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y el maestro-brujo
Del discurso identificante
al discurso delirante
Piera Aulagnier
Amorrortu editores
Buenos Aires - Madrid
Biblioteca de psicología y psicoanálisis
Directores: Jorge Colapinto y David Maldavsky
L’apprenti-historien et le mattre-sorcier. Du discours identifiant au discours
délirant, Piera Aulagnier
© Presses Universitairés de France, 1984
Prim era edición en castellano, 1986; primera reimpresión, 1992; segunda
reimpresión, 1997; tercera reimpresión, 2003
'Traducción, José Luis Etcheveny
ISBN 950-518-481-6
ISBN 2-13-038600-8, París, edición original
ISBN 950-518-481-6
I. Título. - 1. Psicoanálisis
Impreso en los Talleres Gráficos Color Efe, Paso 192, Avellaneda, provincia de
Buenos Aires, en octubre de 2003.
11 Agradecimientos
13 Introducción
Interpenetración y develamiento
Acerca del concepto de potencialidad psicótica,6 yo había
conjeturado que una de las señales que podían revelar su pre
sencia a la escucha del analista era a menudo la presencia, en el
discurso del analizado, de una convicción más o menos puntual,
pero totalm ente extraña, atinente a su funcionamiento somá
tico, en ocasiones a su sistema de parentesco, y menos a me
nudo a las leyes que se supone rigen la realidad natural. Lo
sigo creyendo, pero, así como el concepto de potencialidad to
m a en este libro una acepción más amplia, de igual modo me
parece que estas «convicciones» son el corolario de fenómenos
psíquicos más diversificados. Fuera del registro de la psicosis,
el sujeto en general no otorga a esas concepciones «extrañas»
un valor universal: parece poco curioso, en verdad, por saber
por qué su funcionamiento somático goza o padece de esas par
ticularidades. De esta manera se instala un mecanismo que, a
prim era vista, haría pensar en un clivaje entre una teoría, com
partida por el conjunto de los sujetos y a todos ellos aplicable,
8 A causa de la guerra había vivido solo con su madre sus primeros años.
A partir del análisis de algunos fenómenos aparentemente
afines al que acabo de referir, aunque menos anodinos en sus
efectos, he llegado a entenderlos como la consecuencia de un
acontecimiento psíquico particular: un efecto de interpenetra
ción entre un enunciado de valor identificante, pronunciado
por una voz particularmente investida, y la vivencia emocional
del niño en el momento en que lo oye; en el momento en que, yo
diría, «queda impresionado». E l fantasma inconciente, soporte
y causa del exceso de emoción que experimenta el niño, puede
form ar parte de algo ya-reprimido que retom a, o de un fan
tasm a que acaso, fue reprimido secundariamente. Creo como
Freud que el mecanismo de la represión se termina con la «de
clinación» de la vida infantil, pero antes de esa declinación el
retorno de una representadón reprimida no implica que el yo
no pueda reexduirla de su espado. En nuestro último capítulo
se verá que la organizadón de un espacio de lo reprimido, como
la organización de un espado de pensamiento separado, son el
resultado de una larga négociadón entre la instancia represora
y las aspiradones pulsionales, entre lo reprimido, lo que de ahí
periódicamente retorna, su reexdusión. . .
E n los fenómenos que aquí analizamos nos enfrentamos a la
acdón de algo particularmente no-reprimible. La representa
ción fantasmática ha encontrado, en un enunciado que devela
al yo una posidón identificatoria acorde a la ocupada por el
deseante en el fantasma, un identificado* sobre el cual se des
plaza, sin resto, sin modificadón, el afecto que acompaña a la
representadón fantasmática. E l enunciado identificatorio hace
reflexión en la representadón fantasmática y vuelve inoperan
te el trabajo de modificadón, de relativizadón, inherente al
paso dél afecto, que es propio del fantasma, al sentimiento,
que es resultado de ese trabajo de dadón de sentido, de «pues
ta en sentido», operado por el yo. Desde ese momento el enun
ciado como soporte del afecto preserva a este su intensidad y
su cualidad. Además la representadón ideica hace suya la le
yenda «corporal» del fantasma; dentro de esta hipótesis que
sugerimos, la fórmula de la mala sangre, «sangre de tinta», no
habría sido oída por el yo como una metáfora, sino como la
descripdón de algo visto. Un cuerpo pasa a ser el continente de
un líquido negro, mortífero, un yo se identifica en el tiempo de
la enunciadón con un deseante responsable de esa metamorfo
sis, experiencias puntuales dertam ente muy frecuentes.
La catástrofe corporal
. De la época anterior a sus cinco años, Serge no tiene ni máál
ni menos recuerdos que cualquiera de nosotros: un árbol dé|
Navidad; la prim era vez, teniendo él tres años, que lo dejaroiit
en el jardín de infantes; el recuerdo muy vago de que su hér^
mana lo hacía rabiar a menudo pero que les gustaba much$s
ju g ar juntos al trencito eléctrico; la primera bicicleta que el|
padre le regaló, el primer pantalón largo que le presentó siií
m adre, una prim ita que venía a visitarlos y cuyas trenzas n ij|
bias. lo fascinaban. . . Ni más ni menos recuerdos que cualquiéís
ra, pero la m anera en que tra ta el retomo de esos recuerdos eil|
el curso de su análisis es particular: sólo los evoca y sólo sfij
interesa en ellos si consigue interpretarlos como una pruebáf
anticipada, las máB de las veces, y asaz alambicada, de un selii|
timiento negativo del padre hacia él, que deBde ese momentbj
habría estado ya presente y que él, Serge sólo habría desctx^
bierto a los cinco años. E n efecto, cinco años tenía cuando só|j
brevino un accidente automovilístico: viajaba solo con su padre|
este salió ileso, pero Serge fue proyectado a la calzada y sufrió;?
fracturas múltiples. Én los tres años que siguieron, a raíz déj
una prim era operación mal hecha, sufrirá toda una serie d |j
intervenciones muy dolorosas. E l primer recuerdo que conserlj
va de este accidente se sitúa en un momento inmediatamente
posterior a la prim era intervención: por primera vez oye a sü|
m adre hacer una escena a su padre y acusarlo de ser responsali
ble de lo sucedido a Serge. Le reprochó haber manejado sien®
pre muy rápido y haber dejado que Serge viajara a su lado, effi
lugar de hacerlo sentar en el asiento trasero. ¿Ocurrió está]
escena en el momento de despertar de la anestesia? ¿Pasad®
algún tiempo? ¿Ya de regreso en su casa? Serge no lo sabel
Tiene certeza, por el contrario, de lo que oye en las palabra!
maternas: el padre es designado como el asesino potencial del]
hijo. Ahora bien, la imagen que el discurso de Serge envía so
bre la pareja de sus padres da la impresión de haber sido ellos
muy unidos, de haberse entendido relativamente bien (hasta
diría, mejor que el término medio). Que en un momento,. de
ansiedad por su hijo la madre pudiera reprochar al padre ma
nejar con excesiva velocidad, haber sido imprudente, no pare
ce dudoso, pero no.estoy tan segurá de que la madre haya for
mulado ese reproche con el tono de odio que Serge dice haber
percibido. Y aun si así hubiera sido, uno se puede preguntar
por qué ese reproche único bastó para anular todo lo positivo
que Serge pudo oír en el discurso de la madre sobre el padre.
En este sentido, los elementos que me aporta sobre su vida
anterior a los cinco años, comunican toda la impresión de que
Serge, niño pequeño, había logrado encontrar soluciones a los
conflictos de la fase oral y de la fase anal. Aunque no se puede
indicar fecha fija, la edad de cinco años coincide generalmente
con una suerte de acmé del conflicto edípieo, de la angustia de.
castración, en el momento en que se insinúa en el horizonte él
tiempo en que será preciso concluir esta fase relacional. Cuan
do sobreviene el accidente, se puede pensar que Serge estaba
enfrentado, desde su despertar de la anestesia, con la realiza
ción de una amenaza (pero ¿cuál?), que se manifestaba en muti
laciones de la totalidád de su cuerpo, sobre todo porque era
bastante grande para comprender el pronóstico muy grave, y
felizmente erróneo, que le habían hecho. Durante mucho tiem
po se temió priihero por su vida, después por una recuperación
correcta de sus funciones renales. E ste riesgo de muerte for
mulado por quienes lo rodeaban pudo reforzar la proyección
sobre el padre de la imagen no del agente de una posible cas
tración, sino de la imagen mucho más arcaica de uno que «ame
naza de muerte»^ Fue el padre, médico él mismo, quien, des
oyendo el consejo del médico de familia, eligió al primer ciru-,
jano que cometió un grave error. E l padre entonces, en el espí
ritu del hijo, era el responsable de los sufrimientos de un cuer
po entregado periódicamente a manos de los cirujanos, del re
tomo de esa angustia de muerte que experimentaba cada vez
que lo dormían, de las.dolorosísimas manipulaciones que debió
sufrir en el curso de su reeducación. El recuerdo que Serge
conserva de su padre, desde sus cinco años hasta el día de hoy,
es el de un hombre silencioso, austero, a menudo deprimido.
Para el niño, ese silencio, esa ausencia de toda sonrisa, era la
prueba de que su padre no lo amaba, de que ese hijo siempre
enfermo hería su orgullo, de que había renunciado a todo pro-
yecto en que él participara. Si uno comprende bien que esta:
interpretación armonizaba mucho con lo que vivía el niño, com- l
prende menos que, superada la infancia y emprendido el aná-;
lisis, Serge nunca se hubiera preguntado si la tristeza y el s i|
lencio del padre acaso no se relacionaban con los trabajos por!
los que pasaba su hijo, con la gravedad del pronóstico y hasta,|
con su culpabilidad. Uno tiene la sensación de que la realidad
del sufrimiento vivido por el cuerpo, el deseo de muerte del
hijo hacia el padre, movilizado por ese padecer, han trasfor-í
mado algo «oído» (la acusación de la madre) en la leyenda únicaj
conforme al trabajo psíquico que acompañó a los trabajos pa
sados por este niño. Haciendo suyo un enunciado identificato-í
rio que designaba al padre como asesino, Serge queda prendí-J
do en la posición de un hijo que no podría satisfacer el deseo def
un padre fuertemente investido, como no fuera muriendo. Y co-s
mo este hijo vive, sólo puede vivir contra el padre y atrapándo-J
se en el lazo de una paradoja de la que no ha salido: o bien acep
ta la m uerte, con lo que satisface el deseo del padre, o bien
acepta la vida, pero entonces tiene que librar una lufcha sin fin;
y con armas desiguales contra la omnipotencia que imputa al I
deseo paterno. Aquí ya no se trata de una posición identifica- f
toria «enquistada» entre otras posiciones disponibles para Ser-J
ge; o por mejor decir, sus otras posiciones sólo le son asequi
bles si no queda envuelto en una relación con otro —se trate de
una relación afectiva o de una relación profesional—■, fuerte s
m ente investida y xjue por esto restituye efectivamente a suj
partenaire un poder de placer y de sufrimiento sobre él. Desdé']
luego, nadie puede decir qué habría sido de la vida psíquica de i
Serge en caso de no producirse el accidente. Pudiera ser que.
su trayecto identificatorio quedara igualmente trabado, pudie-í'
r a ser que no. Ni qué decir que en este fenómeno de interpe-4
netración no se puede excluir lo que corresponde a efectos de
reactivación de una relación mucho más arcaica con los dos a
progenitores.
A raíz de la interiorización de la prohibición del incesto y dej
la «conclusión» de un primer tiempo de la infancia, he insistí-^
do en la función de aquel «eso era, entonces» que dota, con*
posterioridad, de una significación nueva a esas pruebas que;]
fueron el destete y la superación de la problemática anal. En el]
momento en que sobrevienen los fenómenos de interpenetra-M
ción aquí considerados, se asiste también a una retroyección de ;
un «eso era, entonces» sobre la totalidad de los trabajos vivi-j
dos. Pero en este caso el «eso era, entonces» no remite ya al
una amenaza de castración que se pudiera evitar renunciando a
ciertas satisfacciones pulsionales, autoprohibiéndose ciertos
deseos, sino al develamiento de una amenaza ya actualizada.
Esta actualización tra e el riesgo permanente de sustituir el
fantasma de castración por un fantasma más arcaico:, el que
pone en escena un anhelo de muerte.
El sujeto entonces puede creer que encuentra la prueba de
la realización de la amenaza, o del anhelo, en un hecho objetivo,
(el accidente para Serge, la m uerte de la madre, como vere
mos para Elisabeth; y en otro caso que tengo en mente, la
deportación del padre) o aun en el mero enunciado de un iden
tificado que cobra para él valor de veredicto indeleble. Desde
ese momento, cada vez que el sujeto se enfrenta con e l deseo,
el suyo y el del otro, se realinea con el identificado a que está
prendido, fijado, y descubre también que en el registro del
deseo no dispone más que de un solo modo relacional. Esta
fijación en Serge ha aislado una de las interpretaciones po
sibles del deseo y de los sentimientos del padre hacia el hijo y
del hijo hacia el padre; ha hecho coincidir una representación
fantasmática del padre con el padre real, le ha hecho excluir
cualquier otra información que la actitud de este hubiera podi
do enviarle, y dejar fuera de su memoria (lo que no quiere
decir que estén reprimidos) otros comportamientos paternos,
que lo habrían obligado o, para mejor decir, lo habrían autori
zado a abandonar su causalidad monolítica acerca de su sufri
miento. Pero esta sombra del padre asesino no sólo recubre a
otras representaciones del padre que acaso existían antes del
accidente: se proyecta sobre la totalidad de las relaciones afec
tivas vividas por Serge en sus primeros años. El «eBo era, en
tonces», sin que el sujeto lo sepa, marcará su interpretación
del conjuntó de los trábqjos de las decepciones, que jalonan la
relación del niño pequeño con su madre-11 Retroyección tanto
más fácil cuanto que todo niño se ha formado a su tiempo una
representación del pecho que lo convertía en un pecho rehu
sado, una representación de una madre ausente que la conver
tía en una m adre rechazadora, una representación de una es
cena primitiva que hacía de ti el excluido. ¿Podemos suponer
que en Serge, así como en otros, habría que conceder un papel
predominante a lo que pudo volver particularmente dramático
Duelo y persecución
Paso áhorá a Elisabeth y a las consecuencias identificatorias
que siguieron a la m uerte de su madre, ocurrida cuando ella
tenía entre cinco y seis años. Si también en este caso un acon
tecimiento cumple la misma función causal monolítica, muy di-
ferentes son la relación de Elisabeth con el mundo y, por Id;
tanto, su relación trasfereñcial. Diferencia que se manifiesta’
desde la prim era entrevista, cuando oímos a Elisabeth hablar
de su madre. Si el discurso de Serge daba la impresión de una:
construcción defensiva, que dejaba muy poco sitio a los afectos
de amor, de deseo, de decepción que habían acompañado su
relación infantil con la madre, cualquier alusión a la madre pro-’
voca en Elisabeth una emoción muy grande. ;
Igual diferencia descubrimos en la relación de Elisabeth con;
su cuerpo, lo que prueba cuán extraño alquimista es la psique^
Desde el momento en que se repuso por completo de las secue
las de su accidente, Serge nunca presentó el menor problema
en su cuerpo. Desde la primera entrevista, Elisabeth me habla
de sus «somatizaciones» (ella es quien espontáneamente em
plea el término): siempre que se encuentra en una situación de
conflicto, a la noche le sobrevienen unos cólicos fortísimos o, en
el curso del día, unas migrañas igualmente intensas. El análi
sis de la problemática de Elisabeth y de su relación trasferen-,
eial no tienen sitio en estas páginas; sólo se trata de delinear las
circunstancias en que se produjo el «acontecimiento» que tan1
profundamente marcó su trayecto identificatorio. Su naci
miento coincidió con la aparición en la madre de una «fatiga»
(es así como la designan en el medio familiar) que le hizo perder
todo interés por su marido y los demás hijos, y la movió a dedi
carse con exclusividad a su bebé recién nacido. Esa fatiga se
habría de trasform ar, cuando Elisabeth tenía tres años, en una
«anemia» que exigió una hospitalización de aproximadamente
un año.12 Durante ese período, según los dichos de Elisabeth
confirmados por el recuerdo que conservan sus hermanas ma
yores, el padre se convirtió en el objeto de un investimiento
masivo: estallaba en sollozos cuando él se iba, se negaba a co
m er hasta que él volviera a la casa, le hacía pequeños dibujos
que le dejaba sobre la mesita de noche. Elisabeth no conserva
ningún recuerdo de lo ocurrido cuando la madre regresó al ho
gar: sólo le acude una imagen, ella y su madre en un jardín, la
m adre recoge m argaritas para hacerle un ramillete. Cinco años
y medio tiene, más o menos, cuando su madre muere repenti- i
namente una noche: el diagnóstico es infarto. Sin que Elisa- ;
beth sea capaz de-precisar si «alguien» habló del asunto en e l:
^ Elisabeth no tiene una idea clara sobre lo que motivé la hospitalización '
de su madre. El discurso del padre sobre esto es muy vago, no le gusta hablar
del asunto y siempre ha recibido mal la menor pregunta. ■
medio familiar, desde ese momento y todavía hoy se ha pre
guntado y se pregunta si la.madre no se suicidó. Pero ¿por qué
causa? No atina a averiguarlo y reconoce fácilmente que el re
cuerdo que ella y sus hermanas conservan de lá pareja paren
tal no justifica en nada semejante hipótesis. Ningún draipa, ni
particular preocupación, ni tensión alguna habían singulariza
do el período trascurrido entre el regreso de la madre y su
muerte.
Paso ahora al episodio ocurrido inmediatamente después de
la m uerte de la madre y que imposibilitó a Elisabeth lograr su
trabajo de duelo, pero en el entendimiento de que tampoco en
este caso yo puedo afirmar que en ausencia de ese aconteci
miento las cosas habrían sido diferentes.
En ese duelo que se abatió sobre ella tan bruscamente, Eli
sabeth niña ve la prueba de que toda muerte es un asesinato,
sí, pero ¿quién es el asesino? ¿la madre que se mata? ¿otro?
Asiste al sepelio con sus dos hermanas; de regreso a casa, se
enzarzan en una disputa. El padre no soporta sus gritos, viene
al cuarto para hacer que se .'callen y las hermanas acusan a
Elisabeth de ya no sabe qué desaguisado. El padre furioso le '
da una bofetada y le grita: «Has matado a tu madre desde tu
nacimiento, desde que has nacido le has impedido vivir, ya no
se ocupó más ni de mí ni de sus otras hijas, sólo existías tú, tus
. mamadas, tus pañales, tu sueño, tú no quieres a nadie».
Elisabeth escucha alelada esta parrafada y se desvanece.
Cuando recobra el sentido, su padre había salido del cuarto y
es su hermana mayor la que tra ta de consolarla. Todavía hoy,
Elisabeth reformula palabra por palabra esta parrafada del pa
dre, respetando su sintaxis y su entonación, como si repitiera
en eco unas palabras que estuviera en vías de comprender.
E n el momento en que Elisabeth se debate con el duelo que
la priva de su madre, en que sin duda se reactivan en su incon
ciente todo un conjunto de representaciones y de afectos liga
dos a su madre (la agresividad- que debió de experimentar
cuando ella la primera vez desapareció para internarse en el
hospital, la cúlpa que debió de producirle la «traición» que la
llevó a trasferir sobre el padre el amor que testimoniaba a la
madre, a esperar de él la protección, los cuidados que la madre
ya no le prodigaba); en ese momento, pues, fue cuando el dis
curso del padre la prendió en la posición de matadora de la
madre: identificado no asumible, que pone al yo frente a la
imposibilidad de seguir siendo, como lo prueba el desvaneci
miento. Cuando Elisabeth vuelve en sí, en la organización de
sus indicadores identificatorios se produce un movimiento que
creo tan brusco como el que lo precedió, y que los había hecho
vacilar en su totalidad: la acusación pronunciada por el padre
se convierte en la prueba evidente de que se la puede acusar de
un «asesinato» que sin duda se ha producido (el suicidio), pero
del que ella es inocente, cuando al mismo tiempo le prohíben
interrogarse sobre quién pudo ser su autor. El padre pasa a
ocupar el puesto del que sólo tolera la vida de sus hijas a condi
ción de que respeten ese silencio impuesto: lo que ella traduce,
por lo que a ella toca, como una orden que recae sobre cual
quier demanda de amor que pudiera formular.
Cada vez que ese silencio es roto, el prohibidor se trasforma
en perseguidor; se convierte en el que te acusa, sin dejarte la
menor posibilidad de disculpa ni de demanda, salvo que des
truyeras a aquel a quien se dirigen tus quejas, tus demandas y
tus amores. A aquella acusación, Elisabeth la vuelve a oír cada
vez que estalla un conflicto, en una relación particularmente
investida, entre ella y otro, hombre o mujer, amante o colega
de trabajo. Todo conflicto agudo es vivido por ella como una
situación que la pone frente a la injusticia, a la hostilidad, y
aun al odio de que la hacen objeto; entonces las manifestacio
nes somáticas que aparecen son, conjugadamente, el castigo
que ella se inflige, la prueba del poder de ese deseo mortífero
del otro. Pero cuando cuida su cuerpo, cuando lo preserva de
todo contacto con el exterior y pasa las noches con una bolsa de
agua caliente sobre su vientre y horas enteras poniéndose com
presas en la frente cuando sufre las migrañas, intenta al mismo
tiempo volver a ser para su cuerpo esa madre «cuidadora» que
tuvo hasta los tres años.
Ni Serge ni Elisabeth se han volcado a una problemática
psicótica: cada vez que la sombra del perseguidor se proyecta
sobre el destinatario de sus demandas, sobre el apoyo de su
investimiento, no se identifican con la imagen del perseguido
según la encontramos en la psicosis. Ha quedado a su alcance
otra respuesta, una respuesta doble:
Cuatro versiones:
La versión de Philippe
Una ambulancia espera a Philippe al descenso del avión: el
consulado francés de Lima había solicitado su repatriación sa
nitaria por razones psiquiátricas. Lo veo en el servicio asisten
cia! dos días después que ingresó. E s un joven de veintiocho
años, muy bien parecido y, en contraposición al descalabro físi
co y de vestimenta de que habla el informe del consulado, pre
senta un aspecto muy cuidado. Visiblemente está contento con
la entrevista que le han propuesto. Desde que entra y me lo
presentan, me estrecha la mano agraciándome con una cálida
sonrisa. D urante toda la entrevista, de ima hora y cuarto más
o menos, soy su interlocutor privilegiádo. Al revés de lo co
rriente, no aprovecha la presencia de los otros terapeutas para
plantear problemas de servido, solicitar permisos 6 que lo den
de alta. Desde el comienzo instaura un clima de confianza y de
sim patía al que soy sensible. Tiene la mirada vivaz, un rostro
muy expresivo. E s evidente que no se siente en la situación de
un cobayo de quien yo explorara las reacdones, ni tampoco en
la de un actor de quien yo admirara, junto con los demás, el
desempeño, sino en la de un sujeto que, con padencia y convic
ción, tra ta de explicar y de hacer que se comprenda su versión
de los hechos. Si no tiene la seguridad de que yo consiga en
tenderlo, no pone en duda mi buena fe ni mi buena voluntad.
No me es fácil —todo analista que trabaje en una institución lo
comprenderá— explicar, dertas reacciones inmediatas que ex
perimento frente a la mirada dé los pacientes que entrevisto.
C iertas miradas me dejan con la sensación de que tras la forta
leza delirante se oculta un pequeño personaje separado del car
celero que custodia la fortaleza, carcelero cuyas órdenes res
peta a la espera de encontrar en el exterior un cómplice que lo
ayude a escapar. En otros casos no leo en la mirada más que la
aflicción, el dramático silencio de un sujeto condenado a ser
por el resto de sus días su propio carcelero. Pero es honesto
agregar que en los casos en que estas reuniones desembocan
en una relación terapéutica, la experienda me ha enseñado que
no siem pre se confirman mis primeras impresiones. Habrá
comprendido el lector que la mirada de Philippe forma parte de
estas.
Aunque su discurso sé centra casi enteramente en su expé-
riencia delirante, y sin que se manifieste ningún asomo de crí
tica, toda la entrevista hace pensar (o me hace pensar) en la
reunión de dos sujetos que juntos se empeñarán en descubrir
las causas enigmáticas de la experienda catastrófica vivida por
uno de ellos. La analogía que acudió a mi espíritu fue el com
portamiento de un enfermo presa de un fuerte sufrimiento fí
sico: en ciertos casos el enfermo no es más que ese grito, esa
queja que da voz a su sufrimiento. En otros casos, con ún sufri
miento no menos intenso, el sujeto conserva la capaddad de
hablar sobre este, de explicar sus efectos y de interrogarse
sobre las causas a que obedece. Tras estrecharme la mano,
Philippe se sienta frente a mi y, antes que le haga pregunta
alguna, toma la palabra:1
E l: E stá Satán, y está San Pedro. San Pedro posee las llaves
del Paraíso. Satán es el que espera. Yo también esperaba, ya
no tenía llaves. Pero entonces.comí de un cacto y me encontré
en un centró de desintegración dé los huesos humanos. Nada
de eso es explicable por la ciencia; nada es explicable. El tiem
po, que es circular, yo, que soy e l primer hom bre. . . Sabe us
ted, mi padre se interesa enormemente por las leyes, pero es
demasiado tarde para que las estudie verdaderamente. Pero
tenía un interés particular por las le y e B . Le voy a dar la prue
ba: cuando tenía escrita una carta, era necesario que la despa
chara. Un rey bretón nunca debe quebrarse la cabeza, nunca
debe tener un accidente.
Y enseguida agrega:
4 Hay todas laB razones para creerle. Sin embargo, el padre, én contradic
ción con b u comportamiento leguleyo, nunca puso en duda la acusación inter
puesta por los otros dos compinches que evidentemente tenían todo el interés
en aprovechar el coma de Philippe para librarse de cargos ellos.
5 E sto aparece escrito con todas las letras en el historial de aquella hos
pitalización.
ma, como el de un niño caprichoso, indócil e incapaz de com
prender lo fatigoso que es para los padres, después de su tra
bajo, tener que pasarse dos o tres horas en el hospital par;
ocuparse de él, para ayudarlo a comer, a orinar, a vestirse.
Todavía más significativas son las cosas con respecto al añ<
de reeducación que emprende Philippe una vez en casa: de est<
no conservan pero ningún recuerdo, son incapaces dé decir s
Philippe empezó a caminar solo o lo ayudaron, de explicar pct
qué durante todo un año nunca exigieron un solo examen di
control, tanto que en la segunda entrevista la propia madri
preguntó a Philippe si de regreso a casa ya caminaba con mu
letas o todavía se desplazaba en sillón de ruedas, si era capa:
de comer solo o lo tenían que ayudar. Pero más elocuente to
davía es la historia o, por mejor decir, la no historia que cuentai
sobre el tiempo que precedió al accidente. El único acontecí
miento a que se refieren (agrego que no hablaron espontánea
m ente del asunto, sino después que uno de los participantes 1<
mencionó) es a una fuga que hizo Philippe cuando tenía catorci
años. Fuga que son incapaces de justificar y que trivializan a
extremo, en contradicción patente con su ideología educativa
(«Cuando tenía catorce años fugó a . . . No se sabe por qué
pero estábamos seguros de que regresaría, son cosas que leí
pasan a los adolescentes, pusimos un aviso de búsqueda y Phi
lippe volvió poco tiempo después».)6 Sobre lo ocurrido antes di
esta fuga, no saben decir absolutamente nada. Yo habría di
asistir estupefacta al hecho siguiente: en dos ocasiones pre
gunté a la m adre y al padre por los recuerdos que conservaba!
de Philippe niño. Me respondieron que Philippe había sid<
siempre un niño muy juicioso, que nunca generó problemas
que era encantador y todo lo ocurrido era la consecuencia de
accidente. Retomé mi pregunta asegurándoles que no ponía er
duda su versión, pero que me gustaría conocer qué pequeñ<
episodio (dicho de niño, cólera, juego, enfermedad. . . ) les ha
bía quedado grabado en su espíritu: me respondieron, y poa
dos veces, que no comprendían mi pregunta.
Y efectivamente, no la comprenden. Por dos Veces tuve reu
nión con la pareja parental, una vez con la madre sola, y dof
con el padre solo. Y en todos los casos me encontré con el mis
La despersonalización
E n la prim era entrevista que tuve con él, el padre me decla
ró desde el comienzo que todos los problemas de Philippe, a
raíz del accidente, desde luego, eran las consecuencias de un
fenómeno de «despersonalización». Retomo ahora, literalmen
te, el comienzo de mi entrevista con Philippe y su padre.
Philippe, para explicar esas pruebas por las que debió pasar,
vuelve sobre sus temas de lo «irracional», las fuerzas «extra-
reales» que gobiernan a los hombres, los «dioses invisibles».
El padre escucha visiblemente interesado; le pregunto en
tonces qué piensa de las tesis de su hijo:
21 Sin duda es el precio a pagar para que él pueda construirse una teoría
Bobre un mundo posible, que sería razonáble e investible.
En efecto, al mundo ordenado de las abejas se opone el iñjjjj
do de la anarquía propio de las avispas. Su único propósito!
una picadura gratuita y que hace mal. No sirven para nadá^l
pueden hacer otra cosa que ejercer un poder de hacer sufritíl
además, «ni siquiera es seguro que eso les cause placer». ( y |
de las expresiones frecuentes en sus padres, al decir de su hm
es «Philippe se mete siempre en avisperos de los que despili
hay que sacarlo porque él es incapaz de librarse solo».) Deál
luego que uno no puede saber qué sueño perseguía el Philipj|
de diez años leyendo con pasión las aventuras de la pequéfi
abeja, pero la teoría del Philippe a quien yo encuentro pone J
relación por una parte las pequeñas abejas y los pequeños
manos, y por la otra el objetivo de las avispas y el de los diose|
A las abejas, pequeños robots contentos, opone esos humatía
que no saben que son sólo robots, pero robots sometidos a li
«programa» que, contrariamente al de las abejas, no responf
a ninguna finalidad racional, a ningún orden que pudiera llegá
a ser fuente de placer, y sobre todo que fuera capaz de abolir^
conflicto.22 Al mundo de la anarquía de las avispas hace corré|
pondencia el proyecto absurdo de esos dioses cuyo acto cread!
está privado de todo sentido, de todo fin aceptable. El suiÉ
miento que la picadura de la avispa produce es tan gratui|i
como el sufrimiento impuesto por las «voces» que le ordenabp
m atarse, dar un salto peligroso que sólo un mono habría podiíft
consumar, que lo metieron en una máquina destinada a «deáfij
teg ra r sus huesos», y todo ello sin que él pudiera comprenda
el porqué y sin que ni siquiera estuviera seguro de que.4|
dioses de quienes las «voces» manifestaban sus intenciones e |
perim entaban al menos un poco de placer. .|
Pero como Philippe es un hombre y no una abeja, intente^
infundir un poco de sentido en esta locura de los dioses denii|
ciando la absurdidad de su proyecto y tratando de hallar til
propósito que justificara ese sacrificio de la vida, que le pidtí|
Un pecho de piedra
Philippe inició su sesión con un prólogo que le es familiar:
que tiene voluntad de venir a verme, que eso no lo molesta,
pero que no ve para qué puede servir. ¿Qué más me puede
decir? Todo lo ocurrido en Pucallpa, ya me lo ha contado; en
cuanto a su infancia (Philippe no ha dejado de reparar en la
importancia'que le atribuyo), no sólo que no puede decir nada
más, sino que sus padres me han «dicho todo, todo» sobre su
historia.
Le recuerdo una intervención que hice unas sesiones antes:
a todos esos pensamientos que le habían quitado de la cabeza,
podíamos juntos tra tar de recuperarlos, al menos en parte.
Philippe me dio una respuesta inesperada: «Creo eompren-
der lo que usted dice, se trataría de recuperar mi verdadero
yo, pero ¿qué haría con eso una vez que lo hubiera descubierto?
¿Qué quiere usted que él pase a ser en mi vida?».
Sorprendida por la expresión su «verdadero yo»,, creí posi
ble darle a entender que una vez recuperado, él quizá nos ense
ñaría que el futuro nunca está decidido de antemano, que en él
puede haber sitio para lo imprevisible, para el cambio. Frente
a la idea de un «fiituro», Philippe produjo un movimiento de
retirada. Me replicó que esas eran «ideas» que él no podía com
prender. Y prosiguió: «Usted querría cambiar lo que yo espe
ro. Eso no es posible. El tiempo es un movimiento falso, uno
cree que anda, pero eso no es cierto. Se lo he dicho ya, para mí
el tiempo es circular, yo no puedo hacer diferencia entre el
pasado y el fiituro. Tampoco puedo hacer diferencia entre la
vida y la muerte. No comprendo nada de todas esas dualida
des: pasado/presente, vida/muerte, presente/futuro, hombre y
m u je r. . . Si hay algo diferente de la vida, no es la muerte, sino
otra cosa, yo no sé qué. Pero sabe usted, nada de eso habría
ocurrido si no hubiera habido Pucallpa; antes no había proble
m as . . . Sí, me aburría en mi trabajo. Pero antes, cuando era
niño, era feliz, no había historias. E ra un niño contento, silen
cioso, soñador, mis padres se lo han dicho. Mis padres, ellos no
hablan más ahora, se ocupan de su partida. Yo por así decir ya
no estoy más ahí para ellos».
La amargura del testimonio de Philippe sobre sus relaciones
actuales con los padres, sobre su silencio, era una abierta des
mentida de ese «silencio feliz» que supuestamente había acom
pañado a su infancia; eso fue lo que le señalé en mi interven
ción:
Yo: Un niño feliz, silencioso, pero ¿qué hay del niño deses
perado?
E l: ¿Qué niño desesperado?
Yo: El que enfermo en su cama «alucinaba» olas que lo su
mergían, que lo sofocarían; y el otro, el que escondido en el
colchón esperaba en silencio la muerte sin atreverse a llamar a
su m adre para que viniera a consolarlo, reconfortarlo. ¿No
cree usted que hay una contradicción entre lo que sus padres y
usted mismo dicen sobre su infancia y esos recuerdos?
E l: No, los padres tienen razón. (Se interrumpe un instante
y agrega:) Puede ser que tenga razón usted. Puede ser que las
cosas no sean como yo me las cuento. Tuve muchísimo miedo
de la m uerte cuando esas dos experiencias, yo no podía hacer
nada, no tenía el hábito de llamar.
Yo: Hay lactantes que lloran desde que su madre ya no está
presente, y otros que callan, puede ser porque creen que llorar
de nada serviría.
E l: Mi madre dice que fui un bebé siempre juicioso. (Enuncia
esta frase con u n tono medio triste, medio burlón.)
Yo: Puede ser que hacerse peruano fuera para usted hacerse
hijo de otro país, romper con su pasado, con su familia, y eso
no debía de ser fácil. A menudo me ha dicho usted que la fami
lia, en su opinión debe permanecer como un todo indiviso so
pena de estallido.
E l: E s verdad, yo lo he creído. Pero ahora ya no sé, no sé
dónde está mi sitio. Hace un rato yo le hablaba de una voz
interior, pero, después de todo, lo que ella dice es efectiva
m ente lo que yo pienso sobre la autólisis. No es verdaderamen
te tentador vivir como vivo, en el hospital, sin nada. . .
Yo: ¿Sin familia?
E l: No sé. Resistir a esa voz no es fácil, pero támpoco lo es
obedecerle (y agrega en sordina:) demasiada violencia, dema
siada violencia.
Ella-él
Philippe retoma la sesión en el punto en que había quedado
la vez anterior: «Siento en mí un deseo de autodestrucción,
estoy en una prisión, no conseguiré salir de ella, tampoco usted
conseguirá hacerme salir. Vea usted, yo no estoy seguro de
tener ganas de salir de este infierno. En el servicio por ejem
plo hay una cantidad de actividades que ellos proponen, pa
seos, excursiones. Cada vez que me piden que participe yo me
rehúso y sin embargo muchas veces querría decir que sí. Sien
to que podría tener ganas, pero algo en mí es más fuerte y me
tengo que rehusar».
E l: Cuando hablo de alas, quiero decir alas, esas con que uno
vuela. (Se interrumpe.) Desde luego, eso me hace pensar tam
bién en el pronombre femenino «elle» y en el pronombre «él»,*
en español, que es masculino.
Yo: Puede ser que hubiera querido usted convertirse en un
personaje que hubiera podido ser conjuntamente hombre y
mujer.
El: No sé qué tendría que hacer para salir de eso. Creo que
tendrían que encerrarme en una caja, encerrarme como a un
predestinado (No estoy segura de que ese fuera él término em
pleado, hablaba en ese momento con voz. m uy baja.), puede
ser que entonces yo pudiera salir de ahí como un faquir, mos
tra r que puedo romper la caja y volver a ser libre.
Interpretar el delirio
Terminaré con unas palabras finales sobre uno de los múlti
ples problemas que la interpretación del delirio plantea.
Contrariam ente a lo que pudieran hacer creer ciertos textos
analíticos, nada es más difícil que interpretar un delirio, a me
nos de conformarse con decodificarlo refiriendo lo que el sujeto
dice a unos conceptos universales y excluyendo nosotros mis
mos de ese modo, a nuestra vez¡ su subjetividad y la singula
ridad de su historia. Si queremos tranquilizamos en vista de
nuestra ignorancia, siempre podremos referir lo que el deli
rante nos dice —y en cierto sentido en todos los casos es posi
ble encontrar tem as semejantes, del mismo modo como se
hallarán escenas similares en la fantasmática de todo sujeto—
sobre el alimento rehusado, la violación dé su pensamiento y
de su cuerpo, el miedo de ser envenenado, el abuso de.poder de
que es objeto, a lo que la teoría enseña sobre la representación
de ese objeto primordial que es el pecho, sobre el deseo de la
madre, sobre la problemática de la fase anal. . . y no quiero
seguir. E l recurso a esas causalidades teóricas y universales
en nuestras interpretaciones puede ser útil a condición de que
sea la excepción y no la regla, de que contribuya a reanudar el
discurso ofreciendo al sujeto puntos de ligazón que le permitan
superar un silencio, retom ar el hilo de su discurso, o aun ase 1
guram os —lo que a veces es necesario— de que hemos sido
capaceB de m antener la posición de un «escuchante», de que en
ese aparente caos de ün discurso que «impresiona» nuestro
pensamiento hemos preservado algunos indicadores que nos
hacen esperar que algo «oíble» puede ser compartido. Pero si
este recurso a la teoría se convierte en la regla, enfrentaremos
al sujeto con la misma prohibición de escribir en su propio
nombre su historia: que la versión que le impongamos sea con
forme a la teoría maternal o a la de Freud no cambia en nada
las cosas. La interpretación sólo tiene alguna posibilidad de ser
eficaz si podemos intercalar, entre la historia que el delirio
cuenta y la historia de una infancia que la teoría nos ofrece,
elementos que devuelvan un lugar y un derecho de ciudadanía
a la singularidad de la historia psíquica de este sujeto.
E n tre .el discurso delirante y las representaciones inconcien
tes que habremos de tra e r a la luz, y nada, és más falso que
creer que el psicótico nos las ofrece en bandeja, tendremos que
interponer lo que yo llamaría «enunciados históricos» que de
vuelven lugar y voz a ese tiempo de la infancia reducido al si
lencio, o a la m uerte, tanto por obra del discurso parental como
del discurso del propio sujeto úna vez pasada la infancia. Sólo
esos enunciados permitirán instalar condiciones que hagan po
sible la interpretación (¿hay que agregar que esta posibilidad
corre pareja con la que adquiere el sujeto cuando se traen a la
luz los movimientos trasferendales?). A ese «tiempo hablado»
que permitimos al sujeto volver a oír y reinvestir, no solamen
te lo vivió en su lejano pasado, sino que ha capturado perfecta
m ente su mensaje; y aun fue para no acordarse más de él y
para obedecer a la prohibición que le hicieron, si terminó por
aceptar creer, o hacer creer a los demás, que toda historia no
es más que una fábula «contada por un idiota y que no significa
nada».
Si en la neurosis invitamos al sujeto a reformular la historia
del niño que ha sido, a reencontrar sus demandas infantiles, a
reinvestirlas a fin de que pueda elucidar cuál ha sido el aporte
de sus propias interpretaciones, de sus propias fantasmaüza-
dones, a su manera de entender el rehüsainiento con que tro
pezaron, en la psicosis tendremos que tratar de que el sujeto-
formule demandas que nunca ha expresado, garantizarle los,
derechos de un «niño demandador», declararlo inocente deí'
crimen de que lo han acusado: lo que él afirmaba ver, experi-:
m entar, comprender, era una pura creación de su espíritu (de-‘
finición profana del término fantasma).
E l neurótico ha excluido de su pensamiento buena parte de
sus «creaciones del espíritu» reprimiéndolas a las cuevas de lo
inconciente. Y cuando ellas retom aron, pudo seguir ignorando
su mensaje por la vía de trasformarlas en «síntomas» que le
perm iten preservar y justificar esa ignorancia. El psicótico ha
sido obligado a excluir en un mismo, movimiento sus represen
taciones fantasmáticas y el conjunto de los pensamientos que,
en el espacio de un instante, las habían vuelto interpretables,
metabolizables por su yo. De esa manera produce la automu-
tilación de una parte de su función ideica, de igual modo como
se impone una automutilación de su capital fantasmático. La
fuerza de convicción que puede corresponder a nuestras inter
pretaciones en el registro de la neurosis no tiene como única
causa el investimiento trasferencial de que goza nuestra perso
na. E sa trasferencia desempeña una función capital, como se
le ha reprochado harto a nuestro método, en la apropiación
«consentida» de una causalidad, que sin embargo exigirá vol
ver a poner Bobre el yunque muchas certidumbres. . . Pero si
la trasferencia no es reductible a la simple sugestión es porque
el sujeto puede, al menos hasta cierto punto, verificar por lo
que él vive, dentro de su experiencia de analizado adulto, la
pertinencia de la reinterpretación que le proponemos de tal o
cual acontecimiento de su historia infantil. A esta historia, el
neurótico la había escrito. Si ha olvidado sus fi-agmentos, las
grandes líneas del relato quedaron presentes en su memoria.
Cuando se tra ta de la psicosis, nuestras interpretaciones debe
rán primero obtener su «fuerza de convicción» dentro de esos
fragmentos de historia que formulamos al sujeto y que le «ha
blan» el tiempo de una experiencia vivida en su infancia. Frag
mentos que le habían prohibido rememorar porque la interpre
tación que él se había dado de las causas de la experiencia no
era «oíble» por la madre. El neurótico encuentra su «prueba de
verdad» dentro del retorno en él mismo, merced a la trasferen-
cia, de un afecto ya vivido. El psicótico la encuentra en el re
tom o a su memoria de algo ya-conocido o de algo ya-pensado,
que había sido excluido de ella. Desde luego que en los dos
casos el retom o de una de esas dos componentes del «aconte
cimiento» arrastrará consigo a la segunda, pero para que el
trabajo analítico pueda alcanzar ese resultado, es preciso que
sepamos además a cuál de esas dos vías tiene que privilegiar
n u e stra interpretación, según la problemática de nuestro
partenaire.
La neo-realidad que el delirio construye tiene una relación
muy particular con lo que retom a dentro del espacio psíquico de
algo ya-oído, ya-visto, ya-experimentado, que se acompaña, en
el momento de ese retom o, de la misma interpretación que el
niño se había dado. Porque esta interpretación, ayer como
hoy, está prohibida, el psicótico sólo la podrá «pensar» aplicán
dola a algo oído, algo visto, algo experimentado de que hace
responsable al perseguidor. De ese modo se produce un clivaje
entre la representación de la experiencia y su interpretación
por el yo, que es la versión psicótica del clivaje representación/
afecto, producido por el obsesivo.
He ahí la razón por la cual, para interpretar el delirio, tene
mos que interponer, entre la interpretación que el sujeto se da
de las experiencias que vive actualmente y la causalidad incon
ciente, la única que podría dar razón de los afectos resultantes,
el relé que nos ofrece lo que podemos conocer, o lo que nos
vemos llevados a suponer, sobre la historia de su infancia.
Si dentro de esta perspectiva consideramos algunos temas
del delirio de Philippe, nos impresiona su similitud con ciertos
enunciados del discurso parental. Cuando los padres de Phi
lippe explican lo que debe ser la vida de un sujeto adulto, de su
nacimiento a su muerte, describen exactamente el destino de
los que él, con razón, llama robots. Cuando Philippe habla de
aquella vuelta hacia atrás que las voces le imponían, de aquel
salto mortal, única salvación posible para su familia de no se
sabe qué catástrofe, en filigrana aparece la emoción del padre
con el recuerdo de aquella fotografía del pequeño uistití, testi
monio de una época que precedió al advenimiento de sus de
presiones, que también él describe como una catástrofe psíqui
ca, una desposesión de sus recuerdos, una dislocación de su
persona.
Y lo propio sucede respecto de ese acontecimiento entera
m ente central que es la ingestión del cacto: incorporación y
destrucción de un pecho, desde luego, pero destrucción que
lleva irresistiblemente á pensar en la repetición, en una forma
invertida, de la amputación de sus órganos que la madre había
aceptado, decisión que Philippe siempre conoció. Por último,
eso no-visto, no-oído, no-memorado por la madre con respecto
a la infancia de Philippe esclarece la prohibición de «ver» que
lé imponen las voces. Las voces lo persiguen, lo condenan á
m uerte a causa de un «saber secreto» que lleva en él mismo; de:
m anera totalm ente explícita la madre le prohíbe poseer el me¿
ñor saber sobre la sexualidad, del mismo modo como le ha rehu
sado toda respuesta que hubiera podido volver racionales, me
nos angustiantes, las desapariciones periódicas del, padre.
Terminan aquí estas reflexiones, cuestiones, hipótesis que.
debo a Philippe; espero que lo que he narrado de su historia y
de su psicoterapia permita al lector proseguirlas.
2. Odette y su memoria
A. La demanda de Odette
El encuentro y la ruptura
He aquí su relato de la sesión que puso fin a su primer análi
sis. Se había despertado con mucha angustia después de un
sueño: veía una cabeza de cadávér, levantaba la tapa del crá
neo; en el interior había un revoltijo de gusanos de color marrón
amarillento, que enseguida le recordó al de sus propios ojos.2.
Esa m añana terna sesión a las 11 horas. Salió de su casa a las
9 con la intención de tomar su automóvil y dar un paseo por el
Bois de Boulogne; esperaba calmarse así, porque manejar
siempre la apaciguaba. De repente advirtió que en lugar de
tomar el camino que la llevaba al Bois, maquinalmente se había
dirigido hada el domidlio de su analista. Casi estaba llegando,
cuando chocó con otro automóvil. Para los dos conductores los
deterioros materiales fueron bastante serios, y el otro propie
tario no quiso llenar los documentos del seguro hasta que no
acudiera un agente de polida. Durante todo ese lapso, y siendo
que su situación finandera difícilmente le permitiría reunir el
dinero necesario para reparar su automóvil, una sola idea la
preocupó: ¿encontraría un taxímetro, llegaría a tiempo a su
sesión? E n realidad llegó a casa de su analista a las 11 menos 10,
' 2 El contenido de este sueño indica ya la dimensión perseguidora, terrorí
fica que había cobrado la relación trasferendal: «aquel» que, por su mano, abre
las cajas craneanas para descubrir lo que contienen enfrenta su mirada a los
gusanos que la roen, que hacen de ella un cadáver. Y es la angustia provocada
por este sueño, mucho más que la espera, lo que se expresará en un acto agre
sivo que ha de poner fin a la relación analítica.
y este, como a menudo sucedía, la hizo esperar mucho tiemp'¿ij
antes de recibirla. Durante la espera la invadió un sentimientdíf
de rabia y el obsesivo retom o de la imagen del sueño. Cuanddjj
la hizo pasar al consultorio, ella se negó a sentarse, se pusoMj
«cantarle cuatro frescas»: que era intolerable tener que espi§l
r a r de esa manera, que se burlaba de ella, que no comprendía^
nada de sus problemas. Se encaminó a la chimenea con la tifíl
tención de arrojar al suelo un vaso que estaba sobre la repisa:®
ese gesto le era indispensable, según ella, para recuperar lá'1.;
calma y poder hacer su sesión. El analista no la oyó, si se mef!
perm ite decirlo así, con ese oído, y antes que pudiera llegar á o
la chimenea la tomó por los hombros y la puso violentamente ’
en la puerta. De regreso a su casa, se calmó y esa misma tarde
le escribió una larga carta. En su espíritu, ese episodio no era ;
m ás que «la expresión de un movimiento trasferencial» (son i
sus palabras) y por lo tanto no podía traer consecuencia alguna
p ara la prosecución de su análisis. Cuando acudió a la sesión.;
siguiente, el analista le anunció, ya antes que traspusiera el
umbral, que no tenía la intención de continuar la relación.,'
Idéntico episodio se repitió una segunda vez, tras lo cual —ha-
cía un mes y medio que esto había ocurrido— decidió no ir más. ’
F u e luego de una semana cuando apareció su primera «crisis». j
Hube de saber que Odette había estado en análisis unos seis :
años, y con mucha emoción describió las circunstancias del p ri-:
m er encuentro. Ella trabajaba entonces —volveré sobre ese
período— en una gran casa de costura y la habían invitado a ;
pasar el fin de semana en la residencia ¿e descanso del direc
tor. E n tre los invitados estaba el que sería su analista; visible
m ente era el huésped distinguido en esa reunión. En cuanto lo
vio quedó inmediatamente fascinada por su belleza, por el brillo
de su demostración acerca del nexo existente entre la costura,
el a rte y la sexualidad. El domingo, en el momento de regresar
a París, le pidió que la llevara y así pasó tres horas en su auto
móvil. Durante el viaje supo que él era analista, que dirigía
además un centro especializado en la terapia de parejas aque
jadas de problemas sexuales. Pero sobre todo oyó por primera
vez un panegírico del análisis, de su poder, de un «saber» que :
es el único valor cultural que nos queda: «para mí —agregó—
fue como la revelación de un conocimiento escondido».3 Duran
te unos días no pudo pensar más que en él, de manera obsesi
La versión de Odette
Por contraposición a Philippe, Odette se ha construido una
historia de su infancia que engloba una autoconstrucción de la
vida del infans que ella ha sido. No puedo saber, desdé luego,
lo que esta versión debe a lo ocurrido en el curso de sus pre
cedentes años de análisis, o a lo que ella ha «oído» en las inter
pretaciones de su analista. Según Odette, la versión que me da
es estrictam ente conforme a la que poseía mucho antes de co
m enzar su análisis; sin embargo, uno de los caracteres de toda
construcción delirante es justamente esta retroyección al pa
sado de lo que de hecho se construyó en el tiempo del delirio y
por obra de este. Cuando sus recuerdos se refieren a aconteci
mientos reales —veremos lo que por esto entiendo—, tengo la
convicción de que no deben nada ni al trabajo que pudo hacer
durante su análisis ni a la acción de ideas delirantes. A la in
versa, cuando me aporta lo que llamo «recuerdos alucinados»,
me es imposible decidir si, como dice Odette, no han sido modi
ficados por su análisis o si, por el. contrario, llevan su sello.
Odette tenía unos treinta años cuando se encontró con el ana
lista, objeto de su fascinación primero, de su pasión después y
de su persecución por último. Antes de ese momento su vida se
puede separar en dos épocas: una que va de su nacimiento a
sus dieciocho años, y el otro de los dieciocho a los treinta. Me
parece que este decenio ha sido un período de calma durante el
cual pudo establecer con la realidad un compromiso logrado.
B. La historia de la infancia
K Cuando Odette habla.del «deseo de violarla», del padre, hay que tener
en cuenta la consecuencia, inevitable según ella, de ese acto: la destrucción de
su facultad de pensar. El concepto «violación» se asimila, en el espíritu de
Odette al de asesinato psíquico. Lo que su padre «desea» no es la posesión de
su cuerpo, y menos aún, como en una versión neurótica, seducirla, sino la pose
sión, co n fin es de dar m uerte, del espacio y del funcionamiento de su pensa
miento, de su yo.
dido la casa de campo a muy alto precio, mientras que el padre
se alojaba en un descalabrado departamento de dos habitacio
nes, por N anterre.
Explicación de Odette: todo el mundo sabe que el deseo in
cestuoso del padre se puede reactivar en el momento de alcan
zar su hija la pubertad; y a raíz de esto ella se embarca en un
largo desarrollo acerca de los efectos psicopatológicos de un
incesto realizado. Dijo que su madre había interpretado per
fectamente ciertas miradas que su padre dirigía a su pecho.
Además, ella no ignoraba sus costumbres sexuales. Conclusión:
era necesario que ella se divorciara, pero también era necesa
rio, por el bien de su hija, naturalmente, que poseyera sufi
ciente dinero para llevar a buen término su educación.
El calificativo de analizable
Una prim era definición será aceptada por todo analista: juz
gar a un sujeto analizable es creer o esperar que la experiencia
analítica ha de permitir traer a la luz el conflicto inconciente
que está en la fuente del sufrimiento psíquico y de los síntomas
que señalan el fracaso de las soluciones que él había elegido y
creído eficaces. Condición necesaria para que propongamos a
un sujeto comprometerse en una relación analítica, pero, por lo
que a mí toca, no me parece suficiente sin la presencia de una
segunda: es preciso que las deducciones que se puedan extraer
de las entrevistas preliminares hagan esperar que el sujeto sea
capaz de poner aquélla iluminación al servicio de modificacio
nes orientadas de su funcionamiento psíquico.
«Orientadas» es un calificativo del que ya me he valido en :
otros textos y que he defendido con las razones que ahora re
produzco: si de mi posición de analista procuro, por la expe
riencia que comparto con mi partenaire, una modificación de
su funcionamiento psíquico, empero no busco una modificación
en sí o una modificación por la modificación; y una vez que
estoy en el ejercicio de mi función, exactamente lo mismo he de
sostener en lo que atañe al conocimiento. Mi propósito o mi
esperanza son que el sujeto, terminado su itinerario analítico,
pueda poner lo que adquirió en la experiencia vivida, al servi
cio de objetivos elegidos siempre en función de la singularidad
de su problemática, de su alquimia psíquica, de su historia,
desde luego, pero de objetivos que, por diferentes que sean de
los míos, respondan a la misma finalidad: reforzar la acción de
E ros a expensas de Tánatos, hacer más fácil el acceso al dere
cho y al placer de pensar, de disfrutar, de existir, en caso ne
cesario habilitar a la psique para que movilice ciertos mecanis
mos de elucidación, de puesta a distancia, de interpretación,
frente a las pruebas que puedan sobrevenir en la posterioridad
del análisis, facilitar un trabajo de sublimación que permita al
sujeto renunciar, sin pagarlo demasiado caro, a ciertas satis
facciones pulgionales.
Si creo en el poder de modificación de todo conocimiento que
llegue a revelar algo de la verdad; si entiendo la interpretación
como un acto, fórmula que por lo demás retomo de Lacan; si
sigo confiando en el poder de invención que todo descubrimien
to fundamental vehicuüza, también he dado en pensar que una
verdad aceptada, y sin que para ello tenga que ser falsificada
n i olvidada, puede servir por igual a finalidades antinómicas.
Verdad y conocimiento se pueden poner bajo el estandarte de
E ros o de Tánatos, del placer o del sufrimiento, pueden liberar
a ciertos deseos hasta entonces amordazados o reforzar a ese
deseo de no deseo que desemboca en el desinvestimiento de
toda busca.
De ahí la importancia que en el curso de las entrevistas pre
liminares tiendo a dar'a todo elemento que parezca idóneo para
perm itirm e responder a esta pregunta, por mas que la expe
riencia me ha enseñado cuán difícil es anticiparla: ¿me puedo
form ar una idea del destino qué este sujeto reservará, en el
curso de la experiencia y posteriormente, a los descubrimien
tos, develamientos, construcciones que ha de aportarle el aná
lisis?
Se podría replicar que el sujeto tiene total libertad para uti
lizar como mejor le parezca los resultados de esta experiencia..
Y es evidente que una vez iniciada ella, no puedo hacer otra
cosa que respetar esa libertad; por otra parte, no advierto
cómo me podría oponer. Pero me considero dueña de igual li
bertad para no aceptar comprometerlo en ella, y comprome
term e yo, si tengo la sensación de que los resultados pueden
contrariar lo que él y yo esperamos.
Toda demanda de análisis, salvo error dé destinatario, res
ponde a una motivación al servicio de un deseo de vida, o de un
deseo de deseo: ella es la que lleva al sujeto ante el analista.
Las más de las veces sería mejor hablar de una motivación al
servicio de lo que el sujeto pudo preservar de ese deseo, por
frágil y conflictual que sea. En ninguna experiencia analítica se
podrá evitar que el trabajo de desinvestimiento propio de la
pulsión de muerte se ejerza por momentos contra lo que se ela
bora y se construye dentro del espacio analítico. No sólo no se
lo podrá evitar: hace falta que Tánatos encuentre en el seno de
la experiencia algunos blancos que lo obliguen a desenmasca
rarse para que el análisis de sus movimientos pulsionales haga
posible un trabajo de reintrincación. Pero de igual modo puede
suceder que la fuerza de la pulsión de muerte sea tanta que
consiga utilizar todo movimiento de desinvestimiento, produ
cido en la intención de un cambio de objeto al servicio de Eros,
para reforzar su propio imperio, para realizar de manera más
acabada sus propósitos. Si esta hipótesis se impone a mi es
píritu, no puedo menos que rehusar una alianza con un yo
a quién, aunque involuntariamente, por fuerza traicionaría.
Nadie puedé certificar que el análisis ha de resguardar al suje
to de una descompensación psicótica o de un suicidio; sin em
bargo, si tenemos derecho a seguir defendiendo nuestro méto
do es porque esos accidentes, como consecuencias directas de
la experiencia analítica, son por fortuna relativamente raros.
Raros, pero no inexistentes: la presencia de esos riesgos cobra
para mí las más de las veces el valor de una contraindicación,
salvo si tengo la impresión de que el Bujeto los correrá de todos
modos y que el análisis le puede permitir organizar una defen
sa antes que sea demasiado tarde.
Llego entonces al tercer y último aporte esperado de las en
trevistas, que a veces es el de decodificadón más difícil: ayudar
al analista a elegir, con buen discernimiento, esos movimientos
de apertura de los que nunca se dirá bastante, que tienen so
bre el desarrollo de'la partida una acción mucho más determi
nante que lo que se suele creer. Si nadie, y desde luego que no
el analista, está libre de error, no es verdad que todo error se
\
podría reparar merced a la duración que es propia del trayecto
analítico. De igual modo, no se puede extrapolar al análisis lo
que se suele decir de ciertas prescripciones médicas: «Si ho
hacen bien, tampoco son nocivas».
Antes he mencionado el riesgo que la prolongación de las
reuniones trae consigo: permitir que el sujeto haga en dema
sía, prem aturam ente, de nuestra persona el soporte de algu
nos de sus investimientos y de sus proyecciones, que empiece
ya a hacer un papel en un drama en que seríamos sus coacto-
rés, cuando por nuestra parte de buena fe habíamos creído que
sabía y aceptaba que nos reducíamos al papel de espectador
atento. Reconocer ese riesgo e insistir en la importancia que
en ciertos casos tiene la prolongación de las entrevistas preli
minares no son posiciones antinómicas. E s que puede llegar a
ser todavía más grande el peligro de la apresurada decisión de
iniciar una relación analítica, de fijar la frecuencia de las sesio
nes, de proponer al sujeto que se tienda en el diván, de deman
darle ser el cofirmante de un contrato cuyas cláusulas, según
descubrirá después, no puede respetar. Peligro tanto para el
analista como para el analizado, porque los dos por igual que
dan prisioneros de una relación trasferencial que hace que el
prim ero se hunda en la repetición sin salida de algo ya vivido
(vivencia de pasión, de odio, dé rabia, de aflicción) y que pone
al segundo (el analista) frente a unas reacciones trasferenciales
y contratrasferenciales sobre las cuales la interpretación care
ce de poder: en buen número de casos la consecuencia será la
instalación de un vivendar persecutorio o depresivo comparti
do por ambos, y para ambos inanalizable.
E stas consideraciones sobre la importanda de las entrevis
tas preliminares valen para la totalidad de nuestros encuen
tros, cualquiera que sea la problemática del sujeto. Cuando el
final de las entrevistas desemboca en la propuesta de una con
tinuación, también es lo que uno ha podido o creído oír en ellas
lo que nos ayuda a elegir nuestros movimientos de apertura.
2 Cf. mi «Conclusión».
¿Cómo se presentan las cosas en el registro del investimien
to? También aquí el lugar ya está ocupado. En muchos casos,
el psicótico preserva una relación de investimiento masivo, por
conflictual que sea, con esos representantes encarnados del po
der que son sus padres; es con ellos, y a veces con su sustituto,
con quienes prosigue y repite su diálogo. Sus interlocutores,
como lo prueban los padres de Philippe, saben mucho mejor
que nosotros qué réplicas es. preciso dar para que nada ni nadie
pueda poner fin a este diálogo o modificarlo.
Pero nos queda una posibilidad. La descomposición psicótica
signa el fracaso de ese falso diálogo. El recurso al delirio es en
efecto la consecuencia del rehusamiento o de la imposibilidad
en que está el sujeto de seguir creyendo en la presencia de la
escucha del otro. O acaso la consecuencia de lo que él descubre:
los conflictos que pudieron oponerlos, o el aparente entendi
miento, o la sedicente concordancia de opiniones, nunca signifi
caron la presencia de dos locutores, de dos discutidores. Una
extraña sordera aquejaba la escucha de cada locutor, cada vez
que el otro tomaba la palabra. Por eso mismo, en ciertos casos,
que por desdicha no son la regla, aunque tampoco son excep
cionales, el psicótico puede producir ese investimiento inme
diato de una relación en que el «encontrado» (el ahalista) ocupa
la posición del oído del que habla. Merced a lo cual, como Phi-
lippe me lo permitió, el analista, en el tiempo de la apertura,
puede trasform ar un pensamiento sin destinatario en un dis
curso que uno puede y que él puede oír. E s otro, indetermina
do todavía, quien escucha un discurso cuyo destinatario legíti
mo es sin duda el progenitor, el perseguidor, dios o el diablo,
pero la presencia de una escucha nueva pasa a garantizar al
sujeto que esto que dice forma de nuevo parte de lo oíble, in-
vestible por otro. El neurótico no nos demanda esta seguridad,
puesto que nunca la ha perdido; en cambio, es ella la que funda
la posibilidad de una relación de investimiento en el registro de
la psicosis. E stá claro que el sujeto ya había dicho ese discurso
a sus padres, a las personas que encontró en el hospital o afue
ra, pero ser delirante nunca ha significado no percibir el rehu
samiento de oír que a uno le oponen; hasta diría que más deli
r a uno, más lo percibe; y más lo percibe, más delira. La rela
ción trasfereñcial, que acompaña al encuentro entre dos suje
tos que retoman un diálogo que ya se había sostenido y en el
que cada uno había esperado—¡y cuánto!— las réplicas del
otro, aunque fuera para recusarlas, m ostrar su error, es rem
plazada en el registro de la psicosis por una relación de investi
miento en favor, primero, de un «escuchante». Cuando dije
que él analista parece ocupar en ciertos casos la posición de
oído del sujeto que habla, no era una simple metáfora: creo que
cualesquiera que fueren las proyecciones que por el camino se
produzcan sobre nuestra persona, él investimiento del encuen
tro y de.la relación por parte del psicótico tiene como condición
prim era (en él orden temporal y en el jerárquico) su encuentro
con una función de él mismo, recuperada, que es su función de
escuchante de su propio discurso. El pensamiento forzoso, el
robo del pensamiento, esos crímenes de que tan a menudo se
queja, no le han degado más pensamientos expresables en su
propio nombre que los que narran los efectos de ese robo, de
esa expropiación; ahora bien, lo que los otros recusan es justa
m ente y ante todo la verdad (de estos pensamientos. Desde
luego que le queda la solución de pensarlos en silencio, pero, si
obra asi, le resulta cada vez más trabajoso distinguir lo que él
piensa sobre la acción del perseguidor, y los pensamientos que
de esa acción resultan. De ahí su tentativa, fracasada siempre
m ientras vive, de dejar por completo de pensar. P.ero de ahí
tam bién lo que puede representar su encuentro con el analista:
una escucha que le permite separar de nuevo lo que él piensa,
de ío que lo fuerzan a pensar. Mi encuentro con Philippé ilustra
bien este aspecto característico: como ya dije, desde la primera
entrevista tuve la sensación de que Philippe hablaba desde la
posición de un sujeto que intentaba hacerme comprender la
experiencia vivida, y me otorgaba el papel de un «escuchante»
dispuesto a investir su discurso. Pero aunque yo estuviera
equivocada en e B to , sin embargo en esa posición de escuchante-
invistiente m e mantuve durante toda la entrevista. El interés
«espontáneo» que experimenté, con igual espontaneidad traté
de hacerlo sensible para Philippe. E sta prueba de investimien
to por el «escuchante» es esencial para que el sujeto pueda
tener, no diré la prueba, que sería ir demasiado lejos, sino una
sospecha sobre la existencia de una relación que pudiera no ser
la repetición idéntica de la ya vivida. Nada más extraño al psi
cótico que los conceptos de «nuevo», de «cambio»; por eso no
hay que hacerse demasiadas ilusiones sobre lo que podemos
esperar de ese prim er movimiento de investidura de la rela
ción: la continuación.siempre nos hace sentir la fuerza de repe
tición, tan operante en la problemática psicótica, y entonces
corremos el riesgo de que nuestra investidura flaquee más y
más. Ahora bien, si en el registro de la neurosis podemos per
mitirnos dejar al sujeto, es verdad que por muy breves mo
m entos, el cuidado de sostener afectivamente la relación, en la
psicosis nuestro aporte de investimiento es necesario para que
la relación se preserve. Desconectarse es dejar que el edificio
se hunda por falta de uno de los dos sustentos que le son por
igual indispensables. Ahora bien, las posibilidades de investi
miento del analista obedecen a los mismos requisitos que rigen
la economía psíquica de cada quien: para que se preserve, pa
rece necesario que no nos veamos enfrentados duraderamente
al fracaso del propósito perseguido. De ahí un segundo rasgo
que a mi parecer especifica la relación analítica en el registro
de la psicosis, pero esta vez del lado del analista exclusivamen
te: la prima de placer que se demanda a la teoría. Frente a la
espera prolongada de una modificación, aunque fuera mínima,
nos queda el recurso de tra ta r de comprender las razones de la
duración de esa espera. Quiero volver un momento sobre mi
informe de las sesiones de Philippe: los fragmentos escogidos
dejan en la sombra a otras muchas sesiones que no eran más
que la repetición de las mismas quejas, del mismo deseo de
ponerles fin, y también a sesiones que seguramente fui incapaz
de resum ir una vez terminada la entrevista por no haber sabi
do seguir el hilo del pensamiento y de las asociaciones de Phi
lippe. Esto se comprende, porque se sabe que una de las conse
cuencias de la psicosis es la reducción máxima, si no la aboli
ción, de la distancia que debiera separar la realidad y la reali
dad psíquica, las exigencias de la primera y las de la segunda.
Cada vez que un fenómeno presente en una de estas dos esce
nas es fuente de un afecto que jaquea sus defensas, el sujeto no
puede limitar los riesgos que amenazan a la operación de su
pensamiento, como no sea recurriendo a una única causalidad,
siempre la misma. Por eso no conseguiremos nada si no logra
mos primero convencer al sujeto de que este lugar del espacio
y este fragmento de tiempo que le proponemos no están sig
nados por esa mismidad que caracteriza a su relación con la
categoría del tiempo y del espacio. Tarea difícil pero insoslaya
ble para que la relación que se abre pueda devenir analítica.
1 Salvo, desde luego, que se vea reducido a buscar en una causalidad deli
ran te el origen de su historia, a crear una neo-temporalidad.
identificantes pre-dichos y preinvestídos por ese mismo dis
curso, precedido por construcciones, obras de su propia psique
pero no de él mismo, el yo adviene dentro.de un espacio de
discurso, un espacio de realidad, un espacio psíquico que no lo
esperaron para existir y que sólo aceptan acogerlo si él puede
pactar con esos preexistentes, «armonizar con» sus conminacio
nes y sus contradicciones. Pero hay más: él yo no solamente se
descubre como resultado de un deseo y de un discurso mante
nido por unas voces que precedieron a la suya, sino que muy
pronto se percata de que esos otros y ese discurso no pueden,
sin hacerle correr un riesgo mortal, considerar su venida como
puro accidente, un azar, un error, que no debieran nada a lo
que ellos mismos han ya vivido, deseado, esperado. Conjunto
de certificaciones que esclarecen su relación con la temporali
dad, su acogimiento inmediato en una textura temporalizada,
su «intuición» de esos conceptos que llamamos diferencia, cam
bio, movimiento. Confusamente percibe que nunca es total
m ente idéntico al que ha sido, pero que este que ha sido, y sólo
este, le puede dar acceso a determinado conocimiento de lo que
él es y prometerle un devenir posible. Ahora bien, esta necesi
dad de preservar la memoria de un pasado como garantía de la
existencia de un presente no puede ir más allá de las huellas
mnémicas dejadas por representaciones ideicas, es decir, más
allá del momento en que el yo ha advenido a la escena psíquica.
Pero su cuerpo y sus inscripciones, por una parte, su familia
ridad inmediata con el cuerpo, la voz, la imagen materna, por
la otra le afirman que lo ha precedido algo ya-trabajado, ya-
investido, ya-experimentado. E ste «ya-ahí» de un tiempo vi
vido: el yo tiene que poder pensarlo, tiene que creer que posee
su historia, porque de lo contrario su posición se parecerá mu
cho a la de un sujeto que estuviera siempre bajo la amenaza
de descubrir, de repente, que el que ha sido desmiente radi
calmente ál que cree ser. El discurso de la madre, cuando le
cuenta la historia de su propia relación con el bebé que no es
más —historia más o menos verídica, más o menos inventada—,
le hará pensable ese antes que se convierte en la prueba de la
expectativa de la madre, de su deseo. Así como le tomó presta
dos sus primeros enunciados identificatorios, de igual modo el
yo del niño tomará prestadas de su discurso las «informaciones»
que le permitan esbozar el primer capítulo de su libro de his
toria. E ste prim er capítulo, el más cercano temporal y afecti
vamente a ese lenguaje en imágenes de cosas, que ignora el
tiempo y el cambio, tiene que dar razón al pequeño historiador
de lo que sucedió entre To y T j. X)e los acontecimientos qué
signaron este período, sólo la madre o sus sustitutos tienen la
memoria; el sujeto, por su parte, puede conservar de ellos cica-,
trices, heridas que padecerá no obstante ignorar en qué tiem-"'
po, en qué lugar, por qué razón ha sido herido. La versión que
el discurso materno le propone acerca de un tiempo que lo h a :
precedido puede ser una fábula: es mejor esto que el silencio
porque el yo infantil no puede auto-crear este primer capítulo ■
por el solo recurso a la extraña «escritura* y a la extraña «me
moria» propias de su cuerpo. En la versión que de él le propo
ne la madre, puede oír un relato que cuenta el pasado de un
amante-amado, puede oír una historia dolorosa que lo identifi
ca al que ha sido para los demás una causa de sufrimiento,
puede creer oír las palabras del oráculo que le revela si hadas o
brujas se inclinaron sobre su cuna. Nada de esto impide que
siga siendo tributario, en este registro, de un supuesto conoci
miento, de una supuesta memoria, de una supuesta verdad que
pertenecen a otro.
E l niño, el adolescente, el adulto podrán, con posterioridad,
recusar lo que les pudieron contar sobre el tiempo del infans
(acuden aquí a mi mente ciertas historias de adopción, el des
cubrimiento de un duelo sobrevenido en esa época, de una en
fermedad de la que nunca se había hablado). Pero durante una
prim era etapa de la vida infantil, el niño no puede dar existen
cia al infans que lo precedió como no sea apropiándose de una
versión discursiva que cuenta, que le cuenta, la historia de su
comienzo. E sta versión, destinada a sustituir las representa
ciones pictográficas y fantasmáticas que acompañaron a ese
vivenciar por la nominación y la significación de las experien
cias más determinantes o, más precisamente, por la significa
ción que la madre les atribuye y que ella supone conocida tam
bién entonces por el infans, será decodificada siempre por el yo
como un relato que le hace saber de qué deseo su nacimiento fue
el resultado, qué proyectos esos «deseantes» esperaban realizar
por su venida al mundo. Pero ¿qué ocurre si el discurso paren
tal no dice nada sobre ese comienzo? ¿o si es reducido a un
enunciado «conclusivo», un «eras un bebé tranquilo, difícil, sa-
nito, enfermo», que achata el tiempo, condensa en una sola
^afirmación puntual, repetitiva y mutilante, y por añadidura
siempre falsa,-, un vivenciar y un tiempo reducidos a un parte
de salud, publicado de una vez y para siempre?
¿Qué respuesta podrá dar el yo a semejante desposesión del
comienzo de su historia? En ciertos casos, el yo parece aceptar
que este prim er capítulo quede como un «secreto», un «silen
cio», un «blanco» del que otro es el único en conocer lo que
recubre, pero semejante «aceptación» se paga caro y es siem
pre ilusoria.
Ciertos sujetos dan la extraña sensación de que les han ro
bado su infancia, que nunca han podido recuperar una realidad
que hubieran podido poner de acuerdo con una expectativa, un
pensamiento, una demanda infantil. En los casos a que me re
fiero, esto va más lejos: han robado al yo su «representación de
un bebé» que fuera semejante a los que ve en derredor, en los
brazos de su madre o de otra madre; una forma relacional per
manece impensable para esos sujetos. Entonces se asistirá a
ese mecanismo de desconexión temporal y causal que hemos
encontrado y analizado en la historia de Philippe. Mecanismo
que se aúna con una auto-mutilación, una auto-desposesión de
un «pensamiento» que habría debido formar parte de su caudal
memorizable. E sta tentativa extrema de ahorrarse un recurso
al delirio está casi siempre condenada al fracaso; en efecto, en
la mayoría de los casos esa puesta fuera de circuito del origen
de la propia historia no consigue conjurar la puesta en relación
del tiempo presénte con un engendrante a-temporal, que a ve
ces es uno mismo, pero en tal caso un «sí-mismo» dotado del
poder de auto-engendrar nada menos que el tiempo. Este fan
tasm a de auto-engendramiento que podemos encontrar en
ciertas formas de psicosis admite las más de las veces ser deco-
dificado, si lo examinamos con alguna atención, como un fan
tasm a que atribuye al sujeto él poder de engendrar no sólo su
propio pasado, sino todo pasado; no sólo su origen, sino todo
origen. La leyenda de ese fantasma no reconstruye simple
m ente el origen del infans que este yo ha sido, yo que por ese
atajo intenta recuperar un acceso a la temporalidad, sino el
origen de u n viviente y de lo viviente. Viviente cuyo engen
dramiento es atribuido a un yo que, en virtud de un extraño
movimiento circular, regresaría indefinidamente a su punto de
partida para engendrar unos «antes» de él mismo, alcanzaría el
punto final de su carrera y recomenzaría. Por eso el sujeto
fracasa en sus tentativas de pensar el tiempo. El fantasma de'
fisiparidad, que he atribuido a la madre de Philippe, se aseme
ja a esta construcción a-temporal: reproducir indefinidamente
lo mismo es también una manera de négar el tiempo. Philippe,
por su parte, se corrió francamente al otro polo para atribuir
su origen a una catástrofe planetaria, o bien a un dios omni
potente, pero que ¡ay! sólo sabe crear robots. Pero como lo
prueba su historia, el recurso al delirio no impedirá que el ni
ño, y después el adulto, queden definitivamente desposeídos
de toda representación ideica del infans que los precedió. Esta
desposesión de una representación yo-mórfica de su vivenciar
de infans, esta imposibilidad de «pensar», de reconstruir una
prim era relación boca-pecho, llanto-respuesta, necesidad-pla-
cer, desposee al propio tiempo definitivamente al sujeto de
cierto tipo de relación, de apertura hacia los contenidos de su
propio ello.
La proyección delirante, última tentativa de metábolizar ert
algo «pensable» esos contenidos, muestra a las claras cuán re
ducido es su campo de acción, los efectos desestructurantes,
que acompañan a la irrupción del afecto, y frente a los cuales
aquella es impotente.
A su m anera y en su lenguaje, Philippe define correctamen
te la causa responsable de su vuelco al delirio: la irrupción en la
éscena del yo de una representación originaria que, durante el
tiempo de su presencia, ejerce un poder paralizante sobre las
funciones del yo, impone al sujeto, como experiencia actual,
volver a enfrentar un pecho de piedra que ha rehusado respon
der al grito de un cuerpo, ha rehusado ser para una boca el dis
pensador de un placer erógeno. No es ya el niño nardsista,
para retom ar una fórmula de Serge Leclaire, el que ha sido
m uerto por el silencio parental, sino que han dado muerte a un
infans, una m uerte tan perfecta que no ha quedado siquieía
una estela funeraria sobre la cual llorar.
La m adre lo hizo todo para excluir de su memoria todo re
cuerdo de ese tiempo de necesidad, de ese tiempo de depen
dencia total que efectivamente le dieron un poder de vida y de
m uerte sobre el lactante, que la obligaron a elegir hacerlo vi
vir, devenir objetivamente donadora de vida. Ese «deseo de
dar muerte», al que me referí a raíz de la abuela y la madre de
Philippe y con el que me he encontrado in vivo en otros análi
sis, si pudo permanecer velado fue sólo porque su trasgresión
no fue vivida como la victoria de un «deseo de vida». Uno ha
dado «una vida» por azar, por un error de la naturaleza o, me
jor, por deber. E n ciertos análisis uno comprueba que la rela
ción con el infans es vivida por la madre en una suerte de
estado sonambúlico merced aúna actividad «operatoria» que le
perm ite deconstruir de manera continua el recuerdo que pu
diera conservar de todo momento, movimiento, acto pasado:
desinvestúniento activo de toda memorización de ese comienzo
de su relación. E sta acaso cambie cuando el niño adquiera cier
ta autonomía que permita a la madre hacerlo, si no el único
responsable, al menos co-responsable de su existencia, aun si
continúa siendo «un niño» más que su hijo. Pero este hijo ad
vertirá muy pronto que un enigmático silencio lo mutila de las
raíces, las únicas que pudieran anclar su tiempo en un suelo
fírme y, al mismo tiempo, que el discurso que le hacen sobre sü
«devenir» (hacerse grande, ser limpio, serio, aprender bien. . . )
no se acompaña de la esperanza narcisista que pudiera conver
tirlo en un proyecto identificatorio. Lo que se demanda a esos
niños no es que se hagan grandes, sino que pierdan lo más
rápido posible todo carácter, todo rasgo, todo resto del infans
que han sido. El xdño, como prueba de la existencia de un
infans, envía a la madre la imagen de un testigo que pudo
asistir a un crimen de leso-Tánatos y a quien es preciso acallar
lo más pronto posible. Por eso para estos sujetos el riesgo de
m uerte está presentificado por ese mandato de no nacer y de
no ser, que estaba ahí desde el origen, y que se ha trasgredido
puesto que se vive. Mandato y amenaza que persisten en la
forma del silencio de muerte, que recubre ese tiempo durante
el cual madre y lactante infringieron juntos el veredicto. Cuanto
más el sujeto esté en riesgo de reencontrar signos de ese pasa
do remoto, más se intensifica el peligro de enfrentarse de nue
vo a aquel mandato. Por eso es tan frecuente que en el delirio
el svy'eto, por un salto hacia atrás (recuerdo aquí el «salto mor
tal» de que habla Philippe), intente sobrevolar el tiempo de su
vida, el de la vida de los padres y aun de la estirpe para hacer
coincidir su origen con el de la especie y hasta de lo vivo. Ori
gen que a menudo se entiende como la consecuencia de una
catástrofe grandiosa, de mal augurio para lo que vendrá des
pués. Lo propio del trayecto identificatorio, mientras un iden
tificante permanece vivo, es no quedar nunca cerrado, pero
tiene que poder anclar en un punto de partida fijo para que el
viajero se oriente por él, descubra el sentido de la trayectoria,
y en la doble acepción del término, a saber: de dónde viene,
dónde está detenido, hacia dónde va. A este sentido que tras-
forma el tiempo físico en un tiempo humano, la psique sólo lo
puede aprehender en términos de deseo: ¿qué es nuestro pasa
do próximo y lejano, si no la historia reconstruida del desfile de
esos objetos que mantienen vivo en nuestra memoria el recuer
do de los placeres perdidos? E sta intrincación entre los hilos
del tiempo y los hilos del deseo, merced a la cual el yo puede
tener acceso a la temporalidad, sólo es posible si se produce
desde el comienzo: el origen de la historia del tiempo debe coin
cidir con el origen de la historia del deseo. En la psicosis, eí¿
suieto se enfrenta a un dilema insoluble:
El efecto de encuentro
A partir de cierto punto de su trayecto, las «informaciones»
que los otros y la realidad envían a un yo que se ha vuelto
capaz de decodificarlas, ya no le permiten, aunque lo quisiera,
seguir creyendo en la unicidad de un identificado. Encuentra
unos identificados de él, de los otros, de la realidad, diferentes,
móviles.
Su imagen, según la percibe en la mirada del padre, de la
m adre, de un hermano mayor; de un amiguito, de un abuelo, le
revela que ninguna mirada se puede pretender el único espejo,
y qué el conjunto de las miradas de esos otros, por él investi
dos, le propone las piezas de un rompecabezas que él es el úni
co capaz de armar: él es quien tiene que elegir las que lo ayu
den a proseguir y a consolidar su construcción identificatoria.
Pero a fin de que el armado final del rompecabezas le ofrezca
una imagen familiar e investible, se tiene que poder basar eñ
un prim er número de piezas ya encajadas unas en las otras. He
ahí un primer resultado de su propio trabajo de reunificación
de esas dos'componentes del yo que son el identificante y algu
nos de los primeros identificados ofrecidos por el portavoz. El
acceso del yo a una identificación simbólica se produce en dos
tiempos: el identificado conforme a esta posición debe formar
parte ya de los enunciados que nombraban a este yo, anticipa
do por la madre y por ella proyectado-sobre el infans; la apro
piación y la interiorización por parte del yo de esta posición
identifícatoria serán el resultado del trabajo de elaboración, de
duelo, de apropiación, que el yo habrá de producir sobre sus
propios identificados, en el curso de ese primer tiempo de su
itinerario identificatorio que termina en T2. Si ha podido llevar
a buen término ese trabajo, podrá después asegurar a su cons
trucción identificatoria unos cimientos que le permitirán, a lo
largo de su existencia, agregarle piezas nuevas y renunciar a
otras.
Por eso el edificio identificatorio es siempre mixto. A esas
piezas primeras que garantizan al sujeto sus puntos de certi
dum bre, o sus señales simbólicas, se agregarán las «piezas
aplicadas», conformes a identificados cuyos emblemas tomarán
en cuenta la imagen esperada e investida por la mirada de los
destinatarios de sus demandas. E ste segundo conjunto, según
los momentos, según la problemática y la expectativa de los
destinatarios, se adaptará mejor.o peor a aquel primer arma
do. La potencialidad conflictual, en el registro de la identifica
ción, encuentra su razón en este carácter mixto del yo. Si lle
vamos adelante esta metáfora, podemos agregar que para que
un rompecabezas se sostenga hace falta un buen ajuste de las
superficies de encastramiento de las piezas. Cualquiera que
sea la historia del constructor, historia que decide sobre el pri
m er armado, y cualquiera que sea el contorno de las piezas que
tome de los demás, se presentarán siempre riesgos de desen
castre, líneas de fragilidad, la potencialidad de una fisura. Esta
fisura se puede situar en el interior del armado primero: esta
remos en ese caso frente a la potencialidad psicótica, que se
m anifestará en un conflicto entre las dos componentes del yo
como tal. Se puede situar entre el primer armado y esas piezas
agregadas que dan testimonio de lo que ha devenido y deviene
el yo. Estam os entonces frente a la potencialidad neurótica,
que amenaza a la relación del yo con sus ideales, los únicos
capaces, según él cree, de atraerle el amor, la admiración, el
deseo. Pero un tercer riesgo es posible: las piezas del rompe
cabezas parecen bien encastradas, pero el constructor no reco
noce en el cuadro que de ellas resulta el modelo que se suponía
habría de reproducir. Tenemos ahí una tercera potencialidad,
que a la espera de hallar un término más adecuado llamo «po
tencialidad polimorfa». El paso de esta potencialidad al estado
manifiesto producirá esos cuadros sintomáticos que son la per-
versión, ciertas formas de somatización, la toxicomanía, lo que
Joyce McDougall ha definido como relación adictiva, lo que yo
he analizado como relación pasional o alienante. . .
De estas manifestaciones, el denominador común se encuen
tra en la relación de estos sujetos con la realidad (del cuerpo,
de la necesidad, de los demás, del campo social). Relación quér
culmina en una modificación de la realidad, que tiende a hacer
la objetivamente responsable de las causas del sufiimiento que
padece el yo; modificación, y no reconstrucción delirante, mer
ced a la cual el yo justificará su negativa a plégarse a sus exi
gencias, así como el calificativo de abusivo o tramposo con que
rotula a todo poder, probándose a sí mismo, de este modo, el
buen fundamento de su causalidad, de sus juicios, de sus exi
gencias. En este caso, la relación entre el primer armado y el
resto del rompecabezas es tal que cualquier cambio, aunque
fuera de una pieza sola, es inaceptable porque traería consigo
el desencastre de las piezas centrales. Pero como esos cambios
son inevitables, al constructor le queda la posibilidad de decre
ta r la equivalencia entre elementos diferentes, pero que en
realidad, afirma él, son intercambiables. Su diferencia es una
ilusión, un engaño, .un error de visión. El modelo (de la reali
dad, del cuerpo, de la sexualidad, de la organización social) es
el único responsable de esta distorsión; oculta a las miradas de
los' demás aquello a que habría debido llevar la construcción
final: el modelo propuesto e impuesto es voluntariamente en
gañador.
Una última observación pondrá fin a estas consideraciones
sobre la potencialidad: hablar de potencialidad es postular que
la psique mantiene la capacidad de firmar «un pacto de no
agresión recíproca» entre su compromiso y el compromiso
identificatorio a que se conforma el yo de los otros. Este pacto
presenta escasos problemas cuando se tra ta de la potencialidád
neurótica puesto que el primer armado respeta la misma orga
nización en todo sujeto. Escasos problemas: en efecto, si se
admite, como todo lo pruebá, que esta potencialidad neurótica
es universal, el porcentaje de las formas manifiestas, o clíni
cas, de la neurosis es efectivamente bajo. No sucede lo mismo
con las otras dos potencialidades, que sólo se quedarán en tales
si los conflictos, los trabajos por los que pasan estos sujetos no
desembocan en el rehusamiento, de parte de los otros, a seguir
respetando ese pacto de no agresión. Ahora bien, este rehusa-
miento aparecerá cada vez que el sujeto, enfrentado a un acon
tecimiento que siente como un peligro para su frágil construc
ción, tome la palabra para defender su construcción, con riesgo
de poner en peligro la de sus partenaires.
Pero el paso de lo potencial a lo manifiesto se puede deber
también al poder «develante» de ciertos encuentros: es lo que
le sucedió a Odette, de quien he de retom ar ciertos elementos
de su análisis.
Antes de considerar el «efecto encuentro», consideremos las
modificaciones que traerá consigo la llegada del yo a T2, mo
mento de giro en su trayecto identifícatorio.
T2 o el tiempo de concluir
Retomemos la última parte del esquema antes propuesto.
Si elegí la letra r fue para destacar que, entre los fenómenos
que exigen una modificación en la relación yo-realidad y, en
consecuencia, en la relación del yo con sus propios identifica
dos, dos son determinantes;..
‘/[Aquí traducimos del original inglés, Orwell, 198J¡. (Nueva York: New
American Library), las citas que P. Aulagnier trascribe en francés. (N. del ¡T.)]
1 «El propósito del Partido, el real, no el declarado, era eliminar todo
placer del acto sexual. No tanto el amor como el erotismo era el enemigo, tanto
en el matrimonio como fuera de él. ( . . . ) El comercio sexual debía ser conside
rado como una operación sin importancia, levemente desagradable, colno ád-
. m inistrarse una lavativa». [1984, pág. 57.]
puede sobrepasar en el registro del sufrimiento —lo que puede
trasformarlo en el enemigo por excelencia—,2 sobre el horror
absoluto que anega a la psique enfrentada a una situación que
«en algunos casos puede ser algo totalmente trivial, ni siquiera
fatal», pero que encama la experiencia de lo inasumible, la que
devela lo que existía «del otro lado del muro», lo monstruoso,
lo familiar «que uno sabía qué era, pero'no osaba traerlo a la
luz». La «peor cosa del mundo», como se ló explica paciente
mente O’Brien, varía según los individuos. Pero para todo su
jeto existe una experiencia del horror que la psique no puede
sóportar sin ser llevada a su propia muerte.
Pero este comentario me llevaría muy lejos, demasiado
lejos. . .
Me circunscribiré a demandar a la «ficción» de Orvyell que
ilustre ciertos rasgos del mecanismo de la'represión según ope
ra en la psicosis.
Oigamos hablar a Winston Smith, héroe de la novela. Nada
lo predestinaba al destino heroico y trágico que le aguarda,
salvo que, contrariamente a la mayoría de sus conciudadanos
de pleno derecho (son diferentes las cosas para la subclase de
los proletarios), conservaba un vago y confuso recuerdo de lo
que eran la vida y el mundo «antes de la revolución». Winston
sólo poseía de su infancia «una serie de cuadros brillantemente
iluminados, sin fondo y absolutamente ininteligibles»; no obs
tante, esos cuadros bastaban para alimentar sueños que poníari
en escena el antes.
A ntes de la m uerte de su madre que «de álgún modo, él no
recordaba cómo, se había sacrificado a una concepción de leal-
tad, que era privada e inalterable», imagen cuyo recuerdo al
despertar lo obligó a descubrir que semejantes cosas ya no for
maban parte de lo pensable. A ntes que se concretaba también
por la visión de un «paisaje que recurría tan a menudo en sus
sueños que él no estaba completamente seguro si lo había visto
2 «Se le ocurrió que en momentos de crisis uno nunca lucha contra un ene- ■
migo externo, sino siempre contra el cuerpo propio. Aun ahora, a pesar del
gin, el dolor sordo que sentía en el vientre le impedia todo pensamiento ilado. ,
Y lo mismo sucede, concluyó, en todas las situaciones que parecen heroicas o .
trágicas. En el campo de batalla, en la cámara de tortura, en un barco que se '
hunde, las causas por las que luchas siempre se olvidan parque el cuerpo se
hincha hasta llenar el universo, y aun cuando no estás paralizado por el horror,
o gritando de dolor, la vida es una lucha de cada momento contra el hambre o el
frío o la falta de sueño, contra una acidez de estómago o un dolor de muelas».
[im, pág. 86.]
o no en el mundo real. En sus pensamientos despiertos lo lla
maba el País Dorado». \198U , pág. 29.]3
Y bastará que ese antes retom e, aunque sea en la forma de
un sueño, para que Be hunda el «presente» tal como el Poder lo
define y lo impone al pensamiento.
De ahí estas tres primeras comprobaciones:
a. Las palabras del que es dueño del Poder,, así fueran ver
daderas, estarán siempre bajo sospecha de procurar un fin que
él quiere alcanzar y que es ignorado por aquel a quien se diri
gen, y por lo tanto de querer engañarlo;
b. diga lo que dijere esta voz —y aunque la mentira fuera
evidente para cualquier testigo imparcial—, será creída como
palabra enunciada por el poseedor de un saber ideal e idealizado.
Un caso de amnesia
La historia que he de referir concluyó en una pregunta para
la cual, hoy todavía, no tengo respuesta. Si la traigo a cuento
es porque atañe, no podría ser más directamente, a la repre
sión, al enigma de los propósitos de la instancia represora y a
la cuestión, no menos enigmática, de la relación entre la amne
sia y la represión. Todo ocurre para el sujeto de quien hablaré,
y a quien llamaré Paolo, como si la necesidad de reprimir el
recuerdo traumático de un acontecimiento lo hubiera puesto
en la obligación de paralizar la totalidad de su propia memoria.
Encontré a Paolo en Sainte-Anne adonde lo había llevado la
policía, ante la que se había presentado en estado de amnesia.
Su documento de identidad informaba que había nacido en Ita
lia y tenía domicilio en Roma. Nuestras entrevistas se desarro
llaron en su lengua materna. Mientras persistió su estado de
amnesia —más o menos un mes—, me intrigaba un fenómeno
que había podido observar en otras entrevistas que tuve en el
Bervido con sujetos amnésicos, aunque Paolo sea el único a
quien tra té en psicoterapia. A eéte fenómeno no pretendo ex
plicarlo, pero merece ser destacado. Si desde mi posidón hu
biera de imaginar una situadóh fuente de angustia por exce
lencia, sería sin duda la de un sujeto que ha perdido todos sus
indicadores identificatorios. Ahora bien, en los sujetos a quie
nes traté, la angustia estaba ausente. E sta extraña «parálisis
de la memoria», esta borradura de todos los indicadores, pare
ce acompañarse de la-«bella indiferenda» de que sé ha hablado
p ara el caBo de los histéricos. No creo, sin embargo, que la am
nesia se pueda comprender como una simple manifestadón de
una problemática histérica. Me pregunto, -en cambio, si e s ta '
ausencia de angustia no se debe entender como la consecuencia i
de una «parálisis» del funcionamiento ideico del yo, que deja
subsistir sólo la parte del funcionamiento del pensar que puede
prescindir del afecto: funcionamiento mecánico, «operatorio»,
que permite al sujeto reconocer que no sabe quién es «yo».
Pero un «yo» previamente desposeído de toda representación
que pudiera situarlo en la posición de un deseante, de un'de
mandador, que, como tal, por fuerza se inclinaría a la angustia
«absoluta» si no pudiera ya conocer, nombrar sus objetos de
demanda. Pero volvamos a Paolo. E l retom o de su memoria se
hace por el recuerdo de imágenes espaciales: Be acuerda de
ciertas calles, de ciertas plazas de Roma, ciudad donde residía.
Desde ahí recuperaría, en el espacio de una o dos semanas, su
identidad y su historia, de la que narraré los episodios que
precedieron a su amnesia y en ella desembocaron. Pasaba unas
vacaciones en una pequeña ciudad próxima a Roma, ciudad de
provincias en que el tabú de la virginidad seguía siendo muy
importante; allí conoció a una joven, se enamoró de ella, y te
nía la intención de desposarla para fines de ese año, una vez
que resolviera una historia sobre un departamento del que se
ría dueño en poco tiempo. Merced a esta promesa, dada con
total buena fe, ella se convirtió en su amante a comienzos de
setiem bre, días antes de su regreso a Roma. En el momento de
p a rtir le hizo la fírme promesa de regresar para Navidad, y
entonces hablar a los padres de ella; se casarían a fin de año.
P ara que los padres no sospecharan lo que hdbía pasado entre
ellos, desde la partida de él hasta filies de noviembre su corres
pondencia se redujo a algunas tarjetas postales anodinas. A
fines dé noviembre esta joven corre el riesgo de llamarlo por
teléfono a su oficina: en tono enloquecido le anunció estar en
cinta; le pidió que regresara inmediatamente para hablar con
su padre y apresurar el matrimonio. Quedó presa, cuenta Pao
lo, de un sentimiento de pánico: no era que se rehusara a des
posarla, pero nunca había pensado en establecer una relación
entre el matrimonio y el hecho de ser padre. Trató de explicar
a la joven que antes debía tomarse un tiempo para reflexionar;
ella le respondió con lágrimas y recriminaciones. En ataque de
rabia él gritó por teléfono que «no podía ser padre sin reflexio
nar», y cortó bruscamente .3 Como la joven no tenía teléfono,
8 E n realidad no se acuerda muy bien de lo que gritó, «exactamente»: ¿que
debía arreglar la nueva situación y los problemas prácticos que planteaba?
¿que no podía hacerse cargo de la responsabilidad de ser padre? ¿ella oyó que
él no creía ser el padre? La- «fórmula» de este «grito» permanece imprecisa
p ara él.
no podía llamarla enseguida, pero, recuperada un poco la cal
ma, criticó su propio comportamiento y aunque seguía con un
sentimiento extraño ante la idea de su paternidad, decidió ir a
verla. Ahora bien, una vez llegado, cuando telefoneó a los pa
dres de la joven para convenir una visita se enteró que ella se
había dado m uerte por defenestración la noche anterior a su
llegada. Los padres, ignorantes de su participación, no le dy e-.
ron más. E sa misma tarde regresó a Roma; días después solici
tó una licencia a su patrono, retiró el dinero que poseía y deci
dió partir a París, donde se encontraría con un amigo residente.
en esta ciudad. Explicó su partida precipitada por su imposibi
lidad de tra ta r a amigos que conocían su proyecto de matrimo
nio, que lo habían ayudado a solucionar el problema de la vi
vienda y a quienes habría debido contar lo que acababa de su
ceder. Llegó entonces a París, pero cuando se presentó en el
domicilio de su amigo se enteró de que estaría ausente por
unos días. Se instaló en un hotel y unas horas después tomó
por prim era vez el métro (no hay trenes subterráneos en Ro-
: ma) para ir no sabía demasiado a dónde. De esta errancia en el
m étro conserva dos recuerdos: su sentimiento de angustia ante
la «idea de circular por las entrañas oscuras de la tierra» y el
nombre de una estación, que lo impresionó particularmente:
Pére-Lachaise. Sabía que era el nombre de un cementerio, y
mecánicamente tradujo el término «Lachaise» [«la silla»] por su
equivalente italiano. La palabra sedia enseguida hizo que acu
diera a su memoria un recuerdo que no había olvidado, que no.
estaba reprimido, pero en el qué prefería no pensar, y cuya
importancia ya se v e rá / E ste recuerdo lo. remite a sus doce
años: desde hada dos años estaba pupilo en un colegio y su
m ejor amigo era un muchacho de su misma edad, cuyo patroní
mico era justam ente Sedia. lín día salió del colegio para ir de
visita a casa de los padres de este amigo, que lo habían invita
do a pasar el fin de semana; juntos esperaban en una esquina
que la luz del semáforo les diera paso. Llovía, los vehículos
circulaban rápido y la visibilidad era mala. Los dos muchachos
se divertían saltando con pies juntos del cordón de la vereda a
la calle para salpicarse. En derto momento, él no sabe bí es un
recuerdo verdadero o falso, empujó (?), chocó (?) a su compa-