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Más allá de la posibilidad, también históricamente cierta, de posiciones singulares y concretas
(y hasta de un repertorio de éstas que no identifique de modo expreso sus criterios
generales), el derecho se ha exhibido en forma de principios, o ha remitido tácitamente a
ellos.
La razón de esta circunstancia debe encontrarse en la radical oposición entre el derecho y la
arbitrariedad. Y en la convergente necesidad de definir los criterios jurídicos de un modo que
permita convalidarlos antes aun de su aplicación concreta).
El origen histórico de esos principios del derecho, de esas normas generales y abstractas,
anteriores a los hechos que vinculan, no siempre es identificable.
Muchos de ellos se pierden en el tiempo, en una zona imprecisa de tradiciones y motivos
religiosos.
Se los recupera a través de recopilaciones históricas o de referencias literarias, a veces
fragmentarias, que resguardan su vigencia anterior.
Lo decisivo para validarlas sin embargo, más que su autoría (y de la tradición que se reconoce
complementariamente como criterio de autoridad), es su consecuencia con un modelo
fundante.
Valen por lo que expresan, más que por su origen. Reconocen, por sobre una instancia de
creación personal o temporal, un fundamento material de contenido.
En el estado de derecho, en el que coexisten derecho y poder, esos principios por lo común se
mantienen, pero con una importante modificación: el poder los recepta y reformula.
Esto es visible en todas las constituciones del estado de derecho.
El constituyente asume a los principios como propios.
De ese modo, al renovar su autoría, ensaya una nueva validación, definida no ya por la
pertenencia de los principios al derecho, sino por su inclusión en la misma constitución que ha
dictado.
Valen con ella. Pasan a ser constitucionales. Se convierten en la ley constitucional del estado.
Esto si bien por un lado los refuerza (compromete toda una organización del poder y un
aparato coactivo al servicio de su vigencia) por otro lado los debilita, ya que los ata al mismo
origen histórico y a la misma intelección de los demás textos constitucionales.
Es decir, se los incorpora a una serie de mecanismos inmanentes al poder del estado, que en
los hechos pueden servir no sólo para respaldar su vigencia sino también para empobrecer el
ulterior sentido de su aplicación.
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La recepción y reformulación de los principios jurídicos por el poder constituyente se
complementa en la actividad ulterior del poder constituido.
En ella el dictado de una legislación (que se renueva y amplía permanentemente), asume una
importancia decisiva e introduce una nueva modificación al derecho desde el poder.
Los principios del derecho no se aplican directamente. La ley se vuelve mediadora para su
actuación concreta.
Esa mediación no es sin embargo rigurosa. Toda reglamentación genera, por si misma,
exigencias que no se encuentran en los principios de los que parte. Los criterios iniciales van
matizándose, de ese modo, por una suerte de lógica interna de las normas que los
reglamentan.
Por lo demás, la legislación no sólo es reglamentaria sino complementaria. Incluye
deliberadamente contenidos neutros, que pierden toda posibilidad de una referencia directa a
principios de derecho, o, lo que es más delicado aun, contenidos que se acomodan a razones
de estado.
A partir de cierto momento, el estado de derecho ofrece una traducción legal del derecho en
la que, sincréticamente, conviven principios jurídicos, normas neutras y modificaciones
surgidas de las propias necesidades del poder.
El control de juridicidad real (es decir, de subsistencia del derecho en el modelo integrado del
estado de derecho) se vuelve allí especialmente complejo.
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Todo esto acarrea un fuerte empobrecimiento en la creación y evolución del derecho.
Y tensiones, cuando, por avatares de la situación política, la ley del estado no logra canalizar
los requerimientos de la conciencia jurídica, deja fuera de ella los contenidos del paradigma
del derecho.
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5. Sustitución del sentido de obligatoriedad interna del derecho por el de la coactividad.
La ley proviene del poder y se incluye en un orden inmanente que tiende a resguardarla como
obra de ese mismo poder que la ha dictado y promulgado.
Al ligarse así, se produce otra modificación en el derecho: la sustitución de su obligatoriedad
interna por la coacción con la que el estado resguarda el cumplimiento de sus leyes.
Esta sustitución no es total. La obligatoriedad en conciencia de los contenidos del modelo
jurídico obviamente se mantiene, ya que el mero agregado de una sanción a su
incumplimiento no puede desplazarla totalmente.
Pero la aparición de la coactividad, con un protagonismo amplio, respaldando a cada ley que
dicta el estado, conduce otra vez (como en el valor dado a la legalidad) a una nivelación
formal.
Las leyes, de contenidos diversos, sean portadoras reales de una propuesta jurídica o
simplemente reglamentarias de un justo legal, se igualan desde el punto de vista de la
respuesta a su incumplimiento.
Todas ellas aparecen resguardadas en su vigencia de la misma manera.
En esa nivelación, la adhesión interna que puedan suscitar sus contenidos, se diluye ante el
episodio coactivo.
Además, de ese modo queda impropiamente legitimado el uso de la fuerza para resguardar la
aplicación al derecho (uso este que en ningún caso podría derivarse del paradigma mismo del
derecho: desde el derecho es imposible validar su aplicación coactiva).
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(Una preservación de las libertades internas puede lograrse también y en mejor medida desde
el derecho como límite del poder y no desde su separación de lo moral. El vínculo del derecho
con lo moral arranca en su propia base, en el respeto a la persona de todo hombre.
Circunscribir lo moral a los actos internos (más allá de la impropiedad ontológica de la
distinción sobre la que se apoya) supone una visión restringida, que lleva a pensar luego a la
regulación de los actos externos, confiada al derecho del estado, como a una mera técnica).
8. El estado de excepción
El estado de excepción es el punto límite de la relación de derecho y el poder en el estado de
derecho.
Algunos (muchos, los más importantes) principios jurídicos quedan con él en suspenso. Su
lugar es ocupado por posiciones de poder.
Se lo dispone a partir de una conmoción o alteración del orden, que (según la valoración del
poder constituido) impediría, temporalmente, la vigencia plena del modelo integrado estado
de derecho.
Las constituciones establecen algunos resguardos sistémicos para su instauración regulando la
magnitud de sus efectos y su extensión temporal. De cualquier manera el estado de excepción
significa siempre una grave alteración del derecho en el estado de derecho, por el
desplazamiento en bloque de sus principios.
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La teoría política y la jurídica (construidas desde el estado de derecho) han tratado de validar
la alteración del modelo alegando la necesidad de preservarlo teóricamente y asegurar así la
ulterior restitución de su vigencia práctica.
Desde el paradigma jurídico la existencia aun temporaria de un sistema político en el cual la
vigencia del derecho sea preterida en todo o en parte, resulta especialmente problemática.
El estado de necesidad, la legítima defensa y el derecho de resistencia violenta a la opresión
(que constituyen puntos críticos en los que el derecho pareciera colocarse en contradicción
consigo mismo) no alcanzan a fundar suficientemente un instituto en el que un poder
organizado políticamente pudiera desbordarse.
(El estado de derecho no prevé un simétrico desplazamiento del poder en nombre del
derecho. Un estado excepcional donde el derecho sustituya las posiciones del poder, rija
desde sus prístinos principios, sin mediaciones ni interferencias: sin lo neutro, ni lo
circunstancial, ni la razón de estado).
Para hablar en esos términos es necesario salirse de los mecanismos inmanentes al estado de
derecho y plantear desde el modelo puramente jurídico, resguardos extrasistémicos del
derecho frente al poder.
9. Límites recíprocos
La asunción de los principios jurídicos por definiciones que provienen del poder, su
reglamentación legislativa, el valor de la ley del estado, su definición formal, la preterición de
otras fuentes del derecho, la pérdida de su universalidad y del sentido de su permanencia, la
incorporación de resguardos coactivos, su separación de lo moral, su desplazamiento en el
estado de excepción son sólo algunas de las modificaciones y límites que el derecho
experimenta en el modelo integrado estado de derecho. Habría que agregar otros todavía,
relativos a la historicidad y al sentido grupal que introduce su relación con el poder o al
monopolio de la jurisdicción (y con ella al resguardo sistémico de su vigencia) que el estado de
derecho también propone.
Va de suyo que una lectura de modelo integrado estado de derecho para ser completa
necesitaría no sólo precisar las modificaciones al derecho en su convivencia con el poder, sino
también las modificaciones al poder en su convivencia con el derecho.
Y que en ese sentido varias de las alteraciones aquí expuestas valen en sentido inverso y
expresan, simétricamente, límites al poder desde el derecho.
Algo de ello quedó anticipado en orden a la separación del derecho y la moral (que procuró
limitar avances insoportables sobre la conciencia personal) y algo así también podría decirse
respecto del mayor valor que asume la ley del estado (y que da lugar al principio de legalidad,
decisivo para contener jurídicamente y controlar la actividad administrativa del estado).
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10. Conclusión
Se trata en el estado de derecho como ya se ha dicho de un modelo integrado construido a
partir de dos paradigmas diferentes.
La palabra estado sugiere estabilidad. La palabra derecho remite a ciertas constancias, a
ciertos rasgos también estables en un proyecto de orden social.
Su aplicación simultánea (difícil; para nada desdeñable), conlleva sin embargo, a una
permanente inestabilidad interna.
Poder y derecho tratan de avanzar el uno sobre el otro.
El poder limita al derecho y el derecho limita al poder.
Una antigua lucha entre dos protagonistas cotidianos de la vida social.
Aunque irresuelta, el derecho tiene en ella la ventaja de ser, hoy, el único modo de vida
compatible con el respeto a la dignidad del hombre.
Base, por lo demás, de proyectos (no sólo sociales) más altos todavía.
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El poder es una relación en la que una individualidad se expande en detrimento de otra u
otras. La libertad de uno se desmesura, la libertad de los otros se restringe en la medida de
aquel desmesuramiento. El poder es la afirmación de uno y la negación del otro.
Poder y violencia pueden –es cierto- asumir grados muy diversos. Esto es particularmente
notable en orden al poder. Desde un poder fugaz, momentáneo, casi inadvertible para las
mismas partes que lo viven, hasta un poder extremo que aprisiona y disuelve una
personalidad en otra, como el que se da en casos extremos de sugestión personal o,
estructuralmente, en las grandes concentraciones de poder político, militar o económico.
Aún cuando algunos pensadores hayan hablado en estos casos de una transformación
cualitativa del poder y aunque ella sea en algún sentido verdadera, la relación de poder refleja
siempre una idéntica situación de desigualdad, que es la que abre paso, precisamente, a las
permanentes perplejidades que plantea su existencia.
La relación de reconocimiento es en cambio la de una afirmación recíproca. Las partes se
encuentran admitiendo su profunda, radical equivalencia. La comunicación, el intercambio, el
encuentro de persona con persona se hace a partir del presupuesto de igualdad recíproca.
Nadie avasalla ni supera a nadie, como en el poder, nadie daña ni menoscaba a nadie como en
la violencia. El encuentro, aún fugaz, es pacífico. Esta zona de reconocimiento es,
esencialmente, la zona de la paz.
El amor por su parte plantea la alternativa más extraordinaria y profunda que un hombre
puede encarar. Por ella –básicamente por ella- se expresa la condición humana y la dignidad
del hombre –verdadera imagen y semejanza de lo trascendente- alcanza su dimensión más
intensa.
El amor principia siendo una negación: toda persona que haya amado o ame sabe hasta que
punto el amor convoca a negarse (“…todo lo sufre, todo lo crea, todo lo espera, todo lo
soporta…” por recordar el texto paulino): pero esa negación no concluye allí, sino que, por el
contrario, se vivifica en ulteriores y más profundas afirmaciones como reconocía Hegel: el
amor lleva en sí su propia contradicción.
Su negación se resuelve en una afirmación nueva. Es ese grano de trigo que cae, muere y hace
nacer muchos frutos como expresa el Evangelio.
Estos cuatro tipos de relaciones sociales en los que se resuelve el panorama de las
comunicaciones y vínculos posibles entre los hombres, vale extraordinariamente para una
reflexión, acerca del derecho.
Voy a dejar por ahora el complejo tema de las recíprocas correspondencias entre el respeto y
el amor y hasta que punto, siendo uno base elemental del otro, el amor supera de tal modo al
derecho que lo lleva al punto de su propia escatología, planteando problemáticamente la
razón de su existencia final.
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Quiero –en homenaje a mi patria que recupera la vida armoniosa del derecho- referirme
brevemente a las relaciones del derecho con el poder y la violencia.
El derecho es el orden del reconocimiento. Su ubicación sociológica está precisamente en
aquella gama de relaciones en las que los hombres se encuentran con sus semejantes
reconociéndose en su esencial igualdad. Por eso el derecho es armonía y paz, y una forma
esencial de comunicación entre los derechos que expresa su radial humanismo.
El derecho permite que dos personas sin perder su libertad –más bien realizándola en su
sentido más profundo- se encuentren respetuosamente. Las diferencias se resuelven con
criterios de justicia.
Las pasiones se atemperan por el camino del diálogo. La mesura, la ponderación, la
racionalidad, a sumen un sentido decisivo, en donde el sentimiento no se excluye por cierto,
pero se afirma y purifica a través de una respuesta inteligente.
Por eso la profunda discrepancia del derecho con la violencia.
El derecho es el orden de la paz, de una paz pacificadora, además, porque se multiplica por
caminos duraderos. Es el orden del contrato, de un contrato que iguala hasta el tráfico de los
bienes materiales y de los servicios personales. El orden de la propiedad, en la medida en que
ésta es reflejo de la proyección de la personalidad, y respuesta a sus necesidades materiales y
espirituales. Es el orden de la vida. De la libertad del pensamiento creador, del arte y de la
investigación de la verdad.
Es el orden de la privacidad domiciliaria, del pensamiento que ese expresa sin temor, del Dios
amado y rezado con el corazón sustentado por la gracia, pero abierto, por la libertad. Hasta la
pena –sujeta ella misma a múltiples cuestionamientos en orden a su legitimidad- se dulcifica
con el derecho: se vuelve cautelosa y limitada respuesta crítica, llena de condicionamientos y
de precauciones.
El juicio de los jueces es una reflexión mesurada y cuidadosa, humilde, porque asume la
dimensión perpleja del sentido del hombre en la tierra.
La violencia (y el orden externo de la violencia) muestra en cambio un panorama
desastrosamente diferente. Sus modos no son de comunicación entre los hombres sino
apenas de contacto. El ser íntimo de cada uno se cierra al enemigo, el hombre se transforma
en una cosa, apta para ser dañada o destruida.
Esto se advierte especialmente con las grandes concentraciones de poder armado que tanto
pesan sobre la conciencia moral de nuestro siglo y que son la expresión teratológica de una
violencia potencial.
El poder por su parte es el eterno contradictor del derecho. El derecho se vale –es cierto- a
veces, mínima y cautelosamente, del poder (no como existencia esencial de su ser sino como
mera concomitancia, como contenido de un derecho subjetivo del hombre frente a otros
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poderes que lo agraden), pero guarda frente a él una esencial prevención, un permanente
cuidado.
Toda la historia del derecho es, junto a la de la oposición a la violencia, la de la oposición al
poder.
El derecho constitucional, al limitar el poder político, organizándolo de modo de impedir la
opresión. El derecho administrativo, trazando límites a los meros criterios de utilidad y
eficiencia a partir de la existencia de los valores permanentes del derecho, y básicamente, a
partir de la necesidad de respeto del administrado; el derecho penal con sus
condicionamientos a la pena (incluso a través de la fijación de tipos delictivos); el derecho
laboral, que trata de igualar relaciones que de otro modo permitirían un abuso; el derecho
civil que exige que las relaciones entre los contratantes se tracen en situaciones de equilibrio e
igualdad, son expresiones de esta tendencia fundamental de contenido de sentido del
derecho a lo largo de toda la existencia.
El derecho es el orden de la paz, porque es contrario a la violencia, y es el orden de la
seguridad (de la verdadera y humana seguridad), porque está construido en permanente
vigilia frente al poder, a su expansión y a la arbitrariedad, que es el poder desmesurado, sin
límites.
Nuestro país –que ha conocido las dolorosas instancias de la violencia desatada sin control y
del poder expandido hasta extremos de delirio- luego del largo camino de sus propias
penurias, regresa esperanzado al derecho. Esto significa, entre otras cosas, incorporarse al
sentido de la historia del crecimiento del hombre y de su evolución. Porque a esta altura del
desarrollo de la conciencia moral el hombre sabe que el recíproco respeto es el modo
verdadero de orden y de organización social. Y que cada vez que por error, por el extravío de
una conciencia confundida, asume la violencia como forma de acción política, o el poder
desnudo sin los límites estrictos del derecho, retrocede en la cultura, marca una claudicación,
traza una historia que marcha en el sentido inverso al que le marca el crecimiento del hombre
en la búsqueda de su propia humanidad y de su trascendencia.
Si la violencia y el poder desmesurados deben ser condenados como claudicaciones de la
cultura, el regreso a la vigencia del derecho, la perpetua y constante voluntad de hacer de
cada acto de la vida de relación una expresión de respeto recíproco debe ser saludado con
entusiasmo, ya que significa recuperar el perdido sentido de la existencia social, mirar hacia
delante, componer la perspectiva de un futuro que en cuando sea más humano será también
más promisorio.
El derecho, que es el orden de la paz, de la libertad, del trabajo, de la vida, por eso mismo, se
nos abre en este tiempo como un inmenso amanecer. En él habrá que construir, sin
cansancios, el genuino humanismo de una convivencia armoniosa y la esperanza de un destino
más bueno y verdadero.
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La muerte de Sócrates
Vale recordar la muerte de Sócrates, para repensar los hondos significados que con indecible
tristeza desde ella dimanan.
Sócrates fue antes que nada, y sobre todas las cosas, un filósofo. Y la palabra acaso pocas
veces haya tenido un sentido más preciso que cuando se la ha referido a él. Porque filósofo
significa amante de la sabiduría, y Sócrates fue un amante lúcido, un buscador apasionado, un
admirador infatigable de la verdad esquiva, del esplendor oculto en las cosas, del sueño
alucinado del conocimiento.
Y del mismo modo que un amante no cesa nunca en la búsqueda de aquello que ama (porque
no hay dificultad ni frontera que pueda detenerlo) así también el amor de Sócrates por la
sabiduría no tuvo límites que contuvieran su fervor, cansancios que demoraran su inabarcable
búsqueda.
Fue también un hombre virtuoso, un hombre justo. Y en el plano de su enseñanza moral, fue
posiblemente el primero en rebelarse contra una vieja prédica de retribución, oponiéndole un
principio mucho más profundo y perdurable. Esa ruptura con antiguos compromisos aparece
descripta en el libro I de la República y deviene de muchos otros pasajes de la literatura
platónica.
Poetas y filósofos habían, en efecto, sostenido que cuando alguien era agredido, vituperado,
perseguido, debía devolver con mal también el mal recibido. Simónides, por ejemplo, sostenía
que el hombre justo era aquel que hacía el bien a los amigos y el mal a los enemigos; otro
poeta, Esquilo, afirmaba que es agradable el corresponder con males al mal; también Píndaro,
en el mismo sentido.
Sócrates, levantándose contra esa equivocada pedagogía, insiste que al enemigo es preciso
retribuirle con el bien. Que la bondad debe ser dispensada tanto a los malos como a los
buenos. Que el hombre justo no puede jamás dañar a nadie.
El modo de enseñanza de Sócrates era oral y dialogado. Fue un genuino propulsor de la
dialógica. Es famoso su método a través del cual, y por medio de preguntas que se sucedían
sin descanso, iba llevando al interlocutor a hallar por sí mismo una respuesta.
Para que en el encuentro de las distintas dudas y preguntas, fuera cada uno quien hallara la
solución a un problema, o por lo menos, descubriera un punto nuevo desde el cual empezar
otra vez las reflexiones.
Nunca escribió libro alguno. Su filosofía se conoce únicamente por los comentarios de sus
discípulos, de Platón sobre todo, que siendo el más grande de todos ellos, dedicó muchos días
de su larga vida a relatar, en diversas obras, los diálogos de Sócrates, sus disquisiciones y sus
búsquedas.
A menudo en esos relatos, Platón agrega a las palabras de Sócrates sus propias palabras.
Entonces discípulo y maestro se funden en la magia del pensamiento, en la transposición de
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los tiempos que significa complementar y a veces hasta suplementar sobre el decurso de los
mismos diálogos, el genio de uno con el genio de otro.
Sobresaliente en las campañas militares por su valor, profundamente religioso, vivió su vida
llena de pobrezas materiales y de riquezas de espíritu.
Un día, sin embargo, un hombre de cuyo recuerdo no quedan más que alguna breve relación
en Aristófanes y la memoria de este hecho trágico, (su nombre ahora no importa), presentó
ante el Tribunal una imputación concebida en estos términos: Yo…natural del lugar de Pitos,
intento acusación criminal contra Sócrates, hijo de Sofronisco, del lugar de Alopecia.
Sócrates es reo de no creer en nuestros dioses, y de introducir entre nosotros nuevas
divinidades con el nombre de genios. Sócrates es reo porque pervierte la juventud de Atenas. Y
en pena de ello pido la muerte.
Esta incriminación, movida en parte por rencores personales y en parte por la mediocridad de
quienes la alentaban, se fundaba en hechos completamente falsos. La religiosidad de Sócrates
no podía ser controvertida, porque se revelaba en muchísimos aspectos de su prédica y en los
sacrificios rituales que frecuentemente ofrecía en los altares públicos. La corrupción a la
juventud difícilmente podría haber derivado de un hombre de vida austera, preocupado por
desentrañar la verdad y recuperar el bien.
Sin embargo, la acusación prosperó rápidamente con esa rara fuerza con la que crecen a veces
las ingratitudes entre las poblaciones.
En los primeros momentos, Sócrates ni siquiera intenta defenderse. Cuenta Jenofonte que
cuando uno de sus discípulos llamado Hermógenes le pide que trabaje en preparar su defensa,
le contesta: no he hecho otra cosa desde que respiro; examínese toda mi vida, y allí se
encontrará mi apología.
Muchas veces, sin embargo, la verdad necesita apoyos externos, sobre todo cuando debe
enfrentarse a discursos en los que todos los medios retóricos han sido usados falsamente,
para suplir con vanas palabras la inconsistencia de los argumentos.
Llevado ante el Tribunal, Sócrates habla con la entereza de la inocencia y con la simplicidad de
quien se sabe justo.
Comparezco ante este Tribunal -dice- por primera vez en mi vida, aunque ya tengo más de
setenta años. Ante un Tribunal donde todo, el estilo, los usos, son nuevos para mí. Voy a hablar
sin palabras buscadas, sin frases escogidas, bien o mal, con las expresiones que primero
encuentre; porque descanso en la confianza de que no diré nada que no sea justo; y que se
atenderá más a mis razones que a las palabras con que las diga.
Después rechaza la imputación de irreligiosidad. No hay ninguna divinidad nueva o extraña
que haya introducido. Él ha seguido el culto como todos. Tampoco ha corrompido a la
juventud.
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Me imputan -dice- que yo pervierto a la juventud de Atenas. Que me citen un discípulo mío a
quien yo haya inducido al vicio. En esta Asamblea estoy viendo a muchos de ellos: que se
levanten y depongan contra quien los ha pervertido; y si los detiene el respeto que todavía les
queda: que sean los padres, los hermanos, o los parientes, los que lo hagan: Sin embargo, lejos
de acusarme, ellos mismos han acudido en mi defensa, y me han manifestado y participado su
defensa.
Luego, adentrándose ya en las razones reales que fundaban la denuncia, expresa: Las
calumnias del acusador no son las que me costarán la vida; sino el odio de esos hombres vanos
e injustos, a quienes he quitado la máscara con que encubrían la ignorancia y los vicios: odio
que ha hecho perecer tantas gentes de bien, y que hará perecer muchos más; pues no debe
creerse que mi suplicio pueda extinguirlo.
A medida que la defensa de Sócrates iba siendo más vibrante, por esa dialéctica negativa que
contradice a la verdad y a la inocencia, la maldad de los juzgadores crecía.
He buscado -dijo- en las diversas clases de ciudadanos los que gozaban de mejor reputación, y
no encontré más que presunción e hipocresía. Procuré hacerles dudar de su mérito, con lo cual
se volvieron enemigos irreconciliables; de lo que inferí que la sabiduría pertenece solamente a
la divinidad, y que el más sabio de los hombres es el que menos cree serlo.
Los jueces de Sócrates (tan inferiores a quien tenían que juzgar) calificaron algunos de insulto
su entereza; otros se ofendieron por sus palabras, por la serenidad que le daba el saberse
inocente. Se dictó sentencia declarándoselo reo y convicto.
Aún así sus enemigos ganaron por la diferencia de muy pocos votos.
Según las leyes de Atenas se requería todavía una segunda sentencia para imponer la pena.
Esta sentencia también es dictada y es confirmada su condena a muerte. Sócrates la escucha
con la tranquilidad de un hombre que toda su vida había estado preparándose para morir.
A los jueces que lo habían absuelto, los consuela diciéndoles que nada malo puede sucederle
al hombre de bien, ni durante su vida ni después de su muerte; a los que lo habían acusado y
condenado, les predice que experimentarán continuamente los remordimientos de la
conciencia; pero que no temiendo él a la muerte, no estaba enojado con ellos, aunque debía
quejarse de su odio.
Terminado el proceso, Sócrates sale del Tribunal para ir a la cárcel, sin que se note mudanza
alguna en su semblante ni en su andar. Los discípulos van llorando en cambio al lado suyo. El
intenta calmarlos: ¿no sabían acaso que cuando la naturaleza me concedió la vida decidió
también que algún día debiera perderla?
El más desconsolado de todos era un joven llamado Apolodoro a quien la aflicción tenía fuera
de sí. Lo que más siento, decía, es que te hayan condenado inocente. Sócrates lo mira y se
sonríe: Acaso hubieras preferido verme condenado culpable, le dice.
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Es que si la muerte es como un sueño, uno de esos sueños pacíficos que no es turbado por
ningún ensueño, morir es un bien, porque es como llegar a una noche muy tranquila, sin
ninguna inquietud y sin ninguna turbación.
Si la muerte es en cambio un tránsito de un lugar a otro, y si según se dice, en otro mundo está
el paradero de quienes han vivido. ¿Qué mayor bien se puede imaginar? El alma volverá a
encontrarse con aquellos hombres sabios y buenos, y la alegría entonces no tendrá límite.
Hacia el final de los treinta días que pasa en la cárcel, esperando el cumplimiento de la
sentencia, un discípulo suyo llamado Critón le propone huir. Con algún dinero serían
sobornados los guardias, y quienes lo acusasen. Se le proporcionaría en Tesalia, una ciudad
cercana, una morada digna donde vivir en el destierro.
Sócrates rechaza del modo más rotundo el ofrecimiento y de nada valen los argumentos de
Critón por hacerle desistir. Su deber está, por encima de la injusticia de la sentencia, en
obedecer lo que los jueces han dispuesto.
En esta ciudad -dice- he vivido toda mi vida, y no he salido nunca de ella como no fuera para la
guerra; ciudad que me ha dado todo lo que necesitaba, los mayores bienes de mi vida. Y que si
ahora me da la muerte debo aceptarla con entereza.
Llegada a Pireo la nave de Délos, a cuyo arribo debía producirse su muerte, los once
magistrados encargados de la ejecución de las sentencias por los criminales pasan por la
cárcel.
El final ya está cerca. Sócrates intercambia sus últimas palabras con sus discípulos, y los
consuela hablándoles de la inmortalidad del alma.
Casi enseguida llega el carcelero, trayendo el veneno.
Le dice: vengo seguro de no oír de ti las maldiciones que me echan las personas a quienes
vengo a decir que es hora de tomarlo.
Sócrates no sólo no lo maldice, sino que aún le agradece y procura calmarlo porque el propio
carcelero en un rincón se queda llorando.
Con mano firme, toma la copa y bebe. El veneno va creciendo rápidamente por su cuerpo.
Tiene todavía sin embargo tiempo para consolar una vez más a sus discípulos, y para
recordarle a Critón que debía un gallo de un sacrificio a Esculapio, que no dejara de cumplir
esa deuda con la divinidad.
Después ya nada puede decir, y queda tendido y muerto.
La muerte de Sócrates parece una derrota de un justo ante la injusticia. Es a pesar de todo lo
más alejado posible de ella.
Su recuerdo no ha muerto, tampoco murió su doctrina. Sus discípulos la recogieron como un
preciado tesoro.
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Y fue transmitida para quienes hoy la recordamos, afirmando el diálogo (el encuentro
interpersonal, la fe en el otro, la búsqueda compartida del bien y la verdad) como el único
modo de existencia compatible con lo genuinamente humano.
Así, Sócrates renace, todos los días.
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