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La política peruana está sumergida en una espiral de crisis permanente, con episodios de

colisiones entre poderes que se repiten, aunque los elencos cambien. La volatilidad de los actores,
la vorágine de reformas normativas y los efectos de la crisis pandémica, hacen difícil la tarea de
seguir analíticamente los eventos políticos de un país sin estructuras partidarias. En esta serie de
cuatro columnas el autor explica cómo funciona una arena política fluida posterior al colapso del
sistema partidario peruano, intentando responder estas preguntas: ¿En qué se basa la
racionalidad de gobernar sin partido ni bancada parlamentaria? ¿Con qué criterios legislan
congresistas sin vínculos estables con la sociedad? ¿Qué representación política tiene la
incertidumbre y el cortoplacismo? ¿Cómo son elecciones con organizaciones políticas efímeras,
desconectadas de la sociedad y candidaturas improvisadas?

El presidente Martín Vizcarra -quien gobierna Perú desde marzo de 2018, después de haber sido
vicepresidente de la República desde 2016- no ha tenido pretensiones de construir un proyecto
político ni regional ni nacional. Tampoco, de forjarse una bancada parlamentaria -ya sea heredada
o propia- a pesar del acceso al poder regional y luego nacional; y de sus inéditos niveles de
popularidad: alcanzó el 80% de aprobación nacional durante los primeros meses de la pandemia.
[1]

No se trata de desidia ni de torpeza, sino de cálculo político. Hay que recordar que Vizcarra asume
el poder luego del descalabro del establishment político, provocado por los escándalos de
corrupción del Caso Lava Jato, cuyas investigaciones judiciales aún en curso llevaron a los
principales líderes políticos de los partidos que gobernaron Perú entre el 2001 y 2018 a la cárcel, al
suicidio (Alan García) o a estar procesados.

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