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EDITORIAL

La primera Encíclica del pontificado de Benedicto XVI tenía


como centro el amor de Dios o la verdad de Dios como amor. Con
ello, el Papa, que ya había venido preparando el tema de la Encí-
clica a través de diferentes mensajes previos, quería situarnos en el
corazón de la fe cristiana, que no consiste ante todo en el asenti-
miento de una serie de verdades, sino en una profesión de confianza
en un amor que nos ama primero: el amor de Dios manifestado en
Cristo.
El hecho de que la Encíclica fuera firmada el día de Navidad de
2005, nos revela la intención de Benedicto XVI de centrar su re-
flexión sobre el amor en la realidad de la presencia de Jesucristo
como don del Padre para el mundo, pues en él se desvelan defini-
tivamente la ternura y la misericordia de Dios. Creer en clave cris-
tiana no es creer en algo sino, como ya nos había indicado el Papa
Ratzinger en su Introducción al cristianismo: creo en ti; creo en un
Amor, en tu Amor. Ahí, como se afirma en el número primero de la
Encíclica, se halla el corazón de la fe cristiana.
El testimonio del Antiguo Testamento, que recoge la experiencia
del Pueblo de Israel, es firme ya en la afirmación de la ternura y
la misericordia de Dios. Por encima de otras imágenes de Yahveh
como Dios duro o castigador, se impone la de un Padre tierno, de
un Esposo enamorado que sufre por el desdén de su pueblo y se
vuelca lleno de gozo y de ternura sobre los suyos, atrayéndoles con
lazos humanos, alejando de ellos sus pecados como el Oriente dista
del Ocaso.
Con la revelación definitiva otorgada en Cristo, el Nuevo Tes-
tamento puede afirmar ya sin ningún género de dudas que «Dios es
amor y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en
él» (1 Jn 4,16). Esta verdad, enraizada en la fe cristiana, pues se
basa en el testimonio, en gestos y palabras del mismo Jesús, Hijo
de Dios, se ha visto muchas veces a lo largo del tiempo, es innega-
ble, relegada u olvidada. Como si la pátina de los años nos hiciese
REVISTA DE ESPIRITUALIDAD 67 (2008), 5-7
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olvidar la auténtica naturaleza de Dios y la verdadera relación a la


que, en Cristo y por el Espíritu —que en la oración clama por
nosotros al Abbá, Padre—, nos llama.
Si los ojos del creyente se fijan en la vida de Cristo, parece
imposible que no sea capaz de descubrir el profundo gesto de amor
que en él nos regala Dios. Acoge a los pecadores, sale al encuentro
de las necesidades de los hombres y mujeres con los que topa, pero,
sobre todo, es en su entrega en la cruz, cuando contemplamos el
modo y la razón porque lo matan, nuestro corazón puede sentirse
aterrado, encogido; sin embargo, cuando somos capaces de fijar la
mirada en el modo y la razón por la que él muere y quién es el que
muere, la percepción de un amor insuperable se fija en lo más
profundo de nuestra alma y nos sentimos testigos de la contempla-
ción del mayor gesto de piedad que pudiera soñar cualquier cora-
zón humano.
Como ha dicho Florentino Muñoz, inspirándose en las palabras
del Papa Benedicto XVI, «contemplar a Jesucristo crucificado no es
algo puramente externo, pasajero. No podemos mirar al Crucificado
con la mirada de un espectador, ni con la de un transeúnte, sino con
la mirada creyente y amorosa, ya que esta es la única que nos ca-
pacita para asumir y compartir sus sufrimientos y ponernos entera-
mente en las manos de Dios».
Nadie, quizás como Bach, un músico, un místico, ha sabido
extraer —a través de la belleza musical de sus Pasiones— de la
tragedia del calvario, la hermosura de la entrega del crucificado,
reclamando al tiempo al alma cristiana un espíritu profundo de
contemplación de tan hondo misterio de amor.
Muchos hombres y mujeres creyentes nos han venido a recordar
este tesoro olvidado o recubierto por la pátina de nuestros escrúpu-
los, nuestros miedos e inseguridades… o el deseo de aferrarnos a
seguridades, incapaces de aventurar la vida, de arriesgar y, por
ello, de acoger el amor, porque el amor es siempre un riesgo.
Los místicos, como Teresa o Juan de la Cruz, a cuya experien-
cia de amor nos acercaremos a través de Olga de la Cruz, cd, y
José-Damián Gaitán, ocd, son testigos incomparables de esa verdad
que constituye el núcleo de la confesión de fe cristiana. En la Igle-
sia, ellos son el corazón, el amor, recordándonos constantemente
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que en el interior de cada uno de nosotros hay una puerta abierta


que nos lleva al centro de cada uno, que es el Dios todo amor.
También muchos creyentes, anónimos o conocidos, desde la
sencillez de la vida de cada día en la que viven su amor conyugal
como una vocación a la que Dios les llama, viven profunda y seria-
mente este compromiso, mostrándose, como nos recuerda Carlos
Eymar, como auténticas parábolas vivientes del amor divino al
mundo.
Con la ayuda de estos testigos, la Iglesia y la humanidad entera
puede refrescar la memoria del amor que nos llama al compromiso,
del amor que exige una respuesta no como pago ni como moneda
que conquista lo que es un regalo inmerecido de Dios Padre, sino
como impulso casi espontáneo que brota del corazón agradecido de
quien, necesitado de amor, ve plenificada su indigencia con el amor
de todo un Dios que se abaja y, en expresión de Teresa de Lisieux,
se hace mendigo del amor humano, mostrando que si el ser humano
busca por amor a Dios, mucho más le busca Dios a él, como Amado
que no pudiera vivir sin la presencia de la amada (Juan de la Cruz).
La Iglesia, pues, llama a la humanidad —y esto es tarea de la
Encíclica—, a configurarse por amor y en amor, y ella misma ha
dado testimonio del amor mediante el ejercicio de la caridad a la
largo de la historia, como nos muestra el artículo de Daniel de
Pablo Maroto, ocd.
Completa este número de Revista de Espiritualidad una intere-
santísima nota del profesor de la Facultad de Teología de la Uni-
versidad Pontificia Comillas, Ángel Cordovilla, sobre el libro del
Papa Ratzinger Jesús de Nazaret.

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