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Cambio de papeles

Mario era el humano de Zeta y Zeta, que tenía el pelo rojizo como un zorro, era el gato de
Mario. A Zeta le agradaba mucho su humano, mas asimismo le agradaba ir a su aire. Por más
que el pequeño insistía, Zeta jamás dormía en su cama cuando estaba dentro, prefería hacerlo
acurrucado en un cojín al lado del radiador. A Zeta le agradaba descubrirlo todo, ¡era tan
curioso! y no tenía temor a nada, o bien prácticamente a nada. Por el hecho de que el
aspirador, de verdad, le amedrentaba un poco. Cuando olía, oía o bien veía algo nuevo, Zeta
no se lo pensaba 2 veces… asistía silencioso a olisquear, percibir y observar lo que pasaba. Era
todo lo opuesto que su humano. Y es que a Mario no le agradaban las cosas nuevas: le daban
temor.

Por eso cuando aquel otoño empezó en una escuela nueva, un instituto de mayores, que
afirmaba su abuela, Mario no paraba de lamentarse. Eso a pesares de que había muchas cosas
que le agradaban de su nuevo instituto. Para comenzar ya no debían llevar ese babi color
verde que tanto detestaba. Además de esto, el instituto nuevo era mucho mayor y en vez de
un patio de arena, tenían una pista de futbol y otra de baloncesto. No obstante, las clases eran
cada vez más difíciles. Lo que menos le agradaba a Mario era cuando le tocaba leer en alto
delante de toda la clase. Se ponía tan inquieto que todas y cada una de las letras empezaban a
danzar y a entremezclarse unas con otras. Al final Mario empezaba a tartamudear y le tocaba a
otro releer lo que había leído.

Mario le contaba a Zeta todas y cada una estas cosas y el gato, mientras que se dejaba
acariciar con paciencia, pensaba en lo injusto que era que Mario, que no deseaba ir al instituto,
tuviese que asistir a él día tras día.

–Y mientras que , que me encantaría, debo quedarme en casa día tras día. ¡Con lo que me
agradaría a mí ir al instituto y aprender a leer!

Para Mario, no obstante, era todo lo contrario:

–Qué suerte tienes Zeta, puedes estar en casa todo el día… ¡Si fuera un gato: sería tan feliz!

Y tanto deseaba Zeta ir al instituto y tanto deseaba Mario ser un gato, que una noche de luna
llena un hada traviesa que pasaba por la ventana decidió concederles el deseo.

–Durante una semana Zeta va a ser un humano y Mario un gato…

Imaginaros el lío que se montó por la mañana siguiente… Zeta con su cuerpo de pequeño de
seis años y Mario lleno de pelo color rojizo.

–Y ahora, ¿qué hacemos? –exclamó Zeta que ahora charlaba como los humanos, pues era uno
de .
–Pues deberás ir al instituto y hacerte pasar por mí –maulló Mario mientras que se chupaba la
pata con su lengua afelpada.

Y de esta manera lo hicieron. Zeta se fue al instituto y allá vio con sus ojos todo cuanto Mario
le había contado. Lo campos de futbol y baloncesto, los libros llenos de letras y aquella
profesora que les hacía leer en voz alta. Como Zeta era muy curioso y no le tenía temor a nada,
estuvo observando a todos y cada uno de los pequeños, mirando bien los libros y
descubriendo exactamente en qué consistía eso de leer. Mas si bien todo era muy entretenido,
Zeta estaba agotado. Conque cuando llegó el recreo pensó quedarse acurrucado en un rincón
y echarse una siestecita: aquello de ser pequeño era muy entretenido, mas asimismo muy
agotador. Mas cuando estaba a punto de quedarse dormido, sus amigos vinieron y le forzaron
a jugar un partido de futbol con ellos.

Mientras tanto, en casa, Mario se había quedado en cama tan a gusto que creyó que eso de
ser gato era lo mejor de todo el mundo. A mediodía se fue al despacho de Papá, se subió a la
mesa y comenzó a ronronear. Papá, que estaba examinando unos papeles muy difíciles le
separó de un manotazo. Y el pobre Mario transformado en gato terminó de bruces en el suelo.

–Bueno, volveré a mi cama. No tengo nada que hacer más que dormir, comer y jugar…

Pero dormir tantas horas era desganado, y no charlemos de jugar: perseguir una bola de lana
no era la idea que Mario tenía de diversión. Tampoco era mejor comer: aquellas bolas secas
que Zeta acostumbraba a devorar en todo momento sabían a rayos y truenos.

Y de esta manera fueron pasando los días. Zeta en el instituto, tan observador, había
aprendido a leer. Mario, en casa, como no tenía nada que hacer, se dedicaba a fisgar por todos
lados y a descubrir rincones en los que jamás se había fijado. Asimismo se estaba volviendo
más valiente: ¡hasta había aprendido a enfrentarse al aspirador como jamás lo había hecho su
gato! Y eso que al comienzo, cuando sintió la máquina apuntando hacia él prácticamente se
cae del susto, mas sabía que no tenía nada que temer, por el hecho de que si bien esa máquina
era muy potente, era considerablemente más veloz.

Pero los dos echaban de menos su vida anterior: el instituto estaba bien, y leer era muy
entretenido para Zeta, mas era mucho mejor pasarse todo el día durmiendo y fisgoneando a su
antojo. A Mario ser gato le parecía muy cómodo, mas asimismo muy desganado. No podía salir
a a la calle, ni jugar al futbol con amigos. Extrañaba el instituto, ¡aun si bien le hiciesen leer en
alto!

Así que aquella noche, cuando habían pasado ya 7 días desde el instante en que se cambiaron
los papeles, Mario y Zeta comenzaron a discutir de qué forma terminar con aquella situación:

–Yo no deseo ir más al instituto. ¡Vaya hastío!


–Y no deseo quedarme todo el día en casa… ¡eso sí que es desganado!

–Pero ¿qué hacemos? No sabemos por qué razón ha pasado esto, ni tampoco de qué forma
solucionarlo…

Y justo en aquel instante, el hada traviesa que había creado el encantamiento apareció en la
habitación. Era pequeña como una mariposa y no llevaba una barita mágica, sino más bien una
pistola de agua con la que disparó a Zeta y a Mario que volvieron a sus cuerpos originales.

–¡Espero que hayáis aprendido la lección y ahora gocéis con lo que sois!

Pero tanto Zeta como Mario habían aprendido algo más. Zeta había aprendido a leer y desde
ese momento, además de esto de fisgonear por todos lados, jugar con bolas de lana, dormir y
comer, asimismo le solicitaba a Mario que le dejase abierto algún libro de cuentos para leer un
rato. Mario, por su parte, había aprendido a ser más curioso y a no tener temor cuando la
maestra le solicitaba que leyese en alto. Si se había enfrentado valiente a una máquina que
absorbía pelos… ¿de qué forma no iba a atreverse con la lectura?

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