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Democrácia Post Liberal
Democrácia Post Liberal
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ARGUMENTOS DE LA POLÍTICA
Serie coordinada por Francisco Colom, Juan García-Morán,
José María Hernández y Fernando Quesada
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Benjamín Arditi (Ed.)
¿DEMOCRACIA POST-LIBERAL?
EL ESPACIO POLÍTICO
DE LAS ASOCIACIONES
Carlos Chávez
Matilde Luna
Juan Martín Sánchez
Cristina Puga
Mario Roitter
Philippe Schmitter
Francisco Vite
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¿DEMOCRACIA post-liberal? El espacio político de las asociaciones /
Benjamín Arditi, editor. — Rubí (Barcelona) : Anthropos Editorial ;
México : UNAM. Fac. de Ciencias Políticas y Sociales, 2005
000 p. ; 20 cm. (Pensamiento Crítico / Pensamiento Utópico ; 147.
Serie Argumentos de la Política)
Bibliografías
ISBN 84-7658-748-1
Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en
parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en nin-
guna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electro-
óptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.
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Todos los trabajos incluidos en este volumen, salvo dos, los
de Mario Roitter y Philippe Schmitter, fueron elaborados en el
marco del proyecto «El Futuro Pasado de la Política» de la Fa-
cultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacio-
nal Autónoma de México, con financiamiento del programa PA-
PIIT 2001-2002 (Proyecto IN302401) de la Dirección General de
Asuntos del Personal Académico (DGAPA) de la UNAM. Agrade-
cemos al personal de la DGAPA el apoyo brindado durante los
dos años del proyecto. El escrito de Philippe Schmitter es inédi-
to y fue traducido del inglés por Benjamín Arditi. Fue preparado
para el «Presente y futuro de una democracia post-liberal», con-
ferencia realizada en el marco del proyecto PAPIIT en la Facul-
tad de Ciencias Políticas de la UNAM en Ciudad de México el 13
de mayo de 2003. El de Mario Roitter fue publicado inicialmen-
te en Daniel Mato (coord.), Políticas de ciudadanía y sociedad
civil en tiempos de globalización, Caracas: FACES, Universidad
Central de Venezuela, 2004, pp. 17-32. Agradecemos a Daniel
Mato por su generosa autorización para reproducir el escrito en
este volumen.
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INTRODUCCIÓN
Benjamín Arditi
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la creación de un sistema de partidos, pero eso no ha impedido
que el ámbito de las asociaciones se convierta en un terreno al
margen pero también suplementario al de la esfera de la repre-
sentación político-partidaria. Offe insinúa esto en relación con
los grupos de interés organizados al referirse a los esquemas cor-
porativos como parte de un «circuito secundario» de la política.
Schmitter también, aunque prefiere hablar de una ciudadanía
secundaria o de un «segundo nivel» de la política. Ambos ven a
este circuito ya no como una reacción conservadora a la ingo-
bernabilidad sino más bien como una propuesta innovadora acer-
ca de la política más allá de la ciudadanía primaria característi-
ca de la política partidaria.
Schmitter lleva esta idea un paso más allá: intenta desarro-
llar sus aspectos operativos para presentarla como parte de un
proyecto más ambicioso de reforma política. Específicamente,
propone institucionalizar ese circuito y otorgar financiamiento
público a los actores que operan en él. Parte de una constatación
elemental, a saber, que el pensamiento democrático tradicional
considera a los ciudadanos individuales como los únicos actores
relevantes, mientras que en la sociedad moderna los grupos de
interés juegan un papel político cada vez más prominente. Ade-
más, dice, la concepción liberal de la democracia se basa pri-
mordialmente en la competencia electoral entre partidos políti-
cos, los grupos de interés plantean formas de deliberación,
negociación e identificación simbólica al margen de la represen-
tación electoral. Tal es el caso de los esquemas corporativos y de
las organizaciones sociales mencionado anteriormente. Con todo,
los grupos de interés no pueden ser tratados de la misma mane-
ra que los individuos pues tienen mayor poder que éstos, son de
carácter permanente y no son sujetos morales. Y, aunque exigen
los mismos derechos que los partidos políticos y se ven a sí mis-
mos como exponentes de formas democráticas más radicales,
no se puede dar por sentado que todos ellos sean prima facie
democráticos. Si el objetivo es fortalecer la democracia aceptan-
do la existencia de estos grupos, agrega, entonces se debe regu-
lar su funcionamiento. Un modo de hacerlo es ofreciéndoles fi-
nanciamiento a cambio de regulación.
Su propuesta consiste en asignar un estatuto semi-público a
los grupos de interés, financiarlos a través de contribuciones
obligatorias y dejar que los propios ciudadanos —en vez del Es-
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tado— se encarguen de asignar los fondos a las distintas asocia-
ciones. El financiamiento provendría de un impuesto especial
cobrado a cada contribuyente. Schmitter calcula que si se imple-
mentara su propuesta en los Estados Unidos y se establece un
monto único de 25 dólares por contribuyente, habría un total de
casi 2.500 millones de dólares disponible para los grupos que se
mueven en el circuito secundario. El financiamiento estaría li-
mitado a organizaciones que cumplen ciertos requisitos, como
la inclusión de todos aquellos cuyas orientaciones caigan dentro
del campo de la asociación, la elección democrática de sus diri-
gentes, la exclusión del sexismo y del racismo, la transparencia
en el manejo de sus finanzas o dedicarse a actividades sin fines
de lucro. Las organizaciones que califican serían consideradas
como instituciones «cívicas» o «semipúblicas» e incluidas en el
formulario de declaración de impuestos. Cada contribuyente ten-
dría «pagarés» por el monto de su impuesto y los distribuiría de
acuerdo con sus preferencias. Los cupones serían el equivalente
de los «votos» en el ámbito de la ciudadanía primaria. Este pro-
ceso generaría un circuito político paralelo en el que los posibles
beneficiarios competirían por los cupones-votos. Schmitter sos-
tiene que el circuito de la «ciudadanía secundaria» no reempla-
za sino que opera como suplemento de las instituciones políticas
liberales. Lo ve como una opción democrática posliberal en el
contexto de la sociedad moderna, donde la ubicuidad de los in-
tereses privados difícilmente permite hablar del «interés gene-
ral». Agreguemos de pasada que esta opción, en la medida en
que genera un espacio adicional para el intercambio político,
puede contribuir a contrarrestar la deslegitimación de la políti-
ca partidaria debido a la corrupción de las elites o a su aleja-
miento de las demandas sociales.
La viabilidad de esta propuesta —al menos en su forma ac-
tual— parece estar circunscrita a países relativamente próspe-
ros, o al menos a aquellos países con una masa razonablemente
elevada de contribuyentes y mecanismos de control fiscal efi-
cientes. Pero no es tan hipotética como parece. En algunos paí-
ses ya existen experiencias similares, aunque menos ambiciosas.
Tal es el caso de España, donde hace algunos años el Gobierno
incluyó una sección conocida popularmente como «el 0,5» en el
formulario de declaración del Impuesto a la Renta de las Perso-
nas Físicas (IRPF). El contribuyente puede decidir si el 0,52% de
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sus impuestos se destinará a la Iglesia católica o a los Ministe-
rios de Trabajo y Asuntos Sociales y de Relaciones Exteriores —
quienes a su vez lo canalizan mediante un concurso público a
proyectos presentados y ejecutados por agrupaciones sin fines
de lucro. Aunque el contribuyente sólo puede optar entre estos
dos beneficiarios, «el 0,5» demuestra la viabilidad operativa de
la propuesta de Schmitter. Trátese de un impuesto pequeño, vo-
luntario u obligatorio, o de un esquema como el que se ha pues-
to en marcha en España, el financiamiento público de organiza-
ciones sociales permite dar continuidad a los proyectos de
organismos de derechos humanos, de igualdad de género, de
ayudas al desarrollo, de trabajo con migrantes, etc. Además, es
un instrumento que incita a las organizaciones beneficiarias a
adoptar mecanismos democráticos y a someterse a escrutinio
público a cambio de dicho financiamiento.
Tal vez lo más interesante de esta experiencia española es
que se trata de una experiencia que ilustra una posibilidad de-
mocrática muy distinta de la ciudadanía primaria de la esfera
liberal. La categoría básica no es el ciudadano elector, sino el
contribuyente; la participación política no se refiere al proceso
de constitución de autoridades territoriales, sino al proceso de
asignación del presupuesto estatal; la competencia entre los po-
sibles beneficiarios no es entre partidos políticos, sino entre or-
ganizaciones que compiten por el financiamiento proveniente
del 0,52%; los contendientes no son beneficiados con cargos pú-
blicos, sino con fondos; y, por último, tal como en las pugnas
electorales hay incertidumbre acerca de los resultados, también
la hay en la competencia entre las instituciones: no se sabe de
antemano qué porcentaje del IRPF irá a uno u otro de los «can-
didatos» de esta contienda por fondos públicos.
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tal y como fue pensada por el liberalismo democrático clásico.
Aquí hemos puesto el énfasis en el segundo circuito, el espacio
político de las asociaciones, pero el archipiélago cuenta también
con un tercer ámbito que excede el alcance de esta investigación.
Se trata del circuito o ámbito de intercambios políticos suprana-
cionales. Este circuito también implica un desafío para el mode-
lo liberal democrático clásico. Si la activación de la sociedad ci-
vil cuestiona el confinamiento de la política en la esfera de la
representación, los intercambios supranacionales disputan el
encasillamiento de la política en el espacio físico del Estado-na-
ción, vale decir, cuestionan la reducción de lo externo a mera
política exterior o relaciones internacionales.
Con todo, este escenario emergente de circuitos políticos, o,
si se considera que aún es prematuro hablar de circuitos, al me-
nos la gama de espacios, identidades y formatos de intercambio
político no partidista, tiene sus problemas. Al igual que Schmit-
ter, hemos descrito la relación entre ciudadanía primaria y se-
cundaria como una de suplementariedad, lo cual en principio
sugiere que no habría una superposición significativa —y por
consiguiente, tampoco una rivalidad potencial— entre el ámbito
de las instituciones políticas liberales y el segundo circuito de la
política. Con ello habría que suponer que en el escenario del ar-
chipiélago sólo cabe hablar de cohabitación entre partidos y
movimientos, o entre los distintos espacios políticos. Sin embar-
go, la relación entre ellos también puede ser construida de otra
manera. Por ejemplo, la opción por un formato de intervención
política en vez de otro puede ser resultado de la inexperiencia de
los participantes, de sus prejuicios o de consideraciones ideoló-
gicas antes que pragmáticas. Algunos partidos siguen viendo a
movimientos y asociaciones como rivales en el mercado políti-
co, y a veces el prejuicio anti político de activistas sociales (más
precisamente, un prejuicio anti partido o anti Estado) deriva de
una opción explícita por la sociedad.
El trabajo de Clastres acerca de las sociedades sin Estado de
los Tupí Guaraní en Bolivia, Brasil y Paraguay brinda una suerte
de inspiración intelectual a esta postura (Clastres 1977: 19-37 y
159-186). Las observaciones de Clastres apuntan a una dicoto-
mía moral entre el «Estado malo» y la sociedad entendida como
una suerte de «buen salvaje». Esta contraposición no es nueva.
Como señala Rancière, «la gran ilusión metapolítica de la mo-
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dernidad es precisamente este antagonismo entre una sociedad
modesta y un Estado inmodesto, un antagonismo con cuyos tér-
minos los liberales y los socialistas nunca dejaron de comulgar»
(Rancière 1995: 106). Más aún hoy, pues si la política no se limi-
ta al ámbito de demandas, agentes o instituciones estatales, ¿por
qué no desplazar la acción al terreno más amplio y deseable de
la sociedad civil? Efectivamente hay ocasiones en que el privile-
gio de la sociedad civil puede ser políticamente productivo para
la causa democrática. Ante dictaduras militares o regímenes
autoritarios que cancelan o reducen el ámbito de la representa-
ción a un formalismo vacío, la lógica de la resistencia e interven-
ción política tiende a plantearse en términos de la sociedad con-
tra el Estado, o cuando menos a pesar de éste. Pero en general el
razonamiento de «la sociedad contra el Estado» y de «los movi-
mientos contra los partidos políticos» pone de manifiesto un
optimismo desmedido acerca del posible impacto político de las
organizaciones sociales.
Esta imagen de la sociedad como reserva moral de la demo-
cracia refleja también un desencanto con la política y los políti-
cos profesionales, especialmente por la falta de control social
sobre la acción partidaria. El estudio clásico de Michels demos-
tró que la lógica interna de los partidos, como instrumentos de
organizaciones de masa, distorsiona el principio de representa-
ción. Los partidos, dice Michels, no son meros representantes de
intereses preexistentes. Al contrario, organizan y canalizan esos
intereses, y a la vez introducen su propia agenda e intereses po-
líticos. Los movimientos sociales frecuentemente critican a los
partidos por esto. Sin embargo, esto refleja una creencia bastan-
te cuestionable, a saber, que las organizaciones intermedias son
meras expresiones de intereses autónomos, y que de alguna ma-
nera evitan el problema de la distorsión de la voluntad popular
que aqueja a la representación partidaria. En otras palabras, al-
gunas propuestas exageran los posibles efectos democráticos de
las asociaciones. No hay que sobreestimar la capacidad de co-
operación de las asociaciones; tampoco hay que minimizar la
fragmentación y los posibles conflictos dentro de la sociedad ci-
vil o asumir que los ciudadanos realmente quieren participar
regularmente en política. Schmitter toca esto último en su capí-
tulo. Por su parte, Streeck duda si las asociaciones participarían
voluntariamente en la política democrática si ello les impusiera
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obligaciones, y menciona como ejemplo el caso de regiones prós-
peras que se resisten a apoyar las políticas redistributivas para
subsidiar a regiones menos desarrolladas, los barrios acomoda-
dos que se niegan a pagar por obras de equipamiento colectivo
para zonas populares, o los ciudadanos que no quieren que el
dinero de sus impuestos se use para solventar servicios públicos
para trabajadores migratorios (Streeck 1992: 518-519).
Por eso no es cosa de privilegiar el movimientismo en detri-
mento de la lógica político-partidaria, ni la democracia directa
sobre la democracia representativa, ni los esquemas corporati-
vos a expensas de la representación territorial. Hablar de ir más
allá de la esfera clásica de la política liberal no implica pedir
«más sociedad y menos política». Más bien significa que se debe
pensar la política sin reducirla a sus encierros institucionales en
el Estado, los partidos o el sistema electoral. Un enfoque más
maduro debería reconocer que la acción colectiva no se enfrenta
con una opción simple del tipo «o lo uno o lo otro». Las transi-
ciones a la democracia ilustran la importancia variable de las
distintas arenas políticas. En el momento de la apertura de los
regímenes autoritarios —lo que Schmitter y O’Donnell (1988)
denominan «liberalización»— los movimientos sociales son el
detonante de la transición a través de la resurrección de la socie-
dad civil, mientras que los partidos políticos asumen un papel
preponderante en el momento de diseñar la institucionalidad
del nuevo régimen. En épocas más «normales», las organizacio-
nes sociales pueden competir por el financiamiento público en
el segundo circuito descrito por Offe y Schmitter, pero la legisla-
ción y las políticas públicas requieren algún tipo de intervención
en el terreno más «convencional» de la política de los partidos y
del Estado. Organizaciones en el movimiento de mujeres han
luchado por la igualdad de género dentro de partidos políticos,
especialmente para obtener una cuota mínima de participación
de mujeres en la lista de candidatos a cargos electivos de esos
partidos. De manera análoga, los movimientos sociales general-
mente luchan por la creación de programas, legislación, agen-
cias y ministerios especiales abocadas a temas de género, medio
ambiente, juventud, etc.
En suma, no se trata de asociaciones buenas y partidos co-
rruptos, de democracia directa versus democracia representati-
va, de la sociedad contra el Estado, o del liberalismo contra el
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socialismo, sino más bien pensar cómo se podría potenciar el
espacio de las asociaciones para reforzar y modificar la práctica
democrática.
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tos sociales y reflexiona sobre el nuevo papel de las organizacio-
nes no gubernamentales (ONG). Asimismo, analiza algunos as-
pectos del funcionamiento interno de las asociaciones y de la rela-
ción de las organizaciones con el entorno. En la segunda parte
despliega este análisis para aplicarlo a las asociaciones mexica-
nas. Las ve como un universo complejo que incluye no solamente
al extenso sector de las asociaciones voluntarias, sino también a
las asociaciones políticas y a las religiosas reconocidas jurídica-
mente, así como al amplio conjunto de asociaciones políticas y
gremiales que, al menos en parte, están o estuvieron vinculadas a
la estructura corporativa que fue uno de los soportes del sistema
político mexicano hasta muy recientemente.
El capítulo de Luna desplaza la reflexión al terreno de las
redes. Desde distintos enfoques se ha sugerido que las redes cons-
tituyen la forma o, al menos, una modalidad de estructuración
importante de las sociedades contemporáneas. En particular, bajo
la noción de gobernanza (governance), se ha reconocido un mo-
delo de la política institucionalmente disperso, policéntrico y
diferenciado, cuyo mecanismo de coordinación por excelencia
son las redes, las cuales configuran un sistema de interacciones
entre distintos tipos de instituciones y actores, entre diferentes
escenarios políticos y entre gobiernos nacionales autónomos, y
en donde de manera significativa participan las organizaciones
de la sociedad civil. Este capítulo explora las implicaciones que
las redes que operan en la esfera pública tienen con relación a la
representación funcional, y con respecto a otras formas más tra-
dicionales o clásicas de la política como la representación demo-
crática. La pregunta principal es si la participación de las asocia-
ciones a través de redes de acción pública nos permite hablar de
un nuevo circuito de la ciudadanía, donde impera una lógica de
la participación vía el reconocimiento de actores colectivos, más
que la participación mediante la representación territorial o fun-
cional.
La segunda parte del libro analiza, por un lado, la idea del
segundo circuito de la política y, por el otro, retoma la propuesta
de Schmitter y la contrasta con la experiencia española de finan-
ciamiento público a proyectos de organizaciones sin fines de lu-
cro a través del denominado «0,5», esto es, el fondo generado
por el 0,52% del IRPF que los contribuyentes pueden asignar a
la Iglesia católica o a otros fines sociales.
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Así, el capítulo de Vite evalúa las tesis de Offe y Schmitter
respecto a la ciudadanía secundaria y a la formación de un se-
gundo circuito de la política. Martín también retoma a Offe y a
Schmitter, pero su objetivo central es analizar el papel que po-
drían jugar las asociaciones civiles en la construcción de una
democracia que supere el privilegio ontológico y normativo dado
al individuo liberal y su institucionalización en formas de repre-
sentación territorial. La existencia de las asociaciones de todo
tipo (grupos de interés, sindicatos, fundaciones, comunidades
vecinales, etc.) es un hecho reconocido y reivindicado por la teo-
ría democrática pluralista desde hace bastante tiempo, incluso
estaría en los argumentos de James Madison. Sin embargo, esa
argumentación no ha sido capaz de discutir si es o no necesaria
la regulación democrática de las mismas asociaciones, dejando
el asunto en manos de la evolución social. Schmitter ha tratado
de discutir esa necesitad de regulación democrática de las aso-
ciaciones como un desarrollo deseable de la democracia existen-
te llegando, incluso, a proponer algunos lineamientos normati-
vos para la misma. Martín analiza la viabilidad de la propuesta
de Schmitter de una «democracia corporativa» sobre el trasfon-
do normativo del régimen político español. Con ello, nos presen-
ta un mapa de cómo está el mundo asociativo en España y de su
lugar en el funcionamiento de la democracia, concluyendo que
sí sería factible el mayor protagonismo que Schmitter quiere dar
a las asociaciones civiles, aunque también señala algunos ries-
gos de dispersión de la responsabilidad política y del protagonis-
mo que las mayorías políticas deben tener en la conducción del
gobierno democrático. Concluye, aún sin decirlo explícitamen-
te, que la nueva capa democrática protagonizada por las asocia-
ciones y la ciudadanía post-liberal (asociativa, categorial, etc.)
debería acoplarse, como su extensión, al sistema democrático
liberal basado en el privilegio del ciudadano individual-univer-
sal y la legitimidad de las mayorías electorales.
La tercera y última parte contiene dos propuestas teóricas
que pretenden dar un marco conceptual para evaluar el impacto
que tiene un segundo circuito de la política sobre la visión libe-
ral democrática de la política. Arditi propone la imagen del ar-
chipiélago de circuitos políticos para pensar un escenario post-
liberal de la política, esto es, como un escenario que no se agota
en la representación territorial y la dinámica electoral, pero que
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tampoco niega el formato electoral y partidista de la política.
Antes bien, el segundo circuito de la política asociativa y el terce-
ro de la política supranacional devienen suplementos del circui-
to electoral, con lo cual no se minimiza la práctica político-parti-
dista pero sí se cuestiona un supuesto final de la historia política
en clave liberal. Esto tiene dos efectos. Uno de ellos es que a
medida en que la política coloniza nuevos ámbitos más allá de lo
electoral y partidista, la cartografía que heredamos del liberalis-
mo democrático experimenta una suerte de descentramiento
copernicano que nos arroja dentro de un escenario que puede
ser descrito como un archipiélago compuesto por una serie de
ámbitos o circuitos políticos. El otro efecto es que este descen-
tramiento anuncia el devenir-otro de la política, la condición post-
liberal de nuestra actualidad política.
El escrito de Schmitter, en cambio, hace un inventario de las
fortalezas y debilidades de la democracia liberal y menciona las
tensiones presentes en dicho modelo. Luego explora distintos
mecanismos que pueden servir para modificar el ámbito estric-
tamente político-electoral —el núcleo central de la propuesta li-
beral de la política democrática— de manera tal de generar un
escenario democrático post-liberal. A diferencia de Arditi, no
propone una imagen de pensamiento de la política post-liberal
sino más bien reformas puntuales que pueden dar origen a una
democracia post-liberal. Algunas de sus propuestas son provo-
cadoras, como por ejemplo, la implementación del voto electró-
nico por Internet, sea desde la casa o en kioscos callejeros, pagar
a los electores para que vayan a votar, o universalizar el sufragio
de manera absoluta mediante la consagración del derecho a voto
de los recién nacidos.
Referencias
CLASTRES, Pierre (1977), Society Against the State, Nueva York: Urizen.
O’DONNELL, Guillermo y Philippe SCHMITTER (1988), Transiciones des-
de un gobierno autoritario, Vol. 4: Conclusiones tentativas sobre las
democracias inciertas, Buenos Aires: Paidós.
RANCIÈRE, Jacques (1995), On the Shores of Politics, Londres: Verso.
STREECK, Wolfgang (1992), «Inclusion and Secession: Questions on the
Boundaries of Associative Democracy», Politics and Society, vol. 20,
n.º 4, pp. 513-518.
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20
PARTE PRIMERA
SOCIEDAD CIVIL,
TERCER SECTOR Y REDES
21
22
EL TERCER SECTOR COMO
REPRESENTACIÓN TOPOGRÁFICA
DE LA SOCIEDAD CIVIL
Mario M. Roitter
Introducción1
23
relación mecánica entre los procesos de institucionalización aca-
démica y los que se dan en el seno de la sociedad civil. En ambos
hay disputas por los significados y éstos no tienen un sentido
único y para siempre. Este capítulo se limitará a hacer un breve
análisis del surgimiento y expansión de la idea de Tercer Sector
en el ámbito académico, sin avanzar en profundidad sobre las
mediaciones que existen entre este proceso y los usos sociales
que ha ido adquiriendo el término. Con ello se busca rescatar las
posibilidades analíticas de la idea de Tercer Sector para una me-
jor comprensión de los fenómenos sociales contemporáneos, así
como realizar una contribución para encontrar nuevas fuentes
de expansión de lo público. Nos ubicamos en una posición me-
nos unívoca que aquellas que sostienen que la sola idea de sector
es una mera expresión del neoliberalismo. Si bien su ascenso
mediático ha venido de la mano del nuevo (des) balance entre lo
público y lo privado que impulsan los sectores conservadores en
el ámbito mundial, de ello no puede derivarse que sea una idea
en sí misma desechable. Tal como lo señala Daniel Mato, es pru-
dente diferenciar entre neoliberalismo y procesos de globaliza-
ción (Mato 200b: 150). Es decir, que se haya globalizado el tér-
mino Tercer Sector y que su contexto de aparición sea
concomitante con la hegemonía neoliberal, no es suficiente para
considerar que la noción de sector sea meramente uno de sus
subproductos.
Pero tampoco nos adherimos a la pretensión, hoy mayorita-
ria entre los investigadores del Tercer Sector, particularmente en
Estados Unidos y en alguna medida también en Europa, de pre-
sentar esta noción como la propia encarnación física de la socie-
dad civil. En virtud de ello es que he tomado la idea de visiones
topográficas de la sociedad civil, con la cual catalogan Nun y Aboy
Carlés (2002) a estas posturas. Es en esta representación de so-
ciedad civil en la cual se hace palpable el discurso neoliberal, su
idea de lo social y su manera de interpretar las acciones huma-
nas.
Dado que el contenido difuso de la noción de Tercer Sector es
transferido a la idea de sociedad civil así construida, en la prime-
ra parte del trabajo se presentará esta discusión y se clarificará
algunas cuestiones referidas a esta idea. Luego se realizará un
breve recorrido sobre la noción de sector en Estados Unidos y el
surgimiento y expansión de la idea de (un) tercer sector en ese
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país. Se analizan algunas de las posturas de los investigadores
que adscriben a dicha noción y, finalmente, se hace un balance
sobre sus producciones académicas.
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realizado algunas reflexiones sumamente interesantes. En un
ensayo posterior a los referenciados precedentemente, este au-
tor desafía la convencional retórica que tiende a relacionar la
intensidad de la tradición caritativa con el tamaño que alcanza
el sector no lucrativo, cosa que, para este autor, no pareciera
obedecer a ninguna evidencia. En vez de ello, Salamon plantea
que las dimensiones del sector dependen de cuestiones tangibles
tales como el marco legal, el aporte que realizan para su finan-
ciamiento los gobiernos, el grado de desarrollo económico y so-
cial alcanzado y el grado de centralización. El desarrollo econó-
mico es el más importante de estos factores porque se ve
acompañado por un creciente grado de diferenciación social que
emerge de la división del trabajo y la especialización. A su vez,
estos fenómenos traen aparejado el surgimiento de una amplia
clase media urbana, elemento este que es considerado clave a
punto tal de considerar que cuanto más fuerte sea la clase media
de un país mayor importancia económica tendrá el sector no
lucrativo (Salamon et al 1994: 12).2
Esta correlación entre clases medias urbanas y desarrollo del
Tercer Sector muestra una cierta propensión a poner la cantidad
por encima de la calidad, el stock por sobre las relaciones socia-
les. Desde esta perspectiva, la importancia de la red asociativa es
establecida por las organizaciones más formales que son las que
aportan mayores niveles de empleo y de valor de la producción
de los servicios prestados. Los elementos que hacen a la cons-
trucción democrática y a la ampliación de los derechos difícil-
mente puedan medirse de alguna forma, pero seguramente que-
darán subvaluados utilizando esta metodología.
Vayamos ahora específicamente a la cuestión del Tercer Sec-
tor. A pesar de su relativamente amplia difusión en América La-
tina durante la década de los años noventa, no existe consenso
sobre la validez de esta noción como figura representativa que
comprendería al conjunto del universo asociativo. Las objecio-
nes abarcan distintos aspectos. En primer lugar, la idea de una
tercera esfera separada del Estado y «el mercado» no deja de ser
una representación simplificadora de la sociedad. Así, por ejem-
plo, ubicarlas afuera del mercado elude considerar que sus ser-
vicios en muchos casos compiten con los que ofrecen las empre-
sas privadas, tal es el caso de muchos hospitales o escuelas no
lucrativas. Algo similar puede decirse con respecto al Estado.
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Por una parte, un porcentaje importante de su financiamiento
suele provenir de diversas agencias públicas y, por otro lado, en
muchos casos Estado y ONG concurren complementariamente
en la prestación de servicios sociales.
En consecuencia, estas organizaciones no conforman un
ámbito separado del Estado y el mercado, al estilo de lo que Nun
y Aboy Carlés denominan una visión topográfica (2002), sino
que a lo sumo se las puede diferenciar a partir de ciertos atribu-
tos nominales como un momento analítico pero luego deben ser
vistas en su relación con las otras dos esferas. Decimos «atribu-
tos nominales» puesto que no todos ellos tienen necesariamente
existencia real, tanto porque la restricción de no lucratividad no
alcanza para certificar que trabajan con finalidades públicas,
como porque pueden existir modalidades de absorción de los
excedentes en la forma de altos salarios. O sea, finalidades públi-
cas y no lucratividad no son un a priori sino algo de lo que sólo
puede dar cuenta la práctica concreta de los actores involucra-
dos.
Más allá de lo expuesto, las resistencias más importantes que
suscita el término sector, se refieren a aspectos sustanciales. Ha-
blar de sector significa cobijar bajo un mismo techo a organiza-
ciones que no comparten ni objetivos, ni lógicas de funciona-
miento comunes, ni prácticas sociales equiparables (Álvarez 2001;
Bombarolo 2001). Así también lo entiende Villar al señalar que:
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la producción de bienes y servicios debe ser considerada, como
así también el rol social que pueden cumplir estas organizacio-
nes como espacios de socialización de gran importancia para la
calidad de vida de las personas. Con ello no se plantea un divor-
cio entre las esferas de lo político, lo económico, lo social y lo
cultural, sino que se señala que deben incluirse todas estas pers-
pectivas a la hora de hablar del sector. Así es como, por ejemplo,
lo entienden desde una postura crítica hacia esta noción, Texeira
y Caccia en un debate realizado en la Universidad de Campin-
has-Unicamp. La primera, cuando se pregunta si el concepto de
Tercer Sector no está también en disputa como lo está la noción
de sociedad civil, y el segundo, cuando afirma no estar interesa-
do en descalificar al Tercer Sector y destaca la necesidad de ac-
tuar en su seno, sin que ello lo lleve a negar algunos usos a los
que se presta una noción tan poco precisa en cuanto a su rigor
conceptual (Dagnino et al., 2001).
La alta heterogeneidad del mundo asociativo no es entonces
a nuestro entender un obstáculo lo suficientemente fuerte como
para negar la posibilidad de concebirlo como un sector o, si se
prefiere, un tercer sector en el sentido de ser un productor de
servicios de bienestar en combinación o alternativo al Estado y
las empresas. Un abordaje de esta naturaleza, permite estimar
su importancia en la economía, lo cual no es algo menor ya que
su presencia da cuenta —junto con ciertas cooperativas, entida-
des de ayuda mutua y formas diversas de autogestión— de ins-
tancias privadas alternativas de organización social diferentes
de la modalidad empresa. Asimismo, en un nivel más desagrega-
do, puede permitir entender la lógica de funcionamiento de cier-
tos subsectores como salud y educación, donde concurren enti-
dades no lucrativas, instancias estatales y empresas privadas.
Ni la alta heterogeneidad ni la ausencia de una lógica similar
justifican negar la condición de sector, ya que con este criterio
no se podría englobar en el sector comercial a aquellos que tie-
nen como único rasgo en común la compraventa de bienes —no
importando la escala en que ésta se realice— o, ni en el sector
industrial a quienes meramente tienen en común el desarrollar
algún proceso de transformación de materias primas o de bie-
nes intermedios. Es obvio, en estos casos, que concebirlas como
un sector no implica negar sus diferencias y contradicciones.
Las asociaciones, sea cual sea su estatuto jurídico, pueden
28
concebirse como un sector, no por compartir lógicas ni objeti-
vos, sino por formar parte de un universo que produce servicios
o es expresión de intereses o de proyectos políticos y que, a tal
efecto, trabajan en un espacio diferenciable de la órbita estatal y
de las empresas. ¿Para qué sirve esto? Se podría responder que,
entre otras cosas, sirve para aumentar nuestras capacidades de
generar conocimiento, ya que sin su legitimación como esfera
social diferenciada difícilmente atraiga la atención de diversos
actores, académicos y no académicos, así como de las áreas de
estimaciones económicas en los diversos países.
29
incapacidad que mostró el sector sin fines de lucro para satisfa-
cer las expectativas generadas por el propio discurso dominan-
te. Si bien en los años siguientes se verificó una mayor interven-
ción del sector público en el campo de lo social, ésta tuvo
primordialmente la forma de financiamiento de las organizacio-
nes voluntarias, con lo cual se satisfacían las crecientes deman-
das sociales, sin involucrar en la prestación directa al gobierno.
No obstante, entre 1930 y 1980, el sector no lucrativo práctica-
mente desapareció del discurso político y la atención de todos
estuvo centrada en el Estado, aún durante la década de los años
sesenta y parte de la década de los años setenta, épocas en las
que emergieron numerosos movimientos sociales por los dere-
chos civiles, de los consumidores, la defensa del medio ambien-
te, contra la guerra de Vietnam, etc. Pero esta invisibilidad del
sector no impidió que «... el ideal del voluntarismo permanecie-
ra firmemente implantado en el panteón de los símbolos estado-
unidenses, accesible para su resurrección cuando las circuns-
tancias así lo reclamaran» (Salamon 1996: 7). Su contexto de
reaparición como sector se produce con el ascenso de la ola con-
servadora encabezada por Ronald Reagan quien retoma el mito
de idealizar lo voluntario y demonizar la acción del Estado, ne-
gando —según Salamon— las virtudes de la cooperación entre
ambos.
¿Significa ésto que el resurgimiento de la idea de sector es un
subproducto del neoliberalismo? La respuesta es afirmativa en
lo que concierne a presentarlo como alternativa a la acción esta-
tal y como la propia esencia de la sociedad civil. Pero atribuirlo
sólo a este factor es simplificar demasiado las cosas y supone
dejar de lado que la reaparición de la idea de sector puede tam-
bién estar expresando la búsqueda de mayores grados de auto-
nomía por parte de diversos actores sociales, tanto en la solu-
ción de algunos de sus problemas como de participación en lo
público pero por fuera del Estado.
Si bien la idea de sector puede ser inscripta dentro de las
tendencias a la privatización dominantes durante las dos últi-
mas décadas y, de esta forma, como parte del discurso legitima-
dor del reordenamiento de las jerarquías en la sociedad, que ha
traído aparejada una redistribución regresiva del ingreso y, con-
secuentemente, mayor desigualdad; esto no es suficiente para
considerar que trabajar con la idea de sector nos convierte en
30
cómplices de estas políticas. La clave está en si desde este espa-
cio se ayuda a consolidar y jerarquizar una idea de lo público
basada en garantizar la efectiva condición pública del Estado y
en limitar el poder de las corporaciones privadas. Como sostiene
De Leonardis, para superar la asimetría impuesta por la prima-
cía del mercado, el sector, lejos de enmascarar tales diferencias
bajo la retórica de la benevolencia y el altruismo, debería contri-
buir con su accionar a fortalecer los mecanismos institucionales
que permitan la participación de los ciudadanos, reconociendo
la índole pública de los problemas y de las soluciones de la polí-
tica social (De Leonardis 2001).
31
Third Sector.
Sin embargo, el término third sector no había sido utilizado
sistemáticamente hasta bien entrados los años noventa. Un artí-
culo escrito por Richard Steinberg en 1997, destinado a evaluar
las teorías económicas, tanto de Weisbrod como de otros econo-
mistas, sobre las organizaciones no lucrativas, utiliza una biblio-
grafía de 160 títulos, de los cuales ninguno contiene la entrada
third sector, en cambio 69 tienen la entrada nonprofit organiza-
tions (Steinberg 1997).
En español, una de las primeras publicaciones —sino la pri-
mera— en mencionarlo fue la titulada El Tercer Sector y el Desa-
rrollo Social (Thompson 1990: 46). De lo cual puede deducirse
que la idea de un tercer sector demoró muy poco tiempo en arri-
bar a las playas de Latinoamérica. En este artículo es interesante
observar cómo esta denominación aparece sólo en un par de
oportunidades y el autor prefiere referirse alternativamente al
universo asociativo como el sector voluntario o no lucrativo o,
en menor medida, el sector independiente. Así, este trabajo re-
produce las denominaciones más en boga en la academia de los
Estados Unidos, como ya se señaló en referencia a la bibliogra-
fía citada por Steinberg.
No existen dudas que el término Tercer Sector, es claramente
una traducción del inglés y que su origen es estadounidense, pero
aunque la traducción es literal, pensamos que de ello no puede
derivarse que signifique lo mismo en todas las latitudes, por ello
creemos que es necesario realizar algunas advertencias. En pri-
mer lugar, y como ya vimos, la idea de sector estaba previamente
conformada y consolidada en Estados Unidos desde principios
del siglo XX, por lo cual Tercer Sector sólo significó una reseman-
tización o simplemente un sinónimo que emergió durante la
década de los ochenta para referirse a algo que ya tenía nombre:
nonprofit sector o independent sector en Estados Unidos; y volun-
tary sector en Gran Bretaña. En segundo lugar, es un término
que surgió con vocación transnacional, es decir, con su institu-
cionalización se pretendió eliminar el sesgo localista e idiosin-
crásico que tenían las otras denominaciones a las que ya hemos
hecho referencia. Aquí, entonces, encontramos una variación que
ya no es meramente nominal sino que da cuenta de cómo se
conforman ciertos procesos de globalización a partir de las prác-
ticas que llevan adelante determinados actores sociales.
32
Es precisamente rastreando los intentos de globalizar la idea
de sector que podemos encontrar alguna respuesta al interro-
gante sobre el predominio que ha logrado la denominación Ter-
cer Sector. De este paso evolutivo pueden encontrarse huellas en
algunos de los entretelones detectados a propósito de la creación
de la Sociedad Internacional de Estudios sobre el Tercer Sector
—International Society for Third-Sector Research (ISTR)— en 1992
y la oficialización en 1997 de la revista Voluntas como órgano de
la ISTR.
Su predecesora fue la International Research Society for Vo-
luntary Associations, Nonprofit Organizations and Philanthropy,
cuya carta de creación es de noviembre de 1991. En esta carta
no es posible hallar ninguna referencia al Tercer Sector, pero cuan-
do algunos participantes de esta asociación decidieron en forma
más clara buscar una amplia proyección internacional convinie-
ron en encontrar un nombre que no generara controversias en-
tre los miembros fundadores, compuestos principalmente por
estadounidenses y británicos. Tal como lo relata Virginia Hodg-
kinson, el período inicial en la vida de la ISTR estuvo focalizado
en dos temas críticos íntimamente relacionados. Por una parte,
consolidar al Tercer Sector como legítimo campo académico
multidisciplinario e interdisciplinario de investigación y sus
manifestaciones en diferentes marcos culturales, políticos y so-
ciales. Por otro lado, contribuir a superar el hecho de que se
trataba de un concepto creado en los Estados Unidos y que la
mayor parte de la investigación internacional había sido llevada
a cabo en ese país, lo cual demandaba un esfuerzo por promover
la investigación sectorial en otras latitudes (Hodgkinson et al.,
2002).
Lo expuesto es un ejemplo interesante sobre cómo algunos
actores académicos globales se organizan y apoyan eventos y
redes de trabajos transnacionales, las cuales «[...] se han cons-
tituido en espacios de intercambios, aprendizajes, coproducción
y disputas en torno de diversas representaciones sociales de la
idea de sociedad civil» (Mato 2001b: 165). Además, estos proce-
sos pueden ser considerados como un emergente que ilustra cómo
la consagración del término Tercer Sector se gesta a partir de «...
procesos sociales transnacionales [...] en los cuales participan
actores sociales cuyas prácticas, de maneras diversas, se desa-
rrollan a través de las fronteras de los Estados nacionales» (Mato
33
2003: 11).
Las evidencias que encontramos dan cuenta de las razones
por las cuales no prosperaron a nivel mundial otras denomina-
ciones que son más usuales y su diseminación expresa una pecu-
liar forma de globalización en la cual un grupo de académicos
pertenecientes a la cultura anglosajona ha tenido un rol absolu-
tamente determinante.
34
Como expresión de su heterogeneidad, diversos actores so-
ciales adjetivan, conceptualizan o referencian al sector naciente
de maneras muy diferentes: expresión de la revolución asociati-
va, encarnación de todas las virtudes cívicas, componente indis-
pensable en las políticas pública sociales, espacio entre el Esta-
do y el mercado, nuevo tema de discusión en seminarios y
encuentros para investigadores; caballo de Troya introducido por
el neoliberalismo; verdadera bolsa de gatos imposible de clasifi-
car bajo ningún criterio sólido; configuran sólo algunas de las
maneras de referirse y, en alguna medida, de reconocer la impor-
tancia del denominado Tercer Sector.
Si bien su presentación en sociedad es reciente, como lo es
también su aparición en el campo académico; de ello no puede
deducirse que se trate de un fenómeno inédito. En efecto, la exis-
tencia de organizaciones privadas sin fines de lucro se remonta
en América Latina a épocas previas a la consolidación de los
respectivos Estados nacionales, ocurrida a fines del siglo XIX. En
toda la región existieron, aun desde la época colonial, con mayor
o menor extensión, numerosas instituciones de bien público ac-
tuando en las áreas social, cultural, política y, sobre todo, asis-
tencial (Campetella et al., 2001).
A pesar de su difusión, la denominación Tercer Sector no está
establecida como representación social unívoca de referencia para
el universo asociativo. Su más firme competidor es el de organi-
zaciones de la sociedad civil,3 que fuera introducido por el BID y
luego adoptado por el Banco Mundial y el PNUD, y cuya supues-
ta ventaja se encontraría en que permite superar el sesgo de «ne-
gatividad» que caracterizaba a las anteriores (no lucrativa, no
gubernamental), o «residual» (un tercer sector). En nuestra opi-
nión, organizaciones de la sociedad civil es la imagen que hace de
puente para establecer la equivalencia entre sociedad civil y aso-
ciativismo. Pero no sólo eso, hablar de las (y con las) organiza-
ciones de la sociedad civil permite a los organismos multilatera-
les construir un interlocutor institucionalmente legitimado, es
decir, con el brillo necesario para presentarse como partícipe
necesario de las políticas sociales que éstos impulsan y, adicio-
nalmente, atribuir a quienes ellos eligen como contraparte el ran-
go de «representantes de la sociedad civil».
En la valoración de las ONG, sea que se acepte como que se
rechace la idea de sector, confluyen diversas perspectivas. Tal como
35
lo expresa Andrés Thompson, en el tono laudatorio coinciden
tanto las miradas más progresistas, en cuanto «... agentes de for-
talecimiento de la sociedad civil, como las ópticas más conserva-
doras que las entienden como instrumentos aptos para el des-
mantelamiento de las funciones sociales del Estado» (Thompson
1990: 70).
Esta coincidencia en valorizar la participación de la sociedad
civil entre tendencias políticas opuestas es abordada en forma
extensa por Evelina Dagnino, quien al respecto observa:
36
entidades lucrativas, y en tanto tales persiguen sus objetivos eco-
nómicos operando en mercados en los que compiten con empre-
sas. Con igual sentido, este autor nos indica que «... los dominios
de la sociedad civil y de las asociaciones no son coextensivos y [si
bien] las relaciones asociativas son prevalecientes en los domi-
nios de la sociedad civil, podemos ver que estas relaciones tam-
bién están presentes dentro del mundo no asociativo —dentro y
entre empresas, o en los cuerpos legislativos— [por ello conside-
ra que...] los efectos sobre la democracia de las relaciones aso-
ciativas dependen de qué clase de organizaciones sean éstas»
(Warren 2001: 58).
Por su parte, Alvarez considera de manera taxativa al Tercer
Sector como el intento más ambicioso por aislar e inocular a los
movimientos sociales, los cuales fueron sometidos primero a un
proceso de «ONG-ización» y luego de terciarización, ambos des-
tinados a su domesticación. Mientras los movimientos sociales
son vistos hoy como contenciosos y disruptivos, el Tercer Sector,
por el contrario, aparece como un socio o colaborador de los
gobiernos dentro de los marcos establecidos por las políticas
neoliberales. Esa participación está claramente al servicio de
objetivos instrumentales de reducción del gasto público y gene-
ralmente es canalizada en las fases de implementación y no de
las que se corresponden con el diseño y la formulación de los
proyectos y programas sociales del Estado. Dentro de este es-
quema, su creciente presencia en el espacio público contrasta
con la aparente desmovilización de los movimientos sociales más
contestatarios. Para Álvarez este cambio se verificó en varias fa-
ses: primero hacia la idea de sociedad civil, —que ha sido cre-
cientemente invocada desde mediados de la década de los años
ochenta. Luego hacia las ONG, que logró su cima en los inicios
de los años noventa, hasta llegar finalmente al Tercer Sector, dise-
minado hacia finales de los años noventa. Para la autora, esto es
más que un cambio semántico o algo natural e inevitable, más
bien debe ser entendido —al menos parcialmente— como el re-
sultado de una estrategia deliberada de gobiernos inmersos en
políticas neoliberales y de actores transnacionales interesados
en la consolidación de tales políticas. Es asimismo para ella, la
expresión de un proceso de disputa sobre el significado, las for-
mas y los roles que tiene la vida asociativa de los ciudadanos. Al
respecto, afirma que es necesario rechazar las propuestas desti-
37
nadas a civilizar y terciarizar a la sociedad civil que se encuentran
implícitas en los discursos sobre el Tercer Sector (Álvarez 2001:
4).
Coincidimos en que efectivamente se recurre a un lenguaje
común desde proyectos políticos diferentes y en que los sectores
conservadores han logrado encontrar ropa nueva para vestir prác-
ticas de beneficencia tradicionales y revestirlas de legitimidad
académica. Pero no es la idea de sector por donde tales propues-
tas se fortalecen y, menos aún, que sea el término Tercer Sector el
que estaría reflejando la intensión de transformar a la sociedad
civil en un conglomerado de instituciones no lucrativas. Se trata
de un desplazamiento semántico más amplio y menos obvio que
el que algunos autores parecen insinuar. En tal sentido, Mato
está en lo cierto cuando señala que difícilmente puedan enten-
derse ciertos fenómenos globales recurriendo a un «... reduccio-
nismo monocausal de teorías asociadas a ideas de imposición
imperial de los cambios sociales» (Mato 2001a: 128).
El problema no es el término Tercer Sector, sino que se lo
pretenda considerar como un descriptor o la viva expresión de la
sociedad civil y, a la vez, que actores globales y locales lo ubiquen
apologéticamente como intrínsecamente virtuoso y, por lo tan-
to, en las antípodas del Estado, el cual, desde esta óptica, no hace
o lo que hace está mal. Entendemos esta perspectiva como una
manera un tanto absurda de promover lo público desde lo priva-
do, negando lo que hay de público en el Estado. La cuestión es
cómo garantizar el carácter público de éste, cómo promover la
ampliación de los derechos de ciudadanía y qué rol puede jugar
en tal sentido algunas de las organizaciones que conforman el
(tercer) sector.
38
algo socialmente bueno; no hace falta referenciar ambas nocio-
nes en diálogo con sus procesos históricos de conformación y
con su heterogeneidad, ni con sus tensiones internas. Asimismo,
se contribuye de alguna manera a limitar el espacio de la socie-
dad civil cuando se incluyen en ella sólo las buenas ONG. Al res-
pecto, Alberto Olvera destaca que «... se ha producido en un sec-
tor de la opinión pública un proceso de acotación simbólica del
significado de sociedad civil, limitándolo al campo de las organi-
zaciones no gubernamentales y algunos grupos que luchan por
la democracia [...] esa restricción del concepto deja fuera otro
tipo de agrupaciones (profesionales, religiosas, culturales, popu-
lares) que también constituyen la sociedad civil» (Olvera 2002:
399).
Ni el sector es uno, ni la sociedad civil tiene una única lógica
ni una única voz. La propia naturaleza de estas asociaciones ex-
presa las diferencias sociales y culturales, así como la multiplici-
dad de intereses existentes en la sociedad. En el mundo acadé-
mico latinoamericano, aun entre los que han utilizado como
referencia para sus trabajos de investigación la idea de sector,
tiende a emerger una perspectiva crítica motivada en el carácter
confuso que tal abordaje del sector suscita cuando no se estable-
cen diferencias y jerarquías en su interior y cuando se le termina
considerando como la esencia misma de la sociedad civil.
Sociedad civil es un espacio en el cual participan las asocia-
ciones que proyectan su acción hacia la construcción de ciuda-
danía participativa y otros actores sociales individuales que se
constituyen en referentes sociales o que conforman colectivos
transitorios o permanentes —movimientos sociales, coaliciones,
foros, etc. En este espacio simbólico se construye poder y se hace
política en diálogo o enfrentamiento con el poder político y el
poder económico. Ni separado ni aislado de la esfera de lo polí-
tico y lo económico, es el escenario del conflicto y del consenso
social. Allí, sin que ese allí tenga ninguna dimensión física, se
procesan y articulan opiniones, representaciones —en los dos
sentidos: representación política y representaciones de lo social—
, así como acuerdos y enfrentamientos.
Un actor central en las arenas de la sociedad civil son los
denominados medios de comunicación masiva, por su capaci-
dad de influir y formar opinión pública. Nadie diría que estas
organizaciones no tienen fines lucrativos y nadie podría afirmar
39
que son sólo medios y no actores sociales que, como otros, cuen-
tan con sus respectivas agendas de prioridades comerciales y
políticas, y que, asimismo, tienden a expresar y reforzar el sentir
y la opinión de ciertos actores sociales para los cuales o en nom-
bre de los cuales hablan.
Vemos entonces que la sociedad civil no tiene organizacio-
nes, sino que éstas —y no sólo éstas— participan en la sociedad
civil. Lo que suele denominarse la sociedad civil no se diferencia
en demasía de lo que antaño fue a secas la sociedad, la buena
sociedad, un lugar donde no hay espacio para los feos, sucios y
malos.
A modo de conclusión
40
que plantean los procesos de globalización en curso, así como
tener presente que, en este marco, las representaciones sobre
sociedad civil están en disputa y que las élites dominantes han
irrumpido en un ámbito sobre el cual habían perdido su hege-
monía. Despreciar la idea de sector no contribuye a la construc-
ción contrahegemónica que estamos proponiendo. Las ideas,
alusiones y elusiones que se juegan alrededor de las representa-
ciones sociales sobre esta temática; la inflación terminológica que
observamos en referencia al mundo asociativo; la exclusión que
se hace de algunos actores y la inclusión de otros; y, la intención
de hacer visible y segura a la sociedad civil equiparándola al Ter-
cer Sector, reclaman de un mayor esfuerzo de producción a quie-
nes investigamos en este campo.
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43
1. Este trabajo fue publicado inicialmente en Daniel Mato (coord.), Políticas de
ciudadanía y sociedad civil en tiempos de globalización, Caracas: FACES, Universi-
dad Central de Venezuela, 2004, pp. 17-32. Agradecemos a Daniel Mato por su ge-
nerosa autorización para reproducir el escrito en este volumen.
2. Para acceder a algunos de los documentos de este proyecto véase www.jhu.edu/
~ccss. En el marco de este estudio se han realizado estimaciones sobre el tamaño
del sector en más de treinta países. En América Latina este trabajo se llevó a cabo
en Argentina, Brasil, Colombia, México y Perú. Además el estudio abarcó la histo-
ria de estas organizaciones, el marco legal y otras investigaciones cualitativas so-
bre el rol y el impacto de las ONG en campos específicos.
3. Si bien estas denominaciones son las de mayor circulación, a esta lista pue-
den sumarse las siguientes: «organizaciones sociales», «organizaciones comunita-
rias», «entidades intermedias», «las ONG», etc. Algunos de estos términos tienen
base jurídica o son producto de las reglamentaciones impositivas; otros provienen
de la utilización que de ellos han hecho el Estado, los partidos políticos o las pro-
pias organizaciones; y, finalmente, algunos se han impuesto por la influencia de la
agenda de los organismos internacionales. En algunos casos, pero no en todos,
estos términos refieren a áreas temáticas específicas en las que las organizaciones
desarrollan su accionar.
44
SOCIEDAD CIVIL Y TERCER SECTOR
EN LA DISCUSIÓN DEL SEGUNDO
CIRCUITO DE LA POLÍTICA
45
podían provocar la mayor presión debido a sus enormes cliente-
las y a su gran capacidad de disrupción), se generaban disfun-
cionalidades en su forma de operación. Sin embargo, la repre-
sentación funcional, comúnmente paraconstitucional y
paraparlamentaria, ofrecía la posibilidad de control de formida-
bles clientelas como las de los sindicatos o las de las agrupacio-
nes patronales, lo que disminuía importantes tensiones en el sis-
tema político. Resultaba necesario configurar un esquema de
participación de los grupos de presión sociales que, integrándo-
se al sistema democrático como colectivos, lo fortalecieran. Sim-
plemente se proponía la institucionalización y la consiguiente
regulación pública de relaciones preexistentes entre dichas or-
ganizaciones y el Estado.
Schmitter (1992) retoma algunas de estas observaciones para
desarrollar una propuesta sobre la institucionalización de las
relaciones entre los «grupos de interés» y el Estado. El punto
clave de su propuesta es asignar un status semipúblico a los gru-
pos de interés organizados. Estos competirían por recursos pú-
blicos aportados por los contribuyentes a través de pagarés ciu-
dadanos en un proceso vigilado por una corte
cuasi-administrativa ciudadana ad hoc. Lo llamativo de este pro-
yecto de reforma política es que propone formalizar una suerte
de «segundo tipo de ciudadanía», «segundo nivel» o «segundo
circuito» de la política en el espacio de las asociaciones. El obje-
tivo último sería ampliar y mejorar la práctica democrática y
construir nuevas alternativas de representación que funciona-
rían como suplemento y no como reemplazo de los mecanismos
contemplados en la esfera de representación electoral o primer
circuito de la política.
Además, en las últimas décadas se ha dado un impresionante
aumento en el número de asociaciones, organizaciones, colecti-
vos y grupos que desde la sociedad surgen para realizar un sinfín
de tareas en el ámbito público al margen del Estado y no asimi-
lables al mercado, provocando y promoviendo una verdadera
revolución del asociacionismo moderno.3 Conjuntamente, esta
expansión de las asociaciones y el papel renovado de los grupos
de interés estudiados por Offe y Schmitter refuerzan la tesis de
un segundo nivel de la política y da algunas pistas acerca de la
configuración de una suerte de escenario político posliberal.4 Los
grupos y las asociaciones también han originado la conforma-
46
ción de «redes de acción pública»5 junto con empresas, funda-
ciones privadas, gobiernos y agencias internacionales. Estas re-
des intervienen en el diseño, aplicación y evaluación de políticas
públicas, generando iniciativas de acción pública a nivel nacio-
nal y en el orden regional y global. De igual manera, esta gran
fuerza emanada de la sociedad ha empujado a algunos países a
comenzar la discusión sobre la regulación Estatal de sus activi-
dades y el apoyo de éste para aquellas que sean consideradas de
utilidad pública. España nos brinda un ejemplo significativo a
través del llamado «0,52», es decir, la distribución anual del 0,52
% del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas entre al-
gunas asociaciones y ONG y la Iglesia Católica por medio de
concursos convocados por los ministerios del Trabajo y Asuntos
Sociales y de Relaciones Exteriores en los que los ciudadanos en
última instancia deciden a cuáles organizaciones apoyar a tra-
vés de sus impuestos.6
Si bien Offe, y especialmente Schmitter, se refieren continua-
mente a agrupaciones de ciudadanos o «grupos de interés», no
brindan detalles acerca de la naturaleza y la diferenciación de
los grupos que conformarían un segundo circuito de la política.
Algunas opiniones (Mochi 2001) sostienen que casi desde cada
disciplina se ha tratado de conceptualizar el fenómeno del creci-
miento del asociacionismo global. En las ciencias sociales se han
acuñado numerosos términos tales como voluntariado, tercer
sistema, ONG, sector de la filantropía o sector independiente
para describir este reciente fenómeno social. Sin embargo, to-
dos estos términos sólo resaltan alguna o algunas de las caracte-
rísticas que estas organizaciones y asociaciones generalmente
comparten. Tal situación ha provocado un «enredo terminológi-
co» (Ministerio de Planificación y Cooperación de Chile 1997: 5)
que complica la posibilidad de comprender el inédito fenómeno
de la explosión asociativa mundial de las últimas décadas La
ambigüedad conceptual y la polisemia son la constante en los
debates actuales sobre el asociacionismo moderno y su expan-
sión global (Olvera 2003: 20). No obstante, en esta gran madeja
teórico-conceptual dos conceptos son lo que han alcanzado ma-
yor relevancia: El de sociedad civil (SC) y el del tercer sector
(TS), que comúnmente se ha asociado con el de sector no lucra-
tivo (non profit sector).
El objetivo de este trabajo es hacer un acercamiento a las
47
nociones de SC y TS para tratar de precisar los términos concep-
tuales del debate en torno al asociacionismo moderno. Al hablar
de una expansión de la política a través de la institucionaliza-
ción de un segundo nivel o circuito de la ciudadanía, que preten-
dería abarcar las distintas expresiones del asociacionismo glo-
bal, debemos examinar su naturaleza, sus fines y sus formas de
operación de manera más detallada. Si bien el interés en el con-
cepto de SC ha crecido en las dos últimas décadas, hay ciertas
confusiones en torno al término, especialmente luego de que la
referencia al «tercer sector» ingresara en nuestro vocabulario
social y político. Por ello también trataremos de clarificar los
términos del debate viendo qué tienen en común y en qué se
diferencian.
48
movimientos que emergieron y se desarrollaron en Occidente
(Olvera 2003: 21). Un rasgo común entre ellos es su esfuerzo por
diferenciarse del Estado, en momentos en los que era práctica-
mente ilegal en los dos primeros casos, e innecesario en el terce-
ro.
Más allá de la historia de la noción de SC, es indispensable
comprender que actualmente toda definición debe tomar en cuen-
ta dos elementos básicos: la autolimitación y la autonomía. El
primero de ellos hace referencia a que las asociaciones, movi-
mientos y grupos de la sociedad no buscan conquistar el Estado
o integrarse a él. Son posrevolucionarios y «tienden más bien a
proponerse la reforma radical de la vida publica» (Olvera 2003:
24). El segundo se refiere a que estos actores sociales pretenden
diferenciarse del Estado y del mercado. No se subordinan a la
lucha partidista y su relación con el sistema político es a la vez
crítica y propositiva (Olvera 2001: 24). La diferenciación con el
mercado se hace fundamentalmente a partir de señalar que son
asociaciones sin fines de lucro y que, en algunos casos, tienen
como meta suavizar algunos de sus desajustes. Desde un enfo-
que habermasiano, Olvera (2003) habla de tres componentes
centrales del concepto de SC:
49
(2000) en la década de los noventa. Para ellos, la SC «es la esfera
de interacción social entre el Estado y la economía, compuesta
ante todo de la esfera íntima (en especial la familia), la esfera de
las asociaciones (asociaciones voluntarias), los movimientos so-
ciales y las formas de comunicación pública» (Arato y Cohen
2000: 8). Tal definición es parte de lo que los autores han llama-
do la teoría de las tres partes en la que colocan como categorías
equivalentes al mercado, al Estado y a la propia SC. Esta teoría
plantea que dentro de la sociedad encontramos grupos específi-
cos que mantienen el control de las relaciones estatales y econó-
micas. Por ello estos grupos son denominados sociedad econó-
mica y sociedad política, esferas que son complementadas con
la esfera civil de la sociedad: la sociedad civil. La SC es autocons-
titutiva y automovilizadora y su institucionalización se da me-
diante las leyes. Sobre su papel político afirman lo siguiente:
50
El estudio de Arato y Cohen ha sido criticado, entre otras
cosas, porque si bien ha aportado elementos definitorios valio-
sos,7 éstos no han permitido configurar una estructura concep-
tual y teórica alternativa que comprenda en toda su dimensión
el vasto fenómeno de la expansión de lo social (Olvera 2001: 26).
Sin embargo, desde el punto de vista de Olvera, este concepto de
SC es de lo más acabado actualmente.
Dentro del concepto que Arato y Cohen han propuesto desta-
ca el carácter caótico y disperso del mundo de las organizacio-
nes y asociaciones que conforman el conglomerado denomina-
do SC, situación que muy pocos autores lograron exponer con
tal claridad (Olvera 2003: 30). Por ello es pertinente agregar que
aunque las definiciones de la SC son muy variadas e incluso en
ocasiones contradictorias, entre la gran mayoría de ellas hay al-
gunas coincidencias básicas (Ministerio de Planificación y Co-
operación de Chile 1997; Olvera 2003). Antes de proseguir es
necesario hacer los siguientes recordatorios sobre algunos as-
pectos fundamentales que cada concepto de SC debe tomar en
cuenta:
51
mación de la SC en cada país es un proceso particular y general-
mente muy diferente.
5. Esta diferenciación se debe, casi por completo, a factores
históricos y culturales.
52
forma de institucionalización propia, situación que hace de cada
organización un caso único. También hay que aclarar que no se
trata de una clasificación exhaustiva, pues no contempla las com-
binaciones posibles entre cada forma de organización (Olvera
2001: 34). Los distintos tipos ideales de organizaciones y asocia-
ciones de la SC que Olvera encuentra en México serían los si-
guientes:
53
orden religioso cultural (Pro-vida), las asociaciones informales
de las elites sociales y políticas en torno a valores religiosos (Mo-
vimiento Familiar Cristiano, movimientos juveniles, grupos de
damas distinguidas), los grupos pentecostales que se desempe-
ñan en la esfera pública y los grupos masónicos. Estas asociacio-
nes comúnmente se relacionan entre sí y algunas de ellas llegan
a fortalecer a asociaciones y movimientos sociales.
4. Organizaciones civiles. Estas incluyen a un variado y enor-
me grupo de asociaciones libres y voluntarias que se dedican a
atender problemáticas sociales generadas (o, tal vez, no atendi-
das) por el Estado y/o el mercado. Se dividen en tres tipos. Pri-
mero, las que se centran en la defensa y la promoción de los
derechos políticos (Alianza Cívica y Centro de Derechos Huma-
nos Agustín Pro-Juárez). Comúnmente estas asociaciones no es-
tán legalmente reconocidas y tienen un estatuto más afín al de
un movimiento que el de una institución. Segundo, las «organi-
zaciones de promoción, desarrollo y servicios a la comunidad»
(Olvera 2003: 36), reconocidas como ONG.9 Concebidas de for-
ma global, son un verdadero movimiento de la sociedad por la
transformación de los valores políticos y culturales. Generalmente
promueven políticas públicas focalizadas a grupos sociales es-
pecíficos. Vistas por separado pueden ser organizaciones con
«algún tipo de registro legal, normalmente homogéneas y con
poca vida institucional» que realizan alguna actividad de pro-
moción del desarrollo (Olvera 2003: 37). Por último, están las
asociaciones de asistencia privada. Intentan resolver, no eviden-
ciar, problemas que el Estado no ha atendido suficientemente.
Buscan compensar los rezagos sociales como la pobreza, con
medidas asistenciales. En México, cuentan con registro legal.
5. Asociaciones de tipo cultural. Grupos musicales y de baile,
teatrales y artísticos, pro defensa del patrimonio cultural, de re-
cuperación de tradiciones culturales, etc. Ayudan a consolidar la
identidad cultural, aunque casi nunca son reconocidos institu-
cionalmente, ni cuentan con apoyo oficial.
6. Asociaciones privadas de tipo deportivo y recreacional. Crean
espacios muy importantes de socialización, aunque a esta tarea
las otras categorías también contribuyen.
7. Asociaciones de tipo urbano-gremial. Es uno de los prime-
ros peldaños de la organización social; habitualmente juegan roles
activos en el diseño y la aplicación de las políticas públicas, e
54
incluyen asociaciones de vecinos, «hasta grupos populares urba-
nos» (Olvera 2003: 37).
8. Movimientos y asociaciones de comunidades indígenas. Si
asumen el papel de representación y buscan la recuperación de
espacios públicos propios, pueden ser considerados como parte
de la SC. Si no, es decir, si pretenden separarse de la sociedad y
«aplican usos y costumbres para mantener esquemas de domi-
nación tradicionales, actúan de forma incivil» (Olvera 2001: 39).
Esto es porque fragmentan a la sociedad asumiendo posiciones
prácticamente anti-estatales siendo que, como hemos visto, una
de las características de la SC es no mantener posturas anti siste-
ma.
55
1. Fortalecimiento del sistema legal institucional. Frente a un
ambiente en el que «los derechos no se cumplen o se aplican de
manera parcial» y segmentada, es necesario garantizar el Esta-
do de Derecho y la real separación de poderes (Olvera 2003: 430).
También es urgente avanzar en la descentralización del poder, lo
que le permitiría a la SC tener un papel mucho más preponde-
rante en la elaboración y evaluación de políticas públicas. Otro
aspecto muy importante es la profesionalización y descentrali-
zación de los aparatos y agencias del Estado y la creación de
instituciones híbridas o mixtas de carácter ciudadano-estatal.
Por último, es inaplazable establecer mecanismos de rendición
de cuentas efectivos que hagan transparente el ejercicio guber-
namental.
2. Fortalecimiento de la red asociativa y de movimientos socia-
les. Esto se lograría a través de garantizar la libertad de asocia-
ción y de la creación de nuevas formas de reconocimiento jurídi-
co. En específico este último punto permitiría que las asociaciones
tuvieran acceso a fondos públicos en un marco de mayor con-
fianza, «una institucionalidad apropiada debe apoyar la trans-
parencia y claridad en la asignación de apoyos públicos a las
organizaciones civiles, las cuales deben a cambio someterse al
escrutinio y evaluación públicas» (Olvera 2003: 433). Asimismo
se debe garantizar el acceso a los medios de comunicación a las
organizaciones y asociaciones de la SC.
3. Fortalecimiento de la cultura del asociacionismo. Enten-
diendo que la ignorancia conlleva un importante desconocimiento
de los derechos y obligaciones ciudadanos, es necesario multi-
plicar las posibilidades de acceso educativo de la población. En
gran parte, el corporativismo y el clientelismo mexicano se fun-
daron durante décadas en el bajo nivel de educación de amplios
sectores sociales. La pobreza de igual manera, a menudo arras-
tra «a la necesidad de vender la lealtad política a cambio de pe-
queños beneficios económicos que son esenciales para la sobre-
vivencia», por ello «la pobreza es el mejor caldo de cultivo del
clientelismo. Una política agresiva de redistribución del ingreso
ayudaría a fortalecer una cultura de la autonomía individual y
colectiva» (Olvera 2003: 435). Es urgente, por otra parte, la en-
tronización en la sociedad de valores como la tolerancia y el res-
peto a la diferencia a través de campañas masivas de educación
cívica.
56
4. Fortalecimiento interno de las asociaciones de la SC. La SC
«realmente existente expresa también en su interior las limita-
ciones históricas que ha padecido y en las condiciones en que se
ha desarrollado» (Olvera 2003: 435), por esta razón es necesario
que también ellas reproduzcan internamente los valores demo-
cráticos, de transparencia y de legalidad que son necesarios para
su pleno desarrollo en la esfera pública. Resulta, también, nece-
sario que logren un mayor grado de institucionalidad y formali-
zación, situación que debe contemplar forzosamente un la esta-
bilización de un cuerpo profesional de trabajadores. Por último,
debe recuperarse la relación entre las ONG y las asociaciones y
movimientos populares.
Hay que concluir esta primera parte del trabajo diciendo que
hablar de «una sociedad civil... es problemático» (Olvera 2003,
412). En efecto, ya que esta noción hace referencia a una gran
variedad de asociaciones, grupos, instituciones, actores, colecti-
vos, etc. extremadamente diversa, plural y heterogénea —conti-
nuamente contradictorias—, por lo que solamente es aceptable
como categoría analítica en un «sentido altamente simbólico».
Desde el punto de vista de Alberto J. Olvera, en realidad tal con-
junto de actores sólo se colocan como elementos de un mismo
concepto en tanto que se autodefinen independientes del Estado
y circunscriben su acción política a una relación de «oposición o
colaboración», con el Estado, pero nunca se plantean, como ya
se ha mencionado anteriormente, su sustitución o destrucción
(Olvera 2003: 412). Más allá de estas coincidencias, alcanzar ge-
neralizaciones sobre SC es extremadamente difícil.
Más bien,
57
Ahora debemos desplazar la mirada hacia el tercer sector.
Esta noción, que coloca al Estado y a las empresas como los dos
primeros sectores (visión trisectorial), comenzó a ser utilizada
desde mediados de la década de los setenta, pero fue hasta me-
diados de los años noventa cuando definitivamente entró al vo-
cabulario de las ciencias sociales como una categoría regular de
análisis.10 Su nacimiento y posterior uso coincidió con la reapa-
rición de planteamientos conservadores a finales de la década de
los ochenta que, como sostiene Roitter, «se oponían a la exten-
sión de las potestades del Estado en materia social» y veían en la
acción civil y voluntaria la vía para la solución de problemáticas
sociales, que el Estado (de bienestar) supuestamente había sido
incapaz de atender. Este concepto, agrega, que hace referencia a
la expansión del asociacionismo global en las últimas décadas,
es «una traducción del inglés» y su origen es claramente «esta-
dounidense». Sin embargo, rápidamente fue adoptado en otras
regiones, tanto en algunos círculos académicos, como en las es-
feras políticas, incluso en diversas organizaciones internaciona-
les como la ONU. En América Latina, a pesar de su muy reciente
incorporación a la semántica política y sociológica, ganó terre-
no y se colocó por encima de rótulos como los de ONG u organi-
zaciones de la SC, con los que se trataba de englobar en un solo
concepto al mundo asociativo y de acción voluntaria.
El autor central sobre TS es sin duda Lester M. Salamon. Ya
que aunque no nos ofrece grandes precisiones conceptuales o
explicaciones teóricas sobre esta categoría, sí se ha convertido
en un referente para pensar el tercer sector (Censi 2002; García
Ferrando 2002). Sus planteamientos se han convertido en una
pieza de análisis importante sobre el asociacionismo moderno,
sobre todo porque más allá de hacer un esfuerzo por contribuir
a clarificar el panorama teórico, le permitieron concretar una
investigación cuantitativa sobre el sector no lucrativo a nivel glo-
bal que resultó realmente novedosa, aunque también ha genera-
do una importante crítica. Tal proyecto —en el que participó un
importante equipo de científicos de numerosos países— organi-
zó y estabilizó mecanismos de medición sobre distintos aspec-
tos del quehacer de las organizaciones de la sociedad con el fin
de conocer su dimensión, importancia y problemas en cada re-
gión del planeta.
Inicialmente, en el trabajo se explica que el crecimiento de la
58
SC, a primera vista carente de forma e incluso errático, es un
fenómeno reciente pero global que se ha expresado en una mul-
tiplicación de las asociaciones y organizaciones sociales (Sala-
mon 1999: 13). Sin embargo, se pueden identificar rasgos comu-
nes en esta masa de clubes sociales, organizaciones profesionales,
organismos de asesoramiento, centros de formación profesio-
nal, organizaciones de derechos humanos, organismos profesio-
nales, universidades, grupos medioambientales, hospitales, clu-
bes deportivos y otras muchas entidades. El autor identifica cinco:
59
so de expansión social global.
AQUÍ TABLA
Uno de los objetivos centrales del proyecto era revelar algu-
nos de los aspectos más relevantes del «continente perdido del
panorama social de la sociedad moderna», sobre todo para si-
tuarlo en «el mapa de la economía mundial» (Salamon 1999:
23). El equipo de investigadores se preocupó por dar respuesta a
tres interrogantes: ¿cuál es el tamaño real de estas organizacio-
nes, cuáles son sus fuentes de ingresos y en qué medida difieren
estos aspectos de país en país? ¿Por qué se dan estas diferencias
y qué factores fomentan su desarrollo o su retroceso? ¿Cómo
contribuyen estas asociaciones a la sociedad y qué impacto tiene
tal actividad? Para esto siguió una definición común elaborada
por los investigadores de los 22 países participantes y que se
resume en el siguiente cuadro:
AQUÍ TABLA
La respuesta a las tres preguntas centrales lleva a los autores
a cinco conclusiones aplicables a los 22 países mencionados (son
datos de 1995 y expresados en dólares estadounidenses de ese
año).11 La primera es que el sector no lucrativo constituye una
importante fuerza económica, mucho más importante de lo que
comúnmente se cree. Representa anualmente 1.100 millones de
dólares generados por 19 millones de trabajadores a jornada
completa por un año en los 22 países. Si a esto se le suma el total
de los trabajadores voluntarios, que en 1995 fue de 10,6 millones
(sumadas las horas de trabajo voluntario como una expresión de
trabajadores a jornada completa de 8 horas), se obtiene el traba-
jo equivalente a 29,6 millones de personas a jornada completa.
Esto equivale al 7 % del total del empleo no agrario, al 14 % del
empleo en el sector servicios y al 41 % del empleo en el sector
público en los 22 países. Asimismo, representa el 5,7 % del PIB,
sin sumar el trabajo de las congregaciones religiosas.
Segundo, hay grandes variaciones en tamaño del sector no
lucrativo entre países y regiones. Es mayor en los países desarro-
llados, pero además es mayor (proporcionalmente hablando) en
los países desarrollados del norte de Europa e Israel en compa-
ración con los EUA. El tamaño del sector no lucrativo no está
relacionado directamente con el tamaño del aparato estatal de
seguridad y bienestar social. En tercer lugar, las actividades del
tercer sector predominan los servicios de bienestar social. Aun-
60
que en tamaño el sector no lucrativo varía bastante de un país a
otro, su composición refleja algunas similitudes: las organiza-
ciones medioambientales, de defensa de los derechos civiles y de
desarrollo concentraron un campo considerable del trabajo vo-
luntario. El tercer sector concentra entre el 60 y 68 % de su acti-
vidad en tres campos. Esto se muestra de forma más clara con el
siguiente cuadro:
68 % 22 % 10 %
Educación Esparcimiento Otras
Sanidad Organizaciones Cívicas
Servicios Sociales
60 % 30 % 10 %
Educación Esparcimiento Otras
Sanidad Organizaciones Cívicas
Servicios Sociales
61
brado.
Cuarto, La mayoría de los ingresos del tercer sector proce-
den del sector público y de pagos por servicios, no de la filantro-
pía. La estructura de financiamiento del sector no lucrativo tie-
ne características propias en cada país. La filantropía representa
el 11 % de los ingresos del sector no lucrativo. Las cuotas de los
miembros y los pagos por servicios prestados por las organiza-
ciones alcanzan el 49 % y del sector público se obtiene el 40 % de
los recursos. Y por último, el sector no lucrativo es un importan-
te generador de empleo. Este sector ha generado más empleos
que lo que han podido generar las economías de los países. Este
fenómeno se observa más nítidamente en Europa Occidental. El
aumento en la financiación vía cuotas y pagos de servicios al
sector no lucrativo es la causa fundamental del aumento tan
importante del empleo en todo el sector. Esto denota claramente
una tendencia a la mercantilización del tercer sector.
Finalmente, el proyecto presenta conclusiones regionales:
62
medio de una mayor profesionalización de sus cuadros dirigen-
tes. Por último se recomienda una potenciación de los recursos
con que el TS cuenta para la realización de sus actividades. «Es
necesario crear una base financiera sostenible» (Salamon 1999:
59) a partir del aumento de los recursos provenientes de la filan-
tropía, principalmente las donaciones particulares no empresa-
riales y del crecimiento de los fondos públicos.
b) Latinoamérica. El principal problema en la región es la
existencia de dos sectores no lucrativos independientes uno de
otro. Esta dualidad está marcada por una separación bastante
acentuada entre organizaciones benéficas que suelen estar vin-
culadas a las elites social y económica y otras más bien cercanas
a las organizaciones populares de corte más informal. Histórica-
mente el primer tipo de organizaciones ha jugado un papel pre-
ponderante como expresión del TS, sin embargo, en los últimos
años el otro tipo de asociaciones a los que nos hemos referido,
está tomando cada vez mayor relevancia, agregando un elemen-
to de informalidad al sector no lucrativo en América Latina. El
fortalecimiento del sector en la región como primera tarea es
tratar de eliminar la separación existente entre estos dos grupos
de asociaciones por medio de un diálogo mucho más fluido y
una mayor interacción. Además es necesario fortalecer su capa-
cidad de actuación invirtiendo en la capacitación de del sector a
través de «mejores organizaciones de formación e infraestructu-
ra» (Salamon 1999: 60). La idea con esto sería colocar a la parte
menos formal del sector en una mejor posición para actuar en la
sociedad. También, según este estudio, es importante mejorar
los lazos con el poder público y las empresas, dejando atrás los
clientelismos. Con esto lo que se busca es hacer menos tensa esta
relación, que en mucho momentos se ha caracterizado por lle-
varse a cabo bajo procedimientos poco transparentes, depen-
dientes en gran medida de los «caprichos» de la elite política en
turno. Por supuesto es necesario hacer mucho más explícitos los
mecanismos de competencia por los recursos públicos. Final-
mente se debe ensanchar el espacio público en donde se desa-
rrollan estos grupos, permitiéndoles un mayor margen de ac-
ción.
c) Países desarrollados. Como principal meta en esta región,
el TS se debe concentrar en su renovación. El sostenido apoyo
gubernamental que las asociaciones y organizaciones del sector
63
han ganado en la década de los noventa y el aumento en las cuo-
tas de los miembros y pagos por servicios las ha alejado de los
ciudadanos. Muchas de ellas «se han convertido en grandes bu-
rocracias que aparentemente no se distinguen mucho de los or-
ganismos públicos con los que se relacionan», pero además mu-
chas otras corren el peligro de convertirse en empresas
mercantiles. Por tales razones es necesario que el TS en la región
evite el exceso de burocratización y de mercantilización. Esto se
puede conseguir instrumentando una amplia campaña de reno-
vación que mejore sus procedimientos administrativos y que re-
vitalice su imagen pública, se deben retomar nuevas formas de
planeación estratégica. También sería conveniente generar un
diálogo más fluido entre los distintos actores del sector que tu-
viera como principal objetivo una discusión amplia sobre su pa-
pel en la sociedad. Por otra parte, resulta sumamente necesario
aumentar los recursos provenientes de la filantropía, lo que le
permitiría al sector mantener un grado aceptable de autonomía
con respecto al poder público y al sector lucrativo. En concor-
dancia con este objetivo, el aumento del trabajo voluntario se
hace indispensable. Para integrar a un creciente pero hasta aho-
ra sólo potencial voluntariado, en estos países se deben estable-
cer mecanismos que combinen efectivamente el trabajo remu-
nerado con el trabajo voluntario. Por último, es conveniente
incluir a través de marcos legislativos más adecuados al TS a
procesos de integración regional, como el caso de la Unión Eu-
ropea o de América del Norte. Se debe aprovechar el enrome
potencial del TS para la solución de problemas sociales agudos
en regiones muy pobres como el caso del África sub-sahariana.
Por ello, se recomienda para la región estrategias que permitan
la internacionalización y la regionalización del TS.
64
de conceptos, términos y tipificaciones con las que se ha tratado
de englobar el fenómeno del asociacionismo mundial. Nos en-
contramos, como bien señala Roitter en este mismo libro, ante
un panorama en el que la dispersión teórica y la ubicuidad con-
ceptual son la constante, incluso algunos han llegado a hablar de
una «inflación terminológica». Probablemente esta sea la única
coincidencia que aceptarían los autores que han contribuido en
el tema.
Hay que decir que muchos actores políticos, algunos acadé-
micos e inclusive instituciones a nivel nacional e internacional
han contribuido, algunas veces por omisión y otras con determi-
nada intencionalidad política, a que la situación reinante en tor-
no a la discusión del mundo asociativo permanezca en un estado
casi caótico. El arribo del concepto de TS dentro de la discusión
académica tan sólo «ha añadido nueva materia a la confusión
reinante» (Olvera 2001: 22). Debido a que con este concepto se
ha puesto especial interés en la capacidad económica y emplea-
dora de las organizaciones y asociaciones bajo una lógica casi
exclusivamente cuantitativista, dejando de lado aspectos tan
importantes como las relaciones de las asociaciones y organiza-
ciones del TS con el Estado y/o el mercado en términos políticos
y no meramente económicos, así como el impacto de sus activi-
dades en la «transformación de la vida pública, incluyendo… los
problemas de gobernabilidad democrática» (Olvera 2001: 22).
En efecto, como vimos en la segunda parte de este trabajo, el
enfoque de Arato y Cohen retomado por Olvera, se concentra en
la naturaleza y el origen de las asociaciones y la forma en la que
se relacionan con el Estado y el mercado, fundamentalmente en
términos políticos, mientras que en el texto de Salamon y en
general en toda la corriente del TS, hay una preocupación fun-
damental por las labores que realiza cada tipo de asociación.
Esto se confirma si observamos cómo las asociaciones aparecen
en el texto sobre el TS divididas en actividades como cultura,
deporte, medio ambiente, servicios sociales, etc. Con esto nos
damos cuenta de que Olvera muestra una inquietud mayor por
la conformación histórica y la naturaleza de los actores que con-
forman las múltiples asociaciones de la SC y, a partir de esto, la
forma en la que se relacionan y establecen límites al mercado y
al Estado. Salamon, en cambio se centra en las tareas que estas
asociaciones desarrollan en el seno de la sociedad. Estamos ante
65
dos enfoques diferentes que si bien pretenden explicar un fenó-
meno común para ambos, cada uno por su lado, ha elaborado
una metodología propia y se ha planteado objetivos diferentes.
Con esto, regresamos a lo que se mencionó desde el inicio, a
saber: la ambigüedad conceptual en torno a las nociones de SC y
tercer sector y la falta de un marco teórico consistente para pen-
sarlas. Constatamos que efectivamente la construcción de un
concepto de SC único, globalmente aceptado, está lejos de ser
una realidad; más bien estamos en un momento de un intenso y
abundante debate que se desarrolla en un sinnúmero de direc-
ciones, una de las cuales es la que se ha expuesto aquí como
tercer sector o sector no lucrativo.
Debemos decir, como lo han subrayado tantos otros, que es-
tos dos conceptos son parte de una disputa teórica sobre el papel
del Estado (y del mercado), en donde por un lado, se pretende la
constitución de un Estado «mínimo» que delega cada vez mayo-
res responsabilidades, sobre todo de corte social, al sector em-
presarial o al TS, mientras que por el otro se plantea que es nece-
sario un «proceso de ensanchamiento de la democracia» que se
expresaría «en la creación de espacios públicos y en una crecien-
te participación de la SC en los procesos de discusión y de toma
de decisiones relacionadas con cuestiones y políticas públicas»
(Dagnino 2003, citada por Roitter en el siguiente capítulo). Es
aquí justamente en donde se inscribe la discusión de un segundo
nivel de la política, en el cual estarían integradas como actor
central todas las asociaciones y organizaciones de la sociedad.
Este planteamiento no solo pretende dar una participación más
estable a un actor social que en el mundo ha tomado enorme
relevancia; sino, en el último de los casos, fortalecer una demo-
cracia que con el primer circuito como único espacio de la polí-
tica ha demostrado ser insuficiente para garantizar la goberna-
bilidad democrática en numerosos países.
Hay que señalar por último, que el momento actual de inde-
finición y debate sobre el asociacionismo global, en el que la
gran deuda teórica recae en la incapacidad de conseguir consen-
sos sobre conceptos generales debilita la posibilidad de institu-
cionalización de un segundo circuito de la política. Es básico
para conseguir la regulación y el financiamiento público de las
asociaciones, organizaciones y colectivos una clara delimitación
de sus características, de sus funciones y de sus posibilidades
66
para favorecer la consolidación de valores democráticos en las
sociedades modernas. Los conceptos con los que actualmente
contamos como TS o SC han demostrado ser insuficientes para
tal efecto. Se necesitan categorías que incluyan el ámbito políti-
co y económico en su definición, así como el cultural, con el fin
de abarcar en tales definiciones un todo bastante heterogéneo,
contradictorio y disperso.
La explosión del asociacionismo ha colocado a las organiza-
ciones de la sociedad en un papel político cada vez más impor-
tante. Su participación en la esfera pública es creciente y las la-
bores que realizan día con día se diversifican y alcanzan nuevos
horizontes. Su regulación y financiamiento público, como sos-
tiene Schmitter, efectivamente podría contribuir al fortalecimien-
to de la democracia. El nuevo imaginario político, en el que las
organizaciones de la SC o el TS han adquirido enorme impor-
tancia, no corresponde al imaginario de principios de los noven-
ta en el que, desde el pensamiento liberal-democrático, la ciuda-
danía electoral y la competencia partidista, eran la última palabra
en materia de política democrática. Hoy se hace política más
allá de la representación territorial, en buena medida en el terre-
no de las asociaciones y de las organizaciones de la sociedad. No
obstante, tal vez es muy temprano todavía para hablar de de una
democracia post-liberal; el segundo nivel o circuito de la política
no existe aún con el nivel de formalización que uno desearía,
pero incluso en su nivel informal actual, es una opción promete-
dora para expandir el panorama democrático.
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67
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tura actual?», en Teoría del neocorporatismo, México: Universidad
de Guadalajara, pp. 399-447.
68
1. Versiones previas de este trabajo fueron presentadas en el seminario «El fu-
turo pasado de la política» realizado en la UNAM (2002-2004). Agradezco las obser-
vaciones que hicieron los participantes, y en especial el apoyo de su director, Ben-
jamín Arditi.
2. Para una discusión más detallada de los argumentos de Offe véase el trabajo
de Vite en este volumen.
3. Ver capítulo de Puga en este volumen. En él se explican algunas de las razo-
nes por las que las asociaciones y las organizaciones de la sociedad han adquirido
enorme importancia en el desarrollo de la democracia.
4. Arditi esboza las coordenadas teóricas de este escenario posliberal en otro
capítulo de este volumen.
5. Ver el trabajo de Luna incluido en este volumen.
6. Ver el capítulo de Martín en este volumen.
7. Estas críticas son variadas y se enfocan en distintos aspectos. Por ejemplo,
desde una visión liberal se ha señalado que la SC tiene «un carácter civilizatorio»,
que se articula para «dar vigencia a un Estado de Derecho, un mercado operativo,
un amplio espacio público...», libertad asociativa y una «cultura de política de la
tolerancia» (Pérez, en Olvera 2003: 26); argumentos que contrastan fuertemente
con el carácter contradictorio y disperso que Arato y Cohen le han atribuido al
concepto de SC. De cualquier forma, lo más sobresaliente en esta perspectiva es
haber logrado incluir en tal definición el aspecto cultural. Otro ejemplo es la crítica
que ha argumentado la carencia de una «dimensión moral-sistémica», en la cual
algunos otros sí se han concentrado (Alexander 2000), mientras que Arato y Cohen
prefirieron centrarse en la dimensión jurídica sosteniendo que esta funciona como
«piso común» en el que se desarrollan y se expresan una multiplicidad de formas
sociales.
8. Por ejemplo Larry Diamond (1999: 222) sostiene que la SC está compuesta
por una vasta red de organizaciones de orientación: 1) Económica, que incluye a las
asociaciones productivas y comerciales; 2) Cultural, con asociaciones religiosas,
comunales, étnicas, y de otro tipo que defienden los derechos y valores colectivos;
3) Educacional, que engloba a los grupos enfocados en la producción y disemina-
ción del conocimiento; 4) Gremial o categorial, con las asociaciones que defienden
el interés sectorial de sus miembros (por ejemplo los sindicatos, los grupos empre-
sariales o los de pensionados); 5) Hacia el desarrollo, con organizaciones que se
preocupan por mejorar las condiciones sociales; 6) Temática, de asociaciones enca-
minadas a temas específicos como el respeto al medio ambiente o los derechos de
diferentes minorías; y finalmente, 7) Cívica, que incluye a grupos que buscan (fuera
del ámbito partidista) mejorar el sistema político y la calidad de la democracia.
9. Muchas veces erróneamente, debido a que con esta acepción se enfatiza la
separación de la organización en cuestión con el Estado, siendo que sus elementos
de diferenciación más relevantes pueden ser otros como el tipo de organización,
sus funciones, etc. Por ejemplo, una organización vecinal que se conforma en torno
al problema de la inseguridad es también una ONG, sin embargo no estaría con-
templada en esta categoría, sino en el número 7 de esta lista.
10. Ver el capítulo de Roitter en este volumen.
11. También como precaución metodológica estos autores plantean siempre
primero la suma de los «asalariados» (las comillas son mías, pues son asalariados
hipotéticos), después la suma de los voluntarios y, posteriormente, la suma de lo
aportado por las congregaciones religiosas.
69
Cobertura de países de la Fase II del proyecto
del «estudio comparativo del sector no lucrativo»
de la Universidad Johns Hopkins
1. Cultura
2. Educación e investigación
3. Salud
4. Servicios sociales
5. Medio Ambiente
6. Desarrollo
7. Derechos civiles y asesoramiento legal
8. Actividades filantrópicas
9. Ayuda internacional
10. Confesiones religiosas
11. Asociaciones empresariales y profesionales, sindicatos
12. Otros
70
UNA DOBLE MIRADA A LAS ASOCIACIONES:
PERSPECTIVAS TEÓRICAS
Y LA EXPERIENCIA MEXICANA
Cristina Puga
71
de colaboración más sectorializadas y menos jerárquicas con-
forman un nuevo modelo de coordinación social. Así, algunos
autores hablan del ascenso de una nueva y activa sociedad civil
(Cohen y Arato 2000; Olvera 2003) otros, de la aparición de un
«tercer sector» que reclama espacios de participación en la for-
mulación de las políticas públicas (Salamon 2001) y otros más,
de una mayor diferenciación funcional que conduce a una trans-
formación de la sociedad civil y el Estado hacia estrategias de
cooperación y concertación para garantizar la gobernancia so-
cial (Messner 1999). Desde una perspectiva diferente, Arditi, en
este mismo volumen localiza el cambio en una expansión de la
esfera política vista como un archipiélago en el que confluyen lo
electoral-estatal, lo social y lo global como circuitos diferencia-
dos de intercambio y en donde las asociaciones, los movimien-
tos y las coaliciones aparecen como nuevos «jugadores en el re-
gistro de lo político [...] y en el proceso interminable de creación
y recreación del orden colectivo.».
Sin pretender agotar un tema que es sumamente extenso,
este capítulo pretende identificar algunas perspectivas que dan
relevancia al estudio de las asociaciones, haciendo énfasis en la
dimensión organizativa de las mismas y apuntando la posibili-
dad de analizar la relación entre diversos elementos históricos,
culturales y estructurales que las definen y su desempeño en el
ámbito social y político. En una segunda parte, se hacen algunos
señalamientos sobre las características peculiares del espacio
asociativo en México caracterizado por la convivencia entre aso-
ciaciones de corte pluralista y organizaciones corporativas, y fi-
nalmente, se aborda el avance en el mismo espacio, de un proce-
so de institucionalización que reconoce el nuevo carácter de las
asociaciones autónomas dentro de un marco de pluralismo y
respeto a la diversidad.
72
el pluralismo. La teoría social contemporánea reconoce la for-
ma en que asociaciones de diversa índole actúan como interlo-
cutores políticos, asumen un nuevo papel como corresponsables
con los gobiernos en los nuevos programas de desarrollo comu-
nitario, se han convertido en las más visibles promotoras de la
crítica hacia los nuevos esquemas económicos y han desarrolla-
do una extraordinaria capacidad de construcción de redes que
les permite trascender fronteras y expandir sus radios de acción
Su capacidad para reunir información y diseminarla, para esta-
blecer patrones de comportamiento entre sus agremiados y para
reclutar ciudadanos privados en la formulación de políticas pú-
blicas han sido destacadas por diversos autores como demostra-
ción de que su existencia contribuye al fortalecimiento de la vida
democrática y a la mayor socialización de las decisiones políti-
cas. Cuando menos, como señala Beck, «contribuyen a generar
el sentido público y la confianza pública, a abrir las agendas
nacionales a los problemas transnacionales, cosmopolitas. Y son
un florecimiento de lo humano por derecho propio» (Beck 2002:
28).
Ciertamente, al igual que los movimientos sociales y otras
formas de manifestación colectiva de demandas sociales, las aso-
ciaciones son creadoras de ciudadanía al contribuir a la expan-
sión de un espacio público en el que confluyen y se discuten
nuevas propuestas e ideas (Avritzer 2000). Schmitter las consi-
dera como los «ciudadanos efectivos»: aquellos que tienen la ver-
dadera capacidad de influir en las políticas públicas. Junto con
él, diversos autores proponen esquemas alternos de asociacio-
nismo que aprovechen el potencial de la acción organizada en la
consecución de metas sociales y en el fortalecimiento de la de-
mocracia y que den a las asociaciones una vinculación más or-
gánica con el funcionamiento político de sus sociedades (Sch-
mitter 1992a y 1992b; Streeck y Schmitter 1992; Cohen y Rogers
1995).1
Su alcance es amplio y su filiación diversa. Hay asociaciones
civiles, religiosas, profesionales, expresamente políticas, de asis-
tencia social, de recreación, de productores, de defensa de dere-
chos étnicos o tribales, y de carácter gremial. Consideradas con-
juntamente, constituyen un universo organizativo característico
de las sociedades modernas que desde la perspectiva pluralista
de Dahl, constituye uno de los requisitos imprescindibles de una
73
sociedad democrática en donde la existencia de asociaciones
garantiza el que los diversos intereses de la sociedad sean toma-
dos en cuenta por el poder público a la vez que controla los exce-
sos autoritarios del gobierno (Dahl 1982).
Antecedente teórico de la perspectiva pluralista, Tocqueville
se refirió a las asociaciones como la fuente de la civilización y
condición del mantenimiento de las democracias. Cuando los
hombres se unen en una asociación a favor de una idea o una
causa, «ya no son hombres aislados sino un poder que se ve de
lejos, cuyas acciones sirven de ejemplo, un poder que habla y es
escuchado» (Tocqueville II, V: 475). Su análisis concede a las
asociaciones un importante papel en la defensa del ciudadano
frente a las tendencias verticales del poder político (Warren 2001)
y en el fortalecimiento de la libertad compartida.
La propuesta pluralista de Dahl recupera el planteamiento
de Tocqueville pero incluye, como actores fundamentales de la
sociedad democrática (la por él llamada poliarquía) además de a
las asociaciones autónomas de todo tipo, a los sindicatos, los
partidos políticos y los grupos de interés. Dahl destaca que la
acción de las diferentes organizaciones mencionadas «impone
costos» sobre las decisiones autoritarias del gobierno y fortalece
procesos más compartidos (mutuos) de decisión, lo cual los hace
altamente deseables, a pesar de los problemas derivados de la
existencia de una multitud de grupos con intereses distintos y
con capacidades distintas para hacerlos prevalecer, lo cual gene-
ra fuertes presiones políticas sobre la estructura social (Dahl
1982).
Una forma de abordar estos grupos, derivada de este plan-
teamiento pluralista, ha sido la teoría de los grupos de presión
que desde una ciencia política más descriptiva que analítica, ten-
dió a considerar en forma relativamente homogénea las formas
y consecuencias de la actividad asociacional destinada a influir
en la gestión de los gobiernos considerándola como una expre-
sión organizada de las principales demandas de la sociedad (Me-
ynaud 1972; Key 1962). De manera paralela, los movimientos
sociales fueron vistos como experiencias desorganizadas que
surgían de un inadecuado control social o de una falta de inte-
gración a las normas sociales y, eventualmente como manifesta-
ciones de una peligrosa sociedad de masas.
Efectivamente, no ha sido fácil para el análisis social y políti-
74
co el trazar la frontera entre la acción colectiva traducida en
asociaciones de diversa índole y la acción colectiva expresada en
movimientos sociales (Cohen y Rogers 1985). Ambos fenóme-
nos pueden ser explicados por diversas teorías que van desde la
de las clases sociales a las teorías del «comportamiento colecti-
vo», estas últimas utilizadas lo mismo para explicar la conducta
de los asistentes a un mitin que la adopción de una moda. Tras
una amplia revisión de varias de estas explicaciones, Mellucci
(1986) propone que lo que define a un movimiento social es, en
primer lugar, la existencia de un conflicto que genera las solida-
ridades y las identidades y, en segundo término, el desborda-
miento de los límites del sistema. El movimiento social, dice
Mellucci, ataca las reglas del sistema y escapa a los procedimien-
tos institucionalizados para, desde afuera, intentar transforma-
ciones que alteren la distribución de los recursos (movimientos
reivindicativos) los canales de la participación y/o las relaciones
de poder (movimientos políticos) o la propiedad y el control de
los medios de producción (movimientos de clase) (Mellucci 1986:
99-100). Sin duda a la lista de Mellucci se han añadido otras
opciones al aparecer nuevos motores de la acción organizada
tales como la defensa de los derechos civiles y del medio am-
biente.
Por contraste con la relativa desorganización y fluidez de los
movimientos sociales, las asociaciones se distinguen por su ma-
yor institucionalización y por constituir formas específicas de
organización con una membresía reconocida que entraña dere-
chos y responsabilidades. La teoría de las organizaciones por
ello las considera como una subclase dentro de la categoría más
amplia de organizaciones a las que pertenecen la familia, la em-
presa e inclusive el Estado y en donde la diferencia estaría dada
por el principio de integración: el parentesco en el caso de la
familia, la propiedad en el de la empresa, la ciudadanía en el del
estado y la membresía en el de la asociación (Ahrne 1990). En
términos generales, la organización, cualquiera que ésta sea, ha
sido vista como una forma «de volver permanentes algunas acti-
vidades humanas, con el fin de aumentar el control sobre entor-
nos inciertos» (Ahrne 1990: 36) en donde la permanencia de un
lado y la búsqueda de una racionalidad que haga frente a las
presiones externas, del otro, confieren sentido a la necesidad de
la agrupación.2 Por lo mismo, la asociación voluntaria constitu-
75
ye una unidad definida por su propia institucionalidad, por la
identidad que proporciona a sus integrantes, por el lugar que
ocupa dentro del conjunto de actores sociales, relacionado di-
rectamente con los fines que persigue y la capacidad para llevar-
los a cabo y por la relación que mantiene con su entorno, gene-
ralmente orientada a la modificación de éste. La membresía, que
señala quiénes están facultados para pertenecer a la asociación y
bajo qué reglas, así como los fines expresos que establecen los
referentes identitarios de la asociación, son las características
definitorias más importantes, a las que se agregan otras que au-
mentan o disminuyen su capacidad de influencia, como el mon-
to de sus recursos económicos y el origen de éstos; los vínculos
de sus integrantes con otros grupos y los recursos intelectuales y
de conocimiento especializado con los que cuente la agrupación.
Por otra parte, las asociaciones se vuelven con frecuencia parte
de movimientos sociales en la medida en que los movimientos
recuperan adhesiones múltiples y que, como dice Mellucci, sur-
gen a raíz de estímulos externos y tienden a permanecer latentes
para reaparecer cuando las condiciones les son propicias. Cual-
quier asociación, cuando percibe que sus intereses programáti-
cos o de supervivencia están siendo vulnerados o cuando consi-
dera que una causa empata con sus principios, puede volverse
parte o cabeza de un movimiento. De igual manera se da el caso
de asociaciones amplias, con participaciones más definidas por
la acción coyuntural o la solidaridad con una causa que con una
membresía formal y que, por lo mismo parecerían estar más
cerca del movimiento que de la asociación voluntaria. La clasifi-
cación que Olvera hace de asociaciones integrantes de la socie-
dad civil que incluyen lo mismo organismos de asistencia social
que asociaciones de vecinos o grupos de defensa de derechos
ciudadanos refleja esta permeabilidad de los límites entre la aso-
ciación formal y la informal, así como la dificultad para estable-
cer claramente el ámbito de la propia sociedad civil (Olvera 2003:
34 y ss.).
En efecto la sociedad civil, redefinida en las últimas décadas
como una esfera social en expansión que se distancia sin sepa-
rarse por entero, de las esferas del mercado y de la política y que
tiene como fundamentos la acción colectiva y la participación
organizada (Alexander 1998) se expresa preferentemente a tra-
vés de movimientos y de asociaciones, con un énfasis importan-
76
te en estas últimas. Para Cohen y Arato la existencia de una so-
ciedad civil como «la estructura institucional de un mundo de la
vida moderna estabilizado por los derechos fundamentales», es
posible por la existencia de una red que incluye «esferas públi-
cas, asociaciones y movimientos (Cohen y Arato 2000: 493). Los
mismos autores han subrayado la multiplicación de las asocia-
ciones y sus diversas formas de participación, como una res-
puesta que contradice las interpretaciones en torno a una frag-
mentación o por el contrario, masificación de la sociedad y que
proporciona una nueva coherencia y direccionalidad a la vida
colectiva (Cohen y Arato 2000: 513 y ss.). De manera semejante,
desde la perspectiva de la organización, Ahrne (1998: 94) en-
cuentra que la sociedad civil como concepto, solamente puede
aprehenderse «en la interacción de una multitud de formas or-
ganizacionales» que abarcan por lo menos tres tipos de manifes-
tación organizativa: el movimiento social, las asociaciones vo-
luntarias y la red, basada en información compartida. En general,
puede decirse que, p ese a las diferencias conceptuales en torno
al concepto de sociedad civil las asociaciones, son consideradas
como su elemento más distinguible y reconocido.
La importancia adquirida por las asociaciones civiles ha sido
una de las señales más evidentes de una nueva modalidad de
relación de la sociedad con los mundos de la política y de la
economía. En particular destacan las llamadas «organizaciones
no gubernamentales (ONG) que, de acuerdo con la definición
del Banco Mundial son grupos privados, con objetivos de índole
humanitaria o cooperativa, más bien que comercial (Rivera 2000:
494) y que expresan hoy un nuevo compromiso social que abar-
ca dimensiones internacionales. Aunque muchos autores advier-
ten que la sociedad civil no puede de ninguna manera limitarse a
las ONG, la diversidad de las acciones que estas asociaciones
realizan, su compromiso con causas diversas y su efecto en la
conformación de nuevas identidades han fortalecido su impor-
tancia como actores colectivos, abierto nuevas posibilidades de
interacción entre ciudadanos y establecido una más comprome-
tida forma de acción entre la sociedad y el poder político.
De hecho, no hay una definición única de las ONG. En algu-
nos casos se enfatiza justamente su carácter civil —es decir, su
separación formal respecto del Estado o su distanciamiento de
cualquier forma de ejercer poder— mientras que en otros se des-
77
tacan sus objetivos humanitarios y de cooperación (Torres 1998:
37) y en otros más la diversidad de sus intereses y formas de
relación con la sociedad y la política (Olvera 2003). Al mismo
tiempo, al estar las ONG con frecuencia ligadas a movimientos
más amplios, se ha subrayado que sus límites tienden a ser mu-
tables e imprecisos. Hay sin embargo, una fuerte tendencia a la
institucionalización que Torres refiere como un «escalamiento»
en el proceso de participación de las ONG que con frecuencia las
conduce de acciones colectivas amplias y relativamente desor-
ganizadas a formas más estables y formales (Torres 1998: 43-44)
y que tiene que ver con un desarrollo discursivo propio en el que
la orientación hacia la solidaridad colectiva adquiere compleji-
dad para abarcar cuestiones como defensa de derechos huma-
nos, proyectos de desarrollo nacional y transición política (Rive-
ra 2000, Olvera 2003). El interés de las propias asociaciones en
ser tomadas en cuenta por el poder público en el diseño de las
políticas, que se empata con una nueva tendencia en la adminis-
tración pública hacia la incorporación de las asociaciones como
corresponsables en proyectos sociales, son elementos que con-
tribuyen a la mayor institucionalización de las mismas.
Desde una perspectiva paralela a la anterior, las asociaciones
han sido señaladas como generadoras del llamado «capital so-
cial» invocado por una línea de reflexión que se preocupa por
encontrar las fuentes y las manifestaciones de la solidaridad y la
coherencia de las sociedades y que frecuentemente relaciona al
capital social con una vigorosa sociedad civil. El capital social
definido como una «red de solidaridades» (Putnam 2000) o como
«normas informales llevadas a la práctica para promover la co-
operación entre dos o más individuos» (Fukuyama 1999) inclu-
ye, entre otras formas de manifestarse, la capacidad asociativa
de la sociedad expresada en formas organizadas de diversa índo-
le. Más inspirada en Durkheim que en Tocqueville, la teoría del
capital social ve a las asociaciones como ejemplo de redes de
confianza en donde la solidaridad y la cooperación se manifies-
tan a partir de objetivos e identidades compartidos. Así las aso-
ciaciones son simultáneamente manifestación de la existencia
de capital social y causa originaria del mismo.
Sin embargo, al referirse a la multitud de asociaciones crea-
das en los Estados Unidos en los últimos cincuenta años, Put-
nam se preocupa de que la proliferación de las mismas esconda
78
una indiferencia ciudadana generalizada que permite a los indi-
viduos cumplir con su firma, su aportación económica o su sim-
patía temporal pero no a utilizar las organizaciones para hacer
más denso y significativo el tejido social (Putnam 2000). Por ello,
una preocupación de los estudios de capital social es la capaci-
dad de las asociaciones de generar efectivamente las redes de
confianza y las identidades comunes que las conviertan en vehí-
culos de verdadera acción colectiva y no en meros instrumentos
burocráticos o en jerarquías carentes de bases comprometidas
con su sociedad. Elementos tales como el tamaño, la antigüe-
dad, el grado de institucionalización, las formas internas de
manejo de recursos económicos o la capacidad y el liderazgo de
los dirigentes pueden actuar como propiciadores o elementos de
disuasión de una acción colectiva basada en la corresponsabili-
dad y en la confianza.
No obstante este peso de las asociaciones en la sociedad civil,
muchas de ellas se originan en una estructura corporativa ante-
rior que propició la creación de sindicatos, organismos empre-
sariales y asociaciones gremiales como formas de representa-
ción y participación organizadas jerárquicamente y
frecuentemente controladas por el Estado pero con una impor-
tante capacidad de intermediación de intereses y de generación
de responsabilidad social entre sus integrantes (Schmitter 1992a).
Aunque voluntarias en sus orígenes, estas formas asociativas
derivaron hacia organizaciones de afiliación forzosa con una li-
bertad sumamente restringida por parte de sus integrantes. No
por ello dejan hoy de constituir formas de acción colectiva que
aún tienen poder de negociación y regateo con el poder político
y que tienden a replantearse estructuras y formas de participa-
ción para adaptarse a una realidad distinta. Su carácter corpo-
rativo, sin embargo, origina un vacío analítico propiciado por
quienes defienden la idea de que solamente las asociaciones au-
tónomas respecto del estado pueden ser consideradas como par-
te de la sociedad civil y por ello, tienden a borrar del universo de
las asociaciones aquellas que parecen vinculadas a formas auto-
ritarias y de afiliación compulsiva.
La capacidad de estas organizaciones corporativas, con fre-
cuencia asociadas a intereses económicos (se trata principalmente
de sindicatos obreros o asociaciones de productores y de empre-
sarios, aunque también recogen otras afiliaciones gremiales) para
79
establecer nexos con el poder político, para reorganizarse en re-
des diversas y para movilizar a sus afiliados a favor de una causa
determinada obliga a tomarlas en cuenta lo mismo como un tipo
de asociación que transita hacia formas menos autoritarias y
más autónomas del poder político que como organizaciones vi-
gentes que aún conservan canales importantes de comunicación
e influencia. Habría que pensar tal vez en un espacio de transi-
ción en el que asociaciones corporativas y voluntarias conviven
con relativo equilibrio y en el que las primeras o bien se debilitan
y se encaminan a su desaparición, o bien se reestructuran inter-
namente y replantean sus objetivos y formas de vinculación con
la sociedad para tender hacia la conciliación de intereses y la
búsqueda de consensos (Schmitter 1992a). Si bien el sindicalis-
mo como forma asociativa merece una atención diferente, el fe-
nómeno es claramente observable en los organismos empresa-
riales que en algunos casos, como sucede por ejemplo con las
asociaciones empresariales en la Unión Europea, se han conver-
tido en nuevas organizaciones con una gran fuerza derivada de
su capacidad de representar intereses precisos y de su reconoci-
miento por el Estado (Greenwood, Grote y Ronit 1993; Greenwo-
od y Jacek 2000).
Provenientes de uno u otro grupo (voluntarias o corporati-
vas) las asociaciones han sido reconocidas como agentes impor-
tantes de coordinación social —es decir, de gobernancia, enten-
dida básicamente como la capacidad conjunta de gobiernos y
sociedades para obtener metas de manera coordinada a partir
de prioridades establecidas (Schmitter 1997, Messner 1999). La
capacidad de las asociaciones para representar conjuntos de in-
tereses, participar en comisiones de trabajo y redes de políticas,
elaborar reglas o exponer problemas, su eficacia como distribui-
doras de bienes y su facilidad para coordinarse a través de redes
complejas, las convierten en mecanismos efectivos de interme-
diación entre sociedad y estado (Schmitter 1992a y 1992b Ho-
llingsworth y Boyer 1997; Messner 1999). La definición que Co-
leman hace de la acción de las organizaciones empresariales,
referida fundamentalmente a la acción económica, es válida sin
duda, para el conjunto de la acción colectiva expresada en aso-
ciaciones de distinta índole: «Las asociaciones actúan como
mecanismos de coordinación económica (governance) al definir
y procurar bienes públicos gracias a la organización y el impulso
80
al comportamiento colectivo por parte de sus miembros, al cele-
brar contratos con otras asociaciones y al asegurar que las dele-
gaciones de poder que hace en su favor el Estado sean utilizadas
ventajosamente por sus afiliados» (Coleman 1994: 131).
La participación de las asociaciones en la gobernancia no
implica necesariamente esquemas de colaboración formal entre
ellas y el gobierno ni labores de ingeniería institucional para crear
formas de intervención artificiales (Olvera 2003). Descansa en la
propia capacidad de las asociaciones para promover intereses,
para poner en marcha proyectos creativos y para administrar
recursos provenientes de diversas fuentes. En estas tareas, otras
características que se vuelven importantes son la legitimidad de
sus dirigentes, la transparencia de sus procedimientos y la posi-
bilidad de diálogo con asociaciones que representan intereses
semejantes u opuestos. Interesadas en cuáles de ellas facilitan u
obstaculizan su acción, algunas investigaciones se han encami-
nado al estudio de la gobernabilidad interna de las asociaciones
como condición de su capacidad para obtener metas sociales o
políticas (Greenwood 2000).
En relación a esto último, cuando menos tres problemas apa-
recen como relevantes en los procesos de consolidación de una
asociación y en su capacidad para actuar en la vida pública: los
intereses privados versus los intereses colectivos; el subsidio es-
tatal y el funcionamiento democrático.
81
beneficien (el problema del free-rider). En esta perspectiva, mien-
tras mayor sea el bien obtenido y menor el costo para obtenerlo,
mejores serán las probabilidades de que una asociación se man-
tenga y prospere. En sentido contrario, la permanencia de una
asociación se deberá a los «incentivos selectivos» adicionales que
sus integrantes perciban por pertenecer a ella. Es decir, más allá
del bien colectivo obtenido, Olson sostiene que las asociaciones
procuran a sus miembros beneficios laterales (reducciones de
impuestos, publicaciones, relaciones útiles, trato preferencial)
que vuelven significativo y provechoso el pertenecer a ellas (Ol-
son 1973, 1988). Lo anterior, según Olson, es más cierto en aso-
ciaciones profesionales y empresariales, que se benefician de un
número relativamente reducido de integrantes y que, al ser reco-
nocidas por el gobierno, obtienen importantes beneficios selec-
tivos.
La explicación de Olson es claramente insuficiente para ex-
plicar muy diversas formas de acción colectiva orientadas a la
defensa de causas de carácter humanitario o filantrópico. Su
perspectiva utilitarista debe ser matizada con otros elementos
de carácter valorativo e ideológico que contribuyen a explicar el
interés de los individuos por pertenecer a una asociación y acep-
tar las reglas de la misma, cuando el bien público a ser obtenido
implica una tarea larga y con dudosas probabilidades de éxito o
cuando los beneficios son escasos. Sin embargo, Olson plantea
la importancia de los beneficios adicionales en la vida interna de
una asociación y, derivada de ello, la posibilidad de que la lucha
por los bienes públicos y los beneficios selectivos sea causa de
inquietud política. Al multiplicarse las asociaciones y volverse
más permanentes, la demanda por los bienes selectivos es más
grande y el conflicto más frecuente. El aumento en las asociacio-
nes, que se produce en sociedades estables, concluye Olson, lleva
a la paradoja de una mayor división e inestabilidad de las socie-
dades debido al conflicto por los bienes selectivos (Olson 1988:
140 y ss.).
Contra esta tendencia hacia el conflicto, algunos autores han
señalado la importancia de las redes. Como forma organizativa,
la red contribuye a evitar la lucha por beneficios sectoriales y la
consiguiente división social al mismo tiempo que supera la falta
de unidad y coherencia que pueden ocurrir en una asociación
cupular. Ello, en la medida en que distribuye la responsabilidad
82
de las decisiones entre las asociaciones que la integran, en que se
ve obligada a negociar los consensos y en que aprovecha las ex-
periencias y los conocimientos y la experiencia diferenciados de
los integrantes de la red, caracterizada por la horizontalidad,
por la existencia de varios nodos que interconectan a sus inte-
grantes y por el intercambio comunicativo (Alter y Hage 1993,
Castells 2000).3 La estructura de redes es, según Messner, la ten-
dencia de una sociedad crecientemente fragmentada y descen-
tralizada que, por lo mismo requiere de subsistemas (constitui-
dos fundamentalmente por organizaciones diversas) para
organizarse y coordinarse (Messner 99: 90-95).
b) Subsidio estatal
83
de la llamada «gerencia social» que, al privilegiar la participa-
ción comunitaria en la ejecución de programas sociales, ha obli-
gado a voltear hacia las asociaciones como colaboradoras del
Estado e intermediarias entre éste y los grupos sociales benefi-
ciados por diversos programas. En las dos últimas décadas la
participación de las comunidades involucradas se convierte en
un elemento central en la operación de los programas de comba-
te a la pobreza, altamente recomendada por la Organización de
las Naciones Unidas, el Banco Mundial y otros organismos in-
ternacionales. La política de participación comunitaria está bá-
sicamente destinada a proporcionar a los grupos más necesita-
dos (pobres y excluidos, dice el BM) herramientas para construir
su propio desarrollo y reforzar su capacidad para influir en las
políticas públicas y para forzar a las instituciones a rendir cuen-
tas y asumir responsabilidades (Banco Mundial 2003; Kliksberg
1997). En esta propuesta las organizaciones locales tienen una
gran importancia ya que son vistas como los núcleos de acción
colectiva que pueden incorporarse más fácilmente a las propues-
tas del programa del que se trate. Su involucramiento, que forta-
lece y al mismo tiempo legitima el proceso, es por ello propicia-
do por organismos internacionales y agencias gubernamentales
y refuerza una nueva acción de las asociaciones civiles más vin-
culada a la esfera del estado.
Otro tipo de asociaciones, como las empresariales, aprove-
chan la simpatía del Estado como un importante «incentivo se-
lectivo». A pesar de conflictos y disputas ocasionales, el funcio-
namiento de este amplio grupo de organizaciones se nutre de
una reciprocidad estatal que las incluye como interlocutoras y
que beneficia a sus dirigentes con espacios públicos y reconoci-
miento oficial. En un contexto de internacionalización de la eco-
nomía, de pactos regionales y libre mercado, la relación entre
gobierno y empresarios organizados pareciera tender cada vez
más a una colaboración eficaz para responder a las nuevas de-
mandas del intercambio económico a través de redes informati-
vas, acciones conjuntas, colaboración en proyectos concretos y
respuestas alternativas a problemas puntuales.
84
La relación de las asociaciones con la vida democrática de la
sociedad es una cuestión que puede abordarse cuando menos
desde tres dimensiones: la primera tiene que ver con la capaci-
dad de las asociaciones para producir democracia. En un traba-
jo reciente, Mark Warren sostiene que, más allá de las formas
internas de gobierno de las asociaciones, éstas contribuyen a la
democracia al fomentar la deliberación, el intercambio de ideas,
la cooperación entre individuos y, eventualmente, la legitima-
ción de las acciones de gobierno. Aunque advierte acerca del ca-
rácter hipotético de sus propuestas, adelanta entre otras, que
elementos tales como la facilidad o dificultad para abandonar la
asociación, las ligas previas entre sus integrantes o el grado de
compromiso que la asociación establece con el entorno influyen
en la capacidad de la propia asociación para crear espacios deli-
berativos, obtener consensos y tomar decisiones (Warren 2004).
A ello se oponen justamente asociaciones que defienden valores
contrarios a la democracia o que no la practican internamente.
En efecto, una segunda dimensión relacionada con la ante-
rior se refiere a los procesos internos que rigen el funcionamien-
to de las organizaciones. El crecimiento de las organizaciones y
su progresiva institucionalización conducen con frecuencia al
predominio de los grupos más fuertes económicamente o de una
élite burocrática que en el patrón de la «ley de hierro» de la oli-
garquía analizada por Michels, impone sus decisiones al conjun-
to de los agremiados y se beneficia del poder derivado del con-
trol o la dirección de la asociación (Cohen y Rogers 1995). Aunque
algunos autores han sostenido que la democracia interna de las
asociaciones es más fácil de conseguir que en un Estado, dado el
reducido número de integrantes que posibilita una participación
más directa (Dahl 1989: 227-229) también es cierto que nada
más que la propia acción de los miembros del grupo garantiza
su funcionamiento interno y que, con frecuencia los excesos del
autoritarismo y la falta de participación equilibrada de todos los
integrantes de la asociación conducen a conflictos internos que,
a su vez, deriven en la escisión de una parte de la membresía o
incluso en la desintegración del grupo. La forma en que se go-
bierne la asociación, sus procesos de toma de decisiones y los
espacios de participación que se abran a sus integrantes son por
tanto significativos respecto a la cohesión interna y la represen-
tatividad externa de la propia asociación.
85
Las dos dimensiones anteriores se relacionan con la tercera a
la que ya nos hemos referido antes: la del pluralismo como con-
dición de la democracia que presupone la libertad de asociación
y el derecho a la acción colectiva, con todos los riesgos que en-
traña la competencia entre grupos organizados que disponen de
recursos diferentes, que representan grupos heterogéneos y di-
versos en tamaño y que muchas veces defienden intereses con-
trarios a la vocación democrática. En este caso la tensión entre
democracia y oligarquía estaría más relacionada con la preocu-
pación de Dahl acerca de la capacidad de algunos grupos pode-
rosos para imponer puntos de vista y «desviar en su favor la
agenda pública» (Dahl 1982) y con la contrapropuesta de Sch-
mitter para reglamentar la participación de las asociaciones y
garantizar una mayor equidad en la representación política.
En suma la comprensión de las asociaciones no exclusiva-
mente como formas de agrupación para perseguir determina-
dos objetivos dentro de límites más o menos institucionalizados,
sino también como actores políticos y sociales, con capacidad
de intervenir significativamente en los procesos de transforma-
ción y coordinación social obliga a analizar sus particularidades
y sus formas de estructura internas. Conocer elementos que van
desde los fines expresos de la organización y el origen de sus
ingresos hasta las formas de gobierno interno de la misma y su
relación con el poder público es un camino para explicar diver-
sos aspectos relativos a su actuación social y política. Cuestiones
tales como la permanencia de las asociaciones; su fuerza como
creadoras de identidad y solidaridad y su capacidad para cons-
truir redes de cooperación ya sea con otras asociaciones, con
instituciones diversas o con el propio Estado pueden depender
de la forma en que la asociación se creó, de la adhesión de sus
integrantes a una causa, de la capacidad de sus dirigentes o de
sus procesos internos de toma de decisiones.
Asociaciones en México
86
del estado y formas de participación de carácter masivo y en
otros por su relativa autonomía respecto del poder político, pro-
cesos de decisión más horizontales y participación sectorizada.
Esta dicotomía tiene, sin duda un carácter histórico.
La organización de los sectores económicos fue promovida
en el país como principio de orden social desde que en 1917, al
fin del movimiento armado y después de aprobada la nueva Cons-
titución, el gobierno estimuló la creación de las confederaciones
de industriales y comerciantes (Concamin y Concanaco) que pre-
cedieron en algunos meses a la formación de la Confederación
Regional de Obreros de México (CROM). Más adelante, durante
el periodo presidencial de Lázaro Cárdenas (1934-1940) la orga-
nización se esgrimió como requisito para encauzar la lucha por
los derechos constitucionales, para lograr la justicia social y, de
hecho, como único medio para lograr la transformación del país.
Como resultado de este esfuerzo encabezado por el gobierno
cardenista, se multiplicaron los sindicatos obreros y los de em-
pleados públicos, las organizaciones campesinas, las asociacio-
nes gremiales y los grupos urbanos, todos los cuales fueron vin-
culados al partido oficial, tras la reforma de 1938, mediante una
estructura sectorial que, a la larga, fortaleció a las grandes cen-
trales corporativas y estableció las reglas de control y dependen-
cia de los sectores respecto del estado que caracterizarían al sis-
tema político durante los siguientes cincuenta años. Siguiendo
lo que plantea Arditi en este volumen, podría decirse que, ante la
falta de un espacio político basado en las elecciones y la relación
equilibrada entre los poderes estatales, el segundo circuito de la
política operó como espacio alternativo, aunque de una manera
controlada, jerárquica y profundamente autoritaria.
A pesar de intentos democratizadores y de movimientos sec-
toriales que en distintos momentos buscaron autonomizar sin-
dicatos y organizaciones campesinas (Bizberg 2003) los resulta-
dos tendieron a modificaciones superficiales que mantuvieron
la estructura autoritaria, reforzada por el presidencialismo y, con
él, el arbitraje presidencial de los conflictos obrero-patronales;
reforzada también por las formas ejidales de tenencia de la tie-
rra que subordinaban a los campesinos a las decisiones políti-
cas; por las políticas sociales orientadas a mantener la lealtad de
las clases populares y por un sistema de cuotas políticas que
premiaban el liderazgo sindical y la capacidad concertadora de
87
sus líderes con espacios en el poder legislativo y en la dirigencia
del partido oficial. Todo lo anterior contribuyó a la persistencia
de una estructura corporativa constituida por miles de organi-
zaciones con frecuencia agrupadas en centrales cupulares: sin-
dicatos obreros, organizaciones campesinas, sectores populares
organizados (limpiadores de calzado, voceadores de periódicos,
comerciantes en pequeño, profesionistas «revolucionarios») sin-
dicatos de empleados públicos y, más recientemente asociacio-
nes de colonos de las grandes ciudades, vinculados al poder pú-
blico a través del partido oficial y de una amplia red de relaciones
clientelistas. Permanecen, como vestigios o descendientes acti-
vos de esa vieja estructura, los grandes sindicatos de industria
(electricistas, petroleros) las centrales obreras agrupadas en el
Congreso del Trabajo (CTM, COR, CROM, ASPA, etc.) la Confe-
deración Nacional Campesina, el Congreso Agrario Permanen-
te, la Confederación Nacional de Organizaciones Populares
(CNOP) y las Confederaciones de Cámaras Industriales y de Cá-
maras Nacionales de Comercio, ahora agrupadas en el llamado
Consejo Coordinador Empresarial.
En las últimas décadas, sin embargo, la reducción de la capa-
cidad distributiva del estado, la pérdida del poder presidencial,
la competencia partidaria y una tendencia social a la organiza-
ción horizontal han reducido el control del Estado sobre los gru-
pos, debilitado el poder de los líderes y favorecido la aparición o
el fortalecimiento de otras formas organizativas basadas en la
afiliación voluntaria y en una identidad vinculada a causas más
delimitadas, muchas de ellas movimientos ciudadanos que han
colaborado de manera importante al avance de la transición de-
mocrática en el país y a la ampliación de los derechos civiles.
Olvera traza un recorrido que va de los movimientos de izquier-
da y las comunidades de base surgidas respectivamente del mo-
vimiento estudiantil en 1968 y de las corrientes más radicales de
la iglesia, hacia nuevas organizaciones civiles de defensa de los
derechos humanos, hacia movimientos populares alternativos
(como la Coordinadora Nacional Plan de Ayala en el sector cam-
pesino, y la Conamup en el sector urbano) y hacia los movimien-
tos y asociaciones a favor de la democracia característicos de la
década de los noventa (Olvera 2003: 46 y ss.).5
A su vez, Ramírez Saíz, caracteriza a los nuevos actores so-
ciales y políticos como organizaciones «pluriclasistas e intersec-
88
toriales» que «operan con base en la construcción de redes en las
que lo decisivo no es la estructura formal de que disponen sino
las acciones conjuntas y de carácter puntual que realizan coyun-
turalmente» (Ramírez Saíz 2003: 144) Es evidente aquí, como
en el caso anterior la dificultad, impuesta por la realidad misma,
para establecer una línea demarcatoria entre asociación y movi-
miento, lo cual se pone de manifiesto en la enumeración de or-
ganizaciones como Convergencia de Organismos civiles por la
democracia, Movimiento ciudadano por la Democracia, Acuer-
do Nacional por la Democracia (ACUDE) Asamblea Democráti-
ca por el Sufragio Efectivo (ADESE) Consejo por la Democracia,
Alianza Cívica, Red Nacional de Organismos civiles de Derechos
Humanos, Todos los Derechos para todos y Academia Mexicana
de Derechos Humanos, todas las cuales conforman un conjunto
de asociaciones de escasa formalidad, con una membresía suel-
ta que se modifica en relación a las movilizaciones en que se
participa y que, según Ramírez Saíz, no excede conjuntamente a
más de dos mil integrantes, Sin embargo su alta capacidad de
convocatoria y la oportunidad de las campañas en que han par-
ticipado han colaborado a fortalecer su imagen pública y contri-
buido a despertar el interés por un nuevo tipo de organización
ciudadana que se sitúa a medio camino entre la organización y
el movimiento social; que actúa crecientemente por fuera de los
canales corporativos y que ha tenido una importante influencia
en los cambios políticos ocurridos en el país en los últimos diez
años.
Al lado de estos grupos ciudadanos, y no siempre con ten-
dencias ideológicas semejantes, actúa un conjunto muy amplio
de asociaciones civiles de todos tamaños orientadas fundamen-
talmente a la asistencia social, la defensa de la ecología y a la
promoción de derechos a favor de minorías diversas. El directo-
rio del Centro Mexicano de Filantropía que se ha dado a la tarea
de recopilar datos de organizaciones asistenciales, ambientalis-
tas y relacionadas con los derechos de niños, jóvenes, mujeres y
ancianos, asegura tener siete mil registros. A ellas se suma un
número considerable de asociaciones culturales, recreativas, pro-
fesionales y vecinales que conforman un conjunto heterogéneo
que difiere en los fines, así como en las estrategias y en su com-
prensión de la sociedad. Como ya se ha dicho, el pluralismo fa-
vorece la existencia simultánea de asociaciones con intereses dis-
89
tintos cuando no francamente divergentes o antagónicos.
Finalmente, además de las organizaciones mencionadas arri-
ba, otras, como las asociaciones políticas de las cuales hay 44
registradas ante el Instituto Federal Electoral; las religiosas, que
para septiembre de 2003 sumaban 61196 y las empresariales que
mencionaremos más adelante, deben ser también tomadas en
cuenta como parte de un universo asociativo complejo y nume-
roso.7 Asimismo hay que tomar en cuenta que la proliferación de
asociaciones en el país se da al lado de una tendencia a la organi-
zación en redes que coordinan la acción de varias organizacio-
nes y les dan una gran movilidad y capacidad de intervención.
La gran mayoría de estas organizaciones han sido fundadas
en los últimos veinte años, aunque hay un buen número que
data de mucho tiempo antes y que puede vanagloriarse de con-
tar con una larga experiencia de acción organizada. En su estu-
dio sobre organizaciones no gubernamentales en la Ciudad de
México, Fernando Pliego encuentra que de 641 asociaciones iden-
tificadas y encuestadas, el 65 % fueron fundadas antes de 1977,
pero al menos un 17,7 % se creó antes de 1958 y el 27,9 % de los
casos tiene una antigüedad superior a los 20 años, lo cual signi-
fica «la acumulación de una experiencia de trabajo particular-
mente rica de capacidad técnica, organizativa y cultural» (Pliego
2000: 31). Aunque Pliego no identifica las asociaciones de su
encuesta, puede suponerse que muchas de las más experimenta-
das sean asociaciones de ayuda mutua y promoción social como
los clubes de leones y rotarios que agrupan a clases medias urba-
nas y que fueron fundadas en la década de los treintas en mu-
chas ciudades del país (Arrazola 1992). Entre las diversas carac-
terísticas que Pliego enumera como resultado de su encuesta
destaca el de la diversidad de objetivos y tareas que estas organi-
zaciones abordan simultáneamente, la alta proporción de muje-
res en la dirección de las mismas (59,5 %) y la frecuencia con
que los puestos de dirección principal se ejercen de manera vo-
luntaria y no remunerada, así como el alto grado de relación con
organizaciones de carácter nacional e internacional (Pliego 2000:
31-33).
Fuera de las asociaciones y movimientos en pro de la demo-
cracia a los que nos referíamos más arriba, el resto de las asocia-
ciones se integran en forma diversa y poco sistemática a los pro-
cesos políticos del país. Orientadas las más de las veces por
90
objetivos de carácter muy preciso, su lucha es frecuentemente
por la obtención de fondos privados y públicos y por la creación
de solidaridad hacia sus causas particulares. Sin embargo, como
veremos en el próximo apartado, esa misma demanda ha con-
ducido a la elaboración de nuevos aparatos legales para regla-
mentar su acceso a los fondos públicos y, eventualmente el ám-
bito de acción como parte de los procesos de toma de decisiones.
Por otra parte, la vieja estructura de acción organizada no ha
desaparecido. De hecho, el cambio de partido gobernante ha crea-
do al sistema político una situación difícil al eliminar en esa vie-
ja estructura al interlocutor nato que era el Presidente de la Re-
pública a través de la estructura corporativa del partido oficial.
El nuevo gobierno ha encontrado serias dificultades para nego-
ciar con los viejos líderes que se niegan a prescindir de las re-
compensas económicas y políticas que les ofrecía el viejo siste-
ma y oponen la fuerza de las organizaciones con una importante
capacidad de veto sobre las decisiones políticas. Fundamento de
un sistema que las utilizó para canalizar la participación políti-
ca, distribuir beneficios y mantener una base de apoyo organi-
zada, las organizaciones sindicales y campesinas conservan una
capacidad considerable de movilización que, al vincularse a or-
ganizaciones más jóvenes y dinámicas les ha permitido encabe-
zar nuevos movimientos a favor de mejores condiciones para el
campo o en contra de la privatización de la industria energética
en el país. Sin embargo, persisten en ellas las prácticas clientela-
res, las jerarquías verticales y vitalicias y con frecuencia, la inter-
vención estatal (sobre todo en el ámbito de los estados de la re-
pública) en sus formas internas de organización. La Secretaría
del Trabajo registra 5646 asociaciones en su mayoría sindicatos
afiliados a 17 diferentes confederaciones o centrales obreras.
Igualmente numerosas, las asociaciones campesinas integradas
ya sea en la central histórica, la Confederación Nacional Campe-
sina, en desprendimientos de ésta o en centrales de más reciente
creación, conforman una extensa red cuya capacidad de movili-
zación se hizo evidente en las manifestaciones de los primeros
meses de 2003 que condujeron a la firma del Acuerdo por el
Campo.8 Finalmente, la partición por diferencias internas en la
Federación de Sindicatos de Trabajadores al Servicio del Estado
(FSTSE) en diciembre de 2003, puso de manifiesto la supervi-
vencia de una enorme estructura corporativa que integra a to-
91
dos los sindicatos de empleados públicos y que hasta ese mo-
mento contaba con 76 sindicatos con secciones en todo el país y
con una afiliación conjunta de 1 millón 650 mil trabajadores.9 Al
mismo tiempo nuevas asociaciones ahora vinculadas directamen-
te a los partidos —como son las del comercio informal— repro-
ducen viejas prácticas corporativas e incluso actúan como fuer-
zas de choque en las contiendas partidarias por el poder.
Sin embargo, Ramírez Saíz menciona una tendencia parale-
la a la autonomía creciente de segmentos sociales que «se des-
prenden progresivamente de la relación corporativa e inician el
establecimiento de nexos independientes y complementarios»
(Ramírez Saíz 2003: 147) en los que habría que profundizar para
encontrar tal vez nuevas formas de trabajo gremial más orienta-
do a la solución de problemas prácticos. Tan solo en el caso de
los productores cafetaleros, por ejemplo, un estudio reciente in-
forma acerca de 11 confederaciones de diverso tamaño que en
total agrupan alrededor de 200 mil campesinos cafetaleros. De
ellas, un buen número ha surgido por diferencias con la CNC o
en franca oposición a las políticas de la Confederación y justa-
mente son las organizaciones cafetaleras independientes las que
han sabido desempeñar una labor más completa a favor de sus
asociados a partir de iniciativas diversas que incluyen la comer-
cialización del producto, la gestión y distribución de subsidios,
la obtención de créditos y la modificación de políticas estatales
(Celis 2003: 81).
En otro lugar (Luna y Puga 1995) se ha visto como, en lo que
se refiere a las organizaciones de empresarios, este tránsito del
corporativismo hacia una estructura más horizontal se ha dado
justamente a través de instancias alternativas de participación
(como fue la COECE durante la negociación del Tratado de Li-
bre comercio con América del Norte) de nuevas formas de aso-
ciación en red (por ejemplo, entre agencias publicas, empresas y
universidades) o de la multiplicación de asociaciones de base
comunitaria como son las uniones de crédito. Estas últimas son
agrupaciones reguladas por la Ley General de Instituciones de
Crédito que favorecen la cooperación entre sus integrantes para
acceder a recursos financieros y con frecuencia otros servicios,
tales como la comercialización, la asesoría técnica, las compras
en escala, o aun la industrialización de un producto. Las refor-
mas legales para estimular esta forma de agrupación y un pro-
92
grama de desarrollo impulsado desde 1992 por Nacional Finan-
ciera, condujeron a una expansión asombrosa del sistema en los
años recientes: tan sólo entre 1989 y 1994 las uniones de crédito
en el país se incrementaron de 142 a 402, un crecimiento del 180
%.10 De hecho, muchas asociaciones campesinas vinculadas a las
nuevas centrales, son en realidad uniones de crédito.
En el caso de los organismos empresariales es interesante
advertir una estructura doble que comprende, bajo una misma
organización cupular —el Consejo Coordinador Empresarial
(CCE)— asociaciones de claro carácter corporativo —confede-
raciones y cámaras de industria y comercio— que hasta muy
recientemente actuaron protegidas por la obligatoriedad de afi-
liación, regulada por la ley y vigilada por agencias gubernamen-
tales (la Secretaría de Industria y Comercio, hoy de Economía)
al lado de una gran cantidad de organizaciones que, pese al ca-
rácter funcional de su representación, se han basado en la afilia-
ción voluntaria y la relativa autonomía de pequeñas organiza-
ciones locales —en particular la Coparmex y el Consejo Nacional
Agropecuario. Luna y Tirado (1992) observaron esta oposición
entre los que llamaron «polo pluralista» y «polo corporativo»
como causa de algunas de las más importantes tensiones en el
seno del propio CCE que al mismo tiempo le confieren la tarea
de unificar posiciones diversas. En todo caso, unas y otras orga-
nizaciones conforman un tejido de gran densidad que abarca
prácticamente a todo el país y que incluye 52 centros patronales
(con 36 mil afiliados) 250 cámaras de comercio (900 mil nego-
cios afiliados) 101 organizaciones de productores agropecuarios
(400 mil productores afiliados) así como 67 cámaras de indus-
tria organizadas por rama de actividad, pero con delegaciones
en todos los estados de la república y 47 asociaciones industria-
les (250 mil negocios afiliados).
En términos generales, estas asociaciones de empresarios han
funcionado simultáneamente como canalizadoras de demandas
frente al Estado y representantes del sector en comisiones diver-
sas. Su acción facilitadora del funcionamiento económico del
país, durante la larga etapa del proteccionismo económico, fue
reforzada por algunas tareas adicionales como la capacitación a
trabajadores y la promoción limitada del comercio exterior. Su
función más importante como elemento de gobernancia fue sin
duda la obtención de consensos por parte de sus integrantes para
93
las políticas oficiales, lo cual empezó a modificarse hacia fines
de la década de los setentas y dio lugar a una actividad más ten-
diente a influir en las decisiones de política económica, al fo-
mento de los valores democráticos y, crecientemente, a la parti-
cipación directa en la elaboración de las políticas públicas (Puga
2004).
Todo lo dicho hasta aquí apunta a la existencia de un espec-
tro asociacional amplio que funciona bajo premisas diferentes,
responde a muy diversos intereses y varía en su capacidad para
actuar como elemento de gobernancia en la sociedad. Las carac-
terísticas particulares (históricas, estructurales, ideológicas) de
cada una de las organizaciones mexicanas tanto las voluntarias
como las de raíz corporativa, explican, al menos en parte, los
vínculos que establecen con otras asociaciones, con agencias
gubernamentales, con organismos internacionales y con fuentes
diversas de financiamiento de sus actividades. Explican también,
como se ha dicho en la primera parte de este capítulo, su facili-
dad para crear redes de solidaridad, para actuar como interme-
diarias en los procesos de formulación de políticas y toma de
decisiones y para realizar acciones diversas de cooperación, ser-
vicio o promoción de valores sociales.
Al mismo tiempo, su existencia supone un compromiso cre-
ciente por parte del Estado en la creación de espacios de colabo-
ración y en el reconocimiento de las tareas que las asociaciones
son capaces de realizar. En el caso de las organizaciones corpo-
rativas, el compromiso constituyó uno de los elementos defini-
torios del sistema político durante más de medio siglo. En cam-
bio, la nueva importancia de las asociaciones voluntarias ha
demandado nuevas formas institucionales de las cuales hablaré
en la última parte de este capítulo.
La participación institucionalizada
94
tablece la obligación de registrar una asociación constituida;
determina que en la asamblea general reside «el poder supre-
mo» de la asociación y hace algunas previsiones generales relati-
vas a su patrimonio; pero, en general concede a la asociación la
libertad de establecer en sus estatutos la frecuencia de las re-
uniones de la asamblea y las atribuciones de sus dirigentes (Cá-
mara de Diputados 2004).
Por otro lado, diversas leyes regulaban el funcionamiento de
las asociaciones de corte corporativo. Entre otras, la Ley federal
del trabajo en donde está contenido el derecho a la asociación de
trabajadores y de patrones, de acuerdo con el artículo 123 de la
Constitución; la Ley de Asociaciones Agrícolas (1932) relativa a la
organización de productores agrícolas11 y la Ley de Cámaras de
Comercio e Industria (1941) que establecía la obligatoriedad de
afiliación de empresas a las cámaras respectivas.12 Finalmente,
algunas otras reglamentaciones estaban referidas a diversas for-
mas de sociedades dedicadas a actividades económicas —como
la Ley de sociedades cooperativas (1938) y la Ley de Sociedades de
responsabilidad limitada de interés público (1934).
Más recientemente, el reconocimiento del nuevo papel des-
empeñado por la sociedad civil a partir de formas organizadas,
junto con una reorientación del sistema político hacia un esque-
ma más pluralista, se han puesto de manifiesto a través de nue-
vas formas legales que regulan la actuación de otros tipos de
organizaciones, eliminan las restricciones impuestas a las exis-
tentes y, en diversos grados, abren espacios de participación a la
sociedad organizada en la formulación de políticas. Entre otras
destacan: 1) la Ley de asociaciones religiosas y culto público que
en 1992 flexibilizó las rígidas normas que habían normado la
separación entre iglesia y Estado y otorgó personalidad jurídica
a aquellas asociaciones dedicadas «preponderantemente a la
observancia, práctica o instrucción de una doctrina
religiosa»(Cámara de Diputados 2004);13 2) el Código federal de
instituciones y procedimientos electorales y las respectivas refor-
mas a la Constitución que permitieron el registro de nuevos par-
tidos y el reconocimiento legal de las asociaciones políticas como
figura específica; 3) la nueva Ley de Cámaras de 1997 que elimi-
nó la afiliación obligatoria y convirtió a las cámaras empresaria-
les en asociaciones voluntarias; las leyes de participación ciuda-
dana del Distrito Federal, de Coahuila y de Tamaulipas que,
95
aunque con limitaciones, contemplan la participación de comi-
tés vecinales en la elaboración de las políticas (Alarcón 2002)14 y,
4) apenas en diciembre de 2003, la Ley General de Desarrollo So-
cial que propone expresamente la participación de las asociacio-
nes en el diseño y ejecución de las políticas sociales.
Para completar este nuevo aparato legislativo en torno a las
asociaciones, en febrero de 2004 fue publicada en el Diario Ofi-
cial la Ley de fomento a las actividades ciudadanas realizadas por
organizaciones civiles que apareció como respuesta a una deman-
da largamente sostenida por diversas asociaciones civiles, en
particular las dedicadas a labores filantrópicas y de servicio.
Precedida por una ley similar en el Distrito Federal (aproba-
da en 2002)15 la nueva Ley de fomento a las actividades ciudada-
nas realizadas por organizaciones civiles procede de varios pro-
yectos sucesivos, el último de los cuales fue impulsado por un
grupo de asociaciones encabezadas por el Centro Mexicano para
la Filantropía, la Fundación Miguel Alemán y Convergencia de
Organismos Civiles para la Democracia, A.C.16 Aunque aproba-
da por la Cámara de Diputados en diciembre de 2002, la ley su-
frió varios cambios importantes en su posterior paso por el Se-
nado y aún fue nuevamente modificada a su regreso a la cámara
baja. La versión final modificó las referencias a la cooperación
entre gobierno y asociaciones para llevar a cabo proyectos de
desarrollo y promover la solidaridad que permeaban el proyecto
original para sustituirlas por una redacción más austera que en
primer término enumera las actividades a las que pueden dedi-
carse las asociaciones para beneficiarse de la ley: asistencia so-
cial, apoyo a la alimentación popular, promoción de la participa-
ción ciudadana, asistencia jurídica, promoción de la equidad de
género, servicios a grupos sociales con capacidades diferentes,
cooperación para el desarrollo comunitario, apoyo y promoción
de los derechos humanos, promoción del deporte, servicios para
la salud, aprovechamiento de recursos naturales y promoción
del desarrollo sustentable, fomento educativo, cultural, artístico
y tecnológico; mejoramiento de la economía popular, protección
civil y fomento de organizaciones (Art.5).
A continuación, la ley establece claramente los ámbitos de
colaboración entre ambas partes y señala a las organizaciones
sus deberes y derechos. Entre estos últimos se cuentan la posibi-
lidad de recibir «apoyos y estímulos públicos», gozar de incenti-
96
vos fiscales, recibir donativos y aportaciones, coadyuvar en la
prestación de servicios públicos, recibir asesoría y capacitación
por parte de dependencias del gobierno y participar en la «pla-
neación ejecución y seguimiento de las políticas, programas, pro-
yectos y procesos que realizan las dependencias» (Art.6, fracción
I a la XII).
Lo anterior abre formalmente a las asociaciones civiles el es-
pacio de la participación ciudadana, aunque la ley es relativa-
mente vaga respecto a las obligaciones de las dependencias gu-
bernamentales a cuyo arbitrio se deja el brindar apoyos y
estímulos, promover la participación de las asociaciones como
órganos de consulta y proveerlas de estudios e investigaciones
relacionados con sus tareas (Art.13, fracs. I a la VIII). Crea asi-
mismo una nueva categoría al limitar los derechos a aquellas
organizaciones que estén formalmente registradas ante el go-
bierno, las cuales por otra parte estarán impedidas de realizar
actividades de proselitismo político o religioso, con lo cual eli-
mina expresamente a asoci5aciones y partidos políticos y a igle-
sias de diferentes denominaciones, al mismo tiempo que limita
la posible actividad de las asociaciones en campañas políticas, y,
por tanto, su vinculación clientelar hacia candidatos o partidos.
Otorga además a las asociaciones registradas una posibilidad de
influencia sobre el propio Registro de asociaciones y sobre las
acciones comunes realizadas anualmente en materia de política
social al establecer la creación de un Consejo Consultivo en el
que participan nueve representantes de organizaciones, cuatro
del poder legislativo y cuatro del sector académico (Art. 27). Las
asociaciones registradas no podrán actuar en beneficio propio y
deberán destinar los recursos otorgados exclusivamente a los
bienes para los que fueron constituidas. Sin embargo no es claro
en la ley cual es el mecanismo de rendición de cuentas (financie-
ras y sociales) lo cual probablemente quede a juicio del Consejo
Consultivo. De igual manera, la ley tiene una laguna en cuanto a
la ubicación institucional del registro de asociaciones que, tan
temprano como marzo de 2004 ya estaba siendo disputado por
las secretarías de Gobernación y de Desarrollo Social. Finalmen-
te, una indefinición en torno a procedimientos de asignación de
fondos, atribuciones del Consejo Consultivo y límites a las aso-
ciaciones no registradas, entre otros aspectos, dejan el camino
abierto al posible conflicto por los beneficios y pueden dificultar
97
las posibilidades de cooperación entre asociaciones.
Por otra parte, la Ley viene a complementar la ya menciona-
da Ley de Desarrollo Social en donde es más explícita la colabo-
ración que el gobierno espera de las asociaciones civiles y el com-
promiso estatal de «garantizar formas de participación social en
la formulación, ejecución, instrumentación, evaluación y con-
trol de los programas de desarrollo social» (LDS, Art. 4) de esti-
mular la organización de personas, familias y grupos sociales en
proyectos productivos (LDS Art. 34) y de promover la participa-
ción de aquellas organizaciones «que tengan como objetivo im-
pulsar el desarrollo social de los mexicanos» (LDS, Art. 62). La
misma ley también establece que las organizaciones «podrán
recibir fondos públicos para operar programas sociales propios...»
(LDS, Art.64).
Aunque sin duda una gran parte de la acción organizada en
las últimas décadas se ha dado a través de movilizaciones am-
plias que han establecido en su momento su clara autonomía
respecto del Estado y que han logrado cambios significativos en
la vida social y política del país (Olvera 2003) también es cierto
que ha habido una tendencia de las asociaciones participantes
hacia la creación de espacios que les permitan incidir de una
manera más institucional y directa en la formulación de políti-
cas acerca de aquellos asuntos que les dan razón de ser y que
han constituido su sello de identidad. Las leyes aprobadas en el
2003 crean una serie de figuras jurídicas que institucionalizan
una relación entre gobierno y asociaciones que, a pesar de la
tradición estatal autoritaria, y de las posiciones muchas veces
adversas de aquellas, ha transitado en los años recientes por nu-
merosas formas de colaboración que dejan atrás la vieja relación
corporativa y clientelar o cuando menos establecen un espacio
que compensa los privilegios sociales y políticos otorgados en
diversos momentos a las grandes corporaciones. Estas nuevas
formas de colaboración incluyen participación vecinal, consejos
consultivos, grupos de expertos y redes de políticas que involu-
cran actores diversos, consejos comunitarios17 y cooperación
conjunta en la solución de problemas sociales.18
Son todas ellas formas que significan simultáneamente una
vocación de corresponsabilidad en la gobernancia por parte de
las asociaciones y una conciencia estatal de la necesidad de ellas
para garantizar condiciones de gobernabilidad, lo cual ha con-
98
tribuido a la creación de un espacio tendencialmente democráti-
co en el que decisiones importantes se discuten y consensan en-
tre actores organizados y autoridades estatales, relativamente al
margen de los partidos políticos y muchas veces como condi-
ción previa a su entrada al circuito de las legislaturas y las accio-
nes del Ejecutivo. La nueva legislación puede fortalecer este es-
pacio aunque, como se ha dicho, algunas ambigüedades permiten
la posibilidad de conflictos.
Conclusiones
99
prender el comportamiento diferenciado de unas y otras, a par-
tir de sus estructuras internas, de sus vínculos con el estado y de
sus formas de participación institucional puede aportar elemen-
tos importantes para el estudio de ese segundo circuito de la
política que hoy permite imaginar posibilidades distintas al fun-
cionamiento de las democracias.
El papel de las asociaciones como elementos de coordina-
ción social y como constructoras de una cultura democrática no
puede separarse de un cambio gradual en los gobiernos demo-
cráticos hacia formas que garanticen el consenso a través de una
relación más basada en el convencimiento que en la obediencia
política. De un lado y otro hay acciones que avanzan en la crea-
ción de un espacio alternativo conformado por consejos consul-
tivos, redes de políticas (como las que analiza Matilde Luna en
este mismo volumen) y nuevas reglamentaciones para la partici-
pación de las asociaciones. La forma en que las asociaciones se
inserten en este nuevo espacio que, en el caso mexicano, hasta
muy recientemente había estado dominado por la relación cor-
porativa, abre asimismo nuevas posibilidades al análisis. La efi-
cacia de las asociaciones como promotoras de políticas públicas
y opositoras o colaboradoras de los gobiernos debe relacionarse
con la forma en que, en tanto organizaciones complejas, las aso-
ciaciones resuelven su vida interna, su relación con el entorno
social y político y la realización de sus objetivos.
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103
1. Véase también los trabajos de Schmitter y Vite en este mismo volumen.
2. Hay muy diversas definiciones de organización ya sea que se le vea como un
sistema de acción (Weber) o una unidad social basada en la agrupación humana
(Etzioni). En todo caso, los elementos comunes son la orientación hacia objetivos
específicos y los límites identificables de la acción colectiva.
3. Ver el artículo de Luna en este mismo volumen.
4. Ver capítulo de Schmitter en este mismo volumen.
5. Véase también el trabajo muy completo de Cristina Sánchez-Mejorada y Lu-
cía Álvarez Enríquez sobre las diversas formas de acción organizada que se dieron
a lo largo de cinco o seis décadas en la Ciudad de México en Sánchez-Mejorada
2000.
6. Según declaración del subsecretario de Gobernación Javier Moctezuma Ba-
rragán, Radio Red, México, septiembre 19 de 2003.
7. Estamos hablando de asociaciones de diverso tipo y no necesariamente de
sociedad civil a la cual, como se ha visto, algunas asociaciones no parecen corres-
ponder ya sea por su carácter francamente político o confesional o por su fuerte
vinculación con organismos estatales. Deliberadamente se han excluido los movi-
mientos sociales.
8. http://www.stps.gob.mx/
9. El Universal, México DF, 6 y 8 de diciembre de 2003 y 4 de enero de 2004.
10. Aunque más tarde, debido a la crisis crediticia en 1995, redujeron conside-
rablemente su número. Actualmente las que existen, alrededor de 210, lo hacen con
base en su propia capacidad para generar recursos, más que en créditos bancarios.
Ver http://www.condusef.gob.mx/informacion_sobre/uniones_cred/uniones.htm
11. La ley, que surgió previamente a la organización de la Confederación Nacio-
nal Campesina tenía una clara tendencia a la organización de los productores capi-
talistas y dio lugar a la formación de asociaciones regionales.
12. Una Ley anterior, emitida durante el gobierno de Lázaro Cárdenas sólo estu-
vo vigente de 1936 a 1941.
13. La ley otorga a las asociaciones, además de la personalidad jurídica y el
respeto a sus formas internas de organización, la autorización para contar con un
patrimonio propio, para realizar actos de culto público y para sostener institucio-
nes de asistencia, planteles educativos e instituciones de salud.
14. Hay otras leyes sobre el tema en diversos estados de la República pero casi
todas se reducen a normar formas de consulta como el referéndum y dan poca o
ninguna importancia a la participación comunitaria.
15. La Ley de fomento a las actividades de Desarrollo Social realizadas por las
organizaciones civiles para el Distrito Federal de 2004 que propone condiciones se-
mejantes de funcionamiento, registro y colaboración a las organizaciones civiles
de la capital del país.
16. Centro Mexicano de Filantropía, boletín de prensa, 4 de abril de 2003.
17. En el caso del Sistema Rural de Abasto (Diconsa) que opera sobre una ex-
tensa estructura de consejos locales que colaboran en la administración de los al-
macenes y tiendas rurales.
18. En particular los numerosos proyectos financiados por el Instituto de Desa-
rrollo Social (INDESOL) en los años recientes, aunque también hay numerosas
experiencias regionales y un amplio proyecto en el Distrito Federal entre 1998 y
2000.
104
LAS REDES DE ACCIÓN PÚBLICA:
¿UN NUEVO «CIRCUITO DE LA
CIUDADANÍA?
Matilde Luna
Introducción1
105
riodos de crisis, pueden producir arreglos institucionales de al-
cance nacional pero con una participación directa de organis-
mos internacionales gubernamentales y no gubernamentales,2 o
pueden derivar en arreglos institucionales de alcance multina-
cional. Un campo, sin duda excepcional por la riqueza de experi-
mentos y experiencias que presenta la gobernanza basada en
redes es la Unión Europea, que implica la re-configuración de la
política a partir de estados autónomos.
En tanto que las nociones de redes y gobernanza remiten a
una gran variedad de significados, resulta pertinente aclarar —
como punto de partida— que para los fines de esta indagatoria
la gobernanza alude a diversos modos de tomar decisiones y
abordar problemas de carácter colectivo, es decir, se refiere a
patrones (en plural) bajo los cuales las actividades se coordinan
y los conflictos se estructuran. Se usan indistintamente las no-
ciones de gobernanza y coordinación social, para enfatizar el
sentido analítico del término, pues mientras el uso generalizado
de la noción de gobernanza en la práctica política tiende a im-
primirle un carácter normativo, la coordinación social, como
teoría de alcance medio, tiene una tradición más establecida en
el ámbito académico.
Cada modalidad de gobernanza tiene sus propias formas de
autoridad y legitimación, sus propios principios de integración
y mecanismos de coordinación, así como sus propias fuentes de
tensión y conflicto. Como señala Martinelli (2002), cada patrón
se ha identificado en la literatura con diferentes tipos de institu-
ciones: el control jerárquico, como principio de integración, se
ha asociado con el Estado; el intercambio con el mercado; la
solidaridad con la comunidad, y la concertación con el modelo
asociativo o corporativista. En este trabajo se ha preferido ha-
blar del modo jerárquico mayoritario, y no del Estado, porque
alude con mayor precisión a las instituciones de la democracia
liberal, como es la democracia representativa, asociada a su vez
con elecciones, partidos políticos, gobiernos electos y toma de
decisiones abierta.
Siguiendo la idea de que la coordinación basada en redes
caracteriza la política post-estatista y post-liberal, las redes son
abordadas en este capítulo como una modalidad específica de
coordinación o gobernanza que adquiere relevancia en el con-
texto de un nuevo modo de la política institucionalmente disper-
so, policéntrico y diferenciado. Varios factores confluyen en la
transformación del modelo de la política, entre ellos, los proce-
106
sos de diferenciación e interdependencia entre las estructuras
sociales, la globalización, la evolución de la ciudadanía hacia
formas más complejas, y el consenso en un modelo post-buro-
crático que se legitima por el principio de la «participación ciu-
dadana». La redefinición de competencias con relación a distin-
tos niveles territoriales y entre diferentes tipos de instituciones,
así como la integración de los grupos sociales en los procesos de
decisión, son algunos de los rasgos que marcan el nuevo escena-
rio político. En este contexto, las redes configuran un sistema de
interacciones propio entre distintos tipos de instituciones y ac-
tores, entre diferentes escenarios políticos y entre gobiernos na-
cionales autónomos.
La idea central de este capítulo es que la distinción analítica
de la coordinación basada en redes contribuye a entender las
características del nuevo espacio político, y a explorar las impli-
caciones teóricas y prácticas de la «participación ciudadana o
cívica» a través de las organizaciones de la sociedad civil. La
pregunta es si la participación de las asociaciones en redes pú-
blicas nos permite hablar de un nuevo circuito de la ciudadanía.
Para abordar esta pregunta se identifican las propiedades y
las características de las redes como modalidad de gobernanza,
y se analiza su relación con otros modos de coordinación como
el corporativismo y la coordinación jerárquica-mayoritaria. Este
análisis supone que las redes operan en el contexto de una plura-
lidad de mecanismos de coordinación que pueden complemen-
tarse, pero también —en ciertas condiciones— contraponerse. A
partir del reconocimiento de la lógica con la que opera el modelo
de redes, y en particular las redes que se mueven en el espacio
público, se analizan sus fuentes de conflicto, la relación entre
participación y representación y las formas que, en un nuevo
espacio de la política, adopta la ciudadanía. Buena parte del aná-
lisis se basa en el debate sobre la integración política europea,
por ser un referente donde la transformación del modelo de la
política y sus problemas es más evidente.
Las propiedades de las redes
El enfoque de redes como una modalidad de coordinación
social que se adopta en este trabajo, se distingue de otras pers-
pectivas en las que las redes son vistas principalmente como un
instrumento de análisis o como elemento teórico con un alto
nivel de abstracción, pero aprovecha algunas propuestas de es-
107
tos enfoques.3
Un caso paradigmático de la concepción de la red como un
instrumento de análisis es lo que se conoce como el «análisis
formal de redes» (AFR) o el «análisis de redes sociales», que par-
te de la noción primaria de red como un sistema de vínculos
entre nodos —principalmente individuos— y se ocupa básica-
mente de la morfología de la red a partir de un centro (ego) y del
problema de sus límites. Desde esta perspectiva, cualquier tipo
de relación social puede ser tratado como una red. 4 En el otro
extremo se encuentra la noción de red como elemento teórico
con un alto nivel de abstracción, cuyo propósito es explicar la
evolución de la sociedad o la dinámica de las sociedades comple-
jas, como en el caso, respectivamente, de la «teoría del actor-
red» y otras teorías de corte evolucionista donde los nodos repre-
sentan sistemas sociales: el económico, el político, el científico,
etc., cada uno con sus propios códigos y lenguajes, y donde los
vínculos constituyen sistemas de comunicación, en un sentido
muy amplio del término.5
En el campo de las teorías de la coordinación social, que son
teorías de rango medio, en general los nodos representan orga-
nizaciones o instituciones, y se enfatiza la noción de red como
mecanismo de integración. Es decir, el concepto de red se res-
tringe a ciertas configuraciones sociales basadas en vínculos
interorganizacionales o interinstitucionales. En este sentido,
Hollinsworth y Boyer (1997: 15-16) distinguen las redes de otros
modos de gobernanza como el mercado, la comunidad, las cor-
poraciones (o jerarquías privadas) y «el Estado», por los siguien-
tes rasgos: en cuanto a su estructura organizativa las redes se
caracterizan por una membresía semi-formal e intercambios
bilaterales o multilaterales; con relación a las reglas de intercam-
bio, se distinguen por intercambios voluntarios y temporales;
los mecanismos individuales de obligación son los contratos y la
dependencia de recursos, mientras que los colectivos son las re-
laciones personales y la confianza.6
Si bien una estrategia metodológica propia de las teorías de
la coordinación social consiste en analizar en qué sentido y en
qué condiciones los distintos modos de coordinación permiten
alcanzar ciertos resultados (por ejemplo, eficiencia, equidad,
provisión de bienes públicos), estas teorías por lo general tienen
un énfasis descriptivo.
108
Dos tipos de contribuciones que incorporan elementos de la
teoría evolucionista, permiten apoyar la idea de que lo que dis-
tingue las redes de otras formas de coordinación es su alto nivel
de complejidad. Con relación al propio espacio de la política,
Messner (1999a) establece una relación entre fenómenos de di-
ferenciación, especialización e interdependencia entre los ámbi-
tos político, social y económico, y la emergencia de formas orga-
nizativas basadas en redes. De manera similar, en su estudio sobre
la evolución estructural de las empresas hacia formas más com-
plejas de colaboración y coordinación (es decir, de «redes»), Hage
y Alter (1997) plantean tres dimensiones para construir una ti-
pología de relaciones entre organizaciones, con el objetivo de
predecir niveles de conflicto y dificultades de coordinación: «la
complejidad, la diferenciación de los miembros y el particularis-
mo de los miembros», que están a su vez relacionadas con fuer-
zas causales como la expansión y las altas tasas de cambio en la
producción de conocimiento. La complejidad se revela en los
problemas de coordinación que derivan del control simultáneo
de una variedad de actividades discretas e interdependientes,7 y
en la diversidad de mecanismos para asegurar el control o el
compromiso de los participantes, que van de contratos a relacio-
nes interpersonales, equipos, apelación a normas, etc. Se trata
de estructuras donde se toman decisiones de manera conjunta,
es decir, «ninguna organización tiene una autoridad absoluta y
todas tienen una cierta autonomía» (p. 98), y donde la resolu-
ción de problemas, ganancias (y pérdidas) o prestigio comparti-
dos, da lugar a un complicado sistema de consultas y comités
que operan a múltiples niveles.8
Puede agregarse que como expresión del alto nivel de com-
plejidad de las redes, la confianza, identificada en la literatura
como un mecanismo de obligación (Hollinsworth y Boyer: 1997),
como la condición funcional de las redes (Messner 1999a), o como
elemento que reduce el riesgo (Luhmann (1996), depende en rea-
lidad de un equilibrio inestable entre sus tres dimensiones: la
confianza personal o normativa, la estratégica basada en el prin-
cipio de la reciprocidad y el cálculo de costos y beneficios, y la
basada en la reputación, el prestigio, las capacidades y los recur-
sos de los participantes. Por ejemplo, la confianza personal pue-
de originar una confianza estratégica, o derivarse de una rela-
ción basada en la obtención de beneficios mutuos. De igual forma,
109
la transitividad (A confía en C porque B confía en C y A confía en
B) puede operar sobre diferentes bases o fuentes de confianza.
Sin embargo, es importante destacar que la confianza calculada
puede socavar la confianza social y viceversa, y que el predomi-
nio de un solo tipo de confianza, puede afectar la funcionalidad
de la red. Una pura confianza calculada puede dificultar la pro-
ducción de acuerdos sobre pérdidas y ganancias, y como conse-
cuencia de la heterogeneidad de los recursos de intercambio,
puede incrementar los costos de la negociación, asimismo, una
mera confianza personal puede afectar la estabilidad de la red al
privilegiar las lealtades sobre la reciprocidad y las capacidades.9
Las redes son en suma entidades complejas, orientadas a la
solución de problemas que cruzan barreras organizativas, secto-
riales, institucionales, culturales o territoriales, y vinculan acto-
res de diferentes entornos institucionales. Como un patrón espe-
cífico de toma de decisiones, las redes responden a la lógica de la
negociación y la construcción de consensos, donde ningún miem-
bro tiene una total autoridad y todos tienen una cierta autono-
mía. Son entidades auto-reguladas en tanto que los procedimien-
tos sobre las formas de decisión y acuerdo, la delimitación de
sus objetivos, y la definición de los problemas y la manera de
resolverlos, se construyen colectiva y autónomamente por los
participantes. Si bien pueden existir contratos que administrati-
va o legalmente impongan sanciones a los participantes que no
cumplen los acuerdos, las obligaciones derivan principalmente
de la interdependencia de recursos estratégicos (económicos,
legales, políticos, de información, etc.) y de la confianza inter-
personal en sus dimensiones normativa, calculada y basada en
las capacidades de los miembros. Para construir y alcanzar me-
tas comunes, las redes dependen de la comunicación y el flujo de
información, e implican una tensión entre la cooperación y el
conflicto político derivados de intereses, recursos y necesidades
diversas. Finalmente, las redes tienen un horizonte temporal li-
mitado, en la medida que se disuelven una vez que cumplen sus
objetivos o, en su caso, cuando predomina el conflicto o se rom-
pen los acuerdos.
Estas características, traducidas al campo de la morfología
de las redes, se manifiestan en una configuración policéntrica, y
en un sistema de relaciones de ligas débiles10 que es resultado de
una membresía elástica y heterogénea. En las redes públicas esto
110
significa que los actores se orientan con base en diferentes códi-
gos o principios de coordinación que no siempre son consisten-
tes entre sí: el intercambio o la ganancia (relativo al sistema eco-
nómico), la autoridad legítima o la ley (referente al sistema
político), y la solidaridad (propia de la comunidad). En las redes,
puede decirse, opera el principio de la «fortaleza de las ligas dé-
biles» donde la debilidad se refiere al bajo nivel de proximidad
entre los actores y la fortaleza es informativa.11
111
el ejecutivo apoyado por esa mayoría toma y ejecuta decisiones
de carácter obligatorio para la comunidad con base en su com-
petencia legislativa y de control.
• La instancia superior de la jerarquía que (en el marco de
instancias estatales, organizaciones no gubernamentales y em-
presas) toma decisiones de carácter obligatorio para las instan-
cias subordinadas (pp. 93-94).
112
cumenta diversas tendencias nuevas bajo las ideas de «gober-
nanza global» y del «proyecto cosmopolita». Entre ellas, destaca
la emergencia de una sociedad civil y de un espacio público trans-
nacionales y la difusión de la noción de ciudadanía múltiple con
identidades traslapadas, es decir, «local, nacional regional y cos-
mopolita».
En el plano propiamente institucional Martinelli señala, en-
tre otros nuevos fenómenos que pueden asociarse con la coordi-
nación en redes, la práctica de consultas periódicas con los acto-
res involucrados y afectados por las decisiones; el desarrollo de
comunidades autorreguladas como mecanismos alternativos de
organización social y política que modelan el poder de indivi-
duos y grupos, y el fortalecimiento de regímenes internacionales
y de instituciones supranacionales como la Unión Europea, que
operan a través de la cesión voluntaria de soberanía por parte de
los estados nacionales.
Schmitter por su parte, considera el nuevo modo de la políti-
ca como una extensión del patrón corporativista.13 En su ya clá-
sico texto de finales de los setenta «¿Continúa el siglo del corpo-
rativismo?», Schmitter (1992) establecería con gran acierto una
clara distinción entre el pluralismo y el corporativismo:
El pluralismo —sostiene— puede definirse como un sistema
de representación de intereses en el que las unidades constituti-
vas están organizadas en un número no especificado de catego-
rías múltiples, voluntarias, competitivas, no jerárquicamente
ordenadas y auto-determinadas (en cuanto a su tipo o gama de
intereses), que no están específicamente autorizadas, reconoci-
das, subsidiadas, creadas o de algún modo controladas por el
Estado en la selección de sus dirigentes o la articulación de sus
intereses, y que no ejercen un monopolio de la actividad repre-
sentativa dentro de sus respectivas categorías [p. 27].
El corporativismo —en cambio— puede definirse como un
sistema de representación de intereses en el que las unidades
constitutivas están organizadas en un número limitado de cate-
gorías singulares, obligatorias, no competitivas, jerárquicamen-
te ordenadas y funcionalmente diferenciadas, reconocidas o au-
torizadas (si no creadas) por el Estado, y a las que se ha concedido
un deliberado monopolio representativo dentro de sus respecti-
vas categorías a cambio de observar ciertos controles sobre la
selección de sus dirigentes y la articulación de sus demandas y
113
apoyos [p. 24].
En el contexto de la configuración política europea y siguien-
do el mismo esquema analítico, varios autores proponen carac-
terizar la Unión Europea como una gobernanza reticular. En
particular, Koheler-Koch y Eisling (1999) argumentan que hay
una transformación de la gobernanza en la Unión Europeo ha-
cia un cuarto y más novedoso modo de carácter reticular, que es
distinto a otros modos de gobernanza participativa como el es-
tatista, el pluralista y el corporativista. Aunque su análisis se basa
en un conjunto de estudios de caso sobre las políticas ambiental,
social, del transporte y de los servicios profesionales, sostienen
que la gran mayoría de las áreas de política, tanto de regulación
como redistributivas, se distinguen por la preponderancia de una
gobernanza reticular.
Frente a su argumento, Schmitter (2002) sostiene que la idea
de un nuevo patrón reticular no está suficientemente sustenta-
da, que este patrón no esta suficientemente diferenciado ni bien
definido, y que en todo caso es meramente descriptivo (p. 12).
Bajo la noción de gobernanza,14 sin embargo, caracteriza un
modelo que en diversos aspectos centrales se asemeja al modo
reticular de coordinación. Desde su perspectiva, los «arreglos de
gobernanza» están basados en el siguiente conjunto de caracte-
rísticas comunes y distintivas:
114
gitimidad de las redes es que no está preestablecido quién parti-
cipa (para un mayor desarrollo de este punto véase el Apartado
3), además de que la entrada y salida de los miembros es libre, a
diferencia de los mecanismos corporativos. Un segundo punto
se relaciona con el carácter vinculante de las decisiones. Como
se verá con relación al «método abierto de coordinación», las
decisiones por lo general no son obligatorias. Aunque las redes
siempre tienen un cierto grado de formalidad, no predomina un
sistema explícito de sanciones que obligue a los participantes a
asumir compromisos. Son la interdependencia de recursos es-
tratégicos, la confianza y los procesos de deliberación, los que de
manera combinada funcionan como mecanismos de «obligación»
y permanencia de los miembros de la red.
Finalmente, como se ha señalado, la coordinación basada en
redes también ha sido vista como algo a medio camino entre el
Estado y el mercado. Es el caso, entre muchos otros, del Libro
Blanco de la Gobernanza Europea, donde se define a las redes
como «una forma de interacción entre muchos individuos y/u
organizaciones... que tiene una posición...intermedia entre la li-
bertad y la anarquía del contrato/mercado y las jerarquías es-
tructuradas» (Comisión Europea, De Bruïne y Clarotti: 2001,
Anexo I).
A pesar de estas reservas, la configuración política europea
es un caso paradigmático para observar la emergencia de un
nuevo modo de la política estructurada a través de redes. Ella
involucra una articulación de estados nacionales (autónomos) a
través de la redefinición de competencias para tomar decisiones
entre los diferentes niveles territoriales (europeo, regional, na-
cional y local), entre las instituciones políticas europeas, y entre
éstas y las nacionales (como los parlamentos), y además busca la
integración de los grupos sociales en este proceso. Buena parte
de la discusión y el análisis de estos problemas gira en torno al
Libro Blanco de la Gobernanza Europea, producido con la idea
de investigar nuevos conceptos y métodos, y que representa un
documento clave en el proceso de transformación de la política.
La realización de este documento, publicado en julio de 2001,
involucró un amplio proceso de consulta en el que participaron
los gobiernos, los académicos y la sociedad civil.
Tres elementos pueden contribuir a sustentar la idea de la
emergencia de un nuevo modo de la política, a caracterizar me-
115
jor las redes de acción pública y sus específicos ámbitos de ope-
ración, y a destacar algunos problemas relativos a la relación
entre participación y representación: la «gobernanza de múlti-
ples niveles», el «método abierto de coordinación» (MAC u OMC,
por sus siglas en inglés) y las propias redes de políticas en gran
parte relacionadas con diferentes aspectos de la política social
europea, pero también con el abordaje colectivo de una variedad
de problemas propiamente del campo de la política, como la
regulación a través de los procesos legislativos.
La gobernanza de múltiples niveles o policéntrica, en implí-
cita alusión al «Análisis Formal de Redes» basado en estructuras
egocéntricas, se refiere básicamente a la distribución territorial
de la autoridad. Ella se caracteriza por los siguientes elementos
centrales. Primero, la competencia para tomar decisiones se com-
parte entre los actores en diferentes niveles, bajo un modelo de
«dispersión dinámica» de la autoridad. Segundo, el diseño insti-
tucional es de tipo no-jerárquico, pues los actores subnacionales
pueden actuar en el nivel nacional y también en el supranacio-
nal. Por último, las decisiones se toman por consenso y no de
acuerdo con la mayoría, lo que requiere un amplio y continuo
proceso de negociación en el cual la capacidad y la habilidad
para «negociar» determina los resultados (ver por ejemplo Kai-
ser y Prange 2002). Esta modalidad de toma decisiones de carác-
ter especializado, relativamente flexible y con jurisdicciones te-
rritoriales traslapadas es característica de ciertas áreas de política.
Hooghe y Marks (2001: 8-11) encuentran que la gobernanza de
múltiples niveles tiene mayor presencia en áreas donde están en
juego las frontera público-privada, la nacional-internacional, las
propias regiones fronterizas densamente pobladas, y allí donde
los gobiernos locales interactúan con asociaciones comunitarias.
Tanto el MAC como las redes de políticas remiten más direc-
tamente al problema de la participación de los actores sociales.
Bajo la idea de una Europa reticulada y de las redes como «nue-
vas formas de interacción entre gobiernos, intereses económi-
cos y culturales y representantes de la sociedad civil... que no
son jerárquicas y no son completamente autónomas» (Comisión
Europea: De Bruïne y Clarotti 2001: 1), se reconoce que las redes
están ampliamente difundidas en el nivel europeo y también en
el de los estados nacionales, en todo tipo de campos de política y
para muy distintas funciones. Entre ellas, información y asisten-
116
cia, consulta, implementación, diseño de políticas, y regulación.
Se parte del supuesto de que las redes son suficientemente flexi-
bles para procesar una gran diversidad de culturas administrati-
vas y de estructuras, y se reconoce que la propia Unión Europea
ha promovido la emergencia de redes como parte de sus políti-
cas, en la búsqueda de objetivos comunes, en el establecimiento
de prioridades, en la implementación de programas o en la defi-
nición conjunta de objetivos, métodos y estrategias (Ibíd.).
En estrecha relación con la gobernanza de múltiples niveles
y las redes de políticas, el «método abierto de coordinación» es
considerado como un componente representativo de la nueva
gobernanza «procedimental, heterárquica y flexible», en el sen-
tido que contrasta claramente con el viejo estilo «regulado, jerár-
quico y uniforme» (Eberlein y Kerwer 2002). El MAC, incluye
cuatro elementos básicos:
117
dad hace posible una implementación diferente en función de
políticas diferentes, es decir, permite a los Estados miembros
implementar la coordinación definida en el nivel europeo, al
mismo tiempo que el proceso está abierto a la participación de
varios actores de la sociedad civil en sus diferentes etapas. Final-
mente, favorece un enfoque de convergencia en el cual los parti-
cipantes analizan los diferentes métodos, los factores de éxito y
las mejores prácticas implementadas en otros lugares, es decir,
ocurre un importante flujo de información y de ideas, en un con-
texto de interacción y comunicación intensas.
De acuerdo con la Comisión Europea, el MAC es especial-
mente apropiada donde la identidad o la cultura nacional está
estrechamente ligada a particularidades constitucionales o his-
tóricas, como en el caso de la educación; donde la legislación o
las estructuras nacionales son muy diversas o demasiado com-
plejas, como en el caso de la protección social o el empleo, o en
áreas donde los estados miembros tienen resistencias para adop-
tar una legislación común en el corto plazo, pero tienen la volun-
tad política de avanzar hacia un objetivo común, como en los
casos del asilo o la inmigración. Kaiser y Prange (2002), argu-
mentan que por razones de eficiencia y legitimidad, el MAC tie-
ne posibilidades de profundizar la integración en las áreas don-
de hay una alta concentración del poder de decisión y de recursos
financieros en diferentes niveles territoriales, o hay considera-
bles diferencias estructurales y de desempeño, entre otras.
Cabe destacar aquí que si bien estos mecanismos involucran
la coordinación de múltiples niveles territoriales e instituciona-
les, están sin embargo orientados a alcanzar ciertos objetivos
comunes y a resolver problemas específicos. Más aún, su perti-
nencia está limitada a campos particulares de la política, o a la
existencia de ciertas condiciones, como se ha enfatizado en su
descripción. Esto sugiere que las redes, como un nuevo modo de
la política, a la vez que ponen en juego una diversidad de meca-
nismos de coordinación, operan en el marco de una pluralidad
de mecanismos de coordinación, es decir, el mecanismo de re-
des no sustituye necesariamente a otros mecanismos como la
comunidad, el corporativismo, el pluralismo o la coordinación
basada en el gobierno de la ley y la mayoría política.
Es quizás el punto más crítico de las redes como un nuevo
modo de la política el de su legitimidad, y en particular el de su
118
legitimidad democrática. Como entidades que operan en el es-
pacio público, las redes están sujetas a los requisitos de transpa-
rencia, rendición de cuentas y corresponsabilidad social. La le-
gitimidad democrática es un principio más controvertido.
Messner (1999a) señala acertadamente que las redes no son de-
mocráticas a priori, pero es una observación insuficiente. Otros
como Martinelli (2002: 24) concuerdan en que aunque la vida
social y política ha cambiado sustantivamente, no hay un con-
senso normativo que corresponda a esos cambios y sea capaz de
fundar «instituciones de gobernanza democráticas» ampliamente
aceptadas.
El problema de la legitimidad democrática ha girado en una
medida importante en torno a dos principios propios de las re-
des de acción pública: la participación y la deliberación.15 La
primera responde a la importancia de la participación de los
grupos sociales en las redes de acción pública bajo los conceptos
de corresponsabilidad social y de participación cívica. La segun-
da alude a los procesos de construcción de consensos que las
redes como un complejo sistema de comunicación involucran.16
Subsiste sin embargo el problema de la representación. Se ha
hablado así de un incremento de la democracia, o de un despla-
zamiento de la democracia representativa a la democracia parti-
cipativa o la deliberativa. Pero también hay que destacar que la
participación de los grupos sociales y de las organizaciones de la
sociedad civil en las instancias democráticas se ha interpretado
como una amenaza a los principios fundamentales de la repre-
sentación democrática.
En suma, en este debate subyace una noción de participa-
ción como «participación representativa» que, analíticamente
hablando, es al menos en parte producto de una confusión entre
el modo de coordinación reticular, por un lado, y los modos cor-
porativista y jerárquico mayoritario por el otro. Es decir, si es
correcta la proposición de que es posible distinguir un nuevo
modo de la política que se estructura a través de redes en el sen-
tido antes descrito, entonces cabría hablar de una nueva forma
de ciudadanía que no estaría centrada en el sujeto individual y
los derechos universales civiles y políticos del primer circuito de
la ciudadanía, asociado con la representación democrática, pero
tampoco estaría centrada en el «sujeto moral» o «segundo cir-
cuito» de la ciudadanía, asociado con la representación funcio-
119
nal.
120
los casos de las estrategias europeas para el empleo, la pobreza y
las pensiones, De la Porte y Pochet (2003) encuentran que el
nivel de participación está ligado al nivel de politización del pro-
ceso; a circunstancias nacionales relacionadas con la propia evo-
lución de la participación de los actores tradicionales y no tradi-
cionales en las políticas y con su nivel de autonomía, y a las
distintas posiciones de la Comisión de la Unión Europea respec-
to a la apertura a la participación.
Schmitter (2000) desagrega la potencial membresía de los
arreglos de gobernanza a partir los tipos de cualidades o recur-
sos que poseen los individuos u organizaciones que pueden par-
ticipar. Estos son: los ciudadanos, que tienen derechos; los resi-
dentes, quienes viven en una localidad determinada; los expertos,
que poseen conocimiento; los propietarios, quienes tienen dere-
chos de propiedad; «los beneficiarios y las víctimas», que son
afectados por alguna medida; los voceros de algún tipo de inte-
rés, quienes tienen el deseo de participar voluntariamente en
nombre de algún grupo, y propiamente los representantes, que
tienen tal estatus. En principio, señala Schmitter, todos ellos tie-
nen una «legítima» demanda de participación (pp. 12-13).
Desde la propia perspectiva de la Comisión Europea, si bien
se advierte que al evaluar la «representatividad de un grupo es
necesario separar al individuo que se representa a sí mismo y
sus propios puntos de vista, de las personas con un mandato
para representar el punto de vista de otros» (p. 16), la participa-
ción ha tenido como un referente importante la representación
de intereses y valores colectivos.
Resulta evidente, a partir de la composición de las redes de
política, que la representación democrática se desdibuja.17 El
principio del adversario que propone el mismo Schmitter, con
relación a la composición de los arreglos de gobernanza, es sin-
tomático de este problema. Los participantes, propone, deben
ser seleccionados para representar grupos que tienen intereses
diversos y especialmente opuestos. «En la composición, no debe
haber representantes que se sabe tienen una posición similar o
que tienen alianzas para propósitos comunes». Y quizás en un
tono un tanto irónico plantea que los expertos deben ser escogi-
dos para «representar diferentes teorías o paradigmas» con rela-
ción al objetivo particular que se busca o el problema que se
atiende (pp. 25-26).
121
Existen una variedad de inconsistencias teóricas y prácticas
en la relación entre participación y representación. Magnette
(2003a: 156-157), en su análisis sobre la participación cívica en
la gobernanza europea, concluye con razón que no solamente la
participación está limitada a los ciudadanos y los grupos que se
benefician de sus recursos intelectuales y financieros para tratar
de influir en la política y las políticas de la Unión Europea, sino
también, la participación en sí misma no hace a los ciudadanos
más activos en tanto que el proceso político es altamente com-
plejo.
Más allá del carácter «elitista» de la participación, elementos
tales como la centralidad de la confianza en la operación de la
red, la importancia de los expertos y el propio carácter delibera-
tivo de las redes complican la función de representación que ha
querido verse en las redes, y en particular la «representación de
la sociedad civil».
Diversos estudios han mostrado que la confianza personal es
altamente valorada por los participantes de la red; tiene un peso
significativo en el origen de los vínculos entre organizaciones
diversas, y es considerada como un factor importante en su con-
solidación.
La reciprocidad, un principio funcional de la integración,
basada en la interdependencia de recursos estratégicos (econó-
micos, legales, de conocimiento o de poder), no siempre puede
coincidir con los atributos de las organizaciones que pudieran
considerarse como representativas. Parafraseando a Messner
(1999a), en vez de preguntarse qué tan representativas son las
organizaciones de la sociedad civil, es más relevante ver qué or-
ganizaciones tienen autoridad para tomar decisiones, cuáles tie-
nen liderazgo, cuáles pueden ejercer un veto, o cuáles son débi-
les y, en su caso, si se trata de organizaciones con capacidad de
movilización, estratégica u operativa.
Desde la perspectiva de las redes como entidades complejas
se ha documentado también la centralidad del personal de fron-
tera. En el caso de las redes de acción pública, este tipo de acto-
res permite o facilita la comunicación entre las organizaciones
sociales, las instituciones políticas y las empresas. Se trata de los
celadores, los negociadores, los intermediarios o los traducto-
res, que hacen posible la comunicación entre ámbitos que ope-
ran con códigos diferentes, o entre individuos con necesidades,
122
intereses y valores diversos y sobretodo divergentes.18
En particular, con relación a la participación de los expertos
y las instituciones funcionales, como son los organismos consul-
tores, de análisis, de procesamiento de información, comunida-
des epistémicas, etc., su presencia responde a un criterio de pres-
tigio respecto a muy variados tipos de recursos (información,
conocimiento, experiencia o habilidades) más que a uno de re-
presentación.
La propia «ambigüedad» de la representación se agudiza en
el contexto de una gobernanza policéntrica. La doble o múltiple
afiliación institucional, y los elevados niveles de movilidad de las
personas entre distintas estructuras sociales,19 hacen difícil la
identificación de los intereses o valores representados por los
participantes en una red.
Un estudio (Trondal y Veggeland 2000) sobre las percepcio-
nes de los servidores públicos nacionales que participan en los
comités de expertos de la Comisión de la Unión Europea, sobre
si se consideran como representantes de su gobierno, como ex-
pertos independientes o como agentes supranacionales, mues-
tra que la calidad de representante no es una propiedad fija, como
sugieren las nociones de representación imperativa y liberal, sino
más bien una característica dinámica y flexible, que es resultado
de afiliaciones institucionales múltiples donde entran en juego
la lealtad política, la autonomía profesional y los alineamientos
supranacionales.
El enfoque de la deliberación acentúa el problema de lo que
podría llamarse la «participación representativa» de las asocia-
ciones, en la medida que, frente a las teorías de la decisión basa-
das en la agregación de intereses, la deliberación supone que los
intereses no son externos al proceso político sino que influyen
las preferencias. Es decir, la discusión y el intercambio de argu-
mentos transforma las preferencias haciéndolas más compati-
bles y mitigando los problemas de acción colectiva (Eberlein y
Kerwer, 2002: 6; Smismans 2000). Desde otro ángulo, puede de-
cirse que mientras la negociación se basa en la defensa de prefe-
rencias estables, la deliberación supone el intercambio racional
de argumentos, orientado a alcanzar un «bien común» (Magnet-
te 2003b).
Cabría preguntarse si las inconsistencias teóricas y prácticas
de la «participación representativa» no tienen su origen, al me-
123
nos en parte, en el desconocimiento de un modo diferenciado de
la política que, llevado a sus últimas consecuencias, estaría aso-
ciado a una nueva forma de ciudadanía. Es decir, diferente de la
democracia representativa y de la propia representación funcio-
nal.
El problema no es menor, ya que lo que caracteriza la partici-
pación de las asociaciones es precisamente su reconocimiento
jurídico para actuar en el espacio público (véase Martín sobre
España, y Puga sobre México, en este volumen). En el caso euro-
peo, a partir de un estudio sobre la evolución de los derechos de
participación en la administración de la Comunidad (el derecho
de audiencia, el derecho a la transparencia y el derecho a la par-
ticipación en el proceso legislativo), Bignami (2003) sitúa la más
reciente fase en el debate sobre si, y en qué condiciones, los indi-
viduos, las empresas y sus asociaciones —»etiquetadas como
sociedad civil»—, deben tomar parte en el proceso legislativo y
en el diseño de institucional de la Comunidad.
El Borrador de la Constitución, en su Artículo 46 relativo a
«El principio de la participación democrática», establece:
124
Unión.
Sin duda estos preceptos contribuirían a acotar los proble-
mas de discrecionalidad, transparencia y rendición de cuentas
en la participación de las asociaciones, pero subsiste el proble-
ma de la relación entre la participación y la representación. Aun-
que el documento diferencia dos formas de ciudadanía: la de-
mocracia representativa y la democracia participativa, que remite
a la intervención de la sociedad civil en las funciones cotidianas
de gobierno, alude sin embargo expresamente a las «asociacio-
nes representativas», confundiendo estos distintos ámbitos de la
ciudadanía.
En su crítica a la legitimidad de la participación de las aso-
ciaciones, Bignami establece una clara distinción entre la tradi-
ción corporativista y la participación de las organizaciones de la
sociedad civil en la co-regulación. La autora concluye que la tra-
dición corporativista permite a las asociaciones un ejercicio pú-
blico de la autoridad, en la medida en que estas asociaciones
«encarnan realidades económicas y sociales» ampliamente re-
conocidas en la letra, y que por tanto tienen una «representación
legítima». Sin embargo, no llega a distinguir el nuevo derecho de
las asociaciones a la participación como un elemento de un ám-
bito diferenciado de la política. Según la autora, se trata de un
«pluralismo liberal de grupos de interés extremo», que no es «ver-
daderamente europeo». Su argumento se apoya precisamente
en la idea de que la representación es la única razón que puede
justificar el ejercicio público de la autoridad de las organizacio-
nes de la sociedad civil.
125
parámetro de evaluación es la participación más que la eficacia
o la eficiencia administrativa o técnica (Luna 2000). Una políti-
ca sería adecuada o democrática si hay participación, lo cual
explica la importancia de la noción de corresponsabilidad so-
cial.
Se trata de lo que Offe (1975) identificaría en los años setenta
como el modelo consensual de tipo incrementalista, basado en
la lógica del conflicto y el consenso político, donde la autoridad
reside no en la ley o en las mayorías políticas, sino en los recep-
tores de los beneficios o, en términos de Schmitter (2000), los
beneficiarios y las víctimas. A ellos se ha referido la Nueva Ges-
tión y la Nueva Gerencia Pública, como los «clientes»20 o las po-
blaciones que son blancos de una política específica que con fre-
cuencia cruza diversos campos de política. Hacia fines de los
años noventa,21 la idea de los «clientes» evolucionaría hacia la de
«ciudadanos», más afín a la gestión política y a ciertas vertientes
de las teorías de la «gobernanza» ubicadas en el campo del estu-
dio de las políticas. En este contexto, la participación se conci-
bió fundamentalmente como un método para incrementar la
eficacia de la implementación de las políticas. Junto con la co-
rresponsabilidad, que involucró de manera sustantiva a las or-
ganizaciones de la sociedad civil, se enfatizaron la rendición de
cuentas y la transparencia. Bajo esta nueva perspectiva, el incre-
mento de la participación de nuevas categorías sociales, fue vis-
to como un requisito indispensable de una gobernanza demo-
crática.
Este movimiento convergió con el de la evolución de la ciu-
dadanía hacia formas más complejas. La complejidad de la ciu-
dadanía se ha visto como resultado de la ampliación de los dere-
chos civiles, políticos, sociales y culturales reconocidos. Se ha
hablado también de los derechos colectivos como tercera gene-
ración de derechos. En este caso, a diferencia del sujeto indivi-
dual, el ciudadano aparece como «sujeto categorial o moral».
A partir de la idea de que la representación democrática es
una modalidad de la participación, Duchastel (2002) identifica
dos formas de incorporación de la ciudadanía donde los dere-
chos políticos y civiles son transferidos a los grupos sociales. La
novedad no reside en la existencia de estos grupos, sino en el
reconocimiento de una personalidad jurídica que les permite
actuar en instancias políticas y jurídicas, en respuesta a un pro-
126
ceso simultáneamente de «compresión (particularización) y de
extensión» de los derechos y libertades de los individuos. La pri-
mera forma de incorporación de la ciudadanía se refiere a la
emancipación jurídica y organizacional que le permitió a las cor-
poraciones (empresas y sindicatos) adquirir derechos al mismo
nivel que las personas físicas, junto con un fenómeno de fuerte
autonomía de acción administrativa. La segunda forma de «in-
corporación» de la ciudadanía se manifiesta en una visión parti-
cularista fundada en un «proceso identitario de naturaleza cul-
tural», que tiene como consecuencias el abandono progresivo
del universalismo a favor de una concepción particularista de
las políticas sociales. Esto abre el camino para el reconocimien-
to de grupos con derechos y para la reivindicación y reconoci-
miento de derechos particularistas de «carácter cultural» que se
apoyan en un movimiento de «juridización» de las relaciones
sociales.
Estos dos fenómenos, señala Duchastel, «tienden a imponer
una representación fragmentada de la ciudadanía, en la que el
sujeto se concibe cada vez más en términos de proximidad de
género, lingüística, comportamental, situacional o categorial»
(pp. 7-8).
Puede decirse que el consenso post-burocrático y la evolu-
ción de la ciudadanía hacia formas más complejas confluyen en
la idea de la «gobernanza democrática», una de cuyas dimensio-
nes centrales es la participación de nuevas categorías de actores
no solamente en la gestión de bienes públicos, sino en el propio
campo de la regulación.22 En el marco de la globalización, estos
dos movimientos tienen sus referentes conceptuales, respectiva-
mente, en la «ciudadanía cosmopolita» (ver Arditi en este mis-
mo volumen) o ciudadanía múltiple, y en ciertos modelos de «go-
bernanza global» (por ejemplo, Maggi y Messner: 2002; Martinelli:
2002).
Llevada al terreno institucional, la tesis de Duchastel ofrece
nuevos elementos para distinguir, por una parte, el modo corpo-
rativista, al que correspondería lo que el autor denomina como
la primera forma de incorporación de la ciudadanía, y por la
otra la coordinación en redes, relativa a la segunda forma de
incorporación. En este contexto, la participación no sería una
expresión limitada de la representación democrática sino a la
inversa: la representación sería una modalidad de participación
127
entre otras. Como conclusión podría hablarse entonces de un
nuevo circuito de la ciudadanía fincado no en la representación,
sino en el reconocimiento jurídico de un «sujeto categorial», que
de manera particular encarnan las organizaciones de la socie-
dad civil.
Dicho en otros términos, mientras que a la ciudadanía pri-
maria correspondería la participación mediante la representa-
ción territorial, propia de las instituciones de la democracia libe-
ral, y al segundo circuito la participación a través de la
representación funcional, al tercer circuito correspondería la
«participación cívica» a través del reconocimiento de distintas
necesidades y demandas en torno a las desigualdades de género,
relativas a diferencias regionales, la diversidad cultural, los de-
rechos humanos, las condiciones ambientales o la limpieza de
las elecciones, demandas donde los actores colectivos, tanto lo-
cales como transnacionales, más que las grandes asociaciones
nacionales corporativistas, han tenido un papel protagónico.23
En alusión a los planteamientos y las interrogantes que abre
Arditi (en este volumen) sobre los tipos de ciudadanía, podría
decirse entonces que la participación de las organizaciones de la
sociedad civil, dado su estatus jurídico alcanzado, inaugura un
nuevo circuito que no se subsume en el segundo, relativo a la
representación funcional. Si como sugiere Duchastel la repre-
sentación es una forma de participación, estas dos categorías no
pueden compararse u oponerse entre sí porque no son del mis-
mo rango. En suma, mientras la participación a través de la re-
presentación territorial se asocia con el primer circuito de la ciu-
dadanía, y la participación a través de la representación funcional
con el segundo, en el nuevo circuito la participación tiene lugar a
través del reconocimiento de la ciudadanía categorial, bajo la
figura de la participación cívica.
128
solución/ abordaje de problemas comunes y específicos, auto-
rreguladas, morfológicamente abiertas, y diferenciadas con re-
lación a otros modos de coordinación como el jerárquico-mayo-
ritario, el corporativista y el pluralista. Aunque se trata de
estructuras más o menos formales, las decisiones responden a
una dispersión dinámica de la autoridad, la cual puede residir
en los expertos y el público interesado (incluidas las organiza-
ciones de la sociedad civil), y las obligaciones se fincan sobreto-
do en la interdependencia de recursos, y en la confianza que
resulta de tres fuentes principales: la reciprocidad, el conocimien-
to experto o la experiencia, y las relaciones personales o la co-
munidad de valores.
Los principios de legitimidad de las redes son la deliberación
y la participación, donde las organizaciones de la sociedad civil,
con un estatus de autoridad pública, son un actor central. A dife-
rencia de la democracia liberal que tiene como eje la representa-
ción, en la lógica de las redes la participación se basa en el reco-
nocimiento, en la pertinencia y en la inclusión de nuevas
categorías sociales. Desde esta perspectiva, la gobernanza reti-
cular alude fundamentalmente al ciudadano categorial.
No podría concluirse este capítulo sin una reflexión, por bre-
ve que sea, sobre dos problemas propios de las teorías de la coor-
dinación: las limitaciones de los distintos mecanismos de inte-
gración en función de su propia lógica, y el problema de sus
articulaciones con otros modos de coordinación. Se retoman estos
problemas desde la perspectiva de las redes de acción pública y
a partir de los planteamientos presentados en los apartados pre-
cedentes.
Por la naturaleza política de las redes de acción pública, es
pertinente aludir a su legitimidad y eficacia. Por su propia racio-
nalidad, las redes presentan un déficit estructural de representa-
ción. Pero aún desde su propia lógica, basada en la inclusión y el
incremento de la participación de nuevas categorías sociales, las
redes enfrentan tres tipos de problemas. Estos son el incremen-
to del riesgo de posiciones de veto que pueden bloquear la fun-
cionalidad de la red (Messner 1999a), la decisión de las propias
organizaciones sociales que pueden optar por la participación o
la resistencia, y los márgenes de arbitrariedad de los que pueden
disponer otros participantes en la red, donde la membresía no
está preestablecida.
129
Como entidades auto-reguladas, las redes operan en un con-
texto de altos niveles de incertidumbre tanto en cuanto a sus
procedimientos de decisión como a sus resultados. Basadas en
una dinámica de consenso y conflicto político, las redes pueden
involucrar altos niveles de politización y dificultades de coordi-
nación. Es decir, la toma conjunta de decisiones y los mecanis-
mos de seguimiento de los acuerdos se vuelven particularmente
complicados; los costos para crear y mantener relaciones pue-
den ser muy altos, y las diferencias en la naturaleza de los recur-
sos de intercambio pueden obstaculizar los acuerdos sobre cri-
terios de distribución de pérdidas y ganancias.
Las relaciones personales y la confianza normativa, como
mecanismos colectivos de obligación, imprimen dificultades pro-
pias a la institucionalización de las redes. Steward y Conway
(1996) identifican tres tipos de problemas que pueden resumir-
se como sigue: el conflicto entre los intereses de la organización
y los objetivos personales; la pérdida de ideas e información ori-
ginales que puede resultar de una política de fortalecimiento y
multiplicación de ligas débiles, y la naturaleza impredecible de
los patrones de interacción de relaciones informales (pp. 216-
218). En particular, las relaciones personales no son un bien pú-
blico, y la confianza personal o la normativa no pueden ser crea-
das a través de estrategias de revitalización económica o la
ingeniería social (Fukuyama: 1995; Granovetter: 1985; Sable:
1993).
De manera general, Messner (1999a) define bien a las redes
como un sistema dinámico pero frágil, en la medida en que pre-
senta tensiones permanentes cuyo equilibrio es preciso buscar
una y otra vez, y en donde la cooperación y el conflicto pueden
operar al mismo tiempo como un lazo y un solvente (pp. 108,
118).
Más allá de las limitaciones propias de la coordinación basa-
da en redes, la doble relación de las redes de acción pública con
y en la política, hace de la coherencia y la consistencia entre
distintos mecanismos un problema central, particularmente si
se asume que ningún mecanismo es por sí solo capaz de afrontar
un entorno económico y social más complejo. La coordinación
entre el mercado, las instituciones propias de la democracia li-
beral, la comunidad y las redes no es una tarea fácil.
Se pueden identificar dos visiones principales sobre la rela-
130
ción entre los distintos modos de coordinación. En una, las rela-
ciones entre los mecanismos de integración son vistas como un
juego de suma positiva; en la otra, como uno de suma cero. Una
expresión de estos dos enfoques es la disyuntiva de si la partici-
pación de la sociedad civil en la esfera de la política, en el sentido
convencional del término, es interpretada como una ampliación
de la democracia, o como una amenaza a los principios de la
representación democrática. En el primer caso, la participación
cívica es vista como una forma de control democrático o, en su
caso, la estrecha relación entre la representación democrática y
la participación de las organizaciones de la sociedad civil en la
esfera pública, es interpretada como un fortalecimiento de los
mecanismos de control mutuo. En el segundo caso, la participa-
ción es vista como un sustituto de los procesos parlamentarios y
la democracia representativa. En realidad existe una amplia va-
riedad de formas de articulación, donde los distintos mecanis-
mos de coordinación pueden no solamente acoplarse y co-evolu-
cionar o bloquearse mutuamente, sino también pueden ser
excluyentes, estar débilmente conectados, fuertemente integra-
dos, pueden estar yuxtapuestos o superpuestos, o su centralidad
puede desplazarse.
Si como se ha intentado mostrar hasta aquí, la coordinación
basada en redes representa una modalidad específica de gober-
nanza, que opera en ciertos campos de la política, y que se des-
pliega en el marco de una diversidad de mecanismos coordina-
ción, la pregunta consecuente es, entonces, qué condiciones
favorecen la complementariedad.
Es quizás el problema mayor el de la autonomía de los acto-
res y de los sistemas económico, social y político, que en un con-
texto de baja diferenciación puede llevar a las redes a un extre-
mo de politización, conflictualidad o disfuncionalidad crítica, y
agravar la difícil relación entre la representación y el reconoci-
miento de la autoridad de los actores colectivos para actuar en la
esfera pública.
Puede tomarse como ejemplo el caso mexicano para obser-
var la articulación de distintos modos de coordinación y algunos
de sus efectos en la gobernanza reticular. El legado corporativis-
ta del régimen político hace particularmente sensible el proble-
ma de la autonomía de las organizaciones de la sociedad civil,
no sólo respecto al gobierno y los partidos, sino también con
131
relación a las grandes empresas como instituciones que encar-
nan los principios del mercado y el intercambio. El caso mexica-
no puede definirse como uno de superposición o yuxtaposición
de diversos modos de participación, es decir, la representación
funcional y la representación ciudadana o democrática. El régi-
men se caracterizó por la representación funcional del capital y
el trabajo, y arreglos corporativos de tipo jerárquico y tripartita,
fincados en el equilibrio formal de los «factores de la produc-
ción» y el arbitraje del Estado como base de los acuerdos y la
toma de decisiones (véase Puga en este volumen). Esta modali-
dad de representación sectorial fue reproducida en el seno de las
organizaciones y asociaciones de intereses, que gozaron del re-
conocimiento gubernamental como «organismos de interés pú-
blico». Es el caso, por ejemplo, del Consejo Coordinador Empre-
sarial, integrado principalmente por organizaciones cúpula de
carácter sectorial (financiero, industrial, comercial, etc.) y basa-
do en el mecanismo de una organización, un voto. Sin una clara
distinción entre la política y las políticas (Luna 1992 y 2004),
este esquema diluyó el problema de la representación mediante
la incorporación de las organizaciones sociales (particularmen-
te los sindicatos) al partido hegemónico, y su participación di-
recta en las instituciones legislativas. Como en otros regímenes
de este tipo, el corporativismo se desarrolló en el marco de los
espacios nacionales, donde los actores protagónicos, además del
gobierno, fueron las grandes organizaciones sectoriales de ca-
rácter nacional.
Este contexto institucional deriva en varias dificultades para
la operación de las redes, que pueden traducirse como proble-
mas de «colonización» de las organizaciones sociales, tanto por
las organizaciones gubernamentales, como por los partidos, los
sindicatos, las iglesias y el mercado. No hay una naturaleza per-
versa del mercado, pero la integración con las redes de acción
pública complica sin duda el problema. Como bien observa Mar-
tinelli (2002) respecto a la integración global: «... no obstante sus
diversos comportamientos, la mayoría de las corporaciones trans-
nacionales disfrutan del poder sin responsabilidad, en la medida
en que en gran parte de sus decisiones son responsables (ac-
countable) solamente frente a los socios y no frente al resto de
individuos y grupos afectados por tales decisiones» (p. 9). Un
efecto sustantivo de la colonización puede ser la desconfianza,
132
que afecta la credibilidad de las instituciones y de las propias
asociaciones, así como la cooperación.
Las grandes asociaciones sectoriales (tanto las empresariales
como los sindicatos), acumularon experiencias de participación
en la arena pública y desarrollaron una importante capacidad
de organización, particularmente de carácter nacional. Estas
capacidades, aunadas al más reciente movimiento por la partici-
pación empresarial en el espacio público bajo el signo de la «res-
ponsabilidad social de la empresa», parecen tener efectos signi-
ficativos en la generación de condiciones de igualdad de
oportunidades para la participación del conjunto de las asocia-
ciones, sobretodo en áreas críticas como la regulación de las pro-
pias actividades de las asociaciones. La idea de la «responsabili-
dad social de la empresa» promovida en los niveles nacional e
internacional por conglomerados de organizaciones, involucra
no solamente la dimensión interna de la empresa, sino también
la externa, la que a su vez incluye la participación de los empre-
sarios y sus asociaciones (no estrictamente empresariales) en la
promoción de los más diversos asuntos y en la atención de nece-
sidades de carácter social, sin una clara fiscalización pública.24
La herencia corporativista ha tenido también el efecto de crear
organizaciones nacionales u organismos cúpula de organizacio-
nes de la sociedad civil. Estas grandes agrupaciones, al mismo
tiempo que pueden fortalecer a las asociaciones como interlocu-
tor en cuestiones que atañen al conjunto de las asociaciones,
pueden monopolizar la participación y burocratizarse. Estas ten-
dencias contrarrestan la flexibilidad y la eficacia del flujo de in-
formación, ideas, experiencias y habilidades propias de las re-
des. La creación de figuras híbridas, propia de los procesos de
institucionalización de las redes, también puede resultar contra-
producente en un contexto de fronteras difusas entre el sistema
de partidos y las asociaciones, como parece ser el caso de las
Asociaciones Políticas Nacionales que se rigen por el Instituto
Federal Electoral. Finalmente, los grandes actores sociales se
acostumbraron a un horizonte de certezas en virtud del alto gra-
do de estructuración de los pactos corporativos. Las redes, tanto
inciertas en sus procedimientos como en sus resultados, suelen
producir resistencias que pueden bloquear los esfuerzos orien-
tados a la participación, la innovación institucional y la produc-
ción y gestión de bienes públicos.
133
Puede concluirse entonces que en el marco de una pluralidad
de formas de coordinación, la autonomía y la fortaleza de las
estructuras sociales —incluido el sistema político en el sentido
convencional del término—, son condición indispensable para
el desarrollo de las redes de acción pública.
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137
1. Agradezco los comentarios de Benjamín Arditi, Juan Martín, Cristina Puga y
Philippe Schmitter, a versiones previas de este capítulo.
2. Son los casos de los «Acuerdos de Paz» en Guatemala, o del «Diálogo Argen-
tino» que dio lugar a una estructura creada como salida a la crisis institucional de
los primeros años de la década de 2000, convocada por el gobierno, la iglesia y el
Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, y donde participaron alrede-
dor de 300 entidades, incluyendo partidos políticos, ONG, empresas y grupos emer-
gentes como asociaciones de ahorradores y clubes de trueque, entre otros.
3. Una propuesta inicial en este sentido se encuentra en Luna (2003). Otra for-
ma de clasificar los enfoques de redes es por su énfasis en la noción de redes como
un contexto de aprendizaje, como un mecanismo de integración o como un sistema
de comunicación. También, las redes pueden ser vistas como un enfoque de la po-
lítica, como un modo de coordinación o como un método de gobernanza.
4. Es el caso específico de Knok (1990), respecto a las redes políticas.
5. Para un resumen sobre el origen, la evolución y los principales conceptos de
la teoría del actor-red, véase Díaz (2003). Para otro enfoque de corte evolucionista
véase Leydesdorff (1997).
6. En cuanto a la comunidad, por ejemplo, según estos autores, sus característi-
cas son las siguientes: tiene una membresía informal que evoluciona lentamente en
el tiempo; los intercambios son voluntarios y se basan en la solidaridad social y
altos niveles de confianza; las normas sociales y los principios morales, así como el
conocimiento y la reciprocidad entre los miembros durante un largo periodo de
tiempo, imponen las obligaciones en el nivel individual; mientras que en el nivel
colectivo se requiere que los miembros acepten normas y reglas con un alto nivel
de institucionalización.
7. Por ejemplo, la coordinación de precios, salarios, actividades de investiga-
ción, mercadotecnia, etc. Es también importante la complejidad del producto en
términos, por ejemplo, de la variedad de componentes, del grado de sofisticación
de materiales, y el uso de elaborados sistemas tecnológicos de información, como
en los casos de la industria automovilística y de aviación.
8. En el contexto de la Unión Europea, la complejidad de la interacción entre
muy diversos tipos de actores para abordar problemas comunes, ha dado lugar a
nuevas investigaciones que se engloban en lo que se ha denominado «comitología».
9. Un desarrollo amplio de este argumento basado en evidencias empíricas so-
bre redes de conocimiento puede verse en Luna y Velasco (2004).
10. Desde la perspectiva del análisis formal de redes (AFR), el vínculo débil es
un «puente», es decir, la única línea en una red que comunica dos puntos, que
conecta entre sí diferentes grupos, cada uno formado por individuos con vínculos
fuertes (Granovetter, 1973: 1376). Cabe considerar que no todos los sistemas de
vínculos débiles, dispersos, o morfológicamente radiales, son entidades complejas.
11. Los analistas de redes han encontrado que si bien el intercambio de infor-
mación ocurre más frecuentemente entre actores o individuos con similares creen-
cias, valores, cultura, educación y estatus social —es decir en relaciones densas—,
el intercambio de información potencial u original, de ideas y conocimiento, es
más importante entre actores o agentes socialmente distantes, en la medida en que
se trata de información que no es redundante. Desde la perspectiva sistémica la
«distancia social», puede ser interpretada como un desfase de lenguajes o un desfase
cognitivo que da lugar a un nuevo sistema de comunicación (véase una interpreta-
ción de este tipo en Leydesdorff 1997), donde las consecuencias son mucho más
radicales.
12. Al respecto, baste señalar aquí que en función de algunos de los elementos
de las redes definidos en el apartado previo, las comunidades son entidades sim-
ples o de baja complejidad, morfológicamente hablando se caracterizan por rela-
ciones densas, cerradas, con un alto grado de interconexión entre sus nodos (indi-
viduos u organizaciones). Asimismo, se rigen por la solidaridad social, donde las
138
obligaciones son impuestas por normas sociales y principios morales, y por tanto,
remiten a un tipo de confianza básicamente normativa, que depende de creencias y
valores compartidos. Si las redes fueran comunidad, ¿cómo podría explicarse que
la confianza pueda generalizarse fácilmente entre personas de diferentes lugares,
con diferentes culturas o ideas?
13. Esto puede desprenderse con claridad de los trabajos de Martín y Vite en
este volumen.
14. Schmitter (2002) define la gobernanza como un método o mecanismo para
procesar una amplia variedad de problemas o conflictos, donde los actores por lo
general llegan a decisiones mutuamente satisfactorias y vinculantes, a través de la
negociación entre ellos y de la cooperación en la implementación de las decisiones
(p. 3).
15. En el debate europeo estos dos principios suelen contraponerse bajo la for-
ma de una dicotomía entre la negociación, basada en una defensa de intereses pre-
establecidos, y la deliberación, definida como un intercambio racional de argu-
mentos donde, en todo caso, los intereses se transforman. Véase, por ejemplo,
Magnette (2003a y 2003b).
16. En este trabajo se abordará sólo marginalmente el problema de la delibera-
ción. Sin embargo cabe destacar que ciertos desarrollos en la teoría de redes como
modo de coordinación, argumentan que lo que verdaderamente distingue a las re-
des del mercado y la jerarquía, es decir como una específica lógica de gobernanza,
es la deliberación. Eberlein y Kerwer (2002) identifican este enfoque de la delibera-
ción como uno de nivel medio (donde el marco institucional es un «foro local»), y lo
distinguen de otros de nivel micro, donde la pregunta es si la organización modela
una argumentación genuina entre los participantes, o de nivel macro —con clara
referencia a Habermas—, donde la pregunta es en qué condiciones la deliberación
en la esfera pública puede satisfactoriamente «sitiar» la toma de decisiones. De
acuerdo con estos autores, los tres enfoques parten de la convicción de que la deli-
beración es la base de la democracia y de un proceso de toma de decisiones eficaz
(p. 9). En el contexto de la Unión Europea la deliberación también se ha abordado
desde otros enfoques, véanse por ejemplo: Joerges (2001) y Neyer (2002), sobre la
construcción de estructuras deliberativas transnacionales.
17. Desde otra perspectiva, en la evaluación del MAC, Zeitlin (2003) reconoce
su limitado papel para las instituciones democráticamente representativas en am-
bos niveles: europeo (el parlamento europeo) y nacional (parlamentos nacionales).
18. Véase Luna (2003) y Luna y Velasco (2005), donde se recoge parte de la
literatura sobre estos aspectos de las redes.
19. Como lo muestra un estudio de redes de políticas de violencia familiar, «la
doble militancia de las activistas, que lo mismo trabajan en una organización de
mujeres que en la academia, en un partido político o en una institución guberna-
mental..., permitió el establecimiento de muchos puentes relacionales en la confor-
mación de redes entre instituciones del gobierno, las organizaciones de la sociedad
civil y la academia..., para el diseño, implementación y evaluación de políticas pú-
blicas...» (Campos: 2003: 50).
20. Véanse por ejemplo, los documentos del Banco Mundial y de la Organiza-
ción para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) de principios de los
noventa.
21. Muy probablemente, en parte bajo la influencia del CLAD (Consejo Latino-
americano de Administración para el Desarrollo).
22. En la literatura sobre la Unión Europea se distinguen en este sentido dos
campos: el de la co-regulación, y el de la co-decisión, en este último participan las
instituciones europeas propiamente políticas como el Parlamento y el Consejo de
Ministros.
23. Es por este motivo que no tiene mucho sentido la discusión sobre, por ejem-
plo, sobre el porcentaje de mujeres que aseguraría imprimir un enfoque de género
139
a una política específica, sí es en cambio relevante que se adopte un enfoque de
género que por lo general es promovido por las organizaciones de la sociedad civil.
24. Un caso destacado es el del Centro Mexicano para la Filantropía, que es al
mismo tiempo una organización funcional con importantes recursos de informa-
ción y comunicación, es una organización que agrupa y representa a una diversi-
dad de organizaciones sociales, y que cuenta con una importante presencia empre-
sarial. Por sus recursos estratégicos, el CEMEFI ha participado activamente en el
diseño de la ley que regula la participación de las organizaciones de la sociedad
civil en el nivel federal, y en la promoción de formas de financiamiento guberna-
mental para las organizaciones sociales a través de mecanismos fiscales.
140
PARTE SEGUNDA
UN SEGUNDO CIRCUITO DE LA POLÍTICA
Y LA EXPERIENCIA ESPAÑOLA
DE FINANCIAMIENTO PÚBLICO
A ORGANIZACIONES SOCIALES
141
142
OFFE, SCHMITTER Y
LA INSTITUCIONALIZACIÓN DE
UN SEGUNDO CIRCUITO DE LA POLÍTICA
Francisco Vite
143
rial de la representación política, sin pretender en modo alguno
sustituir al sistema de partidos y a las elecciones como instru-
mentos propios de la democracia. Esto implica además ampliar
la base de la participación política del ciudadano elector indivi-
dual a la actuación de los grupos organizados. Finalmente, las
bases de la responsabilidad de las organizaciones se asientan en
procesos de institucionalización y profesionalización tales que
se amplíen las posibilidades de gestión, concertación y compro-
miso en condiciones menos asimétricas entre las propias orga-
nizaciones.
¿Cómo se pueden establecer los factores que harían posible
la autonomía y la actuación responsable de los intereses sociales
organizados en formas de participación política que amplíen y
fortalezcan a las instituciones democráticas? No se trata aquí de
elaborar un programa para tales fines. La intención es recuperar
las líneas de discusión de los autores referidos para pensar en
este problema.
144
185-187).
La capacidad organizativa para la representación política no
se vio agotada con el progresivo declive de los grandes partidos
de masas desde mediados del siglo pasado. Offe también señala
cómo el desarrollo de todas las asociaciones de interés se carac-
teriza por un proceso interno de burocratización. La representa-
ción eficaz de intereses requiere coordinación y centralización
supralocal de un gran número de miembros por medio de un
equipo administrativo de tiempo completo, un aparato de exper-
tos, la diferenciación y división en secciones del complejo con-
junto de los intereses a representar, y de una práctica organizati-
va que permita capitalizar las oportunidades que surgen en la
brega con otros intereses (Offe, 1992b: 114-115).
Pero la cuestión de la organización de intereses no se reduce
a un asunto de eficacia. Es interesante como Offe (1992b: 115-
117) sostiene que mientras los sindicatos tienen que constituir
sus intereses en procesos de comunicación colectiva posterior-
mente al establecimiento de la organización, otro tipo de asocia-
ciones se congregan a partir de intereses definidos de antemano.
Offe concluye esto porque inscribe a la organización laboral en
el horizonte del conflicto entre capital y trabajo, en el que éste
último proyecta sus intereses más allá del puro salario, com-
prendiendo entonces el conjunto del mercado de trabajo, la con-
servación de la oferta de empleo y la solidaridad de clase. Estos
intereses imponen así la constitución de una conciencia no in-
mediata. Pero la atribución implícita de intereses inmediatos a
otro tipo de asociaciones resulta apresurada. Pareciera que a la
universalidad de los intereses de la clase, no evidentes ni coyun-
turales y por ende, sujetos de construcción por la discusión, la
comunicación y el acuerdo, se opone la parcialidad de los intere-
ses, indisputados y preconstituidos, de otros grupos, intereses
susceptibles de representarse y traducirse en objetivos concre-
tos sin mayor mediación que la capacidad de conjugación por
sus cuadros organizativos.
Esto nos coloca ante el problema de procesos de subjetiva-
ción que no suponen la configuración de identidades plenas: las
identidades son problemáticas tengan o no pretensiones univer-
salistas. Ni los intereses están preconstituidos, ni los proyectos
para concretarlos subyacen a los sujetos que los promueven, sino
que se asumen y se definen en el mismo proceso de adopción de
145
posiciones de enunciación, en la construcción de las identidades
en un tiempo y una circunstancia (Foucault, 1998: 234; Ran-
cière, 2000: 10-11, 25). Pensar a las asociaciones y grupos de
interés organizados como sujetos desustancializados, con exi-
gencias no menos legítimas por ser específicas y parciales, como
agentes de prácticas democráticas no necesariamente fundadas
en la idea de un bien común universal, ni como la encarnación
de una condición privilegiada (clasista, femenina, étnica, reli-
giosa, de preferencia sexual, etc.), conlleva la discusión de su
condición como agentes políticos y de la naturaleza de sus fines.
Sin embargo, el planteamiento de Offe sobre la acción de grupos
de intereses y organizaciones sociales apunta a cuestiones muy
importantes.
En su severa crítica a las teorías conservadoras de la crisis y a
los arreglos corporativistas liberales, Offe (1992a, 1985a) ya ha-
cía notar la insuficiencia teórica de las tesis de la ingobernabili-
dad para explicar el origen del desbordamiento de las demandas
de sectores, movimientos sociales y organizaciones de intereses
frente al Estado.
146
soluble (1992a: 49). De esto ni Offe ni ningún análisis riguroso
desprenden el inevitable derrumbe del capitalismo por sus crisis
recurrentes, ni tampoco que el ascenso en la conciencia de todo
eso parezca necesario o conveniente para la resolución del con-
flicto político en las democracias avanzadas. Por el contrario, lo
que se observa es la flexibilidad del sistema para sortear la agu-
dización de dicho conflicto, que combina incluso la acumula-
ción de la oposición con las tendencias al reforzamiento de la
integración y el sometimiento.
147
ción. En una economía industrial avanzada, las organizaciones
de interés tienen el poder para interferir en las decisiones de
políticas públicas de maneras fuertemente disfuncionales, de ahí
la necesidad de mantenerlas al margen. Pero al mismo tiempo
estas organizaciones representativas son absolutamente indis-
pensables para la política pública, por contar con un monopolio
de información relevante para ella, y lo más importante, por la
capacidad de control sobre sus respectivas clientelas. Por lo tan-
to, deben hacerse componentes integrales de los mecanismos a
través de los cuales la política pública es formulada.
Offe (1985a: 240-242) establece que el dilema teórico clases-
pluralismo de grupos no explica el fenómeno corporativo, pro-
poniendo como hipótesis que el Estado persigue objetivos muy
distintos cuando admite el derecho a la representación funcio-
nal a sindicatos y cuando lo hace para cualquier grupo «pluralis-
ta» de intereses. En el caso de las organizaciones de trabajado-
res se logra sujeción, disciplina, responsabilidad y mayor
predictibilidad del conflicto como resultado de la burocratiza-
ción. Mientras tanto, en el caso de los grupos de interés pluralis-
tas ordinarios, a los que se reconoce un estatus legal público y el
derecho a la autoadministración, el motivo dominante es dele-
gación, devolución, y la transferencia de temas políticos y de-
mandas a una arena en la que no afecten directamente la estabi-
lidad del gobierno central ni la cohesión de su partido o de la
coalición de partidos, y por el contrario, ayuden a reducir la so-
brecarga de la agenda. Con este intercambio se imponen restric-
ciones a la base de poder de los grupos, a la vez que logran una
ganancia en su autonomía. Esto marca el origen de los arreglos
corporativistas como aspecto previo a la cuestión del balance
disciplina-autonomía en el caso de grupos particulares y organi-
zaciones de clase. Las diversas fuerzas que ejercen presiones hacia
el Estado no redundan únicamente en beneficios para el capital,
sino también a otros grupos y a los sectores mejor organizados
entre la clase trabajadora. La institucionalización de los grupos
de interés cumple funciones y brinda resultados que explican la
preferencia por los arreglos corporativistas como medio de solu-
ción a problemas de eficacia y legitimidad en economías y siste-
mas políticos capitalistas avanzados. Un sistema corporativista
desarrollado agrega así un segundo circuito a la maquinaria de
la política democrática representativa. El orden institucional de
148
elecciones periódicas, partidos políticos y gobierno parlamenta-
rio como elementos principales se ve complementado con un
arreglo político de grupos de interés más organizados con relati-
vo estatus procedimental, y cuerpos de consultoría y reconcilia-
ción.
En principio, Offe (1985a: 228) no comparte del todo las crí-
ticas a la institucionalización de intereses organizados, pues ar-
gumenta que éstas responden a criterios normativos que no per-
filan la innovación institucional, sino la adhesión estricta a las
normas constitucionales existentes, que presuntamente prote-
gerían al sistema político contra formas ilegítimas de influencia
y control que subvierten la autoridad estatal. Sin embargo, no
deja de poner en entredicho la legitimidad de los arreglos corpo-
rativistas. Ella resulta endeble porque la concertación con los
grupos de intereses organizados representa una forma parapar-
lamentaria, que compite con los mecanismos establecidos de
construcción de la voluntad estatal. Pero más allá de esto, las
reservas de Offe se expresan por la situación de «informalidad
organizada» en que transcurren los acuerdos. Ella consiste en
que no se aclara quiénes, bajo qué tipo de relación, ni en qué
temas, están obligados a negociar. La concertación permanece
en secreto, e inclusive la disposición a entenderse se mantiene
oculta, la discusión es informal, y la relación entre quienes inter-
vienen es personal (Offe, 1992a: 37).
Offe (1992b: 126) habla además de un «flanco descubierto»
del programa liberal corporativista de relación entre Estado e
intereses organizados, que combina la representación territorial
parlamentaria y la representación funcional de intereses. En esta
relación no puede garantizarse la duración ni el precio aceptable
de la relación corporativa, lo que abre la vía al chantaje con la
amenaza de desligarse de ella. Más aún, no puede resolverse ló-
gicamente cuáles intereses organizados tienen derecho a repre-
sentación, ni cuál es el peso proporcional y los derechos de pro-
cedimiento para ella, ni cuál es el terreno objetivo para sus
deliberaciones y decisiones.
Pero no hay que perder de vista que nada de esto responde a
alguna lógica o voluntad perversas de vulneración de las institu-
ciones democráticas, como tienden a argumentar todavía los li-
berales, con el asentimiento de muchos conservadores. Offe (1990:
156-158) expone cómo todo esto ha ocurrido en un contexto de
149
crisis de la capacidad de las instituciones democráticas, cuyo
poder para articular el conflicto se veía fuertemente mermado,
lo que posibilitaba el desarrollo de canales alternativos de con-
flicto para encauzar las energías políticas populares. Además, al
no lograr dichas instituciones la reducción del conflicto a pro-
porciones manejables, ni generar gobernabilidad, era de espe-
rarse que los gobiernos se apoyaran en criterios y pautas de ac-
ción provenientes de fuentes externas al proceso político
democrático. Offe propone la tesis de que la ubicación de los
principales conflictos y luchas, y la localización institucional
donde se formaban las políticas estatales, se desplaza fuera de
las instituciones que la teoría democrática asigna a esas funcio-
nes. Pueden aparecer entonces formas políticas alternativas de
articulación de conflictos y de solución a cuestiones de planifi-
cación, mismas que se encuentran más allá de la teoría política
normativa. El conflicto y la solución respecto a cuestiones de
planificación discurren así en ambientes organizativos descono-
cidos para la teoría democrática. En este contexto, los rasgos de
representación funcional y falta de legitimidad democrática del
corporativismo, con sus formas paraparlamentarias y parabu-
rocráticas de negociación, y participantes legitimados por su sig-
nificativo potencial de obstrucción, proveen un consenso susti-
tutivo de los mecanismos democráticos, cuyo potencial como
creador de unidad resulta altamente dudoso.
Esto abre el problema del procesamiento de un consenso le-
gítimo. Debido a que los reclamos e intereses articulados con el
marco de las instituciones liberal democráticas no lograban re-
conciliarse con los prerrequisitos básicos de estabilidad y creci-
miento capitalistas, las instituciones mismas se volvían materia
de discusión, que pasó del conflicto en torno a los grupos de
interés al conflicto en torno a las reglas básicas, de la definición
de los reclamos legítimos a la definición de los reclamantes mis-
mos. Ante condiciones como estas, los conservadores proclama-
ban orden y abolición del intervencionismo estatal, mientras los
socialdemócratas argüían que el intervencionismo reformista
presupone, para su éxito y continuidad, nuevos arreglos sobre
una cooperación ordenada y modos de representación de intere-
ses relativamente exentos de conflicto. Ambas opciones impli-
can cambios en el modo de representación de intereses, nuevas
regulaciones para la conducta de grupo y conflicto de clases.
150
Unos y otros se vieron obligados a diseñar estas regulaciones no
de acuerdo con una concepción normativa del orden político
bueno y justo, sino por una referencia pragmática a requerimien-
tos funcionales, límites de tolerancia, y mecanismos económi-
cos. Para todos la cuestión concernía no tanto a las metas desea-
bles y los más efectivos/eficientes cursos racionales de acción
determinados para cumplirlas, sino a las reglas básicas, los arre-
glos estructurales y los diseños institucionales que serían el am-
biente más apropiado de la política pública (Offe 1985a: 231-
232). Todos estos fenómenos ofrecen indicios del proceso de
desterritorialización y reterritorialización del contorno de la po-
lítica que Benjamín Arditi presenta en su texto para este volu-
men.
Offe encontró que, en el caso de la República Federal Alema-
na, las relaciones entre organizaciones de interés y el Estado, y
la reestructuración de estas relaciones por medios políticos, como
aspectos de diversos cambios institucionales y propuestas legis-
lativas, presentaban diversos puntos en común desde fines de
los sesenta y hasta principios de los ochenta. Todos los partidos
en el parlamento habían reconocido y aceptado el problema de
las relaciones Estado-grupos de interés. Como atribución de pri-
vilegios o como imposición de constricciones, al fin caras de la
misma moneda, los modelos de institucionalización correspon-
dieron entonces a alguna de tres aproximaciones: i) modo de
representación para influir en la legislación, ii) papel de los gru-
pos de interés en la implementación de políticas, y iii) regula-
ción del proceso mismo de organización de los grupos de inte-
rés. Pero para nuestra discusión interesan especialmente otros
dos señalamientos de Offe. Primero, que la institucionalización
o asignación de estatus a los grupos de interés redundó en efec-
tos ambivalentes. Ganaban ventajas y privilegios, pero tenían que
aceptar constricciones y obligaciones restrictivas; obtenían el
acceso a posiciones de toma de decisiones del gobierno, pero
también obligaciones como comportamiento responsable y pre-
decible, además de que renunciaban a demandas no negociables
y a ejercer tácticas inaceptables. Segundo, ninguno de los cam-
bios o planes sugeridos para la reorganización política de las
relaciones Estado/grupos de interés fue inspirado por motivos
ajenos a la doctrina liberal pluralista de la democracia represen-
tativa, sino por motivos más bien pragmáticos y funcionales (Offe
151
1985a: 236).
En tanto los imperativos funcionales y las leyes objetivas del
sistema capitalista no pueden modificarse por la voluntad de
sujetos concretos, los alcances de la acción política democrática
—lo que supone legalidad y procedimientos institucionales—
encuentra en ellos un límite infranqueable. Aún así, los conteni-
dos de las demandas colectivas no están predeterminados, ni
tampoco sus efectos en las relaciones sociales y en el orden polí-
tico pueden definirse de antemano. Bajo estas premisas, la pre-
tensión de profundizar la democracia o incluso de radicalizarla,
más que a trastocar las relaciones de propiedad y de organiza-
ción de la producción, encuentra como perspectiva la amplia-
ción de los espacios de la acción política más allá de los partidos
y las elecciones —sin que esto suponga informalidad o ilegali-
dad—, la constitución de sujetos políticos organizados que la
emprendan aprovechando esos nuevos espacios —en una rela-
ción abierta y legítima con el poder público—, así como la res-
ponsabilidad respecto a la defensa y promoción de los propios
intereses —para asumir costos y beneficios en los intercambios
implicados. Estos elementos son los ejes en los que Schmitter su
propuesta de institucionalización de la actuación de los intere-
ses organizados.
152
los actores políticos relevantes. Su ámbito privilegiado de acción
es el electoral, con lo que se circunscribe a las instituciones polí-
ticas del Estado moderno. En términos estrictamente funciona-
les, más allá de cualquier referencia a dimensiones éticas o de
valores democráticos, el dominio de la ciudadanía comprende
en ese sentido sólo la membresía en el sistema político, la igual-
dad ante la ley, el derecho a votar y ser votado.
Ante esto, la ciudadanía secundaria postulada por Schmitter
se refiere al orden de las organizaciones o asociaciones de inte-
reses. Se trata no sólo de las corporaciones e intereses organiza-
dos que «desde arriba» presionan al Estado para influir en la
orientación de las políticas, sino también de los movimientos
sociales y organizaciones de la sociedad civil que «desde abajo»
reivindican nuevos espacios y formas de acción colectiva frente
a los subsistemas político y de partidos, como ilustra Benjamín
Arditi en su colaboración. En esta misma publicación, el trabajo
de Carlos Chávez Becker ahonda en la distinción entre estas
distintas modalidades.
La propuesta apunta a formalizarla y generalizar la partici-
pación de las organizaciones estableciendo derechos y obliga-
ciones propios de todas aquellas asociaciones que buscan influir
en las políticas públicas (con lo que adquirirían un estatus semi-
público). Schmitter reconoce que al no vislumbrase como algo
posible un retorno a la base individualista clásica de la democra-
cia, por medio de la descentralización de la autoridad o de una
intensificación de la participación, resulta crucial reconocer y
fomentar la libertad de asociación como principio fundamental
de la democracia.
Schmitter aporta elementos para fundamentar que la postu-
lación de formas de asociación y organización social con estatus
semipúblico y asignación de presupuesto por los ciudadanos-
contribuyentes es un mecanismo viable para el enriquecimiento
de la participación política y de la ciudadanía. Así, ubica como
un problema propio de las sociedades democráticas modernas
la tendencia de los actores a adoptar una definición extremada-
mente limitada de sus intereses, con lo que se dejan a otros las
consecuencias negativas de la satisfacción de los mismos. Mien-
tras tanto, la reproducción del sistema requiere que tendencias
de ese tipo sean compensadas y controladas.
153
Revitalizar la forma y el contenido de la democracia
154
• Rectificar la asimetría en los recursos organizacionales de
que disponen las diversas asociaciones, para equilibrar su capa-
cidad de negociación-gestión.
• Corregir las deficiencias y limitaciones en la provisión de
los bienes públicos. Esto no sólo significa servicios o recursos
materiales, sino también bienes para la cohesión e integración
social.
• Revertir la disminución de la calidad de la ciudadanía que
se vislumbra en las democracias modernas. La cuestión es en-
frentar la alienación y la apatía que permean a las instituciones
políticas modernas sin optar por medidas populistas ni oligár-
quicas.
155
altruismo de las agencias públicas en el Estado benefactor re-
presentan los polos de una tensión a la que buscan escapar las
posibilidades de una nueva asociabilidad. En vista del fracaso de
los mercados en el liberalismo, seguido del fracaso de los esta-
dos del keynesianismo —a lo que ahora se agregan los saldos del
neoliberalismo—, el planteamiento de Schmitter de una demo-
cracia corporativa, fundada en las asociaciones, dirige una críti-
ca al pluralismo en la que no se reconocen como alternativas a
las emprendidas desde una perspectiva oligárquica ni desde en-
foques de elección racional. En este mecanismo resulta crucial
para las asociaciones ser representativas de las expectativas e
intereses de los ciudadanos individuales, con lo que constitui-
rían un recurso expresivo que desbordaría las limitaciones de la
representación territorial y el sistema de partidos, ampliando
así el debate público y las identidades políticas.
En la perspectiva de Schmitter, por la estrecha interrelación
entre capitalismo y democracia, las asociaciones de interés pro-
veen un ámbito, o bien el ámbito, en el que convergen y se re-
suelven muchos conflictos. Por supuesto que no se trata sólo de
la confrontación entre asociaciones sindicales y empresariales.
El desenvolvimiento del capitalismo se basa en la satisfacción
del propio interés y la maximización de las ganancias, pero con
base en esa lógica ni los individuos, ni las empresas, ni ningún
otro tipo de agrupaciones obtienen estímulos para contribuir
voluntariamente a la reproducción de ciertos bienes públicos
generales, como son la identidad colectiva, la confianza interper-
sonal, y el sentido de obligación (Schmitter, 1992a: 408), que re-
sultan esenciales para la continuidad de las relaciones capitalis-
tas (y prácticamente para toda relación social). Tanto individuos
como empresas advierten que esos bienes son relevantes para
sustentar los acuerdos y contratos que pueden proveerles de be-
neficios, pero normalmente no tienen los incentivos suficientes
para producirlos o adquirirlos, por el temor a ser aventajados
por los competidores o por la tentación de sacar provecho de los
esfuerzos de los otros al respecto. Así, existen pocos incentivos
para involucrase en aquellas iniciativas no sólo productivas o
económicas, sino también comunitarias, sociales, culturales o
políticas emprendidas por otros y cuyos efectos, provechosos o
perjudiciales, no se restringen a quienes las pusieron en marcha.
La propuesta en cuestión dirige su atención a la posibilidad
156
de procurar identidades afirmadas constructivamente, sin remi-
tirse simplemente a la esfera privada o a la estatal, de establecer
límites al propio interés con confianza sobre las opciones pro-
pias y las de los otros, y de elaborar y reforzar colectivamente las
obligaciones hacia los demás. Por otra parte, en el plano estricto
del desempeño económico, la necesidad de limitar el puro inte-
rés en la ganancia y el beneficio particular resulta a fin de cuen-
tas indispensable en la generación de condiciones para la ges-
tión de la calidad, la productividad y la competitividad que
posibilitan el crecimiento y el empleo suficientemente remune-
rado, si bien no lo garantizan (Schmitter, 1992b: 17-19). Los in-
tereses cerrados en sí mismos se tornan cada vez más excluyen-
tes, y limitan así la posibilidad de estrategias concertadas para el
mejoramiento de los resultados de la economía y el desarrollo.
157
ciaciones de interés.
2) Financiamiento de las asociaciones a través de contribu-
ciones obligatorias por un impuesto especial.
3) Distribución de fondos por medio de pagarés ciudadanos.
158
Estatuto semipúblico de las asociaciones y acceso
a financiamiento
159
dos los funcionarios ejecutivos en las asociaciones, y responsa-
bilidad de éstos ante la membresía en pleno, con requisitos para
proteger los derechos de minorías.
• Prohibir la promoción o exaltación de la violencia, el racis-
mo, o cualquier forma de comportamiento criminal por parte de
las organizaciones.
• Información pública de los ingresos y egresos de las asocia-
ciones.
• Prohibición de actividades que generen ganancias.
• Prohibición de contribuir a financiar partidos, movimien-
tos, u otras asociaciones de interés distintas a sus miembros.
• Acceso a fondos públicos, por contribuciones obligatorias
de los ciudadanos y distribuidas por pagarés, además de los fon-
dos obtenidos por contribución de los propios miembros.
160
representa una posibilidad viable para un esfuerzo de reformas
de largo alcance. La experiencia de ciudadanización de los orga-
nismos electorales y de financiamiento público a partidos y agru-
paciones políticas en nuestro país resulta un referente concreto
que aporta valiosas enseñanzas. La posibilidad de establecer vías
para el financiamiento a las asociaciones, con criterios más ri-
gurosos de fiscalización que los que existen hasta ahora para
partidos y agrupaciones políticas, es una alternativa digna de
explorarse.
161
preferidas podría incluir primero a las organizaciones con más
membresía y dominios de interés más amplios. Los grupos más
especializados y localizados serían estimulados a unirse a esos
grupos nacionales más extensos, con lo que recibirían apoyo fi-
nanciero indirecto de ellos, en vez de competir contra ellos. Las
asociaciones que no cubran un umbral probado de miembros
no serían elegibles para el sistema nacional de pagarés, mientras
que límites menores podrían establecerse para sistemas que fun-
cionaran a nivel regional o estatal de contribuciones a las asocia-
ciones.
Este punto en particular representa una cuestión difícil cuan-
do, como en el caso de nuestro país, existe una tendencia arrai-
gada a inflar padrones de afiliación en todo tipo de organizacio-
nes. Schmitter no ahonda en esto, pero cabe contemplar que
para desalentar la membresía ficticia sería necesario aplicar au-
ditorías a los padrones, y sancionar severamente esa práctica,
eventualmente con la descalificación para optar por el registro
como asociación semipública por algún periodo, o incluso con
la declaración definitiva de inelegibilidad.
Por otra parte, admite que aunque al principio las asociacio-
nes ya existentes podrían encontrarse en ventaja, con lo que apo-
yarían más fácilmente el sistema, esto no necesariamente redun-
daría en beneficio de organizaciones con escasa
representatividad. Es de esperarse que la competencia para atraer
pagarés reactivaría a grupos en declive, o los desplazaría por
grupos más competentes en la promoción de sus intereses. Como
ventajas de la representación monopólica, o altamente oligopóli-
ca, al concentrarse la representación de un dominio de interés
en una sola organización, o en un número reducido de asocia-
ciones, se evitarían los traslapes y la atomización de una catego-
ría de interés. En caso de que estos fenómenos se presentaran,
los contribuyentes potenciales podrían indicar con su decisión
si esa fragmentación habría de persistir.
Además, los contribuyentes podrían proponer asociaciones
no incluidas originalmente. Éstas recibirían los fondos si acep-
tan las condiciones del estatuto semipúblico y si las propuestas
por esta vía sobrepasan un mínimo de contribuciones estableci-
do. En el caso de quienes no decidieran destinar sus pagarés,
éstos serían distribuidos según las preferencias globales.
La distribución de los fondos de los pagarés correría a cargo
162
de la agencia estatal recolectora de impuestos, destinándolos
automáticamente a las asociaciones elegibles cada año. Pero el
sistema de selección de pagarés funcionaría con menor periodi-
cidad, para reducir la carga de la decisión en los individuos, y
más que nada para permitir que las asociaciones dispongan de
un horizonte temporal suficiente para ajustar políticas y progra-
mas a preferencias cambiantes, eventualmente influenciadas por
modas o impactos coyunturales.
Schmitter estima que algunos atractivos de los pagarés en el
dominio de representación de intereses podrían ser la expresión
relativamente libre de una multiplicidad de preferencias de los
ciudadanos sin reducirlas a candidaturas unitarias ni listas par-
tidistas; la distribución proporcional entre asociaciones por cada
contribuyente, de acuerdo a sus sensación ante intereses diver-
sos, resultaría en sí misma expresiva de las prioridades ciudada-
nas. Además la propuesta resulta un mecanismo de equidad, en
el que la decisión no depende de la riqueza o la condición de
propietario o no del ciudadano, aunque sí presupone ser contri-
buyente.
La decisión por pagaré no motiva corrupción entre quienes
los asignan, al no redundar en ningún beneficio directo al otor-
gante y al estar dirigida sólo a asociaciones certificadas para pro-
pósitos designados. Más aún, el sistema constituiría un incenti-
vo para la reflexión en cuanto a la naturaleza de los propios
intereses, y una oportunidad para evaluar las decisiones pasa-
das, así como un mecanismo para supervisar la responsabilidad
de las asociaciones existentes. Esta modalidad posibilita cam-
biar fácilmente entre concepciones rivales del propio interés, e
impulsa la constitución de nuevos grupos que de otro modo no
lograrían iniciar su organización. Finalmente, resulta un medio
de extensión del principio de ciudadanía y del «corazón compe-
titivo» de la democracia, sin compromisos excesivos ni inmedia-
tos para los individuos, ni amenazas directas contra las posicio-
nes establecidas de las élites.
Que sean los ciudadanos quienes provean los medios para
que eso sea posible, como condición básica para que la propues-
ta funcione, proviene de una consideración específica.
163
cial puede ser neutralizado (pero no revertido) si la base de la
asociabilidad se cambia de un cálculo voluntario individual a
uno de obligación colectiva [Schmitter, 1992a: 413].
164
sugiere que aquellas que adquieran el estatus semipúblico ten-
gan libertad de gobernarse a sí mismas dentro de parámetros
amplios, por las personas y con las reglas que ellas mismas esta-
blezcan. Pero dichos parámetros quedarían entonces sujetos al
escrutinio público, con lo que sus miembros gozarían derechos
democráticos de ciudadanía, no sólo para la elección de los ór-
ganos de la dirección, acceso a la información, y garantías de
respeto a su membresía, sino también para postularse a los car-
gos directivos y organizar contrapesos internos.
Pero equilibrar la capacidad de negociación y gestión de las
asociaciones no depende sólo de dotarlas de más recursos. La
posibilidad de que se dediquen a intereses más amplios, a con-
certar políticas o programas que vayan más allá de ciertos bene-
ficios inmediatos, en una «maximización del altruismo hacia el
público» (Schmitter, 1992: 415) depende más que nada de la crea-
ción de condiciones para que el liderazgo y los cuadros medios
de las asociaciones mantengan cierta seguridad por sobre las
preferencias, inmediatas y veleidosas, de sus miembros. La mem-
bresía obligatoria de los cuadros a la asociación, la disponibili-
dad de recursos suficientes para las actividades y un dominio
amplio sobre el área de actividad, en términos de control, cono-
cimientos y experiencia, representan propiedades de las organi-
zaciones que resultan claves para fortalecer esa seguridad. Pero
en el enfoque de Schmitter otras dos resultan especialmente
importantes, por lo que es estimularlas adquiere relevancia. Ellas
son el monopolio y la profesionalización.
El monopolio posibilitaría que las asociaciones no se vean
obligadas a competir con rivales que pugnan por las mismas pre-
ferencias, con lo que podrían elaborar una evaluación más esta-
ble e independiente de los intereses defendidos y promover así
una visión más amplia y autorreflexiva de lo que conviene solici-
tar. Por ejemplo, una confederación de grupos que impulsan pro-
puestas por la equidad de género resultaría más eficaz que una
miríada de grupos aislados con demandas dispersas. Schmitter
admite que no existen garantías para tal comportamiento «ilus-
trado» por parte de los monopolios de interés. Pero argumenta
que si los cuadros y líderes son profesionales con gran entrena-
miento, con un compromiso de carrera hacia el trabajo en aso-
ciación, la probabilidad de un compromiso así aumenta.
El conjunto de las características anotadas contribuye a la
165
generación de un ambiente organizacional que estimule la pro-
fesionalización de los cuadros medios, con lo que la intermedia-
ción de intereses podría convertirse en una especie de «industria
de servicios» para la política. A partir de lo expuesto hasta aquí
puede concluirse que una más alta competencia, en el sentido de
adquisición de saberes, experiencia, capacidad y habilidades de
los cuadros de las asociaciones, resulta un propósito central de
la propuesta, que en ese sentido redimensiona la política despla-
zando la simple reducción de la profesionalización a un proceso
de elitización. Una mayor capacidad de los cuadros permite po-
tenciar la eficiencia y mejorar las oportunidades de los miem-
bros. Aunque todo esto va a contracorriente de concepciones
luminosas y heroicas de la democracia, y más específicamente,
de ciertas tentaciones del izquierdismo, en tanto la desplaza más
allá de los individuos universalmente libres e iguales o de los
liderazgos personalizados, lo que se busca es mayor eficacia y
equidad, en aras de fortalecer justamente a la democracia y de
compensar algunos de los aspectos más agresivos del capitalis-
mo, a saber, la concentración en el máximo beneficio propio y la
erosión de la identidad colectiva.
166
dad compatible con prácticas democráticas, no limitadas al su-
fragio individual, sino fundadas en la constitución de identida-
des autónomas y responsables, es lo que hace atractiva la pro-
puesta de institucionalización de un segundo circuito de
ciudadanía.
Es posible que la propuesta de Schmitter adquiera mayor
viabilidad a partir de variantes con modificaciones importantes.
Una posibilidad es la de expedir una boleta extra en los procesos
electorales, en la que se podría votar para destinar recursos pú-
blicos las actividades generales o a programas específicos de aso-
ciaciones. Esta variante tendría la ventaja de desvincular la pro-
puesta de la figura del contribuyente, como en el pagaré, y ligarla
a la del ciudadano elector, lo que aparece como una medida ele-
mental de ampliación de la participación para un país como
México, en el que la base de contribuyentes es muy reducida. En
contraparte, el principal riesgo de una opción así es que se pro-
piciaría el proselitismo entrelazado de partidos y asociaciones,
en una suerte de tráfico de las simpatías por los sufragios. Para
evitar esto, podría convocarse a una elección de programas o
asociaciones, pero no concurrente con los procesos electorales,
sino como un ejercicio de «presupuesto participativo» para acti-
vidades sociales. Podría consistir en una consulta bianual sobre
preferencias y asignación a programas específicos entre las dis-
tintas temáticas. Esto implica la existencia de procesos de infor-
mación y discusión sobre programas propuestos y en operación,
con lo que adquiere relevancia la capacidad para ganar espacios
para tales procesos en los medios de difusión, especialmente la
radio y la televisión comerciales. La responsabilidad social y
política de los medios, a la que se han mostrado francamente
refractarios, entra en juego aquí. Aunque todo esto se plantea de
manera hipotética, resulta claro que la posibilidad de empren-
der este tipo de reformas en el contexto mexicano supone un
reto enorme para la innovación en procesos de comunicación
política, que propicien la profundización y el fortalecimiento de
la democracia.
La concertación entre intereses organizados puede impulsar
cambios en el estilo miope de hacer políticas, pues establecería
la reunión de un conjunto específico de organizaciones en inte-
racción formal y regular para atender una agenda continúa de
asuntos, más allá de la coyuntura inmediata. La participación
167
restringida y regular de asociaciones comprometidas con los
asuntos y competentes en ellos sería una base fecunda para la
confianza interpersonal, la persistencia en la interlocución per-
mitiría la acumulación de argumentaciones y posicionamientos
en el tiempo, con lo que las concesiones en un momento serían
eventualmente retomadas en los intercambios futuros. La asig-
nación de responsabilidades a las asociaciones involucradas en
la toma de decisiones por la puesta en práctica de los acuerdos
alargaría también el intervalo de tiempo de compromisos y ren-
dimientos. Mientras tanto, se posibilita el aprendizaje de los par-
ticipantes para vislumbrar y afrontar las consecuencias tanto de
los beneficios como de sus compromisos, en vez de transferir los
costos imprevistos a agencias publicas o a clientes privados.
A pesar de que los términos generales de la propuesta de Sch-
mitter fueron pensados para contextos muy distintos al del Méxi-
co de hoy, el análisis de sus lineamientos representa una herra-
mienta básica para darle plausibilidad a mecanismos que
persigan los mismos propósitos básicos: extender y mejorar la
democracia, atemperar los efectos perniciosos del capitalismo, y
sobre todo, sentar las bases para que la asociabilidad propicie la
identidad, la confianza y el sentido de obligación ante los otros.
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87.
170
LAS ASOCIACIONES CIVILES
EN LA DEMOCRACIA POST-LIBERAL:
SCHMITTER VISTO DESDE ESPAÑA
Juan Martín S.
171
1. Frente a los que postulan la necesidad de sociedades pe-
queñas y homogéneas, habrá que hacer evidente que enfrenta-
mos sociedades tan grandes como un país o más y sumamente
complejas.
2. Contra la suposición de un consenso de todos sobre el inte-
rés general, es muy previsibles que surjan conflictos políticos
por intereses particulares y generales.
3. A los que suponen un individuo altruista (comunitarios) o
egoísta (individualistas), se les muestra la gran variedad de com-
portamientos entre ambos extremos de los sujetos observables.
4. Y ante la utopía, de ciudadanos formados, conscientes y
rigurosos en sus deliberaciones y decisiones, es obvia la más pro-
bable presencia de mayorías que no respondan suficientemente
a estos requisitos (Dahl 1991: 156).
172
grupos más allá de los resultados de la competencia en el merca-
do, democrático o socioeconómico, y no se justifica el papel del
Estado como regulador de la competencia y menos como con-
ductor de las políticas públicas. Como señala Charles W. Ander-
son:
173
tre gobierno democrático y capitalismo. Sus resultados empíri-
cos irían mostrando un cuadro que contrastaba vivamente con
el modelo pluralista previo:
174
nueva crítica fáctica de lo mucho que aún queda de «liberal» en
el pluralismo. Se aceptan las condiciones básicas en cuanto al
gran tamaño y complejidad de las democracias, a la conflictivi-
dad dentro de las mismas, a las mediaciones entre egoísmo y
altruismo, y en cuanto a la escasa concurrencia de ciudadanos
perfectos. Pero para Schmitter entre individuos, asociaciones y
Estado hay tal conjunto de diferencias estructurales, que le lleva
a un planteamiento fundamentalmente «post-liberal», por tras-
cender el pretendido privilegio hermenéutico y normativo del
individuo, y post-(o para-) estatal por desmontar el monopolio
de la autoridad que se le asignaba al Estado.2
La propuesta teórica-empírica de Schmitter conlleva una fuer-
te impronta reformista usando los rasgos organizacionales de
las asociaciones como herramienta y como espacio para el desa-
rrollo de la democracia. El objetivo pragmático es claro: cómo
resolver los graves problemas de gobernabilidad, representativi-
dad y legitimidad que enfrentan los regímenes democráticos
desde fines de los setenta y que aún no superan. El argumento es
que si ese precario equilibrio entre la autonomía de los grupos,
la estabilidad del sistema y la legitimidad de ambos se ha conse-
guido en Europa occidental mediante los arreglos corporativos
paralelos a la competencia pluralista protagonizada por los par-
tidos políticos, entonces una posible solución estaría en hacer
explícitos esos arreglos, desarrollar un discurso legitimador de
los mismos e introducir procedimientos democráticos en su ges-
tación y funcionamiento. No se trata de dar más centralidad a
esos arreglos corporativos, sino de ampliar su campo de actua-
ción al mundo de las asociaciones civiles distintas a los sindica-
tos, los empresarios y los partidos.
Lo anterior implica repensar (reeditar) la estructura y los actos
de la representación política en las democracias modernas,3 como
proponía Schmitter a finales de los años ochenta (Schmitter
1992b; 1992c: 399-447). El conjunto de reformas se articulan
como la institucionalización de una «segunda capa», un segun-
do circuito de representación e intermediación protagonizado
por las asociaciones civiles, «sin tocar (cuanto menos directa-
mente) a las demás instituciones políticas en la sociedad: parti-
dos, elecciones, parlamentos, poderes ejecutivos, gobiernos lo-
cales y regionales, etc.» (Schmitter 1992c: 422). Y entiende
Schmitter que esto se puede lograr dentro de los marcos consti-
175
tucionales existentes en Europa, lo cual no debería ser extraño
porque el tipo de arreglos en que está pensando es practicado de
manera pragmática sin demasiadas tensiones jurídicas en los
países de ésta.4 Efectivamente, los acuerdos sociales y económi-
cos entre sindicatos, empresarios y gobiernos forman parte del
funcionamiento normal de las democracias europeas. Pero al
mismo tiempo la propuesta de Schmitter desborda la formali-
dad de esos acuerdos y alcanza a nuevos sectores como la ges-
tión de servicios sociales, la educación, la ecología, el urbanis-
mo, el llamado tercer sector, las ONG, las asociaciones de civiles
con muy diversos orígenes, usos y localizaciones, etc. Así, lo nue-
vo no es sólo la ampliación de temas o de las cobertura de los
acuerdos, sino el que los elementos implicados en dichos secto-
res son transversales a la sociedad de manera fragmentada y tem-
poral, y no están fijos en la estructura social para la que fue desa-
rrollado el Estado social moderno, como han sido el trabajo, la
empresa y el gobierno.
En cualquier caso, Philippe Schmitter asume la carga de la
prueba en su propuesta al confiar en la compatibilidad de las
reformas propuestas con los órdenes normativos de las demo-
cracias consolidadas. Además, como partió de la constatación
empírica de un amplio espectro de arreglos corporativos vigen-
tes en esas democracias y se basó en ellos para proponer sus
reformas a favor de una segunda capa democrática, entonces
podemos indagar hasta que punto son compatibles esas refor-
mas con el orden jurídico y político existente en la democracia
española. Para ello, haré una breve descripción del panorama
asociativo español y, posteriormente, analizaré las posibilidades
que ese panorama ofrece a la aplicación de las reformas sugeri-
das por Schmitter.
176
que le dio un conjunto de rasgos distintos, entre ellos la ausencia
de un discurso político autónomo con el que distinguir a esa
sociedad de las pretensiones corporativas del Estado. Un asunto
central durante la transición española fue, sin duda, conseguir
ese discurso y dotarlo de prácticas e instituciones que lo hicie-
ran real. Las corporaciones sociales propias del franquismo te-
nían que ser desmontadas o recicladas para la nueva situación
política, desde el sindicato único hasta las cámaras profesiona-
les o las ligazones entre Iglesia Católica y Estado. Pero también
tenían que reconstruirse las organizaciones y las prácticas so-
ciopolíticas que emergieron en la lucha por la democracia y que,
en ocasiones, habían crecido en los resquicios de las institucio-
nes franquistas, como fue parte del movimiento sindical o el
movimiento vecinal. Este proceso ha sido mucho más largo y
facturado de lo que se podría haber pensado en 1978 cuando se
aprobó la Constitución. Un dato revelador: hasta muy reciente-
mente, el 22 de marzo de 2002, no se ha desarrollado por ley
orgánica el derecho fundamental de asociación recogido en el
artículo 22 de la Constitución; con anterioridad, la norma básica
para el registro, publicidad y ordenación de las asociaciones ci-
viles no sometidas a régimen especial era del 24 de diciembre de
1964, una ley de la dictadura.5 De hecho, la mayor parte de la
legislación constitucionalista sobre asociaciones civiles —normas
fiscales y de promoción, consejos de representación ante la ad-
ministración, registro y publicidad, voluntariado, etc.— es de
los años noventa, decenio en que el régimen democrático ya con-
solidado habría de irse integrando en la Unión Europea.
177
toda forma de riqueza al interés general.
El artículo 9.2 de la Constitución establece que: «Correspon-
de a los poderes públicos promover las condiciones para que la
libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se
integra sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impi-
dan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos
los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social».
Paralelamente, el artículo 23.1 dispone que: «Los ciudadanos tie-
nen el derecho a participar en los asuntos públicos, directamen-
te o por medio de representantes, libremente elegidos en eleccio-
nes periódicas por sufragio universal». Más específicamente, la
Constitución estipula la participación ciudadana en la Adminis-
tración pública (art. 105), en la justicia (art. 125), en la Seguri-
dad Social y otros organismos públicos (art. 129.1), y en la plani-
ficación económica (art. 131).
Para el desarrollo de las prerrogativas del Estado dentro del
orden jurídico y la legitimidad democrática, la Constitución pres-
cribe la participación de los partidos políticos en la formación y
manifestación de la voluntad popular (art. 6) y la de los sindica-
tos y asociaciones empresariales en la defensa y promoción de
sus intereses (art. 7). Estos son los dos pilares básicos del Estado
social en las democracias europeas. Pero además hay un impor-
tante número de interpelaciones a la intervención de los ciuda-
danos —a título individual u organizados— en la defensa de sus
intereses y el desarrollo de las políticas públicas. Explícitamente
son interpelados: la juventud (art. 48), las personas disminuidas
de cualquier tipo (art. 49), los ancianos (art. 50), los consumido-
res (art. 51). Claro que los poderes públicos también pueden pe-
dir cierta corresponsabilidad a esos ciudadanos en el desarrollo
de sus políticas.
Las principales figuras basadas en la Constitución para la
organización de los ciudadanos son:
178
1980, de 5 de julio, de Libertad Religiosa.
• Las asociaciones del régimen general: Const. art. 22 y Ley
Orgánica de 1/2002, de 22 de marzo, reguladora del Derecho de
Asociación.
• Los colegios profesionales: Const. art. 36 y Ley 74/1978, de
26 de diciembre; también diversa jurisprudencia del Tribunal
Constitucional.
• Las organizaciones profesionales: Const. art. 52 y diversa
jurisprudencia del Tribunal Constitucional.
• Las fundaciones: Const. art. 34 y Ley 50/2002, de 26 de
diciembre, de Fundaciones, que recientemente ha sustituido a la
Ley 30/1994, de 24 de diciembre, de Fundaciones y de incentivos
fiscales a la participación privada en actividades de interés gene-
ral.
• Las cooperativas de trabajadores: Const. art. 129.2 y Ley
27/1999, de 16 de julio, de Cooperativas (con modificaciones
posteriores y con legislación sobre incentivos fiscales anteriores
que le afectan).
179
quen algún cambio en la composición de las juntas directivas,
domicilios, cambios de estatutos o se disuelvan legalmente. La
nueva ley de asociaciones, de marzo del 2002, requiere de la adap-
tación de los estatutos de las mismas a los dos años de su pro-
mulgación, pero el cabal cumplimiento de esta exigencia necesi-
tará de un largo procedimiento administrativo e informático que
no aportará datos más fiables hasta fines de 2005 o 2006. De
momento habremos de conformarnos con las cifras acumula-
das y con las que hacen referencia a la evolución anual de nuevos
registros. En el cuadro adjunto se da cuenta de la evolución de
las entidades asociativas (asociaciones de régimen general, aso-
ciaciones juveniles y federaciones) según el registro del Ministe-
rio de Interior. El dato más interesante es el ritmo de inscripción
que ha ido en constante crecimiento desde las 5.020 nuevas ins-
cripciones en 1982 hasta las 14.709 de 1996, que volvería a supe-
rarse en el año 2000 con 15.087 nuevas inscripciones. Esta tra-
yectoria se podría considerar como representativa de un proceso
de expansión de las organizaciones civiles en los muchos rubros
que contiene el registro. En un análisis más detenido, podría-
mos reparar en cómo aumentan las asociaciones filantrópicas
en los años noventa, o cómo las asociaciones de vecinos, tan
importantes en la transición, decaen durante los años ochenta y
se recuperan en los noventa, muy probablemente en otra nueva
lógica de reivindicaciones ciudadanas.
Una información tan importante como la anterior, pero de
aún más difícil ponderación, es la referida a los índices de afilia-
ción, que no han tenido una sistemática medición y cuyas fuen-
tes son poco fiables por cuanto el concepto no siempre se entien-
de igual y los informadores suelen inflar los datos. Ricardo
Sánchez Rivera (2001: 441-448) hace una síntesis de la informa-
ción existente hasta 1998 y encuentra que la afiliación cayó fuer-
temente a finales de los años setenta, desde valores próximos al
cuarenta por ciento a comienzos de la década hasta poco más
del veinte por ciento de la población española mayor de 18 años.
Ese primer declive también tiene que ver con la desaparición de
algunas estructuras de asociación del franquismo. Ya durante
los años ochenta, la afiliación ronda el veinticinco por ciento, y
en los noventa se eleva hasta cotas próximas al treinta y cinco
por ciento. Por su parte, José Félix Tezanos, con base en los da-
tos de varias encuestas nacionales sobre tendencia sociales de
180
1995 a 2001, corrobora algunas tendencias presentadas por Sán-
chez Rivera, pero reduce la «implicación asociativa» de los espa-
ñoles a poco más del veinte por ciento para la segunda mitad de
los años noventa. De ese total, las asociaciones de vecinos, las
culturales y las deportivas tendrían la mayor parte hasta rebasar
los dos tercios. Mientras que sindicatos y partidos políticos no
superarían, conjuntamente, el 15 %. Señala Tezanos, que «me-
nos de un 5 % del total de la población española mayor de edad
manifiesta pertenecer a algún tipo de asociación que implican
una cierta voluntad de participar más activamente en la confor-
mación de los designios colectivos (sindicatos, partidos, asocia-
ciones ecologistas, pacifistas, feministas, etc.)» (2002: 68). Esta
interpretación es algo restringida y un poco tradicionalista en
cuanto a los actores civiles, pero también indicativa de la situa-
ción en que se desarrolla la ciudadanía en España. En cualquier
caso, la afiliación parece bastante irregular en el tiempo y según
los tipos de asociación, incluso podríamos hablar de afiliaciones
coyunturales o participaciones espasmódicas de acuerdo con
procesos sociopolíticos más amplios.
Además de las asociaciones inscritas en el Registro del Mi-
nisterio de Interior, también las Fundaciones y las Cooperativas
han crecido en número y están jugando un importante papel en
la consolidación del Tercer Sector español. Es notorio el creci-
miento del número de fundaciones sobre todo en los años no-
venta. Para esta década, España ya se ha consolidado entre los
países desarrollados de Europa y se suma a las nuevas formas de
gestión del bienestar en las que el Estado reduce su protagonis-
mo y favorece la acción directa de organizaciones civiles de muy
diverso tipo. Ricardo Sánchez Rivera nos ofrece el siguiente cua-
dro panorámico sobre las fundaciones:
AQUÍ CUADRO
En cuanto a la evolución del número de cooperativas consti-
tuidas, Sánchez Rivera nos subraya que ha estado en función del
crecimiento económico: en momentos de crisis aumentaba el
ritmo de nuevas creaciones, como a comienzo de los ochenta y
de los noventa, mientras que decrecía durante tiempos de pujan-
za económica a finales de ambas décadas. Lo anterior pone de
manifiesto la imbricación de esta forma organizativa con el
mundo de la producción y el empleo por más que también cum-
pla un papel en el sector no-lucrativo de la economía. En cual-
181
quier caso, el número de cooperativas ha crecido cada año desde
comienzo de los ochenta hasta alcanzar un total de 23.456 para
todo el país (Sánchez Rivera: 466-476).
No me atrevería a decir que esta red de asociaciones, de muy
diversos ámbitos, objetivos, dinámicas, da una estructura esta-
ble a la llamada sociedad civil organizada, pero sin duda que sí
da los asideros básicos con los que esa sociedad se manifiesta.7
Cualquier comunicación necesita de interlocutores y de una si-
tuación de habla para que ocurra. Cuando apelamos a la socie-
dad civil normalmente lo hacemos en estas dos dimensiones, y a
veces sin distinguirla: como interlocutor y como situación o con-
texto (cultural, social, institucional, siempre algo ambiguo). Las
asociaciones permiten dar cuerpo a ambas dimensiones en una
continuidad temporal e institucional que hace posible esa co-
municación de acuerdo a expectativas de comportamientos fu-
turos. Y éste es el gran tema en las relaciones Estado-sociedad.
Toda esta heterogénea red de asociaciones, fundaciones,
cooperativas, corporaciones, partidos, sindicatos, etc., cumple
con responsabilidades constitucionales importantes que última-
mente se están ampliando y diversificando, como es el caso de
las agrupadas en el llamado tercer sector o la cooperación inter-
nacional. Son responsabilidades en el funcionamiento del orden
constitucional democrático que van desde el soporte de la repre-
sentación política electoral hasta la gestión privada de objetivos
públicos de salud o educación. Y, además, crea las condiciones
prácticas e institucionales para una ciudadanía más activa que
se hace oír y que tiene con que negociar con el Estado. En esta
relación, el Estado tiene obligaciones de promoción y reconoci-
miento que le otorgan una gran iniciativa en cuanto al apoyo de
ciertas áreas prioritarias o, incluso, de ciertas asociaciones en
particular que puede declarar de «utilidad pública».8 Y, por su-
puesto, entre los recursos que tiene el gobierno para conducir en
algo el curso que siga el mundo asociativo están la amplia varie-
dad de formas de financiación de que dispone y, no menos im-
portante, cierta discrecionalidad para buscar los interlocutores
más cómodos creando mesas de diálogo y consejos consultivos
permanentes en distintos sectores de las políticas públicas (co-
operación exterior, política social, defensa de consumidores,
emigración, medio ambiente, etc.).
182
La propuesta de Schmitter desde el caso español
Estatus semipúblico
183
por más que hayan mostrado dificultades para exigir responsa-
bilidad democrática a los gestores políticos y burocráticos de
esa relación con las organizaciones civiles. El problema está en
la segunda parte, pues hay evidencias de que las organizaciones
civiles no siempre cumplen con los procedimientos democráti-
cos mínimos, y han sido pocas las propuestas de democratiza-
ción de esas organizaciones civiles que hayan ido más allá de la
apelación ética al comportamiento virtuoso.
Schmitter propone corregir esa situación y sugiere once re-
quisitos para comenzar a discutir posibles formas para demo-
cratizar la parte social de los espacios semipúblicos. Veámoslo
uno por uno (Schmitter 1992c: 424-425).
184
dad, como serían los sindicatos, las mismas confesiones religio-
sas o, incluso, las organizaciones de consumidores. Lo que más
se podría aproximar a la atribución de carácter de semipúblico
sería la «declaración de utilidad pública» que la Constitución no
define pero que inspira en el mandato que da a los poderes pú-
blicos para que promuevan las asociaciones civiles y la partici-
pación de los ciudadanos. Con carácter general, la ley orgánica
que regula el derecho de asociación, de 22 de marzo de 2002,
dedica un capítulo a la declaración de utilidad pública y el Mi-
nisterio de Interior proporciona los formularios y procedimien-
tos necesarios para cumplir con los requisitos exigidos por la ley
en su página Web en Internet http://www.mir.es/pciudada/aso-
ciaci/utilidad.htm (a 1 de diciembre de 2003). En estos requisi-
tos y procedimientos se pueden ver reflejados algunos aspectos
de las condiciones que propone Schmitter que deberían cumplir
las asociaciones con estatus de semipúblicas.
185
un derecho de audiencia de manera explicita, en el artículo 51.2:
«Los poderes públicos promoverán la información y la educa-
ción de los consumidores y usuarios, fomentarán sus organiza-
ciones y oirán a estas en las cuestiones que puedan afectar a
aquellos, en los términos que la ley establezca.». El desarrollo de
este mandato constitucional queda en manos del Instituto Na-
cional de Consumo, que incluye un Consejo de Consumidores y
Usuarios con representación de las organizaciones del sector, y
en los organismos que las administraciones autonómicas (regio-
nales) y locales creen al efecto. Los problemas más acuciantes en
este tipo de entidades son: el carácter consultivo de los mismos,
los escasos recursos de que disponen y la representatividad de
las organizaciones concurrentes.
Desafortunadamente, en España no se ha conseguido una
práctica consolidada de participación de los ciudadanos en el
diseño y aplicación de políticas pública ni siquiera en el nivel de
la administración municipal —con sus loables excepciones. Las
decisiones de gobierno siguen siendo muy verticales, especial-
mente en los casos en que el partido gobernante tiene mayoría
absoluta, y las consultas públicas no suelen comprometer en nada
a los gobiernos.
186
pendientemente de la afiliación partidaria, el sexo, la raza, la
nacionalidad.»
Éste es un requisito que salvaguarda el ordenamiento jurídi-
co general con la Constitución al frente, en cuanto prohíbe las
discriminaciones «por razón de nacimiento, raza, sexo, religión,
opinión o cualquier otra condición o circunstancias personal o
social» en el artículo 14. Sin embargo, también hay que dejar
espacio para el funcionamiento autónomo de las organizaciones
según sus estatutos, de manera que una asociación de estudian-
tes de sociología pueda rechazar a un candidato que no es estu-
diante de sociología. Sin duda, aquí, la casuística puede ser su-
mamente diversa y contradictoria, es claro que una asociación
no podría autodefinirse como exclusiva para hombres blancos
de cierto territorio, pero no lo es tanto si se trata de una asocia-
ción feminista que impide la membresía a hombres o de gitanos
con igual actitud respecto de los no-gitanos o evangelistas de
Chiapas respecto de cristianos de la misma comunidad. Nueva-
mente, el problema político de estas «exclusiones» estaría en el
carácter semipúblico de las asociaciones, no habiendo ninguna
dificultad en las asociaciones nítidamente privadas. Pero como
ese carácter semipúblico se asigna no sólo por las características
de la asociación sino por el papel que ésta juega en el régimen
político en cuanto a participación de la pluralidad social en las
políticas públicas, podría defenderse como legítima algunas ex-
clusiones de minorías respecto de la población general, como el
caso de las comunidades indígenas, por el aporte que esa organi-
zación pueda añadir al objetivo general del régimen democráti-
co de promover la integración y la participación de los grupos
sociales en las políticas públicas sin menoscabo de sus particula-
ridades sociales.
187
muy polémicos como está siendo el caso de la Ley Orgánica 6/
2002, de 27 de junio, de Partidos Políticos en España.
188
tos sueldo para los directivos, regalos, oportunidades, etc. En los
ámbitos de la asistencia social y de salud, la enseñanza o la co-
operación internacional han proliferado muchas organizaciones
en competencia por unos recursos económicos y humanos cre-
cientes. No faltan críticos de estas situaciones que preferirían
ver a todas esas asociaciones supuestamente sin ánimo de lucro
trabajar en las mismas condiciones que cualquier empresa o pro-
fesional autónomo, sin beneficios fiscales, subvenciones prefe-
rentes, donaciones, publicidad, etc. Las críticas son aún más fuer-
te al analizar el papel que juegan las fundaciones promovidas
por empresas privadas o las ONG que participan en la privatiza-
ción de los servicios estatales, abriendo el campo a la actuación
de «pandillas» que va de asociación en asociación consiguiendo
recursos que nunca se aplican (claro que esto también sucede en
el ámbito de las empresas privadas o, incluso, en el de los parti-
dos políticos).
189
de que las políticas públicas relevantes serán administradas al
máximo posible, a través de los canales asociacionales [sic.].»
En cualquier convocatoria de ayuda pública para la realiza-
ción de proyectos o para el mero mantenimiento de la organiza-
ción se especifican los rasgos que esas organizaciones deben cum-
plir, independientemente de las características del proyecto en
concreto. En ocasiones, esos mínimos a cumplir por la organi-
zación son más exigentes que los que se piden, en términos gene-
rales, para la declaración de utilidad pública. Así ocurre, por
ejemplo, con las organizaciones que presentan sus proyectos a
las convocatorias anuales de subvenciones provenientes de la
recaudación del 0,52 % del Impuesto sobre la Renta de la Perso-
nas Físicas (IRPF) destinado a fines de interés social y que distri-
buye el Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales: además de los
requisitos generales de identificación de la organización, se exi-
gen niveles apropiados en cuanto a la implantación territorial, la
antigüedad, la especialización, la estructura y capacidad de ges-
tión, la adecuación de los recursos humanos, el número de vo-
luntarios, la concertación de acciones en federaciones o agrupa-
ciones de entidades, la realización de auditorias externas, el
presupuesto y la financiación propios y el cumplimiento de las
obligaciones de anteriores subvenciones (junto a éstos, se piden
otros requisitos específicos para cada proyecto o programa)
(Fuente y Montraveta 2002: 17-18).
190
pendencia de las ayudas públicas, estimándose que, en 1997, casi
un sesenta por ciento de las ONG de asistencia social recibían
más de la mitad de su presupuesto de las entidades públicas, y
que más de la mitad de la financiación que las ONG de coopera-
ción internacional recibían, durante los años noventa, era de
origen público, aunque son cifras que varían de año a año de-
pendiendo de las situaciones de alerta humanitaria o de movili-
zación social como fueron los desastres provocados por el hura-
cán Mitch a fines de los noventa o las compañas por la asignación
del 0,7 % del PIB español para la ayuda al desarrollo a mediados
de la misma década (Sánchez Rivera 2001: 514-526). Las ayudas
públicas no tienen porque ser una señal de perdida de autono-
mía por parte de las organizaciones civiles, como han demostra-
do a propósito del conflicto en Irak organizaciones como Inter-
món-Oxfam —que en 2003 renunció a cualquier ayuda del
gobierno español para programas de aplicación en Irak por tra-
tarse de un país beligerante— o la FACUA —que no dejó de criti-
car la intervención española en el mismo conflicto—, pero es
cierto que estas dos organizaciones tienen una cierta indepen-
dencia financiera y una consolidada trayectoria de defensa de su
proyecto. Lo importante sería conseguir una financiación públi-
ca regularizada según programas de largo plazo y restringir la
arbitrariedad de los agentes gubernamentales del momento.12
Un aspecto paralelo en el que se suele poner menos atención
es el de la autonomía respecto de la financiación privada, sobre
todo cuando proviene de empresas o personas con capacidad de
incidir en el área de que se trata, ya sea económica, social, políti-
ca o ideológicamente hablando. Por ejemplo, el peso de la Iglesia
Católica en la enseñanza privada en España, apoyada por enor-
mes recursos públicos y también por recursos privados no exen-
tos de ánimo de lucro, o el trabajo de muchas fundaciones de la
banca en la financiación de actividades sociales, o de consorcios
farmacéuticos en la asistencia sanitaria, etc. Previendo situacio-
nes de este tipo, la Ley General para la Defensa de los Consumi-
dores y Usuarios, de 19 de julio de 1984, en su artículo 21, dispo-
ne que: «No podrán disfrutar de los beneficios reconocidos en
esta Ley las Asociaciones en que concurra alguna de las siguien-
tes circunstancias: a) Incluir como asociados a personas jurídi-
cas con ánimo de lucro. b) Percibir ayudas o subvenciones de las
Empresas o agrupaciones de Empresas que suministran bienes,
191
productos o servicios a los consumidores o usuarios. c) Realizar
publicidad comercial o no meramente informativa de bienes,
productos o servicios. d) Dedicarse a actividades distintas de la
defensa de los intereses de los consumidores o usuarios, salvo lo
previsto en el segundo párrafo del artículo anterior. e) Actuar
con manifiesta temeridad, judicialmente apreciada». Lejos está
la realidad del cabal cumplimiento de estos preceptos.
Otro campo de influencias y conflictos es el que se sitúa en el
interior de los consejos sectoriales de representación, pues son
lugares de comunicación entre las administraciones y las orga-
nizaciones sociales, y por pocas funciones que tengan atribuidos
esos consejos alguna responsabilidad en la legitimación de las
políticas públicas sí tienen o no se formarían. De momento fal-
tan estudios que describan correctamente el funcionamiento de
esos consejos, mientras que proliferan las denuncias de afinida-
des políticas entre ciertas organizaciones y el partido político en
el poder, de falta de representatividad real de las organizaciones,
de poca transparencia, etc. De lo que no cabe duda es que sin un
mejor conocimiento sobre el funcionamiento real de estos con-
sejos y una regulación menos expuesta a las arbitrariedades no
habrá forma de mejorar democráticamente la comunicación de
las asociaciones civiles con los poderes públicos.13
192
recibieron. Schmitter, siguiendo a Offe, habla de una «especie
de corte cuasiadministrativa» (Schmitter 1992c: 425). La figura
más próxima que conozco para este caso es el Instituto Federal
Electoral de México que, incluso, tiene más funciones de las que
propone Schmitter, como la asignación directa de los fondos a
las agrupaciones políticas, la realización de las elecciones y ser
una primera instancia de sanción sobre el comportamiento de
los partidos de acuerdo con la legislación electoral. Este Institu-
to podría valer como ejemplo para una autoridad equivalente en
el ámbito de las organizaciones civiles y que podría hacerse car-
go de la gestión directa del impuesto obligatorio y de los paga-
res. En España no hay una institución parecida y el recurso a los
tribunales en caso de conflicto en el proceso de asignación de
ayudas públicas o del derecho de audiencia ha sido, cuanto me-
nos, engorroso. Sin duda que se necesita una instancia que re-
suelva estos conflictos, aunque la complejidad por el número de
sectores funcionales y niveles territoriales implicados hace aún
más difícil (también urgente) su implantación en el estado de
cosas en que ya nos encontramos. Hoy día, la declaración y revo-
cación de asociación de utilidad pública se hace por medio de
una Orden del ministro competente estando obligado a publicar
tal orden en el Boletín Oficial del Estado.14
Sin embargo, con posterioridad al artículo en que armó su
propuesta más orgánica, Schmitter se ha mostraba contrario a
la creación de la «corte cuasiadministrativa» —que habría sido
una idea de Offe que él aceptó como un compromiso— dejando
la aprobación o censura de las asociaciones civiles en manos de
los ciudadanos que quisieran apoyarlas o castigarlas con la asig-
nación de los pagarés: sería la competencia por los pagarés la
que funcionaría como regulador del comportamiento de las aso-
ciaciones.15 Esto supone volver a las esperanzas del pluralismo
liberal que el propio Schmitter desmontó con evidencias noto-
rias. Sus argumentos, como antes los de Dahl u otros liberales,
quieren hacer honor a la responsabilidad que los ciudadanos
deberían asumir al elegir según sus convicciones y al miedo de
que dicha corte fuera secuestrada políticamente por parte de
alguna facción o por la burocracia estatal. Ambas razones son
aceptables, sin embargo el riesgo que supone establecer una cor-
te que regule y fiscalice el comportamiento de las asociaciones
civiles es menor que dejar tal asunto en manos de una compe-
193
tencia con claros síntomas de oligarquización desde su origen.
Aquí sería interesante recuperar el realismo con que Madison
trataba de resolver el espíritu de facción en su artículo clásico de
El Federalista número X, al que también apela Schmitter como
inspiración de su propuesta sobre las asociaciones. Lo que suge-
ría Madison al distinguir entre democracia y república era mos-
trar qué asuntos podían decidirse por la regla de la mayoría y en
qué nivel (tamaño) y cuáles deberían estar resueltos por la es-
tructura institucional de la república. Estos últimos no son otros
que los mismos principios y fines que propiciaban la participa-
ción de los ciudadanos y los grupos en la competencia democrá-
tica, de manera que ni la más absoluta mayoría (todos contra
uno) debería primar sobre el derecho de participación de cual-
quier ciudadano. En palabras de Madison: «Poner el bien públi-
co y los derechos privados a salvo del peligro de una facción
semejante [la mayoría] y preservar a la vez el espíritu del gobier-
no popular, es en tal caso el magno término de nuestras investi-
gaciones» (Madison 1994: 38). Así, cualquier asociación que usara
la obtención de pagarés para suprimir la competencia de otras
asociaciones o contra algún derecho fundamental de los ciuda-
danos o los grupos rompería las condiciones republicanas de la
competencia contra lo que la República y cualquiera de sus ele-
mentos debería defenderse. En todo caso, cualquiera que fuera
la corte que se implantara ésta sólo podría actuar contra los ac-
tos y no contra las declaraciones de intenciones de las asociacio-
nes, como debe de ser el caso para toda administración de justi-
cia en un estado de libertades (claro que también hay
declaraciones que tienen bastante de sabotaje de los principios
que las hacen lícitas).
Impuesto y pagarés
194
su conjunto y fácilmente interpretable atendiendo a la dimen-
sión territorial. Por el número de pagarés recibidos, podríamos
saber el nivel de apoyo de cada organización y de cada sector.
Esto tendría una enorme eficacia a la hora de integrar consejos
de representación sectorial y de negociar con la administración
y con los demás agentes sociales. Se trata de un sistema que
produce representación política con base en los intereses secto-
riales (no necesariamente funcionales), una representación sen-
sible a la intensidad de las preferencias de los ciudadanos que
pueden dar más o menos cantidad de pagares a las asociaciones
de su preferencia por sectores y ámbitos territoriales: no sería
una asignación indivisible como el voto, sino una cantidad igual
para cada ciudadano pero fraccionable en montos mínimos que
fueran eficaces. Esta representación se superpone al sistema elec-
toral partidista ya existente, y se confía en que los procedimien-
tos interactúan manteniendo sus autonomías institucionales y
políticas. Aquí está la dimensión más claramente post-liberal del
proyecto de Schmitter y que ya han sabido entender, en este sen-
tido, otros autores como Tezanos (2001: 323-327).16
Algo bastante parecido a esta vinculación entre representa-
ción y endose de pagarés, sugiere Bercovitz para el caso del Con-
sejo de Consumidores y Usuarios de España, proponiendo que
la asignación de los vocales a las asociaciones que lo integran se
haga según el número de cuotas ingresadas por asociación cada
año. Este mecanismo sería fácil de auditar, haría más difícil el
exagerar sobre el número de socios, proporcionaría una imagen
más clara del panorama asociativo a los ciudadanos, promove-
ría la afiliación y establecería un vínculo más claro entre la cuota
de socio, su pertenencia a la asociación y la representatividad de
ésta (Bercovitz 2000).
En su modelo, Schmitter postula que los pagarés se finan-
cien con un impuesto individual, igual y universal, para cuya
recaudación se podrían buscar fórmulas. Lo importante es la
obligatoriedad, pues minimiza los efectos de las lógicas de ac-
ción de pequeños grupos y de los gorrones, y consolida un recur-
so permanente para la integración social y política de la socie-
dad. La forma de llevarlo a cabo habría que discutirla, pero las
ideas de Schmitter de la obligatoriedad y de vincular parte de la
representatividad a una contribución económica igual para to-
dos son muy poderosas. En los casos de ciudadanos con muy
195
pocos ingresos monetarios se podrían articular medidas como
las que propone el mismo Schmitter, en las que si bien no paga-
rían el impuesto sí declararían sus preferencias que contarían a
la hora del reparto final de lo acumulado. Esto podría distorsio-
nar el vínculo más directo entre los pagarés endosados y las enti-
dades que lo reciben, y tal vez habría que analizarlo mejor. Tam-
bién se podría pensar una ayuda económica equivalente para
todos los ciudadanos, una especie de salario de ciudadanía que
sólo se cobraría si se paga el impuesto de asociaciones, con lo
que todos tendrían el mínimo para pagar el impuesto, algo pare-
cido a la popularizada «renta básica».17
En España, desde 1988, existe una formula de asignación de
recursos, vía impuestos, a las asociaciones civiles sin ánimo de
lucro para proyectos de interés social. Se trata de la casilla de
asignación del 0,52 % del total a pagar en las declaraciones de
Impuestos de Renta sobre las Personas Físicas (IRPF). Éste no
es un caso asimilable a la propuesta de Schmitter, ni por su fun-
cionamiento ni por su origen. Sobre lo que sí nos podría arrojar
luz con relación a los pagarés de Schmitter —los efectos en la
estructura de asociaciones y en el comportamiento de los ciuda-
danos que hacen su asignación impositiva año tras año— ape-
nas hay información sistemática. Muy brevemente describiré el
origen, el funcionamiento y algunos de los efectos.
El origen del 0,52 % del IRPF para «otros fines de interés
social» es un tanto espurio por cuanto se inscribe en la reconver-
sión del trato excesivamente privilegiado que el Estado español
daba (y en parte mantiene) a la Iglesia Católica. Un tema urgente
para la transición a la democracia era renegociar el moribundo
Concordato de 1953 del Estado con la Iglesia Católica, propio de
la pax franquista. El 3 de enero de 1979, apenas aprobada la
Constitución el mes anterior, se firmaban los nuevos acuerdos
entre ambas partes sobre asuntos jurídicos, de enseñanza y cul-
turales, asistencia religiosa a las fuerzas armadas y temas econó-
micos, que parecerían en el Boletín Oficial del Estado (BOE) el
15 de diciembre de 1979. El Acuerdo entre el Estado español y la
Santa Sede sobre asuntos económicos, ratificado por Instrumento
de 4 de diciembre del mismo año, declara en su artículo segun-
do:
196
lica en la consecución de su adecuado sostenimiento económi-
co, con respeto absoluto del principio de libertad religiosa. 2.
Transcurridos tres ejercicios completos desde la firma de este
Acuerdo, el Estado podrá asignar a la Iglesia Católica un porcen-
taje del rendimiento de la imposición sobre la renta o el patri-
monio neto u otra de carácter personal, por el procedimiento
técnicamente más adecuado. Para ello, será preciso que cada
contribuyente manifieste expresamente en la declaración respecti-
va, su voluntad acerca del destino de la parte afectada. En ausen-
cia de tal declaración la cantidad correspondiente se destinará a
otros fines. 3. Este sistema sustituirá a la dotación a que se refie-
re el apartado siguiente, de modo que proporcione a la Iglesia
Católica recursos de cuantía similar. 4. En tanto no se aplique el
nuevo sistema, el Estado consignará en sus Presupuestos Gene-
rales la adecuada dotación a la Iglesia Católica, con carácter glo-
bal y único, que será actualizada anualmente. Durante el proce-
so de sustitución, que se llevará a cabo en el plazo de tres años, la
dotación presupuestaria se minorará en cuantía igual a la asig-
nación tributaria recibida por la Iglesia Católica. 5. La Iglesia
Católica declara su propósito de lograr por sí misma los recur-
sos suficientes para la atención de sus necesidades. Cuando fue-
ra conseguido este propósito, ambas partes se pondrán de acuer-
do para sustituir los sistemas de colaboración financiera
expresada en los párrafos anteriores de este artículo, por otros
campos y formas de colaboración económica entre la Iglesia
Católica y el Estado» [subrayado mío].
197
de los fondos, pues si ninguna de las dos era marcada el dinero
igual iría a esos otros fines sociales.18
AQUÍ TABLA
La distribución final entre lo destinado a otros fines y lo asig-
nado a la Iglesia Católica fue más o menos igualitaria, incluso
alguna décima a favor de la última hasta 1996, como refleja el
primer cuadro de los anteriores, pero a partir de este año se re-
duce la parte correspondiente a la Iglesia. No conozco las razo-
nes de esta evolución, aunque podría haber afectado la intensa
movilización que se vivió en toda España entre los años 1994 a
1997 reclamando que el gobierno destinara el 0,7 % del PIB a la
ayuda al desarrollo como se comprometió con la ONU en 1977
(Jerez 1997). Los fondos distribuidos en 1996, corresponden a lo
recaudado en la declaración de renta de 1995, que a su vez se
hace sobre el año fiscal de 1994. Esta movilización creó un dis-
curso social muy amplio a favor de la ayuda humanitaria y de las
ONG, y la marca en la casilla del 0,52 % pudo ser sensible a tal
situación, por más que de lo asignado a otros fines de interés
social sólo el 20 % vaya para la ayuda a la cooperación interna-
cional al desarrollo que asigna la Agencia Española de Coopera-
ción Internacional. El otro 80 % lo distribuye el Ministerio de
Trabajo y Asuntos Sociales a través de una convocatoria pública
anual en la que las organizaciones sociales pueden presentar sus
proyectos de actuación en los sectores de iniciativa social previs-
tos por el reglamento de otros fines de interés social. Estos fines
están orientados por las políticas de reducción de la exclusión
social y la mayoría de los proyectos aprobados son de asistencia
a grupos marginados o con dificultades especiales.
En 1999 el gobierno negoció un acuerdo con un conjunto de
grandes organizaciones de asistencia social que terminaron con-
formando la Plataforma de ONG de Acción Social.19 No era un
conjunto representativo de las más de trescientas entidades que
han estado recibiendo ayudas en las convocatorias del 0,52 %
durante los últimos años, aunque sí han sido las que más recur-
sos han recibido y son las de mayor envergadura por implanta-
ción nacional y sectorial. El 24 de septiembre de ese año, se fir-
mó el acuerdo por el que se reformaba la formula del 0,52 %, de
manera que desde el año fiscal de 1999 (declaración de 2000) el
contribuyente podría marcar la casilla de la Iglesia, la de «otros
fines» o las dos conjuntamente, acumulándose hasta el 1,04 %
198
del IRPF a disposición del contribuyente, pero si no marca nin-
guna casilla el dinero irá al Estado. Como colchón de seguridad
mientras los ciudadanos conocen el nuevo sistema, la Platafor-
ma consigue del gobierno que en caso de que la recaudación no
alcance un mínimo de 114,19 millones de euros éste complete la
cifra con fondos de los presupuestos, hasta el año fiscal 2001, a
distribuir en 2003. Cuando la nueva fórmula se aplica en la re-
caudación de IRPF del 2000 las cifras caen estrepitosamente,
pues persiste un 31 % de contribuyentes que no marcan ninguna
casilla, casi equivalente al 34 % del año anterior, y sólo un 10 %
marca las dos, mientras que la casilla de otros fines recibe el 30
% frente al 29 % de 1999, y la Iglesia baja un poco hasta el 29 %
desde el 37 % (lo que supone que la casilla de otros fines acumu-
laría un 40 % y la de la Iglesia el 39 %) (de la Fuente y Montrave-
ta 2002: 21). Obviamente, quienes más pierden en este cambio
son las ONG (tanto las de intervención social como las de coope-
ración) pues por mucho que aumentaran los contribuyentes que,
habiendo marcado a favor de la Iglesia cuando había que optar,
ahora marcaran las dos casillas, este número difícilmente alcan-
zaría el tercio de contribuyentes que año con año dejaba en blanco
la casilla. Este proceso se aprecia mejor en el siguiente cuadro
sobre recaudación por el 0,52 % del IRPF para interés social,
donde aparece la caída en la recaudación entre los años fiscales
de 1998 y 1999. Esa recaudación alcanza a 105,58 millones de
euros en 2001, ultimo año en que el gobierno se comprometía a
cubrir el faltante hasta los 114,19. En términos monetarios no
parece haber sido una buena negociación para las ONG, aunque
sí para el gobierno y para el Iglesia que ahora no compite con la
positiva imagen que habían logrado las ONG.
AQUÍ TABLA
Como decía más arriba, ni por origen ni por funcionamiento
el caso del 0,52 % del IRPF tiene mucho que ver con la propuesta
neocorporativista de Schmitter, aunque algo sí en cuanto a sus
efectos. Como desventajas están, en primer lugar, el que la ini-
ciativa se desarrollase como una puerta trasera para secularizar
la ayuda del Estado a la Iglesia lo que da a las organizaciones
sociales un papel supletorio, como en su momento fue la Presta-
ción Social Sustitutoria respecto del servicio militar obligatorio
en tanto éste se profesionalizaba. En segundo lugar, la imagen
de beneficencia secular o moderna estigmatiza con fuerza al sec-
199
tor, cuando no la de hacerle el juego a la privatización de los
servicios sociales rompiendo la universalidad estatalmente ga-
rantizada de éstos. Ambos efectos no son favorables al objetivo
del modelo de Schmitter de fortalecer las asociaciones civiles
como protagonistas de una expansión de la democracia.
Pero también el 0,52 % ha tenido aspectos positivos. Ha crea-
do un fondo económico anual que ha sobrevivido al cambio de
partido político en el gobierno gracias a la obligación de origen
con la Iglesia Católica y a que se ha constituido en una referencia
obligada para todos los discursos de solidaridad, voluntariado,
cooperación, etcétera. Ha incidido en la consolidación de una
importante estructura de ONG sociales y para el desarrollo con
agrupaciones como la Plataforma antes citada o la Coordinado-
ra de ONG de Desarrollo que hoy negocian con la administra-
ción y participan de los consejos sectoriales respectivos, por más
dudas que tengamos sobre su representatividad o su habilidad
negociadora.20 La unión de estos dos aspectos ha ayudado a ex-
tender una amplia red de organizaciones civiles que, si bien sue-
len tener una orientación muy pragmática y a veces engañosa,
dan una amplia cobertura a otros movimientos sociales que pa-
recerían estar muy distantes de esta lógica, como el Foro Social,
el movimiento feminista o las coyunturales movilizaciones con-
tra la guerra en Irak.
Y como aspecto más importante para nuestro debate está el
hecho de haber abierto la recaudación de impuestos a las prefe-
rencias de los contribuyentes, por más que haya sido de manera
muy restringida, rígida, ambigua y algo artificiosa. A lo largo de
estos años de aplicación, se ha acumulado una experiencia ciu-
dadana de intervención personal en el destino de los impuestos
que deberíamos analizar. Además, el debate sobre el uso de esos
fondos se ha convertido en una costumbre entre los meses de
marzo a julio de cada año, apareciendo información en la pren-
sa, artículos, polémicas, estadísticas, etc. Probablemente son los
fondos más auditados por la población, aunque esto no impide
algunos usos «desviados» de los mismos.
200
que el pluralismo de Dahl hacía a los modelos de democracia
desde algunas consideraciones empíricas, y sobre las nuevas rec-
tificaciones que desde las evidencias aportadas por Schmitter se
hacían al nuevo modelo pluralista. He seguido con alguna infor-
mación sobre el espacio de las asociaciones civiles en España
ordenada según los pilares del modelo de democracia corporati-
vista de Schmitter. Aquí he mostrado los parecidos entre la si-
tuación normativa y pragmática del caso español y de ese mode-
lo. La confluencia de una promoción estatal de las asociaciones
civiles, por más que haya sido moderada, y la diversificación de
una sociedad en pleno crecimiento económico y democrático
han dado como resultado una importante expansión de la red de
asociaciones en España y de su peso, cuantitativo y cualitativo,
en el sistema social y político. Incluso, se estaría dando una con-
centración de grandes asociaciones civiles por temas parecida a
los oligopolios que sugiere Schmitter en su modelo corporativis-
ta, conglomerados de asociaciones que retienen la mayor parte
del presupuesto, el empleo, los voluntarios y las actividades en
su sector, y que negocian con la administración estatal integrán-
dose en consejos de representación para el caso. Parecería, como
el propio Schmitter señala, que en un país como España, no se
«requeriría de algún cambio en el sistema judicial existente, su
constitución civil, o el código penal» (Schmitter 1992b: 422). Con
profundizar lo previsto en la Constitución parece que se podría
conseguir un sistema bastante próximo a lo que propone Sch-
mitter. Claro que también podríamos hacer una búsqueda de
normas y hechos que contradigan la solución corporativista, por
ejemplo todas las que hacen de los consejos consultivos entida-
des de escasa relevancia ante las competencias exclusivas de los
jefes de gobierno (alcaldes, presidentes de diputaciones, gobier-
nos autónomos o estatal) para tomar decisiones vinculantes para
todos; sin modificar esta estructura de autoridad poco se puede
hacer más que apelar al virtuoso diálogo y al «pataleo» civil. Y
sin embargo, en ambas lecturas se nos escapa el sentido político
del salto hacia una «democracia diferente» en la que el propio
Schmitter sigue trabajando en forma tentativa.21
De la pureza del modelo ideal de democracia, en que la vo-
luntad del Estado se legitimaba (justificaba) por la agregación
de los derechos y deberes de todos y cada uno de los ciudadanos
de un territorio, se pasó al modelo de la época liberal en que la
201
igualdad fundadora debía compatibilizarse con la división de
clases, de ahí se llegó con facilidad al reconocimiento de los gru-
pos de interés y sus virtudes en el pluralismo político, para final-
mente arribar a la evidencia de que sin mínimos de democracia
en el funcionamiento de esos grupos de interés y en su relación
con el Estado el régimen democrático colapsaría. La solución de
Schmitter, inspirada en Madison, nos recuerda a los diseñado-
res de la Ilustración: crear un segundo canal, con sus entradas,
saltos, esclusas, mediaciones, para ordenar el torrente civil que
desborda el sistema de un hombre un voto y del interés general
gobernado por los partidos y los parlamentos. Parte de ese to-
rrente se fue ordenando en las negociaciones entre empresarios,
sindicatos y gobiernos en un régimen de concertación cuasi-cor-
porativo. Este régimen buscaba la gobernabilidad funcional de
la contradicción entre igualdad democrática y división de clases,
para lo que se hizo necesaria la formalización del sistema de
partidos. Pero estos diques están siendo desbordados por nue-
vos aluviones de acciones colectivas sin fijaciones territoriales ni
de clase y con un sentido fractual22 del interés general, cuando lo
tienen. Lo que en la concertación funcional se había conjurado,
en la nueva situación reaparece con fuerza: la ruptura de la uni-
dad entre la fundación y la ejecución de la autoridad política, la
desorganización de la representación política.
Con la «segunda capa» de agregación política, que propone
Schmitter, se formaliza una escisión de la legitimidad, por más
que se mantenga el circuito existente de elecciones-partidos-Es-
tado, o, más bien, porque se mantiene éste. Pero las voluntades
que deberá representar la nueva capa de arreglos corporativos
no son del tipo funcional estable como las del trabajo y la empre-
sa. El espectro es muy amplio, desde las crecientes y estructura-
les demandas de atención a los jubilados, hasta las circunstan-
ciales demandas vecinales o las búsquedas de expresión cultural.
La formalización de estos escenarios, por más flexible que se
haga, nunca podrá pretender el equilibrio orgánico en torno a
alguna política pública estructural como sí se consiguió en torno
del crecimiento económico y el pleno empleo en los años cin-
cuenta y sesenta. Y si en todos los sistemas de concertación, los
espacios no-formalizados de negociación son importantes para
lubricar el sistema, aquí suelen ser los protagonistas, hasta el
punto que podríamos decir que las formalizaciones propuestas
202
serían el encaje democrático de los arreglos informales.
Tras dos siglos de expansión de la democracia liberal, hoy
asistimos a un proceso dual que Schmitter identifica bien cuan-
do subraya que esa democracia se queda sin oponente autocráti-
co frontal, pero internamente se reducen las capacidades políti-
cas de las mayorías de los ciudadanos, crece la desigualdad en el
acceso a las autoridades públicas y éstas pierden poder para trans-
formar las sociedades en que se inscriben.23 En este tenor, reapa-
rece el conflicto entre democracia y liberalismo en el que, muy
probablemente, estaremos instalados por largo tiempo: la pro-
puesta de Schmitter consiste en la transformación de este últi-
mo para seguir profundizando (por momentos, salvar) la demo-
cracia. Serían algunos compromisos del liberalismo los que
estarían bloqueando la democracia, en especial el lugar funda-
cional que le da al individualismo, tanto en el diseño metodoló-
gico de los procesos democráticos como en la sustentación filo-
sófica de los mismos. Obviamente, desde esa centralidad del
individuo, el protagonismo de las asociaciones o es pre-liberal
—tradicionalista, étnico, comunitarista, racial, religioso, etc.—
o es post-liberal. Esto último significaría que nos hacemos cargo
de lo aportado por el liberalismo a la vida social y, en especial, al
sistema político democrático. En cierta manera, el fortalecimiento
de las asociaciones civiles estaría buscando un modo de vida
colectiva más consecuente con los preceptos universalistas del
liberalismo a favor de la libertad individual, la igualdad de opor-
tunidades (de nacimiento), la seguridad de la propiedad y la vida,
y la búsqueda del interés personal. Pero para tal consecuencia,
habría que desmontar el carácter apriorístico de esos preceptos,
de esos fines que están inscritos en el origen de una naturaleza
humana pre-política. La dificultad de expandir la democracia
hacia formas asociativas está en la fundamentación pre-política
del individualismo liberal (Maíz 1996). El liberalismo habría
encapsulado «lo político» en una serie de formas «políticas» ins-
titucionales y prácticas a modo de muñeca rusa en la que la cáp-
sula más interior guardaría la fundación «natural» del indivi-
duo. La solución pragmática, con base en la información
empírica, que sigue Schmitter en su propuesta pos-liberal no
rompe con esa fundación, sino que legitima una nueva capa de
formas políticas, la competencia de las asociaciones por el apo-
yo de los ciudadanos, que hace más real el liberalismo: la muñe-
203
ca engorda. Por su parte, cuando Arditi nos expone su metáfora
del «archipiélago post-liberal», estaría desmontando cada una
de las matriuskas y volviéndolas a montar por separado en una
fila de muñecas separadas, ahora sí totalmente huecas.
Parece claro que unas reformas de la envergadura que pro-
pone Schmitter con la expansión y fortalecimiento de las asocia-
ciones llevaría a una participación más rica de los ciudadanos
en sus sistemas políticos, pues no sólo actuarían como indivi-
duos frente al Estado, sino que también lo harían como miem-
bros de una asociación con personalidad y prácticas propias.
Esto debería redundar en una mayor y mejor implicación políti-
ca de los ciudadanos, incluso en el fomento de amplias redes de
coordinación en muy distintos espacios y niveles, como las que
discute Matilde Luna en este mismo volumen. Pero tampoco es-
tas cosas tocan el centro de «lo político» en la democracia: el
hecho de si el gobierno se corresponde efectivamente con la vo-
luntad de la mayoría.
La estructura de asociaciones civiles crea parte del espacio y
del soporte para la construcción de esas mayorías siempre con-
tingentes, y al mismo tiempo permite la expresión y el resguardo
de las opciones minoritarias también contingentes. Sin una so-
ciedad civil amplia y plural, ni mayorías ni minorías tienen ma-
yor sentido en términos políticos. Las asociaciones son parte
causante y resultados ejemplares de la sociedad civil: en tanto
elementos estructurales y agentes con y por los que se constituye
esa sociedad, y en tanto casos que se inscriben en la misma y que
sirven para interpelarla en su conjunto. Ahora bien, mientras
que la sociedad civil puede ser interpelada globalmente por me-
dio de alguna de sus partes, esa sociedad no puede actuar como
una unidad, no tiene una naturaleza orgánica, no pasa de ser un
espacio estructurante; el Estado es el actor de referencia de esa
sociedad, el que tiene organicidad y estructura para actuar en
nombre propio y en el de la sociedad. El drama político se da en
la relación heterogénea entre estas dos instancias y no entre los
ciudadanos particulares o asociados, se da en la constitución
renovable de un orden colectivo con capacidad para la delibera-
ción y la decisión conjunta. Por tanto, la calidad política del
modelo asociativo de Schmitter está en el lugar que ocupe esa
competencia de asociaciones civiles en la trama de la relación
política entre sociedad civil y Estado; más concretamente, en el
204
papel que juegue en los procesos de representación política.
Desde el anterior punto de vista, nuestra discusión se debería
centrar en el carácter político de la democracia, es decir: el go-
bierno de la mayoría no se da de manera espontánea en la socie-
dad ni obedeciendo al despliegue de un conjunto de rasgos o
derechos inscritos en la naturaleza humana; ese gobierno no es
obvio y su legitimidad excede un discurso descriptivo de la reali-
dad social, siendo de mayor relevancia su programa normativo y
práctico; las formas de la democracia no son autosuficientes y
requieren, además de una sociedad en sentido amplio, de un
sistema político o república que las acoja y les de sentido; los
llamemos como los llamemos, los dos niveles, el Estado y la so-
ciedad civil, son inexcusables en tanto autoridad universal y ori-
gen-fin de la misma; entre estos dos niveles es necesario un siste-
ma de representación política en que se gestione la identidad de
los involucrados, la racionalidad de las relaciones y la procura-
ción de los intereses particulares o colectivos; aquí se disputa la
calidad democrática del sistema. En este programa analítico y
normativo, la propuesta de un nuevo circuito de ciudadanía que
conlleva el protagonismo de las asociaciones civiles, como pos-
tula Schmitter, —igual podríamos decir de otras propuestas en
el mismo sentido como las relacionadas con la democracia eco-
nómica, los núcleos de intervención participativa, los presupues-
tos participativos, la democracia electrónica, la gobernanza en
Europa, la ciudadanía categorial, etc.— tendría que ser ubicada
en un proyecto de teoría política más amplio que trascienda el
pragmatismo de la ingeniería política coyuntural, tan deudor de
la gobernabilidad, y dé fundamentos a una democracia más igua-
litaria y real para «las mayorías» de los ciudadanos. Más tem-
prano que tarde, la profundización de las posibilidades de un
régimen constitucional como el español para la extensión de esa
ciudadanía asociativa requerirá de una apelación al poder cons-
tituyente de la sociedad para radicalizar su democracia y serán
necesarios nuevos argumentos post-liberales, en el sentido indi-
cado más arriba, si no queremos volver a caer en el circulo vicio-
so (virtuoso para muchos) del individualismo epistemológico.
Como colofón, podría esquematizar diciendo que si el mode-
lo ilustrado de democracia pensaba en un ciudadano autodefini-
do, el liberal-clasista en un ciudadano autodefinido en una so-
ciedad escindida en clases, el pluralista en ciudadanos
205
autodefinidos pero agrupados por papeles sociales, el corporati-
vista en ciudadanos agrupados en arreglos funcionales, enton-
ces, el siguiente paso está en pensar un modelo de democracia
en que tengan cabida las agrupaciones parciales de ciudadanos
en torno a alguna política pública o una necesidad colectiva no-
general y que, sin embargo, amerita un procesamiento demo-
crático por la importancia que tiene la participación de los ciu-
dadanos desde su lugar en la sociedad como norma fundamental
de todo el sistema. La ciudadanía tendría una base individual
pero necesita reconocer que cada individuo es resultado y parte
de la diversidad social y sus actuaciones políticas se articulan en
una amplia red de acciones de individuos y colectivos igualmen-
te involucrados en la trama social.
AQUÍ TABLA APAISADA
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206
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crisis de la representación política, Madrid: Tecnos, pp. 31-54.
209
1. Durante la realización de este trabajo he contado con el apoyo económico de
una beca postdoctoral del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte de España
hasta enero de 2003 y, desde entonces, con un contrato I3P del Consejo Superior de
Investigaciones Científica financiado por la Unión Europea. Quiero agradecer los
comentarios que los compañeros del proyecto de investigación dirigido por Benja-
mín Arditi, El futuro pasado de la política, me han hecho a los borradores de este
texto. Igualmente agradezco los señalamientos de Philippe Schmitter y José Félix
Tezanos.
2. Una interesante discusión de las tradiciones teóricas del liberalismo, el esta-
tismo y el corporativismo se puede encontrar en Alfred Stepan (1978).
3. Schmitter dice que prefiere hablar de «modos de intermediación de intere-
ses» en cuanto es un concepto más amplio y adecuado para describir lo que hacen
las asociaciones corporativas. Philippe C. Schmitter: «Modos de intermediación de
intereses y modelos de cambio social en Europa occidental» (Schmitter 1992a: 77,
nota 1). Estoy de acuerdo con este argumento si restringimos la noción de repre-
sentación al nivel de los intereses, sobre todo si entendemos a éstos como pre-
políticos, pero lo que más nos debe interesar del asunto respecto de la democracia
es cómo la representación despliega las tres dimensiones de todo sistema político:
los intereses de las partes, la racionalidad institucional del proceso y las identida-
des en juego. La representación se da desde y por cada una de estas dimensiones,
pero en un sistema del que son parte causal y resultado ejemplar. La representa-
ción siempre involucra a más agentes que a los representantes y los representados,
pues se sitúa en una más amplia relación social. Representación no sólo como el
papel del abogado, sino también como los papeles del tribunal y de la justicia. El
desarrollo de estas ideas es el núcleo de mis actuales investigaciones.
4. El uso, y abuso, de los arreglos corporativos pragmáticos en los país de la
Unión Europea y en ésta como organización política regional no ha generado un
bloqueo sistémico de la democracia en Europa, pero sí que ha sedimentado proce-
sos políticos que contradicen las pretensiones normativas de una democracia pro-
tagonizada por los ciudadanos, no tanto porque éstos no accedan a la definición de
las políticas de los gobiernos, sino porque las vías de acceso o están fuera del régi-
men institucional representativo o han sido usurpadas por actores sin la mínima
responsabilidad frente a los ciudadanos. Una amplia y documentada discusión so-
bre este tema se puede encontrar en Tezanos (2002). Para el caso de la Unión Euro-
pea y su más reciente intento de reformas sobre la gestión de las políticas públicas,
Magnette (2003: 144-160).
5. Es cierto que esta tardanza en la legislación constitucionalista no impidió el
desarrollo plural de las asociaciones civiles en España, como también lo es que no
tenemos elementos para asegurar que dicha legislación habría dado mayor vigor a
esas asociaciones de haberse promulgado al calor de la transición política, pero sí
parece muy significativo que tal asunto no fuera asumido como parte fundamental
del despliegue de un régimen democrático, pareciera que los líderes de la transi-
ción o prefirieron o sólo lograron unos cauces de participación política restringi-
dos a los partidos, los sindicatos, la patronal, la iglesia y pocos más. Los privilegios
de estos actores frente al Estado son notorios y casi abusivos, como las listas elec-
torales cerradas, la desconexión entre financiación pública de los sindicatos y su
afiliación, el aval estatal a las quiebras empresariales, el lugar desmesurado de la
Iglesia Católica, etc.
6. Agradezco a José Félix Tezanos que me subrayara este aspecto del régimen
de libertades de la Constitución que yo había tomado como obvio y que ni mucho
menos lo es. En España, la disputa sobre si entender la Constitución como garantía
y despliegue de la libertad o como un corsé jurídico-administrativo no siempre se
ha inclinado hacia la primera opción.
7. Una opinión equivalente y desde una muy larga experiencia de trabajo con
asociaciones de todo tipo, especialmente de vecinos, es la de Puig (1994).
210
8. Esta prerrogativa gubernamental estaba regulada en la Ley 191/1964, de 24
de diciembre, de Asociaciones no sometidas a regímenes especiales, parcialmente
modificada en este rubro por la Ley 30/1994, de 24 de diciembre, de Fundaciones y
de incentivos fiscales a la participación privada en actividades de interés general, y
finalmente consolidada en los artículos 32 al 35 de la Ley Orgánica de 1/2002, de 22
de marzo, reguladora del Derecho de Asociación.
9. Sobre el origen de la propuesta y sus principales características trata el artí-
culo de Francisco Vite en este mismo volumen.
10. Claus Offe es uno de los autores más citados sobre la materia con razón,
porque buena parte de su brillante trabajo está al acecho de esos procesos en que
las categorías se mezclan. Nociones como «mercantilización de la política» o
«politización del mercado» son recurrentes en su análisis. Una buena compilación
de sus trabajos para el asunto que nos convoca se encuentra en (1992), La gestión
política, Madrid: Ministerio de Trabajo y Seguridad Social.
11. Algo que también se da en múltiples niveles de la Unión Europea como
señala Matilde Luna en este mismo volumen, o en México con las diversas mesas
de negociación abiertas en las secretarias federales.
12. Sobre este punto, entidades tan importantes como la Agencia Española de
Cooperación Internacional han avanzando bastante creando programas de inter-
vención plurianuales y teniendo en cuenta la financiación de los estudios previos a
los proyectos de desarrollo y el mantenimiento de las propias ONG implicadas.
13. Un importante esfuerzo en este sentido es el informe realizado por Alberto
Bercovitz para el Instituto Nacional de Consumo titulado «Asociaciones de consu-
midores y usuarios: problemas y propuestas de solución», presentado en marzo del
2000 a las asociaciones pero aún sin publicar. Muchas de las casuísticas que en-
frenta Schmitter están incluidas en este informe sobre situaciones más específicas,
y muchas de las soluciones que presenta Bercovitz serían aplicables a otros secto-
res, como la cooperación internacional, el medio ambiente, la juventud, etc.
14. Artículo 35 de la Ley Orgánica Reguladora del Derecho de Asociación. La
reglamentación de este procedimiento es anterior a esta ley y se establece en el
Real Decreto 1786/1996, de 19 de julio, por el que se regulan los procedimientos
relativos a asociaciones de utilidad pública.
15. Estas reformulaciones de Schmitter la extraigo del debate suscitado en el
seminario que se organizó en mayo de 2003 en la Universidad Nacional Autónoma
de México, en ciudad de México, para discutir su propuesta original que aquí nos
ocupa.
16.Tezanos también presenta otras iniciativas con el mismo objetivo de poten-
ciar la llamada «ciudadanía segundaria», y en este mismo volumen Matilde Luna
discute la construcción de redes como espacio para desarrollar lo que ella conside-
ra la «ciudadanía categorial».
17. El autor estrella en este tema es Philippe Van Parijs y una buena presenta-
ción del asunto y sus avances se puede encontrar en la página http://www.nodo50.org/
redrentabasica/ (1 de diciembre de 2003).
18. La primera aplicación de la formula ocurrió en 1988, de acuerdo con el Ley
33/1987, de 23 de diciembre, de Presupuestos Generales del Estado para 1988, y la
primera regulación de los fines de interés social de asignación tributaria del IRPF
fue por Real Decreto 825 de 15 de julio de 1988.
19. La gestación de esta plataforma, sus miembros y la negociación con el go-
bierno en el año 1999 se puede encontrar en la página Web: http://
www.fundacionesplai.org/plataforma/ (2 de diciembre de 2003).
20. Para la convocatoria de 1997, Vicente Marbán Gallego estimó que sólo el
Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales apoyó la actividad de 6.049 asociaciones
—de las 273 entidades subvencionadas ese año, 53 eran federaciones— lo que su-
pone un porcentaje importante para el total de las que podían pedir las ayudas,
además de incluir a las organizaciones sociales con más socios y envergadura como
211
Cruz Roja, Cáritas o la Red Acoge (Marbán Gallego 2001: 195).
21. Un esbozo de estas tentativas se puede encontrar en Philippe Schmitter:
«Un posible esbozo de la democracia “post-liberal”», incluido en castellano en este
volumen.
22. «Fractual: adj. Física y matemática. Dícese de figuras geométricas virtuales,
formadas por un número infinito de elementos, infinitamente pequeños, conteni-
dos en una superficie finita. Se pueden representar con la ayuda de ordenadores,
siguiendo determinados algoritmos. Así llega a ponerse de manifiesto la regulari-
dad oculta de modelos de fenómenos naturales que aparentemente son desordena-
dos.» Diccionario de la Lengua española, Real Academia Española, vigésima prime-
ra edición, Madrid, 1992.
23. Philippe Schmitter en este volumen.
Conmemorativas 3,8% (50) 4,1% (59) 3,3% (66) 2,1% (58) 3,5% (143)
Medioambiente 2,5 % (67) 4,2 % (170)
Relaciones 2,3% (30) 2,5% (36) 2,1% (41) 1,7% (46) 4,7% (189)
internacionales
Desarrollo 10,3% (135) 9,4% (136)7,9% (157)5,7% (156)8,7% (354)
comunitario
Salud 11,2% (452)
Beneficencia 4,9% (195) 14,6% (210) 10,5% (210)
10,2 % (278) 11,6% (470)
Investigación 22,6% (296) 16,8 % (242) 18,6% (371)
17,2 % (468) 18,2% (735)
Asistencia 37,5% (492) 30,6% (441)24,4% (486) 26,0 % (706)
29,6% (1198)
social
Cultura 36,8% (482) 26,6% (384) 27,7% (552)
41,2 % (1119) 34,4% (1391)
Educación 41,3% (541) 26,2% (378) 22,6% (451)
35,7% (970) 37,2% (1504)
TOTAL (1311) (1443) (1992) (2716) (4047)
Fuente: Ministerio del Interior, Anuario estadístico 2000, Madrid, 2001, cuadro
B.4, p. 68, cuadro B.1, p. 65.
212
Distribución del importe recaudado del 0,52 % del IRPF, 1993-2001
213
214
PARTE TERCERA
UN ESCENARIO DE
LA POLÍTICA POSLIBERAL
215
216
EL DEVENIR-OTRO DE LA POLÍTICA:
UN ARCHIPIÉLAGO POSTLIBERAL
Benjamín Arditi
La política y lo político1
Durante las últimas dos décadas, una buena parte del debate
en torno a la doble inscripción de lo político —como el momen-
to de la institución y de lo instituido, de lo político y la política—
gira en torno al trabajo de un puñado de pensadores. Si dejamos
de lado el interés reciente despertado por el trabajo de Rancière
(1995, 1996), los autores más influyentes en esta temática son
Schmitt y Lefort. El interés en Schmitt es un tanto paradojal,
pues pensadores de la talla de Habermas lo han descalificado
por su pasado Nazi y por sus credenciales conservadoras. En
España siempre gozó de gran popularidad entre pensadores con-
servadores tales como Álvaro D’Ors o Manuel Fraga Iribarne. De
hecho, en 1941 el primer número de la Revista de Estudios Polí-
ticos incluyó un ensayo suyo, y editoriales españolas publicaron
gran parte de su obra en las décadas subsiguientes. Sin embar-
go, si Alain de Benoist y la derecha francesa podían hablar de un
Gramsci de droite, no es muy sorprendente que la izquierda pu-
diera eventualmente recuperar o reinventar un Schmitt de gau-
che. Cacciari, de Giovanni, Marramao y otros importantes inte-
lectuales pertenecientes o cercanos al ahora desaparecido Partido
Comunista Italiano comenzaron a discutir la obra de Schmitt en
los años setentas, y para finales de la década siguiente, estaba
siendo leído en los Estados Unidos y en el Reino Unido (número
monográfico de Telos dedicado a Schmitt en 1987; Sartori 1989;
Weber 1992; Scheuerman 1993; McCormick 1998; Mouffe 1999).
Algunos filósofos también descubrieron a Schmitt. El espectro
217
de su decisionismo apareció en el trabajo de Derrida sobre la
indecidibilidad (1997), quien además dedicó varios capítulos a
la deconstrucción del concepto de lo político y de la teoría del
partisano en su estudio sobre la política y la amistad (1998).
A pesar de las críticas a su trabajo (Derrida 1998; Arditi y
Valentine, 1999: 38-43), pensadores provenientes del campo pro-
gresista fueron seducidos por su teorización de lo «político». Esto
se debe a dos motivos. Por un lado, la frase con la que comienza
su ensayo, «El concepto del Estado supone el de lo político» (Sch-
mitt 1991b: 49), establece de inmediato que lo político excede a
los formatos institucionales de la política. Ella sienta las bases
para una manera de pensar a lo político como una experiencia
ubicua y desterritorializada que se manifiesta tanto en el inte-
rior como afuera de la esfera institucional de la política (Arditi
1995). Por otro lado, al concebir a lo político como un modo de
relación entre colectivos humanos —la relación de tipo amigo-
enemigo— en vez de como un fenómeno que surge en un sitio
específico, la reflexión schmittiana brinda un criterio operativo
para pensar la política más allá de su encarnación político-parti-
daria. A Schmitt no le interesa mayormente si la oposición polí-
tica se da entre Estados soberanos, partidos políticos, clanes o
tribus étnicas, ni si sus luchas ocurren dentro o fuera del sistema
político, o si el objeto de la disputa es la conquista de territorio,
el acceso a puestos en el gobierno o la prohibición del aborto. Lo
político surge allí donde un colectivo está dispuesto a distinguir
entre amigos y enemigos, y a enfrentar a sus enemigos en una
lucha.
Por su parte, Lefort, quien caracteriza a la democracia como
un tipo de sociedad en la cual el locus del poder es un lugar vacío
(Lefort 1988, 1990; ver también Vernant 2000), también distin-
gue la política (la politique) de lo político (le politique), aunque
de un modo distinto al que propone Schmitt. Para él, lo político
indica el modo de institución de una sociedad, la puesta en for-
ma del todo, el proceso mediante el cual la sociedad se unifica a
pesar de sus divisiones. Por su parte, la política se refiere a la
esfera particular en la cual la sociedad moderna circunscribe la
actividad política —elecciones, competencia partidaria, etc.— y
donde «se forma y se reproduce un dispositivo general de po-
der» (Lefort 1988: 10-12, 217-219). Dicho de otra manera, dado
que la democracia reconoce la imposibilidad de una sociedad
218
transparente, podríamos describir a la política como la esfera
donde se verifica el espaciamiento o la no coincidencia estructu-
ral entre la inscripción y el significado instituido de lo inscrito.
Sin embargo, Lefort alega que los científicos y sociólogos políti-
cos tienden a confundir a la esfera política con lo político, esto
es, confunden a lo político con su forma de aparición. Si lo polí-
tico se refiere a la estructuración o puesta en forma de la socie-
dad, no puede estar atado a ningún dominio o esfera particular:
esta institución del orden ciertamente tiene lugar en la esfera
política, pero también fuera de ella. De hecho, como señalan
Laclau y Mouffe (1987: 204), la revolución democrática puso en
jaque la idea de que existe un espacio único para la constitución
de lo político.
•i•ek retoma esta distinción de Lefort y propone hablar de
una «doble inscripción» de lo político. Este aparece como un
«acto abismal», o lo que denomina «la negatividad de una deci-
sión radicalmente contingente» que instituye o pone en entredi-
cho un orden político, pero también como un subsistema políti-
co donde esa negatividad ha sido normalizada o domesticada
dentro de un ordenamiento institucional (•i•ek 1998: 254-255).
La política oscurece el principio general que genera orden y al
mismo tiempo lo hace visible. Este se torna visible en la medida
en que las huellas del momento instituyente de lo político están
presentes en el subsistema a través del enfrentamiento entre co-
lectivos con proyectos contrapuestos, pues estas luchas conti-
nuamente ponen en juego la forma del orden existente y con ello
revelan el carácter contingente de toda objetividad. Pero al mis-
mo tiempo, ese principio se oscurece cuando se reduce lo políti-
co a un mero subsistema entre otros, olvidándose que la puesta
en sentido y la transformación de lo instituido pueden darse en
cualquier lugar.
Los lectores de Foucault notarán que este tipo de argumento
reverbera a lo largo del curso dedicado a explorar el nexo entre
guerra y política que diera en el Collège de France en 1976. Su
hipótesis de trabajo en ese curso era que la política debería ser
vista como la continuación de la guerra por otros medios. En
esta inversión del conocido argumento de Clausewitz, la política
es «la sanción y la prórroga del desequilibrio de fuerzas manifes-
tado en la guerra», puesto que aquella institucionaliza el resulta-
do de las guerras en leyes, autoridades, prácticas y rituales. La
219
guerra, como modo de institución, permanece alojada en la polí-
tica, vale decir, dentro del subsistema político, pero principal-
mente como huella, pues la sangre de las batallas es recubierta
por la pátina de normalidad brindada por la institucionalidad
política (1982: 113-114; 2000: 28-29). El trabajo de Laclau tam-
bién sigue esta línea general, pero prefiere hablar de lo político y
lo social para distinguir el momento de la institución y el de lo
instituido. Para él, lo instituido corresponde a algo más que un
subsistema; lo llama el campo de lo social, expresión que desig-
na a «las formas sedimentadas de la objetividad». La institución,
en cambio, coincide con lo que Lefort denomina lo político: «El
momento de institución originaria de lo social es el momento en
que se muestra su contingencia… El momento del antagonismo,
en el que se hace plenamente visible el carácter indecidible de las
alternativas y su resolución a través de relaciones de poder es lo
que constituye el campo de “lo político”» (1993: 51-52).
Si bien esta discusión enriqueció nuestra comprensión de lo
«político», no procedió a elaborar una reflexión análoga acerca
del estatuto de la política como subsistema o como algo más que
eso. La metáfora del bastón ilustra esto muy bien. Según decía
Althusser, alguna vez Lenin comentó que para enderezar un bas-
tón había que doblar el mango hacia el lado opuesto, por lo cual
siempre se corre el riesgo de doblarlo en exceso o no lo suficien-
te. Aquí podemos apreciar ambos peligros. Este silencio con res-
pecto al subsistema puede deberse al prejuicio en favor de la
«alta teoría» entre intelectuales progresistas más interesados por
la dimensión filosófica del tema, o incluso puede ser un efecto
de los esfuerzos teóricos por cortar con la larga historia de eco-
nomicismo y reduccionismo de clase en la tradición socialista.
Tal vez sólo es una consecuencia inesperada de la crítica que
hiciera Lefort a la sociología política. Si ésta es culpable de con-
fundir a lo político con sus formas históricas de aparición, en-
tonces la investigación teórica de punta debería concentrarse en
lo político para así corregir ese equívoco. Sea cual fuera el moti-
vo, el asunto es que la política, una de las caras de la doble ins-
cripción de lo político, fue relegada a un lugar secundario en la
agenda de preocupaciones teóricas. Excepto, claro está, entre
los sociólogos y científicos políticos, quienes de todos modos siem-
pre consideraron a la política como su campo de estudio. Como
resultado de esto, a medida en que la tesis acerca del final liberal
220
de la historia comenzó a dominar las discusiones acerca de pa-
radigmas políticos en el período inmediatamente después de la
Guerra Fría, la izquierda post-marxista se refugió en la mera
denuncia acerca de las desigualdades del modelo neoliberal o se
dedicó a ofrecer poco más que respuestas vagas acerca de la ne-
cesidad de radicalizar la democracia.
Lo sorprendente de todo esto es la notoria brecha que se es-
taba formando entre las percepciones, actitudes y compromisos
por un lado, y la red conceptual a través de la cual la política
estaba siendo nombrada y pensada. Tengamos presente que ya
desde los inicios de los años ochenta amplios sectores de la iz-
quierda reconocían la especificidad de las identidades no clasis-
tas y la diversidad de proyectos de emancipación. Su aceptación
práctica del pluralismo político y doctrinario estaba contribu-
yendo a disociar el pensamiento progresista de los paradigmas
estrictamente marxista y partidario-estatal de la política. Lo que
se conoce como «post-marxismo» se estaba configurando a me-
dida en que la gente teorizaba esta experiencia. Sin embargo, a
pesar del entusiasmo generado por los nuevos movimientos so-
ciales y por las formas alternativas de protesta —y por el consi-
guiente «empoderamiento» de la sociedad civil como lugar de
lucha política— la percepción de la política a nivel institucional
se mantuvo ligada a la idea de un subsistema único. El proble-
ma, pues, es que la referencia recurrente a la política en singular
contrastaba con el reconocimiento de que ésta excedía los lími-
tes del formato estatal y partidista y que ya estábamos inmersos
en un escenario polifónico. Si lo político no puede ser confundi-
do con sus modos de aparición, tampoco deberíamos circuns-
cribir la política al conjunto de actores, relaciones e institucio-
nes del subsistema político. Esto se debe a dos cosas. Primero,
porque entonces estaríamos reduciendo la política a su formato
predominantemente liberal-democrático del siglo XX, lo cual nos
compromete tácitamente a aceptar la tesis del fin de la historia
(política), y segundo, porque dicha reducción dejaría el estatuto
político de los grupos de interés organizados, los movimientos
sociales y los actores globales en un limbo conceptual. Una ma-
nera sencilla de zafarse de este problema consistiría en plurali-
zar el singular, esto es, decir que la política contemporánea se
desarrolla en un conglomerado de subsistemas. Esto ya es un
paso en la dirección correcta, pero no es una respuesta satisfac-
221
toria dado que sugiere un mero crecimiento aritmético, cuando
de hecho la condición polifónica refleja una diferenciación cua-
litativa de los lugares y los modos del intercambio político. Es
por eso que si la izquierda post-marxista quiere reflexionar acer-
ca de la política de un modo tan riguroso como lo hizo con lo
político, entonces en vez de hablar de un subsistema debería
proponer hipótesis más radicales acerca del modo de darse de la
política y acerca de cómo se está reconfigurando su campo ac-
tualmente.
Esto se asemeja a lo que Foucault (1991: 207), en su comen-
tario acerca de la tradición crítica que se desarrolla en el ensayo
de Kant sobre la Ilustración, denomina «ontología del presen-
te», esto es, una interrogación en torno a nuestra actualidad.
Hablar de esa actualidad es plantear la pregunta acerca de qué
es lo que está ocurriendo ahora, qué es lo que está sucediendo
con la política hoy. ¿En qué consiste este «ahora»? Siguiendo un
planteamiento hecho de Kant (1979: 34), quien sostenía que su
época era una época de ilustración, pero no una época ilustrada,
debemos pensar el «ahora» de nuestra actualidad política me-
nos como una presencia plena que como un devenir-otro, como
el devenir-otro de la política. Propondré tres criterios conexos
para dar cuenta de esto. Ellos nos proporcionan pautas genera-
les para la pesquisa y no una descripción sustantiva del campo
de la política. Los dos primeros nos brindan una manera de leer
la modernidad política y de posicionar el devenir-otro dentro de
esa genealogía, mientras que el tercero propone una imagen de
pensamiento de ese devenir-otro.
222
que van desde el parlamentarismo hasta la democracia de au-
diencia, pasando por la democracia de partidos. Mi lectura, en
cambio, pone de relieve un cierto vector de movimiento de la
política, su continua migración hacia nuevos topoi. La frontera
política se ha ido moviendo continuamente a lo largo de un arco
migratorio a medida en que la política coloniza nuevos territo-
rios. Esta migración es impulsada tanto por los éxitos como por
los fracasos de proyectos históricos contrapuestos, lo cual sugie-
re que se trata de un movimiento gobernado por la contingencia
y no por un telos de la historia, y con cada desplazamiento de la
frontera se transforma la forma de la política o puesta en escena
de ésta.
Segundo criterio. Desde el inicio de la modernidad hasta nues-
tros días, la política se ha ido desenvolviendo a lo largo de un
arco migratorio en el que sobresalen tres momentos. La obra de
Hobbes resulta paradigmática por cuanto que su Leviatán, un
texto inaugural de la modernidad, nos ofrece un modelo en el
que lo político es hegemonizado por el Estado soberano. El se-
gundo momento en este arco migratorio es obra del liberalismo,
que desplaza a la política al terreno de las elecciones y la compe-
tencia entre partidos, vale decir, que desarrolla un modelo en el
que lo político es hegemonizado por la esfera de la representa-
ción territorial dentro de las fronteras físicas del Estado nación.
Hoy nuevos procesos migratorios están en curso a medida en
que la política coloniza otros topoi o lugares —el terreno de la
sociedad civil, otrora concebida como ámbito de relaciones con-
tractuales entre particulares, y el ámbito global de intercambios
supranacionales otrora concebido como una prerrogativa exclu-
siva del Estado bajo la rúbrica de relaciones internacionales o
política exterior.
Tercer criterio. Haciendo una analogía con la tesis de Foucault
acerca del sujeto concebido como una «regularidad en la disper-
sión» de posiciones de enunciación (1984: 82-90), podemos de-
cir que estas migraciones diseminan la política y crean un esce-
nario polifónico en el cual múltiples voces hablan el lenguaje de
la política desde distintos lugares de enunciación. La disemina-
ción a su vez comienza a minar la hegemonía de la representa-
ción territorial y anuncia una suerte de descentramiento coper-
nicano del campo político. Pone en entredicho la tan mentada
tesis del final de la historia política en clave liberal y nos va posi-
223
cionando en un escenario político cada vez más excéntrico. En
vez de un subsistema único, o de una proliferación aritmética de
subsistemas, estamos presenciando el nacimiento de un archi-
piélago político —la clave de la «regularidad en la dispersión» de
este escenario polifónico— compuesto de por lo menos tres ám-
bitos: el del subsistema o esfera política concebida como circui-
to primario de la política en su dimensión electoral, el segundo
circuito o nivel de movimientos sociales y grupos de interés or-
ganizados, y la arena global de la política supranacional. Cada
uno de ellos tiene su propio ritmo, el cual no siempre se encuen-
tra en sincronía con los procesos que se desarrollan en otros
ámbitos, y cada uno funciona también como un punto nodal o
centro de referencia para la formación de identidades colecti-
vas, la identificación y la agregación de intereses y demandas, la
puesta en escena de conflictos, el cuestionamiento de normas y
la institución de orden u objetividad. Sin embargo, no podemos
hablar de una relación de pura exterioridad entre ellos. En pri-
mer lugar, porque se insertan en la red de un archipiélago políti-
co en el que los diversos ámbitos se sobredeterminan mutua-
mente a medida en que interactúan entre sí. En segundo lugar,
porque el estatuto de esta interacción es variable. Oscila conti-
nuamente entre el reconocimiento mutuo de cada circuito como
espacio alternativo para la política y la recurrencia de rivalidad y
oposición que conduce a relaciones de subordinación cambian-
tes y a esquemas jerárquicos metaestables entre ellos. Este ar-
chipiélago es un síntoma del devenir-otro de la política, de la
condición post-liberal de nuestra actualidad.
224
en una esfera específica es un fenómeno relativamente reciente
asociado con la modernidad política y la democratización del
liberalismo. El giro moderno puede ser descrito como un cam-
bio en la manera en la cual se concibe la idea de orden. Desde el
siglo XVII en adelante el pensamiento comienza a alejarse de la
derivación teológica del orden a partir de la naturaleza, que es la
obra de Dios, y se desplaza hacia una concepción del orden como
construcción, esto es, como resultado contingente —y por ende
polémico— de un acto de institución política. Bauman (1996:
79) percibe el impacto revolucionario de este cambio cuando
dice que «el descubrimiento de que el orden no era natural fue el
descubrimiento de la idea de orden en cuanto tal». Para los mo-
dernos, pues, el orden es un artificio, una tesis que Nietzsche
radicalizaría más tarde al decir que en vez de una armonía ini-
cial sólo hay un juego de fuerzas que funciona como el terreno
primario, constitutivo, a partir del cual se debe pensar la crea-
ción de todo orden. Al artificio —u objetividad— surge como el
resultado de un acto de institución política, y la política aparece
como un modo de lidiar con un mundo en el cual la división, y
los conflictos resultantes de esa división, constituyen nuestro sta-
tus fundamental. La modernidad, pues, es una respuesta secular
a la ausencia de un fundamento último de las cosas.
La genealogía política de la modernidad comienza con la de-
limitación de un ámbito secular de la decisión política separado
de la esfera religiosa. Esto coincide con el surgimiento del Esta-
do absolutista. El absolutismo —con el sustento teórico del prin-
cipio de soberanía del Estado desarrollado por pensadores como
Bodino y Hobbes— configura a la política como ámbito con una
dinámica propia o, mejor aún, como una realidad eminentemente
Estatal. Lo que hace a alguien como Hobbes (1980) un pensador
verdaderamente moderno es su idea de un modo puramente
político de institución de orden. El Estado es un «hombre artifi-
cial» que surge como resultado de un pacto, no de la voluntad
divina. Lo que le hace un pensador inconsistente, o por lo menos
interesado, es que al mismo tiempo busca borrar las huellas de
ese acto instituyendo al Leviatán como un perfecto status civilis,
con lo cual termina proponiendo la institución política del or-
den como evento único que busca cancelar todo intento ulterior
de crear artificios en el nombre de la paz civil. Como la tarea
primordial del Estado es prevenir el retorno al estado de natura-
225
leza, la sujeción al soberano debe ser tan completa como para
excluir incluso el derecho de resistencia. Para Hobbes, el monar-
ca simboliza y encarna la soberanía y el Estado debe gozar de un
monopolio sobre lo político, debe ser el único sujeto de la políti-
ca. Si lo político reaparece dentro del dominio interno del Esta-
do, es tratado como un problema de índole disciplinaria. Sch-
mitt lo pone muy bien cuando dice que en una época en la que la
seguridad física de los súbditos, la paz interior y las fronteras
territoriales seguras eran la razón de ser del Estado, había más
«policía» que «política», y lo que se conocía como política co-
rrespondía a intrigas palaciegas y disturbios generados por riva-
lidades y rebeliones (1997 [1938]: 73-74; 1991a [1963]: 40-41).
Estos disturbios desestabilizan el anhelo hobbesiano de contar
con un Estado civil perfecto, y por ende, ponen un límite al mo-
nopolio efectivo del Estado sobre la política. Los disturbios son
huellas de lo «político» que permanecen alojadas dentro del Es-
tado, por lo que la permanencia de lo político termina siendo
reconocida de manera indirecta por la mera necesidad de contar
con una policía dentro del estado civil. Como resultado de ello,
en vez de un juego de suma cero entre el orden estatal de la
política y la realidad conflictiva de lo político, lo que tenemos es
un modelo en el cual el Estado hegemoniza pero no agota a lo
político.
Resulta claro que en este modelo quedaba poco espacio para
una esfera política con partidos y elecciones como la descrita
más arriba. Esa esfera nace recién con la consolidación el Esta-
do liberal y, tal vez más precisamente, con la democratización de
ese Estado. Efectivamente, la modernidad concebía a la política
como prerrogativa del Estado soberano hasta que el liberalismo
la desplazó hacia la esfera de la representación territorial. Esta
migración de la política no canceló el estatuto político del Esta-
do, pero tampoco dejó el escenario inicial tal cual. Ella desenca-
denó un proceso de des-territorialización que despojó al Estado
de su supuesto monopolio sobre la política, y un proceso parale-
lo de re-territorialización que insertó al Estado en un nuevo es-
cenario político. En sus inicios, este escenario no era democráti-
co, dado que la representación y la competencia partidaria son
perfectamente compatibles con una noción restringida de ciu-
dadanía y de derechos políticos. El Estado liberal no siempre es
un Estado democrático. Sin embargo, el grueso de los estudio-
226
sos del tema coincide en señalar que ya a partir de la segunda
mitad del siglo XIX, cuando las luchas por el sufragio universal
comenzaron a extender el derecho a voto en oleadas sucesivas
(Macpherson 1968, 1982), este escenario ya era el de la demo-
cracia liberal, sea como código para la práctica efectiva de la
política o como su idea reguladora.
Los rasgos distintivos de este nuevo marco, especialmente
luego de la democratización del liberalismo, varían de un autor
a otro. Kelsen (1980: 201) lo pone escuetamente al decir que
luego de la expansión del derecho a voto, el liberalismo demo-
crático reconfiguró a la política como un «Estado de Partidos»,
vale decir, inauguró un modo de hacer política basado en una
forma más plural de agregación de intereses y de representación
electoral. Manin identifica tres formatos sucesivos de la repre-
sentación —el parlamentarismo clásico, la democracia de parti-
dos que coincide con el esquema de Kelsen, y la actual democra-
cia de audiencia. Todos ellos comparten cuatro principios
capitales: la elección de los representantes, la autonomía de los
representantes, la libertad de la opinión pública y la decisión
como resultado de la deliberación (Manin 1998). Held rescata la
separación entre Estado y sociedad civil, la extensión de la ciu-
dadanía política al grueso de los adultos, la existencia de un con-
junto de reglas e instituciones a través de las cuales la ciudada-
nía selecciona a sus representantes, el monopolio con que cuentan
los representantes electos para tomar decisiones políticas (es
decir, decisiones que afectan al conjunto de la comunidad), y el
uso de las fronteras nacionales como criterio que distingue a
quienes están incluidos y a quienes están excluidos de participar
en las decisiones que afectan nuestras vidas (Held 1993: 20-21,
24, 27; 1998: 21-22). Schmitter (1999) menciona varios compo-
nentes liberales de las democracias realmente existentes. Entre
ellos, el énfasis en el individualismo, la naturaleza voluntaria de
la participación política y del reclutamiento de las elites políti-
cas, la creencia en que la representación territorial y la compe-
tencia entre partidos brindan el único nexo legítimo entre el ciu-
dadano y el Estado, la delimitación de la actividad política dentro
de las instituciones del Estado, y una cierta indiferencia hacia
las desigualdades persistentes y sistémicas en la distribución de
los beneficios y la representación de los intereses (1999: 936).
Para decirlo telegráficamente, a diferencia de Rousseau, para
227
quien la libertad es incompatible con la delegación del proceso
de toma de decisiones y con la existencia de organizaciones in-
termedias, el pensamiento liberal democrático empodera a los
ciudadanos como votantes y respalda la intermediación organi-
zada de intereses al concebir a la política en términos de la re-
presentación partidista; a diferencia de Marx, quien reivindica
el internacionalismo, el liberalismo circunscribe la actividad
política dentro del territorio del Estado nacional y con ello afir-
ma —al menos en principio— la validez y la pertinencia de la
soberanía westfaliana; y por último, a diferencia de la preocupa-
ción socialista por la igualdad y la justicia social, la equidad so-
cial y participativa no figuran en un lugar prominente de la agenda
política liberal.
Este nexo entre la dimensión electoral de la ciudadanía, la
competencia partidaria y el Estado nacional inaugura la época
en que lo político es hegemonizado ya no por el Estado sino por
la esfera de la representación territorial dentro de las fronteras
físicas del Estado. Hablar de «hegemonización» no significa que
a partir de entonces toda actividad política se circunscribe ple-
namente dentro de esa esfera, o que se remite necesariamente a
la figura del ciudadano elector, o que es prerrogativa exclusiva
de actores como los partidos políticos. Sólo quiere decir que se
va conformando algo así como una «voluntad de representación»,
que la esfera de los intercambios partidistas se convierte en el
ámbito institucional preponderante de la política. Otros modos
de intercambio político siguen operando al lado de esta esfera,
con o sin reconocimiento legal. Lefort habla de formas «transi-
torias» de representación como los comités de huelga que se cons-
tituyen cuando los sindicatos no asumen la defensa de deman-
das de trabajadores, los liderazgos ad hoc que surgen al calor de
movilizaciones y protestas, las coordinadoras ad hoc que organi-
zan manifestaciones, y así por el estilo (Lefort 1992: 139). Recor-
demos también que antes de la democratización del liberalismo
los asalariados estaban excluidos de participar en el régimen
político. Carecían de condición legal como ciudadanos puesto
que el derecho a voto era universal sólo de nombre, y, a diferen-
cia de los representantes de los partidos, los dirigentes de orga-
nizaciones obreras no estaban facultados para participar en el
proceso legislativo. Esta exclusión formal no les impedía inter-
venir en luchas políticas, enfrentándose con el Estado desde fue-
228
ra del sistema político para defender conquistas sindicales, cam-
biar leyes laborales o conseguir derechos civiles que les estaban
vedados, lo cual nos dice que siempre hubo (y sigue habiendo)
«política» fuera de la representación territorial. Pero las organi-
zaciones obreras también se daban cuenta de que el sistema de
partidos era el locus principal de la política, el ámbito central
para la producción y transformación del orden a través de la
legislación, las políticas públicas y los conflictos y acuerdos en-
tre los grupos formalmente autorizados para actuar como repre-
sentantes de la voluntad popular. De otro modo sería difícil ex-
plicar por qué lucharon con tanto ahínco para obtener el derecho
a voto y formar sus propios partidos políticos, esto es, para in-
gresar en la esfera política como actores legítimos.
229
carga» del Estado y del sistema político, lo que se conoce como
«crisis de gobernabilidad» de las democracias occidentales (Offe
1984a, 1992; Donolo 1981; King 1975). Los proponentes del ar-
gumento de la ingobernabilidad ven el crecimiento de las de-
mandas y de las expectativas sociales como consecuencia inevi-
table de la competencia entre partidos, la multiplicación de
asociaciones intermedias y la proliferación de movimientos so-
ciales. El aumento continuo de las obligaciones, responsabilida-
des y tareas del Estado y del sistema político termina por reba-
sar su capacidad para responder adecuadamente a las demandas
en materia de servicios, políticas públicas y participación. Crea
una «sobrecarga» sistémica, concebida sea como una acumula-
ción de problemas no resueltos o como un exceso de demandas
que ni el Estado ni el sistema político logran administrar o con-
trolar. Esta sobrecarga fomenta el descontento social ante las
promesas no cumplidas de la política y los políticos. Tiende a
erosionar la legitimidad del sistema político y la capacidad de
los partidos para organizar y canalizar la voluntad electoral. Al
mismo tiempo refuerza el atractivo de movimientos políticos
extraparlamentarios.
Offe discute varias maneras de contrarrestar la tendencia a
la sobrecarga. Menciona la revitalización de instituciones de con-
trol social, la racionalización de las estructuras administrativas
para mejorar el desempeño gubernamental o la transferencia de
demandas al mercado mediante la privatización y la desregula-
ción de servicios sociales. La ironía es que esto refleja el tema
marxista de la reabsorción del Estado dentro de la sociedad, pero
en el marco de un programa de privatización conservadora me-
diante el cual el mercado pasa a ser el modelo analógico de la
sociedad. Pero también se ha experimentado con modos de re-
presentación de intereses al margen del orden institucional del
régimen político. La ingobernabilidad, señala Offe, brinda un
poderoso incentivo para reemplazar las formas de representa-
ción territorial por formas de representación funcional. En otras
palabras, para desarrollar mecanismos de integración y admi-
nistración de conflictos sobre la base de lo que él denomina cor-
porativismo liberal (1984b: 190-191). Al igual que el corporativis-
mo clásico, éste corporativismo liberal introduce instancias
consultivas, procesales y resolutivas para institucionalizar las
relaciones entre los organismos estatales y los grupos de interés
230
organizados y, además, asigna a éstos un estatuto semipúblico,
es decir, político. Pero a diferencia del viejo corporativismo de
Estado —o sistema de cámaras— del tipo generalmente asocia-
do con el fascismo italiano, el corporativismo liberal no propone
la disolución del sistema de partidos o la designación autoritaria
de las categorías válidas de intereses. Simplemente desarrolla
un modo de relación directo entre grupos de interés y agencias
gubernamentales y, con ello, crea un circuito de intercambios
políticos al margen de las instituciones de la democracia repre-
sentativa. Este circuito paralelo introduce medios, canales y are-
nas no electorales, no partidarias y extra-parlamentarios de in-
tercambio político con el propósito ya especificado, a saber,
contrarrestar la sobrecarga y deslegitimación del sistema políti-
co. Schmitter (1992a, 1992b, 1995) ve en ello la posibilidad de
esbozar una respuesta progresista a la ingobernabilidad. Para ello
propone un proyecto de reforma política que busca reforzar la
democracia mediante la institucionalización de un segundo ni-
vel de la ciudadanía que no privatiza el Estado sino que expande
la esfera pública. Los trabajos de Juan Martín y de Francisco
Vite en este volumen discuten la propuesta de Schmitter.
Si bien las respuestas corporativas a los problemas genera-
dos por el exceso ingobernable de demandas y demandantes ex-
perimentan con esquemas políticos que «puentean» a la esfera
liberal «desde arriba», otras iniciativas, en cambio, lo hacen a
través de intercambios políticos «desde abajo», independiente-
mente de si se está o no en una situación de sobrecarga o de
ingobernabilidad. Generalmente se las engloba a todas bajo el
encabezado de la sociedad civil. Este calificativo es válido en la
medida en que se originan en ella, pero también engañoso, pues
el propósito de estas iniciativas no es regular el ejercicio del po-
der del Estado, como pretendía la sociedad civil europea en el
siglo XVII. El concepto de sociedad civil también resulta un tanto
restrictivo debido a su complicidad con una topografía que la
coloca en un a relación de exterioridad con el Estado. Hardt (1995:
30) menciona que en el caso de Gramsci, por ejemplo, el Estado
aparece como una suerte de opción secundaria «que llena el va-
cío estructural dejado por una sociedad civil poco desarrollada».
En suma, el rasgo distintivo de los movimientos sociales, sean
étnicos, culturales, de género u otros, pero también de grupos de
interés organizados y a veces inclusive las ONG, no radica tanto
231
en su nexo con la sociedad civil como en su exploración de mo-
dos de intercambio político que abren espacios, identidades y
formas de acción colectiva paralelas a las del sistema de parti-
dos. El capítulo de Carlos Chávez en este volumen discute en
más detalle la distinción entre sociedad civil, tercer sector, ONG,
etc.
Las reflexiones de Marx acerca de la politización de la econo-
mía son un buen antecedente de este argumento, pues él recono-
ció antes que la mayoría de sus contemporáneos que la econo-
mía era un terreno en el cual podía surgir un nuevo sujeto y
antagonismo político. Las luchas proletarias contra la desigual-
dad y la injusticia generadas por el capitalismo llevaron al desa-
rrollo de una política clasista dentro de la sociedad y del Estado.
De Giovanni (1979) ve en esto un ejemplo de lo que llama «las
inclinaciones políticas» presentes en el campo de la sociedad.
Para él, el movimiento obrero abrió un camino para la activa-
ción de otros lugares de enunciación política. Grupos de dere-
chos humanos, colectivos de mujeres y un amplio abanico de
organizaciones sociales demostraron que las inclinaciones polí-
ticas podían surgir a partir de otros sectores igualmente «no
políticos». Al igual que las organizaciones obreras que les prece-
dieron, estos grupos demostraron ser capaces de generar hechos
políticos dentro del espacio supuestamente neutral de la socie-
dad civil, y con ello pusieron en tela de juicio la imagen de la
sociedad civil como ámbito privado de preocupaciones extrapo-
líticas. Muchos de ellos prefirieron evitar el formato partidario.
Los movimientos se las ingeniaron para crear y mantener colec-
tivos basados en medios extrapartidarios y extraterritoriales de
identificación, de agregación y de representación de intereses.
Su accionar contribuyó a renovar la cultura política, a ampliar
el ámbito de lo público, y a extender la revolución democrática
más allá de los confines de la ciudadanía electoral.
El tercer y último desarrollo se refiere al desbordamiento del
subsistema político «desde afuera» a medida en que surgen ini-
ciativas que pasan por alto la jaula de la territorialidad de la
política. Liberales y conservadores por igual han sospechado de
todo internacionalismo excepto en materia de comercio o flujos
financieros y de capital. Cuando se trata de la política, preten-
den mantener separados el adentro y el afuera. Para efectos de
delimitar espacios políticos, la separación entre el adentro y el
232
afuera coincide con la distinción liberal entre el subsistema polí-
tico y las relaciones internacionales. Mientras aquél constituye
el único lugar legítimo para la participación ciudadana en asun-
tos públicos, ésta se considera como prerrogativa exclusiva de
los estados soberanos. Esto ha comenzado a cambiar a medida
en que la política se abre a espacios más allá del territorio físico
del Estado nación. Para comenzar, los derechos humanos y la
opinión pública se liberan de la jaula de la territorial a medida
en que se despliegan en un campo realmente global. Además, la
multiplicación de canales entre las sociedades y la diversidad de
temas y participantes en redes globales —lo que Keohane y Nye
(2000: 115-116) llaman «interdependencia compleja»— han ace-
lerado el debilitamiento de la soberanía westfaliana. Una conse-
cuencia de ese debilitamiento es que las fronteras dejan de ser
espacios de contención rígidos. Su creciente permeabilidad des-
dibuja la línea que separa a la política doméstica de la política
exterior, debilitando con ello la distinción entre el adentro y el
afuera a tal punto que ya no es posible reducir el afuera al cam-
po de las relaciones exteriores. Sea a través de las redes de defen-
sa internacionales o de los movimientos de resistencia a la pro-
pia globalización, la política comienza a rebasar sus viejos topoi
o lugares dentro de las fronteras nacionales y a dislocar la carto-
grafía política centrada en el Estado-nación.
233
cuando el grueso de la gente se aleja de la idea del ciudadano
virtuoso imaginado por Rousseau. Sin embargo, conveniencia
no implica necesidad. La delimitación de la cosa política dentro
de una esfera particular no convierte a la representación en la
coronación de la historia política o en un fenómeno absoluto e
inmutable (aunque sólo sea por el hecho de que fue precedida
por el estado absolutista, lo cual refleja el carácter histórico y
contingente de toda forma política, incluyendo a la representa-
ción). Además, si bien la esfera de la representación es un lugar
de la política, no es el único lugar institucional posible. Ya he-
mos visto que su hegemonización de lo político no es igual que
su absorción de lo político, y que los desarrollos mencionados de
manera sumaria —la aparición de nuevos espacios e identida-
des políticas y la consecuente extensión de la revolución demo-
crática— son síntomas de procesos migratorios que están co-
menzando a modificar nuevamente la topografía política.
La distinción que propone Deleuze entre el archivo y el diag-
nóstico es útil para pensar este momento de inflexión de la polí-
tica. «Lo nuevo, lo interesante, es lo actual», dice Deleuze en su
reflexión acerca de la noción de dispositivo de Foucault (Deleu-
ze 1992: 164; ver también Deleuze 1991: 86). El archivo es la
parte histórica, el presente que se nos escapa hacia atrás, mien-
tras que el diagnóstico es el esbozo de aquello en lo que poco a
poco nos estamos convirtiendo. Lo explica en un trabajo conjun-
to con Guattari de la siguiente manera:
234
la esfera de la representación, y las iniciativas supranacionales
han dislocado la distinción entre el adentro y el afuera. El diag-
nóstico o lo actual —el devenir-otro de la política— es más com-
plicado, pues requiere alguna idea acerca de la dirección en la
cual nos estaríamos moviendo. Esto no es un ejercicio de futuro-
logía. Deleuze usa el modo transitivo «devenir-otro» para con
ello evitar la tentación de concebir el diagnóstico como una pre-
figuración del futuro, como una plena presencia meramente di-
ferida. Lo dice claramente al afirmar que «no consiste en prede-
cir sino en estar atento a lo desconocido que golpea en la puerta»
(Deleuze 1992: 165). Pero nótese además que si el diagnóstico se
refiere a algo que ya golpea en la puerta, entonces el devenir-otro
sugiere una apertura hacia algo por venir y que al mismo tiempo
ha comenzado a suceder. Uno podría decir que la diseminación
descentra el campo político, pero que su sentido es ambiguo de-
bido a que no es muy claro si estamos ante una expansión o una
transformación de la política. En otras palabras, la disemina-
ción puede anunciar una mayor diferenciación y complejidad
de la esfera de la representación y del imaginario liberal-demo-
crático o el nacimiento de un nuevo escenario político. Si bien
esa respuesta es legítima, también se podría aventurar una inter-
pretación más arriesgada del diagnóstico, pues incluso si sólo se
trata de una expansión, ella difícilmente pueda dejar el terreno
inicial incólume. A medida en que la política desborda su esce-
nario convencional, su diseminación va creando un escenario
polifónico cuyo rasgo distintivo no es la presencia de uno, o dos,
sino de múltiples espacios y formatos del intercambio político.
Es por eso que se podría decir que lo que ahora golpea a la
puerta es algo más que una nueva fase de la política liberal de-
mocrática. No podemos reducirlo a un mero reacomodo de la
esfera de la representación para dar cabida a un campo político
más vasto, pues la propia frontera política comienza a expandir-
se a medida en que la política coloniza dos terrenos suplementa-
rios para la participación ciudadana. Como ya se adelantó en la
discusión acerca del desbordamiento de la esfera política desde
arriba, desde abajo y desde afuera, uno se refiere al campo de
actividades generalmente comprendido bajo la rúbrica de la so-
ciedad civil, y el otro se refiere al campo supranacional o cosmo-
polita de acción global. Los actores en este caso no son partidos
políticos sino también movimientos, grupos de interés organiza-
235
dos, coaliciones ad-hoc e incluso las ONG, pero la naturaleza de
su accionar es similar. Todos ellos son jugadores en el registro de
lo político: se agrupan en torno a oposiciones de tipo amigo-
enemigo y participan en el proceso interminable de creación y
recreación del orden colectivo a través de intervenciones en la
esfera pública, sea como gestores directos de proyectos legislati-
vos y políticas públicas o como críticos de éstos, en el terreno
institucional habitual de las relaciones con el Estado o en los
dominios más informales de la sociabilidad.
Lo que distingue a esta observación aparentemente banal es
que se deriva y se aleja de las tesis habituales acerca de la consta-
tación de modos extrapartidarios de hacer política en la «socie-
dad civil» o en el ámbito global. A partir de esta derivación y
alejamiento, mi diagnóstico del se centra en el posible agrupa-
miento de algunas voces, espacios y prácticas políticas en ciertas
constelaciones sistémicas. Eventualmente podríamos describir
a estos agrupamientos como circuitos políticos que coexisten
con las arenas electorales del Estado nacional —el ámbito clási-
co del formato liberal de la política— y además caracterizar el
escenario emergente como una suerte de archipiélago político.
Uso la noción de «circuito» o «nivel» como una hipótesis de tra-
bajo tentativa para explorar el devenir-otro de la política. La idea
del archipiélago, en cambio, tiene un valor más bien figurativo.
Como «conjunto de islas unidas por aquello que las separa»,2
tiene la virtud de expresar de manera sencilla la imagen de un
escenario descentrado y con múltiples niveles poblado por diver-
sos lugares de enunciación política. Este archipiélago incluye el
subsistema liberal-democrático de la política electoral, pero tam-
bién un segundo nivel de movimientos, asociaciones y grupos de
intereses organizados, y uno supranacional que lleva a la políti-
ca más allá de las fronteras del Estado nacional. Cada uno de
ellos tendría su respectiva configuración de intereses, deman-
das, identidades, instituciones y procedimientos asociados con
las distintas modalidades de ciudadanía: «primaria» o electoral,
heredada de la tradición liberal, «segunda» o social, y «suprana-
cional» o global, en proceso de gestación a través del crecimien-
to hacia fuera de la política. El cuadro que sigue sintetiza algu-
nas de las características básicas de los tres circuitos desde el
punto de vista del tipo de ciudadanía asociado con cada uno de
ellos.
236
AQUÍ TABLA
237
agenda de debates públicos, pero también son ámbitos en los
cuales se puede poner en escena intercambios políticos para tra-
tar de impulsar esas demandas autónomamente. Siguiendo a
Carlo Donolo (1985), podemos designar a estas dos posibilida-
des como estrategias alopáticas y homeopáticas respectivamen-
te. El archipiélago también permite disociar la noción gramscia-
na de «guerra de posiciones» de una concepción de la hegemonía
tributaria de la tradición Jacobina que ve a ésta como un acto de
re-institución sin remanente. De hecho, acerca a esa guerra de
posiciones a la idea de la microfísica del poder propuesta de
Foucault, donde la dominación se remite no sólo a la estructura
global del poder sino también a una relación estratégica entre
adversarios. Si el poder —entendido como un modo de acción
sobre acciones— implica «gobernar» en el sentido de estructu-
rar el posible campo de acción de otros (Foucault 1988: 239-
244), entonces el antagonismo de las estrategias aparece en to-
dos los dominios del archipiélago. La excentricidad de éste le
brinda consistencia teórica a las resistencias locales a la domi-
nación, a una dispersión de voluntades de emancipación asin-
crónicas cuya fuerza ilocucionaria no está necesariamente ata-
da a proyectos de refundación total del orden existente.
Un desarrollo más detallado de este esquema excedería el
marco de este trabajo, que busca brindar un mapa del «ahora»
de nuestra actualidad política, pero querría concluir mencionan-
do algunas consecuencias teóricas que se desprenden de la idea
del archipiélago de circuitos políticos. Las presento sin un orden
jerárquico. La primera es que debemos modificar ligeramente el
argumento acerca de la doble inscripción de lo político esboza-
do al inicio del trabajo. Si una de las consecuencias de la revolu-
ción democrática fue poner en tela de juicio la idea de que existe
un espacio único para la constitución de la cosa política, el efec-
to de la diseminación de espacios es que «la política», uno de los
polos de la doble inscripción, se somete a un proceso de diferen-
ciación interna. En el universo polifónico del archipiélago, ella
deja de ser el subsistema único que mencionaban Lefort y •i•ek
pues ahora incluye también a los circuitos de la ciudadanía se-
cundaria y supranacional. El singular es reemplazado por un
plural no aritmético dado que la política se convierte en una
multiplicidad de ámbitos diferenciados, pasa a ser una constela-
ción de circuitos o sitios para la constitución de la política.
238
Otra consecuencia, implícita en la idea de coexistencia de
formatos políticos, es que el efecto inmediato de la disemina-
ción y de la polifonía que ésta conlleva es el carácter cada vez
más excéntrico del campo político. Esto de ninguna manera debe
confundirse con una balcanización o feudalización de la políti-
ca, con la idea de una singularidad unificada que entra en crisis.
La referencia a la «excentricidad» no conlleva una nostalgia con-
servadora de contar con un ámbito político claro y distinto que,
en la práctica, nunca existió con la pureza que el velo de la nos-
talgia le suele asignar. La polifonía y la diseminación tampoco
implican la ausencia de un universo político o la imposibilidad
de vínculos entre los puntos nodales que conforman este archi-
piélago tan peculiar, sino más bien una suerte de descentramien-
to copernicano de la política que modifica la representación de
la totalidad. Ellas dislocan una topografía política centrada en la
esfera de la representación y reemplazan la imagen de un todo
centrado por la de un archipiélago de ámbitos de poder y resis-
tencia, toma de decisiones y administración de demandas. En
un contexto polifónico la «totalidad» de la cosa política no es
revelada ni puede ser desafiada sólo en uno o dos de los terrenos
del archipiélago. Como se mencionó al inicio, el archipiélago
describe una regularidad en la dispersión de lugares de enuncia-
ción política. La totalidad pasa a ser el nombre para designar el
juego entre estos espacios, por lo que debe entenderse como un
proceso precario de hegemonización y no como una entidad
empírica o trascendente.
Esta totalidad tiene un parecido de familia con la dinámica
de la Unión Europea (UE). Schmitter (1999, 2000a, 2000b) alega
que generalmente se piensa en la UE como un espacio unitario
con fronteras continuas, un espacio que, al igual que los Estados
nación, se caracteriza por la coincidencia entre autoridades te-
rritoriales (gobiernos y legislativos nacionales o locales) y com-
petencias funcionales (educación, servicios sanitarios, educación,
etc.). El impulso centralizador del Consejo de Ministros, de la
Comisión Europea, del Parlamento europeo y del creciente cuer-
po de «burócratas» parecería reforzar esta percepción. Pero como
en tantas otras cosas, las apariencias pueden ser engañosas. Los
franceses acuñaron la expresión L’Europe à géométrie variable
(«La Europa de geometría variable») para describir el patrón
cambiante del espacio aparentemente unitario llamado «Euro-
239
pa». La expresión da cuenta de que en vez de una sola Europa
hay una serie de conglomerados metaestables o, como dice Sch-
mitter, hay una multiplicidad de comunidades europeas a dis-
tintos niveles de agregación —la Europa de la Política Agrícola
Común, la Europa de la zona Euro, del acuerdo migratorio de
Schengen, de las fuerzas armadas comunes, y así por el estilo.
Nuestro archipiélago también se caracteriza por tener una geo-
metría variable, excepto que en vez de Estados-nación ingresan-
do en una unión voluntaria, está compuesto por ámbitos políti-
cos interrelacionados con un diagrama cambiante. Sería ilegítimo
asignar un privilegio absoluto, y a priori, a un ámbito u otro,
pues la idea misma de un archipiélago debilita el estatuto del
subsistema como la variable política independiente y por consi-
guiente pone en cuestión la idea de un locus fundacional de la
política. La masa crítica para la acción colectiva puede generar-
se en torno a contiendas electorales, pero también a través de
movilizaciones en otros ámbitos, aunque los circuitos no son
autosuficientes y los efectos de acciones en cualquiera de ellos
invariablemente repercutirán en los demás. En el archipiélago,
la sobredeterminación es la norma y no la excepción. La acción
en los varios niveles y el juego entre ellos llevan a una continua
re-configuración de la cartografía política. Como la UE, este ar-
chipiélago también tiene un diagrama cambiante. Esto no impi-
de la dominancia de un circuito sobre otros o el conflicto entre
ellos. Simplemente nos recuerda que la posición de «dominan-
cia» es un efecto del juego entre circuitos y por consiguiente no
es un dato a priori, y que el elegir un escenario de acción, cuando
las elecciones son posibles, no dependen de atributos intrínse-
cos de un ámbito u otro sino más bien de la ocasión, así como de
la orientación estratégica, los objetivos, los recursos y la capaci-
dad de acción de los grupos involucrados. Vale decir, las opcio-
nes no son una manifestación pura de libre albedrío o simples
efectos estructurales necesarios. No se puede descartar opciones
de antemano. Esto se debe a que uno nunca sabe lo suficiente
acerca del terreno en el que se actúa, y al mismo tiempo a que la
propia acción afecta a la naturaleza de ese terreno.
La tercera y última consecuencia, anunciada ya en el mismo
título de este ensayo, es que el archipiélago puede ser visto como
un síntoma de la condición posliberal de la política. La expre-
sión «posliberal» se presta a confusiones dado a que sugiere co-
240
sas distintas a distintas personas, así es que hay que decir una
cosa o dos acerca de ella. El uso del prefijo «post» no supone una
ruptura total con el pasado o un proceso universal que ocurre
simultáneamente en todas partes. Tampoco quiere decir que las
elecciones y la política partidaria han llegado a su fin o que son
eclipsadas por otros formatos del intercambio político. La se-
cuencia histórica que va del Estado absolutista a la soberanía
popular, de la ciudadanía primaria a la ciudadanía secundaria y
supranacional, es claramente acumulativa, pero no sigue una
progresión lógica o lineal ni conlleva el ocaso de las formas polí-
ticas preexistentes. A diferencia de lo que pronosticaban sus de-
tractores en el siglo diecinueve, los efectos democráticos de la
ciudadanía primaria no cancelaron la capacidad de decisión del
Estado. De manera análoga, no hay motivo para afirmar que la
conformación de nuevos circuitos de la política implicaría re-
emplazar la representación partidista. Ni siquiera se puede infe-
rir que todos los circuitos tengan el mismo peso. En el futuro
previsible todo indica que la política basada en la representa-
ción territorial y en los procesos electorales va a mantener su
preeminencia como «liga mayor» de la política, sea por el tipo y
la variedad de recursos que maneja o porque su campo de deci-
sión afecta a un amplio espectro de actores e instituciones. Aún
así, esta liga ahora se inserta en un universo más vasto y polifó-
nico. Debe coexistir con otros formatos de intercambio político
que en términos estrictos no se ubican sólo dentro del marco de
la representación territorial.
Como se puede ver, no uso la expresión «post-liberal» simple-
mente como contrapunto polémico ante aquellos que pregonan
el arribo del final de la historia, sino más bien para describir el
estado en el que estamos, uno en el cual la política se vuelve
menos liberal —aunque no necesariamente antiliberal— a me-
dida que se extiende más allá de la ciudadanía primaria. Aún así,
alguno podría alegar que, como decía Touraine, «si se habla de
sociedad cristiana sería absurdo pensar que toda conducta y
creencia deriva de un todo llamado cristianismo [...] el orden
dominante nunca reina absolutamente» (Touraine 1977: 25-26).
Mutatis mutandis, podríamos saltarnos la discusión terminoló-
gica quedándonos con el nombre «liberal» y advirtiendo que su
uso no excluye un escenario polifónico en el que están presentes
el segundo y tercer circuito. Después de todo, la discusión acer-
241
ca del topos de la doble inscripción de la política nos permitió
plantear que la esfera de la representación es una forma de la
política que hegemoniza pero que no agota a lo político. Dicho
de otro modo, lo político fue hegemonizado por un formato de
la política que privilegia la ciudadanía electoral y las mediacio-
nes partidistas en vez de la representación de acuerdo con cate-
gorías ocupacionales o las decisiones basadas en la asamblea
permanente de la gente. Pero si he escogido el prefijo «post»
para describir la actualidad o devenir-otro de la política es para
subrayar la proliferación no-aritmética de espacios políticos, la
excentricidad de este escenario polifónico, la relación de sobre-
determinación dentro del archipiélago resultante de la polifo-
nía, y la variabilidad del diagrama formado por los distintos ni-
veles que lo componen. El prefijo refleja el hecho de que el
archipiélago, como una figura del devenir-otro, desafía la hege-
monía de la representación territorial y su esfuerzo por confinar
la participación ciudadana en asuntos públicos dentro de las fron-
teras físicas del Estado nación. «Post-liberal» le da al escenario
actual su nombre correcto.
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242
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245
1. Una versión ligeramente más breve de este trabajo fue publicada en
Contemporary Political Theory, Vol. 2, n.º 3, 2003, pp. 307-326.
2. Tomo prestada esta caracterización de un archipiélago de la revista de crítica
cultural Archipiélago de Barcelona. Le agradezco a Marta Lamas por facilitarme la
referencia.
Tipos de ciudadanía
COMPETENCIA
Electoral
No electoral
REPRESENTACION
Territorial
Funcional
Otra
INSTITUCIONES
Ejecutiva ? ?
Legislativa ?
Judicial ? ?
Reguladoras
OBLIGACIONES
Política ?
Moral
DEMANDAS
Simbólicas
Materiales
= sí
? = incierta
246
UN POSIBLE ESBOZO DE UNA
DEMOCRACIA «POST-LIBERAL»
Philippe Schmitter
247
candidaturas anti-partido. Las causas de este descontento no
parecen ser coyunturales, pues surgió inicialmente en medio de
una cierta bonanza económica y en momentos en que el sistema
internacional era relativamente estable y pacífico. Estos «sínto-
mas de morbilidad» tampoco se han confinado a un segmento
particular del espectro ideológico —aun cuando en el corto pla-
zo parecen haber tenido un impacto mayor en los sectores de
Izquierda que quieren que el Estado vuelva a tener un papel más
activo.
Mi segunda corazonada es que cuando los ciudadanos exami-
nan qué es lo que menos les satisface de las «democracias libera-
les establecidas» tienden a centrarse en sus características libe-
rales y no en las democráticas. Puede que en algunos países el
liberalismo —sea como una concepción de la libertad política o
como una doctrina económica— haya coincidido con el adveni-
miento de la democracia, pero su asociación con la democracia
nunca fue intrínseca o carente de ambigüedades, especialmente
cuando los regímenes democráticos comenzaron a transformar-
se con la incorporación de las masas en la política, la elección
del poder ejecutivo por medio del sufragio universal, la apari-
ción de grupos de interés organizados y los bulliciosos movi-
mientos sociales. Los liberales se opusieron a la mayoría de es-
tos cambios.
Más recientemente, el sentido común en Europa, y sobre todo
en los Estados Unidos, ha tendido a celebrar la conexión entre
democracia y liberalismo, y por consiguiente, a identificar «de-
mocracia» con una «democracia constitucional, representativa,
individualista, voluntaria, privatista y funcionalmente limitada
que se practica en el seno de los Estados-nación». Hoy, quien-
quiera que cuestione la validez de estos calificativos implícitos
de la democracia corre el riesgo de ser tildado de demócrata
iliberal o, en el peor de los casos, de anti-liberal.
Creo que es útil recordar que en el pasado la hegemonía ideo-
lógica de la democracia liberal no era tan clara y tal vez no logre
mantenerse con la misma firmeza en el futuro. Lo digo por los
siguientes motivos.
248
entender y de practicar la ciudadanía y la responsabilidad;
• Aún persisten distintas modalidades de democracia «direc-
ta» y, además, las democracias representativas contemporáneas
han incorporado distintos tipos y grados de lo «indirecto»;
• Los partidos políticos y las circunscripciones territoriales
no brindan el único nexo —y, quizás, en algunos casos, ni siquie-
ra el nexo principal— entre los ciudadanos y sus gobernantes;
• Tal vez la competencia electoral entre candidatos ya no sea
capaz de garantizar la responsabilidad de los gobernantes, sea
porque los candidatos no ofrecen una opción real a los votantes
o porque una vez que han accedido a cargos públicos, pueden
usar los «recursos del poder» para asegurar su re-elección;
• En la mayoría de las democracias contemporáneas los ciu-
dadanos efectivos, es decir, aquéllos que realmente pueden tener
un impacto sobre las políticas públicas, no son los individuos
sino las organizaciones que dicen representar a los intereses y
las pasiones «categoriales» de los ciudadanos;
• La participación y el reclutamiento puramente voluntarios
terminan sesgando a ambos para favorecer a grupos sociales
privilegiados que cuentan con mayores recursos y, por lo demás,
han sido desplazados por la creciente profesionalización en la
conducción de las campañas y en la propia identidad de los polí-
ticos;
• Puede que las configuraciones institucionales basadas en
contrapesos («responsabilidad horizontal» + «múltiples lugares
de veto») sólo produzcan o reproduzcan impasses y/o salvaguar-
den el poder de minorías privilegiadas y bien establecidas;
• Las constituciones tienden a mitificar la distribución de
poder en el momento de su instauración y pueden volverse ana-
crónicas al tratar con nuevas fuerzas y cuestiones políticas, so-
bre todo cuando la posibilidad de enmiendas es virtualmente
imposible;
• El apego irrestricto al impero de la ley y a los jueces tiende
a favorecer a las clases privilegiadas y a quienes ya ocupan car-
gos públicos, especialmente cuando muchas leyes y no pocos
jueces se arrastran de épocas anteriores a la democracia;
• Desde tiempos inmemoriales ha habido controversia acer-
ca de si los principios genéricos de la democracia deberían estar
confinados a las instituciones del «públicas/políticas» o si debe-
rían aplicarse también a instituciones aparentemente «privadas/
249
no políticas» cuyo quehacer tiene un impacto sobre la sociedad
en su conjunto;
• El hecho que las prácticas democráticas hayan estado con-
finadas a los Estados nacionales, es decir, a unidades territoria-
les de tamaño, nivel de desarrollo, unidad nacional u homoge-
neidad cultural muy disparejos entre sí es un mero accidente
histórico que poco o nada tiene que ver con la democracia en
cuanto tal.
250
• su reivindicación de la igualdad política formal y su indife-
rencia hacia la desigualdad sistémica (si es informal) en la distri-
bución de beneficios, la representación de intereses y la búsque-
da de influencia.
251
atractiva resultará ser la democracia post-liberal, aunque reco-
nozco que, en el contexto actual, la tendencia ha sido reivindicar
más democracia liberal. Ahí tenemos, por ejemplo, la privatiza-
ción de empresas públicas, la eliminación de regulaciones esta-
tales sobre profesiones, industrias y servicios, la liberalización
de flujos financieros, la conversión de demandas políticas en
demandas basadas en los derechos, el reemplazo de derechos
colectivos por contribuciones individuales, la sacralización de
los derechos de propiedad, la reducción de las burocracias y sub-
sidios públicos, el descrédito de los «políticos» en favor de los
«empresarios», o el reforzamiento del poder de instituciones
«neutrales y tecnócratas» tales como los Bancos Centrales a ex-
pensas de instituciones «políticas y parciales». Todas estas trans-
formaciones tienen dos rasgos en común, a saber, ellas (1) tien-
den a reducir la expectativa que se puede alcanzar objetivos
colectivos mediante el ejercicio del poder público y (2) hacen
más difícil que se puedan conformar mayorías para superar la
resistencia de minorías, sobre todo de las minorías privilegiadas
y bien establecidas.
La pregunta clave es, claro, si este proceso de «des-democra-
tización» puede continuar. La justificación para más democra-
cia liberal descansa casi exclusivamente en el mejor desempeño
económico que supuestamente acompaña a la liberalización del
sistema de producción y distribución. Incluso si las recompen-
sas materiales esperadas efectivamente se dieran de manera per-
sistente —una premisa bastante dudosa, por decir lo menos—
Albert O. Hirschman ha sugerido que los regímenes políticos
modernos están sometidos a cambios cíclicos en su relación con
objetivos privados y públicos. Es posible que en un futuro cerca-
no el cinismo actual acerca de las opciones colectivas en vez de
individuales no sea sustentable e incluso podría ser revertido.
Como todo espectro, el de la democracia post-liberal tiene
configuraciones vagas e inestables. Este espectro surge periódi-
camente de la penumbra para desafiar la ortodoxia liberal domi-
nante, pero sus coordenadas sólo son discernidas y valoradas
por unos pocos. Sirve para desacreditar los logros autolimitados
de la democracia liberal —sobre todo cuando se sufren los exce-
sos del hiper-liberalismo— pero nadie puede precisar aún cuál
es su Gestalt [forma] o cuál podría ser su impacto.
Mi quinta corazonada es que ningún régimen —sea autocrá-
252
tico o democrático— puede transformarse a sí mismo hasta apa-
rezca una alternativa y ésta sea conocida por un número impor-
tante de actores (a menos que, claro, el régimen cambie al sea
derrotado en una guerra con otro Estado). Por consiguiente, el
futuro de la democracia post-liberal como una alternativa de-
pende de si logra transformar el espectro en modelo. Claro que
tampoco se puede descartar lo que le ocurrió a otro espectro que
recorrió Europa, el del comunismo, a saber, que la visión seduc-
tora se convierta una realidad terrible.
Una manera de protegernos de otro «Dios que falló» es ase-
gurarse que la democracia post-liberal sea menos condescendien-
te acerca de los logros de la democracia liberal y retome lo mejor
de ella al mismo tiempo que se ajusta a las exigencias de la escala
ampliada de intercambios y comunicaciones que son parte del
futuro sistema global. Esto implica aceptar los siguientes supues-
tos:
253
competencia electoral y la representación territorial mantendrán
su importancia simbólica para vincular a los individuos con el
cuerpo político;
• y finalmente, que los ciudadanos desean mejorar el desem-
peño de la democracia siempre y cuando las reformas propues-
tas no generen mucha incertidumbre, no cuesten demasiado y
no violen ninguno de los supuestos anteriores.
254
nantes son responsables por sus acciones en el ámbito público
frente a los ciudadanos, quienes actúan indirectamente a través
de la competencia y cooperación de sus representantes electos».
Esto nos indica tres ámbitos claves en los cuales uno esperaría
que se concentraran las reformas de la democracia post-liberal:
(1) el papel de la ciudadanía y el criterio que define a ésta; (2) los
procesos de competencia y cooperación entre (distintos tipos de)
representantes; y (3) los gobernantes y las reglas que usan aquellos
para tomar decisiones. Veamos esto con más detenimiento.
255
• Derecho de cuasi-ciudadanía para los denizens (habitantes
que no tienen el estatuto de ciudadanos). A toda persona que
cuente con el derecho de residencia legal por tiempo indefinido
en un territorio dado se le debe garantizar todos los derechos
básicos de la ciudadanía, incluyendo el derecho a votar en elec-
ciones locales y, eventualmente, en elecciones nacionales.
• Ciudadanía secundaria para los individuos. Debe permitirse
a los ciudadanos votar no sólo por candidatos presentados por
partidos políticos en circunscripciones territoriales, sino tam-
bién por representantes de asociaciones o grupos de interés y
movimientos sociales en circunscripciones funcionales.
256
candidatos a recibir apoyo.
• Distribución mediante pagarés asociativos. Ciudadanos y
denizens recibirían un pagaré por un valor de 30, 50 o 100 dóla-
res de sus impuestos anuales (las cifras son sólo ejemplos). Po-
drán asignar todo o parte de ese pagaré a asociaciones o movi-
mientos que ya han sido certificados como semipúblicos y que
ellos consideren merecedores de su apoyo por defender sus inte-
reses.
• Más financiamiento público para los partidos políticos. Todo
ciudadano debería ser obligado a contribuir una suma fija (de
nuevo, las cifras de 30, 50 o 100 dólares sólo como ejemplos) a
un partido político como parte de los impuestos totales que le
corresponde pagar en un año fiscal.
• Mayor opción del ciudadano en la distribución de estos fon-
dos. Como en el caso de la ciudadanía secundaria, este apoyo
financiero para la «ciudadanía primaria» sería distribuido anual-
mente a través de pagarés (y no por el desempeño electoral pre-
vio, que es como se hace normalmente cuando existe financia-
miento público para los partidos políticos) y serían los propios
ciudadanos quienes decidan qué partido o conjunto de partidos
son merecedores de sus pagarés. Si no desean escoger alguno de
los partidos existentes, sus pagarés irían a un fondo común para
apoyar a nuevos partidos políticos.
• Una Segunda Cámara con circunscripciones «virtuales». Se
les exigiría a los ciudadanos que se «registren» (electrónicamen-
te o por el correo) en al menos tres causas o intereses no territo-
riales con los cuales se identifican. Estos podrían ser, por ejem-
plo, (1) como proveedor de servicios por cuenta propia, (2)
feminista o (3) católicos. Estas opciones individuales serían agru-
padas y agregadas posteriormente a las de otros ciudadanos con
causas o intereses similares para crear circunscripciones lo sufi-
cientemente grandes como para justificar una o más bancas en
la Segunda Cámara. Se elegiría a los titulares de estas bancas
competitivamente entre candidatos que dicen representar a cada
una de estas circunscripciones «virtuales» (en el sentido de no
ser territoriales sino funcionales: «feministas» o «católicos», no
residentes de un distrito electoral) y cada ciudadano sólo podría
votar en una de dichas circunscripciones.
• El acceso obligatorio y paritario a la televisión durante las
elecciones. Toda estación de televisión pública o privada tendría
257
que ofrecer tiempo-aire gratuito a todos los partidos como re-
quisito para obtener la licencia para transmitir en una frecuen-
cia dada, sea por satélite (televisión abierta) o por cable (televi-
sión de pago). La cantidad, horarios y frecuencia de este espacio
gratuito serían determinados por la ley (esto ya existe en algunos
países). Además, quedaría prohibido que los canales de televi-
sión transmitan anuncios partidistas pagados fuera del período
designado para las campañas electorales.
• La Asamblea de Ciudadanos. Ciudadanos seleccionados al
azar en cada una de las circunscripciones de la cámara baja del
legislativo se reunirían cada año durante un mes para revisar
uno o dos proyectos de ley seleccionados por un grupo de dipu-
tados disidentes (algo así como 1/3 de ellos) y tendría la potestad
de rechazar o suspender esos proyectos.
258
los principales problemas para la toma de decisiones en la de-
mocracia liberal contemporánea es el excesivo número de gru-
pos con poder de veto, especialmente grupos relacionados con
minorías sumamente privilegiadas, la solución no es eliminarlos
a través de una suerte de «gobierno asambleísta» o «gobierno
por referéndum», sino más bien aumentar las fuentes potencia-
les de veto y asegurar de que ellas sean distribuidas más amplia-
mente entre la ciudadanía. Enfrentados con la posibilidad de un
impasse, es posible que las minorías descubran la conveniencia
de cooperar entre sí para formar mayorías (temporales).
Propongo dos criterios acerca de los gobernantes y las reglas
para la toma de decisiones:
259
mediante la incorporación de otras sugerencias de reforma a
nivel subnacional, nacional o supranacional preferentemente
combinadas con algún tipo de experimentación política a menor
escala.
Cualquier alternativa la democracia liberal —tal vez con la
sola excepción de un gobierno más liberal y menos democráti-
co— va a estar plagada de dificultades en torno al tipo de actores
requeridos, es decir, en torno a lo que se conoce como el proble-
ma de la «agencia». Por más atractiva que nos parezca la tesis de
una democracia post-liberal en el plano intelectual, por lo gene-
ral no es posible especificar de antemano quién (o mejor aún,
qué combinación de actores) apoyaría este tipo de cambios, qué
margen de costos estarían dispuestos a pagar durante el período
de transición, y cómo es que podrían ser llevados a cabo de ma-
nera exitosa (y a la vez democrática). Dado que en el futuro pre-
visible una ruptura revolucionaria con las reglas de la democra-
cia no parece ser posible, una vez que se ha descartado dicha
ruptura no queda muy en claro cuál sería el tipo de apoyo social
o político sostenido que se necesitaría para una iniciativa refor-
mista como la que se ha bosquejado aquí. No podemos, pues,
sobrestimar la enorme entropía estructural de las instituciones
y las prácticas de la democracia liberal contemporánea, y tam-
poco podemos desestimar la dificultad de convencer a la gente
para que acepte nuevas ideas que modificarían de un modo fun-
damental el modo de relacionarse política y económicamente.
Todos los cambios actualmente incorporados a la democra-
cia liberal requirieron cuando menos el espectro —si no la ame-
naza inminente— de una revolución para persuadir a los libera-
les de que estos esfuerzos reformistas valían la pena. Hoy, sin
embargo, los revolucionarios son bichos raros y sus sustitutos
terroristas tienden a fortalecer más que a debilitar la voluntad
política para mantener el status quo. Los actores que están mi-
nando el desempeño y eventualmente la legitimidad de la demo-
cracia liberal no son sus detractores. Son más bien sus partida-
rios confesos, es decir, aquellos ciudadanos y grupos que creen
estar apoyando las prácticas establecidas, ajustándose y benefi-
ciándose de ellas. La tarea de reforma se facilitaría enormemen-
te si extremistas de derecha o de izquierda estuvieran tratando
de reemplazar estas reglas y prácticas liberales con algún otro
formato de gobernanza, pero de momento sus esfuerzos son irre-
260
levantes y poco convincentes, y sospecho que seguirán siéndolo.
Va a ser mucho más difícil convencer a los actores potenciales
de la necesidad de las reformas institucionales allí donde las
amenazas para la democracia vienen de sus practicantes «nor-
males» como los votantes de siempre, ciudadanos, oficiales, re-
presentantes de intereses y activistas que se conducen como lo
hacen habitualmente. Todo lo que ellos experimentan en su vida
cotidiana son los «síntomas mórbidos» à la Gramsci —mucho
refunfuñar, descontento y rendimientos por debajo de lo ópti-
mo— pero no lo suficiente como para motivarles a apostar por
una nueva y aún no probada democracia post-liberal.
Referencias
DAHL, Robert (1989), Democracy and its Critics, New Haven: Yale
University Press.
— (1998), On Democracy, New Haven: Yale University Press.
DOWNS, Anthony (1987), «The Evolution of Democracy: How its Axioms
and Institutional Forms have been Adapted to Changing Social
Forces», Daedalus, vol. 116, n.º 3, pp. 119-148.
KARL, Terry y Philippe SCHMITTER (1991), «What Democracy is… and
is Not», Journal of Democracy, vol. 2, n.º 3, pp. 75-88. Hay traduc-
ción al español en Rigoberto Ocampo Alcázar (comp.) (1992), Teo-
ría del neocorporatismo. Ensayos de Philippe C. Schmitter,
Guadalajara, México: Universidad de Guadalajara, pp. 487-505.
SCHMITTER, Philippe (1995), «Democracy’s Future: More Liberal, Pre-
Liberal or Post-Liberal?», Journal of Democracy, vol. 6, n.º 1, pp. 15-
22.
1. En este escrito sólo puedo ofrecer una versión telegráfica de cada una de
estas propuestas. Para más información al respecto, puede contactarme en
philippe.schmitter@iue.it
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262
AUTORES
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sejo Superior de Investigaciones Científicas. Sus actuales temas de in-
vestigación son: representación política, discurso político, democrati-
zación en México, Perú y España. Entre sus publicaciones están Perú,
28 de julio: discurso y acción política el día de fiestas patrias, 1969-1999
(Sevilla, 2002), La revolución peruana: ideología y práctica política de un
gobierno militar, 1968-1975 (Sevilla, 2002) y el volumen editado Con la
frontera a cuestas. Cuatro miradas sobre las migraciones internacionales
(Sevilla, 2003).
CRISTINA PUGA (puga@servidor.unam.mx) es profesora de la Facultad
de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, de la cual fue directora
(1996-2000). Actualmente dirige un proyecto de investigación sobre
análisis de las asociaciones en el Instituto de Investigaciones Sociales
de la UNAM. Es autora de Los empresarios organizados y el Tratado de
Libre Comercio (UNAM / Miguel Ángel Porrúa, 2004) y México: empre-
sarios y poder (UNAM / Miguel Ángel Porrúa, 1993), así como de diver-
sos artículos y capítulos sobre la participación política de los empresa-
rios.
MARIO ROITTER (mroit@cedes.org) es investigador del Centro de Estu-
dios de Estado y Sociedad (CEDES), Argentina, y Director de Progra-
mas en el Área Sociedad Civil del CEDES. Es profesor del Posgrado en
Gestión de Organizaciones no Lucrativas (CEDES, Universidad de San
Andrés y Universidad Torcuato di Tella) y asociado local del Programa
Comparativo Internacional sobre el Sector no Lucrativo de la Universi-
dad Johns Hopkins. Ha sido consultor del PNUD, UNICEF, CEPAL, la
Fundación Ford y la Fundación Kellogg. Es el compilador de Estudios
sobre el sector sin fines de lucro en Argentina (Buenos Aires, 2000, junto
con Inés González).
PHILIPPE SCHMITTER (Philippe.Schmitter@IUE.it) es Professorial Fe-
llow del Instituto Universitario Europeo de Florencia, Italia. Ha sido
profesor de las universidades de Chicago y Stanford en Estados Uni-
dos, así como profesor invitado en diversas universidades europeas.
Entre sus libros figuran Patterns of Corporatism Policy Making (1982,
editado junto con G. Lehmbruch), Private Interest Government (1985,
junto con Wolfgang Streeck) los cuatro volúmenes de Transiciones des-
de un gobierno autoritario (1989, coordinado junto con Guillermo
O’Donnell), Governance in the European Union (1996, editado junto
con G. Marks F. Scharpf y W. Streeck) y How to Democratize the Euro-
pean Union… And Why Bother? (2000). Es además autor de varias de-
cenas de artículos sobre corporativismo, democracia, transiciones a la
democracia y la arquitectura de la Unión europea.
FRANCISCO VITE es egresado del Postgrado en Ciencias Políticas y So-
ciales de la UNAM y se desempeñó como becario del proyecto PAPIIT.
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ÍNDICE
PARTE PRIMERA
SOCIEDAD CIVIL, TERCER SECTOR Y REDES
PARTE SEGUNDA
UN SEGUNDO CIRCUITO DE LA POLÍTICA
Y LA EXPERIENCIA ESPAÑOLA
DE FINANCIAMIENTO PÚBLICO
A ORGANIZACIONES SOCIALES
PARTE TERCERA
UN ESCENARIO DE LA POLÍTICA POSLIBERAL
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