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PREPARACIÓN PERSONAL PARA LA COMUNIÓN

Las palabras del sacerdote que repite antes de acercarnos a comulgar, después de la
fracció n del pan son en las que nos fijamos en la catequesis hoy.

Se acerca el instante de esa unió n íntima de cada uno de nosotros con el Creador que
es la Comunió n, la má xima unió n a la que es posible aspirar aquí en la tierra. El
sacerdote después de adorar al Señ or y recitar una oració n, toma con piedad en sus
manos la Sagrada Forma, y mostrando a todos los fieles el Cuerpo del Señ or dice:

“Este es el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo. Dichosos los invitados
a la cena del Señ or”

De la respuesta que damos a esta oració n ya hemos hablado en otra catequesis, hoy
nos detenemos en la oració n del sacerdote y en concreto en la palabra Cordero que
tiene un significado con mucha historia y que por ejemplo en una ocasió n dieron
lugar a uno de los pasajes má s emocionantes que hay en los Evangelios. (Si
entendemos realmente el contenido de esta frase “Cordero de Dios” para los judíos
de la época de Jesú s).

El pasaje del Evangelio tan emocionante nos lo cuenta en el evangelio San Juan, en
los primeros capítulos.

Al día siguiente estaba allí de nuevo Juan y dos de sus discípulos y, fijá ndose en Jesú s
que pasaba, dijo: ´He aquí el Cordero de Dios'. Los dos discípulos, al oírle hablar
así, siguieron a Jesú s.

Se volvió Jesú s y, viendo que le seguían, les preguntó : ´¿Qué buscá is?'. Ellos le
dijeron: ´Rabbí (que significa Maestro), ¿dó nde vives?'. Les respondió : ´Venid y
veréis'. Fueron y vieron dó nde vivía, y permanecieron aquel día con él. Era
alrededor de la hora décima.'. (San Juan 1, 35-42)

Lo increíble es que si nos fijamos bien, tanto San Juan como San Andrés que estaban
con San Juan Bautista, bastó que escucharan unas palabras dichas por San Juan
Bautista para que dejaran todas las cosas y le siguieran a Jesú s.

Y justo las palabras dichas son estas: “Cordero de Dios”, que para ellos significaba el
que quita el pecado del mundo de una forma peculiar.

Para los judíos de aquella época, y desde muchos siglos antes, el Cordero estaba
unido a dos pasajes que conocía bien todo judío y que son los má s representativos
del significado del Cordero.

En esos pasajes se habla de un sacrificio que haría que todos los demá s sacrificios
que realizaba el Pueblo de Israel carecerían de sentido.
El Pueblo de Israel desde siempre, desde que había comenzado su religió n, su fe
estaba unida a la experiencia y necesidad de un sacrificio. De hecho, nada má s
constituirse ese Pueblo con Abraham se ve una historia que habla ya de un sacrifico
singular: el sacrificio que Dios pide a Abraham para probarle de su ú nico hijo. En esa
historia que todos los judíos conocían bien, Dios mismo presenta un cordero que
sustituye el Sacrificio de Isaac. Repito: en esa historia ademá s de otras cosas Dios da
un Cordero que sustituye al hijo de Abraham.

El otro acontecimiento que aparece en la Biblia se nos habla del Cordero Pascual, la
noche en que un á ngel exterminador fulminó la població n de Egipto arrebatando
(matando) a sus primogénitos. Solo la sangre de un cordero sobre el dintel de sus
casas salvaría a los primogénitos de Israel. (Ex 12)

Con estos dos pasajes que aparecen en la Biblia ya podemos entender el sentido de
esas palabras que dijo San Juan Bautista y que provocaron que San Juan y San
Andrés al escucharlas pegasen un salto de emoció n y siguieran a Jesú s. Realmente
ellos las entendieron así:

Ahí está el hombre que má s va a amar a Dios y a todos los hombres. Tanto va a amar
que se va a presentar como el Cordero que necesita Dios Padre para salvar a todos.
¿Queréis vivir una vida unida a un amor así?

Ló gicamente al escuchar que ellos podían “colaborar” en una vida así, se levantaron
y siguieron a Jesú s.

Hay otra historia reciente y que muestra también lo que significa la Santa Misa para
una persona que entiende el significado de la palabra Cordero. La historia la cuenta
el protagonista en un libro que se titula (qué casualidad): “la cena del cordero”

Y dice asi: (Esta se puede dar en la siguiente catequesis)

Allí estaba yo, de incógnito: un protestante de paisano, deslizándome al fondo


de una capilla católica de Estados Unidos para presenciar mi primera Misa. Me
había llevado hasta allí la curiosidad, y todavía no estaba seguro de que fuera
una curiosidad sana.

Estudiando los escritos de los primeros cristianos había encontrado incontables


referencias a «la liturgia», «la Eucaristía», «el sacrificio».
Quería entender a los primeros cristianos; pero no yo tenía ninguna experiencia
de la Santa Misa. Así que me convencí para ir y ver, como si se tratara de un
ejercicio académico, pero prometiéndome continuamente que ni me arrodillaría,
ni tomaría parte en ninguna otra oración.

Me senté en la penumbra, en un banco de la parte de más atrás de aquella


capilla. Delante de mí había un buen número de fieles, hombres y mujeres de
todas las edades. Me impresionaron sus genuflexiones y su aparente
concentración en la oración. Entonces sonó una campana y todos se pusieron
de pie mientras el sacerdote aparecía por una puerta junto al altar.
(antiguamente cuando el sacerdote salía de la sacristía se tocaba una
campanilla para avisar a los fieles del comienzo de la Misa)

Inseguro de mí mismo, me quedé sentado. La Misa, me habían dicho que, era


un rito en el que se pretendía «volver a sacrificar a Jesucristo». Como eso para
mi era imposible yo permanecería como mero observador y en todo caso iría
leyendo la Biblia que tenía abierta junto a mí.

Sin embargo, a medida que avanzaba la Misa, algo me golpeaba. La Biblia ya no


estaba junto a mí. Estaba delante de mí: ¡en las palabras de la Misa! Una línea
era de Isaías, otra de los Salmos, otra de San Pablo. Quería interrumpir a cada
momento y gritar: «Eh, ¿puedo explicar en qué sitio de la Biblia sale eso? ¡Esto
es fantástico!» Aún así todavía mantenía mi posición de observador.
Permanecía al margen hasta que oí al sacerdote pronunciar las palabras de la
consagración: «Esto es mi Cuerpo... éste es el cáliz de mi Sangre».

Sentí entonces que toda mi duda se esfumaba. Mientras veía al sacerdote alzar
la blanca hostia, sentí que surgía de mi corazón una plegaria como un susurro:
«¡Señor mío y Dios mío. Realmente eres tú!»

Desde ese momento, era lo que se podría llamar un caso perdido. No podía
imaginar mayor emoción que la que habían obrado en mí esas palabras. La
experiencia se intensificó un momento después, cuando oí a la comunidad
recitar: «Cordero de Dios... Cordero de Dios... Cordero de Dios», y al sacerdote
responder: «Éste es el Cordero de Dios...», mientras levantaba la hostia.

En menos de un minuto, la frase «Cordero de Dios» había sonado cuatro veces.


Con muchos años de estudio de la Biblia, sabía inmediatamente dónde me
encontraba. Estaba en el libro del Apocalipsis, donde a Jesús se le llama
Cordero no menos de veintiocho veces en veintidós capítulos. Estaba en la
fiesta de bodas que describe San Juan al final del último libro de la Biblia.
Estaba ante el trono celestial, donde Jesús es aclamado eternamente como
Cordero. No estaba preparado para esto, sin embargo...: ¡estaba de una forma
viva en la Misa!

Nosotros al escucharlas nos levantamos y nos acercamos a comulgar con el deseo de


imitar a Jesú s: dar la vida por los demá s como la dio É l en la Cruz.

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