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Marta y las vacunas

Ha pasado la medianoche y Marta se sienta sobre el suelo del atrio del Hospital del
Torax en La Paz. Ha traído un par de mantas que, unidas a cierta candidez, batallan por
darle la sensación de que no pasará frío, pero la brisa helada se clava con saña en sus
pies que envuelve con papel higiénico.

Ambos estamos pasando la noche a la intemperie, buscando una de las esquivas cinco
fichas que diariamente concede el hospital para quienes necesitan una consulta
externa. Junto a nosotros hay una mujer que se ha echado a dormir envuelta en un par
de frazadas junto a un niño de pecho. Marta se frota los brazos y refriega sus pies
tratando de burlar al frío.

Cambia de estrategia y comienza a hablarme para no pensar tanto en la temperatura


de fines de junio. Me cuenta que viene de una comunidad de los Yungas, que tiene una
enfermedad pulmonar, que se está cuidando como puede del virus... pese a los
dirigentes campesinos de la zona.

Martha me habla de que la “orden” de la Subcentral campesina de su comunidad es


que nadie se haga vacunar, ha sido una decisión tomada en un ampliado, bajo la
presión de los dirigentes que entremezclan argumentos religiosos y conspiranoicos:
dicen que te van a poner la marca de la bestia, que han vacunado primero a los viejos
porque según ellos no aportan en nada y quieren deshacerse de esa carga...”.

Marta asistió al ampliado, pero se quedó callada. Esa tarde, en su casa tomó una
decisión: nadie decidiría nunca más por ella. Menos en temas de salud. Recordó con
rabia las veces que le criticaron por ser “mujer sola”, las burlas que le hacen por el
“bozal” que lleva en solitario desde que comenzó la pandemia... A la mañana siguiente
fue al centro de salud y se vacunó “de ocultas”.

Habló con la “doctorita” que atiende la posta. Confirmó que no es la única que desafía
el mandato de los dirigentes, pero la rebeldía es escasa y la facultativa le ha contado
con mucha pena que tendrá que devolver las vacunas antes de que caduquen.

Un sonido vuelve a interrumpir la charla. Es un traqueteo metálico que reverbera en


las paredes del complejo hospitalario de Miraflores. Es la tercera vez que pasa y por
eso callamos, ya sabemos de qué se trata: un auxiliar y una enfermera, protegidos por
trajes de bioseguridad, empujan una camilla donde yace un cuerpo cubierto por
completo... rumbo a la morgue.

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