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Repensando la participación educativa en el contexto de una pandemia sanitaria

Un equipo de investigadoras e investigadores vinculados,


sobre todo, a las Universidades Autónoma de Madrid, Camilo
José Cela, Alcalá y Católica de Valencia llevamos dos años y
medio, aproximadamente, desarrollando un proyecto del Plan
Nacional de Investigación 2017 (EDU 2017-86739-R), con el
acrónimo EDITEA (i), que tiene como propósito general
mantener una mirada evaluativa sobre el desarrollo de
nuestro sistema educativo desde la perspectiva de
compromiso con una educación más inclusiva. Para ello
quisimos, en primer lugar, ponernos en la piel de uno de los
grupos más vulnerables a las diferentes caras de la exclusión
educativa (segregación, marginación/maltrato/menosprecio o
fracaso escolar); nos referimos al alumnado considerado
dentro del espectro autista, alumnado que ha tenido un
importante incremento en los últimos años (Matson y
Kozlowski, 2011).

Pensamos que lo que el sistema educativo fuera capaz de


hacer para responder con equidad a su derecho a acceder a
las escuelas ordinarias, aprender y participar con sus
iguales sin…, sería, por añadidura, un logro inestimable para
todo el alumnado en su conjunto y para algunos para quienes
la satisfacción de sus necesidades educativas especiales plantea
menos desafíos a las culturas, políticas y prácticas escolares
hegemónicas.

La segunda premisa, ya apuntada, fue la de adoptar un


enfoque metodológico mixto (cualitativo/cuantitativo) para
esta investigación, pero que tiene en los relatos o historias de
vida (Moriñas, 2016), un espacio privilegiado en nuestro
proyecto. Buscábamos ese ponerse en la piel, en las vivencias,
emociones y puntos de vista de los actores principales de este
proceso: los propios estudiantes, sus familias y las personas
relevantes de su entorno, con la vista puesta en tratar de
comprender mejor lo bueno y lo menos bueno que se hace
desde la acción escolar.

Y, en tercer lugar, convenimos en que el foco de nuestra


indagación y análisis estaría, sobre todo, en el constructo de
la participación social que, a nuestro parecer (y el de otros
muchos equipos de investigación, Koster, Nakken, Pijl y van
Houten, 2009), tiene una centralidad incuestionable en las
dinámicas promotoras de una educación más inclusiva o, por
su defecto, en las más excluyentes.

En estos momentos tan singulares que estamos viviendo,


confinados por una pandemia cuyos efectos en los distintos
órdenes de la vida son impredecibles, pero que, sin embargo,
están poniendo de manifiesto la importancia de sentirse
parte de un grupo, nos ha parecido que era oportuno y útil
compartir, brevemente, los análisis que hacemos desde el
equipo sobre esta cuestión. Porque lo que sí tenemos claro es
que si algo bueno cabe esperar de esta calamitosa pandemia
eso sería que nuestro sistema educativo se repensara
profundamente desde su capacidad para preparar mucho
mejor a todos los estudiantes con las actitudes, destrezas y
comportamientos que sostienen tan importante percepción,
indispensable en última instancia para nuestra supervivencia
como especie.

Un concepto ampliado de participación social: sentirse parte, formar parte y


tomar parte
En el marco de referencia sobre la educación inclusiva que
manejamos devoto de la propuesta de Booth y Ainscow (2015),
la dimensión de participación tiene un rol central. Tal y como
nosotros la entendemos y hemos operativizado en este
proyecto se trata de un constructo multidimensional que,
globalmente, nos habla, sobre todo, de la cualidad/calidez de
las experiencias y procesos educativos vividos por el
alumnado. Con el paso del tiempo nos hemos visto, sin
embargo, en la necesidad de ir desgranando más y mejor este
constructo.

Por aquello de jugar un poco con las palabras y los conceptos


a los que estas se refieren, hemos diferenciado tres
subdimensiones con un extremo positivo, a saber; sentirse
parte, formar parte y tomar parte y otro claramente
negativo; malestar emocional, marginación/maltrato y
menosprecio/manipulación.

El primero de ellos, sentirse parte lo vinculamos,


fundamentalmente a la percepción de bienestar emocional,
bienestar que descansa, sobremanera, en una percepción de
una autoestima social y académica asentada, toda vez que
estamos analizando, sobre todo, su papel en el ámbito escolar.
Su contrapunto sería una percepción de baja autoestima y el
consiguiente malestar emocional. Pero bien sabemos que la
autoestima es sumamente dependiente de la visión y
valoración que otros tienen de nosotros y, por lo tanto, de las
relaciones que mantenemos con iguales y otras personas
significativas de nuestro entorno.

De ahí que el segundo elemento, en intersección constante


con el primero, es el formar parte de un grupo de iguales,
siendo valorado, estimado y reconocido por lo que uno es y
como es. Seguramente este elemento es de los más difíciles de
asentar en el caso de muchos alumnos o alumnas
considerados con NEE, pero muy en particular para el
alumnado dentro del espectro autista, por sus intrínsecas
características. Pero, para ellos y para todo el alumnado sin
distinción, conviene no olvidar que “sin reconocimiento no hay
conocimiento” (Puig Rovira, 2012). Ese ser reconocido es,
además, la base indeleble de una educación justa y para la
justicia social (Murillo y Hernández, 2015). Aparece aquí otra
de las facetas de este formar parte, entendida a la vez como
condición necesaria para una convivencia positiva y una
resolución pacífica de los conflictos y también como efecto
deseado de cualquier institución educativa (Barrios, Gutiérrez,
Simón, y Echeita, 2018).

Lo contario de formar parte y, por ello, de ser capaz de


establecer y mantener y disfrutar de relaciones sociales
positivas – llegando hasta la amistad-, es no tener ni tan
siquiera interacciones con otros, o sentirse marginado; esto es,
carecer de oportunidades y experiencias de encuentro, apoyo,
juego o amistad, con iguales u otros significativos. En el
extremo más opuesto al formar parte estarían las
manifestaciones más graves del maltratado por abuso de
poder llevado a cabo por aquellos con los que, sin embargo, se
debería convivir positivamente en un clima de respeto y
afecto.

Finalmente, la triada de elementos que articulan esta compleja


e importantísima dimensión de la participación, es la relativa
a tomar parte. Esta subdimensión se vincula al derecho a ser
escuchado y considerado en las decisiones educativas que a
uno le conciernen (UNICEF, 1989), individual o colectivamente.
Ello conecta con las oportunidades (o la falta de ellas) de
participar en las estancias formales que los centros escolares
tienen para promover la participación educativa, sea en la
propia clase o en los órganos colegiados de participación
formal o informalmente establecidos. Conecta, a su vez, con la
existencia, o no, de oportunidades para ser escuchado y que la
propia voz, sea tomada en serio en todo lo que concierne a la
acción educativa (Susinos et al 2019), para llegar en última
instancia hasta el nivel del “aprendizaje intergeneracional” del
que nos habla Fielding (2011). En tensión dialéctica con la
ambición de promover oportunidades a todo el alumnado de
tomar parte, estarían las actitudes de menosprecio y sobre
todo de manipulación de la voluntad y derechos de la infancia.
Es importante resaltar la gran interdependencia entre estas
tres subdimensiones y, de hecho, habremos de preguntarnos
si su diferenciación aporta más de lo que pudiera llegar a
obscurecer. Por ejemplo, cuando uno se sabe reconocido y se
siente valorado por los demás, se siente más competente
socialmente y capaz de reclamar la atención de los otros.
Seguro que eso le anima a interactuar, a tomar parte en
iniciativas grupales y a aportar su voz cuando se dé la
oportunidad.

En todo caso, nuestra posición de momento es que sentirse


parte y formar parte son las dos caras indivisibles de una
misma y conocida moneda en la investigación existente:
el sentido de pertenencia (en inglés Sense of Belonging, SOB), que
ya fue reconocido por Maslow (1943) como una necesidad
humana fundamental. Hablamos del deseo social de estar
conectado con otro ser humano y ser y sentirse aceptado por
el grupo, siendo que este grupo puede ser desde la familia a
una pandilla y estar tanto en la escuela como en el trabajo o
en otros muchos contextos. Este sentido de
pertenencia descansa y se nutre de experiencias significativas
con otros y se satisface compartiendo acciones, pensamientos
y sentimientos, así como con aceptación, respeto,
reconocimiento y comprensión.

Lo cierto es que en este ámbito también tenemos una


abundante y rica investigación sobre el tema, tanto en general
como específicamente en el ámbito escolar (sentido de
pertenencia a la escuela, School Sense of Belonging, SSOB). Por
ello se conocen bien, tanto sus efectos sobre dimensiones
psicológicas y sociales importantes, como sobre dimensiones
académicas, y cómo evaluarlo e implementarlo (Prince y
Hadwin, 2013). Esa investigación conecta también con los
trabajos sobre school engagement o por su cara oscura con el
sentimiento de “desenganche escolar”, antesala del fracaso
escolar (Portela, Nieto y Toro, 2009).
Un efecto muy dañino del COVID-19 sobre la educación
escolar, no es a nuestro juicio, la pérdida de clases para cubrir
“el temario”, como se suele decir, sino las restricciones que el
confinamiento pone a la participación tal y como nosotros la
hemos descrito. Sin oportunidades para reforzar el sentido de
pertenencia, no solo ocurre que el aprendizaje camina bien
cojo, sino que el desarrollo psicosocial de todos se puede ver
muy afectado siendo que los más vulnerables verán
multiplicada esta desventaja. Es por ello que el sentido de
pertenecía se revela en este periodo de confinamiento como
primordial. Por eso, es frecuente ver en las redes en estos días
cómo las escuelas mandan vídeos de su claustro unido, hacen
vídeos o mandan fotos de su alumnado y tratan, en definitiva,
de «tirar» de ese sentido de pertenencia porque, sin la menor
duda, es una necesidad que actúa como un pegamento social
imprescindible.

Siempre se ha dicho que lo peor de la adversidad es que


pueda dejarte doblemente herido; en el momento en el que la
sufres y porque te imposibilite un futuro sin esperanza.
Esa esperanza, como en su día explicara Fullan (2003), “no es
una visión ingenua y luminosa de la vida. Es la capacidad de no
entrar en pánico en situaciones graves y de encontrar modos y
recursos para abordar problemas difíciles”. El mejor modo de
abordar esos problemas difíciles es la disposición a trabajar
juntos, unidos por un fuerte sentimiento de pertenencia,
colaboración y apoyo mutuo. Si la crisis del COVID-19 nos hace
repensar profundamente el sistema educativo desde estos
parámetros, en el marco de una nueva ecología de la equidad
(Ainscow, Dyson, Goldrick y West,2003), entonces las
preocupaciones y quebrantos de estos tiempos no habrán
sido en balde.

Referencias
Ainscow, M., Goldrick, S. y West, M. (2013). Promoviendo la
equidad en educación. Revista de Investigación en
Educación, 11 (3), 44-56.

Barrios, Á., Gutiérrez, H., Simón, C. y Echeita, G. (2018).


Convivencia y educación inclusiva: Miradas
complementarias. Convives, 24, 6-13.

Booth, T. y Ainscow, M. (2015). Guía para la Educación


Inclusiva. Desarrollando el aprendizaje y la participación en
los centros escolares. Madrid: OEI/FUHEM.

Fielding, M. (2011). La voz del alumnado y la inclusión


educativa: una aproximación democrática radical para el
aprendizaje intergeneracional, Revista interuniversitaria de
formación del profesorado 70: 31-62.

Fullan, M. (2003). Sobre el cambio educativo. En A.


Hargreaves (Ed.) Replantear el cambio educativo. Un
enfoque innovador. Buenos Aires: Amorrortu

Koster, M., Nakken, Pijl y van Houten, E. (2009). Being part


of the peer group: A literature study focusing on the social
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of Inclusive Education, 13, 117-140.

Maslow, A. (1987). Motivation and personality. 3erd ed.


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Matson, J. L., y Kozlowski, A. M. (2011). The increasing


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Moriña, A. (2016).  Investigar con historias de vida.


Metodología biográfico-narrativa. Madrid: Narcea.
Murillo, J. y Hernández-Castilla, R. (2015). Liderando
escuelas justas para la justicia social. Revista Internacional
de Educación para la Justicia Social, 3(2), 13-32.

Puig Rovira, J.M. (coord.), Domenech, I., Gijón, M., Martin,


X., Rubio, L, Trillo, J.(2012). Cultura moral y educación.
Barcelona: Graó

Portela, A., Nieto, J.M. y Toro, M. (2009). Historias de vida:


perspectiva y experiencia sobre exclusión e inclusión
escolar. Profesorado. Revista de Currículum y Formación del
Profesorado,13(3),193-218.

Prince, E. J., y Hadwin, J. (2013). The role of a sense of


school belonging in understanding the effectiveness of
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needs. International Journal of Inclusive Education, 17(3),
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Susinos, T., Ceballos, N., Saiz, A., y Ruiz, J. (2019). ¿Es la


participación inclusiva el unicornio en la escuela?
Resultados de una investigación sobre la voz del alumnado
en centros de educación obligatoria. Publicaciones, 49(3),
57-78

UNICEF (1989). Convención de los Derechos del Niño. CDN.


Recuperado de: https://www.unicef.es/causas/derechos-
ninos/convencion-derechos-ninos

(i) El equipo del proyecto EDITEA que firma este artículo


está formado por los siguientes miembros (por orden
alfabético): M. Soledad Andrés (UA), Ángela Barrios (UAM),
Margarita Cañadas (UCV) Maria José de Dios (UCJC),
Gerardo Echeita (UAM), Pedro González (UA), Héctor
Gutiérrez (UAM), Teresa Gutiérrez (UAM), Juana M.
Hernández (MEFP), Gabriel Martínez (UCV), Yolanda Muñoz
(UA), Raquel Palomo (UAM), Maria Pantoja (UAM) y Cecilia
Simón (UAM)

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