
El Señor, lejos de liberarnos de la cruz, la ha cargado sobre sí, haciendo de ella el lugar de la redención
de la humanidad, uniendo y reconciliando en ella, por su Sangre, lo que el pecado había dividido: a
Dios y al hombre (ver 2Cor 5,19). Él mismo, en la Cruz, cambió la maldición en bendición, la muerte
en vida. Resucitando, transformó la cruz de árbol de muerte en árbol de vida.
Quien con el Señor sabe abrazarse a Su Cruz, experimenta cómo su propio sufrimiento, sin
desaparecer, adquiere sentido, se transforma en un dolor salvífico, en fuente de innumerables
bendiciones para sí mismo y muchos otros. No hay cristianismo sin cruz porque con Cristo la cruz es el
camino a la luz, es decir, a la plena comunión y participación de la gloria del Señor.
¡Cuántas veces nuestra primera reacción ante la cruz es querer huir, es no querer asumirla, porque nos
cuesta, porque no queremos sufrir, porque nos rebelamos ante el dolor, porque tememos morir! La fuga
se da de muchos modos: evadir las propias responsabilidades y cargas pesadas, ocultar mi identidad
cristiana para no exponerme a la burla y el rechazo de los demás, no defender o asistir a quien me
necesita por “no meterme en problemas” o hacerme de una “carga”, no asumir tal apostolado que me
cuesta, no perdonar a quien me ha ofendido porque me cuesta vencer mi orgullo, etc.
Otras veces, al no poder evadir el sufrimiento, no queremos sino deshacernos de la cruz, arrojarla lejos,
más aún cuando la cruz la llevamos por mucho tiempo o alcanza niveles insoportables: “¡hasta cuando,
Señor! ¡Basta ya!” Hay quien perdiendo el aguante y con rebelde actitud frente Dios opta por apartarse
se Él.
La actitud adecuada ante la cruz es asumirla plenamente, con paciencia, confiando plenamente en que
Dios sabrá sacar bienes de los males, buscando en Él la fuerza necesaria para soportar todo su peso y
llevar a pleno cumplimiento en nosotros sus amorosos designios. El mismo Señor nos ha enseñado a
acudir incesantemente a la oración para ser capaces de beber el cáliz amargo de la cruz (ver Mc 14,32-
42).
Asimismo hemos de pedir a Dios la gracia para vivir la virtud de la mortificación, entendida como un
aprender a sufrir pacientemente —sobre todo ante hechos y eventos que escapan al propio control— y
un ir adhiriendo explícitamente los propios sufrimientos y contrariedades —todo aquello penoso o
molesto para nuestra naturaleza o mortificante para nuestro amor propio— al misterio del sufrimiento
de Cristo.
PADRES DE LA IGLESIA
«Aquel que había dicho antes: "No he venido a traer la paz sino la espada y a separar al
hombre de su padre, de su madre y de su suegra", añade a fin de que nadie anteponga el
sentimiento a la fe, lo siguiente: "El que ama al padre o a la madre más que a Mí, no es digno
de Mí". También en el "Cantar de los cantares" se dice: "Él ordenó en mí el amor" (Cant 2,4).
En todo amor es indispensable este orden: Ama, después de Dios, al padre, a la madre y a los
hijos. Y si fuere necesario elegir entre el amor de los padres y de los hijos y el de Dios y no se
pudiese amar al mismo tiempo a todos, el abandono de los primeros no es más que una
piedad para con Dios. No prohibió, pues, amar al padre, a la madre y a los hijos, pero añade
de una manera significativa "más que a Mí"». San Jerónimo
«En seguida, con el objeto de que no tuvieran pena alguna aquellos a quienes debe ser
preferido el amor de Dios, los eleva Él a pensamientos más sublimes. Nada verdaderamente
hay más querido en el hombre que su vida y sin embargo, si no la abandonáis, tendréis
adversidades. Y no sólo mandó simplemente el abandonarla, sino hasta entregarla a la
muerte y a los tormentos sangrientos, enseñándonos que no sólo debemos estar preparados
a morir, esto es, a sufrir cualquier clase de muerte, sino hasta la muerte más violenta y
deshonrosa, es decir, hasta la muerte de cruz. Por eso dice: "Y el que no toma su cruz, etc".
Aun no les había hablado acerca de su pasión, pero los va preparando entretanto, a fin de que
acepten mejor sus palabras cuando trate de ella». San Juan Crisóstomo
CATECISMO
La cruz es camino a la luz
2015: El camino de la perfección pasa por la cruz. No hay santidad sin renuncia y sin
combate espiritual (ver 2Tim 4). El progreso espiritual implica la ascesis y la mortificación que
conducen gradualmente a vivir en la paz y el gozo de las bienaventuranzas.
1010: Gracias a Cristo, la muerte cristiana tiene un sentido positivo. «Para mí, la vida es
Cristo y morir una ganancia» (Flp 1, 21). «Es cierta esta afirmación: si hemos muerto con Él,
también viviremos con Él» (2Tim 2, 11). La novedad esencial de la muerte cristiana está ahí:
por el Bautismo, el cristiano está ya sacramentalmente «muerto con Cristo», para vivir una
vida nueva; y si morimos en la gracia de Cristo, la muerte física consuma este «morir con
Cristo» y perfecciona así nuestra incorporación a El en su acto redentor.
1011: En la muerte, Dios llama al hombre hacia sí. Por eso, el cristiano puede experimentar
hacia la muerte un deseo semejante al de S. Pablo: «Deseo partir y estar con Cristo» (Flp 1,
23); y puede transformar su propia muerte en un acto de obediencia y de amor hacia el
Padre, a ejemplo de Cristo (ver Lc 23, 46).
2232: Los vínculos familiares, aunque son muy importantes, no son absolutos. A la par que el
hijo crece hacia una madurez y autonomía humanas y espirituales, la vocación singular que
viene de Dios se afirma con más claridad y fuerza. Los padres deben respetar esta llamada y
favorecer la respuesta de sus hijos para seguirla. Es preciso convencerse de que la vocación
primera del cristiano es seguir a Jesús.
2233: Hacerse discípulo de Jesús es aceptar la invitación a pertenecer a la familia de Dios, a
vivir en conformidad con su manera de vivir: «El que cumpla la voluntad de mi Padre celestial,
éste es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mt 12, 49). Los padres deben acoger y
respetar con alegría y acción de gracias el llamamiento del Señor a uno de sus hijos para que
le siga en la virginidad por el Reino, en la vida consagrada o en el ministerio sacerdotal.