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JORGE LUIS BORGES Y LA BIBLIA

D an ie l A t t ala

La Biblia es sin duda el texto al que Borges alude con mayor frecuencia.
Rara vez la crítica se abstuvo de notarlo, y de advertir incluso sobre la
importancia que tendría ese hecho, que aunque meramente estadístico,
autoriza a suponer un sentido profundo. Algún que otro aspecto de ello
ha sido estudiado por la crítica. Pero la ley, por decirlo así, que sugiere
la presencia de ese texto de textos en la obra en su conjunto, apenas si
empieza a ser buscada. Las inexistentes quinientas páginas de La Biblia
en Borges: estudio y concordancias, de Carlos Monsiváis, sugieren que
tal libro es deseable además de verosímil, es decir, que materia habría
para que Monsiváis o cualquier otro lo hubiera escrito. Por ahora, sin
embargo, no es más que una ficción, al estilo de las de Borges, forjada
por el mexicano José Emilio Pacheco1. Y el hecho es, en suma, que
una imagen de conjunto de los usos de la Biblia en Borges está lejos de
haber sido alcanzada. Causa de ello es, por un lado, la costumbre (sana
en la mayoría de los casos) de entretenerse la crítica en el estudio
de casos aislados. Es lógico que así sea en tanto y en cuanto se trate
el asunto de manera lateral; son infinitos los artículos, capítulos y notas
marginales dedicados a la reelaboración literaria ocasional, en la obra
de Borges, de tópicos bíblicos puntuales —Adán, Caín y Abel, Ju-
das, tal sentencia de Job o de los Evangelios—. Lo es menos pensar que

1. La obra de Salvador Vélez (2011), quizá el primer intento de enfoque abarca-


dor, sistematiza tópicos y entradas en el corpus que resultan de gran utilidad, aunque
la obra debe casi todo a las pioneras de Sosnowsky (1976), Alazraki (1988) y Aizenberg
(1986 y 1997), a las que remitimos al lector. Otro trabajo de interés es el de Romero
(1977), aunque se ocupa más de teología que de la Biblia; véase el nutrido índice de
entradas teológicas que trae su artículo. Otras herramientas útiles están en Balderston
(1986), y en Fishburn y Hughes (1990).

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el panorama brotará de amontonar estudios acerca de esos tópicos.


Sobre todo que escritor tan atento y sensible a las condiciones de su
oficio —y que ha dado, en este sentido, tanto que pensar acerca de
nociones como escritura y reescritura, texto y contexto, libro, biblio-
teca, cifrado, autor, lector, sentido, y otras que ciñen tanto como estas
nuestra práctica de la literatura—, no iba a limitar su negocio con ese
«manantial», con ese «venero» que es la Biblia, a tomar prestado tan
solo tal o cual personaje, tan solo este o aquel versículo2.
Otras tres circunstancias ayudan a entender la escasez de estudios
de conjunto. Una es la complejidad y vastedad de la obra, potenciada,
en segundo lugar, por el modo de trabajo de Borges tanto a la hora de
escribir como a la de editar: la reescritura (Alazraki 1984; Lafon 1990).
Y relacionado con ello, en tercer lugar, la lógica y acaso definitiva
ausencia de una edición crítica y genética de sus escritos, cosa que
tan solo en estos últimos años y en dosis homeopáticas se va llevan-
do a cabo o se proyecta llevar a cabo (Cajero  2006; Ortega y Del
Río 2001; Lafon 2010; Balderston 2010; Rosato y Álvarez 2011; Va-
riaciones Borges, n.º 38). Este capítulo no va a suplir aquella escasez.
Se contentará con recoger algunos aportes de la crítica, aunque dada
la enormidad de la bibliografía, huelga aclararlo, es inevitable que ni
siquiera todo lo esencial figure aquí. Se tratará, sobre todo, de trazar
algunas líneas con las que creemos que debería contar un estudio de
conjunto del fenómeno que nos interesa.

I. LA BIBLIA SEGÚN BORGES

Antes de pasar a ello se impone, sin embargo, declarar la excepción a


la regla: los estudios de la cábala en Borges, que desde el artículo de
Rabi en 1964 exponen teorías u observaciones generales de las que
un estudio sobre la intertextualidad bíblica no puede prescindir. Y es
mérito principal de estas obras pioneras, de Alazraki, Sosnowski, Bar-
natán, Aizenberg, justamente el no haberse limitado a rastrear citas,
personajes o episodios bíblicos aislados para atacar también asuntos
que atañen a la obra en su conjunto y a conceptos literarios esenciales
como los enumerados arriba. No es este el lugar de reseñar sus teo-
rías; cuando sea necesario, se hará un envío a esos trabajos. Sí lo es, en
cambio, el de hacer la crítica de uno de los puntos de partida que los es-
tudios sobre Borges y la cábala suelen adoptar. Ya que si bien es verdad

2. Los epítetos que entrecomillamos figuran en TR III 289; las abreviaturas se


explican en la sección Referencias bibliográficas, al final del capítulo.

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que se interesan en las Escrituras, la mayoría de las veces ese interés


termina donde lo hacen las teorías cabalísticas (que en la pluma de
esos críticos son más nutridas que las que Borges, modesta y tal vez
sinceramente, en sus protestas contra su presunta erudición, admitía
conocer). En lo que toca a la cábala, o mejor dicho, a lo que la cábala
tiene de doctrina positiva, no solo Borges siempre tuvo por humilde
su saber en la materia, sino también por meramente literaria su predi-
lección por ella, así como por las otras tantas teorías que atrajeron su
atención y lo entretuvieron a lo largo de su vida. De hecho, antes que
la doctrina, de la cábala lo atraían «sus procedimientos hermenéuticos
y criptográficos», es decir, las técnicas de escritura y de lectura («Una
vindicación de la cábala», OC I). Los críticos que exploran esta vía
reconocen en reiteradas ocasiones el límite que esta confesión les opo-
ne; esa reiteración sugiere que la tentación es grande de abusar de
esa clave3. Saúl Sosnowsky comenzaba su libro de 1976 deplorando
la ausencia de trabajos sobre las fuentes cabalísticas de Borges; luego
conjeturaba, para explicar en parte esta ausencia, que el artículo de
María Rosa Lida de 1952, donde la brillante filóloga se divertía en una
sarta de genealogías eruditas disparatadas de ciertos pasajes de Borges,
no había sido entendido como la broma que era. En nuestra humilde
opinión, los infinitos y eruditísimos trabajos sobre la cábala en Bor-
ges que sucedieron al de Sosnowsky sugieren, por el contrario, que
la clarividente sátira de Lida no fue tomada con suficiente seriedad.
Hasta el punto de que algunas de sus genealogías son menos dispara-
tadas que muchas de las que contienen tantos trabajos sobre Borges
y X —donde el lector ha de colocar alguno de los dominios de la su-
puesta erudición del autor de Ficciones: Borges y la cábala en primer
lugar, pero también Borges y las matemáticas, la topología, el sánscri-
to, la lógica de predicados, el psicoanálisis, la metafísica, por no hablar
de la física cuántica y la teoría de la relatividad—. Es con terror sagrado
que se han de estudiar estos temas en Borges (y en cualquier otro gran
escritor); buena parte de su técnica consiste —y esto no es una críti-
ca y menos una censura— en fingir erudición y aun profundidad. Es
más: es la principal lección que parece haber asimilado de la cábala
y, más en general, sencillamente, de la Biblia (aunque también del
Corán y de ciertas tradiciones católicas y sobre todo protestantes)4.
Con todo, no son las conclusiones apresuradas de quien estudia
con demasiado ahínco la influencia de la cábala lo que nos interesa

3. Cf. Alazraki (1997) y Barnatán (1978: 58-61).


4. Sobre el espinoso tema de la erudición en Borges, cf. Saer (1999), Molloy
(1999: 153-163) y Pastormelo (2007).

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cuanto cierta contracción o reducción injustificada que ese interés por


demás exclusivo ha producido, en lo que toca a la Biblia al menos, en
la noción de lo judío utilizada por Borges. Ya desde el artículo precita-
do de Rabi, la definición de lo judío, que es una (pero solo una) de las
nociones por las que Borges alude a lo bíblico, deja afuera de manera
como mínimo arbitraria sus intereses en el cristianismo, empezando por
el más importante de todos, el que recae sobre la figura de Jesús, para
Borges tan judío como Adán, Moisés o Isaías. Con esta generalización
engañosa comienza el artículo de Rabi: «Las alusiones directas o indi-
rectas a la tradición judía son numerosas en Borges. En forma paralela,
la crítica de los mitos y dogmas cristianos es en él muy viva. Desconocer
este doble hecho produce los peores equívocos» (1964: 265). Peores
equívocos produce, en nuestra opinión, la distinción que acarrea acep-
tar sin crítica esos supuestos hechos: como si estos «mitos y dogmas»
se hubieran engendrado al margen de aquella «tradición judía»; como
si tales cosas, en fin, fueran tan distintas una de la otra y no tuvieran
un vasto campo en común5.

5. Comenzamos con el trabajo de Rabi porque tanto Alazraki como Sosnowski y


Aizenberg siguen, en cierta forma, la misma artificiosa delimitación. En sus libros, la fi-
gura de Jesús suele pasar como una exhalación, o no pasar en absoluto. En el único lugar
de su libro de 1986 donde Aizenberg se preocupa por la delimitación del concepto de lo
judío en Borges (la Introducción), el problema está planteado de una manera, amén de
rápida, bastante confusa: «¿cómo puedo definir lo que es un elemento judío en Borges?
Las alusiones a la Kábala y el uso de las ideas kabalísticas son obviamente judías, como
lo son los poemas dedicados a Israel. Pero, ¿cabe decir lo mismo de las referencias bíbli-
cas que aparecen en los escritos de Borges? Las Escrituras no son patrimonio exclusivo
de los judíos, sino que también pertenecen a los cristianos y a los no creyentes. Incluso
ciertas partes de la Biblia no son aceptadas o canonizadas por el judaísmo» (1986: 13).
El problema era saber si el Nuevo Testamento en sí mismo ha de ser considerado judío
o no (para Borges lo es, en el sentido más o menos vago de que ha sido producido por
y, por lo tanto, supone, una misma tradición), y no si las tradiciones que reivindican
la Biblia son todas judías o no: evidentemente no, sobre todo porque ahora se toma
judías en el sentido restrictivo de religión judía, es decir, no cristiana (la pregunta
supone, pues, una tautología). De todos modos, por mal planteada que esté su pre-
gunta, Aizenberg elude incluso responder con claridad a ella. Reconoce, sí, que «las
sagradas Escrituras» «pertenecen a la órbita del judaísmo», pero se guarda de extraer las
consecuencias del hecho de que el Nuevo Testamento forme parte de esas Escrituras.
En efecto, en el resto del libro no se abandonará nunca la vaguedad y sobre todo la par-
cialidad de este inicio: se excluirá lo cristiano, y cuando no sea posible otra cosa, se lo
disimulará, subrayando y exaltando correlativamente todo lo que remite al judaísmo en
el sentido restrictivo del término (religión judía no cristiana). Baste decir, como prueba
de esto, que Jesús, quizá la figura bíblica y judía más recurrente en la obra de Borges, no
es ni siquiera mencionada como tópico judío. Lo mismo ocurre en el segundo libro de
Aizenberg, y en los de Alazraki y Sosnowsky dedicados al mismo tema. Reanudando en
forma explícita la reflexión de los tres autores mencionados, Fishburn (1998) también
se pregunta por lo «hebreo en Borges», y en nota a pie de página consigna la pertenencia

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Los textos de Borges sugieren que para él, una cosa debía ser la
teología cristiana y otra muy distinta el Nuevo Testamento. Mientras
que este se encuentra por varias razones en la esfera del judaísmo,
aquella, que jamás se presenta especialmente vinculada con el Nuevo
Testamento, ya debía, según Borges, pertenecer a otra esfera cultural,
llámese grecorromana, medieval o moderna, o si se prefiere, Occidente,
ya que la Biblia entera arraiga desde su punto de vista en el terreno,
no por vago menos determinado, que él denomina oriental. Confundir
ambos es lo que autoriza a Rabi a identificar lo judío borgeano con
la religión de Israel y con la mística judías, con exclusión, pues, de lo
bíblico cristiano. Desde esa perspectiva, la Biblia se limita como mucho
al Antiguo Testamento y tan solo en lo que hace a la lógica del ensam-
blaje textual ya esta limitación arbitraria puede, si no inducir a errores
graves, obliterar una dimensión importante del rol que juega la Biblia
en esta obra: no solo el Nuevo Testamento, sino también el principio
que rige su articulación con el Antiguo en la Biblia, es decir, el tipo o
figura, con su estructura de anuncio o prefiguración y cumplimiento, de
anti-tipo y tipo, tan característica sobre todo de la exégesis cristiana y a
la que Borges alude en forma explícita y a veces en relación con la más
cristiana de las figuras, la que según san Pablo enlaza a Cristo con Adán
y aun con cada uno de nosotros6. No solo rara vez Borges menciona la
Torá, sino que a veces ni siquiera lo hace cuando se ocupa de lo que
algunos críticos parecen considerar la quintaesencia del judaísmo en

del Nuevo Testamento a ese concepto. En el resto del artículo, sin embargo, se olvida
por completo de la importante salvedad y se acomoda a la tradición. En un artículo
reciente, Aizenberg (2015) ha matizado su inicial identificación entre cábala y judaísmo;
la de Borges sería, indica además, una suerte de cábala cristiana.
6. La asociación paulina entre Adán y Jesús aparece en «La forma de la espada»
(Ficciones); en «La creación y P. H. Gose» y «El ‘biathanatos’» (Nuevas Inquisiciones);
en «El instante» (El otro, el mismo); y en «James Joyce» e «Israel» (Elogio de la som-
bra). Un estudio sobre la noción exegética de figura en Borges no carecería de interés,
en especial sobre el parentesco que puede existir entre ella y los usos de la simetría, la
repetición y el anacronismo en sus textos. Cada una de las páginas de su autoría contiene
elementos que se le pueden relacionar, como estos versos de su primer poemario: «que
todo inmediato paso nuestro / camina sobre Gólgotas» (OC I: 21). No basta el platonis-
mo —recurso ordinario de la crítica— para dar cuenta de todos estos juegos. Aunque sin
establecer el vínculo con la Biblia, Michel Lafon la encontraba, a esta estructura bíblica de
anuncio y cumplimiento, sutilmente inscrita entre la obertura de la edición definitiva de
Ficciones y su cierre, esto es entre «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius» y «El Sur»: este relato,
escribió Lafon, hace o cumple lo que aquel dice o predice (2010: 23). Podríamos ir,
todavía, más lejos: «Tlön» es algo así como el Génesis (pero no tanto porque narre la
creación de un mundo cuanto, sobre todo, la caída de sus demiurgos que han querido
igualarse a Dios) allí donde «El sur» no es otra cosa que la Pasión o muerte del héroe.
Sobre «Tlön» y la Biblia, ver Borges y Carrizo (1983: 222).

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este autor, la cábala, v. gr., en «Una vindicación de la cábala», donde


se trata siempre de unas genéricas sagradas Escrituras7. Por otro lado,
Borges nunca detalla los atractivos que para él ofrece la cábala —esen-
cialmente, la noción de un texto absoluto y del mundo como texto—,
sin dar noticia conjuntamente de las otras dos y aun tres y más fuentes
que le han revelado atractivos idénticos: L. Bloy, T. Carlyle, T. de
Quincey, católico el uno, presbiteriano el segundo, protestante el ter-
cero, y antisemitas, además, como Borges anota y desaprueba, los
dos primeros. La cábala misma es para Borges menos judía que el
primer cristianismo: para él (OC III: 320), y Alazraki (1988) no deja
de mostrarse de acuerdo con él, es más una doctrina neoplatónica con
algo de pitagorismo y de gnosis, filosofías extrañas a las tradiciones
de Israel, que una mística judía.
Rememorando la emocionada visita que realizó a Israel, invitado
por el gobierno de ese país, en 1969, dice haber recordado, «a orillas
de Galilea», estas líneas de Shakespeare que el editor traduce así: «Sobre
cuyos acres caminaron aquellos / pies benditos / que, hace mil cuatro-
cientos años, / clavaron, para nuestra salvación, en la / amarga cruz»
(A:  148-149). La crítica lo ha recordado muchas veces: desde joven,
Borges manifestó en ocasiones su deseo de ser o de haber sido judío;
pero en el poema donde lo confiesa, preguntando con esperanza si en
sus venas no correrá la sangre de Israel, define las Escrituras como un
arco tendido entre Adán y Cristo: «Sé que estás en el sagrado / Libro que
abarca el tiempo y que la historia / Del rojo Adán rescata y la memoria /
Y la agonía del Crucificado» («A Israel», OC II: 374). Desde nuestro
punto de vista, esta definición delimita con claridad qué hay que en-
tender por Biblia y por Escrituras en el contexto de la obra de Borges.

II.  SALMOS ROJOS Y CRUCIFIXIÓN DEL SOL

En una entrevista con J. Alazraki (1997), a la pregunta de cómo


empezó a interesarse por la cábala, Borges responde (cambiando de
enfoque con toda intención) evocando su fascinación por «todo lo
hebreo» (en lo que, como acabamos de apuntar, Borges incluye el

7. Aizenberg (1986: 22; 1997: 20) escribe: «Borges llama a la Biblia hebrea ‘el


punto de partida de todo’». Tras consultar la fuente citada (Sverdlik 1977, que pude
ver gracias a la amabilidad del señor Sami Rozenbaum, director de Nuevo Mundo Is-
raelita de Venezuela), constato que el epíteto hebrea no está en el original. El añadido
confunde al lector, da la impresión de que Borges excluye de su afirmación al Nuevo
Testamento, que está en griego. Cuando Borges caracteriza a la Biblia como hebrea y
judía, no piensa tanto en la lengua cuanto en la cultura o en la civilización de los judíos,
cuya lengua, como es sabido, no fue (ni es) únicamente el hebreo.

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nacimiento del cristianismo)8. Y declara que esa fascinación habría


nacido en él porque su abuela paterna, que era inglesa y protestante
(«anglicana, pero hija de pastores metodistas», la define a menudo),
conocía al dedillo su Biblia: bastaba que uno citara «un versículo
cualquiera» para que ella al punto lo ubicara. No está demás anotar
que su padre era ateo y que su madre, así como su familia de apellido
Acevedo, era de tradición católica y bastante recalcitrante, al menos
aquellos de sus miembros para quienes, según el propio Borges, ser
protestante era «sinónimo de ser judío, es decir, de ser ateo, librepen-
sador o hereje» (Milleret 1967: 39). Nacida al contacto con la Biblia
presbiteriana de su abuela, con el encanto a un tiempo de lo prohibi-
do por el tradicionalismo católico de la rama materna (el «catolicismo
petulante y autoritario que padece nuestra república» [BS: 18]) y de lo
recomendado por el modelo marginal, agnóstico y anarquizante de
su padre, aquella fascinación por lo judío está tan arraigada en Bor-
ges que pronto llega a anhelar, más incluso que a creer, como se dijo,
tener orígenes judíos. Sus dos principales amigos de colegio en Suiza
los tenían, y es en carta a uno de ellos, Maurice Abramowicz, que
revela en 1920 su esperanza retrospectiva: «Primero —y esto halaga
esa obsesión judaica que tantas veces me has señalado— acabo de
descubrir en un libro de un tal Ramos Mejía [...] que los Acevedo (la
familia de mi madre) son sefaradíes, judíos portugueses convertidos.
No sé bien cómo celebrar ese arroyo de sangre israelita que corre por
mis venas» (CF: 111). Poco más tarde, en otra carta, revela al menos
uno de los motivos de este orgullo: «Mientras que en el Tiempo en
que nosotros (étnicamente nosotros) escribíamos los Salmos, Europa
no era nada de nada» (CF: 116). Y para decirlo todo: en medio de
estas dos cartas, ya escribe en otra una lista de obras «esenciales» de la
literatura que se repetirá más o menos idéntica a lo largo del resto
de su vida: los Salmos, los dramas de Shakespeare y los Evangelios
(ibid.). Una ampliación de esta preferencia cultural es de 1934, en un
sarcástico artículo de título zoliano, «Yo judío», al evocar su «esperanza
de entroncar con la Mesa de los Panes [Ex 25 y Lev 24] y con el mar
de Bronce [1 Re 7 y 2 Cr 4], con Heine, Gleizer [editor suyo] y los diez
Sefiroth, con el Eclesiastés y con Chaplin» (TR II: 89-90).
A la escuela primaria concurrió por vez primera a los nueve años;
hasta entonces fue educado por su abuela inglesa y una institutriz
del mismo origen. Sus estudios secundarios los realizó —entre 1914

8. La entrevista es de 1971. En varias oportunidades se nota a Borges esquivo


con respecto a la pasión preponderante de Alazraki por la cábala. Véase la entrada del
diario de Bioy Casares del día 20 de junio de 1983 (2006: 1575-1576).

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y 1918— en Ginebra, donde «el hábito de la Biblia» (TR III: 85) que


Borges siempre atribuirá a Inglaterra y a la herencia de su abuela protes-
tante, pudo seguir incidiendo en él: su colegio había sido fundado por
Calvino. Durante esos años y hasta por lo menos 1922, Borges se apa-
siona por la literatura alemana, y si bien al parecer no tanto por la Biblia
de Lutero (que habría conocido entonces, pero que al menos más tarde
juzgará de mala calidad [Bioy Casares 2006: 598, y «El libro de arena»]
o en todo caso inferior a la inglesa [Borges-Carrizo 1983: 42), ni solo
por El Golem de Meyrink (que suele darse como origen de su in-
terés por la cábala y en cierto modo, junto al Intermezzo lírico de
Heine, por lo judío [Aizenberg 1997: 25-27]), sino por algo tanto o
más importante para nosotros: la poesía de los jóvenes alemanes, tan
cercana al horror de las trincheras y tan atenta a lo que la Biblia ofre-
cía para intensificar la expresión de esa cercanía. Decimos la Biblia;
convendría decir el Nuevo Testamento, aunque no sería erróneo re-
ducir aún más el foco y hablar simplemente de la vida de Jesús y sobre
todo de la Pasión. Y ello tanto en el expresionismo poético como en
el pictórico (E. Nolde, M. Beckmann, O. Dix, L. Corinth). Dos ras-
gos destaca Borges del expresionismo alemán en sus textos críticos de
alrededor del año 20. Los dos están también en su poesía de entonces:
la connotación cristiana (que él a veces llama mística, acaso eufemis-
mo por religiosa), y lo que en la época se denominaba maximalismo y
tal vez hoy diríamos extremismo político («Acerca del expresionismo»;
TR I: 178). En una nota a un poema de Johannes Becher, «el más alto
poeta de Alemania y uno de los poetas cúspides de la épica pluricorde
europea», escribe: «Crucificado sobre el mutilado torso de Europa supo
ritmar, en sus himnarios plenos de oceánicas resonancias, la gesta de
la guerra y la revolución, de la agonía y del resurgimiento» («Anto-
logía expresionista»; TR I: 62). Esa «agonía» y ese «resurgimiento»
poseían en aquel entonces una significación cristiana indisimulable.
Durante años se tuvo a Salmos rojos (o Ritmos e incluso Himnos
rojos; alusión a Rusia y a la esperanza revolucionaria pero también a la
poesía bíblica), por su primer proyecto conocido de poemario9. Leídos,

9. Carlos García (2001) sugiere que si el legendario proyecto de Salmos rojos no


fue antedatado por Borges y no perteneció, pues, en realidad, a los años 1924-1925
(como pudo querer para no quedar atado a la influencia de Rafael Cansinos Assens),
entonces se situaría en algún momento de su pasaje por España, entre 1919 y 1920, y
se diferencia de un segundo proyecto, Salmos a secas, que habría efectivamente existi-
do entre 1924 y 1925. En Sevilla Borges había conocido a Cansinos Assens. Escritor de
educación católica, empapado, luego, de cultura judía, Cansinos fue autor de un libro
de salmos en prosa: El candelabro de los siete brazos (1914). Son muchos los poetas
hispanoamericanos que entre fines del siglo  xix y principios del xx buscaron títulos

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empero, en su conjunto, poemas, artículos y cartas del período, no solo


destaca en ellos la inspiración davídica de la forma —Borges llama
salmo a esos versos libres y de largas líneas de insistencias generosas
(«Con la cadencia adámica de tu oleaje, / Con tu salino y primeral
aliento»: «Himno al mar», TR I) que él mismo asociaba, además de con
la Biblia, con la poesía de Whitman—, sino también la recurrencia de
dos tópicos que no lo abandonarán: la Creación y la Crucifixión, di-
gamos el Alfa y el Omega de la Biblia, según el verso citado más arri-
ba (de «A Israel»)10. Se acaba de leer como el mar es «adánico» y sede de
un «primeral» aliento; con esos y parecidos epítetos, Borges suele aludir
también a la creación artística. En cuanto a la Crucifixión, es uno de los
símbolos preferidos por el Borges de entre 1920 y 1930 para «endiosar»
la realidad (el vocablo era muy suyo, junto con el adjetivo «grandioso»;
véase el prólogo de Fervor de Buenos Aires [TR I: 162]), con tono a un
tiempo patético y apoteósico, lejano aún del perplejo de la madurez.
Toda conjunción puede ser figura de la cruz: las líneas cruzadas de
una catedral o el fuselaje y las alas de un avión («Catedral» y «Gesta
Maximalista»); el sol y el mar o la tierra en el horizonte («Motivos
del espacio y del tiempo», «Rusia»); los amigos y la caída de la tarde

que mezclaran lo sagrado con lo profano, acaso con el objetivo de realzar, sublimar
o aquilatar la palabra poética, así sea por antífrasis como en aquellos Salmos rojos de
Borges. Tal el caso de «Antífona roja», poema de Almafuerte de hacia 1890, Prosas pro-
fanas de Rubén Darío (1896), Misal rojo de Lugones (proyecto de hacia 1896), Mi-
sas herejes de Carriego (1906), Iniciales del misal de B. Fernández Moreno (1915), y
otros. A la hora de apreciar en este punto la influencia de Cansinos, no se debe pasar por
alto que desde niño, Borges apreciaba la poesía de Almafuerte (hasta confesar haberla re-
citado —probablemente en su adolescencia— a orillas del Ródano); poeta de inspiración
bíblica, en un poema que Borges coloca en primer lugar entre los tres o poco más que
de Almafuerte según él se salvarían («Confiteor Deo»; ver Borges y Ferrari 2005: 146),
daba por modelo de sus versos los del salterio. En Almafuerte hay algo que también está
en la poesía del joven Borges y que no existe en los salmos más bien erótico-modernistas
de Cansinos: cierto espíritu apocalíptico, no erótico, pues, sino patético, a veces político
y colectivo. Almafuerte, Whitman, la vanguardia expresionista alemana, son tal vez más
importantes en la génesis del salmo borgeano de los años veinte («Himno del mar»,
«La llama», «Trinchera», «Rusia», etc., TR I) que el español Cansinos Assens. En
cuanto a «rojo», una lectura de «La llama» (TR I: 36) muestra que podría también,
en filigrana, aludir a Cristo; cf. Cajero 2006: 163. Más tarde, entre al menos 1924
y 1925, hubo como se dijo otro proyecto de poemario con el nombre Salmos que nunca
se publicó o que devino Luna de enfrente, que incluye, de hecho, tres poemas reunidos
bajo el nombre genérico de Salmos y que tienen, estos sí, mucho del estilo —«reposado
y ondulante», de «ritmo suntuoso» y «largos períodos» (García 2000: 77)— del maestro
sevillano: «Jactancia de quietud», «Singladura» y «A Rafael Cansinos Assens»; cf. Gar-
cía 2000. Sobre Almafuerte y la Biblia, ver Attala (2014).
10. La «insistencia generosa» de los Salmos (I: 18) puede aludir al paralelismo en la
poesía bíblica. Sobre los Salmos y Whitman, cf. Borges y Carrizo 1983: 42.

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(«Hermanos»); dos cuerpos en el acto sexual («La llama»); un anhelo o


un acorde y un piano («Sábados»); los carteles y los muros («Guardia
Roja», el manifiesto de Prisma); y en general el paisaje urbano («Arra-
bal»; «Guardia roja») (TR I). Y tanto abunda en esta metáfora de la
crucifixión —presente en varias de sus traducciones de expresionistas
también—, que él mismo bromea, con evocación de Nietzsche, firman-
do alguna carta como «el hombre del sol crucificado en los ponientes»
(CF: 166). La crítica interesada en nuestro tema apenas se ha ocupado
del Borges de estos años; lo suele hacer solo en vistas a esclarecer la ma-
durez, en la que para ella predominan temas como la cábala. Entonces
se despacha el período con vagas referencias a Meyrink y a su Golem,
y con no menos vagas alusiones a la poesía de Heine y los salmos de
Cansinos. La unilateralidad de estas reconstrucciones ante la simple
lectura, por ejemplo, de la primera edición de Fervor de Buenos Aires,
la terminó por confirmar la publicación por Carlos García de una carta
de Borges de 1921, dirigida al poeta alemán Kurt Heynicke, donde se
revela la existencia de otro proyecto de poemario, si anterior o no
al de Salmos rojos es difícil decirlo, cuyo título iba a ser Crucifixión del
sol11. Es verdad que en Inquisiciones, su primer libro de ensayos, Borges
ya descree de la poética expresionista: «en Alemania se ha estancado
el dolor en palabras grandiosas y en simulacros bíblicos» (I: 20). Pero
tampoco hay duda de que una y otra vez volverá a las «palabras
grandiosas» y a «los simulacros bíblicos», y que Cristo seguirá sien-
do un tema recurrente. Los conjurados, su último libro, arranca con
«Cristo en la cruz» y trae, además de un ensayo de evangelio («Otro
fragmento apócrifo»), multitud de otras referencias bíblicas (OC III).
Por fin, en su descripción del expresionismo, a la utopía social y
al cristianismo añade una característica idéntica a la que usa para defi-
nir la poesía bíblica y su propia propensión como poeta: la sensualidad

11. Es interesante citar in extenso una nota donde Carlos García (2001: 23) pone
en contexto el interés de Borges por el tema de su título: «El número siguiente [de la
revista Die Aktion], 23/24, del 12/06/1920, debe haber sido más del gusto de Borges, ya
que trajo, bajo la rúbrica ‘Passion’, siete poemas de Wilhelm Klemm [...], todos relacio-
nados con la pasión de Jesús, y que pueden haber contribuido a desarrollar en Borges
el interés que lo conducirá (hacia noviembre de 1920) a escribir el poema ‘Judería’ y a
comenzar el perdido ‘Crucifixión’. Véase, por lo demás, el grabado de Wach de igual tí-
tulo (‘Kreuzigung’), en la portada de Aktion X 13/14, 3-IV-20. Ya Der Sturm [otra revista
alemana], X 11, feb. 1920, traía en la portada un dibujo de Marc Chagall representando
una crucifixión [...]. El tema era casi omnipresente por estas fechas; en 1920, Lothar
Schreyer publicará ‘Kreuzigung’ en Der Sturm X,  66-68». También en la Vanguardia
francesa la guerra hizo surgir a primer plano la imagen de la cruz; para la de la catedral
como un avión y la de ambos como evocación de la cruz («Catedral» y «Gesta maxima-
lista»), Borges pudo inspirarse en Apollinaire (o en Huidobro); cf. Costa (1990).

484
J O R G E L U I S B O R G E S Y LA B I BL I A

de las imágenes. Tal es incluso el criterio que le permite distinguir —al


contrario de lo que supone Rabi— a los «visionarios judaicos» de la Bi-
blia, que corporifican los conceptos más abstractos, de los «pensativos
occidentales», que buscan, con la teología, el fin inverso: dilucidar «el
mundo externo mediante ideas incorpóreas». Su definición abarca,
repitámoslo una vez más, tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento;
así lo demuestra la cita que trae en su apoyo:

Tan evidente es esa idiosincrasia en la Escritura, que el propio San


Agustín señaló: «La divina sabiduría que condescendió a juzgar con
nuestra infancia por medio de parábolas y de similitudes, ha querido
que los profetas hablasen de lo divino a lo humano, para que los torpes
ánimos de los hombres entendiesen lo celestial por semejanza con las
cosas terrestres» («Acerca del expresionismo») (TR I: 179).

Hacia el final de su vida, en el «Prólogo» de La cifra (OC III), Borges


se verá a sí mismo en un camino intermedio entre aquellos opuestos.

III. TEXTO ABSOLUTO Y LECTURA INFINITA

Borges se definió a veces como agnóstico y otras directamente como


ateo; decía ser incapaz de creer en un dios personal (TR III: 317). Pero
el agnosticismo no le impidió interesarse en la Biblia. Al contrario:
escribió una obra en la que el Libro es omnipresente. Se la encuentra,
en efecto, en ficciones, poemas, ensayos, reseñas, prefacios, así como en
conferencias y entrevistas. Nótese, sin embargo, que tanto en la obra
dispersa de juventud como en los libros publicados entre 1923 y 1929
(tres de ensayos y tres de poemas), la Biblia cumple todavía un rol difu-
so: es fuente o referencia de cierto tono (de lo íntimo, pasando por lo
patético, a lo cósmico y apoteósico), de cierta forma (salmo), de cierto
recurso (metafórica sensual), de ciertos temas12, pero todavía no, como
a partir de finales de la década del treinta, el modelo de lo que ha de
ser una obra. Es verdad que algo de ello ya se lee en uno de los poemas
«metapoéticos» (Cajero Vázquez 2006: 153) de Fervor de Buenos Aires,

12. Ejemplos característicos de lo último, aparte de los mencionados Adán y Cris-


to, podrían ser el juicio final («Villa Urquiza», Fervor de Buenos Aires; «Carta en la
defunción de Proa», TE; «Casi juicio Final» y «Último sol en Villa Ortúzar», Luna de
enfrente; «Ubicación de Almafuerte» y «Dos esquinas», IA), la Creación («Himno del
mar» TR I; «Amanecer», FBA; «Después de las imágenes», I; «Manuscrito hallado en un
libro de Joseph Conrad»; Luna de enfrente), la esperanza mesiánica («Buenos Aires»; «Sá-
bados», FBA; «Carta en la defunción de Proa», «Norah Lange» y «Herrera y Reissig», I;
«Amorosa anticipación», Luna de enfrente).

485
D a nie l Att a l a

«Dictamen»: «Pero si al terminar un libro liso / que ni atemorizó ni


fue feliz con jactancia / siento que por su influjo / se justifican los otros
libros, mi vida / y la propia existencia de las cosas,  / con gratitud lo
ensalzo, y con amor lo atesoro / como quien guarda un beso en la me-
moria» (TR I: 169). Es una de las ideas que se harán fuertes más tarde,
de oscura pero poderosa raíz bíblica: un libro ha de ser capaz (como lo
es el Libro) de justificar los otros libros y sobre todo la vida del lector
y aun la existencia de las cosas. Debe hacer con el lector lo que la Bi-
blia hace con la humanidad. El libro es, así, o debe ser, figura de la Biblia.
El argumento más frecuente, practicado (de más está decir que
en apariencia) en su obra, en particular en las ficciones, dice que si el
Libro es obra del Espíritu Santo, entonces nada en él puede ser fortui-
to. Exigirá (y soportará) una exégesis puntillosa hasta el delirio y se
convertirá en reserva inagotable de lecturas: cada lector podrá ver en
su lisa superficie («Dictamen»), su propio destino: «En ese libro estás,
que es el espejo / de cada rostro que sobre él se inclina» («A Israel»,
OC II: 374; cf. «A Manuel Mujica Láinez», OC III: 157). Hace re-
montar la idea hasta las religiones llamadas del Libro, las doctrinas de
la inspiración y la cábala. En una conferencia sobre esta última, se
lee: «Las diversas y a veces contradictorias doctrinas que llevan el
nombre de la cábala, proceden de un concepto del todo ajeno a nuestra
mente occidental, el de un libro sagrado» (OC III: 318)13. Otra fuente
de la idea es el dogma, tan hiperbólico como la cábala, de que el Corán
es un atributo de Dios. Otra, la Formula consensus ecclesiarum helveti-
carum de 1675 —que la crítica pasa por alto cuando no es desatinado
pensar, al contrario, que pudo ser la primera forma en la que la idea en
cuestión llegó a conocimiento de Borges, en sus años de estudio en Gi-
nebra, cuna del calvinismo y centro de los debates exegéticos en torno a
la Formula consensus—, que «reclama autoridad», como escribe Borges,
«para las consonantes de la Escritura y hasta para los puntos diacríticos»
(OC I:  209). La referencia es al primer canon de aquel documento,
que a su vez se funda en Mt 5, 18. Vinculada a esta idea hay otra,
que además de los mencionados Bloy, Carlyle y De Quincey, Borges
encuentra en otros dos poetas y visionarios de tradición protestante,
E. Swedenborg y W. Blake: el simbolismo universal y la doctrina según
la cual «la historia es una sagrada Escritura que desciframos y escribi-
mos continuamente y en la que también nos escriben» (OC IV: 36).

13. Ver también «Del culto de los libros» (OC II: 91), «El libro» (OC IV: 165) y aun
«El libro» (TR III: 220). Muy diferente del libro sagrado es según Borges el clásico: a dife-
rencia del Homero de Horacio, el Espíritu Santo no puede dormir. Para la tradición greco-
latina, el libro sería un sucedáneo de la palabra oral, no una realidad sustancial ni sagrada.

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J O R G E L U I S B O R G E S Y LA B I BL I A

Nuestra idea, pues, del libro proviene según Borges de las, así lla-
madas, religiones (orientales) del Libro: judaísmo, cristianismo, islam.
Si juzgamos que el principio constructivo de la Biblia es el despliegue de
una historia según cierto orden preestablecido regido por el principio
de la figura o tipo y en el que cada detalle exige y, por lo tanto, posee
una razón de ser en el conjunto, aunque esa razón sea un misterio y, por
lo tanto, esté destinada a quedar abierta para siempre a las interpreta-
ciones (lo que equivale a decir que queda cerrada para siempre); o si
juzgamos, de manera más abstracta, que aquel principio constructivo
es la cita, la reiteración, la paráfrasis, la variación, la versión y la per-
versión, en fin, y para decirlo de un modo abusivamente científico, eso
que los informáticos o que Gérard Genette —discípulo en esto, según
él mismo lo declara, del propio Borges— llaman hipertexto, entonces
diremos que Borges construyó su obra a imagen de ese «viejo libro
mágico» (OC II: 384). Sería la puesta en escena de un número bastante
reducido de elementos (algunos de ellos, y no los menos prominentes,
sacados, para rizar el rizo, de la misma Biblia, o emparentados de
manera más o menos clara con ella), variados y reescritos de manera
de introducir en el lector la sospecha de que incluso las mayores baga-
telas —y sobre todo las mayores bagatelas— prometen (o amenazan)
con ser portadoras de un sentido decisivo que es necesario descifrar:
«Un libro impenetrable a la contingencia, un mecanismo de infinitos
propósitos, de variaciones infalibles, de revelaciones que acechan, de
superposiciones de luz, ¿cómo no interrogarlo hasta lo absurdo, hasta
lo prolijo numérico, según hizo la Cábala?» (OC I: 212). Tal el modelo
de Borges, la poética que muy justamente Pablo Ruiz llama, siguiendo
al propio Borges, «del azar cero»14.
Es así que algunos de sus cuentos están hechos para producir, en
un punto dado, a veces incluso en virtud de una futilidad, ese vuelco
radical del sentido característico del género policial (que interesó tanto
a Borges) y que adquiere en su obra una (apariencia de) profundidad
vertiginosa, en el sentido de dejar entender que esa epifanía es falsa y
podría dar lugar a otra y a otra más con tal de que la atención se des-
plazara apenas hacia otro detalle. Basta para mostrarlo la lectura de

14. Pablo Ruiz (2002: 208) escribe: «Borges, podríamos decir con cierta tolerancia
por la hipérbole, se pasó la vida escribiendo la Biblia, es decir, escribiendo textos que en-
gendraran un lector equivalente al lector engendrado por la Biblia; textos que toleraran y
hasta exigieran ser sometidos a esa lectura excesiva, abrumadora y peligrosa, y que incor-
poraran además el carácter premeditado de la trama y los procedimientos que incitaran la
lectura incrédula y suspicaz inventada por el género policial; textos que tuvieran por ideal
inalcanzable y modelador la aspiración al azar cero. Dicho de otro modo, Borges se pasó
la vida inventando a su lector, el gran personaje de su literatura, su gólem, nosotros».

487
D a nie l Att a l a

cualquier cuento de Ficciones o de El Aleph, pero especialmente «La


forma de la espada», «El tema del traidor y del héroe», «Tres versio-
nes de Judas», «El sur», «Los teólogos», «El muerto», «La otra muer-
te» y «El Aleph», en los que se juega con la inestabilidad que en buena
dialéctica afecta a todo grupo de contrarios, o en buena psicología (de
la Gestalt), a ciertas combinaciones de formas: si observo desde tal
punto de vista hay un pato, si desde tal otro, un conejo.
Entre los elementos emparentados con la Biblia hay uno que servirá
de ejemplo y de modelo de este proceder. Borges lo refiere en varias
ocasiones. Su carácter típico lo vemos en su afinidad con la noción
exegética de figura o tipo, así como en el hecho de que se vincula a la
historia capital de la Biblia, la encarnación, y en fin, en la predilección
que tuvo por él la apologética cristiana primitiva: el supuesto anuncio del
nacimiento de Jesús en la cuarta égloga de Virgilio, más milagroso
que el anuncio de Isaías 7, 11 por provenir de un gentil. Borges lo
emplea en «La otra muerte» (El Aleph), no solo para describir la historia
del entrerriano Pedro Damián —que fue dos historias contradictorias
en una (y más aún, ya que su nombre reenvía al lector a su homónimo
medieval, que creía que Dios podría deshacer el pasado)—, sino para
caracterizar el mismo cuento y, por extensión, acaso, toda su obra:
«Hacia 1951 [El Aleph es de 1949] creeré haber fabricado un cuento
fantástico y habré historiado un hecho real; también el inocente Virgilio,
hará dos mil años, creyó anunciar el nacimiento de un hombre y vatici-
naba el de Dios». Toda cosa puede, en cualquier momento, convertirse
en su contraria. Véase igualmente «El milagro secreto» (Ficciones).
Asimismo es probablemente bajo el signo de esta idea de un libro
absoluto, de apretada trabazón o urdimbre, que la obra de Borges está
sembrada como al azar, no digamos (porque ha sido dicho infinidad de
veces) de situaciones y paisajes idénticos, sino incluso (como algunos
críticos han subrayado) de elementos de apariencia anodina, pero que
de un texto a otro acaban insidiosamente por sugerir una trama secreta
y por obligar al lector —y a los críticos, que una y otra vez caen, sedu-
cidos, en la trampa— a pedir y a buscarles alguna explicación. Es «el
juego preciso de vigilancias, ecos y afinidades» («El arte narrativo y la
magia», OC I) que crean, por ejemplo, los arlequinescos rombos de co-
lores que saltan a la cara del lector en recodos de lo más alejados y sin la
menor relación aparente entre sí: «La muerte y la brújula» (Ficciones),
«Ema Zunz» y «La espera» (El Aleph), «El encuentro» (El informe de
Brodie), o «Avelino Arredondo» (El libro de arena)15. Lo mismo ocurre

15. Lida (1952: 56) vio en los rombos de «La muerte y la brújula» el «detalle su-
perfluo y decorativo» con que el asesino rubrica su trampa; vistos en la perspectiva de

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J O R G E L U I S B O R G E S Y LA B I BL I A

con las barbas, cabellos y ropas grises (y hasta ojos y pieles grises) de
algunos personajes misteriosos que pueblan ficciones y poemas; con
los objetos de hierro (camas, rejas, persianas), o con forma circular o
redondeada; con el color rojo; con el número nueve o con el número
catorce; o con algunas frases que se repiten enteras o con mínimas
o máximas variaciones entre página y página, a veces con diferencia
de décadas entre una y otra reaparición. Ejemplo entre muchos de
esto último, la afirmación de que si «la atención del Señor se desviara
un solo segundo de mi derecha mano que escribe, esta recaería en la
nada, como si la fulminara un fuego sin luz». La frase aparece idénti-
ca en «Historia de la eternidad» del libro homónimo, en «Deutsches
réquiem» (El Aleph), y, menos reconocible, en el cuento que sigue, «La
búsqueda de Averroes». E igualmente esta otra: «Los muchos años lo
habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generacio-
nes de los hombres a una sentencia», que aparece en «El sur» y en «El
hombre en el umbral» (El Aleph). Algunos personajes, por último,
pueden trascender un texto para reaparecer en otros; es el caso del
viejo harapiento acurrucado en el suelo al que se aplica la frase de
«El sur» y de «El hombre en el umbral» que se acaba de transcribir; es
así mismo el caso de Juan Muraña, que aparece en Evaristo Carriego,
resurge en algún poema (de El hacedor y de La Cifra) y vive todavía en
algún cuento (de El informe de Brodie); así, también, y emparentado
con Muraña, el caso de Rosendo Juárez, que pasa de «Hombre de la
esquina rosada» (1935) a «Historia de Rosendo Juárez» (1970), am-
bos a su vez reescritura de un cuento que había sido escrito más de
una vez («Leyenda policial», de 1927, «Hombres pelearon», del año
siguiente, etc.), cuentos todos que ya de por sí admiten, por último,
una lectura en clave de remedo evangélico (Tedio 2000a y b).
Un efecto de la importancia que tiene para Borges la idea de Libro
—así como una prueba lateral de ella— es el rol central de ciertas me-
táforas o símbolos en sus ficciones: la enciclopedia en «Tlön», el libro
laberíntico de «El jardín de los senderos que se bifurcan», la biblioteca
en «La biblioteca de Babel», la piel del jaguar en «La escritura del dios»,

la obra, parecen el «detalle superfluo y decorativo» con que el autor —ficticio dios
de sus escrituras— rubrica la suya. Similares rombos aparecen en la traducción de un
cuento de Agatha Christie, «The sign in the Sky» (The Mysteriours Mr Quin, 1930), in-
cluida en la antología de Borges y Bioy Casares Los mejores cuentos policiales (1943):
«La señal en el cielo». La palabra rombo no aparece en el original inglés. Alicia Ju-
rado (1964: 29) anota un posible origen autobiográfico de los rombos. Balderston
(1985: 165) señala que este aspecto del estilo de Borges también caracteriza la obra de
uno de sus autores favoritos, gran lector de la Biblia por lo demás, R. L. Stevenson (un
«estilo de ecos», según Alfonso Reyes).

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D a nie l Att a l a

el punto que condensa todos los puntos en «El Aleph»16, Shakespeare en


«Everything and nothing», el libro infinito en «El libro de arena», donde
la metáfora se confunde con el objeto que está consagrada a designar y
a parodiar (la Biblia), como ocurre ya definitivamente en «El evangelio
según Marcos», en el que el destino del héroe (morir en la cruz) se cifra
en las Escrituras mismas o en esa parodia suya que es la interpretación
que hacen unos campesinos iletrados de olvidada ascendencia escocesa
y presbiteriana. Lo mismo puede verse en el «La intrusa» (El informe de
Brodie), donde una Biblia olvidada en casa de unos hermanos igualmen-
te iletrados e igualmente de sangre anglosajona preside, aunque ilegible
ya para ellos, su destino tambaleante entre el odio fratricida de Caín y
el amor fraternal de David y Jonatán.
Esos objetos inagotables y proteiformes que hechizan los cuentos
de Borges —en un poema sobre Herman Melville, la Biblia es compa-
rada con el mar (OC III: 160)— son también, siempre, metáforas de
una escritura sagrada, o en todo caso de un poder sagrado, capaz de
serlo todo para todos, como dice san Pablo de sí mismo y en cierto
modo del Evangelio (1 Cor 9, 22): «Soy hecho flaco a los flacos, para
ganar a los flacos. A todos soy hecho todo, para que de todo punto
salve a algunos». Borges cita con frecuencia este versículo como ideal
de su escritura, lo que está en armonía con el proyecto más o menos se-
creto de escribir un libro, una obra, una biblioteca, conforme al modelo
de la Biblia —o en todo caso más o menos conforme, lo que, como se
dirá enseguida, no es lo mismo—. En un ensayo de Otras inquisiciones
conjetura la condición que tiene que cumplir un libro: «La obra que
perdura es siempre capaz de una infinita y plástica ambigüedad; es todo
para todos, como el Apóstol; es un espejo que declara los rasgos del

16. Se dijo que un obstáculo para nuestro estudio es la escasez de ediciones críticas;
hasta hace poco, «El Aleph» era el único que había recibido, aunque parcial, ese trata-
miento. Gracias a ello sabemos muchas cosas útiles: 1) Borges anota en el manuscrito en
cuestión referencias a Cosmas, monje egipcio del siglo vi, autor de un libro —Topografía
cristiana— cuya ambición es describir el mundo y demostrar, Biblia en mano, que no
es redondo como quería Ptolomeo, sino rectangular; 2) Borges leyó también (lo dice
en otro relato del Aleph, «Los teólogos») que Cosmas encontraba la prueba de ello en la
forma que Moisés, conforme al mandato de Dios, diera al tabernáculo; 3) atavismo de ese
antecedente podría ser la alusión, en «El Aleph», al «baúl que era un mundo»; 4) antes
de llamarse Aleph y de ser redondo, es decir, en una versión anterior del cuento, el
objeto mágico era rectangular y se llamaba «Mihrab», nicho de esa misma forma,
a menudo rematado con una media esfera, que indica la dirección de La Meca en las
mezquitas. Es interesante la sugestión de los editores: a Borges le habría ocurrido primero
la idea de un Aleph rectangular porque es la forma del libro. También es interesante saber
que antes de dar al famoso punto el nombre de la primera letra del alfabeto hebreo, hecho
de importancia capital para los estudiosos de la cábala en Borges, este había pensado
darle uno de tradición islámica.

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J O R G E L U I S B O R G E S Y LA B I BL I A

lector y es también un mapa del mundo» (OC II: 76). Es sabido: ningún


libro en Argentina más perdurable que el Martín Fierro. Y Borges le
aplica esa frase en el mismo instante en que va a entresacar de sus
páginas una biografía (apócrifa, en el mismo sentido en que se dice que
lo son ciertos libros bíblicos) del gaucho Cruz: «La aventura consta
en un libro insigne; es decir, en un libro cuya materia puede ser todo
para todos, pues es capaz de casi inagotables repeticiones, versiones,
perversiones» (OC I: 561)17. En 1945, en el contexto de una encuesta
a escritores, responde a la pregunta de cuál sería su mayor ambición
literaria: «Escribir un libro, un capítulo, una página, un párrafo, que
sea todo para todos los hombres, como el Apóstol» (TR II: 353)18. El
modelo de esa escritura es la Biblia.

IV. LIBRO Y ANTI-LIBRO: «EL SUR» Y «EL LIBRO DE ARENA»

Entre tantas metáforas y alegorías al mismo tiempo de la Biblia y del


ideal perseguido por su propia obra, destacamos dos, provenientes de
estos dos relatos, muy distintos entre sí y alejados en el tiempo pero
unidos por más de una simetría. «El sur» cuenta el accidente de Juan
Dahlmann, semejante al que el propio Borges sufrió en  1938 y que
habría motivado indirectamente su consagración al relato fantástico. El
accidente causa en el personaje una septicemia que lo lleva al borde de
la muerte, o a la muerte, ya que lo que le ocurre a partir del momento
en que va a sufrir una intervención quirúrgica puede ser leído como un
sueño (que acaba en muerte hospitalaria en medio de un delirio de
duelo a cuchillo en la campaña), tanto como una realidad: sale del
hospital y antes de llegar a la casa de campo donde quisiera ir a res-
tablecerse, es desafiado, acepta, se bate en duelo y muere. La relación
con la Biblia la dan ciertas circunstancias: el abuelo de Dahlmann había
sido «pastor de la iglesia evangélica», hombre, pues, del Libro; fiel a esa
tradición, él ahora trabaja en una biblioteca (como el propio Borges en
los años treinta); y luego —contracara de su fidelidad a la tradición

17. Hay quien interpreta que la pertinencia de la cita bíblica en este cuento tiene
otra cara; que el sargento Cruz, al ponerse del lado de Fierro, su perseguido, revive
el camino de Damasco (Tedio 2010a).
18. En Borges-Carrizo (1983: 252), Borges parece reconocer que esta forma
de la frase de 1 Cor 9, 22 es producto de su propia traducción del inglés, que es la
que recuerda: I have been all things to all men. Ni la forma castellana ni, sin embargo,
la inglesa, se encuentra en ninguna de las versiones más conocidas. La King James
reza: I am made all things to all men; la Vulgata: Omnibus omnia factus sum, ut omnes
facerem salvos; la de Cipriano de Valera la hemos citado en el texto. Véase también «El
inmortal» (OC I: 533).

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D a nie l Att a l a

paterna— su asimilación a la Argentina, que también se relaciona con


un libro especial: el Martín Fierro. En cuanto a la causa del accidente
de este nieto de pastor literariamente acriollado, solo en apariencia es
anodina: si se golpea la cabeza —el casco de la estancia en el Sur que
él había logrado salvar de la bancarrota familiar mediante privacio-
nes no salvará su cabeza— es por la avidez con que sube las escaleras,
ciego de pasión por llegar a su apartamento y ponerse... a leer. ¿Qué?
Un «ejemplar descabalado de las Mil y una noches» recién conseguido.
Las ilustraciones del libro van a terminar por servir para poblar sus pe-
sadillas de enfermo, que él vive como un «infierno». El narrador señala
que el destino es «ciego a las culpas», pero a veces «despiadado con las
mínimas distracciones». No dice, sin embargo, que aquella distracción
no haya sido culpable; con lo que el texto admite que «culpas», pudo
haberlas. Y para un descendiente de un pastor evangélico, ¿qué libro
más culpable que el de Las mil y una noches? Digamos ahora con
algunos críticos que este libro —en la versión de Burton «plagada»,
según Borges, de «lo que entonces se consideraban obscenidades»—
le estaba vedado al niño Borges (A: 25-26). Ya sabemos que Dahlmann
es devoto de otro libro; por si fuera poco aquel, este otro también
coincide con un libro —y no eran más que dos— que en casa de los
Borges se le tenía prohibido leer: el Martín Fierro (A: 27). Y esa parece
sin duda ser la culpa de este descendiente de pastor: su pasión hetero-
doxa por libros que no son la Biblia, sino la mera literatura, represen-
tada aquí por ese «ejemplar» de Las mil y una noches propiamente
«descabalado», todo lo contrario del Libro cabal y ejemplar de sus
ancestros. Antes de aceptar el duelo, se pondrá a leer Las mil y una
noches, pero no servirá de nada. En un trabajo que ya hemos citado,
Lafon califica la muerte de Dahlmann de Pasión: lo mata la distrac-
ción culpable por la Literatura.
El contraste —y, por lo tanto, también cierta identidad— entre
Escritura sagrada y literatura (simbolizada esta, no pocas veces, me-
diante el libro ejemplar que es Las mil y una noches), está en el centro
de varios relatos. «El sur», como hemos visto, es uno. «El informe de
Brodie» es otro: el manuscrito de un misionero escocés —en el que la
Biblia tiene un rol importante— es hallado en «un ejemplar del primer
volumen de las Mil y una noches» (OC II: 451). «Tlön, Uqbar, Orbis
Tertius» es otro aún; el primer contacto del narrador con la enciclope-
dia de Herbert Ashe (A Firs Encyclopaedia of Tlön), libro genesíaco de
un nuevo mundo cuyas páginas suman mil y una, es descrito así mismo
mediante una imagen extraída de Las mil y una noches. Pero vea-
mos otro, «El libro de arena», donde un vendedor de biblias de fe pres-
biteriana propone al narrador la adquisición de un libro, sagrado pero

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por «diabólico»; infinito pero porque desconoce todo principio y todo


fin, y, por lo tanto, acaso todo sentido, que en ese raro libro se pierde y
junto con él, el lector. Es como el tiempo fugitivo (de cuya medida con
arena el libro en cuestión es secreta metáfora): el dibujo de un ancla
que aparece en una de sus páginas no reaparecerá nunca, arrastrada por
este río de lecho sin agarre; una página se numera 999, cifra que sugiere
la imposibilidad de alcanzar la unidad cerrada (característica central
de la Biblia); otra, 40.514, cuyas cifras suman cincuenta (sin cuenta).
Sacrílegamente, el narrador lo compra a cambio de dinero más una
Biblia de Wiclif heredada de sus mayores, que, por lo tanto, debían
ser, como los de Dahlmann, gente del Libro. A la hora de colocarlo
en su biblioteca: «Pensé en guardar El libro de arena en el hueco que
había dejado el Wiclif, pero opté al fin por esconderlo detrás de unos
volúmenes descabalados de Las mil y una noches» (OC III: 90). Pero
el escondite no sirve de nada y el narrador —de un relato que tiene el
mismo nombre que el libro diabólico y que, por tanto, es también, en
cierto modo, diabólico— pronto se sentirá preso de él y a punto de
enloquecer: «Sentí que era un objeto de pesadilla, una cosa obscena
que infamaba y corrompía la realidad». Lo que recuerda un pasaje de
una nota bibliográfica escrita por Borges en 1937: «No hay libro
que no contenga un contralibro, que es su reverso» (OC IV: 242; la
frase se repite en «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius»). En suma, es difícil
no pensar que para Borges, el «contralibro» de la Biblia es la literatura
(cuya Biblia son Las mil y una noches). Lo que no le impide desear que
su obra —eminentemente literaria y por eso tan diabólica como el
libro de arena— se parezca a aquella y hasta sea aquella19. ¿Acaso no es
propio de lo diabólico presentarse bajo disfraz divino? Biblia o literatu-
ra, los opuestos sufren, de todos modos, en Borges, una inestabilidad
tan radical que en todo momento pueden ya haber ocupado uno el
lugar del otro como les ocurre a los Caínes y los Abeles, los Cristos
y los Judas, los traidores y los héroes que alternan y enrocan sus
valores en poemas, ensayos y ficciones (géneros que también, para
rizar el rizo, intercambian sus naturalezas: ensayos que son ficciones
y ficciones que son ensayos).
En «Las hojas del ciprés», de su último libro, Los conjurados, al-
guien viene a buscar al narrador a su casa, para morir. El que va a
morir advierte que los hechiceros y los genios de Las mil y una noches
no han podido salvarlo (como tampoco han salvado a Dahlmann en «El
sur»). Luego pide al mensajero que le permita llevar consigo un libro;
piensa en llevarse la Biblia, pero lo descarta: «hubiera sido demasiado

19. Véase para toda esta cuestión Riera (2005).

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evidente» (OC III: 5). Escoge entonces al azar: un volumen de Emerson.


El libro que rescata sigue siendo, en cierto modo, la Biblia: un modo
menos evidente. No se ha de olvidar que Borges consideró una vez a
Emerson un amanuense del espíritu, ya que había escrito lo siguiente:
«Diríase que una sola persona ha redactado cuantos libros hay en el
mundo; tal unidad central hay en ellos que es innegable que son obra de
un solo caballero omnisciente» (OC II: 17). Cercano, pues, a la muerte
como el personaje del cuento (Borges ronda los setenta años), sugie-
re que la confusión entre contrarios se había producido: todo libro
se reabsorbe en el Libro y el Libro mismo se dispersa, se encarna en los
libros. Es lo que sugiere uno de los dos poemas que escribió bajo el título
de «Juan, I, 14», el pasaje sobre el misterio de la encarnación, donde
Dios mismo reivindica la autoría tanto de sus libros sagrados como de
aquellas páginas (¡incluida la del mismo poema de Borges!) que los ig-
norantes repiten «creyéndolas de un hombre» (Elogio de la sombra).
Nunca sabremos por qué el último autor que Borges pidió leer
—víspera de su muerte— fue, según se dice, Novalis, cuyo proyecto, de
larga posteridad, de escribir una nueva Biblia, es evocado por el propio
Borges en «La Biblioteca total» (BS: 24), boceto, a la postre, de la céle-
bre «La Biblioteca de Babel» (OC I: 465). Durante el año, más o menos,
que precedió a ese día, Borges había trabajado con J.-P. Bernès en la
edición de sus obras completas en la colección La Pléiade de la editorial
Gallimard. Otro día Borges deploró —harto equívocamente— no haber
sido el autor de un libro preciso como el Quijote o la Divina Comedia,
sino de un vago «libro de libros», paráfrasis limpia —pero también
limpiamente literaria— de la Biblia (Bernès 2010: 161). El proceso
que llevó a Borges a publicar, todavía joven y en plena producción, sus
Obras completas, da verosimilitud a esta conjetura; secretamente Bor-
ges quiso que su obra se pareciera lo más posible a una Biblia y para
ello, era necesario disponer de los respectivos apócrifos, los excluidos
del canon (entre otros, sus tres libros de ensayos de juventud): «Yo
publiqué en Buenos Aires mis obras completas para omitir esos tex-
tos; era el verdadero objetivo de esa publicación» (Bernès 2010: 188;
Milleret 1967: 82). Al periodista Oded Sverdlik, que le traía de Israel
ejemplares de El informe de Brodie traducido al hebreo, Borges dijo
(a mediados de los años setenta): «Soy un hombre de suerte. Fíjese que
el punto de partida de todo es la Biblia. Allí comienzan todas las cosas.
Ahora un libro mío es traducido al hebreo. Es como si el círculo
se hubiese cerrado. Como si mi libro fuese nuevamente absorbi-
do por las fuentes» (Sverdlik 1977). Son sus palabras: «como si» se
hubiera cerrado el círculo y «como si» la obra hubiese sido absorbi-
da por las fuentes —de donde habrían manado, se sobreentiende—.

494
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V. OTROS ASPECTOS

Fuera de esta impronta general y de gran alcance que acabamos de


describir, el texto bíblico parece haber dejado al menos tres trazos im-
portantes en esta obra: la imagen sensual, la enumeración y, en cierto
modo, la biografía. A la primera ya nos referimos. La enumeración
también Borges la asocia con la Biblia (en particular con los Salmos).
Y es un recurso tan notable en su escritura que es superfluo citar más
ejemplos que el más célebre: la de «El Aleph», cuya estructura anafórica
la crítica compara con la del Apocalipsis de san Juan (Borello  1994;
Pedroza 1996; Barrenechea 2000; cf. asimismo Alazraki 1986 y Mo-
lloy 1999) y a la que se puede contraponer, a guisa de parodia, la
procesión de rústicos manjares que contemplan Wenceslao y el narra-
dor de «El signo», encarnación pantagruélica del arco iris designado en
Gn 9, 13, pasaje que oficia de epígrafe en esa «fantasía» de Borges y
Bioy Casares (OCC: 141). En cuanto a la biografía, Borges consideraba
que los Evangelios eran uno de los tres «poemas» con que la humanidad
se ha enriquecido durante siglos (los otros serían la Ilíada y la Odisea).
Ordenaba, empero, al primero, por encima de los otros (AP: 64); y
aunque la crítica no lo advierta casi (véase, sin embargo, el excelente
trabajo de G. Tedio 2000a), pensamos que son el modelo al menos
remoto de buena parte de sus relatos. Ficticios o verídicos como
tantas biografías de escritores, vindicativos o difamatorios como los
de Historia universal de la infamia, o apócrifos como algún ensayo de
evangelio, los Evangelios se dejan adivinar entrelíneas en todos sus
relatos y de las maneras más diversas. Por supuesto hablamos de una
dimensión formal, no de un contenido moral o religioso. Borges era
ateo, o en todo caso agnóstico. A Milleret (1967: 140), quien le pre-
guntó si adhería a las doctrinas con que jugaba, le precisó: «No, usted
debe decirlo, yo no tengo mensaje, no soy un evangelista». Sea como
sea, arrimar su obra al fuego bíblico tiene en Borges la finalidad, o
produce en cualquier caso el efecto, de sublimar, como con término de
Freud dice Alazraki (1968: 78), un «escepticismo» religioso o filosófico
esencial, al modo, una vez más, de los poetas alemanes admirados por
Borges en su juventud. La interpretación de Sosnowski va un poco
más lejos y es difícil seguirlo: ve en estos recursos a textos sagrados un
modo de impugnar el abaratamiento ambiente del lenguaje y de res-
catarlo, de salvarlo, a través de una doble —y muy romántica, a decir
verdad— búsqueda del Verbo: una nostalgia y un anhelo (1976: 104).
No se debe olvidar que su imitación de la Biblia no excluye la parodia,
ni que, en todo caso, no es imitación más que de lo exterior, del juego
formal, de la apariencia. Y finalmente, que si la Biblia también es lite-

495
D a nie l Att a l a

ratura, ha de tener igualmente algo de ese libro de arena cuyo sentido


se pierde arrastrando consigo, en cierto modo, al lector.
Para terminar, no podemos omitir toda referencia a aquello en que
la crítica más se ha interesado: el conjunto de figuras, episodios y pasa-
jes bíblicos evocados, que en esta obra es vastísimo. Estas son cuatro de
las más importantes: el «rojo Adán», captado con frecuencia en su vir-
tud de ancestro común y de dador de nombres («La luna», «El Golem»,
«Adam cast forth», OC II; «Adán es tu ceniza», OC III); Caín y Abel,
símbolos del destino humano con roles intercambiables o metáfora
del conflicto entre nomadismo y sedentarismo, esencial en la forma-
ción de Argentina («Él», «Leyenda», OC II; «Génesis, IV, 8», «Juan
López y John Ward», OC III); el libro de Job, obra de un gran poeta,
libro infinito cuyo sentido no se revela hasta el final, cuando la voz
de Dios zanja las disputas declarando la profundidad insondable de
sus designios a través de dos metáforas —Behemot, Leviatán— que lo
son de Dios como de algo no solo incomprensible, sino incluso mons-
truoso («La divina comedia», OC III; Vázquez 1977: 148); y sobre todo
Jesús, comenzando por su prefiguración en Adán, Sansón o Job, su
anuncio por Isaías o Virgilio, su encarnación (dos poemas homónimos,
«Juan, 1, 14»; OC II), su nacimiento («La muralla y los libros», OC II),
su rostro («Paraíso, XXXI, 108», OC II), su enseñanza («Fragmento de
un evangelio apócrifo», OC II), y sobre todo la Pasión, desde los salmos
de juventud hasta el final («El Biathanatos», «Formas de una leyenda»,
«Lucas, XXIII», OC II; «Cristo en la cruz», OC III), con un capítulo
especial para Judas («Tres versiones de Judas», OC I; «El indigno»,
OC II; «La secta de los treinta», OC III). Entre las varias otras figuras
bíblicas aparte de las cuatro señaladas, mencionaremos una más bien
excepcional y poco estudiada: la de Judit, cuya historia Borges reescri-
be en «Emma Zunz» (véase, por ejemplo, Rivera-Taupier 2012).
En El informe de Brodie hay dos cuentos con protagonistas más o
menos iletrados, campesinos y lejanos descendientes de protestantes
anglosajones: dos hermanos en «La intrusa», un padre, su hijo y su hija
(suerte de Trinidad) en «El evangelio según Marcos». Bajo el techo de
los dos grupos hay, olvidada en un rincón, reliquia de los ancestros,
una Biblia en inglés (cf. «El sur» y «El libro de arena»). En los dos
casos, las hojas de respeto dejan leer, sin solución de continuidad con
las Escrituras, líneas manuscritas sobre la historia familiar. Ciegamente
empujados a ello, los dos grupos ejecutan dos crímenes que guardan
relación con pasajes bíblicos. Los dos hermanos, prendados de una
misma mujer, la matan para salvar su amor fraterno; como lo indica
el epígrafe, «2 Re 1, 26», aplican lo que David dice en las obsequias de
Jonathan: «Más delicioso para mí tu amor que el amor de las mujeres»

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J O R G E L U I S B O R G E S Y LA B I BL I A

(2 Sm 1, 26)20. En el otro cuento, un hombre de la ciudad va unos días


al campo; una inundación le hace alargar su estadía y para matar el
tiempo, traduce en voz alta a los peones el Evangelio del título (sobre
el que había caído al abrir el Libro al azar, como en el viejo juego). El
auditorio —sospechando virtudes mágicas en el maestro pero proba-
blemente también un acto infame en la muchacha del grupo— decide
poner en práctica la prédica, y lo crucifican (véase el notable análisis de
Borello 1977). Las referencias bíblicas que dan sentido a los desenlaces
ya no figuran, como en muchos otros textos de Borges, solamente como
título, epígrafe, cita o comentario; la presencia física de la Biblia en casa
de los protagonistas del drama, así como el que sea herencia muda de
sus mayores, cuya historia lejana está escrita, repetimos, en las páginas
de respeto del libro, muestra que la Biblia —texto en el interior del
texto— desborda al relato y se convierte en destino, en historia. Esto
se aplica al propio Borges, heredero de la línea inglesa de su abuela,
heredero de la línea judía de la que él quería provenir, heredero de la
mayor literatura bíblica de Europa, la inglesa, que él ha estudiado y en-
señado durante años, y heredero, en fin, de la literatura occidental, que
reivindica en un ensayo como escritor que era de un país sin otra tradi-
ción que esa y en la que siempre se contarían dos historias (OC II: 448;
o tres: AP: 65; o cuatro: OC II: 506). Una de esas historias es la de la
Biblia: el sacrificio de un dios o de un hombre. Esa historia, como se
ve, ya desde el principio, es, por lo menos, dos historias con sentidos

20. La referencia de Borges a Reyes en lugar de a Samuel ha despistado a algunos


lectores, que la toman por un error voluntario al que atribuyen significaciones como
mínimo peregrinas; otros no lo toman como un error pero sí como algo intencional e
inspirado de manera no menos peregrina. No está claro por qué lo hizo, pero es evidente
que Borges sigue aquí la antigua y desusada distribución de la Septuaginta, cuatro libros
de Reyes (o de Reinos) en vez del criterio hebreo, introducido a medias ya por Jerónimo y
que finalmente se impuso, de nominar a los dos primeros Reyes como 1 y 2 Samuel, y a los
dos últimos, 1 y 2 Reyes; Jerónimo intitulaba 1 Sam: Liber primus Samuelis, quem nos pri-
mum Regum dicimus. Una explicación que no tuviera en cuenta lo puntilloso que suele
ser Borges en los detalles, podría ser, sencillamente, que tenía a mano la Biblia de Felipe
Scio de San Miguel, de la que debía disponer de un ejemplar (cf. Elbanowski 1995) y
siguió sin mayor preocupación su criterio, que es el de la Septuaginta. Una explicación
acorde con aquel puntillismo (pero que corre el riesgo de exagerar la nota) sería: Borges
alude, con esa manera de citar, a la primera Biblia inglesa, la de John Wyclif, de finales
del siglo xiv, que sigue la tradición griega, o más probablemente a la primera King James
Version, que titula 1 y 2 Samuel a la manera de san Jerónimo: The First Booke of Samuel,
otherwise called, The first Booke of the Kings. Quizá quería Borges jugar con el hecho
de que en la ficción, el único libro en casa de los Nilsen, protagonistas de «La intrusa»,
debía ser un ejemplar de la segunda de las ediciones mencionadas: se trataba en efecto
de «una gastada Biblia de tapas negras, con caracteres góticos». Góticos son, por ejem-
plo, los caracteres de la primera edición de la King James Version (1611). Borges habría
citado, pues, en epígrafe, la Biblia que había en casa de los protagonistas de su cuento...

497
D a nie l Att a l a

que bifurcan. Transformada, vertida y pervertida, en su obra Borges las


contó muchas veces, de muchas maneras.

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