Estando San Antonio de Padua en un convento de Limoges (Francia), vino
a suceder que un novicio huyó de aquel cenobio. Dejó el hábito religioso en el convento, pero llevóse consigo una Biblia manuscrita, que era de San Antonio y representaba para éste un valor incalculable, pues estaba copiosamente anotada en el margen, de puño y letra del Santo, con observaciones fruto de largos estudios. Grande fue su aflicción, viendo perdido trabajo tan fatigoso y difícil de emprender de nuevo. Como en todas sus tribulaciones acudió a Jesucristo y pedíale en incesantes oraciones que apareciese el preciado ejemplar. No fueron baldíos sus esfuerzos; Dios prestó oído a las súplicas del Santo. El novicio que había hurtado la Biblia no hallaba sosiego en parte alguna, la conciencia le afeaba a cada instante su mala acción. Según luego se supo, fuése para tierras remotas, creyendo de esta manera conseguir el olvido de su fechoría. Su conciencia, sin embargo, no se apaciguó. Al cabo de unos meses, llegóse al antiguo novicio al convento, y dejó el libro sobre el umbral de la puerta. No hay que decir el gozo y satisfacción de San Antonio. Es muy posible que este suceso sea el origen de la devoción, tan extendida, de rezar a San Antonio cuando se pierde alguna cosa. Todos los católicos le tienen por abogado utilísimo en ocasiones semejantes, y con harto fundamento, pues por su mediación se han obtenido especialísimas gracias.