Está en la página 1de 8

LA ESENCIA DE LA OBRA DE ARTE

Víctor M. Tirado San Juan

En esta nueva visita a Silos me he propuesto reflexionar junto a vosotros sobre este
tema tan bonito y a la vez tan difícil de la obra de arte. El título hace resonar en nuestro
espíritu la conferencia de Heidegger de 1935 en torno al “origen de la obra de arte”, y
la verdad es que el enfoque que el pensador alemán hace del problema me parece
acertado, aunque nosotros seguiremos nuestro propio camino.

La “esencia” es un término fundamental de la tradición metafísica, pero muy denostado


hoy debido al giro existencialista y nominalista de la filosofía que domina nuestra
cultura. La índole ontológica de su significado lo desprestigia de entrada en una cultura
que, como decimos, todo lo traduce en categorías propias del existir humano en el que
todo sería novedad e irrepetibilidad absoluta.

Pero, ¿carece realmente de sentido preguntar por la esencia de las ‘cosas’ reales en la
acepción más amplia de ‘cosa’? ¿Es realmente absurdo usar el término esencia y hacer
pivotar sobre él nuestra investigación? ¿Tan pervertido u obnubilado está nuestro
lenguaje por la ‘metafísica’ que nos confunde de entrada? No lo creo. Por mucho que
los hombres seamos en cierto sentido el punto cero de referencia para cualquier
comprensión teórica o práctica, los conceptos clave de la tradición metafísica, como
puedan serlo el de sustancia, esencia, propiedad, etc., me parecen insoslayables en
cualquier quehacer teórico[1]. Podremos y hasta deberemos revisar y aquilatar su
sentido, pero la esencia de las cosas es una dimensión imposible de eludir si es que
queremos hablar de las cosas, es decir, si es que queremos hablar con sentido de algo.
Cuando hablamos de arte, es decir, de la obra de arte, no estamos hablando del útil, ni
de la cosa natural, ni de la obra teórica, estamos hablando exclusivamente de la obra de
arte, de una realidad que, por muy compleja que sea su esencia, no se confunde con
otras realidades si es que, insisto, no queremos trasnochar toda la realidad en un caos
insuperable en el que todos los gatos —cosas— son pardos —serían indiferenciadas—.

La obra de arte remite, incluso nominalmente, al artífice, al artista, y en este sentido


remite al hombre. También las cosas naturales son remitentes. El humo remite al fuego
y el fuego al madero en combustión, combustión que a su vez remite a un proceso de
intercambio de materia y de energía en el que oxígeno y madero fluyen en un proceso
de comunicación energética… En última instancia, el roble remite a la bellota de la que
brota según un cambio teleológicamente ordenado. De aquí que Aristóteles trazara una
analogía de profundo alcance entre la enérgeia que dinamiza la cosa natural y aquella
que subyace a la téchne humana: “las relaciones entre las fases anteriores y posteriores
—afirma Aristóteles[2]— son las mismas en lo que acontece por arte y en lo que
acontece de una forma natural”, porque en uno y otro ámbito hay un orden estricto,
determinado por el fin, el cual está prescrito desde el comienzo en la esencia (ti hen
einai) de la cosa que deviene, si se trata de una cosa natural, y en la mente del artífice, si
de una cosa artificial. Esta analogía ha sido clave en el pensamiento cristiano, que no
puede dejar de ver en la naturaleza, en el mundo, la gran obra de arte del Supremo
artífice: Dios. El mundo creado es la obra de Dios; y la obra de Dios remite
esencialmente al artífice, encarna al artífice de la misma manera que la obra de arte
mundana encarna a su humano creador. El orden del mundo, que es a la vez su belleza,
sería la huella palpable de la condición inteligente de su creador: el orden sería la ratio
essendi de la belleza, y ésta, a su vez, la huella más palpable de la inteligencia y buen
gusto de Dios creador.

Pero la cuestión decisiva para nosotros es que los procesos naturales sólo podemos
contemplarlos “desde fuera”, es decir, a través de la percepción externa o empírica. En
cambio, el obrar humano, ya sea práctico o poyético, se nos da a la vez por fuera y por
dentro en nuestra propia vida de conciencia. La técnica se construye sobre la estructura
de la conciencia humana en su relación con el mundo. El hombre quiere algo, está
interesado en la existencia de algo y se pone manos a la obra para producirlo, para que
exista en el mundo real. Querer algo supone una conciencia representativa de dicho
algo, es decir, conceptos e imágenes —‘formas’ (eídos), diría la filosofía clásica—, esto
es, el intelecto y la imaginación. Y como la imaginación se nutre del sentir (visual,
táctil, auditivo, etc.) por el que captamos las cosas del mundo, supone también la
sensibilidad que nos posibilita nuestro cuerpo. A la vez, en tanto que querer, se co-
implica la afectividad en un sentido amplio como fundamento de nuestras preferencias o
valoraciones; y como el querer sólo se hace efectivo en el mundo a través de la
actividad de nuestro cuerpo que incide sobre la materia, ahí tenemos co-implicadas las
cuatro causas aristotélicas: formal; eficiente; material y final. Por el contrario, parece
que el hacer físico de la naturaleza (wirken, dicen los alemanes, de donde procede
Wirklichkeit, realidad[3]) no es un hacer consciente en este sentido. El dar de sí de las
esencias naturales parece obedecer a una dynamis ciega para sí, lo cual, empero, no es lo
mismo que azarosa y sin finalidad (pues alguien podría pensar por ella). Es una
finalidad, mas ciega para sí misma, sin sujeto propio intrínseco, deviene, sí, por un
principio intrínseco, pero ciego. En cambio la téchne engendra un dinamismo en la cosa
“de procedencia”, cuya causa es el artífice humano, aunque, sin embargo, desde el
punto de vista del hombre sea la técnica una actividad inherente y hasta constitutiva de
su esencia humana (homo habilis).

Como no es nuestro objetivo aquí seguir el camino hacia Dios por analogía desde el
mundo como obra (obra de arte) suya, queda la obra de arte ya delimitada y separada de
la cosa natural. Las cosas naturales pueden ser ciertamente bellas, muy bellas, y en este
sentido objetos fundamentales de la experiencia estética, pero, en principio, no son
obras de arte, porque no son el producto de un hacer consciente humano, no son arte-
factos. En cambio, la obra de arte es en algún sentido un artefacto: el resultado de un
hacer humano, es decir, de un hacer que brota de la vida espiritual del hombre,
entendiendo por tal la vida consciente en su triple dimensión teórica, sentimental y
volitiva. Lo cual no quiere decir que el cuerpo sea accidental a la obra de arte. Todo lo
contrario.

Lo que nos queda es, pues, hacer el recuento y la descripción de los diversos tipos de
‘obra’ que resultan de la actividad humana, para ir así estrechando nuestro análisis hacia
la especificidad de la obra de arte.

¿Qué hace el hombre en la vida? O dicho de otro modo, ¿cuáles son los quehaceres que
constituyen la trama de nuestra vida? Nuestra vida discurre misteriosamente arrastrada
por el devenir de la existencia. Vivimos y nuestro vivir dura mientras vivimos en el
ahora. Hacemos proyectos de futuro, pero los hacemos siempre ‘ahora’, en cada ‘ahora’
en el que siempre estamos. Este estar-viviendo-ahora es de continuo la desembocadura
de ahoras anteriores que ya son pasado vivido y que con todas sus características
constituyen la base de sentido de mi vida: lo que ahora soy, lo soy por lo que he sido. La
condición fundada de esta vida mía, que está siendo pero que se sabe contingente,
deudora, finita o fundada —que viene a ser lo mismo—, es un dato esencial y decisivo
que determina cuanto hago, pues lo que hago lo hago a sabiendas de que este hacer no
reposa estrictamente sobre sí, o mejor, de que es un ‘hacer’ que puede desaparecer,
volatilizarse en la nada. Todo cuanto hago cuenta, pues, con este dato de mi condición
pre-ligada, deudora, jecta, en la acepción heideggeriana… Es el fundamento de mi
condición “re-ligiosa”, condición que envuelve y condiciona cualquier otro hacer mío.

También soy carne, carne viva que se sabe a sí misma, es decir, carne que soy yo o yo
que soy encarnado. Cada vivencia mía de conciencia se da acompañada de mi cuerpo
originariamente sentido. Soy del mundo por mi cuerpo. Por mi cuerpo estoy siempre en
algún lugar del mundo entre cosas concretas del mundo y/o entre otras personas como
yo. Estando en el mundo ‘hago’ ya un hacer que es un no hacer nada: un simple estar
siendo o simplemente vivir, estar en el mundo, aprehender las cosas del mundo, mi
cuerpo y mi propio aprehender en una pura receptividad, pues la vida de conciencia es
simultanea, originaria y esencialmente autoconciencia, aparecer que aparece, dato para
sí. En este sentido vivir es un no hacer nada o un hacer que se hace en mí, un dejarse
vivir o un vivir que se vive en mí: un simple estar fruente y consciente en el mundo, una
especie de originaria contemplación. Este estar es previo a todo hacer y condición basal
de todo hacer. Todo hacer brota a partir de este estar. Para que yo coja mi vida en mis
manos y haga ya algo por ella, primero debo de tener la vida misma. Es mi originario
estar viviendo.

Como mi vida es vida encarnada, está originariamente atravesada por los instintos: mi
estar siente hambre y sed y se ve lanzado a buscar alimento y bebida. Es “hacer por la
vida”. En esta línea surgen cuantas actividades mías se orientan a la salvaguarda de mi
vida produciendo cuanto para ello es necesario. Es la producción de los bienes
perentorios: alimentar mi cuerpo y salvaguardarlo de las inclemencias climáticas, así
como de las heridas y enfermedades. Gran parte de la estructura social encuentra su
sentido en esta ‘producción social de la vida’: los otros congéneres y las instituciones
funcionan como funcionan para satisfacer este tipo de necesidades humanas: la
agricultura, la ganadería, los diversos utensilios que se fabrican y venden, la sanidad…
todo ello tiene esta finalidad de posibilitar sobrevivir al cuerpo. Los carniceros, los
sastres, los fabricantes de automóviles, los médicos, etc. trabajan para el cuerpo de las
personas, para que se alimente, para que se vista o para que se desplace a su lugar de
trabajo, porque con el cuerpo y corporalmente vive el espíritu. Aquí lo querido es un
medio para poder seguir viviendo. No es el fin último de la vida. Quiero seguir viviendo
para poder vivir mis plenitudes; seguir viviendo es condición de posibilidad de poder
vivir plenamente. Si quiero seguir viviendo no es sólo para seguir viviendo, que es ya
un bien excelente en sí mismo, pues al ser la vida humana autoconsciente es ya en sí
misma fruente, gozo: vivo, me doy cuenta de que vivo y disfruto viviendo. Mas, al vivir
voy descubriendo los ‘rincones’ de la vida, los ‘rincones’ buenos y los malos. Descubro
el bien y el mal, la belleza y la fealdad, descubro el mundo y su infinita riqueza, en
definitiva, vivencias insospechadas que van conformando mi ser. Voy orientándome en
la vida y tomando decisiones vitales. Mi vivir ya no es mera receptividad, sino que voy
cogiendo mi vida en mis manos, voy optando por determinados caminos del vivir, no
me dejo simplemente vivir, sino que busco esto o lo otro, elijo tales o cuales amigos, me
oriento a una determinada vocación, respondo de tal o cual manera a mis compromisos
con mis prójimos… Mis prójimos. Este es el cuarto dato originario que determina mi
existencia[4]. Mi conciencia y mi autoconciencia han brotado ya desde el origen entre y
desde los otros como yo. Mis padres, mis hermanos, mis vecinos, mis amigos… han
acompañado e incluso regido desde el origen el germinar de mi vida consciente, es
decir, la construcción de mi yo en sus facetas más primigenias[5]. Por eso mi vida es ya
siempre desde el principio vida entre los otros como yo, vida inter-subjetiva en sus
diversos grados. Y este hecho es decisivo también ¡qué duda cabe! en el arte. El arte es
un quehacer individual y social a la vez, como todo lo humano. Por eso el arte es en una
de sus dimensiones ex–presión, comunicación de una interioridad a otra(s)
interioridad(es), vida, pues, com-partida. De algún modo el arte, y dentro de él la obra
de arte, es un momento de la comunión decurrente de los espíritus, de esa con-vivencia
entre espíritus que se ‘alimentan’ y enriquecen entre sí. Mas como la comunicación
entre los hombres sólo es posible en este mundo, al menos en su forma habitual, a través
de los cuerpos, la obra de arte es un modo peculiar de corporalización o encarnación del
espíritu para la comunicación en un sentido muy amplio de ella. Y por eso el arte forma
necesariamente parte de una determinada comunidad cultural y de una determinada
historia cultural. Es por eso que necesitamos de una historia del arte y de una
sociología del arte (entendida ésta de una manera cabal y no al modo reductivo en que
suelen entenderse hoy las llamadas “ciencias” humanas).

Volviendo al decurso que constituye la trama de la vida humana hay que decir que mi
intimidad vital no se reduce ya al sólo vivir receptivo y quiescente, sino que es un vivir
comprometido ya inexorablemente en la lucha entre el bien y el mal, entre lo bello y lo
feo, la plenitud y la ruindad, que irrumpen en ella de manera inexorable. Sin darme
cuenta me encuentro lanzado al fragor de la batalla vital, a la lucha por los fines últimos,
aunque en la batalla pueda darse el caso de haber perdido ya de antemano por,
paradójicamente, tratar de rehuir la batalla misma, por esquivar la lucha por los ideales
últimos de verdad bien y belleza. Me encuentro pues inexorablemente lanzado a optar, a
vivir optando, esto es, a vivir de manera estrictamente personal, es decir, vivir como
espíritu, como conciencia que conoce (inteligente), que siente (afectiva) y quiere
(volitiva o libre). Conocer, sentir y querer constituyen el ergon propio de la vida
humana, su verdadera entelequia o perfección, aquello a lo que está esencialmente, es
decir, ontológicamente, llamada.

¿Cómo se sitúa aquí el arte? Decimos el arte, porque la obra de arte es inseparable del
arte que la produce[6]. Y como el arte, sea arte estético o arte técnic, es siempre una
actividad del hombre, es por ello que nos vemos obligados a hablar del hombre cuando
queremos hablar de la obra de arte. Con lo dicho hasta aquí hemos delimitado la obra de
arte respecto de dos parcelas ontológicas fundamentales a las que no pertenece, aunque
presente algunas lindes de vecindad con ellas. Nos referimos a las cosas naturales, por
un lado: un toro, un paisaje natural o un cristal de la tierra no son obras de arte por muy
bellos que sean. Tampoco los productos de la técnica en tanto que tales productos
técnicos son obras de arte: un vehículo en tanto que vehículo o un martillo o un teléfono
móvil en tanto que meros utensilios no son obras de arte, pues son siempre para algo
(um… zu etwas, que dice Heidegger: Werkzeuge), su sentido ontológico es instrumental,
son siempre un medio para un fin extrínseco: el vehículo para transportar, el martillo
para sujetar y el templo para orar. Por eso decía Aristóteles que la técnica es una
actividad humana inferior, porque no es en sí misma un fin, está al servicio, como
decíamos más arriba, de las necesidades perentorias de la vida, o, como dice Heidegger
a su manera, al servicio de la ‘cura’ del Dasein, de su cuidado (Sorge). Naturalmente,
que todo suele darse mezclado en la vida del hombre, porque la vida humana es a la
postre una, de manera que integra sus medios en sus fines últimos, y así, en la medida
de sus posibilidades embellece sus útiles, trata de embellecer los coches y los templos,
algo menos los martillos… ¿Qué quiere decir esto? No todas las utilidades parecen estar
al mismo nivel. Hay utilidades que se funden con los fines a los que sirven de manera
tal que ellas mismas son inseparables del fin y el fin de ellas. Si cojo el autobús para
venir a Silos, el autobús es un mero medio, cuya bondad reside y se agota en llevarme a
su destino de la manera más rápida y cómoda posible, pues sólo quiero el medio en la
medida en que me posibilita el fin. Pero no siempre es esto así. El embellecimiento de
los templos y su iconografía es un medio que sirve a la oración. Sin embargo, no ocurre
aquí, me parece, como con el autobús; el valor de la belleza no es accesorio y
prescindible, meramente medial y utilitario, sino que el templo en su conjunto, la
iconografía, sus esculturas, etc. hacen presente a Dios mismo… La verdadera belleza no
es una medialidad como postula Platón refiriéndose a la belleza sensible, sino que es ya
un fin en sí misma, está adscrita a los fines primordiales de la vida del hombre, como
puedan serlo la verdad y el bien.

No obstante, el problema es muy serio, porque habíamos dicho que la obra de arte es un
medio de comunicación entre los espíritus, un medio de expresión. ¿Es, pues, medio o
fin?

Lo primero que se me ocurre es llamar la atención sobre el hecho de que obra de arte y
belleza no se identifican (lo cual no tiene por qué querer decir que sean separables).
Basta reparar en el hecho ya mencionado de que hay bellezas naturales. La esencia de la
obra de arte hay que buscarla en la línea de la encarnación del espíritu humano. En la
obra de arte se encarnan de manera misteriosa los entresijos de la vida interior del
espíritu, que no es vida solitaria, ni vida incorpórea, aunque tampoco, paradójicamente,
sea disoluble en la comunidad (la persona humana es realmente individual: un polo
ontológico espiritual absoluto) ni reductible a solo corporalidad (exterioridad). Esos
entresijos ya los hemos descrito, aunque fuere muy rápidamente. Los problemas
fundamentales del hombre giran en torno a las cuestiones mencionadas: el bien, el mal,
la belleza, la fealdad, la verdad y la falsedad, y, presidiéndolas todas, la cuestión del
Fundamento, de Dios como fuente última del sentido de la vida, que, como decimos, es
radicalmente individual y comunitaria a la vez. Cuando Jeroen Anthoniszoon van Aken,
más conocido por el Bosco, pintaba sus extraordinarias escenas de hombres, monstruos,
ángeles, alimañas, locos, pecadores, suplicios, símbolos, demonios, infiernos y paraísos,
estaba encarnando y comunicando, a sus contemporáneos, y a los que vendrían y
vendríamos después a encarnarnos sobre la faz de la tierra —pues la historia de la
humanidad nos hace copartícipes en menor o mayor medida de una misma comunidad
— su extraordinaria vida interior, que era a la vez vida exterior. Este hombre casado, de
vida aparentemente apacible y tranquila, albergaba en sí un riquísimo mundo interior en
el que luchaban los males y los bienes de la época, así como, sus miedos,
remordimientos, anhelos… Pero, ciertamente, su talento de artista residía en su
capacidad para corporalizar toda esta vida interior al objetivarla en figuras y colores, en
diseños y proporciones, gestos y miradas, composiciones insospechadas y sorprendentes
de la imaginación, capaces de alterar la realidad percibida, innovándola con imágenes
jamás vistas en carne y hueso, pero barruntadas por el espíritu. El artista es capaz de
hacer visible lo invisible y entonces, misteriosamente, la visibilidad de la obra de arte se
hace depositaria de la invisibilidad del espíritu. En realidad, este milagro de la
encarnación de lo espiritual no sería posible si el hombre mismo no consistiera en esta
misteriosa fusión carno-espiritual o espiritu-carnal. Kant gustaba de afirmar que el yo, el
yo trascendental, “acompaña a todas mis representaciones”. Ciertamente, cuanto
aprehendo, en el más amplio sentido de este término: cuanto percibo por los sentidos del
cuerpo (la vista, el tacto, el olfato, el gusto, etc.), cuanto siento afectivamente (la
tristeza, la alegría, el entusiasmo, el enfado, la esperanza, etc.), o cuanto intelijo
abstractamente en las puras significaciones, cuando intuyo moral o estéticamente; todo
ello va acompañado de mi yo. Soy yo quien percibo, siento, intelijo, capto los valores,
etc. Pero con la misma fuerza de verdad que la aseveración de Kant hay que decir que
mi cuerpo me acompaña siempre como un ingrediente esencial de mi vida. Nunca vive
mi espíritu al margen de mi cuerpo y por ello mismo nunca vivo fuera del mundo. Esto
quiere decir que mi conciencia es siempre y originariamente conciencia corpórea,
conciencia en con-tacto con los otros cuerpos, humanos e in-humanos. Si el flujo de la
conciencia en todos sus niveles, sensible, categorial, afectivo y axiológico, acontece
necesariamente en la encarnación, en contacto con la materia, se entiende que el arte
consista en este hacer con la materia en la que el espíritu se expresa, se objetiva, o quizá
mejor, deberíamos decir, se re-aliza. Y esto es central para la obra de arte, porque nos
orienta sobre su condición finalista o enteléquica que, decíamos antes, la diferencia
respecto del útil, así como también la diferencia, pero en otro respecto, del “producto
cognoscitivo”: la ciencia. Aquí reside la excelencia del arte, eso que, inexorablemente,
fue elevando a los artistas socialmente desde el estadio de los artesanos al del artista
genial elegido de los dioses. La obra de arte es depositaria de una actividad humana
excelente, a saber, el despliegue y explanación del espíritu en la materia. Por eso el arte
no puede estar al servicio de nada y el verdadero artista es un libre, un enthousiasmado,
alguien que ha entrado en comunión con Dios y que no sirve a nada ni a nadie salvo al
despliegue rebosante de la vida. De aquí también que el carácter intrínsecamente
comunicativo, de inhensión esencial con la comunión con los otros (pues la obra,
consciente o inconscientemente, es obra para los otros, ya que, el artista mismo, en la
medida en que se ha objetivado en la obra se convierte en otro para sí y para ella, en un
contemplador más), no convierte a la obra, empero, en un mero medio, un medio de
expresión o comunicación. Porque la realización misma de la obra es ya de por sí un fin,
y el artista lo sabe, y lo ‘sabe’ también la obra que lo hará saber a los futuros
contempladores al reposar sobre sí. La obra es un fin en sí misma; y la obra maestra un
hito, un punto álgido, una encarnación fehaciente de una plenitud espiritual, que, por lo
ya dicho, es siempre una plenitud de una comunidad cultural.

El misterio del arte se oculta, pero también se revela, en tres direcciones. El primer
horizonte de la enigmaticidad de la obra de arte se abre en la dirección de la materia que
ya, sin embargo, no es separable del espíritu. No lo es porque la materia es también para
nosotros aísthesis: los colores que vemos, la dureza y frialdad que palpamos, la
extensión que vemos o degustamos, etc. Pues bien, ¿cómo es posible que la plenitud
espiritual quede plasmada en la materialidad de la obra? Al fin y al cabo todos los
pintores, buenos, regulares y malos, como todos los músicos, los escultores, etc…
juegan con la materia, respectivamente, con el color, con el sonido, la materia sólida…
Mas ¿qué pone el genio en la materia que la espiritualiza, que la sublima, que la hace
reclamar para sí de manera inapelable la condición de obra maestra? Efectivamente, lo
que pone es el espíritu. El hombre normal no sabe cómo poner el espíritu en la pintura,
en la escultura, en la literatura… Para poner el espíritu en la pintura hay que dominar
los colores y las formas de tal modo que ellos mismos son espíritu encarnado, son el
horror y el dolor de Picasso ante la guerra fratricida que se hace misteriosamente visible
en el gemido del toro-hombre, en la cara triste y pesarosa del miliciano que con la
antorcha parece resignarse a iluminar el mal del mundo. O son la angustia de Magritte
ante la deshumanización de la sociedad tecnológica de masas que se hace lluvia
monótona de hombres sobre las grises casas de una monótona ciudad (Golconda 1953),
etc. El segundo horizonte de enigmaticidad es el del espíritu en sí mismo, la interioridad
consciente del hombre, sobre la que ya nos hemos pronunciado y ahora no vamos a
decir más. Y el tercero, y quizá el más decisivo para la obra de arte es, justamente, el de
la respectividad entre hombre y mundo o espíritu humano encarnado y materia. Este es
el lugar propio y privilegiado de la obra de arte. Por eso, auque decíamos que, en
principio, no es una evidencia que la obra de arte deba ser bella (piensen Uds. en el
feísmo, por ejemplo, en los cadáveres plastinizados de G. von Hagens, o en los también
cadáveres de animales en formol Dauvier Hirst, o en la música atonal de Schoenberg),
lo cierto es que la belleza de la obra de arte no puede ser buscada sólo en la cosa física,
sino en la relación de la cosa con el espíritu (la vida común al creador y a los
contempladores), porque la obra es espíritu encarnado. Esto se hace cada vez más
patente en las nuevas formas artísticas que, como los ready-made de M. Duchamp
proponen sobre todo situaciones, acontecimientos, algo así como sucesos teatrales en
los que la pieza física, como el caso del retrete de Duchamp, sólo es un momento de la
representación, de la situación que el artista quiere producir en la vida del
contemplador. Tendremos, entonces, que hablar de artes diferentes o, al menos de
bellezas distintas.

El arte clásico, por ejemplo el arte cristiano, al menos no ha querido renunciar al orden
de la materia, al orden cósmico. La belleza la sitúa en el espíritu y en el cosmos y el
artista es como un daimon capaz de armonizar una y otra belleza: la belleza del espíritu
se plasma y materializa en la belleza del artefacto, así se produce simultáneamente una
especie de armonía entre el arte humano y la teleología universal de la creación. El
hombre actual está atravesando una gran crisis. En muchos casos no estamos en orden
con la naturaleza ni con los fines que nos son propios, seguimos atravesando una
profundísima crisis religiosa, que es tanto como decir, una crisis total, y esta
fragmentación o estado caído de la vida no puede dejar de expresarse en el arte. Por eso
la belleza de muchas producciones de hoy es en cierto modo una belleza parcial, porque
está expresando y encarnando la fractura del hombre que la produce, aunque también es
cierto, que cuando logra encarnar fidedignamente esa fractura de la que brota vuelve
paradójicamente a producir una belleza sublime, pues armoniza asombrosamente con el
alma rota que la produce, y aunque se armonice con un alma rota, no deja de ser
armonía.

Monasterio de Santo Domingo de Silos junio del 2009

[1] Las posiciones contraesencialistas o antimetafísicas se presentan a sí mismas como


posiciones sociologistas escépticas. A la pregunta por la esencia del arte, responden:
“En principio aquellas propuestas en el marco de la ‘institución arte’, tal y como ésta se
configura en un cierto tiempo, forman parte del arte”. José Jiménez, Teoría del arte, p.
49; Tecnos&Alianza, Madrid 2006.

[2] Aristóteles, Phys. II, 199 a 9

[3] De aquí que el ‘operar’ humano entre dentro de la realidad, y, además, por
excelencia, pues es un operar que se sabe operante.
[4] Los otros tres son respectivamente: 1) que soy en el mundo, entre las cosas; 2) que
soy conciencia re-flexiva; y 3) que soy carne o cuerpo.

[5] Lo cual no quiere decir que el yo, ese centro primordial del alma, condición de
posibilidad del aparecer y de la libertad, sea un producto social. No puede serlo, pues
los otros sólo pueden aparecer como tales si ya hay yo. Pero lo que sí es cierto es que
los otros yos intervienen de manera decisiva en la construcción de mi yo desde el
origen. Construcción en la que consiste ya toda mi vida hasta la muerte.

[6] Heidegger atribuye a la obra y al artista una relación de mutua dependencia


ontológica, subordinadas a un ‘ser’ más elevado que ambas del que ellas se nutren: el
ser del arte. Ya veremos si cabe decir tanto. M. Heidegger, Der Ursprung des
Kunstwerkes; in: Holzwegwe, Vittorio Klostermann 1963, 7: “El artista es el origen de
la obra. La obra es el origen del artista. Ninguno es sin el otro. Y ambos son en sí y en
su relación mutua gracias a un tercero, que es ciertamente el primero por el que el
artista y la obra reciben su nombre: el arte […] El arte es en cierta forma el origen del
artista y de la obra”.

También podría gustarte