La mezcla de aire acondicionado a unos diecisiete grados centígrados con
el aire húmedo de afuera, que estaría a unos treinta, y el viento que entraba porque la puerta iba abierta, mientras nos desplazábamos, hacían sentir una sensación agradable. Sin embargo, minutos después, el hecho de ir muy cerca de la mujer policía y de su compañero, por la puerta de adelante, me traían a la expectativa de que algo malo podría suceder en cualquier momento, sobre todo cuando aquel pequeño autobús se detenía para bajar personas. En ocasiones anteriores se habían dado casos de ataques a policías que se encontraban en situaciones vulnerables, por ejemplo comiendo en alguna venta de comida en la vía pública o departiendo bebidas en algún bar, entre otros casos; esto se debe al eterno rencor hacia la autoridad por parte de la delincuencia organizada. Ir apretujado en un autobús repleto de gente, cerca de la puerta, y con policías a la par, me sonaba a situación vulnerable. Es la misma sensación que se podría experimentar cuando en algún centro comercial pasas cerca de un camión blindado, que recoge dinero o alimenta cajeros automáticos, del cual se bajan hasta seis vigilantes con escopetas largas y pasan a tu lado y puedes sentir su nivel de paranoia desarmonizando el ambiente. Trataba de ver si la cara de la chica, que acababa de conocer, tenía la misma expresión de angustia como cuando ella me hablaba en la parada; pero las otras personas en el pasillo del autobús, sobre todo sus cabezas, no me dejaron apreciar detenidamente su rostro; solamente cuando recién arrancaba el vehículo fue que pude ver que ella, que se había ido hasta la parte de atrás, dirigía la mirada hacia afuera, como buscando entre la gente que había quedado sin poder abordar aquel improvisado autobús, que seguramente era de alguna institución de gobierno. Un señor de avanzada edad quería subirse, pero como hasta en las gradas de la puerta iba gente, uno de los policías le dijo que no se preocupara, que atrás vendría otra unidad de transporte para ayudar en aquella situación irregular. Eran como las siete y media de la noche, cuando todavía es normal ver a mucha gente en las calles, comprando en las ventas ambulantes y regresando a casa, y algunas personas departiendo en los bares repletos de gente en el centro histórico, donde la atmósfera sabe a escape de coches; esta vez muchas rutas de transporte público no estaban circulando, lo cual traía preocupación que se acrecentaba mucho más a medida que avanzaba la noche. Unos días atrás, en la semana anterior, yendo hacia el trabajo, una mañana, abordé un autobús por el centro de la ciudad. Cuando me iba internando hacia la parte de atrás, una joven que venía en un asiento del medio, se hizo al lado de la ventana como dándome lugar a que yo me sentara junto a ella. Agradecí su intención y confirmó mi comentario sobre los autobuses que estaban pasando bien tardados, seguramente por algún accidente de tránsito que a veces son bien severos pero otras tan ridículos como un simple rose que ni siquiera la pintura se ha descascarado, lo cual lleva casi dos horas para que las partes, incluyendo a veces a personal de compañías de seguros, y la autoridad se pongan de acuerdo, dejando quien sabe a cuánta gente con citas, de hospital o de trabajo, perdidas. Esto debido a que al quedar varados los automóviles, se atrofia las vías. A los segundos, después de cortar la primera plática, le pregunté: — ¿Va estudiar o a trabajar? — A estudiar —me contestó después de repetirle la pregunta, por causa del ruido del motor que sonaba muy desafinado. Sospechaba su respuesta por su expresión fresca y su bolso (Es que normalmente la gente que labora parecen más estresados diariamente, en cambio a los estudiantes los veo muy nerviosos solo cuando tienen evaluaciones o algún otro tipo de actividad estresante), pero como no llevaba uniforme, esto daba lugar a cierta duda. Después de responderme en dónde estudiaba y que yo le comentara que de su instituto se dice que las carreras son bien técnicas y con buena calidad, sonrió y luego me explicó que los estudiantes no usan uniforme escolar debido a las riñas callejeras a las que se pueden ver sometidos. Quedan reminiscencias de una época anterior, muy violenta por cierto, donde los estudiantes uniformados de ciertas instituciones públicas se enfrentaban cruentamente con otros a golpes, a pedradas, a garrotazos y hasta con armas corto punzantes. Esos tiempos ya han pasado, pero de cuando en cuando se dan algunos conatos de violencia de esta suerte. En su bolso llevaba el uniforme que se lo iba a poner una vez estando dentro de la institución. Me dijo que ella estudiaba bachillerato en electrónica lo cual me pareció muy interesante de su parte. Le comenté que yo había cursado una carrera en ingeniería, y que en la misma estudié nociones básicas de electricidad y electrónica, pero que había olvidado muchas cosas por no ponerlas en práctica muy a menudo. Luego hablamos de software, de música y hasta de Literatura. Ella me comentó que con otros jóvenes tenían un grupo musical. Entendí que la banda era de tipo religiosa. Me dio su número, que lo usaba como contacto de WhatsApp; ella propuso que yo diera clases en su centro educativo, yo le dije que me interesaba estar en contacto con personas y proyectos sobre tecnología; yo tenía tiempo de no dar clases y trabajar con jóvenes; lo que más me interesó fue su actitud y sus intereses, y cuando mencionó sobre proyectos de robótica, me di cuenta que habían nuevas formas de programar dispositivos. Su nombre en Facebook era muy complicado para nombrarlo y memorizarlo comentó y ya no teníamos tiempo porque estaba próxima a bajarse como para ponerme a apuntar aquello. Al instante me imaginé que se trataría de esos nombres que adornan con caracteres especiales, entre otras ideas que se me vinieron a la mente; podría tener letras o efectos árabes su nombre imaginé. Le dije que le iba a llamar al mediodía. Se bajó, yo me fui hasta la avenida Araujo para cambiar de autobús. Hasta esta fecha yo no había querido instalar ni usar WhatsApp aunque fuera un servicio gratis. Motivado por esta joven, pensé en instalarlo esa misma mañana. Nos despedimos, ella se bajó en la terminal de autobuses, yo continué hacia el trabajo. Por el mediodía yo aún no había podido configurar WhatsApp desde una computadora, usando un software de virtualización, entonces decidí hacerle una llamada telefónica normal. Le expliqué que no uso un teléfono con internet porque normalmente estos son más llamativos para los ladrones que a veces suben a la unidades de transporte y que además no me siento cómodo revisando cosas o trabajando desde una pantalla tan reducida, pero al fin y al cabo siempre pudimos comunicarnos, ya que aquel software permitía emular un teléfono con sistema operativo Android en una laptop o computadora normal. Meses después anduve un teléfono al que le instalé la aplicación sin necesidad de emulación. Después del trabajo, al pasar por el centro, pues siempre lo atravieso de poniente a oriente, decidí tomar algo, y en aquella fonda estaban transmitiendo un partido de fútbol entre México y Panamá. Iban por el minuto veinticinco del primer tiempo. A los panameños les expulsaron a un hombre sin motivo aparente, y unos días después recuerdo que los medios confirmaron los favores que aquel árbitro había hecho a la selección azteca. “Total, quién sabe qué negocios hay detrás del fútbol” pensé, sin dejar de sentir frustración por las injusticias que cometía el hombre americano que juzgaba el partido –hasta los norteamericanos son corruptibles en campeonatos de futbol reflexioné-; menos mal que no soy un aficionado de corazón como suele decirse porque a saber qué clase de resentimientos me hubiera hecho sentir aquella situación (Es curioso ver cómo dos personas fanáticas de equipos diferentes son capaces de llegar a pelearse –a puñetazos, a golpes con envase de cerveza, lanzar a otro desde una altura, entre otras cosas– por el amor a su equipo favorito, aunque tales equipos estén jugando del otro lado del Atlántico). Por el mediodía del siguiente día estuve intercambiando mensajes de texto con la chica y le comenté del teclado musical que tengo, que tiene más de un año de no funcionar bien y se lo ofrecí ya que ella estudia electrónica. Decidí que estaba bien que se lo llevara, pues ella lo podría revisar. También le serviría para practicar su música. Por aquel entonces ella solo practicaba con el instrumento de la iglesia. Yo albergaba la esperanza de que talvez en sus manos, el teclado fuera reparado. Se lo podría ella quedar un tiempo y luego me lo podría devolver si yo aún no había conseguido uno nuevo. Me inspiraba el hecho de ver su anhelo por tenerlo en sus manos y poder practicar en casa. Unos meses atrás yo había hecho un gran intento por tener aquel teclado en buen estado nuevamente. A una temperatura entre treinta y seis y cuarenta y dos grados centígrados había pasado más de diez años en la casa de mis padres. Aquella área del país es bien caliente en temperatura (Y ahora una zona del país puede ser caliente si tiene alto nivel de criminalidad debido al accionar de las pandillas. “Donde vos vivís es fresco. Ah… pero también dicen que es caliente” se podría escuchar a alguien opinar). Aparte de esto, algunas avispas habían tratado de hacer nido dentro, y dejaron pequeñas casas de tierra. En una de mis visitas, lo saqué de donde estaba y al probarlo ya no funcionaban algunas teclas. ¡Qué cosa más frustrante e irónica! Cuando el instrumento estaba bueno, yo no tenía tiempo o no quería aprender y ahora que había nacido el anhelo de practicar, el teclado no funcionaba correctamente. Entonces, después de algunos intentos por repararlo por mi cuenta y al no tener algunos instrumentos básicos de electrónica, sin mencionar la falta de práctica, se lo llevé a un hombre que reparaba televisores y otros aparatos eléctricos. Me dijo que me lo podía entregar al siguiente sábado. ¡Insensato de mí!, Aquel hombre era, por costumbre, un mentiroso compulsivo: en varias ocasiones llegué y las mismas veces me dijo que lo tendría listo un par de días después. La razón era que siempre tenía en cola varios aparatos por reparar. Pero el hombre no era honesto en decirme ya sea que no quería repararlo, que no estaría listo tan pronto o que no tenía cura (Con la esperanza de cobrar unos pesos, no tenía la formalidad de decirme que mejor me llevara mi aparato a otra parte). Cuando en una de las ocasiones le dije que me lo llevaría, me contestó que lo tenía desarmado. Que si me esperaba un par de días me lo tendría reparado. Entonces, regresé cuando él me dijo, pero como siempre había tenido otros trabajos y no había podido terminar con mi teclado. Así que le dije que me lo llevaba como estuviera, que yo lo terminaría de armar en mi casa. Estaban otros compañeros, unos ya con canas, trabajando con él cuando le comenté que me hubiera dicho de una vez que aquello tomaría demasiado tiempo para ser reparado. Se apresuró a armarlo, lo metió en una bolsa y me regresó un adelanto de dinero que yo le había dejado, pero le regresé la mitad pues le dije que era su pago por tomarse la molestia de desarmar y armar el aparato. Me comentó que algunas piezas estaban podridas (En esto tenía razón, el calor las había dañado, pero si se lo había llevado era para que buscara una solución). En casa, revisando un poco cómo había quedado, encontré que podía usar una tecla especial para obtener los tonos de las teclas que no estaban funcionando. Lo usaba algunas veces para distraer de vez en cuando a mi hijo que escuchaba e imitaba algunas melodías que estaban disponibles en el modo de aprendizaje. Ella merecía más que aquel viejo teclado que yo había conservado por más de diez años. Estaba muy contenta con que le llevaría el instrumento, a pesar que le comentó a su mamá que recién me había conocido y que la señora estaba un poco desconfiada y pensativa pues pensaba que yo podría tener malas intenciones hacia ella –como en la ciudad todos somos tan extraños los unos para los otros–. A su papá no le había comentado algo hasta aquel momento. Él acostumbraba ir a traerla a la salida por las tardes al instituto. Embolsé el teclado con un cargador de nueve voltios en una bolsa blanca, dispuesto a llevárselo a ella el siguiente día. Alguien que jugaba con el teclado tendría una esperanza de tenerlo completamente reparado dentro de un tiempo. Entonces el jueves por la mañana, en la parada de la terminal, por donde me había despedido de ella el día anterior, me esperaba por la entrada de una cafetería. Apreciando su sonrisa, con una inusual bolsa negra en mis brazos le dije: "Aquí está tu bebé" (Con la psicosis que anda la gente en una sociedad en problemas, el comentario bien pudiera haber sido mal interpretado por los presentes). Su cara era de mucha felicidad. Entramos a la cafetería, y tuvimos un café con quesadilla cada uno. Le pedí que desempacara su nuevo juguete, lo cual hizo muy gustosa. Le hablé de las funciones básicas y de los problemas que tenía (De cuatro octavas, las últimas dos no funcionaban bien después de la revisión por aquel electrónico mentiroso del parque Centenario, había pasado un año de aquel suceso; yo había perdido el interés en llevarlo a otro lugar, pero mi hijo lo usaba de cuando en cuando así como estaba) A ella le expliqué que podía usar el botón Transport para conseguir el sonido de las últimas dos octavas usando las teclas del primer par; la entrené también en el uso del modo de aprendizaje. Absorbió los trucos rápidamente y después de aquella charla empacó su nuevo amigo felizmente. Hablamos de varios tipos de música, mundana y religiosa, pues su actitud no era precisamente la del estereotipo clásico que estaba acostumbrado a ver en una joven que ha asistido a una iglesia protestante con sus padres desde toda la vida; ella era una mezcla de varios estilos en una sola persona-. A las nueve de la mañana pedimos la cuenta. Salimos, la acompañé caminando hasta cerca del instituto. Me dijo que ella antes era lectora asidua, hasta tres libros por mes, que su papá se los llevaba; que había bajado el nivel pero que volvería a leer más frecuentemente. Le había fascinado la lectura de María de Jorge Isaacs; yo le dije que se me antojaba leer Pedro Páramo (Tenía curiosidad por leer textos con estilo de rompecabezas como algunos que había leído de Salarrué. Me lo habían recomendado. Seguramente hubiera sido un buen programador de software el señor Rulfo, si viviera en esta era, reflexioné). Por un puente cercano a su institución, me dijo “Aquí puede esperar el autobús”. Se estuvo en la parada esperando a que yo abordara transporte. Mientras esperábamos, le dije que podía tomarse su tiempo para arreglar y practicar con el teclado pero que me lo devolviera posteriormente pues había un niño de cinco años, que lo usaba de vez en cuando para oír las piezas: The Entertainer de Scott Jopplin y el Minuet de Bach entre otras del repertorio de melodías que tenía aquel aparato. También le comenté que mi plan era conseguir un teclado nuevo, que si yo lo conseguía dentro de poco, le iba a regalar el teclado usado, pero si pasaban unas semanas sin que yo hubiese comprado uno nuevo, me lo regresara para que pudiera el niño seguir usándolo. De cualquier manera ella aceptó muy feliz porque me dijo que al menos por un tiempo no tendría que caminar lejos de su casa para ir a practicar en un teclado de una iglesia evangélica que le queda no tan cerca de su colonia. Con un violín se sentiría completa comentó. No se encuentra a cada rato una joven que te diga que con algo así se sentiría completa, todos los días, porque lo normal era que con esa edad, se sintieran completas teniendo un teléfono con conexión para poder darse gusto chateando y publicando selfies en poses muy variadas, entre otras cosas que podrían hacerlas sentir realizadas. Ella ya andaba uno básico y lo usaba a menudo, pero aparte de la electrónica, la música era su pasión. Y sus selfies cuando las vi unos días después eran muy atractivas, la chica era realmente fotogénica. Pude ver también su dedicación al cuido de sus canes; sus amores incondicionales en la red social. — ¿Y cuál es el joder de que el teclado esté reparado tan rápido, si dejaste una década de no usarlo? — ¡Ah!, es que cuando me pase la gana de entrarle a la práctica musical, esta situación me va a importar poco, porque ya no va a haber inspiración hasta que aparezca de nuevo, quién sabe cuándo, ¿me explico? –le contesté al amigo que platicó conmigo por aquellos días, explicándole además cómo se dan las cosas artísticas; su mundo es bien técnico, y no hace nada por huir de aquello de vez en cuando. *** El viernes anterior, yo había pedido la mañana libre en el trabajo – descontando este tiempo de mis vacaciones anuales-, para poder asistir a un taller literario. Como no me gusta usar el vehículo para las actividades regulares en esta ciudad, pues me frustra el hecho de parar y acelerar a cada rato, aparte de la tediosa tarea de andar buscando parqueo, me fui en buses. ¡Que otros sean los que pisan el acelerador, los que hagan cambios de velocidad, los que observen los semáforos, los que deben de frenar, los que insulten o los que sean ofendidos, los que ganan unas libras demás por no caminar un poco de vez en cuando! Ah, pero desde el punto de vista de quien siempre quiere andar en su vehículo su decir podría ser: “¡Que sean otros los que llegan tarde, los que viajen incómodos, los que sean asaltados!”. Pero es cierto que hasta andando en carro existe la posibilidad de sufrir un asalto; por ejemplo, se pone un motociclista a la par del conductor y toca la ventana con su pistola y exige teléfono, laptop y dinero a cambio de no disparar. También es cierto que una persona usando transporte colectivo y caminando algunos tramos es capaz de llegar antes a un destino que una persona que va manejando, cuando los embotellamientos dan ganas de llorar a un conductor que no puede moverse ni para adelante ni para atrás hasta pasada una media hora o más tiempo. Esto me suele suceder los sábados, cuando en el carro hacemos unas salidas. ¡Pero qué diferencia si se trata de acelerar en autopistas amplias y con buena visibilidad! En pleno centro de la capital, me vi obligado a tomar un taxi -algo que me pasa muy pocas veces-, por la trece avenida norte donde intercepta la primera calle poniente. El señor taxista iba muy contento, había visto en mí un buen cliente. Llevaba música pop antigua y a veces tarareaba. Cómo lo sentí emocionado con la temática de la música pop, inicié plática sobre el tema. Cuando hablábamos de música rock, me contó que una vez el de lejos vio un teléfono "virguito" o sea nuevo, con todo y funda, desde como a cincuenta metros de distancia (“Mi problema es ver de cerca, de lejos miro hasta lo que no me importa” -agregó). Siguió narrando que aceleró, se parqueó y abrió la puerta y lo tomó. Por cerca de cinco minutos le sonó muchas veces pues recién lo habían extraviado y ambos, taxista y dueño estaban muy cerca. Lo examinó y encontró videos pornográficos, música rock pesado, chistes triple “x”, entre otras cosas. Entonces él se dijo: "Este teléfono es de un roquero, solo por eso no se lo voy a devolver". No opiné algo sobre su decisión de quedarse con un teléfono ajeno, teniendo la oportunidad de devolverlo; pero a mi juicio y parodiando los epítetos de Homero, bien se hubiese merecido los motes: “El que roba lo que ve de lejos” y “El que no regresa lo ajeno”. Sus melodías clásicas eran de apenas unas décadas atrás. Tuve la intención de hablarle de música clásica, por ejemplo de Mozart y sugerirle que sintonizara un rato Radio Clásica, pero el cambio de una canción le hizo entrar a otra frecuencia pero no de radio, sino de su mente, y así nos desviamos un poco de la conversación. De fondo había sonidos monótonos, contaminados con palabras y frases estereotipadas. — Lo bueno de todo es que en mi infancia aprendí algunas palabras y frases en inglés con ese tipo de baladas, y que a usted esto lo hace feliz –le comenté al hombre, entre gestos de aceptación de su parte. Pero yo escuché más música de los ochenta y noventa. El metal y el grunge me gustaban mucho, podía pasar horas oyendo eso hace un tiempo atrás. Y era cierto que yo solía escuchar grupos como Led Zeppelin, Pearl Jam, Nirvana y posteriormente a Metallica y Megadeth. Soundgarden me era menos conocido porque nunca me percaté que eran ellos los que interpretaban “Black hole sun” cuyas notas ocupan algunas redes neuronales en mi cabeza. Al final, después de tomar unos atajos que me quitaron diez minutos de la actividad, el hombre me llevó a mi destino. Lo último que me dijo cuando aún estaba tratando de salir de un embotellamiento fue que ahí traía el periódico por si yo quería echarle un vistazo a las noticias; me sugirió que había un caso caliente de corrupción, de desvío de fondos públicos y hasta lavados de dinero, y aún agregó: “¿Y así cuándo se va arreglar este país? si los que están en el poder roban a manos llenas, no pueden ser honrados un tan solo día de su vida, no dan el ejemplo, son todos unos hijos de puta, no solamente los del gobierno, sino también incluyendo a algunos diputados y algunos jueces dijo con tono exacerbado”. “Tiene toda la razón, hay que dar el ejemplo como ciudadano también para exigir con toda solvencia a tanto hijo de su madre (y por respeto a la igualdad de género también agregué ‘y a tanta hija de su madre’) que llegan al poder con favor de la gente y que tienen el privilegio de ser mantenidos y mantenidas por el pueblo, con el supuesto de que trabajarán a favor de los ciudadanos, y de paso muchos de ellos y ellas se enriquecen descaradamente con el dinero de sus impuestos y de sus clientes y clientas”. - le dije, ya cuando le estaba pagando su servicio y estaba por bajarme del auto. Esto se lo dije sonriendo; no se dio por aludido (seguramente esto también pasa con la clase política: “ya tienen el cuero de la cara duro, ya no tienen vergüenza” es un dicho de un anciano que conozco); se soltó una carcajada, y a este momento yo ya estaba en el suelo y preocupado por el taller literario, buscando por donde entrar al lugar. Y yo no estaba seguro si debía usar la palabra clientas para cumplir con lo de la igualdad pues me sonaba innecesaria eso y en general casi todo esfuerzo por cumplir con dicha tendencia: el español no era la mejor opción para lidiar con estos estilos discursivos, esto lo comprobé al incursionar en el estudio más detallado de otros lenguajes no romances. Mientras se alejaba, una canción nueva comenzaba a sonar y le vi un rostro de mucha alegría. Era preferible esto a que se amargara por la naturaleza predictible de casi todos –y todas- los –y las- funcionarios –y funcionarias– públicos –y públicas–. Así de absurdo era usar la lengua castellana para manejar el tema de la igualdad, sin detrimento de la causa y sin desmerecer algún estilo más adecuado que por falta de ocasión yo no había explorado, pero esto de ponerle sexo al idioma siempre me pareció extraño, como lo era –y con más razón– para una amiga de China. El efecto Doppler hacía lo suyo, sin excepción de lugar y tiempo, cumpliendo las leyes físicas, mientras yo lidiaba por reconocer la canción y ubicaba la entrada hacia mi destino. La melodía me recordó como a él, seguramente, cosas del pasado. Y es que al menos en la charla dentro del taxi, sus recuerdos eran de cosas buenas, aunque al mismo tiempo cada recuerdo bueno conllevaba alguna carga nostálgica que al mezclarla con su realidad actual le producían un efecto contraproducente en su estado de ánimo, y esa seguramente era la causa de sus frases repetitivas: “antes sí había música” o “cuando yo era joven”, entre otras que acompañaba con suspiros. Y no estaba tan anciano, que se diga. Su “antes” había sido de lo mejor, su presente era una sobrevivencia, como para muchos de nosotros, y su futuro era algo más o menos incierto. Durante el viaje, le hablé por unos segundos que en su teléfono podía instalar una aplicación para saber cómo está el tráfico en la ciudad. Por estos días debe de estar lidiando con las consecuencias de la entrada de Uber en el país, ya sea estando en contra o tomando ventaja de la nueva modalidad de taxi. Con unos quince minutos de retraso, eran las ocho y cuarenta y cinco de la mañana cuando entré a las instalaciones donde impartían el taller. Ya internado en el recinto, al tratar de abrir una puerta, alguien dijo "Aquí es". Era el dramaturgo, que en un local amplio donde había una mesa en medio, estaba reunido con un grupo como de quince personas. Se presentó y yo hice lo mismo. Tomé asiento en un espacio disponible; un folder color rojo con distintivos del patrocinador estaba disponible para mí con un lapicero rojo y cinco páginas bond tamaño carta en blanco, listas para que sobre ellas se escribieran guiones ficticios. El dramaturgo propuso desarrollar un guion a cada quien, algo que pudiera representarse en escena y de temática libre. Escribir sobre asuntos de interés nacional fue algo que se fue imponiendo sobre otros temas. Sin embargo, lo que se escribiera tenía que ser algo que se pudiera poner en escena con relativa facilidad aunque se tratara de personajes abstractos como instituciones del gobierno. Se debía considerar también limitantes de presupuesto, en el caso de llevar algunos guiones a las tablas. El taller se desarrollaba en un ambiente que tenía mucha resonancia y debido a esto decidimos pasarnos al patio de la residencia donde había mucho verdor y árboles. Nos escuchábamos mejor aquí; unos visitantes recurrentes del lugar, moviéndose alocadamente en las copas de los árboles, lanzaban frutas y pequeñas ramas secas que caían muy cerca de los presentes que estábamos sentados en círculo en unas sillas. Nos movimos un poco de ubicación. Un tiempo después recuerdo que una ardilla, mientras le leía sobre Odiseo y los cíclopes a mi hijo, en una hamaca (y me tomó cuatro meses leer la obra completa porque era poco el tiempo que podía dedicarle a esta deleitosa tarea), la observé que buscó una posición estratégica arriba en el árbol de mango y entonces lanzó excremento y salió huyendo. ¡Hija de Zeus, que en vez de amontonar hojas, lanzaba heces! Después de algunos pequeños accidentes, como que un compañero recibió un marañón japonés en la cabeza (Y fue quién posteriormente escribía como ensalzando a un partido político de derechas) pudimos comenzar de lleno la tarea por la cuál habíamos llegado. En el taller los asistentes tenían edades entre diez y ocho a treinta y cinco años, por lo que supuse que tendríamos ideas más o menos similares. En pocos minutos ya teníamos una lluvia de ideas de temas que podían ser abordados en los textos dramáticos. Las mismas venían de grupos de cuatro a cinco personas. Problemas sociales como emigración irregular hacia Estados Unidos, explotación infantil, trata de blancas, pandillerismo, secuestro, extorsión, asesinatos y narcomenudeo se dejaron entrever por un grupo. Corrupción gubernamental, sobornos en licitaciones públicas, fraude procesal y electoral, pensiones públicas, y escasez de medicamentos se dejó ver desde otro grupo. Violencia intrafamiliar, incesto, violación, estupro y demás problemas mencionaron otros. Con la idea de no repetir temas, con mis compañeros decidimos proponer otros que no dejaban de ser importantes. Así que nuestra lluvia de ideas pasaba por contaminación ambiental y la mala regulación del gobierno para con la industria que genera desechos tóxicos. También tomamos en cuenta problemáticas como la evasión de impuestos, prácticas abusivas de los bancos y las empresas telefónicas. Después de una discusión, y de un pequeño receso, el facilitador pidió que en la siguiente fase del taller, escogiéramos un tema de los que ya habíamos tratado y lo profundizáramos, que usáramos un método aleatorio para generar un tema nuevo usando un buscador web o que pensáremos en uno completamente nuevo. Con música experimental de fondo, estuvimos escribiendo por varios minutos. Después, cada quien tuvo oportunidad de leer y discutir un poco lo que había desarrollado. Alguien que practicaba en los periódicos tendenciosos de la capital, usó sus recursos literarios para exponer una situación criminal de tal manera que siendo un hecho de delincuencia común, aquello pusiera los pelos de punta a cualquiera que leyera el escrito por la forma en que describía el suceso. “Si no estuviera el gobierno actual en el poder, este texto tuviera un enfoque más suavizado” confesó sonriendo cínicamente. Ahí comprobé cómo un medio es capaz de impactar sicológicamente a un lector que a la distancia lee o escucha una noticia trágica que sucede en otro lugar, y generar sentimientos de aversión dirigidos. Había también en los escritos capacidad de favorecer o desfavorecer a un gobierno partiendo de situaciones y acciones que dependían de la cultura de una población y no tanto del mal accionar de sus dirigentes: ¿Qué culpa puede tener un gobierno, corrupto o no, ante el salvajismo que un individuo emplea para cometer una barbarie motivada por asuntos personales? Pero el gobierno no queda del todo bien librado de las irresponsabilidades sociales que se cometen a diario. Un ser aprovechó aquella ocasión para exponer de una manera camuflada sus problemas al tratar de abrirse camino en su condición de homosexual: planteaba la situación como un peregrinar por la vida entre gente de cultura intolerante hacia sus tendencias. Se hacía ver cómo un personaje delicado sobreviviendo en un ambiente ordinario y machista. Por algunos momentos su personaje principal parecía una víctima, por otros, un ser despreciable y en algunos momentos como un peligroso pervertido. Sus metáforas pasaban por tuerca, destornillador, lubricante, entre otras, muy tácitas, para poder expresar situaciones reprimidas por su familia y por la sociedad. Debió haber estado feliz con los pasos peatonales que pintaron de arcoíris en algunas calles hace algunos días, pero luego se ha de haber entristecido porque bien pronto los pintaron como estaban de primero. Meses después, en un texto de su publicación indicaba que su mayor lucha no había sido con la sociedad sino contra él mismo. Partiendo de la idea que el guion pusiera en escena personajes y situaciones que son familiares al promedio de la población, me tomé unos minutos para plantearme mentalmente unas opciones y escribir unas ideas base para cada tema; se me ocurrían figuras públicas y sus buenas acciones frente a problemáticas sociales muy fuertes. Luego podría desarrollar el tópico que más conviniera. En primer lugar se me ocurrió tomar de base un personaje que había escuchado decir unos mensajes periódicamente en unas radios. Se trataba de un ex presidente que disertaba en algunas radios, sobre cómo hacerse de dinero de una manera inteligente, usando la sabiduría y la persistencia, siendo optimista y sobre todo pensando positivamente y teniendo fe (Citaba varios de esos autores de superación personal); en segundo lugar se me ocurrió inspirarme en un pastor evangélico que predicaba muy locuazmente sobre asuntos de la ley de Moisés y exhortaba a sus seguidores a llevar una vida de ejemplo; también pensé en un profesional graduado en una universidad prestigiosa de Estados Unidos –la gente votó muy a gusto por este hombre cuando fue candidato presidencial, ya que el personaje inspiraba una vida de rectitud y de inteligencia en el área política y parecía que haría mucho por el país si llegaba a la presidencia ¡El hombre tenía estudios superiores en universidades extranjeras!-; en cuarto lugar pensé en una especie de dinastía en una de las iglesias protestantes, en quinto lugar en un padre de la iglesia católica, y así sucesivamente tenía otros personajes y temas de relevancia nacional. Más me valió no haber usado ninguno de estos temas al final porque con el paso del tiempo, partiendo de lo que las autoridades a través de los medios difunden, estos humanos resultaron decepcionantes. Qué insensato me hubiera considerado ahora de haberme inspirado y escrito sobre el primer caso cuando años después se descubrió que aquel hombre no había amasado su fortuna como en sus reflexiones se dejaba entrever, sino que en cada día de su mandato no perdía tiempo para desviar miles de dólares a sus cuentas y las de sus familiares y cómplices –esto según la Fiscalía dejó ver y los medios difundieron–. Qué pena hubiese sentido ahora de haber escrito sobre el segundo caso, cuando meses después de aquel día, casi, por minutos de diferencia, hubiese presenciado un escándalo en la vía pública cuando la policía había tenido que irrumpir en un hotel de una zona de lujo para intervenir a un pastor de una iglesia evangélica que había agredido sexualmente a una mujer que resultó según los medios ser una feligresa de la iglesia en la que el hombre predicaba; la gente hacía sarcasmo de la situación diciendo que el costo del hotel donde se cometía aquel acto seguramente había sido pagado con el diezmo de sus seguidores. Qué pena también hubiese sentido de engrandecer las acciones de aquel personaje de la tercera opción cuando meses después se descubría que había sido el principal desviador de fondos para apoyar a su partido político; todos sus esfuerzos entonces lo utilizó para cumplir con intereses partidarios. De la dinastía supe después que habían llegado al extremo de descontar el diezmo por planilla, algo que me pareció aberrante. Del padre, éste posteriormente se vio envuelto en un caso de pederastia y su culpabilidad fue demostrada. La Iglesia pidió perdón, usando textos bíblicos y citas papales para justificar la debilidad de la carne. Tomé a bien desarrollar un personaje y una situación sobre un sujeto que se encarga de invitar a extranjeros al país; les busca alojamiento, les ofrece paquetes turísticos y les apoya en su estadía. El hombre se vale únicamente de sus habilidades comunicativas y en una amplia cultura general para tratar con diversos tipos de personas. Heredó una casa colonial de parte de sus abuelos y ha convertido este lugar en un bonito hotel en una zona bien turística. A pesar de los problemas de inseguridad social en el país, este personaje como algunos otros se encargan de dar a conocer toda la riqueza turística (¡y qué decir de la gastronómica!) con la que se cuenta en este pequeño territorio: casi veintiún kilómetros de playa, ríos, bosques, lagos, lagunas, montañas, volcanes y muchas otras atracciones que para el turista es algo muy valioso. Desarrollar un guion teatral a partir de esta situación me parecía banal en un inicio, pero luego imaginaba todos los bellos lugares proyectados en el fondo de diferentes escenas. ¿La trama del guion? Se me ocurrió que esta fuera la historia de poner en marcha un negocio de este tipo desde la perspectiva de una persona emprendedora que arranca una pequeña empresa con escaso o nulo capital. Enfrentar la burocracia institucional, conseguir créditos que posteriormente son un dolor de cabeza liquidar, y ni se diga lidiar con algún tipo de extorsión para poder operar si en la zona existe esta imposición, suponían elementos suficientes para considerarse como una historia que reflejara la realidad del país. “La completa armonía es imposible cuando el entorno está contaminado pero no significa que todas las personas en este país sean malas” le dije a un compañero que intentaba, cuando estábamos trabajando en equipo, salpicar mi guion, agregando que el emprendedor cometía ciertos tipos de fraudes. Suficientes puntos negros teníamos en la historia con las dificultades que el personaje tendría que enfrentar para poner su negocio en marcha como para sobrecargar y torcer la historia de aquella manera. Aunque al final, cualquier ficción es válida porque es cierto que un personaje puede ser tan retorcido como se quiera imaginar. Aunque lo mío no era una apología del emprendedor, me pareció mala idea sobrecargarle aquellos fraudes ficticios. Para consensuar con él, acepté que el micro-empresario no terminara de pagar un crédito a un banco (De cinco mil dólares de capital, terminó pagando nueve mil; cuatro mil solo de de intereses, en tres años; pero al tratar de liquidar el crédito, el banco había inventado otros cargos adicionales que debían ser liquidados si no quería pasar a una lista negra que tenía peso para cualquier trámite crediticio para aquel entonces). Una persona puede lucir como delincuente si no paga cargos inventados (por los bancos, por las casas comerciales, por las compañías telefónicas, etc.), pero cualquier institución de estas pasa por limpia y generosa en el evento de caridad en el que participan por la televisión cada año, aunque consuetudinariamente realicen prácticas abusivas para con los consumidores y evadan impuestos. El compañero estaba contento de que el personaje fuera puesto en aquella lista negra porque éste se había negado a conciliar con el banco, y además feliz porque se indicara que estaba afiliado al partido político en el gobierno de turno. El siguiente día, el sábado por la mañana, tendríamos la segunda y última sesión del taller de textos dramáticos y cuando iba para allá iba pensando en los personajes y eventos que había creado el día anterior y en cómo podía aprender a manejarlos adecuadamente sin tender a la prosa y más al diálogo. Al fin y al cabo yo no estaba escribiendo para complacer a una editorial, una tarea universitaria o para favorecer a una causa política, sino que escribía como una forma de desarrollo literario para aplicarlo a mis proyectos personales. Aprendí algunas cosas del facilitador y del grupo, pero sobretodo aprendí haciendo, discutiendo y reflexionando sobre mis propias deficiencias. Por aquel día, nadie sospechaba, no contábamos con información de que todo el país estaba en la víspera de estar parcialmente paralizado la siguiente semana, de lo contrario aquella situación venidera hubiera sido pasto de escritores en aquel día ¡Y qué ventajas no le sacaría aquel compañero tendencioso! Acabamos con aquella actividad. La estudiante llegó cerca de la zona donde tuve el taller literario. Fuimos a comer algo. Ella tenía que conseguir unos circuitos integrados para una tarea de electrónica. Después del refrigerio, nos desplazamos hasta la calle Juan Pablo donde solamente encontró algunas piezas de todas las que necesitaba. Nos dirigimos hasta el centro de la ciudad, hacia otra tienda de dispositivos. No tuvo mucha suerte. Aún la acompañé un tiempo más y parece que un elemento quedaría pendiente de conseguir. Esa noche tendría noche de vigilia en la iglesia donde tocaba el teclado. Iba a lucirse con unos nuevos arpegios que había estado practicando. Después de aquel toque, me compartió unos videos. Sonaban muy bien su música y su canto. *** El domingo fue de aquellos donde hay un poco de descanso al comenzar, pero hay mucho por hacer al caer la noche, debido a los preparativos para el siguiente día; me fui a la cama un poco cansado. A la una de la mañana, el sueño fue interrumpido con quejas de mi hijo. Por la madrugada, fui a traer el carro desde el parqueo, porque la situación lo ameritaba; Tendría una fiebre de cuarenta cuando lo llevamos al hospital del Seguro Social. De regreso en casa, me preparé para ir al trabajo. Revisé rápidamente las noticias en la web. De un paro de transporte parcial en todo el país vi una nota. No quise profundizar en el tema: “Ya me daré cuenta en la calle” me dije. Quise llevar el vehículo al trabajo, sin embargo, pensando mejor, lo dejé para que un pariente lo usara en caso de movilizar al niño si seguía enfermo. Sin un diagnóstico certero, los del Seguro Social le habían dejado ibuprofeno, lo cual me pareció lógico hasta ese momento, pues solamente querían controlar temperatura. Ya en las unidades de transporte, por boca de la gente –algunos iban viendo las noticias en sus teléfonos, otros leyendo periódicos, otros refiriendo lo que habían visto por sí mismos– fui tomando conciencia que como población tendríamos un problema grave por afrontar en las próximas horas y hasta días. Los pandilleros, que sistemáticamente tienen extorsionado al sector transporte habían ordenado, según el decir general, un paro de transporte a muchos empresarios. Creo que la razón era porque muchas rutas estaban en mora con el pago de la extorsión. Entonces este paro era una medida de presión para que se pusieran al día. Entendí que si una ruta circulaba es porque estaba solvente con esas estructuras o era que estaban desafiando las órdenes. Entonces más tarde, todavía desplazándome hacia el trabajo, escuchaba por radio comentar sobre las rutas que poco a poco se iban sumando al paro de transporte. Como siempre vi soldados y policías en las estaciones principales de abordaje del metro de la ciudad. Pero los ataques donde mueren empleados de transporte se dan en el momento preciso en que no hay autoridad que defienda. Internado en un hospital privado estaba mi hijo ya por la tarde y yo pensando en cómo ir a verlo y después regresar a casa. Las noticias del paro de transporte habían predominado localmente. Ya eran como tres o cuatro empleados de transporte, de rutas morosas, que habían sido asesinados. Entonces más rutas se estaban sumando al paro ya como medida de apoyo a las demás ya porque estaban insolventes. Por la tarde había estado viendo por la ventana camiones del ejército que iban o venían llenos de soldados. Había movilización de tropas. Pero esto no necesariamente iba a ser garantía de que no hubiera más asesinatos en las siguientes horas. Salí de la oficina dispuesto a caminar, a pedir aventón, a usar rutas piratas; también podría usar un taxi, pero todos los que vi pasar, iban ocupados. Tuve suerte de tomar un bus de una ruta que estaba circulando, pero para llegar al hospital tuve que complementar el recorrido caminando, incluso por partes obscuras y desoladas. Sereno, me desplazaba listo a reaccionar de la manera más positiva ante las situaciones. En uno de los tramos de mi ruta para ir a ver a mi hijo, caminé hasta la Carretera Panamericana, una media hora, y luego me subí a un bus de la ruta ciento uno. Llamó mucho mi atención el ambiente dentro de la unidad de transporte; la gente iba muy callada; el motorista no llevaba la habitual música estridente y el cobrador no iba exhortando a las personas que iban paradas y cerca de la entrada delantera a que se hicieran más atrás; para hacer más espacio para que suba más gente. Muchas veces había presenciado cómo los cobradores llegaban hasta el extremo de discutir con los pasajeros y algunas veces hasta invitarlos a que se bajaran expresándose despreciativamente sobre el valor del pasaje que iba pagando una persona, regresándolo, porque prefieren hacer esto a que un pasajero les obstruya el paso para muchas otras personas que podrían llenar el pasillo del autobús –un cobrador es feliz cuando la gente le hace tres filas de pie–. De niño recuerdo, a un cobrador, que quizá andaba endrogado o alcoholizado porque los ojos los andaba rojos y vidriosos (Aunque tal vez padecía de ojo seco), que me dio un empujón, por mi espalda, para que yo avanzara desde la parte de adelante hasta la parte de atrás del autobús, todo con la idea de subir la mayor cantidad de pasajeros. Y desde pequeño hasta aquel día, había presenciado muchas agresiones de parte de los empleados de las unidades de transporte hacia los pasajeros. Ahora, que un grupo de terroristas amenazaba al gremio de transporte colectivo, aquellos que en algunos casos maltrataban verbalmente, ahora se sentían muy vulnerables, victimizados en mayor grado que de costumbre. Llegué al centro cerca de la veinticinco avenida norte y la primera calle. Desde ahí caminé unos treinta minutos por partes desoladas y con escasa iluminación, hasta llegar al Hospital de Diagnóstico en la Colonia Médica para ver a mi hijo. A este punto, le habían tomado placas y estaba en terapia respiratoria. Me hablaban las enfermeras de tenerlo en observación hasta el día jueves. Siendo aquel nosocomio una empresa privada, y considerando que la compañía de seguros, que es adicional al seguro descontado por ley, no siempre cubre algunos diagnósticos, tuve algunos pensamientos, pero considerando que las cosas pueden cambiar para bien o para mal de un momento a otro, me concentré sólo en pasar el tiempo con el niño. Me quedé esa noche en el hospital. Televisión infantil estuve viendo con él por un buen rato. Por un momento sintonicé un canal local y la primera imagen que vi fue un motorista asesinado. Comprendí de inmediato el gesto del niño que reclamaba para que regresara al canal que estaba viendo. Momentos después, llegó una enfermera que le suministró medicamentos mientras le hablaba cariñosamente. Una pequeña maniobra de ella lastimó la mano donde estaba puesto el mecanismo con aguja para el suero –y noté un tono morado en la pequeña mano–. Estuvo llorando unos minutos. Al rato se tranquilizó y se quedó dormido. Al regresar al canal informativo, se hablaba de que los institutos educativos habían permanecido abiertos pero sin dar clases debido a la poca afluencia de estudiantes. Me acordé de la estudiante y supuse que había estado en casa revisando el teclado musical entre otras cosas. El martes a las cinco y media de la mañana, decidimos que al niño lo íbamos a sacar para llevarlo al Seguro Social. Ahora ya tenía diagnóstico, se trataba de una bronconeumonía. Iba estable. En el Seguro Social lo recibieron y lo internaron. Pasaría el día ahí. Yo fui a la casa; fui al trabajo; pedí libre unas horas y regresé al hospital; fui a la casa nuevamente. Andaba el carro para estas vueltas. Pero al regresarme al trabajo para laborar la tarde, no usé el carro para dejarlo disponible por lo del niño. Entonces tenía el reto de ir hasta el trabajo, que normalmente toma una hora y media, ahora con la incertidumbre del transporte público. Comencé en un punto en bus y llegué a otro donde no pasaban buses. Aquí tomé un pickup; primera vez que andaba en transporte de este tipo, en calidad de pasajero, en pleno San Salvador, íbamos por la Calle Concepción. Iba un gay de pasajero que en la calle Juan Pablo se bajó con tres más. Busqué transporte colectivo, y me subí en un autobús de la ruta cuarenta y dos que pasaría por el Salvador del Mundo y por Gran Vía. Los gays tomaron esta ruta también, por la Universidad Francisco Gavidia se dieron cuenta que el bus no pasaría por el puesto de la feria del Estadio Cuscatlán, su destino, sino que por el predio de la feria internacional; se bajaron haciendo escándalo entre ellos debido a su desacierto. Después que me bajé en una parada, caminé unos treinta minutos hasta mi destino. Sudé una camisa azul, en los baños me la quité y la sequé un poco con el secador de manos. Estaba en el trabajo a las dos y cuarto de la tarde. Era el segundo día del paro de transporte. En un breve chat, la estudiante me comentó por mensajes sobre el teclado, y que estaba lidiando con la salida de audio por el momento. Estaba ella como sus compañeros haciendo tareas y pasando tiempo con sus parientes, en el mejor de los casos. Debido a la situación irregular, ese día salí un poco más temprano, antes de obscurecer. Caminé hasta la calle Panamericana, luego tomé transporte normal y me fui a casa donde ya estaba el niño de regreso, con medicamentos, estable. Me puse a leer todas las recetas y aprender cómo aplicar terapia respiratoria con los materiales que habían entregado del hospital, o que se tuvieron que comprar. El miércoles por la mañana, era el tercer día del paro general de transporte, la mayoría de las rutas no estaban corriendo, pero he tenido suerte, he podido llegar hasta el centro de San Salvador y tomar un autobús de una ruta que me llevó directamente al trabajo. Eran casi las diez de la mañana cuando llegué, tarde, debido a las anormalidades por el paro de transporte. Como la situación anormal continuó, por la tarde salí del trabajo más temprano. Con la estudiante habíamos estado chateando un momento, en la hora del almuerzo, sobre sus mascotas, sus tres perros y de algunas otras cosas. Me fui caminando hasta la carretera panamericana para buscar transporte por ahí. Observé a la gente callada y pensativa. Había una atmósfera de incertidumbre pues se rumoraba que el paro de transporte continuaría. Había pasado un microbús pirata, que cobraba cincuenta centavos de dólares, el doble de lo normal, pero me esperé, por puro capricho, a ver si pasaba uno que cobrara la tarifa normal. Pasó un microbús ciento-uno-be, el cual tomé. En el centro de San Salvador, ya como a las seis y media de la tarde caminé como de costumbre buscando la salida hacia mi zona. Pasé por un súper mercado, casi a las siete de la noche. En el parque San José noté que las rutas cuatro, cuatro-a, cuatro-te o cuarenta y tres, que por aquella época me dejaban cerca de mi destino, no estaban corriendo, pero vi un pickup que poco a poco se estaba llenando de gente y escuchaba que a cada cuanto decía el cobrador "Guardado, Guardado", una de las colonias de Ciudad Delgado. Cuando vi que iban a partir, pregunté y me dijeron "dos coras" o sea cincuenta centavos de dólar, el doble de lo que vale normalmente. Me subí; la gente viajaba contenta platicando entre ellos. Apretados un poco, un padre y madre, y una hija adolescente venían cerca de mí. Veníamos agarrados de un lazo que habían puesto en el medio de la carrocería de metal del carro. Escuché a unos señores que decían "Cuando la guerra así tocaba, ¿te acordás?" con respecto a ir viajando en pickup. Me bajé en otro de los lugares de intercambio de autobuses y aquí tampoco estaban pasando unidades de transporte; A los minutos de esperar, me subí a un pickup que iba cobrando dos coras, los autobuses cobran veinte centavos. Solo íbamos cinco pasajeros y el cobrador. Aquí todos viajaban serios. Una señora iba sentada sobre una llanta de repuesto; yo me senté cerca de ella. Me bajé en la parada de buses de mi colonia y compré pupusas antes de llegar a casa. El niño continuaba en casa de la abuela, el cuñado estaría aplicando sus aerosoles. Serían las ocho y media de la noche. Tuve algunos chats con la chica del teclado, que aún no había podido venir al Instituto por el paro y pensaba que mañana podría; había estado monitoreando con sus compañeros. Se les indicó que el instituto permanecería abierto, pero que debido a que no llegaban muchos estudiantes, no se impartirían las clases. El jueves por la mañana, el cuarto día del paro de transporte, se mencionaba que se estaría extendiendo de los tres días que se había dicho al inicio el lunes, a esas alturas creo que ya habían asesinado a ocho choferes, de las rutas que continuaban trabajando a pesar de la orden de no trabajar que habían emitido los muchachos terroristas. A las ocho y media de la mañana salí para el trabajo, he tomado las rutas normales de siempre. Me pareció normal la circulación de las mismas. Por la tarde, como a las cinco y media me retiré del trabajo, este día tomé un autobús de la ruta cuarenta y cuatro, y me bajé antes de salir a la carretera panamericana, por la gasolinera, y luego tomé un bus ciento uno-B hasta cerca del centro, luego pasé por un súper mercado en la calle Arce, como a las siete de la noche, luego a la tercera calle a tomar bus. Autobuses de la ruta cuatro no estaban pasando (Estas habían obedecido la orden, al parecer estaban en deuda de algunas semanas en pago de extorsión. Esta ruta se sentía completamente vulnerable). Entonces después de un incidente, mis bolsas se salieron de la mochila pues se arruinó el zíper; tuve que recoger los pañales que había comprado, y luego llegué a una esquina por la tercera calle, fue cuando conocí a la chica angustiada por la situación del paro de transporte. Venía caminando en dirección contraria al flujo normal de los autos que circulan por esta calle, y me preguntó si estaba pasando la ruta cuatro, le dije que no, y me interrogó sobre cuánto tiempo tenía de esperar, le contesté que cinco minutos. Ella era de tez blanca, andaba de pantalón azul, blusa azul claro, cartera de colgar y sombrilla. Le dije que había que esperar un rato más, me dijo que ella iba hasta Colinas y que sus autobuses no estaban pasando. Le comenté que el día anterior yo había tomado un pickup por el parque San José, al oriente. Le propuse que si gustaba camináramos hasta ese lugar y no me hizo caso. Me sentí ignorado, quizá ella estaba bloqueada. Me siguió comentando que a ella le servía la ruta que va para Colinas: la cuatro. Yo le dije que me convenía cualquier número de ruta que va para su zona porque todas me dejarían en la parada de intercambio acostumbrada por mí. Estuvimos ahí por unos cinco minutos más. Como no venía, me dijo que estaba bien si caminábamos hasta el Parque San José, recuerdo que tomé su sombrilla al final pues ella buscó su teléfono celular en su bolso. Muy preocupada, me comentó que su padre era taxista, que había hecho un viaje hasta San Miguel ese día y que aún no había regresado. Además mencionó que los domingos estudiaba bachillerato general a distancia. Cuando llegamos al parque San José, esperamos unos minutos, luego llegó un microbús color blanco, con los policías y mencionaron que iban para Ciudad Delgado, se llenó, ella se subió primero que yo, se fue hasta el fondo y yo me subí al último, justo a la par de los policías, un hombre y una mujer, amables, que me pidieron mi mochila y bolsa para dárselo a otro pasajero para que me lo llevara, pues esta persona iba sentada, y todo el mundo llevaba un modo amable. El bus llevaba aire acondicionado e iba de gratis, era de alguna institución del gobierno. La gente que no pudo subirse, suplicaba, pero los policías decían: “No se preocupe, atrás viene otro”. Me bajé donde acostumbro hacer un cambio de autobuses. Un par de veces vi hacia atrás para ver su rostro y cuando pude ver, la cara era la misma, un rostro de preocupación, yo le había dicho caminando "No se preocupe tanto", y ella me había contestado "Es que para una mujer es diferente, hay que pasar por lugares solos" y yo le había contestado "Tiene razón". Me había dicho que se quedaría donde su tía, si no podía llegar hasta su casa. “No toda la gente se preocupa tanto como ella” pensé. Tiempo después comprendí que el destino final hasta donde ella iba era la ruta más larga de aquellas cubiertas por la ruta cuatro. Es una zona alejada del casco urbano y hasta calles entre montañas hay ahí. Me gustó ver tanta amabilidad dentro de la unidad. Avisé que se acercaba mi parada; el hombre policía pidió mis cosas al pasajero sentado adelante y me dio la mochila al bajarme. “Que les vaya bien dije” y noté un inusual comportamiento: escuché varias palabras de repuesta de regreso. Ya no pude ver a la chica que se había bajado. Tuve suerte de tomar un autobús rápidamente; las personas que estaban ahí comentaban que tenían una media hora de estar esperando. Me esperaban cuatro pupilas alegres en la casa. Eran como las ocho y media de la noche aproximadamente. Di gracias a Dios por estar de vuelta. Por la mañana del viernes, el último día de aquel mes de julio, fui a traer el carro al parqueo; este día era necesario llevarlo porque iba a traer la laptop del trabajo, pues habría vacaciones de agosto y acostumbro llevarla a casa cuando me voy a ausentar varios días. No me gusta arriesgarme a andar con la laptop en mochila mientras ando en las unidades de transporte, aunque anduve más de diez años cargando una por casi todo el país y nunca pasó nada, pero no tuve la misma suerte con un teléfono buenísimo que tuve por unos meses. Al andar buscando parqueo, estacioné el carro por ahí y un vigilante de una embajada europea me dijo que el carro estaba en área restringida, que ahí me lo iban a golpear. No quise opinar ni discutir aunque podría haber objetado algunas cosas tomando en cuenta algunas leyes vigentes, además había suficiente espacio para ellos y nada para los demás (¡Esas burbujas llamadas embajadas!), pero un vigilante estresado no está en disposición de dialogar. Solo le dije que me iba a ir a otra parte. Según las noticias, la autoridad había capturado a los responsables de ordenar el paro a los transportistas y la situación del transporte se restablecería. Otra noticia era que por la mañana a los propietarios de las rutas les habían llamado por teléfono los organizadores del paro, desde la cárcel, que era como su oficina, para decirles "Ya pueden trabajar". El gobierno por su parte había mantenido su discurso de que no negociarían con delincuentes –y mi compañero, el del taller literario, hubiera hecho maravillas con la expresión “no negociamos con delincuentes” porque argumentaría, con muchos puntos a favor, que cuando el Gobierno negocia con empresas fantasmas, compra voluntades o hace tratos clandestinos con diputados, jueces o cualquiera otro corrupto, está negociando con delincuentes–. Lo cierto es que se dieron varias muertes de empleados de transporte que generó luto en varias familias A finales de agosto los pandilleros fueron declarados terroristas. Para septiembre de dos mil quince, se decía en los medios que el pasado mes de agosto fue el mes más sangriento después de la guerra civil de los ochentas; que habían ocurrido novecientos once asesinatos según Medicina Legal. ¡Qué cosas! Ahora por la mañana que fui a un control dental, lo primero que vi al entrar al consultorio fue una portada en una edición impresa de un periódico de la capital. En la mitad de abajo había una fotografía con un grupo de jóvenes, sentados en unas bancas, con las cabezas agachadas. La nota decía que en esta semana se está llevando a cabo el juicio de los pandilleros involucrados en el paro de transporte de hace dos años. Mientras llegaba la doctora, leí la noticia; los números de muerto ahí presentados no se correspondían con los números que se mencionaron cuando sucedieron los hechos. Así pasará siempre: la Fiscalía maneja unas cifras; las autoridades otras; los medios –los medios– pueden manejar diferentes datos; y la gente va a tener otras cifras en su cabeza. Además, en esta nota se decía que las verdaderas causas de aquel paro estaban por revelarse pero que el abogado defensor había detenido esta intención de sus clientes de revelar detalles a cambio de beneficios. Según la Fiscalía, los antisociales querían demostrar su rebeldía al Gobierno, seguramente por no querer este último pactar una tregua con ellos. La siguiente semana habrá nuevos datos de este hecho. A la salida del trabajo, me fui un poco tarde pues tocaba hacer reporte de tiempo de la quincena, conduje por una ruta que estaba muy congestionada. El gusto que tuve en la más de media hora atascado en medio de tantos vehículos fue escuchar una franja de música bossa-nova con comentarios incluidos. En casa de la abuela me puse a aplicarle los aerosoles al niño, y cómo estaba renuente a la aplicación, le amplié un micro cuento sobre un conejito que hacía muchas travesuras en medio de una huerta –por cierto con mi hijo mayor a este conejo lo mandamos a Marte en otra historia, tele-transportado–. Como premio le dábamos un aplauso al final del tratamiento y él participaba también de la felicitación. En aquella semana ajetreada, de andar por allá y por acá, el momento de aplicarle los aerosoles al niño menor se había convertido en un momento especial. San Salvador, 18 de Julio de 2017, 28 C.
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