Es cosa digna de loa mostrar a Dios nuestro agradecimiento por alguna
merced alcanzada, realizando alguna acción meritoria, como es, por ejemplo, socorrer algún necesitado. Yvaya de ejemplo: En el año 1798 las llamas devoraron la ciudad de Frankenberg en el Erzgebirge. A causa del siniestro, un encuadernador que habitaba en ella perdió cuanto poseía. Este hombre era doblemente desgraciado, porque ya ocho años antes, viviendo en la ciudad de Gera, un incendio le radujo a la mayor necesidad. Sentóse desesperado a la vera de un camino, con la cabeza entre las manos y sus dos hijitas al lado llorando amargamente. Acertaron a pasar por aquellos andurriales dos colegas de la ciudad de Chemitz, y movidos a compasión por las cuitas de aquel pobre hombre, tomó cada uno de ellos un niño del atribulado encuadernador y acompañaron al padre a casa de un hombre de este oficio, que había establecido en Chemitz un importantísimo taller de encuadernaciones, con ánimo de hallarle con que ganarse el sustento. El poderoso industrial, que se llamaba Anger, era un buen cristiano y como a tal aceptó al hombre aquel en su taller sin titubear, y aun añadió las siguientes palabras: “Nosotros tenemos sobrados motivos para dar gracias a Dios, que nos libra de azotes como los que afligen a Frankenberg, y nos procura buena salud y más prosperidad de la que merecemos. Seamos, pues, agradecidos, y creo que la mejor manera de demostrar que lo somos es socorrer a un necesitado, la cosa más placentera que para los ojos de Dios pueda hallarse”. Quien se compadece de su prójimo, demuestra mejor a Dios su agradecimiento que los que se contentan con rezar. Si encuentras por la calle a un paralítico o a un ciego demuestra a Dios tu reconocimiento, no sólo dándole las gracias por haberte librado de semejante desdicha, sino socorriendo con tu limosna, o tu ayuda, al desgraciado.