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MIGUEL BENASAYAG,

GÉRARD SCHMIT.

LAS PASIONES
TRISTES.
Sufrimiento psíquico
y crisis social.

Traducción de Ariel Dilon.

Revisada y corregida por


Leandro Alvarez y Silvina Peri.
1. La crisis dentro de la crisis.

La crisis individual, psicológica, estaría inscripta en el seno de una


crisis general. ¿Pero cuál es entonces esa crisis de la sociedad, de la
cultura, esa crisis abarcadora, en la que se juegan otras crisis personales
y familiares?
Ciertamente hay filósofos, antropólogos, sociólogos que piensan y
analizan esta crisis. También nosotros hemos intentado profundizar esa
reflexión desde un punto de vista histórico y filosófico1. Puede decirse,
siguiendo a Michel Foucault, que la época del hombre acaba de
terminar. Podríamos igualmente hablar del fin de la modernidad o
incluso de la ruptura del historicismo teleológico. Este término, un
poco técnico, designa el final de aquella creencia que fundaba nuestras
sociedades y que se expresaba por una gran esperanza en un futuro
mejor, inalterable, en una suerte de mesianismo científico que
aseguraba porvenires elogiosos como la tierra prometida.
Sin duda existe una multiplicidad de fórmulas para nombrar esta
crisis de nuestra cultura. Al mismo tiempo, numerosos autores intentan
definir el objeto que está realmente en crisis y lo que nuestra cultura
abandona o pone en juego en esta crisis.
Pero somos demasiado contemporáneos como para saber con
precisión lo que está descartando, lo que ha de mantener y las

1
Benasayag, Miguel, Le Mytke de l’individu, París, La Découverte, 1998.
novedades (buenas o malas) que presentará.

El futuro cambia de signo.

A pesar de todo es difícil imaginar que todos estos conceptos,


algunos pertinentes, puedan afectar la vida de nuestros
conciudadanos. Esa es la tarea que nos hemos propuesto aquí;
identify car esta crisis de manera muy concreta, comprender cómo
algo aparentemente exterior a nuestras vidas puede tener incidencias
mayores en nuestra cotidianidad. ¿Cómo se materializa en los
cuerpos y en los espíritus? Porque, en efecto, eso ocurre en el hecho
más cotidiano, inconsciente y banal, sin que nos demos cuenta. Con
frecuencia, lo que nos sucede, lo que nos hace sufrir y nos construye,
¿no proviene, al menos en parte, de una fuente exterior?
Para responder a este cuestionamiento, sigamos un eje de
estudio que nos parece central y que permite comprender enseguida
esta crisis de la interioridad tejida desde el exterior: la manera en
que el hombre de hoy vive y percibe su tiempo, el tiempo. Esta
percepción está profundamente marcada por algo que podemos
calificar de cambio de signo, del futuro.
¿El futuro cambia de signo? Más que una abstracción, esto
parece un absurdo. Y sin embargo no lo es. Nuestra época testimonia
el pasaje de la civilización occidental, desde una confianza
desmesurada en el futuro hacia una desconfianza casi igualmente
exagerada. ¿Pero se trata del mismo futuro? Por supuesto que no. El
futuro no es simplemente lo que va a suceder mañana o pasado
mañana, sino lo que nos aleja del presente y, al mismo tiempo, nos
coloca en una perspectiva, un pensamiento o una proyección... En
una palabra, el futuro es, sobre todo, un concepto.
Propongamos un ejemplo simple para ilustrar esta
problemática. Hace apenas cuarenta años, todo el mundo pensaba
que, tarde o temprano, íbamos a terminar por curar enfermedades
graves como el cáncer. Creíamos fuertemente que íbamos a
terminar por desplegar las leyes de la naturaleza y poder así
cambiar lo que nos parecía mal. Aquello que seguía siendo ignorado
sobre las enfermedades era imaginado, en biología, como lo todavía
no conocido... En ese matiz del todavía no residía la esperanza y la
promesa de un momento de realización, que nos acercaría al saber.
Lo mismo debía valer para la injusticia social, la ignorancia,
etcétera.
Occidente, nuestra cultura, se construye a partir de ese todavía
no, cargado de promesas mesiánicas. Recordemos simplemente la
declaración del astrónomo Johannes Kepler, que afirmaba,
sustancialmente, comparando a Dios con el hombre: Dios conoce
desde la eternidad todos los teoremas, todas las leyes de la
naturaleza; el hombre, por su parte, no las conoce todas... no
todavía. No conocer todavía todos los teoremas significaba
simplemente que el hombre era un proyecto en acción, que se
dirigía hacia la totalidad, hacia un saber absoluto que le daría, ni
más ni menos, ese saber hasta entonces poseído únicamente por
Dios. Discutir cara a cara con el Creador, tal era exactamente la
subversiva idea de Kepler: lo que equivalía a decir que la
humanidad no había terminado la construcción de la torre de Babel
de la modernidad, pero que, esta vez, lo lograría.
El futuro no era entonces otra cosa que la metáfora de una
promesa mesiánica. En nuestras culturas occidentales, no importaba
solamente el porvenir ni los años que vendrían... No, era realmente
una promesa que la humanidad se había hecho a sí misma: ser su
propio mesías, su propio redentor. Futuro rimaba con promesa, era
la promesa. En las facultades de medicina del siglo XIX, por
ejemplo, apenas sotto voce, el rumor podía dejar entrever una
esperanza de vencer, casi legítimamente, a la muerte.
Auguste Comte decía que para modificar algo había que
estudiarlo. Se hacía eco así de su adversario político, un tal Karl
Marx, hoy un tanto olvidado: este último escribía que ahora se
trataba de articular los conocimientos con la necesidad de
transformar el mundo. Entonces, un pesimista, célebre él también,
hizo oír una voz disonante: este médico judeo-austríaco le ponía un
sagrado bemol a aquella confianza en el progreso de la humanidad.
En efecto, en el momento mismo en que las ciencias, la política y
la filosofía prometían al hombre la felicidad que él mismo
construiría, Freud escribía que “a falta de felicidad, los hombres se
contentan con evitar la infelicidad”2. El fracaso del optimismo nos
deja no solamente sin promesa, sino, peor aún, con el sentimiento
de que incluso evitar la infelicidad es una tarea demasiado difícil
para nuestros contemporáneos.
Occidente ha construido sus sueños de porvenir sobre la
creencia de que la historia de la humanidad es la historia inevitable
del progreso de los hombres. Es la paradoja de las ideologías
dominantes: las teorías de Sigmund Freud, profundamente críticas
para con la creencia en el progreso, entraron no obstante en el
balance de la época como un progreso más en la columna del haber.
Hoy en día, el consenso dominante de nuestros conciudadanos
evoca porvenires claramente menos festivos, incluso sin palabras...
Poluciones de todo tipo, desigualdades sociales, desastres
económicos, irrupción de nuevas enfermedades: la larga letanía de
las amenazas ha derribado el futuro desde una positividad extrema
a una sombría negatividad igualmente extrema.
El futuro, la idea misma del futuro, lleva desde ese momento el
signo opuesto, la positividad pura se invierte en negatividad, la
promesa se vuelve amenaza. Desde luego, los conocimientos se han
desarrollado de manera increíble pero, incapaz de suprimir el

2
Freud, Sigmund, Malaise dans la civilisation, París, PUF, 1980 [El malestar en la
cultura, Madrid, Alianza, 1985].
sufrimiento humano, nutren la tristeza y el pesimismo imperantes.
Es una paradoja infernal: la tecnociencia progresa en el
conocimiento de lo real, al mismo tiempo que nos sumerge en una
ignorancia muy diferente, pero más temible, que nos torna
incapaces de hacer frente a nuestras desdichas y a nuestras
amenazas.

La época de las “pasiones tristes”.

Para decirlo con más claridad, vivimos en una época dominada por
lo que Spinoza llamaba las “pasiones tristes”. No se refería a la
tristeza de las lágrimas, sino a la impotencia y a la descomposición,
En efecto, constatamos el progreso de las ciencias, y, al mismo
tiempo, nos vemos confrontados con la pérdida de confianza y la
decepción con respecto a esas mismas ciencias, que no parecen
contribuir necesariamente a la felicidad de los hombres. Esta
paradoja se explica por el derrumbe de la confianza mesiánica de la
que hablamos. Esa promesa no estaba únicamente ligada a un
crecimiento cuantitativo: es más, la ciencia debía disipar las
tinieblas de la incertidumbre. Para ese positivismo cientificista, lo
racional era lo analíticamente previsible: el hombre debía ser capaz
de conocerlo todo, su conocimiento sería el de una luz sin sombras
y, por encima de todo, debía prever todo aquello que fuese
susceptible de ocurrir, a fin de decidir qué sentido exactamente dar
a su vida y a la sociedad.
La esperanza era la de un saber global, capaz de desplegar las
leyes de lo real y de la naturaleza, con el fin de dominar. Libre es
aquel que domina (la naturaleza, lo real, el propio cuerpo, el
tiempo); ese era el fundamento del cientificismo positivista. Si el
universo está escrito en lenguaje matemático, como afirmaba
Galileo, el desarrollo de los saberes debía estar en condiciones
de proporcionarnos su traducción, la ciencia sería el Champollion de
lo real: debería poder leer la naturaleza, así como Champollion
descifraba los jeroglíficos. Es en ese sentido que la promesa no se ha
cumplido: el desarrollo del conocimiento no nos ha instalado en un
universo de saberes deterministas y todopoderosos, que nos hubiesen
permitido dominar la naturaleza y el porvenir: al contrario, el siglo
xx marcó el fin del ideal positivista sumergiendo a los hombres en la
realidad de la incertidumbre.
Sin embargo, esta incertidumbre no es un desastre de la razón:
contrariamente a la opinión de muchos de nuestros contemporáneos
que tienen la tendencia a adoptar diferentes caminos irracionales,
esta incertidumbre que persiste, este desconocimiento que toma
imposible la promesa del cientificismo no es en absoluto, a nuestros
ojos, sinónimo de fracaso. Por el contrario, permite el desarrollo de
múltiples racionalidades no deterministas. Dicho de otra manera, el
hecho de que el determinismo y el cientificismo hayan caído de su
pedestal no implica en absoluto que dicha caída provoque la caída
de la racionalidad, de la que se habían apropiado.
Pero con respecto a las esperanzas que el cientificismo había
despertado, no podemos sino constatar toda la inquietud y toda la
tristeza inducida por esta transformación. Nos queda una
certidumbre, y no es una certidumbre menor: es posible superar esta
tristeza. La fuerza de esta certidumbre nos guía para formular
hipótesis para la atención y el acompañamiento en psiquiatría.
Estamos convencidos de que el pesimismo que domina hoy es por lo
menos tan exagerado como el optimismo de ayer. Para nosotros,
profesionales y por lo tanto prácticos facultativos, el pesimismo y el
optimismo no son más que dos categorías demasiado pasivas y
demasiado imaginarias. Lo que debe ser el futuro depende en buena
medida de lo que sepamos hacer en el presente.
La pregunta por el sentido.

Crisis dentro de la crisis: nuestra época habría pasado del mito de la


omnipotencia, por la que el hombre edificaba la historia a otro mito
simétrico; el de la total impotencia frente a la complejidad del
mundo. De ahí en más, se afirma la idea de que el hombre no puede
nada, salvo padecer las fuerzas irracionales de la historia. Para
nosotros, la cuestión es otra: cierto, el hombre no hace la Historia,
¿pero qué puede hacer el hombre en la Historia?
La Historia y las historias personales, familiares y sociales son
otras tantas dimensiones que, lejos de existir en compartimentos
estancos y autónomos, se cruzan incesantemente, delimitando así
encrucijadas y singularidades. Como ya lo escribió Husserl en 1930:
En la desdicha de nuestra vida —es lo que en todas
partes oímos—, esta ciencia no tiene nada que
decirnos.
Las preguntas que excluye por principio son
precisamente las preguntas claves en nuestra
desgraciada época para una humanidad abandonada a
los cambios del destino: son las preguntas que se
refieren al sentido o a la ausencia de sentido de toda
nuestra existencia humana3.
Si la tecnociencia no deja de progresar, el futuro sigue siendo,
más que nunca, imprevisible. Lo cual parece sumergir a la
humanidad de hoy en una impotencia absoluta. Todo sucede como si
la expansión de la técnica no pudiese encontrar ningún límite, ningún
eco en una reflexión capaz de orientarla, a falta de poder limitarla. El
hecho de que todo lo que es técnicamente

3
Husserl, Edmund, La Crise des sciences européennes et la phénoménologie trans-
cendantale, París, Gallimard, 1976 [Cráú de las ciencias europeas y la fenomenología
trascendental, Barcelona, Crítica, 1991],
posible realizar lo sea efectivamente, con consecuencias
considerables sobre los planos humano y cultural, lejos de dejar a
nuestros contemporáneos indiferentes constituye una de las fuentes
cotidianas de ansiedad (incluso si no es pensado en estos términos).
La violencia de una crisis semejante nos golpea de lleno, se
expresa mediante una miríada de violencias cotidianas. Es lo que en
nuestra jerga llamamos los ataques contra los vínculos,
significativos de esa incapacidad para elaborar un pensamiento que
nos saque de la crisis y de su corolario: la vida en la urgencia. Esto
provoca una serie de pasajes al acto difíciles de reprimir. El mundo
se vuelve incomprensible para j;odos, pero particularmente para los
jóvenes. No es sorprendente que, a la sombra de esta impotencia, se
desarrolle la práctica de los videojuegos. Cada joven, en una suerte
de autismo informático, se convierte en el amo del mundo en
combates singulares contra la nada, por un camino que no lleva a
ninguna parte. Si todo parece posible, entonces ya nada es real En
el marco de esta omnipotencia virtual, nuestras sociedades
aparentemente abandonan el dominio del pensamiento.
Como profesionales, queremos pensar este nuevo malestar
fuente de sufrimientos. En vez de ir hacia la abstracción, nuestro
trabajo debe comprender lo que sucede en los consultorios y en la
cotidianidad más concreta. Debemos asumir la novedad de esta
época con el fin de entender el reclamo que escuchamos sobre la
situación que vivimos nosotros, los pacientes y sus familias.
De acuerdo con este punto de vista, es importante darse cuenta
de que el mundo produce, paradójicamente, la primera gran sociedad
de la ignorancia. La relación de cada uno con las tecno- ciencias que
dominan la cotidianidad es, en efecto, una relación de absoluta
exterioridad. Antes, toda sociedad siempre había poseído técnicas.
Pero sus habitantes mantenían, en su mayoría, lo que podríamos
llamar una relación de intimidad: más allá de las
evidentes divisiones del trabajo, las técnicas no constituían una
combinatoria autónoma, no funcionaban de acuerdo con una lógica
propia, independientemente de toda consideración humana o
cultural, extraña por lo tanto a las preocupaciones de los hombres.
Pero esta sociedad, poseyendo igualmente sus técnicas, es la
primera que resulta literalmente poseída por ellas. Todo lo que
sabemos hacer es apoyamos sobre unos botones, pero generalmente
ignoramos los mecanismos que esos botones detonan. Esta realidad
histórica produce inevitablemente una subjetividad de
extrañamiento, un sentimiento de exterioridad con el mundo que
nos rodea. El mundo y los otros se vuelven utiliza- bles, y los
jóvenes son bombardeados permanentemente por mensajes
publicitarios que los invitan a convertirse en los valientes
predadores de su entorno.
Tal es el desfasaje en el que vivimos todos los días: por una
parte, soñamos con una gran ciencia, fuente de un cierto confort,
que nos ofrece técnicas. Pero por otra sufrimos por la ignorancia,
por no saber en absoluto cómo funciona, cómo puede ser orientado
o controlado ese fabuloso mundo de la luz que no cesa de producir
oscuridad e incertidumbre.
2. Crisis de la autoridad.

La crisis globaí y el trabajo terapéutico (en io que concierne a la


crisis dentro de la crisis) nos enfrentan a diario con uno de los
síntomas centrales de esta época: el cuestionamiento del principio
de autoridad. Este síntoma es un elemento recurrente en nuestro
trabajo, forma parte de las preocupaciones profesionales (y
personales), dado que corresponde a una crisis de los principios que
fundan las relaciones entre adultos y jóvenes. El mantenimiento de
ese conjunto de principios, que permitían al adulto educar y proteger
al joven, hoy está seriamente en peligro. Sin embargo, no podemos
educar ni curar de la misma manera en una sociedad estable que cree
en el futuro que en el seno de una sociedad en crisis, que le teme a
ese mismo futuro.

La amenaza del autoritarismo.

En nuestro trabajo de psis, los reclamos que incluyen la expresión


(autoritarismo) conciernen tanto a los barrios como a las escuelas o
al núcleo familiar. Nos convertimos así en testigos de un sufrimiento
ligado a lo que podríamos llamar una desaparición —o tal vez
incluso un derrumbamiento— del principio de autoridad. En la
escuela, en el colegio, en el liceo, el maestro, el
profesor o docente ya no parecen representar un símbolo
suficientemente fuerte para los jóvenes: la relación con el adulto se
percibe ahora como simétrica. Simétrica en el sentido de que ya no
existe una diferencia, una asimetría susceptible de instaurar de
entrada una autoridad y de constituir al mismo tiempo un sentido y
un marco propicios para la relación.
En una relación simétrica, dos seres humanos establecen una
relación de tipo contractual: no hay nada que prefigure la relación,
fuera de la relación misma. Para los padres y los docentes es difícil
asumir sus roles dentro de ese marco, dado que todo parece
obligarlos, en nombre del respeto al principio de libertad
individual, a justificar sus acciones frente al joven (que acepta o no
lo que se le propone en una relación igualitaria).
Esta simetría padre-hijo viene a veces a borrar la percepción de
las necesidades del hijo en función de su edad (es decir, su propia
realidad). De esta manera, cada vez con más frecuencia hay padres
que consultan por niños pequeños, de dos a cuatro años, que
describen como tiranos, violentos e indomables. Esos padres se
sorprenden de no poder convencer racionalmente a su hijo, de tener
que consentir, casi contractualmente, las limitaciones educativas
que intentan imponerle. Se dirigen a él como a un igual —un otro
simétrico—, a quien hay que convencer y con el cual hay que evitar
a toda costa estar en desacuerdo. Esta dificultad de algunos padres
para mantener una posición de autoridad tranquilizadora y de
contención deja al niño solo frente a sus pulsiones y a la angustia
que de ella se desprende. Conlleva por lo tanto una angustiosa
tensión entre el niño y sus padres, transformando la vida familiar
en un inquietante psicodrama permanente... A tal punto que, a la
ansiedad actual, se añade la inquietud por el porvenir: ¿cómo será
cuando sea adolescente?
Paradójicamente, la crisis del principio de autoridad no se
corresponde en absoluto con un cuestionamiento del autoritarismo.
Por el contrario, esta crisis constituye una verdadera -
invitación a todos los autoritarismos. Una sociedad cuyos
mecanismos de autoridad están debilitados, lejos de inaugurar una
época de libertad, entra en un período de arbitrariedad y confusión.
Esta sociedad oscila permanentemente entre dos tentaciones; la
de la coerción y la de la seducción mercantil. De esta forma, algunos
docentes intentan a veces ganarse la atención de sus alumnos
mediante técnicas y astucias de seducción, ya que parece inadmisible
la idea misma de decir Me tienes que escuchar y respetar simplemente
porque yo soy responsable de esta relación. En nombre de esa
supuesta libertad individual, el alumno o el joven adopta el papel del
cliente que acepta o rechaza lo que el adulto- vendedor le propone.
Y cuando esta estrategia fracasa, el único recurso es la coerción, la
fuerza bruta.
Estas dos tentaciones no son más que dos variantes del
autoritarismo que inevitablemente induce la relación de simetría
entre jóvenes y adultos. No es sorprendente que en estas condiciones
se desarrolle la violencia, porque esta relación no puede fundarse
sino en la simple relación de fuerzas (incluso si se trata de fuerza de
seducción o de convicción). En efecto, el autoritarismo no reposa en
el principio de una persona que actúa en nombre de la ley (ley que,
a fin de cuentas, nos une a través de la obediencia y nos protege). Por
el contrario, con el autoritarismo, aquel que tiene aires de autoridad
se impone al otro en la medida en que su fuerza es la única garantía
y el único fundamento de la relación.
A la inversa, el principio de autoridad se diferencia del
autoritarismo en que representa una suerte de base común para los
dos términos de la relación: en nombre de ese fundamento
compartido, está claro que uno representa a la autoridad, mientras
que el otro obedece; pero al mismo tiempo queda establecido que los
dos obedecen a ese principio común que, por así decirlo, prefigura la
relación desde el exterior. De modo que el principio
de autoridad se funda en la existencia de un bien compartido, de un
mismo objetivo para todos: yo te obedezco porque tú representas
para mí la invitación a encaminarse a ese objetivo común, porque yo
sé que esa obediencia te ha permitido a ti mismo convertirte en este
adulto de hoy, como yo lo seré mañana, en una sociedad con el
futuro asegurado.
Pero ese futuro ya no tiene nada de seguro. Y cuando el joven
pregunta por qué debe obedecer, una gran mayoría de los adultos se
encuentra en la incapacidad de responder claramente Porque soy tu
padre... Porque soy tu profesor... Si el joven no está seducido o
dominado, entonces no ve ninguna razón para obedecer al otro, ese
semejante que pretende merecer respeto... ¿en nombre de qué?
Es justamente en esta pregunta donde se cristaliza el problema
de la autoridad: ¿en nombre de qué? ¿En nombre de qué principio
común será aceptada una relación jerárquica o de autoridad por las
dos partes de una situación, sin que esa relación derive y se
transforme en autoritarismo? Hablar de la crisis es precisamente
hablar de la crisis de esta relación.

El fin del principio de autoridad-anterioridad.

Pero la confusión aumenta cuando, a priori, toda impugnación de la


autoridad establecida y de la jerarquía social aparece como
portadora de emancipación y de libertad. La independencia de las
colonias, el movimiento feminista, las luchas por los derechos
civiles de las minorías, o incluso el movimiento contestatario de los
estudiantes en Mayo del 68, ¿no surgieron en su momento de una
impugnación sana y anhelante frente a la autoridad?
Sin duda, así es. Es sólo que el cuestionamiento de la autoridad
que aquí nos interesa no tiene ninguna relación con esos
movimientos de emancipación que son fuente de justicia. Al
contrario, se trata allí de una tendencia característica de nuestras
sociedades ganadas por un individualismo sin límites, en nombre del
primado que el neoliberalismo concede a los estrechos intercambios
de consumo. Ninguna forma de solidaridad es percibida
positivamente en ese contexto, ya que, dentro de esa visión
utilitarista del mundo, la humanidad aparece como una serie de
individuos aislados que mantienen antes que nada relaciones
contractuales y de rivalidad, haciendo pasar a un segundo plano las
afinidades electivas, las solidaridades familiares o de otro tipo.
Así, las ideas dominantes en nuestra cultura han evolucionado.
Nos hemos vuelto hacia esa idea de la serialidad por la que la única
autoridad, la única jerarquía aceptada y aceptable es determinada
por el éxito y el poder personal, evaluadas y cifradas por el universo
de la mercancía. En ese mundo, las relaciones interpersonales se
ordenan en función de criterios de utilidad (utilidad en términos de
producción de beneficios, de poder). Así es como, sin que nos demos
verdaderamente cuenta, nuestra sociedad ha sustituido de algún
modo el principio de autoridad por otro principio fundado en el
sentimiento de inseguridad con respecto al futuro.
En cada cultura, el principio de autoridad reposa sobre bases
que evolucionan en el tiempo. Pero, más allá de esas evoluciones,
siempre se ha apoyado en una estructura invariante. Ese principio
universal funciona, como lo explica la etnóloga Frangoise Héritier 4,
a partir de la pareja autoridad-anterioridad: la anterioridad, la
antigüedad —en otras palabras, la preexistencia con respecto al
joven— representa de entrada una fuente de autoridad.

4
Héritier, Frangoise, MasctüinJFéminin. Dissoudre la hiérarchie, Tomo 2, París,
Odile Jacob, 2002.
Si lo anterior representa la autoridad, no es porque el adulto esté
dotado de una cualidad personal particular, es porque encama la
transmisión y la viabilidad de la cultura: si ello ha sido, si lo que
vivimos es, entonces, en el futuro será. Este principio de autoridad-
anterioridad no excluye en ningún caso la novedad y el cambio,
simplemente ordena la evolución a través de la transmisión y la
responsabilidad común, asumida por todos y que garantiza la
supervivencia de la comunidad.
Pero en nuestros días, para muchos, los ancianos ya no
representan ninguna autoridad, ya no aseguran la transmisión
cultural. Parecería que no hubiesen sabido transmitir a las jóvenes
generaciones la idea de un mundo y de un futuro agradables. Y con
razón... Millones de jóvenes no vería a sus padres levantarse para ir
a trabajar, millones de jóvenes viven permanentemente bajo
bombardeos publicitarios que promueven un mundo donde lo único
que cuenta es la capacidad de poseer. A partir de los años setenta,
que marcan el inicio de la crisis, dos o tres generaciones han vivido
la ruptura histórica que hemos evocado, el cambio designo del
futuro, el pasaje del futuro-promesa al futuro-amenaza.
Las generaciones de la crisis, es decir los adultos de hoy, no
representan a ojos de sus hijos ni una permanencia, ni una esperanza
en el futuro. Muy por el contrario, encarnan la imagen de
generaciones que han fracasado: los sentimientos de inquietud y de
ansiedad impuestos por la crisis van a la par con el cuestionamiento
de los adultos.

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