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EL ATAQUE 
 
Ser argentino fue el grandioso proyecto qué surgió en esta tierra. Estaba sostenido en una trama
de creencias, en un abanico de valores, en una esperanza.  

Ser argentino era un sueño y también algunas veces llegó a ser un orgullo. Era una utopía qué
hubo momentos en que pareció posible. A pesar de los tropiezos, a pesar de la distancia entre lo
cotidiano y los deseos, era nuestro alimento, era nuestro apoyo, era nuestra forma de pararnos en el
mundo, con las virtudes y defectos en cada presente,  pero con ese modelo perfecto detrás del cual
queríamos marchar. 

Ese núcleo magnético, esa fuerza telúrica que nos arraigaba y nos empujaba hacia delante y
hacia arriba, permitió que por obra y gracia de algunos que sí lograron ser argentinos, ese argentino
mítico que nos ilusionó a todos, la Argentina pudo lograr algunos sorprendentes resultados. 

Sin embargo, por detrás, reptando muy abajo, medrando en las sombras, siempre se agitaron
fuerzas contra ese argentino ideal. Y así se fue mellando el escudo protector y poco a poco se
desalentaron los ideales de grandeza, honor, generosidad, dignidad, heroísmo, y al mismo tiempo se
menoscabaron las metas, se sembró la duda sobre la capacidad del argentino para alcanzarlas, se
minó la confianza en el otro que podía sostenernos.  

Los héroes fueron desalojados del Olimpo patriótico y fueron sometidos a un escrutinio
mezquino, implacable, que, aunque no mancilló su grandeza, sí opacó para muchos, su brillo
ejemplar. 

Y así estamos hoy viviendo en pleno imperio de la mediocridad que Ingenieros describió con
implacable lucidez y Martínez Estrada suscribió “Qué es esto”, medio siglo después. 

Una sociedad en que todo destaque, toda prominencia, todo brillo, debe ser opacado demolido,
aplanado, no tiene perspectiva ni contraste ni horizonte que la oriente y la dirija en el camino hacia
el futuro. 

No hay ejemplaridad pública. Por lo contrario, es una exhibición desvergonzada de la


degradante viveza criolla. Maestra en todos los trucos del escape, el ocultamiento y el gesto
sobrador. Alcanza, con el empuje del poder aprovechado con descaro, magnitudes increíbles. El país
se desangra literalmente por las heridas que le han infligido con una codicia sanguinaria.

La obra maestra llevada a cabo durante decadas, es el empobrecimiento de la sociedad que un


día fue la más igualitaria de America, con una pujante capilaridad social.
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Sistemática e incansablemente fueron demoliendo los pilares básicos. La educación integradora


y de altísimo nivel, era la llave maestra para una sociedad de oportunidades. Esa herramienta
permitió hacer ciudadanos de las multitudes que llegaron con esperanza a ofrecer su denodado
esfuerzo y participar en la construcción de una nación, en un vasto territorio despoblado.

Si alguien, de algún alejado rincón, llegaba a prestar el servicio militar sin la educación debida,
allí la recibía como conscripto del Ejercito Argentino, y volvía a su pago más preparado.

Eran las gentes de los barcos. Los que comulgaban el credo del crisol de razas. Ese crisol fundía
tantas lenguas, tantas historias y nostalgias, buscando en esa amalgama forjar el argentino que
encarnara la utopía grandiosa que abrigaba cada hogar.

Esos argentinos de los barcos traían consigo una virtud maestra. Sabían que eran habitantes del
tiempo. Que todo logro, toda meta, se podía alcanzar en el tiempo. Eso le quitaba al evasivo
presente el apremio de la urgencia.

Permitía pensar en el cómo y el cómo era el ahorro. Que viene del guardar fuerzas, para
soportar la carga, o la carrera, o el salto. El ahorro es la via por donde el trabajo hace su obra.

Pero un fatídico día, con el falaz argumento de que todo podía ponerse en la mesa para un
banquete, se convocó a una fiesta para gastar todo en un banquete. Que nadie se privara de nada,
mañana no importa.

Y con ese gesto repetido y mejorado, hasta llegar hoy a niveles asombrosos, perdimos nuestra
moneda, ese símbolo que permite que el valor viaje en el tiempo y el espacio.

Pero si no hay moneda, no hay ahorro. Si no hay ahorro no hay futuro. Solamente hay una
sucesión de inmediateces, que reclaman satisfacciones con igual urgencia, porque mañana ya es
futuro y no existe.

No tiene sentido la siembra y la espera, o los 21 días de incubación; hasta el embarazo que nos
trajo al mundo, queda cuestionado, en este mundo sin futuro.

Pero la demolición no se detiene. Tambien el crisol de razas fue atacado. Eso era necesario para
afianzar el modelo distópico elegido para cancelar la utopía creadora que le daba consistencia al
país.

Así resulta que son discriminados, en un gesto de negacionismo irracional, los argentinos de los
barcos, como enemigos de los pueblos originarios. Tanto empeño hizo que el desprecio llegara hasta
Colón, como primer hombre de los barcos y su monumento fuera desterrado de la vista.
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Personalmente rechazo ese intento por injusto, agraviante y extemporáneo. Si en el tiempo algo
se hizo mal, es nuestra oportunidad para repararlo. Hacer política de la historia, es otra forma de la
picardía para escapar de las propias dificultades y reclamar a otros porque no dejaron todo
arreglado o resuelto.

Los inmigrantes construyeron el país, cultivaron sus campos, aplicaron sus manos a múltiples
oficios para enriquecer la vida de todos. Todas las profesiones los encontraron activos. Dieron
ejemplo de solidaridad en sus sociedades de socorros mutuos. No es necesario repetir algo tan obvio
como los méritos de los inmigrantes, que dejan al desnudo la perversidad de colocarlos como
enemigos de los indios.

Para completar la demolición, los héroes, seres humanos capaces de sobresalientes hazañas a
pesar de sus debilidades y flaquezas, fueron desplazados por una triste armada de rufianes
incompetentes, comparsa de aprovechadores inescrupulosos, obedientes aduladores de manos en
callecidas de tanto aplaudir a lideres ególatras y mentirosos, obsesionados solamente por
permanecer en los diversos sillones del privilegio feudal que construyeron.

A los señores del orden de la decadencia, usufructuarios de la herencia mostrenca del linaje del
nuevo panteón adoptado.

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