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—Cosas que uno ve cuando nunca más —dijo—, diles adiós y luego olvida.

Ahora es un
resplandor en la cabeza, ¡puf... desaparece, ya ves, desaparece! Un resplandor y luego a
olvidar.
La ropa fue lo siguiente en marchar, todas las mudas gratuitas que les dábamos a los
residentes, camisas, zapatos, chaquetas, jerseys, pantalones, sombreros, viejos pares de
guantes. Boris Stepanovich había comprado todas esas cosas en una sola partida a un
mayorista de la cuarta zona censada, pero este hombre había dejado el negocio, en realidad
un grupo de matones y agentes de resurrección le habían forzado a dejarlo, y ya no
teníamos forma de conseguir más ropa. Incluso en las mejores épocas, la compra de ropa se
había llevado el treinta o cuarenta por ciento del presupuesto de la Residencia Woburn.
Ahora que estábamos en una mala época, no teníamos más remedio que suprimir este gasto.
Nada de recortes ni de reducciones graduales, todo el capítulo eliminado de una sola vez.
Victoria comenzó un plan que ella llamaba «reparación a conciencia», reuniendo todo tipo
de material de costura —agujas, bobinas de hilo, parches de tela, dedales, huevos de zurcir,
etcétera— e hizo todo lo posible por remendar la ropa que la gente tenía al llegar a la
Residencia Woburn. La idea era guardar todo el dinero posible para la comida, y como esto
era lo más importante, lo que más necesitaban los residentes, todos estuvimos de acuerdo
en que este enfoque era el más adecuado. Aun así, a medida que las habitaciones del quinto
piso se iban vaciando, ni siquiera el capítulo de la comida pudo escapar al ahorro. Fuimos
eliminando uno a uno determinados artículos: azúcar, sal, mantequilla, fruta, las pequeñas
raciones de carne que nos permitíamos a veces y el ocasional vaso de leche. Cada vez que
Victoria anunciaba una nueva restricción, Maggie Vine hacía una escena, representando la
pantomima de una persona llorando, golpeando la cabeza contra la pared, sacudiendo los
brazos contra las piernas como si fuera a salir volando. Tampoco fue nada fácil para
nosotros. Todos nos habíamos acostumbrado a tener lo suficiente para comer, y estas
restricciones tuvieron un doloroso efecto sobre nuestro organismo. Tuve que volver a
meditar sobre este asunto, sobre lo que significaba tener hambre, acerca de cómo separar la
idea de la comida de la del placer, cómo aceptar lo que teníamos sin ansiar más. A
mediados del verano, nuestra dieta se reducía a unas cuantas legumbres, harinas y verduras
de raíz (nabos, remolachas y zanahorias). Intentamos cultivar una huerta en el jardín
trasero, pero era difícil conseguir semillas y sólo logramos plantar unas cuantas lechugas.
Maggie hacía todo lo que podía para improvisar comidas, preparando distintos caldos,
mezclando enfadada legumbres y fideos, formando bolas de masa cubiertas de harina, bolas
pegajosas que nos provocaban náuseas. En comparación con lo que comíamos antes, esto
resultaba asqueroso, pero al menos nos mantenía vivos. En realidad, lo terrible no era la
calidad de la comida, sino la certeza de que las cosas se pondrían peor. Poco a poco, la
diferencia entre la Residencia Woburn y el resto de la ciudad se iba haciendo más pequeña.
Estábamos siendo devorados, y ninguno de nosotros sabía cómo evitarlo.
Entonces desapareció Maggie. Un buen día ya no estaba allí, y no encontramos ninguna
pista que delatara dónde podía haber ido. Debe de haberse marchado mientras los demás
dormíamos, pero eso no explica por qué abandonó todas sus cosas. Si se hubiese querido
marchar, lo lógico hubiera sido que se llevara un bolso con sus pertenencias. Willie estuvo
buscándola por el vecindario dos o tres días, pero no encontró ningún rastro, y ninguna de
las personas con quienes habló sabía nada de ella. A partir de ese momento, Willie y yo nos
hicimos cargo de la cocina. Sin embargo, justo cuando comenzábamos a habituarnos al
trabajo, ocurrió algo más. De repente y sin ningún síntoma previo, murió el abuelo de
Willie. Intentamos consolarnos pensando que Frick era muy viejo (tenía casi ochenta años,

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