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Los esclavos eran parte del patrimonio del amo y cualquier daño a los mismos podía exigir
resarcimiento en bienes o servicios. De hecho, en sociedades clásicas esclavistas como
la griega, se podía llegar a la esclavitud por impago de deudas, por crímenes cometidos o
por derrota militar. Incluso existían esclavos del Estado, dedicados a la función del
servicio público.
Sin embargo, la esclavitud no fue abolida en ese momento (deberían pasar casi 1500 años
más), sino que dejó de ser el motor de la producción, para pasar el testigo al modelo feudal
que imperó en Europa durante toda la Edad Media.
A partir de las invasiones bárbaras al Imperio Romano en el siglo V, se desencadenó la
Revolución Feudal que terminó con el modelo esclavista y convirtió a los esclavos en
siervos, que cultivaron las tierras de los grandes terratenientes o Señores Feudales.
Estas dos clases sociales se diferenciaban ampliamente a lo largo de sus vidas y podían
cruzar sus destinos en pocas ocasiones, siendo una de ellas la guerra, obligación principal
de los nobles y secundaria de sus vasallos. Una tercera clase social la constituía el clero.
A ellos la Iglesia Católica les garantizaba su subsistencia, pero les impedía acumular
propiedades de ningún tipo.
Por regla general, la condición de noble o campesino se mantenía toda la vida, ya que la
nobleza se transmitía por vía consanguínea (de allí que se hablara de “sangre azul” o
“sangre patricia”). Las limitadas vías de ascenso social eran el heroísmo en la guerra, la
adscripción al clero y el matrimonio con personas de abolengo o apellido noble.
Hacia el final del modelo feudal apareció una nueva clase social, la burguesía,
compuesta por hombres libres poseedores de negocios y capitales, aunque no así de
títulos nobiliarios. A medida que esta clase creció y se afianzó como la nueva clase
dominante, el feudalismo se aproximaba a su fin.