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ONTOLOGÍA Y L EXISTENCIA DE DIOS

De entre los muchos argumentos que se han ofrecido en pro de la existencia de Dios ninguno es tan curioso y sorprendente

como el denominado argumento ontológico. Aun cuando fuera propuesto durante el medievo, su denominación actual

proviene de Kant que llamaría ontológico a aquel argumento que pretendiera demostrar la existencia de una causa suprema

sin recurrir a ninguna experiencia, meramente exprimiendo al máximo los conceptos. A lo largo de su historia prácticamente

milenaria el argumento ontológico ha tomado muchas formas, (algunas de ellas significativamente distantes). En este artículo

introductorio nos centraremos en una de sus versiones más accesibles, repasando a partir de ella las objeciones, matices y

contra críticas que fue recibiendo durante el medievo y la modernidad por parte de los pensadores más destacados. En las

pocas palabras que siguen intentaremos condensar varios siglos de debate buscando para ello una redacción que capture

ese discurrir dialógico a fin de ilustrar el tira y afloja entre escuelas que rodeó la cuestión. No obstante, y como veremos, se

trata de un argumento con muchas derivadas y al que solo podremos pretender acceder de modo superficial.

Su formulación original data de finales del siglo XI, y fue propuesto por un monje benedictino originario del Piamonte, conocido

en los manuales como san Anselmo de Canterbury, (población en la que ejerció como arzobispo durante sus últimos

días). El razonamiento iría dirigido a los ateos y podría formularse del siguiente modo:

Podemos definir a Dios como aquel ser mayor que el cual no puede pensarse otro. Es decir, un ser que reúne todas

las perfecciones y que carece de límites. Ahora bien, si tal y como afirma el descreído Dios solo existiera en la

imaginación de los religiosos, entonces podría concebirse a un ser aún mayor, esto es, uno que existiera no solo

como idea sino como realidad. O dicho de otro modo, si Dios no existiera en la realidad extra mental, entonces no

sería Dios pues un ser meramente imaginario carecería aun de una perfección fundamental. Luego quien piensa en

Dios, aunque sea para negar su existencia, no puede más que afirmarla.

De este modo, y con unas pocas líneas, Anselmo nos presenta un ser cuya existencia deriva de su propia esencia; un ser

que solo puede ser realmente concebido como existiendo. Y todo ello valiéndose únicamente de su propia razón y

profundizando sobre el concepto mismo de Dios. En términos más modernos podríamos decir que, de acuerdo con el obispo,

‘Dios existe’ sería un juicio analítico, es decir una verdad de razón cuya certeza podría obtenerse atendiendo a los propios

conceptos como cuando afirmamos que ‘2+2=4’ o que 'Los solteros no están casados'. ¡Impresionante!

El argumento de Anselmo no gozó de mala salud en su tiempo y fue adoptado por teólogos de primera línea como Duns Scoto

o Buenaventura. Con todo, lo cierto es que ya en su propia época Anselmo recibió críticas. Y es que tal y como destacaría un
siglo más tarde Tomás de Aquino, para que el argumento funcionara debería asumirse que el conocimiento de la esencia

divina le fuera posible a los hombres lo que, sin duda, sería mucho suponer. Si la existencia de Dios debía probarse,

pensaba el aquinante, debía ser reflexionando sobre lo que la experiencia nos dice, mas no de forma puramente apriorística,

indagando en el mismo concepto de Dios. Dicho eso, la objeción más seria que enfrentaría Anselmo provino de un humilde

monje del que no se conoce demasiado, un tal Gaunilón que le recriminó como ilícito el tránsito que hacía de la existencia

pensada a la existencia real. En efecto, del hecho que quepa imaginar la isla perfecta -aquella isla que no cabría mejorar y

cuyo mayor no cabe concebir- no se sigue que esa isla exista en la realidad. Anselmo no tardó en contestar y le replicó

afirmando que el ejemplo propuesto suponía una falsa analogía pues no podía comprarse un ser más o menos perfecto –una

isla- con el ser absolutamente perfecto. De este modo, contra argumentó que, así como cabe concebir sin contradicción una

isla bellísima pero no existente, no cabe hablar del ser sumamente perfecto como meramente posible: si Dios es posible –

dice Anselmo- entonces existe necesariamente. Por su parte Buenaventura añadió que, como no sucede con la divinidad, la

misa noción de “isla mejor que la cual no cabe pensar otra” ya supondría una contradicción, pues el concepto de isla ya sería

el de un ente limitado e imperfecto.

En la modernidad el argumento fue puesto en circulación nuevamente por Descartes en unos términos bastante similares,

afirmando en la quinta meditación metafísica que, así como cabría pensar en un caballo con o sin alas, no podría pensarse

en Dios como no existiendo. Por su parte, Leibniz objetaría algunos pocos años más tarde que el argumento cartesiano era

correcto, pero que en la forma en que había sido propuesto estaba incompleto. Para que el argumento fuera concluyente -

decía Leibniz- debería aun probarse que un ser máximamente perfecto fuera fuera concebible sin contradicción (como

ya había sugerido siglos atrás Duns Escoto). Para evidenciar esa posibilidad el alemán se valdría del siguiente razonamiento:

si entendemos por ‘perfección’ cualquier cualidad simple que es positiva y que expresa su contenido sin límites entonces el

ser que las contiene todas es posible toda vez que i) al ser las cualidades simples irreductibles a otras la incompatibilidad

entre ellas no sería demostrable, y ii) porque su incompatibilidad tampoco sería auto evidente. Luego si la contradicción de

todas las perfecciones no es ni deducible ni tampoco obvia se sigue que un ser máximamente perfecto es posible (y por ello

necesario).

Son varias las dificultades que un silogismo así sugeriría. En primer lugar, la oscuridad del mismo sería un escollo más que

importante. Toda esta retórica de las “perfecciones” de lo que “es mayor que” etc. no es hoy transparente como los filósofos

del pasado afirmaban. En segundo lugar, la crítica tomista se mantendría: el juicio de coherencia anterior exigiría un nivel de

conocimiento difícilmente alcanzable para una persona. Tan es así que el propio Leibniz reconocería que nuestra incapacidad

para apreciar contradicción alguna entre todas las perfecciones no mostraría que no la hubiera realmente. De hecho, este

decalaje entre el ser de las cosas y nuestra comprensión de las mismas es lo que llevó a su predecesor Duns Escoto a no

apostar del todo por el argumento anselmiano y a decantarse por pruebas de tipo a posteriori. En tercer lugar, lo cierto es que
podría versionarse el argumento de Gaunilón: si tal y como se afirma la existencia es un atributo positivo (como la bondad, la

sabiduría, etc.), y si todos los atributos positivos son compatibles entre sí, entonces también es concebible un ser (casi)

perfecto, esto es, un ser que goza de todas las perfecciones –incluida la existencia- pero carente de una o dos en particular.

No obstante, al tener ese ser la existencia como parte de su esencia, entonces podría concluirse que también debería existir,

no solo el ser sumamente perfecto, sino todos aquellos ligeramente imperfectos (siempre y cuando su imperfección derivara

de no poseer una cualidad positiva distinta de la propia existencia). Y en cuarto lugar, y más importante, un razonamiento

como el anterior estaría presuponiendo algo ciertamente extraño: que la existencia es una cualidad de los entes como

podría serlo su tamaño o su densidad.

Esta es precisamente la famosa crítica que haría Kant en contra del argumento ontológico y que, desde entonces, parecería

haberlo herido de muerte. El razonamiento sería el siguiente: “lo real no contiene más que lo posible. Cien táleros (monedas)

reales no poseen en absoluto mayor contenido que cien táleros (monedas) posibles. En efecto, si los primeros

contuvieran más que los últimos y tenemos, además, en cuenta que los últimos significan el concepto, mientras que los

primeros indican el objeto y su posición, entonces mi concepto no expresaría el objeto entero ni sería, consiguientemente, el

concepto adecuado del mismo” (Kant 1781, A598-599). En efecto, el concepto de ‘euro’ no se modificó el 1 de enero de 2002

por el hecho de que fueran puestos en circulación. El euro que “vivía” en la cabeza de sus ideólogos no cambió cuando

empezó a residir también en los bolsillos de los europeos. Es más, si la existencia fuera una propiedad, entonces podríamos

usarla para distinguir a los diversos seres. Significaría que una afirmación como “X existe” podría orientar nuestra búsqueda

de X al modo en que puede hacerlo “X es rosa” o “X se dilata al contacto con el calor”. No parece que ese sea el caso. De

este modo, la conclusión a la que llegaría Kant sería que si la existencia no es una cualidad que pueda formar parte de la

definición de un ente, que se la adicione o retire mentalmente no generará contradicción alguna. O dicho de otro modo, que

en contra de lo que venía suponiéndose, los juicios existenciales serán, siempre y en todo caso, sintéticos, es decir,

afirmaciones cuya verdad solo podrá corroborarse de manera empírica mas no apriorísticamente. Como decíamos, el

consenso actual se inclina de forma casi unánime del lado de Kant. No obstante, eso no significa que la idea expuesta –“la

existencia no es una cualidad”- sea sencilla ni enteramente clara. Al contrario, una comprensión genuina de esta objeción

requeriría adentrarse en la filosofía de Frege y Russell y, con ello, en la tradición filosófica que inaugurarían. De hecho, y

como diría el propio Russell, la fascinación que el argumento de Anselmo generó y genera se debe a que, si bien es sencillo

atestiguar su falsedad y sentir que a uno le están haciendo trampas, explicar qué falla en concreto no es para nada sencillo.

Se comprende así de qué forma unas pocas líneas han podido capturar la imaginación de tantos durante siglos motivando

aún hoy discusiones al respecto.


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