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Erick

La espada de Erick pesaba demasiado, tanto que por un fugaz momento de locura pensó en
soltarla, lo que equivaldría a ahorcarse en un poste. El agua se acabó hace dieciocho horas, la
comida hace seis días, en el desierto no hay mapas, no hay senderos o atajos, ni indicaciones de
algún tipo, solo puede contar con que de algún modo su instinto le guie y que no esté caminando
en círculos. Ciertamente el dolor en las tripas hacía difícil concentrarse en nada, la sed debilitaba
hasta la fuerza más prodigiosa y el cansancio no ayudaba. La tentación de tumbarse y descansar
era tanta, aunque sabía que si se detenía no volvería a levantarse, el desierto no perdonaba la
debilidad ni tampoco la estupidez. Cuando diviso a las tres personas a lo lejos gimió como un niño,
creyó que sus sentidos le engañaban y que probablemente ya hubiera sucumbido a la locura del
desierto, pero utilizando las fuerzas que le quedaban corrió hacia ahí porque era su última
esperanza.

Si nunca has sentido tanta hambre en tú vida, como podrías comprenderías lo que sentía Erick, al
ver a esos extraños, la saliva se acumulaba, los menguados sentidos se afinaban, sus musculos se
tensaron, el pensamiento racional daba paso al instinto de supervivencia, cuando en verdad estas
tan hambriento, que contemplas la idea de arrancarte una parte del cuerpo y comértela, cualquier
noción de decencia o moralidad carecen de ningún sentido, el momento de las decisiones
plenamente conscientes pasa pues ya es todo tan simple como sentir si al final vas vivir o a morir,
la ilusión de lo que crees es un hombre desaparece en alguna parte del cerebro, y emerge el
monstruo que todos llevamos dentro.

El ataque es tan desmedido y brutal, tan violento y sanguinario que sus víctimas no tienen tiempo
de pelear, razonar o huir, después de tal carnicería solo quedan piezas irreconocibles que nadie
cuerdo asociaría a seres humanos, nada importaba que fueran soldados o viajeros, hombres o
mujeres, ancianos o niños, ellos se interponían en la supervivencia de Erick, para que él pudiera
vivir ellos debían morir. Sin pensarlo busco entre los restos cualquier cosa que apaciguara su
hambre, ni siquiera prendió fuego, comió la carne después bebió su sangre y chupo la medula de
los huesos, saboreo cada trozo con un deleite único, cada visera era un manjar, no desperdicio
nada ni dejo nada para los carroñeros, cuando acabo de comer fue como despertar de un sueño,
comprendió lo que había hecho y soltó su espada, se postro abatido con lágrimas en sus ojos grito
al cielo y maldijo a sus inútiles dioses.

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