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Miércoles 27 de febrero
Hoy ingresaron en la oficina siete empleados nuevos: cuatro hombres y tres mujeres. Tenían
unas espléndidas caras de susto y de vez en cuando dirigían a los veteranos una mirada de
respetuosa envidia. A mí me adjudicaron dos botijas (uno de dieciocho y otro de veintidós) y
una muchacha de veinticuatro años. Así que ahora soy todo un jefe: tengo nada menos que seis
empleados a mis órdenes. Por primera vez, una mujer. Siempre les tuve desconfianza para los
números. Además, otro inconveniente: durante los días del período menstrual y hasta en sus
vísperas, si normalmente son despiertas, se vuelven un poco tontas; si normalmente son un
poco tontas, se vuelven imbéciles del todo.
Martes 12 de marzo
Es bueno tener una empleada que sea inteligente. Hoy, para probar a Avellaneda, le expliqué de
un tirón todo lo referente a Contralor. Mientras yo hablaba, ella fue haciendo anotaciones.
Cuando concluí, dijo: «Mire, señor, creo que entendí bastante, pero tengo dudas sobre algunos
puntos». Dudas sobre algunos puntos… Méndez, que se ocupaba de eso antes que ella, necesitó
nada menos que cuatro años para disiparlas… Después la puse a trabajar en la mesa que está a
mi derecha. De vez en cuando le echaba un vistazo. Tiene lindas piernas. Todavía no trabaja
automáticamente, así que se fatiga. Además es inquieta, nerviosa. Creo que mi jerarquía (pobre
inexperta) la cohíbe un poco. Cuando dice: «Señor Santomé», siempre pestañea. No es una
preciosura. Bueno, sonríe pasablemente. Algo es algo.
Martes 19 de marzo
Trabajé toda la tarde con Avellaneda. Búsqueda de diferencias. (…) Yo estoy tan hecho a este
tipo de búsquedas, que a veces las prefiero a otra clase de trabajo. Hoy, por ejemplo, mientras
ella me cantaba los números y yo tildaba la cinta de sumar, me ejercité en irle contando los
lunares que tiene en su antebrazo izquierdo. Se dividen en dos categorías: cinco lunares chicos y
tres lunares grandes, de los cuales uno abultadito. Cuando terminó de cantarme noviembre, le
dije, sólo para ver cómo reaccionaba: «Hágase quemar ese lunar. Generalmente no pasa nada,
pero en un caso cada cien, puede ser peligroso». Se puso colorada y no sabía dónde poner el
brazo. Me dijo: «Gracias, señor», pero siguió dictándome terriblemente incómoda. Cuando
llegamos a enero, empecé a dictar yo, y ella ponía los tildes. En un determinado instante, tuve
conciencia de que algo raro estaba pasando y levanté la vista en mitad de una cifra. Ella estaba
mirándome la mano. ¿En busca de lunares? Quizá. Sonreí y otra vez se murió de vergüenza.
Pobre Avellaneda. No sabe que soy la corrección en persona y que jamás de los jamases me
tiraría un lance con una de mis empleadas.
Miércoles 10 de abril
Avellaneda tiene algo que me atrae. Eso es evidente, pero ¿qué es?
Viernes 17 de mayo
Al fin sucedió. Yo estaba en el café, sentado junto a la ventana. Esta vez no esperaba nada, no
estaba vigilando. Me parece que hacía números, en el vano intento de equilibrar los gastos con
los ingresos de este mayo tranquilo, verdaderamente otoñal, pletórico de deudas. Levanté los
ojos y ella estaba allí. Como una aparición o un fantasma o sencillamente —y cuánto mejor—
como Avellaneda. «Vengo a reclamar el café del otro día», dijo.
Me puse de pie, tropecé con la silla, mi cucharita de café resbaló de la mesa con un escándalo
que más bien parecía provenir de un cucharón. Los mozos miraron. Ella se sentó. Yo recogí la
cucharita, pero antes de poderme sentar me enganché el saco en ese maldito reborde que cada
silla tiene en el respaldo. En mi ensayo general de esta deseada entrevista, yo no había tenido
en cuenta una puesta en escena tan movida. «Parece que lo asusté», dijo ella, riendo con
franqueza. «Bueno, un poco sí», confesé, y eso me salvó. La naturalidad estaba recuperada. (…)
Entonces dije: «¿Sabe que usted es culpable de una de las crisis más importantes de mi vida?».
Preguntó:
«¿Económicas?», y todavía reía. Contesté: «No, sentimental» y se puso seria.
«Caramba», dijo, y esperó que yo continuara. Y continué: «Mire, Avellaneda, es muy posible
que lo que le voy a decir le parezca una locura. Si es así, me lo dice nomás. Pero no quiero andar
con rodeos: creo que estoy enamorado de usted». Esperé unos instantes. Ni una palabra.
Miraba fijamente la cartera. Creo que se ruborizó un poco. No traté de identificar si el rubor era
radiante o vergonzoso. Entonces seguí: «A mi edad y a su edad, lo más lógico hubiera sido que
me callase la boca; pero creo que, de todos modos, era un homenaje que le debía. Yo no voy a
exigir nada. Si usted, ahora o mañana o cuando sea, me dice basta, no se habla más del asunto y
tan amigos. No tenga miedo por su trabajo en la oficina, por la tranquilidad en su trabajo; sé
comportarme, no se preocupe». Otra vez esperé. Estaba allí, indefensa, es decir, defendida por
mí contra mí mismo. Cualquier cosa que ella dijera, cualquier actitud que asumiera, iba a
significar: «Este es el color de su futuro».
Por fin no pude esperar más y dije: «¿Y?». Sonreí un poco forzadamente y agregué con una voz
temblona que estaba desmintiendo el chiste que pretendía ser: «¿Tiene algo que declarar?».
Dejó de mirar su cartera. Cuando levantó los ojos, presentí que el momento peor había pasado.
«Ya lo sabía», dijo. «Por eso vine a tomar café.»”
Mario Benedetti, La tregua (fragmento).
e) I y III
2. En relación al día 12 de marzo, se
puede afirmar que Avellaneda en
comparación a Méndez:
4. A partir de la lectura del fragmento
I. Es más rápida para aprender anterior, ¿cuál de las siguientes opciones
contiene una inferencia válida?
II. Siente mayor gusto por el trabajo
a) Santomé es un hombre solitario y
III. Tiene mayor iniciativa y curiosidad
deprimido
a) Solo I
b) El protagonista vigiló a Avellaneda
b) Solo II
c) Avellaneda estaba en una relación
c) Solo III amorosa