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El futuro de los conflictos sociales en el Perú1

Martín Tanaka2
Instituto de Estudios Peruanos
Abril 2013

Resumen

En este texto proponemos un marco de interpretación y hacemos un “estado


de la cuestión” de los estudios sobre los conflictos sociales en el contexto
latinoamericano y peruano, que aparecieron como tema de interés específico
asociado al desarrollo de la literatura de los “nuevos movimientos sociales”, y
que cobraron auge con las protestas surgidas como reacción a la aplicación de
políticas orientadas al mercado y al posterior “giro a la izquierda” ocurrido en
la región. Se trata de un tema de renovado interés en el marco actual de
crecimiento económico, en el que el desarrollo de industrias y actividades
extractivas constituye una nueva e importante fuente de conflictividad social.
Revisamos también la institucionalidad pública para atender los conflictos,
dando cuenta de la particularidad peruana, único país donde existe una
entidad pública especializada en la prevención y atención de los conflictos
sociales; y comentamos brevemente sobre algunas tendencias vinculadas al
futuro de los conflictos sociales en el Perú, llamando la atención sobre el
riesgo de la fragmentación del país en dinámicas territoriales confrontadas.

Introducción

Este documento se divide en cuatro partes. En la primera sección se


hace un breve recorrido de las discusiones que ha planteado la literatura
sobre los conflictos sociales en América Latina en las últimas dos décadas;
para ello, empezamos por una discusión conceptual sobre cómo entender los
conflictos sociales y su dinámica, resaltando el cambio de paradigma en la
forma de abordar el estudio de los conflictos ocurrido entre las décadas de los
años ochenta y noventa, bajo el paradigma de la teoría de los “nuevos
movimientos sociales”, como un tema de especialización específico. En la

1 Documento preparado para el Centro Nacional de Planeamiento Estratégico


(CEPLAN). Este texto contó con la colaboración de Jorge Morel, politólogo del Instituto
de Estudios Peruanos.
2 Martín Tanaka es Doctor en Ciencia Política por la Facultad Latinoamericana de

Ciencias Sociales (FLACSO) sede México y licenciado en sociología por la Pontificia


Universidad Católica del Perú. Actualmente es investigador principal y miembro del
consejo directivo del Instituto de Estudios Peruanos, institución de la que fue Director
General (2005-2007); y profesor asociado en la Pontificia Universidad Católica del
Perú, donde es coordinador de la Especialidad de Ciencia Política y Gobierno. Ha sido
Visiting Fellow postdoctoral en el Helen Kellogg Institute for International Studies de la
Universidad de Notre Dame (2003 y 2009). Tiene libros y capítulos de libros publicados
por el Instituto de Estudios Peruanos, Cambridge University Press, Stanford University
Press, la Universidad de Londres, la Fundación Pablo Iglesias, el Instituto de Estudios
Sociales de la UNAM, entre otros. Es también columnista semanal del diario La
República.
2

segunda parte analizamos el recorrido de estas discusiones en América Latina


en general y en el Perú en particular, especialmente desde mediados de la
década pasada, que van desde los estudios abocados al análisis de diversas
formas de resistencia a la aplicación de políticas orientadas al mercado hasta
los conflictos asociados a una dinámica de crecimiento económico y de
expansión de las industrias extractivas, que ha dado lugar a los conflictos
“socio-ambientales”. En la tercera sección revisamos algunas experiencias de
gestión institucional de los conflictos en cuatro países representativos en
América Latina: Bolivia, Brasil, Colombia y México. A través de esta revisión
damos cuenta de las principales líneas de conflictividad en el continente, así
como la respuesta institucional que reciben desde el Estado, analizamos qué
tan cercana está la experiencia peruana respecto a otros países de la región, y
llegamos a la conclusión del carácter particular del caso peruano. Finalmente,
en la cuarta sección, hacemos un análisis prospectivo de algunas tendencias
en torno a los conflictos sociales que se pueden presentar en los próximos
veinte años, llamando la atención sobre los riesgos de fragmentación del país
en dinámica territoriales confrontadas.

I. ¿Cómo entender los conflictos sociales?

El punto de partida del análisis debe ser, por supuesto, definir con
precisión el objeto de estudio y su naturaleza. Debemos empezar por
considerar el conflicto como una parte natural de la vida en sociedad3; es más,
en regímenes democráticos la conflictividad social es parte de una dinámica
pluralista y consecuencia lógica de un ejercicio de libertades, de capacidades
de acción colectiva y de participación en el espacio público. Como señala
Calderón (2012), la democracia es un “orden conflictivo” por naturaleza; la
clave está en que la conflictividad social se canalice de manera institucional, a
través de mecanismos previsibles y de maneras pacíficas, de forma tal que no
sean disruptivos del orden público ni de los derechos de terceras personas.

No obstante, la institucionalización del manejo de conflictos es una


tarea de largo aliento que requiere tanto de ciertos niveles de integración y
“disciplina” sociales, como de Estados fuertes. Es así que en las sociedades en
desarrollo –caracterizadas por la debilidad de sus instituciones- es frecuente
escuchar de la “explosión” de conflictos y protestas sociales; ello se explica
porque dichas sociedades, a la par que débiles institucionalmente, muestran
altos niveles de exclusión social y un desajuste entre expectativas y
posibilidades de acceso a bienes, servicios y reconocimiento social que en
contextos específicos estallan en situaciones de violencia4; así como la
generalización de patrones de negociación y de acción política altamente
confrontacionales.

Es importante a nuestro juicio no considerar a la conflictividad social


como necesariamente negativa; es más, podría decirse que es a través de la
organización, movilización y protesta que sectores históricamente marginados
han logrado su incorporación plena a la condición de ciudadanía. Acaso el
problema social más importante en sociedades como la nuestra es que, como
consecuencia de la pobreza y marginalidad, un amplio sector de ciudadanos

3Ver al respecto, desde muy distintas perspectivas, Smelser, 1962; Galtung, 2003.
4Tema clásico resaltado por la teoría de la modernización. Al respecto ver Tanaka,
2011.
3

carece de capacidades de acción colectiva y de hacer sentir su voz e intereses


en la arena pública, por lo que son sistemáticamente relegados. Desde este
punto de vista, de lo que se trata no es de evitar la ocurrencia de conflictos,
sino de “construir ciudadanía, empoderar sectores excluidos, y hacer que los
conflictos y eventuales protestas se canalicen institucional y pacíficamente”
(Tanaka, Huber y Zárate: 2011, p. 20).

Sobre la base de estas premisas, en Tanaka, Huber y Zárate (2011)


proponemos una definición del conflicto social en torno a tres ejes: primero, la
aparición de un tema de controversia, donde dos o más intereses se
contraponen; segundo, la puesta en marcha de alguna forma de acción
colectiva por parte de cuando menos un grupo de ciudadanos. Es importante
considerar que la acción colectiva no sólo puede representar una disputa
frente al Estado, sino que también hacia actores privados e incluso disputas
dentro de distintos sectores de una misma colectividad, como en el caso de las
comunidades campesinas. Y tercero, en todo conflicto social el Estado está en
el centro de las controversias. Este se ve involucrado ya sea porque su
actuación como promotor de alguna política es cuestionada, porque no cumple
con la función de regular la actividad de actores privados o garantizar el
ejercicio de derechos ciudadanos, porque se le pide atención, acceso a
recursos, o porque se cuestiona el uso de los mismos por parte de alguna
autoridad.

En cuanto a la dinámica de los conflictos, consideramos que ellos deben


entenderse partiendo de la consideración de que, primero, en sociedades en
desarrollo los conflictos parten de la existencia de necesidades insatisfechas,
percepciones de riesgo o amenaza frente a las cuales se plantea la necesidad
de una respuesta, así como de la aparición de oportunidades para cuyo
aprovechamiento es necesaria la movilización; segundo, en este marco de
necesidades, riesgos y oportunidades, se generan diversas percepciones o
“marcos interpretativos” sobre la existencia o no de derechos vulnerados, de la
justicia o injusticia de la situación que se vive, de la necesidad de actuar o
responder, de la legitimidad y eficacia de acciones reivindicativas. Así, los
ciudadanos generan demandas sobre lo que consideran la afectación de algún
tipo de derecho. La actuación del Estado es clave para plantear la necesidad
de convertir la percepción de un derecho vulnerado en una demanda
específica. En otras palabras, la gran mayoría de conflictos son de una u otra
manera consecuencia de la acción o inacción del Estado, y no solo resultado
de procesos de organización surgidos “desde abajo”. Cabe señalar que la
acción e inacción del Estado no depende exclusivamente de la buena voluntad
de quienes están a cargo de las instituciones estatales: importan debilidades
institucionales como la diversa calidad de la administración pública, la dación
de normas no siempre compatibles entre sí por diferentes organismos o nivles
del Estado.

En tercer lugar, se plantea la generación de demandas explícitas por


parte de algún sector de la población ante alguna autoridad pública. Lo
importante aquí es resaltar que el paso de necesidades o percepción de
afectación de derechos no genera automáticamente una demanda. Para ello se
requiere un mínimo nivel de organización y de capacidad de definir un interés
específico y de formular un reclamo o propuesta. En ocasiones se presentan
ante el Estado varias demandas que pueden ser contradictorias entre sí, de
parte de distintos segmentos de la población, o que tienen difícil o imposible
viabilidad legal o institucional. Es importante recordar que la explicación de la
4

persistencia de situaciones estructurales de pobreza, marginalidad o exclusión


se halla precisamente en la dificultad que tienen algunos ciudadanos para
formular demandas y hacerlas representar en la arena política. La capacidad
de formular demandas puede existir en la propia población, o puede
complementarse con el apoyo de autoridades locales y por actores extralocales
(actores con presencia local, pero insertos en redes de actuación mayores
nacionales o internacionales). Cuarto, una vez presentadas las demandas, si
ellas no son atendidas o solucionadas satisfactoriamente, se plantea la
organización de acciones colectivas de protesta. Toda acción de protesta tiene
costos y riesgos, por lo que ella solo aparece si es que existe una mínima
capacidad de movilización y organización.

La protesta en sí misma, como consecuencia del conflicto, se presenta


en varias etapas. Una primera, de latencia, definida por la existencia de un
problema o tema contencioso, que plantea la atención de algún sector del
Estado ante necesidades, la existencia de riesgos, amenazas u oportunidades
de movilización por parte de algún sector de la población. La segunda etapa de
escalamiento se inicia con la formulación de una demanda por algún actor
social que busca una respuesta en alguna autoridad estatal a favor de la
posición del demandante. En la etapa del escalamiento empiezan las
negociaciones, donde es muy importante atender a quienes son los actores
participantes de la misma: según sus lógicas de actuación, estos actores –
demandantes y demandados– pueden desencadenar o no caminos en los que
se privilegia la búsqueda de acuerdos o una lógica de confrontación. La etapa
tercera de protesta y de posterior búsqueda de acuerdos implica el uso de un
repertorio diverso de acciones colectivas de parte de los demandantes, que van
desde formas más pacíficas e institucionales hasta otras más violentas e
ilegales, así como de diversas respuestas del Estado, más dialogantes o más
represivas. Finalmente, si se logra algún acuerdo, se pasará a la etapa cuarta
de resolución del conflicto, donde se vuelve central el seguimiento de
acuerdos, y la potencial vuelta a una etapa de latencia. Resulta muy
importante en esta etapa resaltar que se busca solucionar los problemas
unidos a las causas de los conflictos, no solamente de desactivar las acciones
de protesta, porque en ese caso resurgirán, acaso con más fuerza. (Tanaka,
Huber y Zárate, p. 21).

Estas nociones sobre la naturaleza del conflicto, sus causas y las


expresiones de la protesta están construídas sobre la base de la literatura más
reciente referida a la acción colectiva y los movimientos sociales, que los
expertos utilizan para abordar el estudio de los conflictos. Esta literatura
sintetiza aportes diversos, que recogen la importancia de la estructura de
oportunidades políticas, de las capacidades de acción colectiva y la acción de
brokers o agentes externos, y de la manera en que los actores perciben,
definen y enmarcan los contextos en los que actúan5. Esta manera de abordar
los conflictos es relativamente reciente, por lo que es necesario dar cuenta de
la evolución del abordaje de los conflictos en las últimas décadas.

Conflictos estructurales, movimientos sociales y protestas

Como hemos señalado, siempre ha habido conflictos en la vida social;


en cuanto al abordaje desde las ciencias sociales para el estudio de los

5 Ver McAdam, McCarthy y Zald 1996; Tilly y Tarrow 2007, entre muchos otros.
5

mismos, podríamos decir que hemos pasado por varios paradigmas de análisis
en las últimas décadas. Desde mediados del siglo pasado, encontramos que
los conflictos se pensaron al interior de los dos paradigmas de análisis
predominantes, de un lado el funcionalismo estructural y la teoría de la
modernización, y del otro el estructuralismo marxista (Tanaka: 2011). Desde el
primero, los conflictos eran consecuencia de las tensiones asociadas al paso
de una sociedad tradicional a una sociedad moderna de masas; desde el
segundo, del choque entre los intereses contradictorios de las clases sociales.
Hasta inicios de la década de los años noventa, el abordaje de los conflictos
era básicamente deducido de visiones de conjunto de la sociedad; desde
perspectivas con fuerte énfasis estructuralista, los conflictos no ameritaban
un tratamiento específico, sus causas y dinámicas podían ser “deducidas” de
los fenómenos económicos y sociales que los explicaban.

Así desde la teoría de la modernización se postulaba que, frente a


sociedades estamentales –donde las posiciones sociales se heredaban según el
estamento al que pertenecían los individuos- los procesos de modernización y
democratización abrían posibilidades de cambio y movilidad social y elevaban
las aspiraciones y expectativas de la población. En medio de estas
transformaciones pueden producirse brechas entre expectativas y
posibilidades de llevarlas a la práctica, así como “asincronías” de desarrollo
relativo entre sectores, lo que puede acentuar las percepciones de desigualdad
y generar una sensación de mayor “deprivación relativa”, que podrían llevar a
conflictos y a acciones antisistema (Gurr 1970). De otro lado, desde el
paradigma estructuralista marxista, los conflictos aparecen asociados a la
profundización del desarrollo capitalista, a la extensión de relaciones
mercantiles y la ampliación del trabajo asalariado. El capitalismo se basaría
en una contradicción esencial entre los intereses del capital y del trabajo, que
llevarían a la larga a enfrentamientos entre ambos. El Estado aparece como
una entidad dotada de cierto nivel de autonomía y como campo de
enfrentamiento entre las diferentes coaliciones de clase, aunque en última
instancia dependiente de la lógica de reproducción del sistema (Poulantzas:
1969). Al igual que en América Latina, en el Perú los estudios sobre la
conflictividad social de esos años también se ajustaron a las coordenadas
descritas. Bajo la influencia de la teoría de la modernización cabe mencionar
como ilustración trabajos como los dedicados al tema de la radicalización
política de la juventud popular (Cotler 1986, Degregori 1990, Lynch 1990); y
bajo la influencia del marxismo podrían mencionarse trabajos como los
dedicados a la caracterización del tipo de capitalismo presente en la sociedad
peruana (Montoya, 1970, Rochabrún, 1977).

Los estudios referidos a la conflictividad social empezaron a desplazarse


del estudio de las tensiones estructurales de las sociedades hacia el análisis
de formas de acción colectiva específicas, de sus prácticas, alcances y
potencialidades transformadoras, bajo la influencia de la teoría de los “nuevos
movimientos sociales” entre las décadas de los años ochenta y noventa. Bajo la
influencia de las ideas de Alain Touraine, dadas las limitaciones que mostraba
el movimiento sindical obrero y campesino tradicional como agente de cambio,
se estudiaron otros movimientos, como el barrial, regional, estudiantil, de
mujeres, el de derechos humanos, que carecían de una inserción clara en la
estructura de clases, presentando demandas más en el ámbito de la
distribución que de la producción (ver Touraine: 1989; Calderón 1986; Ballón
1986a, 1986b), buscando potenciar su capacidad de construir un “nuevo
orden” social y político.
6

En la década de los años noventa, conforme se fueron asentando los


regímenes políticos democráticos en toda la región, la acción de los
movimientos sociales se fue canalizando a través de mecanismos
institucionalizados de representación, con lo que la literatura dedicada a
analizar su potencial transformador fue cayendo relativamente en desuso. Los
movimientos sociales lograron la atención del Estado a través de políticas
públicas y la representación a través del sistema de partidos. Entonces, el
instrumental teórico de los “nuevos movimientos sociales” empezó a perder
influencia.

El estudio de los movimientos sociales en el marco de las luchas por el


retorno a la democracia desde gobiernos autoritarios en la década de los
ochenta fue muy importante en países con fuertes tradiciones autoritarias y
complejos y largos procesos de transición, como en Chile y México. En el caso
de Chile, Phil Oxhorn argumentaba el importante rol cumplido por las
movilizaciones populares entre 1983 y 1986 para provocar la transición desde
el gobierno militar; en vista de la prohibición de los partidos políticos
decretado por el gobierno de Augusto Pinochet, casi un cuarto de millón de
personas se hicieron miembros de “organizaciones populares” hacia 1987.
Estas organizaciones conformaban la principal oposición al gobierno,
recogiendo denuncias de abusos de derechos humanos y estableciendo “redes
de seguridad” frente al desempleo y la pobre calidad de los servicios públicos.
A finales de esa década, el “movimientismo” sería desincentivado por las
propias elites políticas opositoras, temerosas de que el gobierno militar
pudiese sumarlas a su causa a través del establecimiento de redes
clientelistas (Oxhorn: 1994, 1995). Ello se dio en el escenario de moderación
que llevó adelante la izquierda chilena –particularmente el Partido Socialista-
que abrazó la democracia como sistema político (Roberts: 1999).

En el caso de México, Bizberg y Zapata (2010) señalan cómo una de las


consecuencias del “éxito” del modelo económico impulsado por el régimen
post-revolucionario del Partido de la Revolución Institucional (PRI) fue la
creación de un amplio tejido de organizaciones sociales. Si bien muchos de
estos movimientos se mantuvieron orgánicamente subordinados al Estado
“príista” (incluso hasta el día de hoy), su capacidad de incidencia fue decisiva
para la “transición electoral” en la década de los años noventa (p. 13-15). En
esa década gran parte de las organizaciones populares y de la sociedad civil
asumieron como propias las banderas de la democratización política, aunque
en el momento específico de la transición los protagonistas terminaron siendo
los partidos políticos.

Esto no significa que el estudio de los conflictos declinara, más bien


todo lo contrario. En esos mismos años empezó a darse en todos nuestros
países un aumento de la conflictividad social manifestada en masivas acciones
de protesta con importantes consecuencias políticas, en el marco de la
adopción de políticas de ajuste estructural y de cambio de modelo económico
hacia políticas neoliberales. Se hacía necesario saber cómo se hacía posible la
acción colectiva, cómo se respondía y resistía a las acciones implementadas
por el Estado, cómo las expectativas de la población moldeaban las respuestas
sociales, todo lo cual empezó a ser trabajado desde enfoques teóricos
asociados a la teoría de la acción colectiva y los movimientos sociales, como
los seguidos en este documento. Estos estudios asumían la diversidad y
heterogeneidad de las acciones de protesta, eventos específicos y circunscritos
7

que no necesariamente buscaban construir órdenes alternativos, pero que sí


tenían importantes consecuencias, como veremos. Esta manera de abordar el
estudio de los conflictos sociales, centrado en el análisis de acciones de
protesta específicos, secundariamente en su capacidad de generar nuevas
identidades, en su potencial transformador en la línea de crear órdenes
alternativos, y más preocupado por la canalización institucional de los
mismos, es la manera actual de estudiar los conflictos sociales.

II. El estado de la cuestión sobre los conflictos y las protestas sociales

Las políticas de ajuste estructural y la implementación de reformas


orientadas al mercado desde mediados de la década de los años ochenta en
distintos países generó diversas acciones de protesta en todos los países de la
región. Uno de los eventos más emblemáticos de esto, y que dio lugar a
importantes e influyentes estudios, es el “Caracazo” de febrero y marzo de
1989 en Venezuela. Luego de que el entonces presidente Carlos Andrés Pérez
intentase aplicar políticas de austeridad fiscal para enfrentar el alto nivel de
déficit y endeudamiento de la economía, se dieron una ola de acciones de
protesta, con altos niveles de violencia y una muy dura represión (López Maya:
2002, 2003, 2006). Algunas de las preguntas centrales en torno al “Caracazo”
se dieron en torno al carácter de la movilización popular: ¿fueron acciones
premeditadas promovidas por actores políticos específicos o fueron por el
contrario parte de una movilización espontánea que se desbordó de sus
cauces? López Maya (2006) resaltaba la importancia de entender las protestas
en torno al Caracazo como “una acción que tiene su racionalidad propia, un
instrumento que en coyunturas específicas es utilizado por multitudes, grupos
o actores sociales para alcanzar sus objetivos” (p. 41). En específico, López
Maya atribuye la aparición del Caracazo a tres factores: la convergencia de
oportunidades políticas y aparición de percepciones de amenaza a la
estabilidad económica, al sostenido empeoramiento de las condiciones
materiales de vida en la Venezuela de los ochentas y, finalmente, al papel que
tuvieron episodios de confrontación política anterior (en concreto la revuelta
de Mérida de 1987 y la masacre de El Amparo de 1988) para revelar la
naturaleza arbitraria del Estado venezolano en el manejo de los conflictos (p.
44). Como vemos, la investigación de López Maya enfatiza elementos como el
contexto y las oportunidades políticas, las percepciones de los que protestan y
las acciones previas del Estado que incentivan o no un tipo de movilización
particular.

Con todo, las políticas neoliberales contaron con cierta hegemonía en la


región durante gran parte de la década de los años noventa; sin embargo, a
finales de esa década, especialmente a partir de la crisis internacional de
1998, tuvimos en la región un nuevo ciclo de protestas, que desencadenaron
en algunos países como Bolivia, Ecuador y Argentina eventos dramáticos de
alta inestabilidad política que terminaron con el derrocamiento de presidentes
y crisis severas y hasta colapsos de sus sistemas de partidos. En estos tres
casos, una importante literatura empezó a llamar la atención sobre la
importancia de las formas específicas que empezó a adoptar la movilización
social, su capacidad para establecer alianzas y aprovechar coyunturas críticas
para lograr sus objetivos. La crisis económica se convertía en un factor
contextual muy importante que, sin embargo, no podía explicar per se los
tipos disimiles de movilización en estos tres países.
8

Así, en Bolivia, aparecen acciones de protesta con fuerte protagonismo


popular y capacidad de movilización en episodios como el conflicto por el agua
en Cochabamba (2000), ocurrido por el intento de privatización del servicio de
agua en la ciudad y las movilizaciones en El Alto en contra de la exportación
de las reservas de gas a través de Chile (2003), así como movilizaciones
impulsadas por organizaciones indígenas. Estas protestas fueron el
antecedente inmediato de la situación de inestabilidad que posteriormente
llevarían al derrocamiento del presidente Gonzalo Sánchez de Losada (2002-
2003) y la renuncia de su sucesor Carlos Mesa (2003-2005). Crabtree (2005)
analiza el movimiento de protesta boliviano y encuentra debilidades que
explican su dinámica errática durante la ola de protestas de comienzos de la
década pasada: el carácter descontinuado de sus protestas, la falta de unidad,
su incapacidad para establecer alianzas de largo plazo y el carácter reactivo –
antes que propositivo- de su agenda (p. 95-96).

En Ecuador, las medidas de ajuste estructural del entonces presidente


Sixto Durán Ballén (1992-1996), aunadas a denuncias de corrupción,
iniciaron un período de zozobra política en la década de los noventa de las que
se alimentaron movimientos sociales, particularmente el movimiento indígena
(Ramírez 2010). Los sucesores de Duran Ballén continuaron con los intentos
de implementar un nuevo modelo económico, ocasionando grandes protestas
que culminaron con el derrocamiento de tres presidentes (Bucaram, 1997,
Mahuad, 2000 y Gutiérrez, 2005). En estas protestas, el movimiento indígena
fue protagónico hasta bien entrada la década del 2000. Como señala Ramírez,
“la tortuosa modernización neoliberal, encaminada en medio de un intenso
faccionalismo entre los sectores dominantes, había ampliado la estructura de
oportunidad para la consolidación del [movimiento indígena ecuatoriano] y
para la extensión de su programa político más allá de las reivindicaciones
étnicas. Su activismo anti-neoliberal hizo de la agenda india una compleja
amalgama de demandas identitarias, ciudadanas y clasistas. Ello facilitó cierta
unidad de acción con viejas y nuevas organizaciones sociales y militantes de
izquierdas” (p. 21).

Las protestas en Argentina a finales del año 2000 contra el llamado


“corralito” económico (la restricción al retiro de dinero en el sistema financiero)
y contra políticas de ajuste y asuteridad movilizaron a la sociedad,
desencadenando incluso la caída del presidente Fernando de la Rúa (2001).
Frente a la imagen extendida de que fueron los más pobres quienes se
movilizaron contra el gobierno -a través de turbas que promovieron saqueos y
“cacerolazos”-, Auyero resalta que, por el contrario, la llamada “turba” no
estaba conformada por los más pobres: muy por el contrario, la misma
contaba con una organización interna que respondió a los llamados que
actores políticos les hicieron para movilizarse. Más aún, el autor puntualiza
cómo las fuerzas policiales estatales –asociadas a determinados liderazgos
políticos- promovieron la realización de saqueos para desestabilizar a sus
opositores en los gobiernos estatales. Auyero, a través del nuevo enfoque en el
estudio de los conflictos, llega a concluir el importante rol que cumplió el
Partido Justicialista y sus redes clientelistas en la explosión de las protestas a
fines del año 2000 (Auyero, 2007).

En estos cuatro casos las protestas terminaron desacreditando las


reformas orientadas al mercado y dando lugar a gobiernos que forman parte
del llamado “giro a la izquierda” en la región.
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El interés por el estudio de los conflictos sociales a través de los eventos


de protesta y acciones colectivas específicos, ha planteado la necesidad de
contar con información sistematizada sobre las mismas; antes primaban
estudios en profundidad de casos específicos, ahora aparecen cada vez más
bases de datos que permiten análisis cuantitativos6. Hasta hace relativamente
poco, solo en pocos países se contaba con información que permitiera hacer
estudios de la evolución de la conflictividad social en el mediano y largo plazo,
tratando de encontrar constantes y diferencias entre las movilizaciones más
recientes con las antiguas. En el caso de Bolivia, están trabajos como los de
Laserna y Villaroel: 2008, y Laserna, et.al., 2008; en Colombia el Centro de
Investigación y Educación Popular (CINEP) cuenta con una base de datos de
protestas sociales que inicia en la década de los años cincuenta (ver por
ejemplo Archila, 2003. Recientemente aparecen más trabajos de este tipo en
países como Perú (Arce, 2008), y otros países; el estudio de las protestas
sociales ya puede considerarse como una preocupación en las ciencias
sociales de nuestros países. El Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales
(CLACSO), por ejemplo, trabaja desde el año 2000 su “Observatorio social para
América Latina”, una de cuyas áreas está dedicada al seguimiento y análisis
del conflicto en América Latina y el Caribe, con reportes mensuales7.

En los últimos años, aparecen nuevas formas de protesta que no están


relacionadas directamente con la resistencia a la aplicación de políticas
orientadas al mercado, sino con la expansión de actividades primario
exportadoras en el marco del actual ciclo de crecimiento económico, asociado
al aumento en los precios internacionales de los commodities, y que afectan
tanto a gobiernos de izquierda como de derecha, y que movilizan tanto a
sectores populares como a sectores medios. Así como el agotamiento del
modelo neoliberal llevó a un aumento de la conflictividad social a finales de la
década de los años noventa, esta vez ella resulta tanto de la resistencia a
actividades extractivas y a la construcción de grandes obras de infraestructura
que faciliten la integración comercial y el acceso a los mercados, como a la
resistencia frente a acciones estatales que buscan gravar más o limitar el
ejercicio de esas actividades.

En Bolivia, por ejemplo, Córdova (2010) constata el aumento sostenido


de las protestas desde el año 2001. No obstante, las protestas entre 2000 y
2005 cuestionaban el modelo económico neoliberal, mientras que entre 2007 y
2008 destaca el aumento de las protestas motivadas por la oposición al
gobierno que implementaba ese cambio, ya sea porque se cuestionaba el
nuevo modelo modelo económico y político que proponía el presidente Morales
(particularmente en las regiones del oriente boliviano), como porque sectores
indígenas y de izquierda cuestionaban iniciativas encaminadas en la dirección
de ampliar el alcance de actividades extractivas, que buscaban aumentar las
rentas del Estado. En el caso de Argentina, resultan relevantes movilizaciones

6 Esto no significa por supuesto que no continúen apareciendo importantes trabajos


que analicen en profundidad las formas de acción colectiva de algunos movimientos
sociales y sus impactos sobre la dinámica política general. Cabe mencionar en
particular la abundante producción sobre los movimientos indígenas en centroamérica
y los países andinos. Al respecto ver, entre muchos otros, Yashar 2005, Van Cott
2005, García Linera 2009, Madrid 2012.
7 Ver Observatorio Social de América Latina. Accesible en:
http://www.clacso.org.ar/institucional/1h.php (al 17/12/12). Ver también trabajos
del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) en Calderón, coord.,
2012.
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de los agricultores argentinos contra el alza a los impuestos a la exportación


de soya como de sectores medios en contra diversas iniciativas de los
gobiernos tanto de Néstor Kirchner como de Cristina Fernández, pero también
el resurgimiento de conflictos sindicales, territoriales y medioambientales
(incluso encabezados por sectores anteriormente vinculados al oficialismo),
que se explican en el marco de acciones de resistencia frente a un modelo de
crecimiento basado en la exportación de productos primarios (Svampa, 2011).
Algo similiar podría decirse de muchas de las protestas registradas en
Ecuador en los últimos años, bajo el gobierno de Rafael Correa: no solo ha
enfrentado la oposición de sectores medios contrarios a un proyecto percibido
como autoritario, también de organizaciones indígenas y de izquierda que
cuestionan proyectos de explotación petrolera en la amazonía (Gudynas:
2012).

En el caso peruano, el renovado interés en la conflictividad y la protesta


social está también asociado a la expansión de las actividades extractivas y el
aumento de los llamados “conflictos socio-ambientales”. Además, las rentas
que genera la actividad minera han permitido un aumento en los recursos de
gobiernos locales y regionales, que gozan de mayor autonomía en el contexto
de las políticas de descentralización, con lo que también la conflictividad
política a nivel local ha aumentado. En líneas generales, existe un consenso en
torno a que la dinámica de conflicto en el Perú8 se da como producto de tres
fenómenos: la presencia e importancia de las industrias extractivas, el proceso
de descentralización iniciado en 2001 y la debilidad del aparato estatal
(Grompone y Tanaka: 2009, Caballero: 2009, Tanaka, Huber y Zárate: 2011,
Meléndez: 2012, entre muchos otros). En el caso peruano, existen razones de
fondo tanto desde la sociedad como del Estado en torno al porqué de la
aparición de conflictos.

Desde la perspectiva de la sociedad, en un trabajo anterior (Tanaka y


Grompone 2009) afirmábamos que “las acciones de protesta son el resultado
de una combinación de percepciones críticas sobre el Estado y el orden
institucional, sentimientos de agravio e injusticia, y oportunidades que
presentan por sucesos de la coyuntura”, todo en un clima de fragmentación y
de despolitización de la sociedad (p. 406). En una línea similar, para Caballero
(2012) los conflictos nacen en buena medida del incumplimiento efectivo de
acuerdos entre empresas mineras y comunidades que lleva a una situación de
suspicacia generalizada; aparecen entonces grupos que logran articular la
solidaridad de otros actores sociales con capacidad de movilización, lo que a
su vez obliga a los gobiernos locales a sumarse a los reclamos de su población
para mantener su legitimidad (p. 59-60).

En cuanto al Estado, en Tanaka (2011 y 2012b) señalábamos algunas


de sus carencias institucionales y la relación entre esto y la conflictividad
social. Frente a los análisis que denunciaban la “captura del Estado” o la “falta
de voluntad política” para entender la inacción estatal frente a las demandas y
las protestas, llamamos la atención sobre tres factores que explicaban mejor
esta situación. En primer lugar, la debilidad de las capacidades institucionales

8 En el caso peruano, se han estudiado los conflictos en general, sectorialmente, así


como las respuestas estatales. La base de estos estudios ha estado en el recojo
sistemático de información por parte de la Defensoría del Pueblo desde 2004 y en
algunos esfuerzos particulares de recopilación de datos sobre protestas (Tanaka y
Garay: 2009, Arce: 2010).
11

del aparato público para atender y procesar los conflictos. Dicha debilidad
podía darse por la falta de una entidad consolidada con liderazgo en la gestión
de conflictos, por límites presupuestales, o por la ausencia de protocolos de
intervención bien definidos. En segundo lugar, la existencia de una
normatividad inadecuada para manejar los conflictos (en materias sensibles
como regulación, fiscalización ambiental y redistribución de las regalías). En
buena medida, muchas de las regulaciones en estas materias fueron
aprobadas con anterioridad al “boom” de las industrias extractivas de la
última década: de ahí que muchas leyes hayan sido vistas como
profundamente injustas (por ejemplo, la ausencia de pago sobre
sobreganancias). Finalmente, en tercer lugar, apuntábamos un problema serio
de desarticulación de las políticas públicas y de los actores políticos en los
planos nacional, regional y local, lo que impide generar “visiones compartidas”
sobre el desarrollo y procurar la coordinación entre niveles para la gestión de
conflictos. Recientemente Meléndez (2012) ha sintetizado bien este punto
haciendo énfasis en los efectos no deseados de la descentralización en la
politización de los espacios locales en escenarios de fragmentación política.

Para cada uno de estos puntos, hacíamos sugerencias de políticas


públicas. Así, sobre las debilidades institucionales, se hacía necesario
reconocer la importancia de la generación de capacidades en las instituciones
públicas (lo que pasa por un potenciamiento en los presupuestos sectoriales
de las entidades encargadas del manejo de conflictos, la capacitación continua
de los funcionarios en un marco de carrera pública más profesionalizado y
meritocrático, la necesidad del desarrollo de protocolos de intervención bien
definidos en todos los sectores del Estado y la consolidación de una unidad de
conflictos sociales que sea la cabeza de un sistema integrado dedicado a tareas
de prevención y de monitoreo). Un segundo tipo de recomendaciones pasaba
por actualizar y hacer más exigentes los marcos legales y regulatorios que
rigen las actividades mineras, y la relación entre autoridades políticas locales y
la población, de tal manera de acortar brechas entre el marco vigente y las
necesidades planteadas por el contexto de crecimiento económico, el aumento
de la inversión en industrias extractivas y de los presupuestos públicos, y la
descentralización. La actualización del marco legal a los nuevos retos de la
modernización debieran pasar, entre otros, por completar el ordenamiento
territorial de las regiones y la zonificación ecológica económica, hacer más
exigentes los procesos de concesión minera, fortalecer la capacidad de sanción
frente a incumplimientos de los concesionarios (de tal manera de hacer
verdaderamente oneroso dicho incumplimiento y que “pagar la multa” nunca
resulte más barato que cumplir las obligaciones) y contar con una entidad
fiscalizadora del cumplimiento de acuerdos neutral e independiente del Poder
Ejecutivo. El recién creado Servicio Nacional de Certificación Ambiental
(SENACE) es un paso positivo.

Finalmente, frente a los retos de la descentralización y el


empoderamiento de gobiernos subnacionales con visiones distintas sobre las
estrategias de desarrollo, la apuesta debería pasar por fortalecer los espacios
de creación de políticas de Estado consensuadas como el Acuerdo Nacional o
iniciativas similares. Asimismo, se debiera apostar por un cambio del criterio
territorializado de repartición del canon a favor de otro que tome en cuenta
tamaño poblacional e indicadores de desarrollo humano, dentro de una
política de agregación de intereses, antes que de fragmentación. Por otro lado,
hay muchos conflictos que cuestionan el manejo de recursos públicos por
parte de autoridades regionales y locales, para lo cual es fundamental
12

fortalecer el papel fiscalizador de los consejos regionales y locales y sus


instancias participativas.

Desde 2007, importantes cambios institucionales se han dado en el


Perú en materia de la institucionalidad referida a la conflictividad social. La
aparición de la oficina de resolución de conflictos en la Presidencia del Consejo
de Ministros, hoy rebautizada como Oficina Nacional de Diálogo y
Sostenibilidad, es la más importante de ellas. Asimismo, la aparición de los
ministerios del ambiente y de Cultura han complejizado la institucionalidad
vinculada a la fiscalización ambiental y al respeto a los pueblos indígenas. No
obstante, una serie de diagnósticos y recomendaciones recientes sobre el
manejo de conflictos socioambientales apuntan a la permanencia de una débil
institucionalidad del sector en materia de prevención de conflictos: sin
criterios técnicos autónomos y muy dependientes del liderazgo del poder
ejecutivo (Huamaní y Maccasi: 2011, Huamaní, Maccasi y otros: 2012).

III. Experiencias de gestión de conflictos en América Latina: los casos de


Bolivia, Brasil, Colombia y México

¿Qué respuestas han intentado desarrollar los Estados ante el desafío


del aumento de la conflictividad social y la multiplicación de acciones de
protesta? En general, la respuesta predominante, como sería lógico de esperar,
es que el manejo de la conflictividad lleva a que cada sector o entidad
responsable se haga cargo de resolver y canalizar institucionalmente las
demandas que enfrenta. Por el contrario, Perú ha tomado el camino de
potenciar una agencia dentro de la Presidencia del Consejo de Ministros que
gestione los temas de conflictividad, en coordinación con cada sector y nivel de
gobierno.

Para explorar las diferentes maneras en las que los Estados han
buscado enfrentar el desafío de la conflictividad social seleccionamos cuatro
países: Bolivia, Brasil, Colombia y México. Se trata de cuatro países con
diversos niveles de desarrollo institucional, que han sufrido desafíos
importantes en cuanto a conflictos y protestas sociales, y que además, en dos
casos (Colombia y México) enfrentan también el desafío de la violencia armada
de grupos insurgentes y delincuenciales. A través de algunas entrevistas a
investigadores de estos países9, buscamos dar cuenta de cómo se manejan los
conflictos en la región, destacando la particularidad peruana. Como decíamos
solamente en el caso de “grandes problemas nacionales”, los gobiernos han
apostado por encargar a instituciones de alto rango competencias amplias en
la gestión de conflictos, pero circunscritos a un área temática específica.

En Colombia, siguiendo a Velasco (2010) hallamos dos tipos de


conflictos; en primer lugar, los conflictos vinculados a la violación de derechos
humanos por parte de los grupos armados, y en segundo lugar los conflictos
basados en serios cuestionamientos de poblaciones locales a las actividades de
las industrias extractivas. Haciendo una comparación sobre la incidencia de
ambos tipos de conflictos, CINEP (2012) señala que entre 2001 y 2011 se
reportaron 274 acciones de protesta vinculados a la explotación de oro, carbón

9 Para esta sección realizamos entrevistas con los especialistas Mauricio Archila
(Colombia), Jorge Cadena (México), Marisa von Bülow (Brasil) y Eduardo Córdova
(Bolivia).
13

y petróleo; sin embargo esto representa sólo el 3.7% de todos los conflictos
ocurridos en el país en esos años. Si bien la mayoría de conflictos en Colombia
transcurre por la primera categoría –aquellos vinculados al conflicto armado
interno- desde 2008 existe un crecimiento sostenido de las protestas que
tocan a las industrias extractivas que operan en el país (p. 6). Como en
nuestro país, en Colombia existen serios cuestionamientos ambientales a
megaproyectos impulsados por empresas privadas, así como problemas con
multinacionales en torno al reparto de regalías que involucran a poblaciones
afrocolombianas e indígenas. Al igual que en el Perú durante la gestión de
Alan García, desde comienzos de la administración de Juan Manuel Santos se
ha impulsado la “gran minería” como la actividad dinamizadora de la
economía del país. También en consonancia con el caso peruano, esto ha
llevado a una confrontación con la minería informal y de pequeña escala que
empieza a ser desincentivada desde el Estado.

Entre los casos paradigmáticos destaca la construcción de la represa


del Quimbo en el departamento de Huila, al suroeste de Bogotá. A mediados
de 2012, importantes protestas –lideradas por grupos indígenas- cuestionaban
la construcción de la represa y solicitaban el cumplimiento del mecanismo de
consulta previa para la aprobación de la misma. En paralelo, en 2011 se
presentaron protestas contra la empresa petrolífera canadiense Pacific
Rubiales Energy que opera en el departamento del Meta. Las protestas,
encabezadas por los trabajadores de la firma, exigían el cumplimiento de la
legislación laboral que –a su entender- la empresa esquivaba (a través de
mecanismos de subcontratación y de extensión ilegal de la jornada laboral). A
ello se unió las demandas de los pobladores de Puerto Gaitán –donde la
empresa explota los yacimientos- quienes exigían una mayor inversión de la
empresa en la zona. En términos institucionales, estos y otros conflictos han
sido abordados desde las oficinas sectoriales que posee cada ministerio. De
particular relevancia, por su amplia experticia institucional, se encuentra la
“Oficina del Trabajo”, que ve temas de corte laboral.

De manera paralela, en cuanto al tema del conflicto armado interno, en


Colombia existen oficinas que tratan temas de desmovilización de sectores
armados y pacificación (encabezados por la figura del comisionado para la Paz,
que existe desde 1984) con una institucionalidad muy desarrollada. No
obstante, las condiciones excepcionales que enfrenta no permiten extraer
lecciones para otras agencias que ven temas de “política regular”. En términos
políticos, la dirección de toda la infraestructura institucional vinculada al
proceso de paz la encabeza la Vicepresidencia de la República. A su vez, otras
instituciones realizan labores de seguimiento (nuevamente muy en
consonancia con el caso peruano). La Defensoría del Pueblo hace trabajos de
seguimiento a los conflictos vinculados a la guerrilla. Otra figura importante
en el manejo de los conflictos sociales son las Fuerzas Armadas y los
organismos de inteligencia, que también recopilan información sobre los
mismos. Una innovación institucional reciente proviene de la creación en
septiembre de 2012 del “Ministerio para el Diálogo Social y la Movilización
Ciudadana” durante el actual gobierno de Juan Manuel Santos. En líneas
generales, el nuevo ministerio cumple las funciones de intermediar entre la
sociedad civil y el Estado a propósito del nuevo escenario de diálogo que se ha
iniciado entre el gobierno y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia
– FARC. Este ministerio –de carácter ad hoc- aún es una institución débil: no
cuenta con personal y su director –el ex alcalde de Bogotá Luis Garzón-
apenas tiene funciones nominales.
14

En México, al igual que en el Perú, los conflictos son asumidos por el


gobierno nacional sólo cuando escalan sustancialmente. No obstante, el
escalamiento de los conflictos es relativamente raro en México: los Estados
federados suelen asumir la gestión de los conflictos en sus circunscripciones y
logran llegar a acuerdos relativamente estables. Es decir, en la mayoría de los
casos, se llega a algún tipo de resolución del conflicto previo a su escalamiento
e impacto federal o nacional. Las particularidades del devenir de cada
conflicto, en el caso mexicano, provienen en buena medida del partido que
gobierna cada entidad subnacional. Por ejemplo, los Estados gobernados por
el Partido de la Revolución Democrática (PRD) suelen ser más abiertos a las
demandas de los movimientos sociales (de ahí que muchos de ellos cuenten
con oficinas especializadas en materia de mediación). Un ejemplo directo de
este comportamiento viene del gobierno “perredista” del Distrito Federal (la
capital mexicana) que ha tenido un rol mediador importante en los últimos
años. De otro lado, los Estados gobernados por el Partido de Acción Nacional
(PAN) suelen recurrir más a la coerción para desmovilizar escenarios de
protesta. Finalmente, la estrategia del actual partido gobernante –el Partido
Revolucionario Institucional (PRI)- se centra en la movilización y
desmovilización de las personas a través de los incentivos otorgados por las
redes clientelistas y los sistemas de cooptación.

Una vez que un determinado conflicto escala al escenario nacional, la


instancia encargada de su gestión es la Secretaría de Gobernación –un
equivalente al Ministerio del Interior Peruano. Es allí cuando se forman mesas
de concertación que incluyen a las partes en disputa. No obstante, su
funcionamiento es básicamente ad hoc, dependiente de cada tipo de conflicto
(aunque el nuevo Presidente Peña Nieto está dirigiendo una reforma
institucional importante en el sector, con resultados aún por materializarse).
En México no existe todavía un seguimiento de los conflictos sociales tan
elaborado como en el Perú. Esto podría explicarse, en buena medida, porque
los conflictos han transcurrido mayormente por vías pacíficas e
institucionales. Han existido conflictos de corte socioambiental –por ejemplo el
de la Presa “La Parota” en el Estado de Guerrero, el de la minera San Xavier en
el Estado de San Luis Potosí, o el movimiento de protesta de los maestros de
2006- pero que han sido canalizados institucionalmente. Incluso el importante
desafío planteado por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en el
sur del país ha sido correctamente canalizado a través del proceso de
negociación con la guerrilla. Actualmente, el EZLN ha abandonado su
estrategia confrontacional –al menos con el gobierno federal- y más bien
realiza trabajos de incidencia política en los Estados donde es fuerte.

Entre los conflictos más importantes de los últimos años destaca el


vinculado a la ola de inseguridad que vive el país desde 2005. El movimiento
llamado “Paz con Justicia y Dignidad” ha realizado recurrentes movilizaciones
exigiendo el fin de la estrategia meramente confrontacional del gobierno
mexicano en su lucha contra los cárteles de las drogas. El gobierno federal
mexicano respondió afirmativamente abriendo un proceso de diálogo fluido
con la organización y aprobando el “Pacto nacional contra la inseguridad” en
2011 y la ley de víctimas en 2012. En líneas generales, los principales
consensos en materia de resolución de conflictos han estado vinculados al
escenario de inseguridad que vive México. Las organizaciones de la sociedad
civil se han convertido en la principal fuente de seguimiento y monitoreo de los
15

escenarios de violencia, tarea que ha sido bien recibida por el gobierno


mexicano.

En Brasil, la gestión de conflictos sociales sigue el patrón que


reseñábamos en el caso de México y Colombia. Es decir, los conflictos suelen
generar respuestas regularmente por parte de los niveles de gobierno con
competencia en la materia. No obstante, en sintonía con el caso mexicano, los
gobiernos del Partido de los Trabajadores (tanto a nivel federal como de los
Estados) han solido apostar por estrategias de cooptación de los líderes de los
movimientos de protesta (muchos de ellos ex compañeros de “lucha” cuando el
Partido de los Trabajadores –PT- se encontraba en la oposición). En algunos
casos, sectores más a la izquierda del PT –generalmente de base sindical y con
fuerte presencia en gobiernos estaduales- logran superar esta estrategia de
cooptación y mantener conflictos con el gobierno nacional. En Brasil
encontramos dos clases de conflictos importantes. En primer lugar, aquellos
socioambientales, principalmente contra grandes proyectos de inversión
llevados adelante por el gobierno federal. Un caso paradigmático es el de la
represa de Belo Monte, en el Estado de Pará al noreste de Brasil. El proyecto
busca construir la tercera represa más grande del mundo. Este proyecto contó
con la oposición de actores locales indígenas, así como de actores
ambientalistas trasnacionales, quienes aseguran que el proyecto destruiría
amplias zonas de la Amazonía así como afectaría a poblaciones nativas
aledañas.

Otro tipo de conflictos está vinculada a las “luchas por la tierra”, en que
son protagónicos movimientos indígenas y campesinos que protestan contra la
desigual distribución de las tierras rurales en Brasil. En este caso, existe una
institucionalidad vinculada al Ministerio de Desarrollo Agrario (que durante la
presidencia de Lula ha estado muy vinculado a los sectores más izquierdistas
del PT). Dentro de este ministerio se encuentra el llamado Instituto de Reforma
Agraria. No obstante, diferencias significativas entre esta institución y el
Ministerio de Agricultura (esta última más cercana a las posiciones de los
grandes propietarios) llevan a que la política para este sector suela ser
contradictoria y exacerbe –en algunos casos- los escenarios de protesta. En el
caso de las “luchas por la tierra” es protagónico el papel de la Iglesia Católica a
través de su “Comisión Pastoral de la Tierra”, que tiene amplia capacidad de
convocatoria. Asimismo, muchos de estos conflictos terminan transcurriendo
en la esfera judicial –a través de demandas que disputan la propiedad de la
tierra- por lo que la mediación política termina pasando a un segundo plano.

En líneas generales, no encontramos una respuesta única a la gestión


de conflictos en Brasil. Como veíamos en el caso colombiano, en caso de
escalamiento de las protestas, se suelen activar las fuerzas de seguridad y de
inteligencia, así como el Ministerio Público, que buscan reestablecer el orden.
Al iniciar su primera presidencia, el ex presidente Luiz Inacio Lula instituyó la
Secretaría General de la Presidencia, con estatus ministerial, y atribuyéndole
por ley el rol de mediación en conflictos sociales. Esta decisión iba en línea con
la demanda de mayor participación que el PT abanderó a comienzos de su
presidencia. La Secretaría General ha tenido un rol importante en la
mediación de conflictos en temas muy sensibles como la ley forestal brasileña;
no obstante, su rol es básicamente ad hoc y complementario para la gran
mayoría de conflictos de corte local.
16

En Bolivia, los conflictos socioambientales –si bien no tan intensos


como en el periodo previo a 2006- han tenido un impacto importante durante
el gobierno de Evo Morales. No obstante, la dinámica de este tipo de conflictos
es distinta a la vivida en el caso peruano en tanto responde a la particularidad
del modelo económico boliviano. Así, el caso de los conflictos mineros resulta
muy especial porque las explotaciones mineras son llevadas adelante en su
mayoría por cooperativas mineras indígenas, agrupaciones económicas que
explotan concesiones mineras en condiciones ventajosas (generalmente sin
estudios de impacto ambiental, sin beneficios sociales para los trabajadores y
sin pagar propiamente impuestos). Los cooperativistas representan alrededor
de sesenta mil personas, mientras que los mineros asalariados en las
empresas estatales y privadas apenas llegan a los diez mil. Dada la naturaleza
particular de la explotación minera en Bolivia, la intervención de empresas
privadas no es tan conflictiva en estos casos; aunque el sector “cooperativista”
suele enfrentarse a otros emprendimientos mineros encabezados por el Estado
o las empresas privadas. Así, un conflicto importante estalló en 2006 cuando
cooperativistas mineros invadieron el cerro Posokoni, que tiene yacimientos de
estaño, en el centro minero de Huanuni. Durante ese incidente, se
destruyeron instalaciones de la Corporación Minera de Bolivia (COMIBOL) y se
dieron enfrentamientos con los trabajadores asalariados de esta empresa.
Hubo un total de diecisiete muertos por arma de fuego y dinamita. Este
conflicto entre cooperativistas y asalariados se cerró con la destitución del
ministro y el compromiso de que COMIBOL contrataría a los cooperativistas.

En líneas generales, los grupos que protestan buscan constituirse en


cooperativas o son cooperativistas que buscan explotar “nuevos” yacimientos.
Una salida común es la solicitud de que COMIBOL se haga cargo de los
yacimientos y contrate a los cooperativistas. También suele suceder que la
población indígena exige que una empresa se vaya (en algunos casos, con la
intención de formar cooperativas). El ministerio de minería interviene en estos
conflictos con una unidad dependiente del Viceministerio de Desarrollo
Productivo Minero, con personal capacitado en gestión de conflictos. Esta
intervención, no obstante, oscila dependiendo de la orientación del ministro (si
es asalariado o cooperativista) y de las posibilidades de cambiar al personal a
discreción.

Otro conflicto representativo se dio alrededor de la construcción de la


carretera que cruzaría por el Territorio Indígena Parque Nacional Isiboro-
Sécure (TIPNIS). En 2008 el gobierno decidió hacer una carretera que conecta
dos capitales departamentales pasando por el centro de una zona que tiene el
doble estatuto de “parque nacional” y “territorio indígena”. Sin licitación, el
gobierno concedió la obra a una empresa brasileña que en 2010 inició la
construcción sin la consulta previa reconocida por la constitución y los
instrumentos internacionales. A mediados de 2011 los indígenas pidieron que
no se construya la carretera sin realizar la consulta previa (algunos
oponiéndose a la construcción y otros con la idea de que el trazo pase cerca de
sus comunidades). Hubo marchas hacia La Paz entre agosto y octubre de 2011
que, a su vez, despertaron la solidaridad de varios sectores urbanos.
Finalmente, los movimientos obtuvieron como respuesta una ley en la
Asamblea Legislativa Plurinacional, que declara el TIPNIS como “intangible”.
Posteriormente, los sectores oficialistas marcharon posteriormente a La Paz
contra la “intangibilidad” en febrero de 2012. El gobierno (que tiene dos tercios
en la Asamblea) respondió con una nueva ley de “consulta previa” para
levantar la “intangibilidad”. La consulta, cuyos resultados aún están por
17

publicarse, se hizo en condiciones muy cuestionables (sin aparente buena fe,


sin acuerdo previo sobre los pasos que se darían y sin normas y
procedimientos propios).

Respecto a la gestión de los conflictos, al principio del gobierno de Evo


Morales se intentó crear una unidad o cuerpo de gestión de todos los
conflictos con técnicos especializados. Algunos funcionarios del gobierno,
especialmente del Ministerio de la Presidencia, se embarcaron en el asunto,
pese a la oposición de otros sectores dentro del mismo gobierno. En ese
momento, hubo un acuerdo del gobierno con la Fundación Unir Bolivia para
capacitar a su personal en gestión de conflictos. Para ello se hizo un programa
de especialización que se ejecutó en varias universidades del país. La Ley de
Organización del Poder Ejecutivo de entonces y su decreto reglamentario
establecieron el “sistema de seguimiento y monitoreo nacional de conflictos,
demandas, propuestas y convenios suscritos entre el Poder Ejecutivo con los
movimientos sociales y la sociedad civil”, a cargo del Viceministro de
Coordinación con Movimientos Sociales y Sociedad Civil, del Ministerio de la
Presidencia (DS. 28631, reglamentario de la Ley 3351, 2006). El sistema era
gestionado por la “Unidad de seguimiento y monitoreo nacional de conflictos”.
Este sistema sirvió sobre todo en la etapa de polarización previa a la
aprobación popular de la Constitución de 2009. Como dependía del
viceministerio que se ocupaba de vincularse con los movimientos sociales,
hacía seguimiento de las demandas de las principales organizaciones
campesinas (de campesinos tradicionales, indígenas del occidente y el oriente,
colonizadores y mujeres campesinas indígenas) e informaba al Ejecutivo (los
otros ministerios) sobre los conflictos nacionales (en algunos momentos muy
críticos, con partes diarios al presidente Morales). En este caso la única
función de la Unidad era proveer información y no gestionar conflictos.

No obstante, dada la existencia de varios sectores disimiles en el


gobierno, los ministerios no están necesariamente conectados unos con otros:
cada uno suele encarar sus conflictos a su manera. Algunos ministerios
crearon unidades especializadas en el manejo de conflictos sectoriales. Entre
las atribuciones de los viceministerios está “proponer la política pública de
prevención y gestión de conflictos, en coordinación con otras entidades del
Órgano Ejecutivo” (DS 29894, 2010). Actualmente, el gobierno sigue además
administrando el Sistema de seguimiento y monitoreo nacional de conflictos,
bajo la aspiración explícita de coordinar y no participar decisivamente en el
manejo de los conflictos. En la práctica, una de las maneras en que el
gobierno trata los conflictos es identificando a sus interlocutores y negociando
políticamente con ellos (en la línea del caso del PRI mexicano o del PT
brasileño). En cada ministerio existen funcionarios que conocen los problemas
más comunes y a los dirigentes, con los que pueden mantener un diálogo
fluido.

Recapitulando, consideramos que el Perú es un caso excepcional en la


región, en tanto en la mayoría de países los conflictos se tramitan
institucionalmente, y no pasan por una entidad específica encargada de
“gestionarlos”. En los casos de Colombia, Brasil y México son los conflictos
sectoriales que tocan temas muy sensibles y de gran escala (la guerrilla, las
luchas por la tierra y la inseguridad, respectivamente) los que reciben un
tratamiento especial desde el Ejecutivo conformando ministerios (caso de
Colombia), creando instituciones autónomas (caso de Brasil) o asignando
responsabilidades a un ministerio de alto rango (caso de México). Una notable
18

excepción proviene del caso boliviano y de la Unidad de seguimiento de


conflictos (lo más parecido a la Oficina de Conflictos Sociales de la Presidencia
del Consejo de Ministros peruano); no obstante, esta unidad sólo cumple
funciones de recopilación de información y no de gestión que se ve dificultada
por la presencia de visiones divergentes en el seno del Ejecutivo boliviano. Es
importante resaltar que, en materia de industrias extractivas, los países
latinoamericanos reseñados apuestan por su resolución a través de las
instituciones sectoriales directamente asociadas al tema.

En al menos tres casos detectamos falencias de distinto tipo dentro de


las instituciones del Poder Ejecutivo que gestionan conflictos sectoriales
asociados a los “grandes problemas”: desde falta de recursos institucionales y
humanos (Colombia) hasta falta de visiones congruentes desde el mismo
gobierno (Brasil y Bolivia; aún cuando en este último caso sí existe una
instancia centralizada para el seguimiento los conflictos sociales). México
pareciera tener el sistema de gestión de conflictos más eficiente y coherente –a
decir por sus resultados- aunque el mismo sea muy dependiente del nivel de
gobierno involucrado y de la gestión del ministro. Una hipótesis plausible para
explicar este resultado proviene del alto enraizamiento de los partidos
nacionales en la política de los Estados mexicanos, lo que brinda cierta
coherencia vertical a su manejo de los conflictos. Ello nos lleva a considerar
que –independientemente de la apuesta institucional específica en materia de
gestión de conflictos- la resolución de los mismos pasa por una variable
política fundamental: cuán articulados están las distintas oficinas públicas
alrededor de proyectos nacionales encabezados por los partidos políticos.

IV. Escenario de megatendencias y tendencias vinculadas con el futuro


de los conflictos sociales en el Perú.

¿De qué manera las “tendencias y megatendencias” que afectarán el


futuro del país impactarán sobre la conflictividad social? ¿Cómo abordar estos
asuntos? Tomaremos como punto de partida el análisis de las megatendencias
consideradas en el Plan Bicentenario elaborado por el CEPLAN (2011)10.

Si analizamos las grandes tendencias sociales que marcarán la


dinámica del país en el futuro, creo que podemos identificar cuando menos
tres cuestiones que podrían impactar fuertemente sobre la dinámica de la
conflictividad en los próximos lustros y décadas: la continua expansión de
actividades extractivas en territorios sin mayor tradición de esas actividades y
con gran debilidad estatal, con un aumento de la conflictividad “socio-
ambiental”; el fortalecimiento de algunos espacios regionales con el riesgo de
fragmentación y del desarrollo de tendencias centrífugas en el territorio; así
como un conjunto de desafíos asociados al cambio del perfil demográfico y de
ocupación del territorio del país.

En las secciones anteriores, identificábamos al crecimiento económico


impulsado por las industrias extractivas en escenarios locales de
fragmentación política como una de las principales causas de los conflictos
sociales ocurridos en los últimos años. Este tipo de conflictividad tiene la
perspectiva de continuar e incluso empeorar en los próximos años y décadas,

10
Algunos documentos que analizan “megatendencias” en otras latitudes pueden verse
en National Intelligence Council, 2012 y 2004; OECD, 2011, entre otros.
19

como consecuencia de que la demanda y los precios internacionales, y el


desarrollo tecnológico, hacen rentable actividades extractivas en lugares donde
antes no era posible, como algunas zonas de los andes y de la amazonía 11.

Muy probablemente el Perú seguirá dependiendo de grandes proyectos


de inversión minera para dinamizar su economía y obtener recursos fiscales;
según Macroconsult (2012, p. 1, 8), la minería representa el 59% de las
exportaciones del Perú, abona el 15% de todos los recursos fiscales
recaudados (30% del impuesto a la renta corporativa) y representa el 21% de
la inversión privada en el país; asimismo, la minería representa el 28% del PBI
de las regiones (excluyendo Lima). Incluso para quienes apuntan que el Perú
ha pasado por un proceso creciente de diversificación de sus actividades
económicas, la minería seguirá siendo el principal motor de desarrollo en los
próximos años (De Althaus: 2008). En su cartera estimada de proyectos
mineros a septiembre de 2012, el Ministerio de Energía y Minas señalaba 52
proyectos mineros principales a futuro, de los cuales sólo diez son
ampliaciones a proyectos existentes. Es decir, 42 proyectos mineros (que
incluye exploraciones así como proyectos con y sin Estudio de Impacto
Ambiental aprobado) son nuevos y probablemente inicien operaciones en los
próximos diez años. Las regiones con mayor protagonismo en la cartera de
proyectos de inversión minera son, en orden, Apurímac, Cajamarca, Arequipa
y Moquegua (alrededor del 57% de la cartera). De igual manera, en la
explotación de petróleo y gas natural, se estima un crecimiento de las
actividades de exploración, dados los importantes niveles de reservas posibles
y probables con que cuenta el país (al menos tantas como reservadas
probadas existen).

Particularmente preocupante son las perspectivas de conflictividad ante


el desarrollo de actividades extractivas en la sierra norte y la amazonía,
lugares sin mayores antecedentes de esas actividades, que generan mucha
desconfianza e incertidumbre. Ellas se verán probablemente exacerbadas por
los efectos del cambio climático, que llevarán a aumentar la percepción de una
amenaza al mantenimiento de formas y hábitos de vida ante la posibilidad de
grandes proyectos de inversión (piénsese en la minería de tajo abierto o la
construcción de represas e hidroeléctricas) que modificarían sustancialmente
el ambiente.

De otro lado, es importante mencionar que la rentabilidad de las


actividades extractivas no solo implica una importante cartera de inversión
privada, también de la ampliación de actividades ilegales o informales en
lugares donde la capacidad de regulación del Estado es débil, en diferentes
espacios del territori. Este tipo de actividad, además, tiene el problema de ir
asociada de muchas otras formas de ilegalidad, que pueden generar
problemas sociales y desafíos a la autoridad pública muy significativos 12.

11 Recordemos que los recursos presupuestales del Estado resultan altamente


dependientes de la actividad económica consecuencia de estas actividades; diversos
analistas recientemente resaltaron el importante crecimiento del presupuesto público
en los últimos años, siendo el de 2013 dos veces y medio más grande que en 2006, un
138% más. “Editorial: Doble o nada”. El Comercio, 10/09/12. Accesible:
http://elcomercio.pe/actualidad/1467626/noticia-editorial-doble-nada (al 18/12/12).
12
Sobre la creciente importancia de la capacidad de los Estados para afrontar los
diversos desafíos de la seguridad, ver Fukuyama, 2004.
20

Todo esto se complica adicionalmente por un elemento positivo, una


cada vez mayor capacidad de movilización y acción colectiva de sectores
previamente excluidos. El problema es que existe una cada vez mayor
capacidad de presión y mayores demandas sobre un Estado con iguales o
menores capacidades de respuesta. La mayor movilización de diferentes
sectores apelando a la reivindicación de identidades indígenas y a su derecho
a ser consultados frente a las actividades que ocuren en sus territorios será
probablemente una tendencia en aumento.

Una segunda fuente de conflictividad relevante proviene de la


consolidación de espacios espacios y actores subnacionales en el contexto de
las políticas de descentralización, que podrían dar lugar a dinámicas
centrífugas. Desde 2002, este proceso ha ido convirtiendo a los espacios
regionales como el ámbito subnacional más relevante13. En las regiones se
dispone de más poder, influencia, visibilidad, presupuesto público,
competencias, resultando un espacio clave para desarrollar carreras políticas.

La evidencia más reciente indica que los actores políticos y sociales a


nivel local han mejorado sustancialmente sus capacidades de movilización y
organización. Así por ejemplo, Scurrah y Bebbington (2012) resaltaban el
papel protagónico que en los últimos años han cobrado las organizaciones
campesinas a nivel nacional, así como la consolidación de sus capacidades:
“(…) la defensa de los intereses y derechos rurales ha pasado de luchas locales
y regionales relativamente aisladas, a una presencia nacional mediante
organizaciones nacionales. Los movimientos sociales con bases rurales han
pasado de una situación de relativa subordinación a partidos políticos y de
alianzas con ONG nacionales e internacionales, a una creciente autonomía
con asesores bajo su control directo; y la representación nacional se ha
complejizado, pasando de unas pocas organizaciones nacionales que
pretendían representar a todas las comunidades campesinas o nativas, a un
número creciente de organizaciones nacionales representando intereses
específicos y diferentes” (p. 4-5). De otro lado, actores políticos regionales se
han consolidado en los últimos años, creando movimientos con importantes
articulaciones en las sociedades regionales (casos de César Acuña en La
Libertad, Juan Manuel Guillén en Arequipa o César Villanueva en San
Martín). En unos años, los actuales liderazgos y organizaciones sociales serán
más experimentados y contarán con más recursos, lo que les dará mayor
visibilidad y presencia que antes14.

Este escenario plantea desafíos importantes: la descentralización y la


consolidación de espacios regionales puede llevar a una dinámica de
desarrollo más equilibrada en el territorio y más cercana a la población,
contrarrestándose algunos de los males del centralismo, pero también podrían
llevar a dinámicas centrífugas que ahonden la fragmentación del país, y que
desencadenen conflictos entre Lima y las regiones, entre el gobierno nacional y
los gobiernos regionales, al igual que conflictos entre estos. Por estas razones
consideramos que uno de los mayores reto para el Perú en los próximos años
será el lograr que la descentralización complemente y no entorpezca la
dinámica de crecimiento económico, y que la emergencia de actores políticos
regionales en un contexto de extrema debilidad partidaria no genere lógicas

13
Un balance del proceso de descentralización puede verse en PRODES, 2012.
14
Sobre algunos indicios de la consolidación de la política regional ver Tanaka y
Guibert, 2011a y 2011b.
21

confrontacionales y tendencias centrífugas. Es importante recordar que en


Ecuador en los últimos años se habló del reforzamiento de las tensiones
regionales lideradas por Guayaquil y Quito, y en Bolivia por Santa Cruz y las
regiones de la “media luna” con La Paz y El Alto; en este último caso la
conflictividada giró en torno al control de los recursos naturales asentados en
regiones que buscaban mayor autonomía de los gobiernos nacionales.
Regiones que albergan en sus territorios riquezas naturales, que cuentan con
liderazgos políticos legitimados, pueden poner en jaque a las autoridades
nacionales; además, pueden darse disputas territoriales entre regiones
precisamente por el acceso a esos recursos. Las violentas disputas entre las
regiones Tacna y Moquegua en 2008, o el desafio al gobierno central por parte
del gobierno regional de Cajamarca en 2011-2012 en torno a la explotación del
proyecto Conga son buenos ejemplos de riesgos que podrían proliferar en el
futuro. Más proyectos mineros, más regiones con recursos, actores sociales y
políticos más fuertes y discursos políticos potencialmente más radicales dadas
ciertas percepciones de amenazas vinculadas a la defensa de las identidades
étnicas y del medio ambiente en el contexto del cambio climático, y que se
apoyan en el discurso anticentralista tradicional, pueden llevar a mayores
niveles de conflictividad, para lo cual urge fortalecer la institucionalidad
pública encargada de canalizarla y tramitarla adecuadamente.

Finalmente, un escenario de mediano y largo plazo que plantea desafíos


importantes a la conflictividad social es el cambio demográfico y el cambio en
el patrón tradicional de ocupación del territorio. De un lado, de haber sido un
país básicamente centralizado alrededor de Lima desde la segunda mitad del
siglo XIX hasta la actualidad, el Perú está viviendo la reaparición de ciudades
con mercados más dinámicos y una creciente clase media (Arequipa, Trujillo,
Cusco, Piura, entre otros). Estas ciudades crecen rápida y desordenadamente,
y como se ha resaltado en la literatura, más recursos en contexto de
fragmentación se convierten en una fuente de exacerbación de conflictos de
todo tipo, particularmente si los liderazgos locales tienen agendas polarizadas
(Barrantes, Cuenca y Morel: 2012). Este dilema tiende a amplificarse si opera
un cambio de escala importante con la aparición de ciudades intermedias que
requieren mejoras en materia de comunicaciones, transporte y calidad de vida.
En un reciente informe, Perú Económico reseñaba cómo el crecimiento
económico aparejado de mejoras en la gestión pública ha impactado en la
modernización de varias ciudades como Ilo, Tacna y Huancayo 15. Estas
mejoras, no obstante, pueden no ser sostenibles si las ciudades crecen
precipitadamente y no hay avances sustanciales en la forma cómo se arriban a
consensos políticos y en la gestión de los aparatos públicos subnacionales. Y
una de las realidades de las próximas décadas será la ampliación de un
sistema de ciudades intermedias, que redefinirán las dinámicas subnacionales
y la relación entre Lima y las regiones16.

El crecimiento de las ciudades intermedias, a su vez, está aparejado al


fenómeno más amplio del cambio demográfico. En los próximos años, el
fenómeno del llamado “bono demográfico” mostrará sus primeras
manifestaciones. De ser una sociedad joven (con alrededor del 50% de la

15 Perú Económico. Top 10: ciudades con mejor calidad de vida. Octubre 2012. En:
http://perueconomico.com/ediciones/74-2012-oct/articulos/1337-top-10-ciudades-
con-mejor-calidad-de
16
Sobre las ciudades intermedias y los desafíos que plantean ver Cabrera, comp.,
2012; Canziani y Schejtman, eds., 2012, entre otros.
22

población menor a 18 años) hasta comienzos de la década pasada, el Perú se


convertirá en los próximos años en un país con una amplia población adulta
en edad de trabajar (situación que se prolongará, según analistas hasta
2047)17. En ese sentido, estamos ante un momento clave de la historia del
país: se reducirá la demanda por la educación primaria (liberando recursos
para otros fines, incluida la mejora de la calidad educativa) y mucha gente
estará buscando trabajo en los próximos años. Esto representa un gran reto
con posibles resultados tanto positivos como negativos: de no contar con las
capacidades necesarias (y con una oferta de empleo importante), se puede
presentar un aumento de la informalidad y la desocupación, que traslade el
escenario de conflictividad a las ciudades. Por otro lado, una gran cantidad de
población empleada puede promover la inversión y el ahorro, factores que han
sido claves para el despegue económico de varios países. Asimismo, en un
escenario de muy largo plazo, esta generación adulta se convertirá también en
adulta-mayor lo que requerirá contar con sistemas de aseguramiento
pensionario y de salud sustentables.

V. Conclusiones y perspectivas

La pregunta por la evolución de la conflictividad social en las próximas


décadas deja por delante varias preguntas y tareas para evitar desenlaces
confrontacionales y violentos que incluso pueden comprometer la
gobernabilidad democrática y la viabilidad del país.

En la actualidad, de continuar las tendencias actualmente en curso,


Perú podría consolidar un perfil inédito en su historia, el de un país de renta
media. Esta situación plantea nuevas realidades y desafíos bastante diferentes
a los asociados a un país pobre y a los que han pensado tradicionalmente las
ciencias sociales. En este marco, los riesgos de la conflictividad social
aparecen asociados al cambio en el patrón demográfico y de asentamiento de
la población en el territorio; a desafíos asociados tanto a la implementación de
grandes proyectos de inversión y a la expansión de actividades extractivas en
un contexto de cambio climático, como a la posibilidad de conflictos asociados
a la disputa por la administración de las rentas que ellas generan, todo esto en
el marco de la activación de actores políticos y sociales regionales con mayores
capacidades de presión y de acción colectiva. En otras palabras, se trata de
problemas asociados a cambios, crecimiento económico y empoderamiento de
sectores sociales previamente excluidos, no al conservadurismo, el
estancamiento y la exclusión, como podría haberlo sido en el pasado.

La clave para enfrentar estos problemas en el futuro pasa por el


fortalecimiento del Estado, de nuestra institucionalidad pública y política, de
la construcción de un sistema de representación social y política con
tendencias a la cooperación, de modo que los conflictos puedan canalizarse
por vías pacíficas y reglas definidas. ¿Cómo lograr esas metas para así evitar
escenarios de mayor conflicto y fragmentación? ¿Existe en la actualidad
conciencia de los desafíos que nos esperan?

17 Ver UNFPA 2012; también Perú Económico, “Implicancias del bono demográfico para
el Perú”. Marzo 2012. En: http://perueconomico.com/ediciones/67-2012-
mar/articulos/1214-implicancias-del-bono-demografico-para-el-peru.
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