Está en la página 1de 20

En el papel anterior de Presión estudiamos el principio fundamental de la

hidrostática y su conclusión anti-intuitiva de que el volumen del fluido no influye


sobre la presión, sino que sólo lo hacen su profundidad y densidad. Como espero
que recuerdes, hablamos también de Blaise Pascal y sus experimentos para
demostrar este principio, y terminamos con algunos números concretos al aplicar el
principio a cosas como el océano o la atmósfera.

Hoy seguiremos precisamente hablando acerca del aire y la presión que ejerce
sobre todo lo que hay en su interior –como nosotros mismos–, y volveremos a
disfrutar del genio de Blaise Pascal. No será un papel denso en conceptos, sino que
intentaremos relacionar lo que hemos estudiado hasta ahora con un fluido concreto
y especialmente con la presión que ejerce, de paso que recorremos brevemente la
historia de nuestro conocimiento sobre esa presión, la presión atmosférica.
Además, para terminar haremos juntos –si lo tienes a bien– uno de mis
experimentos favoritos relacionados con la presión.

Como dijimos en el papel anterior, al aplicar la ecuación fundamental de la


hidrostática a la capa de aire que corresponde a un edificio de diez pisos el resultado
no es demasiado impresionante: unos 360 pascales. La razón era, por supuesto,
que la densidad del aire es muy pequeña, de algo más de un kilo por cada metro
cúbico. Pero ¿qué sucede si aplicamos el principio a toda la atmósfera?

Lo primero que sucede, desgraciadamente, es que la ecuación que obtuvimos en el


artículo anterior no sirve: como recordarás, allí hicimos la suposición de que tanto
la gravedad como la densidad del fluido eran constantes. Esto es muy
aproximadamente cierto para el desnivel que corresponde a un edificio de diez pisos
pero, claro está, no lo es para el espesor de la atmósfera entera. Es posible calcular
la presión de un modo más complicado teniendo en cuenta la variación de la
densidad del aire con la altitud (la gravedad varía bastante poco pero también es
posible tener en cuenta esa variación), pero es que ni siquiera hace falta eso. No
hay más que recordar los ejemplos de los vasos comunicantes de la entrega anterior
para poder inventar un sistema para medir la presión de la atmósfera entera con la
misma ecuación de antes.
Mejor dicho, no hace falta más que recordar eso… y tener el ingenio necesario para
poner en práctica el sistema, algo que consiguió un italiano, discípulo de Galileo
Galilei: Evangelista Torricelli.

El experimento de Torricelli
Torricelli fue conquistado por la forma de hacer ciencia de Galileo cuando leyó su
magnífico Discorsi e dimostrazioni matematiche intorno à due nuove scienze
(Discursos y demostraciones matemáticas en torno a dos nuevas ciencias. Aunque
Torricelli sólo convivió con su maestro durante unos meses, la filosofía galileana lo
marcó profundamente, sobre todo la contribución más importante de Galileo a la
ciencia moderna: la idea de que el Universo está escrito en el lenguaje de las
matemáticas. Así, Torricelli no sólo fue un gran científico sino también un excelente
matemático, y aplicó su conocimiento en un campo al otro constantemente para
resolver problemas.

Uno de estos problemas era un misterio que traía locos a los científicos del siglo
XVII. En la época empezaban a construirse las primeras bombas de vacío, que
usando válvulas extraían aire de un recipiente, consiguiendo así elevar agua. El
funcionamiento de la elevación del agua usando estas bombas, de acuerdo con la
física de la época, tenía todo el sentido del mundo: desde los antiguos griegos –en
particular Parménides y, sobre todo, Aristóteles– existía el concepto del horror vacui.
La Naturaleza aborrece el vacío, luego si tratamos de crear uno, los fluidos se
moverán para rellenar ese vacío de modo que no exista. Al retirar el aire que hay
sobre un líquido, por ejemplo, obligamos al líquido a subir para rellenar ese vacío,
que no puede existir más que un instante antes de que la Naturaleza –por razones
que nadie acertaba a explicar– acabe con tal espanto.

Sí, todo esto tenía sentido excepto por el misterio que he mencionado antes. Los
ingenieros del Gran Duque de la Toscana, a principios del siglo XVII, se encontraron
con que la Naturaleza aborrece el vacío sólo hasta cierto punto. Cuando construían
bombas para elevar agua los aparatos funcionaban estupendamente bien, pero sólo
para elevar el agua hasta unos diez metros. Cualquier intento para elevar el agua
más allá no tenía absolutamente ningún efecto: el agua iba subiendo según se
retiraba el aire del tubo sobre su superficie, hasta que alcanzaba diez metros de
altura. Y entonces se paraba. No había nada que se pudiera hacer para que siguiera
subiendo y ocupara el vacío más arriba de diez metros..

Y esa altura de diez metros para la columna de agua no dependía de nada: ni de la


potencia o calidad de la bomba, ni del grosor del tubo (¡incluso un tubo finísimo con
muy poca agua dentro sólo la subía diez metros!), ni de ninguna otra cosa. ¿Por
qué? ¿Por qué la Naturaleza no aborrecía el vacío que quedaba sobre el agua? ¿O
es que no había tal vacío?

De acuerdo con el divino Galileo Galilei, la razón era la siguiente. El vacío ejercía
una fuerza de succión sobre el agua, pero esa fuerza tenía un límite: si se intentaba
elevar demasiada agua, era como si se intentase levantar un enorme peso con un
hilo no demasiado resistente, que terminaba rompiéndose y no podía continuar
levantando el peso. Cuanto más perfecto fuera el vacío, mayor sería la fuerza de
succión ejercida por el horror vacui.

Dos italianos, Gasparo Betti y Rafael Magiotti, decidieron entonces realizar un


experimento para medir esa máxima fuerza de succión realizada por el vacío. Para
ello no usaron una bomba –que nunca puede extraer todo el aire de un recipiente,
y menos aún las de 1640–, sino algo de una elegancia y una sencillez que me
admira.

Magiotti y Berti tomaron un tubo de plomo muy largo completamente lleno de agua
y cerrado por ambos extremos (en el superior había una parte de vidrio para ver el
interior); lo pusieron vertical y sumergieron el extremo inferior en una gran tinaja de
agua, y luego quitaron la tapa inferior del tubo –la que estaba bajo el agua–. Puedes
imaginar lo que sucedió: el agua descendió por el tubo hasta que el desnivel entre
la superficie del agua de la tinaja y la superficie del agua dentro del tubo había unos
diez metros.
Grabado del experimento de Magiotti y Berti en Florencia.

Pero ¿qué sustancia ocupaba el espacio sobre la superficie del agua dentro del
tubo? El extremo superior estaba cerrado, de modo que no podía entrar aire, y no
se habían observado burbujas de aire subir por el tubo, de manera que nada había
entrado tampoco por el extremo inferior. La conclusión de Berti y Magiotti fue clara:
en la parte superior del tubo no había nada. Era el vacío, que sostenía, tirando
hacia arriba, el agua que había por debajo. Esto era controvertido, claro, ya que
como hemos dicho mucha gente pensaba que el vacío no podía existir. Los
partidarios de la física aristotélica sostenían que la parte superior no estaba
realmente vacía, sino rellena de vapor de agua, aunque fuese con una densidad
bastante pequeña.
Sin embargo, otro italiano no estaba de acuerdo con Galileo, Magiotti y Berti: el
propio discípulo de Galileo, Evangelista Torricelli. Para Torricelli no era necesario
recurrir al horror vacui para explicar lo que estaba pasando: según él, quien elevaba
el agua era el peso de la atmósfera. No era que el vacío tirase hacia arriba del agua
del tubo, sino que el aire la empujaba desde abajo. Esto era una locura aún mayor
para los aristotélicos: ¡pero si el aire no pesa!

Para poder experimentar de manera más simple que Berti y Magiotti, Torricelli
realizó un experimento muy similar con un líquido mucho más pesado que el agua:
el mercurio. Dado que el mercurio es trece veces más denso que el agua, una
columna de mercurio que pese lo mismo que otra de agua tiene una altura trece
veces menor. Como sus predecesores, Torricelli llenó el tubo con el líquido –
mercurio en este caso–, introdujo el extremo inferior en una tinaja llena de ese
líquido y luego dejó libre ese extremo inferior. El mercurio descendió por el tubo,
dejando un hueco en la parte superior, y el italiano observó lo que esperaba: que la
columna de mercurio medía trece veces menos sobre la superficie libre del líquido
de lo que había medido la de agua en el experimento anterior. Por si tienes
curiosidad, la columna medida por Torricelli tenía unos 76 cm de altura (o 760 mm
que ya te debe decir algo por ser más familiar), algo mucho más manejable que diez
metros de tubo.
La explicación de Torricelli –que era la buena, por cierto, aunque él no pudiera aún
demostrarlo– era la siguiente: el mercurio del tubo sufre una fuerza hacia abajo, su
propio peso, y otra hacia arriba, que es el peso del aire que empuja la superficie de
mercurio en la tinaja, como se ve en la figura. Así, la columna de mercurio actúa
como una especie de balanza: cuando el peso de la columna es igual que el del aire
de fuera, todo se equilibra. Si echásemos algo más de mercurio –como sucede al
principio del experimento, cuando hay más de 76 cm de mercurio–, el mercurio del
tubo pesa más que el aire de fuera, con lo que desciende hasta que su peso iguala
el del aire, y entonces se detiene.

Como puedes imaginar, la mayor parte de los filósofos naturales de la época se


llevaron las manos a la cabeza: en primer lugar, ¿qué era esto de que el aire pesaba,
y que no hacía falta recurrir al horror vacui para explicar que el mercurio del tubo no
se drenara en su totalidad? Y en segundo lugar, ¿cómo osaba Torricelli contradecir
a su maestro, ya fallecido, el gran Galileo Galilei? Y el problema era, claro está, que
tan válida era una explicación como la otra –aire que empujaba desde abajo o vacío
que tiraba desde arriba–. ¿Quién podría deshacer el entuerto?

El experimento de Pascal
Pues el auténtico héroe de la presión, claro: Blaise Pascal, tan ingenioso como dado
a la farándula y al experimento público. Pascal tenía una intuición física fuera de lo
común y en cuanto escuchó hablar del experimento de Torricelli, se puso de su
parte: la explicación de Torricelli le parecía más probable que la del vacío. Y Pascal
–en mi humilde opinión, claro– era un experimentador más ingenioso que Torricelli.
En poco tiempo ideó dos experimentos con los que desafiar a los aristotélicos.

En primer lugar, para desmontar la idea de que la parte superior del tubo de Torricelli
(como el de Berti y compañía antes que él) no estaba vacía, sino llena de vapor
como decían los aristotélicos, Pascal hizo algo digno del mejor empirista: desafió a
los otros a predecir lo que sucedería con un experimento diferente. Si se llenaba el
largo tubo y el recipiente con vino en vez de agua, ¿mediría la columna más o
menos que antes? La densidad del vino es muy parecida a la del agua, de modo
que eso no iba a modificar demasiado el resultado.

De acuerdo con la física aristotélica, el vino es una bebida más espirituosa que el
agua: libera una gran cantidad de vapores. Por lo tanto, los aristotélicos se
apresuraron a predecir que, dado que habría mucho más vapor en la parte superior
del tubo, la columna de vino debía ser bastante más baja que la de agua. Pascal
anunció la fecha y lugar del experimento en 1646 en Rouen e invitó a verlo a todo
el que quisiera. Acudieron medio millar de personas, algo extraordinario para la
época.

¡Y la columna de vino midió diez metros!

No contento con eso, Pascal impulsó el experimento realmente esclarecedor, el que


convirtió la doctrina Torricelli en la triunfadora y nos llevó por fin a comprender el
comportamiento de la presión atmosférica. Digo impulsó y no realizó porque no lo
hizo él mismo: escribió una carta a su cuñado, Florin Perier, que vivía cerca del Puy
de Dome, una montaña francesa. Pascal pidió a Perier que tomase un dispositivo
de Torricelli (recipiente, tubo, mercurio, etc.) y realizase el mismo experimento en la
base de la montaña, en la cima y en puntos intermedios. Una vez más, el genio de
Pascal consistió en diseñar un experimento cuyo resultado desmontase una u otra
hipótesis sin lugar a dudas.

Si los aristotélicos tenían razón, la columna de mercurio mediría siempre lo mismo.


Si tenía razón Galileo, la columna de mercurio también mediría siempre lo mismo,
ya que el vacío era el mismo en la base, en la cima o en cualquier otro sitio, y por
tanto su “poder succionador” también. Sin embargo, si tenían razón Torricelli y el
propio Pascal, la columna mediría menos según se fuese ascendiendo la ladera de
la montaña, ya que cada vez habría menos aire sobre ella, de modo que el peso de
la atmósfera sobre la superficie libre de mercurio sería cada vez menor.

Para sorpresa de casi todo el mundo –no para ti, espero–, la columna de mercurio
no sólo descendió según Perier subía por la ladera de la montaña, sino que lo hizo
de manera proporcional al ascenso. Pascal había propinado el toque de gracia a la
concepción aristotélica del vacío. ¿No merece el bueno de Blaise que los pascales
se llamen así en su honor, sin quitar méritos a Torricelli? Por cierto como también
Torricelli se merecía algo, los milímetros de mercurio (mmHg) ahora se llaman torrs
y su símbolo es Torr.

Lo que el italiano había construido para sus experimentos fue uno de los primeros
barómetros, es decir, instrumentos para medir la presión de la atmósfera. Al usar
uno a diferentes altitudes, como hizo el cuñado de Pascal, es posible comprobar la
variación de presión con la altitud sobre el nivel del mar. Sin embargo, para asimilar
mejor la situación, más que pensar en subir por la ladera de la montaña, es más
conveniente utilizar una imagen diferente.

Suponga que usted es un pez abisal (pez que vive en las profundidades del océano)
pero su mar es de aire, en otras palabras es la atmósfera.
Te encuentras ahora mismo en el fondo de un océano de una profundidad
apabullante, muchos kilómetros por debajo de la superficie: a una profundidad
mucho mayor que la fosa oceánica más profunda. Para conseguir salir a la
superficie (que sería, en este caso, el espacio interplanetario) tendrías que “nadar”
hacia arriba una distancia mucho mayor que cualquier pez abisal del océano de
agua.

Las diferencias entre ambos océanos (el de agua y el de aire) son


fundamentalmente tres. Por una parte, evidentemente, el aire es muchísimo menos
denso que el agua. Por otra, el agua tiene una densidad prácticamente constante
según te sumerges en el océano, pero el aire no: al ser un gas, su densidad depende
mucho de la presión. El aire cerca del suelo, donde estamos nosotros, está
comprimido por el peso de todo el aire sobre él, de modo que su densidad (como
vimos, alrededor de 1,2 kg/m3) es la más alta de toda la atmósfera, al estar
“apretujado” por el aire de capas superiores.

Aunque Perier, el cuñado de Pascal, midió una disminución en la presión


proporcional a los metros de ascenso, esto sólo sucede mientras la densidad del
aire es más o menos constante. Si subes lo suficiente, la menor presión supone una
menor densidad del aire sobre tu cabeza, de modo que la presión disminuye a su
vez más lentamente. Esto significa que, igual que la densidad atmosférica es
máxima cerca del suelo por la presión de las capas superiores, lo mismo pasa para
su descenso: es más brusco cerca del suelo pero se suaviza según subes.
Variación de la presión con la altitud (dominio público).

Si comprendes esto, también comprenderás la tercera diferencia con el océano: el


agua tiene una superficie bien definida, una separación entre agua y aire. Sin
embargo, dado que la densidad disminuye más despacio cuanto más pequeña es,
no hay una superficie definida, sino que el aire se va difuminando y volviendo más
y más tenue, pero nunca se alcanza un límite claro donde termina la atmósfera.
Desde luego, pasado un cierto punto hay tan poco aire a tu alrededor que puedes
decir que has abandonado la atmósfera, pero no es fácil decir dónde.

El experimento de Berti y Magiotti, más que el del propio Torricelli, sirve para que te
hagas una idea de cuánta presión ejerce todo ese aire: el mismo que una columna
de agua de unos diez metros de profundidad. Dicho de otro modo, hay la misma
diferencia de presión entre la cima de la atmósfera y tu cabeza que la que hay entre
el nivel del mar y diez metros de profundidad bajo la superficie del mar. Si alguna
vez has llegado al fondo de una piscina de tres o cuatro metros, serás consciente
de que esto no es ninguna tontería – es una presión considerable.

De hecho, con lo que sabes ya puedes calcular cuánta presión es: diez metros de
agua suponen una presión de 1000 kg/m 3 (la densidad del agua) por 10 m/s2 (la
gravedad en la superficie terrestre) por 10 m (la profundidad de la columna de agua),
es decir, unos 100 000 Pa (100 kPa). Para poner esto en perspectiva de otro modo,
la fuerza sobre la superficie de todo tu cuerpo es equivalente al peso de un carro
de una tonelada. ¡Y los aristotélicos decían que el aire no pesa!

Pascales, atmósferas, bares, mmHg y milibares


Por razones prácticas de cada industria e incluso de cada ciencia a lo largo de los
años han ido proliferando unidades alternativas a la presión, diferentes de los
pascales, y que varias ya la vimos en el papel anterior.

Dado que los primeros barómetros fueron de mercurio, a la Torricelli, a veces se


mide la presión simplemente como la altura de una columna de mercurio en
milímetros: mmHg. Por ejemplo, el italiano midió una altura de unos 76 cm para su
columna de mercurio, con lo que usando estas unidades podríamos decir que la
presión en ese caso era de 760 milímetros de mercurio, es decir, 760 mmHg. La
relación, de hecho, es más o menos esa: 760 mmHg equivalen a 101 325 Pa o
1,01325 x 105 Pa y a su vez estos 760 mmHg equivalen a 1 atmósfera que es la
presión atmosférica al nivel del mar.

Sin embargo, dado que ese número es absurdamente difícil de recordar mientras
que, al mismo tiempo, es arbitrario, pronto se empezó a utilizar otra unidad de
presión que básicamente es la presión atmosférica pero redondeada: 100 000 Pa
que es un valor que abarca quizás más zonas porque es la presión a un nivel un
poco más alto que el nivel del mar. A ese valor se le dio el nombre de bar, del griego
peso. Dicho de otro modo, un bar no es más que cien kilopascales.
Pero, ¡ah!, dado que las variaciones de presión entre unos lugares y otros, unos
días y otros o unas altitudes y otras son mucho más pequeñas que un bar, pronto
empezaron a usarse submúltiplos del bar, sobre todo los milibares, la milésima parte
de un bar: mbar, que se siguen usando mucho en meteorología. Por tanto, un
milibar no es más que cien pascales.

Ya que estamos haciendo números, aunque a mayor altitud la cosa varíe por las
razones que he explicado antes, cerca del suelo es posible utilizar sin más la fórmula
fundamental de la hidrostática para estimar cuánto disminuye la presión según
subes: cada metro de aire supone unos 12 Pa (1,2·10·1). Dicho de otro modo, cada
ochenta metros disminuyen la presión 1 kPa. Mil pascales pueden parecer mucho,
pero claro, esto significa que si estás al nivel del mar y subes ochenta metros la
presión pasa de 100 kPa a 99 kPa, es decir, es tan sólo un 1% de variación que no
se nota mucho, pero como veremos más adelante en el curso, afecta a la
temperatura a la cual hierve el agua.

Hablando de notar, ¿por qué no notamos esta enorme presión del aire? Como
hemos dicho antes, la presión atmosférica equivale a la de irse al fondo de una
piscina de 10 metros de profundidad. Sin embargo, como bien comprobaron
Torricelli o Pascal, no era evidente en absoluto que la atmósfera pesara sobre
nuestras cabezas. ¿Por qué tardamos tanto tiempo en notarla?

La respuesta es que sí vemos signos de la presión atmosférica todo el tiempo pero,


como siempre sucede con la presión, (al igual que con las temperaturas, la
sensación de calor) sólo se notan las diferencias de presión, no las presiones
absolutas. Para entender esto lo mejor es ir a un ejemplo concreto, el ejemplo en el
que todos hemos experimentado la diferencia de presión: el del tímpano.

Ahora mismo, según lees estas líneas, tu tímpano está sometido a dos fuerzas
encontradas: el aire del interior presiona hacia fuera, y el del exterior presiona sobre
el tímpano hacia dentro. Sin embargo, en ambos casos la presión es la misma
(depende de donde estés, pero supongamos que 100 kPa). Por lo tanto, tu tímpano
no sufre una presión neta hacia ninguno de los dos lados y no notas nada.
Si buceas al fondo de una piscina de 3 metros de profundidad, sin embargo, la cosa
cambia. Dentro de ti la presión sigue siendo la misma de antes, pero fuera ha
aumentado en unos 30 kPa, luego es ahora de 130 kPa. Por lo tanto, el tímpano
sufre una presión neta hacia dentro de 30 kPa que sí notas, y puede llegar incluso
a producir dolor. Para compensarla, como seguro que sabes, no hay más que
taparse la nariz y expulsar aire desde los pulmones hacia el tímpano, es decir,
aumentar la presión en el interior, de modo que sea de unos 130 kPa dentro y
también fuera y no se note la diferencia.

Algo parecido pasa cuando subes lo suficiente en la atmósfera, pero entonces es al


revés: la presión fuera disminuye por debajo de 100 kPa, de modo que el tímpano
sufre una presión neta hacia fuera. Eso suele doler nada o muy poco, pero el
tímpano está tenso y no puede vibrar igual de bien que antes, de modo que los
oídos “se taponan”. Naturalmente no están taponados, simplemente “hinchados”, y
no hay más que esperar a que, poco a poco, la densidad y presión del aire en tu
interior disminuyan hasta igualarse con la de fuera para que desaparezca el efecto.

En un avión, igual notamos esa diferencia de presión, que solucionamos moviendo


la mandíbula al masticar chicle.

Sin embargo, utilizas la presión atmosférica muy a menudo sin darte cuenta. No voy
a aburrirte con ejemplos, pero sí quiero hablar de tres que son lo suficientemente
comunes e interesantes como para detenernos en ellos.

En primer lugar, la aspiradora. Una aspiradora no funciona porque haya algo dentro
de ella que “tire” del aire hacia dentro. No, como bien decía Torricelli, las fuerzas de
succión son aparentes, pero no reales. Lo que sucede es exactamente lo contrario:
un ventilador empuja el aire fuera de la aspiradora (suele haber una rejilla en el
cuerpo principal de la máquina), de modo que el aire del tubo tiene, por un extremo,
más aire (el de la habitación a 100 kPa), y por el otro extremo nada, ya que el
ventilador ha empujado el aire hacia fuera.

Por lo tanto, la presión atmosférica de la habitación empuja el aire hacia el interior


del tubo… donde es empujado de nuevo hacia fuera por el ventilador, con lo que el
proceso nunca se detiene. Dicho de otro modo, el ventilador mantiene un diferencial
de presión fuera-dentro que asegura el flujo de aire por el tubo. Y, dado que el aire
arrastra consigo todas las pequeñas partículas, polvo y demás que hubiese en la
habitación, es posible así acumularlas dentro de la aspiradora y usar la máquina
para limpiar.

En segundo lugar, los chupones o ventosas. Cuando aprietas una ventosa contra
un cristal, por ejemplo, en tu cabeza (o al menos en la mía) lo que sucede es que la
fuerza de succión de la ventosa la mantiene pegada al cristal. Pero las fuerzas de
succión son realmente fuerzas de empuje. Estoy convencido de que, a estas alturas,
tú mismo puedes explicar lo que sucede: al apretar la ventosa obligas a salir al aire
que había dentro. Por tanto, la superficie de la ventosa sufre la presión atmosférica
hacia dentro, pero ninguna presión hacia fuera –pues hemos extraído el aire–. Es la
atmósfera la que empuja la ventosa y la mantiene pegada a la superficie.

Si entiendes esto también comprenderás lo siguiente: cuanto más grande sea la


ventosa mayor será la fuerza contra la superficie que la sostiene. Claro, al ser más
grande también pesa más, pero un efecto es mucho más intenso que el otro. Una
ventosa lo suficientemente grande sería imposible de despegar para una persona.
Además, dado que es la presión de fuera la que mantiene la ventosa pegada, las
ventosas no se quedan tan bien pegadas en unos lugares u otros – cuanto más
subas por una montaña, menos presión sufre la ventosa y menos pegada está.

Finalmente, mi ejemplo favorito: El pitillo. Cuando bebes cualquier refresco con un


pitillo, en tu cabeza –o al menos en la mía– eres tú quien hace subir la bebida por
el pitillo. Pues no, amigo, no: es la atmósfera quien la hace subir. Lo que tú haces
es hinchar tus pulmones, disminuyendo la densidad y la presión en el interior. Por
lo tanto, la presión exterior es mayor que la interior y la atmósfera empuja la
superficie de la bebida en el vaso hacia abajo, haciéndola subir por el pitillo.

Dicho de otro modo: si el pitillo tuviera más de 10 metros, por más esfuerzos que
hicieras, aunque lograses que la presión en tus pulmones fuera exactamente cero,
la bebida nunca jamás alcanzaría tus labios. Y es que no eres tú quien tira de ella
hacia arriba, sino la atmósfera la que la empuja desde abajo.
De hecho, la mejor manera de asimilar estos tres ejemplos –y los muchos otros que
existen– de la acción de la presión atmosférica es pensar en lo siguiente: ¿qué
pasaría en la Luna, donde no hay aire?

En la Luna, una aspiradora no haría absolutamente nada. Las ventosas caerían al


suelo por mucho que apretases sobre ellas antes y, lo más anti-intuitivo de todo: la
bebida no subiría ni un milímetro por el pitillo, por muchos esfuerzos que hicieras.
¿O es que pensabas que eras tú quien la subía?

Presiones relativas
Como se verá, medir la presión absoluta a la cual está sometido un sistema no es
fácil hacerlo directamente, porque en todas partes está la omnipotente presión
atmosférica. Pero nosotros en Termodinámica al igual que necesitamos
temperaturas absolutas (en K o R) necesitamos presiones absolutas; y la
opción de hacer vacíos absolutos, además de caro, es difícil.

En tal sentido utilizando el principio de los vasos comunicantes que vimos en el


papel “presión 2” medimos la diferencia de presión que hay entre el sistema y la
presión atmosférica, esta obviamente puede ser positiva, (si la presión que
buscamos es mayor a la atmosférica, o negativa en caso contrario.

El dispositivo que se observa en la figura, se conoce como manómetro y éste


especialmente es para diferencias positiva
Este es el manómetro más sencillo consiste en un tubo de vidrio doblado en U que
contiene un líquido apropiado (mercurio, agua, aceite, entre otros). Una de las
ramas del tubo está abierta a la atmósfera; la otra está conectada con el depósito
que contiene el fluido cuya presión se desea medir (ver la figura ). El fluido del
recipiente penetra en parte del tubo en ∪, haciendo contacto con la columna líquida.
Los fluidos alcanzan una configuración de equilibrio de la que resulta fácil deducir
la diferencia de presión entre el depósito y la presión atmosférica con la siguiente
expresión:

∆𝑃 = 𝜌𝑚 𝑔ℎ − 𝜌𝑔𝑑

Donde:

∆P= diferencia de presión entre el sistema o recipiente A y la presión atmosférica

ρm = densidad del líquido manométrico.

ρ = densidad del fluido contenido en el depósito.


En cuanto a d y h lo puedes deducir de la figura.

Si la densidad de dicho fluido es muy inferior a la del líquido manométrico, en la


mayoría de los casos se puede despreciar el término ρgd, y se tiene:

∆𝑃 ≈ 𝜌𝑚 𝑔ℎ

Afortunadamente la mayoría de los manómetros ya han sido desarrollados para que


sean tipo reloj y directamente se lea la presión, la mayoría de las veces en psi y en
kPa.

Es importante tener claro que la presión que se lee en los manómetros, es una
diferencia de presión entre el sistema y la presión atmosférica, por lo que para
obtener la presión absoluta hay que sumarle la presión atmosférica a esa diferencia,
que ya la conocemos o la medimos con un barómetro, aparato que funciona de
forma similar al dispositivo de Torricelli pero obviamente más moderno.

Las medidas de presión que arroja el manómetro no se llaman diferencias de


presión ni en los textos ni en la industria (Vaya usted a saber por qué) se llaman
manométricas o gravimétricas y se acostumbra a distinguirlas de la presión absoluta
agregándole una “g” a las unidades en subíndice, entre paréntesis, en unidades que
generen confusión con gramo o con el nombre por ejemplo: kgf/m2(g) o Pa(g) o sin
paréntesis como en psig.

En todo caso si te dicen que una presión es manométrica o gravimétrica, no importa


que las unidades no tengan “g” hay que sumarle la presión atmosférica para obtener
la presión absoluta, de forma similar a cuando te dan una temperatura en °C para
obtener una temperatura absoluta debe sumarle 273,15.

Algunos también acostumbran agregar una “a” a las unidades para aseverar que el
resultado se refiere a presión absoluta, particularmente considero que eso es
redundante y muchas veces tiende a confundir.

Si una presión manométrica es negativa significa que la presión atmosférica es


mayor a la presión del sistema que estamos midiendo. Esto muchas veces la
llamamos presión de vacío o de succión.
¡Las presiones absolutas nunca son negativas!

Ideas clave
Aunque éste ha sido un papel “sin demasiada presión” –ja, ja– sí deberías tener
bien claras las siguientes ideas:

La presión de la atmósfera al nivel del mar es de unos 101 325 kPa, el equivalente
aproximado a diez metros de agua (realiza los cálculos más precisos utilizando la
gravedad de 9,80665 m/s2)

Normalmente no notamos la presión atmosférica porque sólo percibimos


diferencias de presión dentro-fuera, no presiones absolutas.

Sí es posible percibir la presión atmosférica en fenómenos como chupones


ventosas, aspiradoras o pitillos, al crear esas diferencias de presión a propósito.

La presión manométrica de un sistema (o gravimétrica) es la diferencia entre la


presión absoluta del sistema y la presión atmosférica del lugar.

Experimento
El experimento de la presión atmosférica es de los que más emoción despiertan en
niños y adolescentes –doy fe de ello–. Creo que es por el atractivo de los fenómenos
violentos. Deja clarísimo no sólo la existencia de la presión atmosférica, sino
también el hecho de que no es moco de pavo.
Material necesario: Una lata de refresco vacía, un fogón o similar, agua, un
recipiente grande, unas pinzas.

Instrucciones: Llena el fondo de la lata de refresco con un poco de agua (un dedo
o dos es suficiente). Nuestro objetivo es hacer que el agua hierva, llenando el interior
de la lata de vapor de agua que expulsará a su vez el aire que había dentro. Para
ello, tomando la lata con unas pinzas para no quemarte, ponla al fuego hasta que
esté completamente llena de vapor de agua (cuando lleve hirviendo un minuto o dos
será evidente que está llena de vapor).

Mientras, ten preparado junto al fogón un recipiente grande con agua fría, que
usaremos para enfriar la lata. Aquí viene la parte “estresante” del experimento:
debes poner la lata boca abajo en contacto con el agua fría, como si fueras a
volcarla en el agua pero introduciendo parte de la lata dentro para que se enfríe.
Hay que hacerlo rápido para que no se enfríe poco a poco por el camino al retirarla
del fuego.

Al entrar en contacto con el agua fría y disminuir bruscamente su temperatura, el


vapor de agua se condensa y “llueve” dentro de la lata, cae al agua y, como la boca
de la lata está bajo el agua porque la lata está boca abajo, dentro de la lata se hace
un vacío bastante razonable (porque no puede entrar aire por ninguna parte). Este
vacío repentino hace que el aire de fuera… bueno, mejor lo ves tú mismo. Si es con
niños cerca, mejor: no volverán a decirte que el aire no pesa.

También podría gustarte