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La crisis del Poder Ejecutivo (cuatro presidentes en cuatro años). El colapso sanitario
causado por gobernantes incapaces que se han sucedido en el cargo sin que nada corrijan ni
remedien, rodeados de ministros y funcionarios en competencia por constituirse en el más
mentiroso e inescrupuloso, quienes dejan miles de muertos y contagiados en abandono. La
clase cultural inexistente, pero con un Ministerio de Cultura subversor, que se regocija
premiando huachaferías. La clase empresarial ausente y esquiva con respecto de la sociedad
donde cultiva sus intereses y ganancias. La élite episcopal-clerical que mayoritariamente ha
desistido de lo sacramental, quedándose en inerte complicidad con la arbitraria e
inconstitucional prohibición de uso de los templos, y sintiéndose satisfecha con sus emisiones
de misas virtuales. La siniestra posibilidad de que, en seis semanas, por vía electoral, se instale
un gobierno comunista.
Todas estas son causas concurrentes, que han pulverizado la presencialidad del hito
histórico que de celebrar el bicentenario de la independencia republicana. La independencia es
un proceso histórico que se inició en 1811 y que concluyó –según el criterio que se desee
validar– en 1824 con la victoria de la Batalla de Ayacucho; en 1826 con la rendición de las
últimas tropas de españoles en la Fortaleza Real Felipe del Callao; en 1836 con la renuncia del
parlamento español de todo derecho de soberanía sobre los territorios de América; en 1839
con el Convenio de Yanallay por el que las guerrillas de indígenas realistas (los iquichanos)
finalmente reconocieron la independencia republicana, o en 1879 (a seis meses de iniciada la
Guerra por Chile) con la firma por España del Tratado de París.