Está en la página 1de 6

OLIVO DE ETERNIDAD

“La poesía es una oración”


Vicente Gerbasi

Ese frondoso y milenario árbol


de tronco recio y corto
con ramas que se abren retorcidas
se distingue a lo lejos en las llanuras.

Nos sigue ofreciendo grata sombra


y el jugo áureo y espeso de sus frutillas
brotadas de sus hojas lanceadas
es delicia de los religiosos comensales.

Ese árbol conoce mis secretos


y acompaña mis soledades
con su sabio mutismo.

Ha sido un noble compañero


en todos estos meses
desprendidos del calendario
con silente paciencia y elocuencia
en los ejidos alicantinos de Monóvar.

Es un venerable olivo de eternidad.


Se yergue vetusto y solemne
y me recuerda a Reverdy
en otras campiñas de Provenza
sembradas de cortesía y romances
por gloriosos trovadores y juglares
inscritos en mis Consistorios del Gay Saber.

“Esa emoción llamada poesía”


—santa y divina zorra
tan innombrable como la muerte—
tan plena de vida
en su frondosa copa
nos templa y redime
desde tiempo inmemorial
mientras se añejan los aceites
y nos cantan una tarantela
una cura para la locura
por las vigilias y sueños perdidos
o el silbido del viento
en nuestros huesos-flauta
resonando en el añejo paladar
de la dichosa palabra incorruptible.

El brazo que manejó el arado


vale tanto como la mano que empuña la pluma
si la pluma es más poderosa que la espada
y escribimos con la savia del árbol de la vida
y tajamos las ramas cargadas de ambrosía
y al filo del hacha
caminamos descalzos
y untamos ese filo con sangre y con miel
para tronchar de cuajo los fantasmas
de los enemigos invisibles
ante el abismo y el grito.

¡Oh, dulce codicia por el amor supremo!


¡Concede a tu rendido siervo
los frutos de las revelaciones
anheladas por los hijos del néctar!

Mientras escribo en la perpetua sombra


recuerdo a mi abuelo Toribio
retozando juntos en la añorada infancia
bajo otros árboles castellanos
cortando hogazas del campesino pan
restregadas con moras y azúcar
y rociadas con el vino de su bota.
Eran tiempos de feliz inocencia.

Una quimera rapta mis remembranzas


en el pórtico de una catedral de metáforas.
Yo sigo el curso del resplandor
y albergo futuras esperanzas
—porque ellas nunca se pierden—
con mis setenta y cinco a cuestas
ligero de equipaje en mis alforjas.
he renunciado a la frívola gloria.

Después de tantos tránsitos


y cumplidos ciclos planetarios
veo este olivo con ojos asombrados
y le ofrezco un palito de incienso
y una flor diminuta del meloso jazmín.

Su alma vegetal late y perdura


ante los vendavales y soles inclementes.
Aunque un perro lo orine
y sea herida su corteza
por rayos fulminantes
su talante permanece impasible
con proverbial piedad y tolerancia.

Ha sido testigo silencioso


de mis meditaciones solitarias
y mis visiones internas
han crecido y fructificado
como las olivas en su cercanía
en esta esquina ibérica del universo
no muy lejos del amado mar.

Desde que llegué aquí


a finales de enero
lo he contemplado día tras día.
He visto danzar sus ramajes
en el entorno de las adelfas
rodeando estos parajes levantinos
con rosas de laurel blancas y rojas

Ya nombré su presencia inmortal


en otro poema inédito.
Tal vez nunca vea la luz
ni complete su melodía más íntima
pero será fruto del saber ser
fiel a los dictados del alma
entre mis agonías y éxtasis.

El olivo parece estar plantado ahí


desde tiempo inmemorial
como inmutable esfinge
con los párpados cerrados por la arena
en el cristal infinito del tiempo.

El aceituno se alza en un redondel


circundado de piedra artesanal
ante mi estancia de ermitaño
morada de paso y del silencio
en estos tiempos de forzosa cuarentena.

"Vente, vente"
--parece decirle al viento de mi edad otoñal—
“Vete, vete"...
parece responderle el eco musical
que sopla en mi oído
en este 2020 tan virulento
que no parece extinguirse
ni abolir sus funestos presagios.

En su follaje verdecido
está cargado de aceitunas negras
abundantes en noviembre y diciembre.
Las ráfagas eólicas sacuden sus ramajes
y dispersan sus pequeños frutos
como brillantes perlas negras
pletóricas lágrimas de azabahe
brotadas de las impávidas pupilas
de su pródiga alma vegetal
y de las jugosas entrañas
de la fértil tierra mediterránea.

Algunas tardes sangrantes


y en algunas mañanas asoleadas
me he sentado frente a su recio tronco
en el porche de mi cabaña de labores
y he visto desfilar el fulgor infinito
en el horizonte azul de los cielos.

Entre marzo y diciembre


elevé puntualmente mis oraciones
contemplando las metamorfosis del paisaje
y de mis devociones insomnes
surgieron virtuosos destellos y versos en flor
mientras el corazón del árbol palpitaba
latiendo jubiloso en mis tibios enigmas.

Yo evoqué los misterios de Eleusis


y los idilios pastoriles de Vraja.

Desde estos campos de olivares


encaminé mis pasos perdidos
hacia el templo en lo alto de la colina
más allá de la eterna rueda
y las regeneraciones conscientes
entre los nacimientos y las muertes.

Después que yo me vaya


o desaparezca por actos de magia
en un momento imprevisible
él seguirá en pie
con su tronco recio y retorcidas ramas
conservando su bíblica estampa
y sus mínimos y brillantes frutos.

Continuarán prensando sus olivas


y se obtendrá el dorado líquido virginal
para nutrir de sabor los alimentos.

En su denso añejar y en mis nostalgias


cuando me ausente del terrenal santificado
evocaré el árbol verde de la vida
con los vibrantes colores de Goethe
y los agudos recuerdos de Leopardi.

Entonces
recogeré mis cantos del exilio
en un puñado de polvo milagroso
dentro de una cáscara de oro
y custodiaré el imposible amor
y los dulces dolores extasiados
de la unión en la separación.

Solo entonces
plantaré mis semillas de luz
en la tierra de gracia
y en la dulzura desconocida
conservaré el néctar
en las cadencias secretas
y en la vena del diamante sagrado
rebosará mi dichosa y santa palabra
sembrada ante este olivo de eternidad.

***

Carlos Rocha
Monóvar, Alicante (España)
Martes, 22 de diciembre, 2020.

También podría gustarte