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Mariana siempre les servía el café en los pocillos, dos rojos, dos verdes y dos negros, regalo de su tía

Enriqueta.
Ese día José Claudio, su marido, le pidió que esperase porque primero quería fumar un cigarrillo.
Comenzó a mover su brazo a tientas en el sofá, y Mariana le preguntó qué buscaba. "El encendedor" le
respondió.
Mariana le indicó que estaba a su derecha. Comenzó a hacer girar la ruedita, pero con su otra mano
próxima no sentía el calor de la llama.
Alberto, su hermano, se acercó y le encendió el cigarrillo con un fósforo. El encendedor que le había
regalado Mariana hace años, aquel lejano día del primer beso, ya no servía, pero, después de todo, ¿qué
servía aún de aquella época?.
Cuando estalló el infortunio, José Claudio se refugió en un silencio terrible. No fue la mayor calamidad
que él dejase de ver, sino el menosprecio hacia la protección que ella le quiso dar. Él se puso agresivo,
dispuesto a herir en lo más profundo con crueldad y sin posible retroceso.
José Claudio le indicó que sirve el café. Mientras la llamita lo calentaba y bajo esa mirada que no parecía
de ciego, Alberto comenzó la delicada y silenciosa maniobra de todas las tardes. Primero le acarició el
pelo, luego su cuello y su mejilla hasta llegar a sus labios que le devolvieron un beso en la palma de la
mano.
"No lo dejes hervir" interrumpió José Claudio. Ella acostumbraba a servir todos los días en un color de
pocillo distinto. Ese día, cuando le entregaba a su marido el verde, éste le dijo que prefería tomar en el
rojo.

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