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epensar el arte de curar en tiempos de “la muerte invertida”

El virus e incluso la pandemia no son el problema de fondo sino un síntoma de los


males que aqueja a nuestra sociedad.

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23/08/2021 19:05

Clarín.com
Opinión

Actualizado al 24/08/2021 9:41

Decía Enrique Marí, en sus reflexiones sobre las pestes históricas, que la
enfermedad y la muerte no traen la crisis que trastoca la vida social, sino que es
la crisis la que trae la enfermedad y la muerte. Así, planteaba la idea de “la
muerte invertida”.

Hoy podemos decir que el virus e incluso la pandemia no son el problema de fondo,
sino un síntoma de los males que aquejan a nuestra sociedad (global y nacional)
desde hace décadas. A este respecto vale lo que vienen afirmando muchos, como
Jacques Attali: “no podemos volver a la vida de antes que nos condujo a la
catástrofe”. Efectivamente, ¿a qué normalidad pretendemos “volver”? Fue en la
llamada normalidad donde se creó la pandemia y las condiciones que no nos permiten
sobrellevarla mejor.

Debemos revisar los males ocultos (y no tanto) para avanzar en su transformación


superadora. Entre los desafíos globales a enfrentar (el calentamiento climático, la
creciente desigualdad, etc.), nuestro país parece asomarse a uno de ellos: reformar
nuestro singular sistema de salud (o, más bien, “asistema”). Resulta penoso que la
cuestión se reduzca a la grieta política, al enfrentamiento corporativo o a una
irrisoria polémica de lo público versus lo privado.

La discusión sobre la propuesta de una reforma de salud que integre los subsectores
altamente fragmentados, pero no por ello incomunicados (pensemos en el subsidio
encubierto que significa la formación profesional en las universidades públicas,
para el ámbito privado para dar un solo ejemplo), no termina de avanzar en un
debate público y amplio, de cara a la ciudadanía, a la altura de una democracia
moderna.

Más allá de sospechas y reclamos cruzados, existen puntos en común incluso en


actores con visiones diferentes. Ningún especialista (o simple conocedor) del área
sanitaria puede negar que el gasto en salud es ineficiente, que la fragmentación es
inusualmente pronunciada, la falta de información estadística básica, la gran
inequidad en el acceso a la atención, entre otros.

Debemos proponernos, entonces, alcanzar un acuerdo sobre los nudos conceptuales que
sí se comparten. Se trata de un proceso de reconocimiento de problemas para luego
ir negociando soluciones. Para ello hay que superar el nivel más superficial de
consenso que se limita a fines genéricos: mejorar la salud de todas las personas,
ser más eficientes, lograr una mayor coordinación. Se trata de pasar a la discusión
sobre los medios: ¿cómo articular los componentes proveedor, prestador, financiador
y usuario?

Puede haber, y las hay, discrepancias sobre el rol que debe alcanzar el Estado, la
evaluación de la performance de cada sector, y mucho más, pero por ello mismo
precisamos que se dé el debate público, franco y profundo. Que se comparen y
evalúen modelos existentes dentro y fuera de nuestro país, en lugar de agitar
fantasmas.

Hay que evitar el facilismo de pretender un cambio de manera unilateral, o caer en


la trampa de modificar un solo aspecto puntual de manera aislada al conjunto del
que forma parte. Una suerte de gatopardismo tan común en el área: modificar algo
para que nada cambie.

Los especialistas, las universidades, los propios actores de cada subsector, el


cuerpo médico en su conjunto, pero también la ciudadanía, todos debemos participar
de una discusión plural (en la que se trate de escuchar además de hablar), de
manera que la energía colectiva pueda torcer un rumbo que sabemos que dista mucho
de ser el mejor posible.

La democracia está en deuda con la salud. Si no es ahora, ¿cuándo abordar el


subsanar nuestra condición sanitaria?

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