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El contrato social

De las primeras sociedades

La sociedad má s antigua de todas, y la ú nica natural, es la de una familia; y aun en esta


sociedad los hijos só lo permanecen unidos a su padre el tiempo que le necesitan para
su conservació n. Desde el momento en que cesa esta necesidad, el vínculo natural se
disuelve. Los hijos, libres de la obediencia que debían al padre, y el padre, exento de
los cuidados que debía a los hijos, recobran ambos su independencia. Si continú an
unidos, ya no es por naturaleza, sino por su voluntad; y la familia misma no se
mantiene sino por convenció n.

Esta libertad comú n es una consecuencia de la naturaleza del hombre. Su principal


deber es procurar su propia conservació n, sus principales cuidados son los que se
debe a sí mismo; y después que adquiere uso de razó n, siendo él só lo el juez de los
medios propios para conservarse, llega a ser por este motivo su propio dueñ o.

Es, pues, la familia, si así se quiere, el primer modelo de las sociedades políticas: el jefe
es la imagen del padre, y el pueblo es la imagen de los hijos; y habiendo nacido todos
iguales y libres, só lo enajenan su libertad por su utilidad misma. Toda la diferencia
consiste en que, en una familia, el amor paternal recompensa al padre de los cuidados
que prodiga a sus hijos, en tanto que en el Estado el placer de mandar suple el amor
que el jefe no siente por sus gobernados.

Grocio niega que todo poder humano se haya establecido en favor de los gobernados,
y pone por ejemplo la esclavitud. La manera de discurrir, que má s constantemente
usa, consiste en establecer el derecho por el hecho. (1) Bien podría emplearse un
método má s consecuente, pero no se hallaría uno que fuese má s favorable a los
tiranos.

Resulta dudoso pues, segú n Grocio, saber si el género humano pertenece a un


centenar de hombres, o si este centenar de hombres pertenecen al género humano.
Segú n se deduce de todo su libro, él se inclina a lo primero. Del mismo parecer es
Hobbes. De este modo tenemos al género humano dividido en hatos de ganado, cada
uno con su jefe que le guarda para devorarle.

Así como un pastor de ganado es de una naturaleza superior a la de su rebañ o, así


también los pastores de hombres, que son sus jefes, son de una naturaleza superior a
la de sus pueblos. Así discurría, segú n cuenta Filon, el emperador Calígula, deduciendo
con bastante razó n de esta analogía que los reyes eran dioses, o que los pueblos se
componían de bestias.

Este argumento de Calígula se condice con el de Hobbes y con el de Grocio. Antes de


ellos, Aristó teles había dicho que los hombres no son naturalmente iguales, sino que
los unos nacen para ser esclavos y los otros para la dominarlos.
No dejaba de tener razó n; pero tomaba el efecto por la causa. Todo hombre nacido en
la esclavitud, nace para la esclavitud; nada má s cierto. Viviendo entre cadenas los
esclavos lo pierden todo, hasta el deseo de librarse de ellas; quieren su servidumbre
como los compañ eros de Ulises querían su brutalidad (2). Luego, só lo hay esclavos por
naturaleza, porque los ha habido contrariando sus leyes. La fuerza ha hecho los
primeros esclavos, su cobardía los ha perpetuado.

Nada he dicho del rey Adá n ni del emperador Noé, padre de los tres grandes monarcas
que se dividieron el universo, como hicieron los hijos de Saturno, a quienes se ha
creído reconocer en ellos. Espero que se me tenga a bien esta moderació n; pues
descendiendo directamente de unos de estos príncipes, y quizá s de la rama
primogénita, ¿quien sabe si, hecha la comprobació n de los títulos, no resultaría yo
legítimo rey del género humano? Sea como fuere, hay que convenir que Adá n fue
soberano del mundo mientras que le habitó só lo, como Robinson de su isla; y lo que
tenia de có modo este imperio era que el monarca, seguro sobre su trono, no tenía que
temer ni rebeliones, ni guerras, ni conspiraciones.

CAPÍTULO PRIMERO

¿QUÉ ES UN HECHO SOCIAL?

Antes de investigar cuá l es el método que conviene para el estudio de los hechos
sociales, importa saber cuá les son los hechos a los que así se denomina.

La cuestió n es tanto má s necesaria cuanto que nos servimos de esta calificació n sin
precisar mucho. Se la emplea corrientemente para designar casi todos los fenó menos
que pasan en el interior de la sociedad, a poco que presenten, con cierta generalidad,
algú n interés social. Pero de esta manera no hay, por así decirlo, acontecimientos
humanos que no puedan llamarse sociales. Todo individuo bebe, duerme, come,
razona, y la sociedad tiene gran interés en que estas funciones se ejerzan de un modo
regular. Por tanto, si estos hechos fuesen sociales, la sociología no tendría un objeto
que le fuese propio y su dominio se confundiría con el de la biología y la psicología.

Pero, realmente, en toda sociedad hay un grupo determinado de fenó menos que se
distinguen por caracteres definidos de los que estudian las otras ciencias de la
naturaleza.

Cuando yo cumplo mis funciones de padre, esposo, o ciudadano, ejecuto los


compromisos que he contraído lleno de deberes que son definidos, fuera de mí y de
mis actos, en el derecho y en las costumbres. Aun cuando está n de acuerdo con mis
propios sentimientos y sienta interiormente su realidad, ésta no deja de ser objetiva;
porque no soy yo quien los ha hecho, sino que los he recibido por medio de la
educació n. ¡Cuá ntas veces, por otra parte, ocurre que ignoramos los detalles de las
obligaciones que nos incumben y que, para reconocerlas, nos es preciso consultar el
Có digo y sus intérpretes autorizados! De la misma manera, hablando de las creencias
y prá cticas religiosas, el fiel las ha encontrado hechas por completo al nacer; si
existían antes que él, es claro que existen fuera de él. El sistema de signos de que me
sirvo para expresar mi pensamiento, el sistema de monedas que empleo para pagar
mis deudas, los instrumentos de crédito que utilizo en mis relaciones comerciales, las
prá cticas seguidas en mi profesió n, etcétera, funcionan independientemente del uso
que yo hago de todo ello. He aquí, por tanto, modos de obrar, pensar y sentir que
presentan la notable propiedad de que existen fuera de las conciencias individuales.

Estos tipos de conducta o de pensamiento no solamente son exteriores al individuo,


sino que está n dotados de un poder imperativo y coercitivo en virtud del cual se le
imponen, quiera o no quiera. Sin duda, cuando yo estoy completamente de acuerdo
con ellos, esta coacció n no se hace sentir o lo hace levemente y por ello es inú til. Pero
no deja de ser un cará cter intrínseco de estos hechos, y la prueba es que ella se afirma
desde el momento en que intento resistir. Si pretendo violar las reglas del derecho,
éstas reaccionan contra mí para impedir el acto si llegan a tiempo, o para anularlo y
restablecerlo en su forma normal si ya está realizado y es reparable, o para hacerme
expiarlo si no puede subsanarse de otra manera. ¿Se trata de má ximas puramente
morales? La conciencia pú blica se opone a todo acto que las ofenda mediante la
vigilancia que ejerce sobre la conducta de los ciudadanos y las penas especiales de que
ella dispone. En otros casos, la coacció n es menos violenta, pero no deja de existir. Si
no me someto a las convenciones del mundo, si al vestirme no tengo en cuenta los
usos seguidos en mi país y en mi clase, la risa que provoco, el alejamiento a que se me
condena, producen, aunque de una manera atenuada, los mismos efectos que una
condena propiamente dicha. Por otra parte, la coacció n, aunque sea indirecta, no deja
de ser eficaz. Si soy francés no estoy obligado a hablar francés con mis compatriotas,
ni a emplear la moneda francesa legal, pero es imposible que obre de otra manera. Si
pretendiese escapar a esta necesidad, mi intento fracasaría miserablemente. Si soy un
industrial, nada me impide trabajar con los procedimientos y métodos del siglo
pasado; pero si lo hago, me arruino sin duda alguna. Aunque, en realidad, puedo
liberarme de estas reglas y violarlas con éxito, estoy obligado ineludiblemente a
luchar contra ellas para conseguirlo. Aunque al fin son vencidas, hacen sentir su
poderosa coacció n por la resistencia que ellas oponen. No hay renovador, incluso
afortunado, cuyas empresas no choquen con oposiciones de este género.

He aquí entonces un orden de hechos que presentan caracteres muy especiales:


consisten en formas de obrar, pensar y sentir, exteriores al individuo y está n dotados
de un poder de coacció n en virtud del cual se le imponen. En consecuencia, no podrían
confundirse con los fenó menos orgá nicos, puesto que aquéllos consisten en
representaciones y en acciones; ni con los fenó menos psíquicos, los cuales no tienen
existencia má s que en la conciencia individual y por ella. Constituyen, por
consiguiente, una especie nueva y es a ellos a los que es necesario reservar y dar la
calificació n de sociales. Esta calificació n les es adecuada, porque está claro que no
estando el individuo como su base, no pueden tener otro sustrato que la sociedad, sea
la sociedad política en su integridad, sea alguno de los grupos parciales que ella
encierra, confesiones religiosas, escuelas políticas, literarias, corporaciones
profesionales, etc. Por otra parte, só lo a ellos les es adecuada, porque la palabra social
no tiene un sentido definido sino a condició n de designar ú nicamente fenó menos que
no entran en ninguna de las categorías de hechos ya constituidos y denominados,
Ellos son, por consiguiente, el dominio propio de la sociología. Es cierto que esta
palabra de coacció n, por la cual los definimos, corre el riesgo de despertar el celo
sectario de un individualismo absoluto. Como éste profesa que el individuo es
perfectamente autó nomo, le parece que se le disminuye todas las veces que se le hace
sentir que no depende solamente de sí mismo. Pero puesto que es indiscutible hoy día
que la mayor parte de nuestras ideas y tendencias no son elaboradas por nosotros,
sino que nos vienen del exterior, no pueden penetrar en nosotros má s que
imponiéndose; esto es todo lo que significa nuestra definició n. Se sabe ademá s que
toda coacció n social no es necesariamente exclusiva de la personalidad individual

Sin embargo, como los ejemplos que acabamos de citar (reglas jurídicas, morales,
dogmas religiosos, sistemas financieros, etc.) consisten, todos ellos, en creencias o en
prá cticas constituidas, podría creerse, de acuerdo con lo que precede, que no
encontramos hecho social sino allí donde existe una organizació n definida. Pero hay
otros hechos que, sin presentar estas formas cristalizadas, tienen la misma objetividad
y el mismo ascendiente sobre el individuo. Es lo que se denomina corrientes sociales.
Así, en una asamblea, los grandes movimientos de entusiasmo, indignació n o de
piedad que se producen no tienen por origen ninguna conciencia particular. Vienen a
cada uno de nosotros desde el exterior y son susceptibles de arrastrarnos a pesar de
nosotros mismos. Sin duda, puede ocurrir que, abandoná ndome a ellos sin reserva, no
sienta la presió n que ejercen sobre mí. Pero esta presió n se acusa desde el momento
en que intento luchar contra ellos. Que trate un individuo de oponerse a una de estas
manifestaciones colectivas y verá có mo los sentimientos que niega se vuelven contra
él. Ahora bien, si este poder de coacció n externa se afirma con esta claridad en los
casos de resistencia, es posible que exista, aun de un modo inconsciente, en los casos
contrarios. Entonces somos víctimas de una ilusió n que nos hace creer que hemos
elaborado lo que nos ha sido impuesto desde el exterior. Pero aunque la complacencia
con que nos dejamos arrastrar oculta la coacció n sufrida, no la suprime. De la misma
manera no deja de ser pesado el aire aunque no sintamos su peso. Aun en el caso de
que hayamos colaborado espontá neamente a la emoció n comú n, la impresió n que
hemos recibido es muy distinta de la que hubiésemos experimentado si hubiéramos
estado solos. Ademá s, una vez que la asamblea se ha separado, que han cesado de
obrar sus influencias sociales sobre nosotros y una vez que nos encontramos de nuevo
solos, los sentimientos que hemos tenido nos hacen el efecto de algo extrañ o, donde
no nos reconocemos. Nos damos cuenta entonces de que los habíamos sufrido en una
proporció n mayor que aquella en que los habíamos hecho. Ocurre que incluso nos
producen horror, tan contrarios son a nuestra naturaleza. Es así como individuos
perfectamente inofensivos en su mayoría pueden, reunidos en una muchedumbre,
dejarse arrastrar a la realizació n de atrocidades. Ahora bien, lo que decimos de estas
explosiones pasajeras se aplica también a estos movimientos de opinió n, má s
duraderos, que se producen sin cesar a nuestro alrededor, sea en toda la extensió n de
la sociedad, sea en círculos má s restringidos, sobre materias religiosas, políticas,
literarias, artísticas, etc.
Es posible, por otra parte, confirmar mediante una experiencia característica esta
definició n del hecho social; basta con observar la forma en que se educa a los niñ os.
Cuando se contemplan los hechos tales como son y como siempre han sido, salta a la
vista que toda educació n consiste en un esfuerzo continuo para imponer al niñ o los
modos de ver, sentir y obrar que él no hubiera adquirido espontá neamente. Desde los
primeros añ os de su vida le obligamos a comer, beber y dormir a horas regulares, le
obligamos a ser limpio, a la obediencia, al silencio; má s tarde le coaccionamos para
que aprenda a tener en cuenta a los demá s, a respetar las costumbres y conveniencias,
le obligamos a trabajar, etc. Aunque, con el tiempo, deja de sentirse esta coacció n, es
ella la que da poco a poco nacimiento a costumbres, a tendencias internas que la
hacen inú til, pero que no la reemplazan porque se derivan de ellas. Es cierto que,
segú n Spencer, una educació n racional debería condenar tales procedimientos y dejar
al niñ o obrar con completa libertad; pero como esta teoría pedagó gica no se ha puesto
jamá s en prá ctica por ningú n pueblo conocido, no constituye má s que un desideratum
personal, no un hecho que se pueda oponer a los anteriores. Ahora bien, lo que hace a
estos ú ltimos particularmente instructivos es que la educació n tiene cabalmente por
objeto hacer al ser social; se puede ver en ella como resumido de qué modo se ha
constituido este ser en la historia. Esta presió n de todos los instantes que sufre el niñ o
es la presió n misma del medio social que tiende a formarle a su imagen y semejanza,
siendo los padres y los maestros nada má s que sus representantes e intermediarios.

Por tanto, no es su generalidad lo que puede servir para caracterizar los fenó menos
socioló gicos. Un pensamiento que se encuentra en todas las conciencias particulares,
un movimiento que repiten todos los individuos no son, por ello, hechos sociales. Si
nos contentamos con este cará cter para definirlos, es que se les ha confundido
indebidamente con lo que se podría llamar sus encarnaciones individuales. Lo que los
constituye son las creencias, las tendencias, las prá cticas del grupo tomado
colectivamente; en cuanto a las formas que revisten los estados colectivos
reflejá ndose en los individuos son cosas de otra especie. Lo que demuestra
categó ricamente esta dualidad de naturaleza es que estos dos ó rdenes de hechos se
presentan muchas veces disociados. En efecto, algunas de estas maneras de obrar o de
pensar adquieren, debido a la repetició n, una especie de consistencia que las precipita,
por así decirlo, y las aísla de los acontecimientos particulares que las reflejan. Toman
así un cuerpo, una forma sensible que les es propia y constituyen una realidad sui
generis, muy distinta de los hechos individuales que la manifiestan. La costumbre
colectiva no existe solamente en estado de inmanencia en los actos sucesivos que ella
determina, sino, por un privilegio del que no encontramos ejemplo en el reino
bioló gico, se expresa de una vez para siempre en una fó rmula que se repite de boca en
boca, que se transmite por la educació n, que se fija incluso por escrito. Tal es el origen
y la naturaleza de las reglas jurídicas y morales, de los aforismos y los dichos
populares, de los artículos de fe en los que las sectas religiosas o políticas condensan
sus creencias, de los có digos sobre el buen gusto establecidos por las escuelas
literarias, etc. Ninguna de ellas vuelve a ser encontrada, entera del todo, en las
aplicaciones que los particulares hacen de ellas, puesto que pueden incluso existir sin
ser realmente aplicadas.
Sin duda, esta disociació n no se presenta siempre con la misma claridad. Pero basta
con que exista de una manera indiscutible en los casos numerosos e importantes que
acabamos de recordar, para probar que el hecho social es distinto de sus
repercusiones individuales. Por otra parte, aunque no se presta inmediatamente a la
observació n, puede comprobarse muchas veces con ayuda de ciertos artificios del
método; es incluso indispensable proceder a esta operació n, si se quiere separar el
hecho social de toda mezcla para observarlo en estado de pureza. Así, hay ciertas
corrientes de opinió n que nos empujan, con intensidad desigual segú n los tiempos y
los países, unas al matrimonio, por ejemplo, otras al suicidio o a una natalidad má s o
menos fuerte, etc. Son evidentemente hechos sociales. A primera vista, parecen
inseparables de las formas que toman en los casos particulares. Pero la estadística nos
suministra el medio de aislarlas. En efecto, son expresadas numéricamente, no sin
exactitud, para la natalidad, la nupcialidad, los suicidios, es decir, por el nú mero que se
obtiene dividiendo la media total anual de matrimonios, nacimientos, muertes
voluntarias por el de hombres en estado de casarse, de procrear o de suicidarse (2).
Porque, como cada una de estas cifras comprende indistintamente todos los casos
particulares, las circunstancias individuales que pueden tener alguna intervenció n en
la producció n del fenó meno se neutralizan allí mutuamente y, en consecuencia, no
contribuyen a determinarlo. Lo que expresa es un estado determinado del alma
colectiva.

He ahí lo que son los fenó menos sociales desembarazados de todo elemento extrañ o.
En cuanto a sus manifestaciones privadas, tienen algo de social, puesto que
reproducen en parte un modelo colectivo; pero cada una de ellas depende también, y
en gran parte, de la constitució n psico-orgá nica del individuo, de las circunstancias
particulares en que está colocado. No son, por tanto, fenó menos propiamente
socioló gicos. Se relacionan a la vez con los dos reinos; se les podría calificar de socio-
psíquicas. Interesan al soció logo sin constituir la materia inmediata de la sociología. Se
encuentran también en el interior del organismo fenó menos de naturaleza mixta que
estudian las ciencias mixtas, como la química bioló gica.

Pero se dirá : un fenó meno no puede ser colectivo má s que si es comú n a todos los
miembros de la sociedad o, por lo menos, a la mayoría de ellos, si es general. Sin duda,
pero si es general es porque es colectivo (es decir, má s o menos obligatorio), pero en
modo alguno es colectivo porque es general. Es un estado del grupo que se repite en
los individuos porque se impone a los mismos. Está en cada parte porque está en el
todo, pero no está en el todo porque esté en las partes. Esto es sobre todo evidente
respecto de las creencias y prá cticas que nos son transmitidas por completo hechas
por las generaciones anteriores; las recibimos y las adoptamos porque, siendo a la vez
una obra colectiva y una obra secular, está n investidas de una autoridad particular
que la educació n nos ha enseñ ado a reconocer y respetar. Ahora bien, es de notar que
la inmensa mayoría de los fenó menos sociales nos llegan por esa vía. Pero aun cuando
el hecho social es debido en parte a nuestra colaboració n directa, no es de otra
naturaleza. Un sentimiento colectivo, que surge en una asamblea, no expresa
simplemente lo que había de comú n entre todos los sentimientos lndividuales. Es algo
completamente distinto, como ya hemos mostrado. Es la resultante de la vida comú n,
un producto de acciones y reacciones que se originan entre las conciencias
individuales; y si encuentra eco en cada una de ellas, es en virtud de la energía
especial que él debe precisamente a su origen colectivo. Si todos los corazones vibran
al unísono no es debido a una concordancia espontá nea y preestablecida, sino a que
una misma fuerza los mueve en idéntico sentido. Cada uno de ellos es arrastrado por
todos.

Llegamos, pues, a representamos de una manera precisa el campo de la sociología. No


comprende má s que un grupo determinado de fenó menos. Un hecho social se
reconoce por el poder de coacció n externo que ejerce o es susceptible de ejercer sobre
los individuos; y la presencia de este poder se reconoce a su vez sea por la existencia
de una sanció n determinada, sea por la resistencia que el hecho opone a toda empresa
individual que tienda a violarlo. Sin embargo, se le puede definir también por la
difusió n que presenta en el interior del grupo, a condició n de que, siguiendo las
observaciones precedentes, se tenga cuidado de añ adir como característica segunda y
esencial que existe independientemente de las formas individuales que toma al
difundirse. Este ú ltimo criterio es incluso, en ciertos casos, má s fá cil de aplicar que el
anterior. En efecto, la coacció n es fá cil de comprobar cuando se traduce al exterior por
alguna reacció n directa de la sociedad, como ocurre con el derecho, la moral, las
creencias, las costumbres, incluso con las modas. Pero cuando no es má s que indirecta,
como la que ejerce una organizació n econó mica, no siempre se deja percibir tan
claramente. La generalidad combinada con la objetividad pueden ser má s fá ciles
entonces de establecer. Por otra parte, esta segunda definició n no es má s que otra
forma de la primera; porque si una manera de conducirse, que existe fuera de las
conciencias individuales, se generaliza, no puede ser má s que imponiéndose (3).

Sin embargo, podríamos preguntarnos si esta definició n es completa. En efecto, los


hechos que nos han suministrado su base son todos ellos maneras de hacer, son de
orden fisioló gico. Ahora bien, hay también maneras de ser colectivas; es decir, hechos
sociales de orden anató mico o morfoló gico. La sociología no puede desentenderse de
lo que concierne al sustrato de la vida colectiva. Sin embargo, el nú mero y la
naturaleza de las partes elementales de que se compone la sociedad, la forma en que
está n dispuestas, el grado de cohesió n a que han llegado, la distribució n de la
població n sobre la superficie del territorio, el nú mero y la naturaleza de las vías de
comunicació n, la forma de las viviendas, etc., no parecen, a primera vista, poder
relacionarse con formas de obrar, sentir o pensar.

Pero, en primer lugar, estos diversos fenó menos presentan la misma característica
que nos ha servido para definir los otros. Estas maneras de ser se imponen al
individuo del mismo modo que las maneras de hacer de que hemos hablado. En efecto,
cuando se quiere conocer la forma en que está dividida políticamente una sociedad, de
qué se componen estas divisiones, o la fusió n má s o menos completa que existe entre
ellas, no será mediante una inspecció n material y por medio de observaciones
geográ ficas como podremos conseguirlo, porque estas divisiones son morales, aunque
tengan alguna base en la naturaleza física. Es só lo a través del derecho pú blico como
es posible estudiar esta organizació n, porque es este derecho el que la determina, de
la misma manera que define nuestras relaciones domésticas y cívicas. Y no es por ello
menos obligatoria. Si la població n se amontona en nuestras ciudades en lugar de
dispersarse por los campos, es porque hay una corriente de opinió n, un impulso
colectivo que impone a los individuos esta concentració n. No podemos elegir ya ni la
forma de nuestras casas ni la de nuestros vestidos; por lo menos la una es tan
obligatoria como la otra. Las vías de comunicació n determinan de una manera
imperiosa el sentido en el cual se realizan las migraciones y los cambios interiores, etc.
Por consiguiente, todo lo má s habría que añ adir a la lista de los fenó menos que hemos
enumerado, entre los que presentan el signo distintivo del hecho social, una categoría
má s; y como esta enumeració n no tendría nada de rigurosamente exhaustiva, la
adició n no sería indispensable.

Pero no es, ni siquiera, ú til; porque estas maneras de ser no son má s que maneras de
hacer consolidadas. La estructura política de una sociedad no es sino la manera en que
los diferentes sectores que la componen han tomado la costumbre de vivir entre sí. Si
sus relaciones son tradicionalmente estrechas, los sectores tienden a confundirse; en
el caso contrario, tienden a distinguirse. El tipo de habitació n que nos imponen no es
otra cosa que la manera en que todos los que nos rodean y, en parte, las generaciones
anteriores se han acostumbrado a construir las casas. Las vías de comunicació n só lo
son el lecho que se ha cavado a sí misma, corriendo en el mismo sentido, la corriente
regular de los cambios y migraciones, etc. Sin duda, si los fenó menos de orden
morfoló gico fuesen los ú nicos que presentaran este cará cter fijo, podría creerse que
constituían una especie aparte. Pero una regla jurídica es una disposició n no menos
permanente que un tipo de arquitectura, y, por consiguiente, es un hecho fisioló gico.
Una simple má xima moral es seguramente má s maleable; pero tiene formas mucho
má s rígidas que una simple costumbre profesional o que una moda. Hay así toda una
gaina de matices que, sin solució n de continuidad, vincula los hechos má s
caracterizados de estructura a estas corrientes libres de la vida social que no han sido
todavía formadas en ningú n molde definido. Es, por lo tanto, que no hay entre ellos
má s que diferencias en el grado de consolidació n que presentan. Los unos y las otras
no son má s que vida má s o menos cristalizada. Sin duda, puede haber interés en
reservar el nombre de morfológicos para los hechos sociales que conciernen al
sustrato social, pero a condició n de no perder de vista que son de la misma naturaleza
que los otros. Nuestra definició n comprenderá por consiguiente todo lo definido si
decimos: Es hecho social toda manera de hacer, fija o no, susceptible de ejercer sobre
el individuo una coacció n exterior; o también, que es general dentro de la extensió n de
una sociedad dada a la vez que tiene una existencia propia, independiente de sus
manifestaciones individuales (4).

I. Burgueses y proletarios

La historia de todas las sociedades hasta nuestros días (2) es la historia de las luchas
de clases.
[…] opresores y oprimidos se enfrentaron siempre, mantuvieron una lucha
constante, velada unas veces y otras franca y abierta; lucha que terminó siempre con
la transformació n revolucionaria de toda la sociedad o el hundimiento de las clases
en pugna.
La moderna sociedad burguesa, que ha salido de entre las ruinas de la sociedad
feudal, no ha abolido las contradicciones de clase. Ú nicamente ha sustituido las
viejas clases, las viejas condiciones de opresió n, las viejas formas de lucha por otras
nuevas.
Nuestra época, la época de la burguesía, se distingue, sin embargo, por haber
simplificado las contradicciones de clase. Toda la sociedad va dividiéndose, cada vez
má s, en dos grandes campos enemigos, en dos grandes clases, que se enfrentan
directamente: la burguesía y el proletariado (3). […]
La burguesía moderna […] es ya de por sí fruto de un largo proceso de desarrollo, de
una serie de revoluciones en el modo de producció n y de cambio.
[…] la burguesía, después del establecimiento de la gran industria y del mercado
universal, conquistó finalmente la hegemonía exclusiva del poder político en el
Estado representativo moderno. El Gobierno del Estado moderno no es má s que una
junta que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa.
La burguesía ha desempeñ ado en la Historia un papel altamente revolucionario.
Dondequiera que ha conquistado el poder, la burguesía ha destruido las relaciones
feudales, patriarcales, idílicas. Las abigarradas ligaduras feudales que ataban al
hombre a sus «superiores naturales» las ha desgarrado sin piedad para no dejar
subsistir otro vínculo entre los hombres que el frío interés, el cruel «pago al
contado». Ha ahogado el sagrado éxtasis del fervor religioso, el entusiasmo
caballeresco y el sentimentalismo del pequeñ o burgués en las aguas heladas del
cá lculo egoísta. Ha hecho de la dignidad personal un simple valor de cambio. Ha
sustituido las numerosas libertades escrituradas y adquiridas por la única y
desalmada libertad de comercio. En una palabra, en lugar de la explotació n velada
por ilusiones religiosas y políticas, ha establecido una explotació n abierta,
descarada, directa y brutal.
La burguesía ha despojado de su aureola a todas las profesiones que hasta entonces
se tenían por venerables y dignas de piadoso respeto. Al médico, al jurisconsulto, al
sacerdote, al poeta, al hombre de Ciencia, los ha convertido en sus servidores
asalariados.
La burguesía ha desgarrado el velo de emocionante sentimentalismo que encubría
las relaciones familiares, y las ha reducido a simples relaciones de dinero.
La burguesía ha revelado que la brutal manifestació n de fuerza en la Edad Media, tan
admirada por la reacció n, tenía su complemento natural en la má s relajada
holgazanería (4). Ha sido ella la primera en demostrar lo que puede realizar la
actividad humana; ha creado maravillas muy distintas a las pirá mides de Egipto; a
los acueductos romanos y a las catedrales gó ticas […]
La burguesía no puede existir sino a condició n de revolucionar incesantemente los
instrumentos de producció n y, por consiguiente, las relaciones de producció n, y con
ello todas las relaciones sociales. […] Una revolució n continua en la producció n, una
incesante conmoció n de todas las condiciones sociales, una inquietud y un
movimiento constantes distinguen la época burguesa de todas las anteriores. Todas
las relaciones estancadas y enmohecidas, con su cortejo de creencias y de ideas
veneradas durante siglos, quedan rotas; las nuevas se hacen añ ejas antes de llegar a
osificarse. Todo lo estamental y estancado se esfuma; todo lo sagrado es profanado,
y los hombres, al fin, se ven forzados a considerar serenamente sus condiciones de
existencia y sus relaciones recíprocas.
Mediante la explotació n del mercado mundial, la burguesía ha dado un cará cter
cosmopolita a la producció n y al consumo de todos los países. Con gran sentimiento
de los reaccionarios, ha quitado a la industria su base nacional. Las antiguas
industrias nacionales han sido destruidas y está n destruyéndose continuamente. Son
suplantadas por nuevas industrias, cuya introducció n se convierte en cuestió n vital
para todas las naciones civilizadas, por industrias que ya no emplean materias
primas indígenas, sino materias primas venidas de las má s lejanas regiones del
mundo, y cuyos productos no só lo se consumen en el propio país, sino en todas las
partes del globo. En lugar del antiguo aislamiento […] se establece un intercambio
universal, una interdependencia universal de las naciones. Y eso se refiere tanto a la
producció n material, como a la intelectual. […]
Merced al rá pido perfeccionamiento de los instrumentos de producció n y al
constante progreso de los medios de comunicació n, la burguesía arrastra a la
corriente de la civilizació n a todas las naciones, hasta a las má s bá rbaras. Los bajos
precios de sus mercancías constituyen la artillería pesada que derrumba todas las
murallas de China y hace capitular a los bá rbaros má s faná ticamente hostiles a los
extranjeros. Obliga a todas las naciones, si no quieren sucumbir, a adoptar el modo
burgués de producció n, las constriñ e a introducir la llamada civilizació n, es decir, a
hacerse burgueses. En una palabra: se forja un mundo a su imagen y semejanza.
La burguesía ha sometido el campo al dominio de la ciudad. Ha creado urbes
inmensas; ha aumentado enormemente la població n de las ciudades en comparació n
con la del campo, substrayendo una gran parte de la població n al idiotismo de la vida
rural. Del mismo modo que ha subordinado el campo a la ciudad, ha subordinado los
países bá rbaros o semibá rbaros a los países civilizados, los pueblos campesinos a los
pueblos burgueses, el Oriente al Occidente.
La burguesía suprime cada vez má s el fraccionamiento de los medios de producció n,
de la propiedad y de la població n. Ha aglomerado la població n, centralizado los
medios de producció n y concentrado la propiedad en manos de unos pocos. La
consecuencia obligada de ello ha sido la centralizació n política. […]
La burguesía, a lo largo de su dominio de clase, que cuenta apenas con un siglo de
existencia, ha creado fuerzas productivas má s abundantes y má s grandiosas que
todas las generaciones pasadas juntas. […] ¿Cuá l de los siglos pasados pudo
sospechar siquiera que semejantes fuerzas productivas dormitasen en el seno del
trabajo social? (5)
Hemos visto, pues, que los medios de producció n y de cambio sobre cuya base se ha
formado la burguesía, fueron creados en la sociedad feudal. Al alcanzar un cierto
grado de desarrollo, estos medios de producció n y de cambio, las condiciones en que
la sociedad feudal producía y cambiaba, […] en una palabra, las relaciones feudales
de propiedad, cesaron de corresponder a las fuerzas productivas ya desarrolladas.
Frenaban la producció n en lugar de impulsarla. Se transformaron en otras tantas
trabas. Era preciso romper esas trabas, y las rompieron. […]
Ante nuestros ojos se está produciendo un movimiento aná logo. Las relaciones
burguesas de producció n y de cambio, las relaciones burguesas de propiedad, toda
esta sociedad burguesa moderna, que ha hecho surgir como por encanto tan
potentes medios de producció n y de cambio, se asemeja al mago que ya no es capaz
de dominar las potencias infernales que ha desencadenado con sus conjuros. […]
Basta mencionar las crisis comerciales que, con su retorno perió dico, plantean, en
forma cada vez má s amenazante, la cuestió n de la existencia de toda la sociedad
burguesa. Durante cada crisis comercial, se destruye sistemá ticamente, no só lo una
parte considerable de productos elaborados, sino incluso de las mismas fuerzas
productivas ya creadas. Durante las crisis, una epidemia social, que en cualquier
época anterior hubiera parecido absurda, se extiende sobre la sociedad: la epidemia
de la superproducció n. […] Y todo eso, ¿por qué? Porque la sociedad posee
demasiada civilizació n, demasiados medios de vida, demasiada industria, demasiado
comercio. Las fuerzas productivas de que dispone no favorecen ya el régimen
burgués de la propiedad; por el contrario, resultan ya demasiado poderosas para
estas relaciones, que constituyen un obstá culo para su desarrollo […] Las relaciones
burguesas resultan demasiado estrechas para contener las riquezas creadas en su
seno. ¿Có mo vence esta crisis la burguesía? De una parte, por la destrucció n obligada
de una masa de fuerzas productivas; de otra, por la conquista de nuevos mercados y
la explotació n má s intensa de los antiguos. ¿De qué modo lo hace, pues? Preparando
crisis má s extensas y má s violentas y disminuyendo los medios de prevenirlas. […]
Pero la burguesía no ha forjado solamente las armas que deben darle muerte; ha
producido también los hombres que empuñ ará n esas armas: los obreros modernos,
los proletarios.
En la misma proporció n en que se desarrolla la burguesía, es decir, el capital,
desarrollase también el proletariado, la clase de los obreros modernos, que no viven
sino a condició n de encontrar trabajo, y lo encuentran ú nicamente mientras su
trabajo acrecienta el capital. Estos obreros, obligados a venderse al detalle, son una
mercancía como cualquier otro artículo de comercio, sujeta, por tanto, a todas las
vicisitudes de la competencia, a todas las fluctuaciones del mercado.
El creciente empleo de las má quinas y la divisió n del trabajo quitan al trabajo del
proletario todo cará cter propio y le hacen perder con ello todo atractivo para el
obrero. É ste se convierte en un simple apéndice de la má quina, y só lo se le exigen las
operaciones má s sencillas, má s monó tonas y de má s fá cil aprendizaje. Por tanto, lo
que cuesta hoy día el obrero se reduce poco má s o menos a los medios de
subsistencia indispensable para vivir y perpetuar su linaje. […] Má s aú n, cuanto má s
se desenvuelven la maquinaria y la divisió n del trabajo, má s aumenta la cantidad de
trabajo bien mediante la prolongació n de la jornada (6), bien por el aumento del
trabajo exigido en un tiempo dado, la aceleració n del movimiento de las má quinas,
etc.
La industria moderna ha transformado el pequeñ o taller del maestro patriarcal en la
gran fá brica del capitalista industrial. Masas de obreros, hacinados en la fá brica, son
organizados en forma militar. Como soldados rasos de la industria, está n colocados
bajo la vigilancia de toda una jerarquía de oficiales y suboficiales. No son solamente
esclavos de la clase burguesa, del Estado burgués, sino diariamente, a todas horas,
esclavos de la má quina, del capataz y, sobre todo, del burgués individual, patró n de
la fá brica. Y este despotismo es tanto má s mezquino, odioso y exasperante, cuanto
mayor es la franqueza con que proclama que no tiene otro fin que el lucro.
Cuanto menos habilidad y fuerza requiere el trabajo manual, es decir, cuanto mayor
es el desarrollo de la industria moderna, mayor es la proporció n en que el trabajo de
los hombres es suplantado por el de las mujeres y los niñ os. […]
Pequeñ os industriales, pequeñ os comerciantes y rentistas, artesanos y campesinos,
toda la escala inferior de las clases medias de otro tiempo, caen en las filas del
proletariado; unos, porque sus pequeñ os capitales no les alcanzan para acometer
grandes empresas industriales y sucumben en la competencia con los capitalistas
má s fuertes; otros, porque su habilidad profesional se ve depreciada ante los nuevos
métodos de producció n. De tal suerte, el proletariado se recluta entre todas las
clases de la població n. […]
[…] la industria, en su desarrollo, no só lo acrecienta el nú mero de proletarios, sino
que los concentra en masas considerables; su fuerza aumenta y adquieren mayor
conciencia de la misma. Los intereses y las condiciones de existencia de los
proletarios se igualan cada vez má s a medida que la má quina va borrando las
diferencias en el trabajo y reduce el salario, casi en todas partes, a un nivel
igualmente bajo. […] las colisiones entre el obrero individual y el burgués individual
adquieren má s y má s el cará cter de colisiones entre dos clases. Los obreros
empiezan a formar coaliciones contra los burgueses y actú an en comú n para la
defensa de sus salarios. Llegan hasta formar asociaciones permanentes para
asegurarse los medios necesarios, en previsió n de estos choques eventuales. Aquí y
allá la lucha estalla en sublevació n.
A veces los obreros triunfan; pero es un triunfo efímero. El verdadero resultado de
sus luchas no es el éxito inmediato, sino la unió n cada vez má s extensa de los
obreros. Esta unió n es propiciada por el crecimiento de los medios de comunicació n
creados por la gran industria y que ponen en contacto a los obreros de diferentes
localidades. Y basta ese contacto para que las numerosas luchas locales, que en todas
partes revisten el mismo cará cter, se centralicen en una lucha nacional, en una lucha
de clases. […] Y la unió n que los habitantes de las ciudades de la Edad Media, con sus
caminos vecinales, tardaron siglos en establecer, los proletarios modernos, con los
ferrocarriles, la llevan a cabo en unos pocos añ os.
Esta organizació n del proletariado en clase y, por tanto, en partido político, vuelve
sin cesar a ser socavada por la competencia entre los propios obreros. Pero resurge,
y siempre má s fuerte, má s firme, má s potente. Aprovecha las disensiones intestinas
de los burgueses para obligarles a reconocer por la ley algunos intereses de la clase
obrera; por ejemplo, la ley de la jornada de diez horas en Inglaterra (7).
En general, las colisiones en la vieja sociedad favorecen de diversas maneras el
proceso de desarrollo del proletariado. La burguesía vive en lucha permanente […]
En todas estas luchas se ve forzada a apelar al proletariado, a reclamar su ayuda y
arrastrarle así al movimiento político. De tal manera, la burguesía proporciona a los
proletarios los elementos de su propia educació n, es decir, armas contra ella misma.
Ademá s, como acabamos de ver, el progreso de la industria precipita a las filas del
proletariado a capas enteras de la clase dominante, o, al menos, las amenaza en sus
condiciones de existencia. También ellas aportan al proletariado numerosos
elementos de educació n.
Finalmente, en los períodos en que la lucha de clases se acerca a su desenlace, el
proseso de desintegració n de la clase dominante, de toda la vieja sociedad, adquiere
un cará cter tan violento y tan agudo que una pequeñ a fracció n de esa clase reniega
de ella y se adhiere a la clase revolucionaria, a la clase en cuyas manos está el
porvenir […] particularmente ese sector de los ideó logos burgueses que se han
elevado hasta la comprensió n teó rica del conjunto del movimiento histó rico. […]
Los estamentos medios —el pequeñ o industrial, el pequeñ o comerciante, el
artesano, el campesino—, todos ellos luchan contra la burguesía para salvar de la
ruina su existencia como tales estamentos medios. No son, pues, revolucionarios,
sino conservadores. Má s todavía, son reaccionarios, ya que pretenden volver atrá s la
rueda de la Historia. Son revolucionarios ú nicamente por cuanto tienen ante sí la
perspectiva de su trá nsito inminente al proletariado, defendiendo así no sus
intereses presentes, sino sus intereses futuros, por cuanto abandonan sus propios
puntos de vista para adoptar los del proletariado.
El lumpenproletariado, ese producto pasivo de la putrefacció n de las capas má s
bajas de la vieja sociedad, puede a veces ser arrastrado al movimiento por una
revolució n proletaria; sin embargo, en virtud de todas sus condiciones de vida está
má s bien dispuesto a venderse a la reacció n para servir a sus maniobras.
Las condiciones de existencia de la vieja sociedad está n ya abolidas en las
condiciones de existencia del proletariado. El proletariado no tiene propiedad; sus
relaciones con la mujer y con los hijos no tienen nada de comú n con las relaciones
familiares burguesas; el trabajo industrial moderno, el moderno yugo del capital,
que es el mismo en Inglaterra que en Francia, en Norteamérica que en Alemania,
despoja al proletariado de todo cará cter nacional. Las leyes, la moral, la religió n son
para él meros prejuicios burgueses, detrá s de los cuales se ocultan otros tantos
intereses de la burguesía.
Todas las clases que en el pasado lograron hacerse dominantes trataron de
consolidar la situació n adquirida sometiendo a toda la sociedad a las condiciones de
su modo de apropiació n. Los proletarios no pueden conquistar las fuerzas
productivas sociales, sino aboliendo su propio modo de apropiació n en vigor, y, por
tanto, todo modo de apropiació n existente hasta nuestros días (8). Los proletarios
no tienen nada que salvaguardar; tienen que destruir todo lo que hasta ahora ha
venido garantizado y asegurando la propiedad privada existente.
Todos los movimientos han sido hasta ahora realizados por minorías o en provecho
de minorías. El movimiento proletario es un movimiento propio de la inmensa
mayoría en provecho de la inmensa mayoría. El proletariado, capa inferior de la
sociedad actual, no puede levantarse, no puede enderezarse, sin hacer saltar toda la
superestructura formada por las capas de la sociedad oficial. […]
Al esbozar las fases má s generales del desarrollo del proletariado, hemos seguido el
curso de la guerra civil má s o menos oculta que se desarrolla en el seno de la
sociedad existente, hasta el momento en que se transforma en una revolució n
abierta, y el proletariado, derrocando por la violencia a la burguesía, implanta su
dominació n.
Todas las sociedades anteriores, como hemos visto, han descansado en el
antagonismo entre clases opresoras y oprimidas. Mas para poder oprimir a una
clase, es preciso asegurarle unas condiciones que le permitan, por lo menos,
arrastrar su existencia de esclavitud. El siervo, en pleno régimen de servidumbre,
llegó a miembro de la comuna, lo mismo que el pequeñ o burgués llegó a elevarse a la
categoría de burgués bajo el yugo del absolutismo feudal. El obrero moderno, por el
contrario, lejos de elevarse con el progreso de la industria, desciende siempre má s y
má s por debajo de las condiciones de vida de su propia clase (9). El trabajador cae
en la miseria, y el pauperismo crece má s rá pidamente todavía que la població n y la
riqueza. Es, pues, evidente que la burguesía ya no es capaz de seguir desempeñ ando
el papel de clase dominante de la sociedad ni de imponer a ésta, como ley
reguladora, las condiciones de existencia de su clase. No es capaz de dominar,
porque no es capaz de asegurar a su esclavo la existencia, ni siquiera dentro del
marco de la esclavitud, porque se ve obligada a dejarle decaer hasta el punto de
tener que mantenerle, en lugar de ser mantenida por él. La sociedad ya no puede
vivir bajo su dominació n; lo que equivale a decir que la existencia de la burguesía es,
en lo sucesivo, incompatible con la de la sociedad.
[…] El progreso de la industria, del que la burguesía, incapaz de oponérsele, es
agente involuntario, sustituye el aislamiento de los obreros, resultante de la
competencia, por su unió n revolucionaria mediante la asociació n. Así, el desarrollo
de la gran industria socava bajo los pies de la burguesía las bases sobre las que ésta
produce y se apropia lo producido. La burguesía produce, ante todo, sus propios
sepultureros. Su hundimiento y la victoria del proletariado son igualmente
inevitables.

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