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II.

“LOS MARCAPASOS”
 
En el primero derecha, vivían doña Águeda y don Cecilio, dos venerables
ancianos más conocidos entre sus vecinos como los marcapasos. Tenía este apodo
el origen en que ambos llevaban implantado este mecanismo para intentar frenar
el envejecimiento de sendos corazones que estaban empezando a querer dejar de
latir. Porque si de algo pecaban doña Águeda y don Cecilio -siempre muy amables
con todos los vecinos y aun con nosotros- era de anhelar la inmortalidad, de su
empecinada obstinación por resistirse al inexorable paso del tiempo.
Cuentan que doña Águeda y don Cecilio fueron en sus tiempos mozos
atractiva pareja de cantantes y bailarines que gozó de cierta fama. Actuaban para
público selecto, para extranjeros (fueron de los primeros en cantar en inglés,
razón por la que nosotros también los llamábamos los pacemakers) y hasta
grabaron un disco y actuaron en varias películas. Decían que fueron geniales, los
mejores sin duda, en diversos géneros: canción española, bailes tropicales,
flamenco, tap-dancing  a lo Fred Astaire, cabaret de entreguerras, canción
melódica francesa y hasta algo del primer rock. Pero lo bueno como viene se va, y
tras veinte años de intensa dedicación artística, doña Águeda y don Cecilio
empezaron a habitar en el olvido de los empresarios de espectáculos: su
apoderado (en esa época aún no se llamaban managers) los dejó por otra pareja
artística, mediocre pero más joven; el público empezó a darles la espalda y a
quejarse de que siempre hacían los mismos números; y los empresarios mismos,
aunque los halagaban con vanas palabras, en el último momento no los
contrataban. Y el dinero que ganaron se fue como habían vivido: deprisa. Y, a
diferencia de otros muchos de su gremio, ellos no se quedaron en la calle sino en
uno de nuestros pisos, pues nuestros mayores -grandes seguidores de la pareja
(aún no se llamaban fans, pues era gente cuerda)- se apiadaron de ellos y les
concedieron el alquiler de un piso del edificio.
 
Situados en una posición algo menos dramática de la que parecía augurar su
prematura caída, doña Águeda y don Cecilio se rehicieron. Aprovecharon su
ubicación en un barrio con clase para dedicarse a dar clases de canto y baile a los
hijos e hijas de familias pudientes que adoraron a la pareja en su tiempo de
gloria. Y todo esto les animó a no envejecer. Él iba siempre impecablemente
vestido, con trajes de crooner  o chanteur  a lo Frank Sinatra, Maurice Chevalier
o Yves Montand, con sombrero de music-hall y bastón labrado, y hasta se atrevía
con mallas de baile, como si fuera a participar en un
decadente remake de Cabaret. Pero ella no le iba a la zaga: aún trataba de lucir
vestidos ajustados y provocadores que ella llamaba, con una nueva palabra
aprendida, sexys; o bien se exhibía con vaporosos tules y aparatosos foulards;
disimulaba vanamente sus innumerables arrugas con kilos de maquillaje; llevaba
siempre el cabello tintado de rubio platino; y si no se hizo la cirugía estética, sin
duda fue por falta de dinero. Con esa apariencia, no es de extrañar que entre los
restantes inquilinos -siempre prestos a poner apodos cinematográficos a sus
vecinos, como iremos viendo- doña Águeda se ganara, a pulso, el apelativo
de Gloria Swanson: el paradigma de la actriz, cantante o bailarina en decadencia,
por todos olvidada, obsesionada por aparentar todavía lo que había sido y dejó de
ser, creyente a pie juntillas de que el mañana aún es el ayer.
Doña Águeda y don Cecilio, desdeñosos de Quevedo, discípulos aventajados
de Fausto y Dorian Gray, creían firmemente en la esencia de su arte y en la eterna
juventud, aspiraban a la inmortalidad en vida y sólo en la apariencia tenían fe.
Quien los veía por primera vez no podía sospechar que se trataba de una pareja
de ancianitos ya octogenarios; quien los veía más de una vez, se desesperaba
ante tan patética ficción.
Y para acabar con ellos, pues creo que he dado completa descripción, es
necesario añadir que, poco ha, doña Águeda falleció. A pesar de sus constantes
cuidados, afeites y mejunjes, la muerte ha terminado por vencer a quien durante
tanto tiempo se empeñó en parecer quien ya no era quien fue. Sic transit Gloria
Swanson.
 
 
III. “LA BRUJA”
 
En el primero izquierda vivía la Bruja, perdón, doña Celeste. Era doña Celeste
una mujer madura, una de las originarias inquilinas que, en un momento de
debilidad mental, nuestros mayores creyeron apacible y honrada. Porque, como
bien pronto se pudo comprobar, doña Celeste era la maldad hecha carne: hablaba
mal de todos, era rencorosa y vengativa, siempre tramaba algo contra los demás
y difundía bulos que acabaron con más de un matrimonio. Ningún vecino salía a la
calle cuando estaba ella en el balcón, no fuera a ser que difundiera en voz alta un
bulo o le tirara una maceta en la cabeza. Infundía el pánico en todos cuantos la
trataban. Pero lo peor no era esto. No. Doña Celeste había enviudado pronto de su
marido, un apocado abogado llamado don Fructuoso. Y contaban las malas
lenguas (malas, pero nunca tanto como la de doña Celeste) que el marido no
murió de muerte natural (como certificó la autopsia) sino que ella lo mató. Y es
más, algunas de esas malas lenguas aseguraban que ella lo apuñaló, lo cual
constituía evidencia palmaria de la maldad de doña Celeste (pues se sabe que,
entre las mujeres, el modus operandi habitual consiste en suministrar  veneno) y,
de paso, levantó leve sospecha de la ineptitud del forense. Pero, por lo visto,
nadie se molestó en dar crédito a esos rumores y ella evitó cualquier roce con la
justicia. Además, doña Celeste, siempre muy hábil y astuta, trató de mejorar su
imagen mostrándose como una mujer bondadosa y apesadumbrada durante el
tiempo en que duró el luto. Tenía, además, un niño pequeño al que alimentar, lo
cual le sirvió para redondear su ficción como madre coraje, viuda y abandonada.
Pero cuando pasó el luto, ella volvió a las andadas. Y el niño se hizo grande y
demostró tener los mismos genes de su madre (pues del padre parecía no haber
heredado ninguno): era sanguíneo, violento, irritable y visceral (si que es que el
significado de todos esos adjetivos se puede sumar); amenazaba a los vecinos,
amenazaba a los tenderos para que perdonaran las deudas contraídas por su
madre, nos amenazaba a nosotros. Y la madre, peor aún: nos tenía ojeriza, a
pesar de ser bizca (razón por la cual los vecinos decían que tenía una mirada
torva); nos azuzaba a su hijo a la primera de cambio, sobre todo cuando no
teníamos cambio de la difunta peseta del pico del alquiler que, por supuesto,
nunca nos perdonaba. Y todavía seguimos así con la dichosa señora y su hijo: a
veces, en estado de guerra fría; a veces en estado de guerra caliente (aunque
esperemos que nunca desentierren el puñal). Tan sólo en contadas ocasiones nos
conceden la tregua y nos hablan como personas civilizadas, pero aun en esas
ocasiones nos estremecemos de la sibilina maldad de doña Celeste: de hecho,
hace poco, en verano, vimos en su puerta un crespón negro; sin que fuera día de
cobro de alquiler, nos atrevimos a llamar (aunque casi era un suicidio hacerlo) y a
interesarnos por tan luctuosa situación; doña Celeste abrió y, de manera
distendida y casi alegre, nos explicó que ponía ese crespón porque así los ladrones
pensarían que en esa casa estaban de luto y entonces, movidos por la compasión,
se abstendrían de entrar a robar, para no acrecentar más la pena de los que allí
aún vivían.
 
 
IV. “LOS CONTORSIONISTAS”
 
En otro de los pisos, el segundo derecha, vivía una pareja joven. El piso había
sido alquilado, hace años, por la madre de la mujer, pero a la madre nunca la
vimos allí. La habrían convencido para abandonar el piso y la tendrían en un asilo
comiendo pienso, pienso. Al llegar a este piso nos sorprendieron con frecuencia
ruidos extraños en el interior de la vivienda. Se trataba siempre de gemidos,
suspiros, gritos, estrépito de sillas y mesas, pero nunca oímos a nadie pedir
auxilio, aunque más de una vez estuvimos a punto de llamar a la policía al oído
(que nunca a la vista) de tan estremecedores lamentos. Nuestra primera
hipótesis, por tanto, fue pensar que la relación entre la pareja no era buena y que
eran frecuentes las peleas y los malos tratos, pero todo quedaba desmentido por
la ausencia de hematomas externos en ambos inquilinos así como por su perenne
y exultante cara de felicidad las pocas veces que les vimos bajar precipitadamente
la escalera. Por ello, nuestra siguiente hipótesis fue pensar que esta joven pareja
se pasaba el santo día viendo películas para adultos (poco santas precisamente) y
que, de vez en cuando, ponía en práctica las sugerencias presentes en estas. Sin
embargo, al poco tiempo pudimos comprender lo que pasaba realmente cuando
los restantes vecinos se refirieron despectivamente a ellos como los
contorsionistas. ¡Claro, cómo no lo pensamos antes! Esos gemidos, esos suspiros,
esos gritos desgarradores, ese estrépito de sillas, mesas y muebles de cocina, ese
abrir y cerrar de armarios, esa algaraza general y estrepitosa, como si se
escenificaran todas las batallas de la Ilíada y la Odisea juntas, la vida cotidiana de
Sodoma y Gomorra o todas las bacanales y orgías grecorromanas también juntas,
no podían ser producto de ficciones cinematográficas, sino que respondían a la
pura realidad (en este caso, tampoco muy pura, al menos desde el punto de vista
moral), porque la realidad siempre supera a la ficción.
Quedaba por delimitar el sentido exacto que tenía, para los vecinos, el apodo
de los contorsionistas. Por lo visto - quiero decir, por lo que habían visto los
vecinos, siempre al acecho de los demás- esta joven pareja, ambos fogosos y
atléticos, se daba con frecuencia a los apetitos carnales, a pesar de ser ambos
vegetarianos radicales (ésa ha sido una de las contradicciones que más me
llamaba la atención). Y cualquier lugar del piso era bueno para la faena (a pesar
de estar ambos en el paro, otra curiosa contradicción que merece ser señalada):
la mesa del salón, los sillones, los armarios, la galería, la mesa de la cocina, la
lavadora en pleno centrifugado. Y todo en plan aquí te pillo aquí te mato, sin
preocuparse por cerrar ventanas ni cortinas, sin reparar en la caída de muebles o
en los posibles destrozos del piso y su infraestructura, pues al fin y al cabo la
arrendataria del piso era la madre de ella. Por su parte, los vecinos de mediana y
avanzada edad del edificio disfrutaban viendo el espectáculo, aunque no sé si por
el espectáculo mismo o por tener algo que contar luego a los demás en sus
interminables chismorreos en voz baja.
Y todo esto nos lo contaban ellos a nosotros, también en voz baja, pero sin
dar demasiados detalles, de manera que nuestra pequeña historia sobre los
contorsionistas no es más la imperfecta combinación de un puzzle de
informaciones fragmentarias y quizá no sea el fiel reflejo de lo que realmente allí
ocurría. Pero al menos, esto que nos contaron se acerca más a la verdad que lo
poco que nosotros pudimos ver, porque cuando llamábamos tardaban bastante en
abrir la puerta y tan sólo nos permitían ver sus cabezas, parte de sus albornoces
de emergencia y el dinero justo del alquiler, con las cuatro diminutas pesetas del
pico. Porque hay que reconocer que en todo eso, salvo en lo de los albornoces,
esta pareja se comportaba exactamente igual que los demás vecinos; y, por
tanto, no debemos ensañarnos con tan briosos amadores, ya que a diferencia de
otros muchos vecinos, si tardaban en abrir era porque realmente sí estaban
haciendo algo.

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