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Lo gracioso es que Sam resultó un éxito en su papel de médico. Contaba con los accesorios
—la bata blanca, el estetoscopio, el termómetro—, y les sacaba todo el provecho posible.
No había duda de que parecía un médico, pero después de un tiempo también comenzó a
comportarse como uno de verdad. Esto era lo más increíble de la cuestión. Al principio, yo
me sentía bastante molesta por esta transformación, incapaz de admitir que Victoria hubiera
tenido razón, pero al final tuve que aceptar la realidad. La gente respondía a Sam, él tenía
una forma de escucharles que les inducía a hablar, y las palabras manaban de sus bocas en
cuanto él se sentaba frente a ellos. Sin duda su formación como periodista ayudaba, pero
ahora parecía dotado de otra dimensión de la dignidad, tal vez una personificación de la
benevolencia, y como la gente se fiaba de él, le decían cosas que nunca le habían contado a
otros. Decía que era como ser un confesor, y poco a poco comenzó a apreciar los resultados
positivos que se consiguen permitiendo que la gente se desahogue, el efecto saludable de
hablar, de pronunciar las palabras que componían sus historias. Supongo que podía caer en
la trampa de creerse el personaje, pero Sam conseguía mantener las distancias. En privado
bromeaba sobre ello e incluso llegó a inventarse unos cuantos nombres para sí mismo: