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Lugar de siempre

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© 2014, Piedad Bonnett


© 2014, SCRD-Idartes y Ministerio de Cultura

Edición digital: Bogotá, diciembre de 2014


ISBN: 978-958-8877-36-5

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Contenido

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Portada
Créditos

Lugar de siempre
Lugar de siempre
Bogotá: encuentros y desencuentros
Bogotá
Lugar de siempre

Esta ciudad que yo creí mi pasado


es mi porvenir, mi presente:
los años que he vivido son ilusorios,
yo estaba siempre (y estaré en Buenos Aires).
Jorge Luis Borges

Desde siempre me ha interesado el tema de la ciudad, vista ya sea desde la


historia o la literatura o la arquitectura; me apasiona leer sobre el origen de
los burgos, o sobre la configuración de la ciudad moderna –París y San
Petersburgo, recorridos de la mano maestra de Marshall Berman o a través de
las imágenes perturbadoras de la poesía de Baudelaire– o acercarme a las
visiones urbanísticas de un Hausman o un Niemeyer. La ciudad como
problema me llevó a las aulas; la ciudad viva, imprevista, inabarcable, me
seduce, porque soy irremediablemente urbana. La naturaleza me conmueve,
pero también me cansa. A ella vuelvo sólo para retomar fuerzas para vivir en
la ciudad. Tengo en el corazón ciudades entrañables, a las que volvería
siempre: Lisboa, Praga, Córdoba, San Petersburgo. Pero mi destino, el lugar
al que pertenezco, es Bogotá. De ella amo las montañas, la luz de las cinco de
la tarde sobre Monserrate y sobre su arquitectura de ladrillo, ciertos barrios
que perseveran, los recuerdos de esa otra que fue en mi infancia. Con ella
batallo, y a menudo me resulta insoportable, odiosa. En el fondo de mi
narrativa, y también en mucha de mi poesía, está siempre Bogotá, y
cualquiera que haya vivido aquí puede reconocer los lugares que nombro sin
nombrar. En esta breve selección de textos sólo alcanzo a tocar algo de mi
relación con ella, pues la más honda quizá no sea transferible a palabras:
Bogotá es, sencillamente, una marca en mí, una costumbre, y también una
hidra policéfala que me provoca amor y odio y que jamás terminaré de
recorrer.
Ocho meses después de que Martín le dijera que no podía sostener
tantas cuerdas con la misma mano, Ana supo que su mujer lo había
abandonado. Se enteró del hecho de manera totalmente circunstancial y entre
muchos otros chismes de distinto talante, en una reunión de amigas que
desconocían su petite histoire. Silvia, la mujer que contaba la historia,
conocía a la esposa de Martín y parecía suficientemente enterada. Enfatizó su
alegría: su amiga se deshacía de un hombre vanidoso, temperamental y cruel.
Alguien anotó que era la mujer de Martín la verdaderamente insufrible. Tenía
un aire de suficiencia insoportable, era arribista y maltrataba a la gente a su
alrededor.
–Parece arrogante, pero no lo es –dijo Silvia.
–La gente tiene la cara que se merece –sentenció su antagonista– y la
suya es la de alguien hostil.
–Es tímida. Hay que conocerla para saber que no es así. Es pura
apariencia –anotó, persistente, su amiga.
–Dicen que sólo la gente tonta no juzga por las apariencias. La verdad
está siempre más cerca de la superficie de lo que parece –insistió la otra–. A
mí me resulta odiosa.
Ana habría preferido, claro, no haber oído aquella información
perturbadora, pero una vez conocida intentó sofocarla en un recodo espeso de
la memoria. Mientras oía estos juicios, sin embargo, se dijo que el hecho de
que aquella mujer fuera áspera como estopa o dulce y acogedora, era un dato
sin significación para ella. Gracias a la esposa la amante puede disfrutar del
lado luminoso del hombre elegido. Una intuición última le decía que esa
mujer debía haber sufrido.
Dos meses más tarde se cumplió la profecía que Malena hiciera apenas
se enteró del hecho: “Va a llamar, de eso no te quede duda. Para los hombres
la soledad es tan intolerable como la luz para los murciélagos”. Un mediodía
cualquiera sonó el teléfono y la voz de Martín se oyó del otro lado, tan opaca
y contenida como la de un mensajero de malas noticias. No explicó, ni
titubeó, ni ensayó a endulzar su saludo con nada atrayente. Simplemente
expresó su deseo de tener una conversación con Ana en un lugar apacible.
Ésta aceptó, aturdida por la sorpresa, debilitada de repente por el tono de una
voz que volvía a pulsar zonas heridas, secretamente ansiosa de reanudar sus
pérdidas, vehementes conversaciones. Se citaron al día siguiente, al final de
la tarde, en un restaurante del centro. El resto del día fue para ella como estar
en un corredor húmedo, lleno de voces.
Ana, que salía de una reunión en el Museo Nacional, caminó las veinte
cuadras que la separaban del sitio de encuentro. La tarde estaba clara, y las
nubes luminosas del atardecer eran arrastradas por el viento helado, que hacía
que los caminantes subieran los cuellos de sus chaquetas. Bogotá era como
una muchacha tosca y mal trajeada a la que el sol le otorgara, por un instante,
la gracia que no posee. A aquella hora aumentaba el número de transeúntes
por la carrera séptima, hasta convertirse en una pequeña muchedumbre
compuesta de secretarias y contabilistas y notarios, y afanados estudiantes de
las escuelas nocturnas y desastrados poetas y vagos y jíbaros de mochilas
arhuacas, y jovencitas de axilas rasuradas que comenzaban ya a soñar con la
noche. Ana respiraba con placer el aire frío, sin importarle que viniera
cargado de los pitos de los carros y del olor a aceite quemado, a humo de
exhosto, al pollo frito y vuelto a fritar de las cafeterías. Se sentía
extrañamente viva y ansiosa mientras caminaba, abstraída, abriéndose paso
entre figuras borrosas que a veces rozaban su hombro. Su memoria,
deshaciendo las costuras que había hecho con determinación y paciencia
durante todos estos meses, se soltaba ahora, ante la inminencia del encuentro,
haciendo retrospecciones, recuperando antiguos diálogos, trozos de frases,
ademanes que alguna vez fueron íntimos faros para sus sentimientos.
En aquellos meses de ausencia Ana se había culpado una y otra vez de
no haber tenido nunca conciencia plena de la fugacidad de sus encuentros con
Martín, y de que la liviandad de su concentración de esos días la condenara a
no poder recuperar gestos y palabras que tal vez fueran hoy pequeñas y
valiosas piezas en un rompecabezas que no acababa de armar. Pero luego se
consolaba diciéndose que en el amor no cabe hablar de ligereza, porque la
intensidad del sentimiento de los amantes es siempre tan poderosamente
turbadora, que la memoria es debilitada por la voracidad del deseo. Y es que
en los últimos meses Ana había experimentado algo doloroso: la cara de
Martín se le había ido borrando, desdibujando, como dicen que pasa con las
personas que han muerto, de modo tal que sólo podía recuperarla por partes,
y eso a capricho de una memoria que la castigaba y a menudo se negaba a
devolverle el fragmento exigido, los ojos, los labios, la frente que tanto le
gustaba. Podía en cambio recordar su cuerpo, su forma de caminar, el aire
entre tímido y displicente de su larga figura. A veces, sin embargo, el
recuerdo muy vívido de su imagen completa la sorprendía con la fuerza de un
latigazo, y del mismo modo abrupto la abandonaba, causándole un
sobrecogimiento que le humedecía la mirada. Esto acababa de sucederle
ahora, parada en aquel semáforo, mientras sus ojos veían, sin registrarlo del
todo en la conciencia, a un indigente que escarbaba en unas cajas
abandonadas, un muchacho de unos quince años, oscuro como un
presentimiento, de pelo enlacado y mirada vidriosa. Se dijo que esta vez su
oído, su ojo, estarían atentos a guardar cada modulación, cada matiz, cada
palabra, a fin de llevarse a su casa aquel arsenal de percepciones y
examinarlas con serenidad, para tratar, una vez más, de comprender.
Temblaba ligeramente cuando vio la roja puerta del restaurante, sus
discretas cortinitas blancas, y comprendió, sorprendida, que había llegado
con diez minutos de anticipación.
Decidió no entrar todavía, porque nada odiaba más que aquel tiempo
de vacía incertidumbre en que, sentados frente a la mesa, esperando a un ser
que nos perturba, no sabemos muy bien qué hacer con nosotros mismos,
exultantes y nerviosos, y siempre, en fin, vagamente invadidos por el temor
de que el otro no llegue; cruzó entonces la avenida y se dirigió a una librería
situada justamente al frente; rebasó la primera sala después de saludar al
librero, viejo amigo suyo, y fue a situarse en la sala contigua, frente a los
estantes de poesía, desde donde, sin ser vista, podía observar a través del
amplio ventanal la puerta roja por donde debía entrar Martín. Estuvo allí un
rato, escogiendo los libros por la vistosidad de sus lomos, leyendo de vez en
cuando un poema sin comprender muy bien su sentido, registrando apenas la
belleza de ciertas imágenes, y mirando el reloj en forma persistente, sólo para
comprender que cuando se le insiste al tiempo, viejo mañoso que sabe todos
los trucos, éste se resiste a correr.
Cuando las manecillas marcaron las seis y Ana supo que de un
momento a otro Martín aparecería remontando la avenida, se sintió
desfallecer. En su mente se atropellaron las ideas y los sentimientos,
batallando, como ejércitos que sacan fuerzas del miedo, con una violencia
para la que no parecía estar preparada. Pasaron todavía diez minutos antes de
que lo viera venir calle arriba, vestido con una chaqueta gris que no le
conocía. Como la gente muy alta, daba la impresión de llevar los hombros un
poco elevados, y caminaba levantando levemente la barbilla, en un gesto que
tenía algo de arrogancia, pero que era también una manera de sobrellevar su
controlada timidez. El viento de la tarde lo despeinaba, de modo que un
mechón revuelto le caía sobre la frente. Esperó que entrara al restaurante para
decidirse a salir, pero Martín apenas echó un vistazo a la puerta y se dispuso
a pasar la calle en dirección a la librería. Por un momento un tumulto de
buses lo ocultó de sus ojos. Cuando el semáforo les dio paso y el trancón se
disolvió, Ana vio que no estaba. Estuvo segura entonces de que aparecería
allí, entre los estantes, quizá buscando, como ella, dilatar el tiempo del
encuentro, no ser el primero, hacerla esperar unos minutos para que la
ansiedad la dominara. Maquinalmente pasó sus dedos por el pelo, y concentró
sus ojos por un segundo en el libro que tenía abierto entre las manos. Leyó un
verso de Cernuda. Cuando los alzó, vio que Martín pasaba por delante del
ventanal, a medio metro de distancia de donde ella estaba, de modo que si
volteaba la cabeza quedarían uno frente al otro, él afuera, como un posible
comprador curioso que husmea la vitrina, ella adentro, extraño maniquí de
gabardina crema y ojos atónitos, rodeada de libros por todas partes. Se quedó,
pues, inmóvil, temiendo que un movimiento involuntario atrajera su atención
–que tontería aquella mujer allí esperando qué, diría él– mientras lo veía
dirigirse a la pequeña caseta de dulces y cigarrillos y periódicos de la esquina.
Martín no fumaba. Estaría comprando mentas, tal vez. Ana, escondida ahora
detrás de los estantes, veía su perfil, el pómulo alto, la boca fina, el pelo que
rozaba el cuello de la chaqueta. Como si hubieran desaparecido las barreras
físicas que los separaban, experimentó por un momento la proximidad de su
cuerpo, adivinó la textura de la piel de su rostro, sintió el olor de su pelo y su
nuca. Esperó, sintiendo que aparecía un ligero tic en su labio superior, hasta
verlo cruzar de nuevo la calle, ahora visiblemente afanado, y entrar en el
restaurantito italiano. Entonces salió sin prisa de la librería, pero en vez de
cruzar la calle giró a la derecha, rebasó la caseta de dulces, llegó a la esquina
y cruzó otra vez a la derecha, hacia la Candelaria. Había oscurecido ya y las
bombillas se encendían defendiendo a los transeúntes de la noche. Caminó
por las callecitas estrechas, sin pensar en nada, cruzando al azar por una u
otra esquina, sabiendo que el suyo era un laberinto ciego, sin centro, que la
condenaba a errar por sus pasadizos sin encontrar una salida. De pronto se
vio frente a la Plaza de Bolívar, iluminada ya por sus farolas, vistosa como
una anciana llena de alhajas de fantasía. A su izquierda, la catedral, pesada y
blanca, semejaba un inmenso osario. Buscó la pequeña puerta que daba
acceso al interior, y con sorpresa constató que estaba abierta y que alguien, en
el coro, tocaba el órgano. Ana entró en la nave, desoladamente sombría, y
avanzó por ella, incrédula al ver que era la única visitante del templo,
sintiendo que sus pisadas sobre las losas y los acordes de la música sacra
tenían la resonancia de los sueños o el alucinado despertar de las anestesias.
Fue hasta la primera fila de bancas, frente al altar, sobrio y más bien pobre, y
se arrodilló, pensando que hacía más de treinta años no pisaba una iglesia.
Cerró los ojos tratando de pensar en un Dios que nacía de las notas del
órgano, de las altas columnas y del calor de las lámparas, y que era un Dios
milagroso y paternal, oloroso a incienso, como el de su lejana infancia. Buscó
una fórmula para invocarlo, para que el bálsamo de su gracia le ungiera el
corazón. En vez de una oración le vino a la mente consolador, el verso que
había leído un rato antes, en el libro de Cernuda: El amor es lo eterno y no lo
amado. Lo repitió como un salmo, como una letanía, mientras volvía a la
calle y retomaba la séptima hacia el norte. El viento helado arreciaba, le
penetraba los huesos, iba a morir a su corazón.
Bogotá: encuentros
y desencuentros

Mi recuerdo más antiguo de Bogotá es nocturno, porque fue de noche cuando


pisé por primera vez la ciudad en la que me quedaría a vivir hasta el día de
hoy. Tenía entonces siete años, y mientras el taxi nos llevaba del aeropuerto a
la casa de mi abuela en Teusaquillo, me dediqué a contemplar las amplias
avenidas llenas de luces que deslumbraban mis ojos de niña provinciana. Un
olor que sólo producen las ciudades grandes y abigarradas acabó de
confirmar que estaba en otro universo.
–¿Es el tren? –pregunté, extasiada ante una visión de ensueño.
Los adultos me explicaron que no; que aquel bus gigantesco que
conectado a unos cables dejaba salir chispas de cuando en cuando, era el
troley.
Terminaba la década del cincuenta y Bogotá se modernizaba y también
se pauperizaba en razón de la avalancha de inmigrantes venidos de muy
distintas partes del país. Como muchos, mi familia dejaba un pueblo remoto
buscando una mejor educación, mayores oportunidades. Dos o tres maletas
era todo lo que quedaba del pasado. A pesar de la nostalgia, prevalecía la idea
del porvenir, que ponía en los ojos de mis papás un brillo optimista capaz de
vencer las inevitables incertidumbres.
Bermellón y verde son los colores con los que asocio la ciudad de esa
primera infancia. La casa de estilo inglés donde vivimos por unos meses daba
a un apacible parque donde los niños podíamos jugar desaprensivamente,
amparados por la mirada vigilante del policía del barrio. En mi memoria
relumbra todavía hoy la luz del atardecer, que enrojecía las fachadas de
ladrillo y creaba móviles efectos en las hojas de los árboles; no está muy lejos
esa imagen de una de las que más me gusta de la Bogotá de hoy: el sol
pegándole a los cerros y a los muchos edificios que se levantan al oriente,
poniendo en ellos un tinte dorado.
A veces salíamos del perímetro del barrio de la mano de mi abuelo, y
nos arriesgábamos a cruzar la veintiséis, llena por aquellos tiempos de baches
y maquinaria porque numerosas cuadrillas de obreros excavaban y construían
los modernizadores viaductos. Al sur de la avenida nos encontrábamos con el
cementerio, rodeado de los talleres artesanales donde se labran todavía hoy
las lápidas; y caminando hacia arriba con el centro, que los niños pisábamos
de vez en cuando de la mano de algún adulto. De este recuerdo tres cosas: la
populosa carrera séptima –mientras la recorríamos mi madre apretaba su
cartera porque tenía miedo de los ladrones– las iglesias y los teatros. A
algunos de estos, el Ópera y el Cid, nos llevaban los domingos a matinal.
Eran inmensos y hermosos, con su silletería de madera, sus pesados
cortinajes y sus abigarradas confiterías donde siempre comprábamos
bombones Charm’s. Las iglesias, en cambio, me parecían entonces
tenebrosas, escalofriantes. Mi madre echaba una moneda en una ranura,
prendía una veladora, y seguramente cerraba los ojos mientras pedía algún
milagro. Yo hacía lo mismo pero para no ver los ojos vidriosos de los cristos,
que con sus pelucas y sus rodillas sangrantes se me aparecerían de noche en
las pesadillas.
La Bogotá de mi niñez es plácida, bella, muy grata. El vaho que salía
de mi boca y la de mis hermanos mientras esperábamos el bus del colegio era
síntesis regocijada de nuestra nueva vida: este era un mundo distinto de la
aldea apacible y tediosa; un mundo que prometía prosperidad y formas de
divertirse antes desconocidas.
Mis padres, ciudadanos de clase media convencidos de la existencia de
eso que llaman progreso, fueron moviéndose hacia el norte en busca de
confort y mejores formas de vida. Primero fuimos vecinos del barrio Sears,
que derivaba su nombre del enorme almacén, que a los niños nos atraía con
sus cientos de juguetes importados y con sus amplios parqueaderos donde
podíamos patinar sin peligro. De nuevo fueron hitos de aquellos días las salas
de cine, a las que llamábamos teatros. El Lucía, el Arlequín, el Cataluña, el
San Carlos, el Santa Fe, fueron testigos de los primeros tímidos besos y
cogidas de mano en medio de películas de Jerry Lewis o Cantinflas. El Santa
Fe, situado todavía hoy en la calle cincuenta y siete, presentaba una notoria
ventaja: de él podía pasarse directamente a la iglesia del Divino Salvador, a
confesarse con uno de los curas, en caso de que se hubiera incurrido en
deseos pecaminosos y malos pensamientos durante la película.
Todos mis recuerdos me hablan de una ciudad tranquila, que nos
permitía a los niños permanecer tardes enteras en los parques, y cruzar,
aunque con cierta incertidumbre, de un barrio a otro, venciendo las
aprehensiones de las madres. Como siempre ha sido, las calles de la gente
más “acomodada” lindaban a menudo con zonas más populares a las que nos
tenían prohibido acercarnos. Era a menudo un placer transgredir esas normas,
mezclarnos en partidos callejeros de béisbol con niños de esos vecindarios,
venciendo de hecho los viejos prejuicios de clase que siempre han afligido y
compartimentado estas sociedades.
Del decoroso barrio Sears nos trasladamos a Santa Bárbara Nueva, un
barrio más al norte aún –donde años después construirían el populoso
Unicentro– barrio que empezaba a ser colonizado por una clase trabajadora
próspera, burguesía en ascenso, a menudo inclinada a imitar el peor gusto
gringo tanto en sus costumbres como en su estética. En este barrio de calles
amplísimas y lotes baldíos que iba siendo copado por casas de las más
extravagantes arquitecturas, viví desde los catorce años hasta mi ingreso a la
universidad. Mis recuerdos me remiten siempre a largas travesías en bicicleta,
al pito del tren, a una iglesia aséptica en cuyas misas mi fe fue
languideciendo entre angustias y rebeldías, a atardeceres baldíos en que
extrañamente había siempre olor a humo, y a fiestas adolescentes que ponían
a prueba nuestros temores y susceptibilidades. Era aquella una ciudad de
ficción, inclinada al pastiche, con casas dotadas de amplios jardines internos
y externos y unas calles desoladas e infinitas que hacían pensar en los barrios
periféricos, anodinos y apacibles, de muchas ciudades norteamericanas.
En resumen, la mía fue una adolescencia que transcurrió en una Bogotá
seudo-moderna, distinta de la superpoblada de los barrios populares y de la
más encapsulada y señorial de la aristocracia criolla. Tenía ya,
definitivamente, un sentido de pertenencia a la ciudad: me consideraba, como
me considero hoy, muy bogotana, a pesar de mis orígenes antioqueños.
Se necesitó que entrara a la universidad para traspasar la línea invisible
que separaba los barrios sin carácter donde me moví en esos años y descubrir
–o redescubrir– una ciudad más rica y diversa. En La Candelaria, la Jiménez,
la Plaza de Bolívar, la diecinueve, pasaba entonces lo importante: estaba la
Luis Ángel, reducto de paz donde las horas tenían olor a tinta; la
aguapanelería, al costado norte de la Catedral, donde se almorzaba con un
tamal o se podía tomar a las cuatro de la tarde una taza de chocolate
acompañada de una almojábana y un pedazo de queso. En la gran plaza
terminaron muchas veces las grandes manifestaciones estudiantiles en las que
nos involucramos en aquel tiempo los estudiantes de los Andes y de la
Javeriana, siempre tan tímidos en materia política. También en el centro
estaba el Teatro la Candelaria, donde Santiago García originó la gran
renovación teatral del siglo veinte y el TPB, donde muchos vimos I took
Panamá y La muerte de un viajante. De forma bastante ingenua descubrimos
con entusiasmo el Pasaje Rivas –los que se iban independizando de sus
familias compraban allí sus primeros muebles– gozamos del tropel de San
Victorino y nos arriesgamos a los bailaderos de la 22. Chapinero también
encerraba sus encantos: La Mamut Rosa, El elefante Blanco, y la Bomba, las
discotecas de moda. La Mama, y su teatro de vanguardia. La sesenta, donde
los hippies tenían sus bonitas tiendas, una de las cuales se llamaba “La madre
del revólver”. La ciudad encantadora, aún en su sordidez, pasó a ser nocturna.
La atravesábamos en buses destartalados, repletos, que como hoy, paraban en
cualquier parte. O a pie, por avenidas invadidas cada vez mayormente por
vendedores ambulantes, mendigos, y por los raponeros de siempre.
La Bogotá de los años ochenta se representa en mi mente con la
palabra caos. Una ciudad hostil, fea, chirriante, cruel. En ella nos
asfixiábamos sus habitantes hasta el punto de querer huir. No bastaban sus
cerros, su luz, sus recodos y sus árboles para quererla. Y sin embargo, me
unían ya a ella lazos entrañables, por lo cual, como en ciertos amoríos, la
nuestra era una relación de amor odio, que me permitía adueñarme de los
versos que Borges le dedicó a Buenos Aires: “No nos une el amor, sino el
espanto./ Será por eso que la quiero tanto”. Contradictoria era también ella –y
lo sigue siendo, como casi todas las ciudades del mundo, pero más las
latinoamericanas, de las que dijo Carpentier que su estilo consiste en no tener
estilo–. Mientras por un lado las Torres del Parque, de Salmona, proponían
que un edificio es ante todo un hecho urbano capaz de mejorar y estimular su
entorno, el norte de Bogotá –y a veces el mismo sur– se llenaba de conjuntos
cerrados, defendidos por celosos guardas, cancerberos de numerosas islas.
Mientras nacían grandes espacios verdes para la recreación pública como el
Parque Simón Bolívar, la avenida Caracas no sólo se deterioraba
sensiblemente sino que se hacía hostil en razón de algunas reformas urbanas.
Y mientras florecían algunos centros comerciales interesantes, empezaban a
pulular otros, tristes y mezquinos, sin planeación ninguna.
Pero poco a poco la leprosa, la desdentada, se irguió, recobrando el
aliento. Cuando ya nadie daba nada por ella, mostró, gracias a unos cuantos,
que podía recuperarse. Sigue siendo una ciudad difícil, compartimentada, en
ciertos momentos, excluyente. Pero ha recuperado algo de su gracia y su
belleza. Y su optimismo: se mira a sí misma y no lo cree. La vemos
articularse, buscar, hacer intentos, y hacemos fuerza con ella. Porque no
queremos que fracase.
Vivo mi Bogotá, la que recorro día a día, con cierto apasionamiento.
Rechazo su esnobismo. Me duelen sus desplazados, que garabatean su
historia en una cartulina, y sus vendedores callejeros, cargados como
pesebres; conozco sus indigentes y sus mendigos, y siento por ellos simpatía
o rechazo; adoro ciertas calles, su luz, sus días de sol, sus cafecitos, sus
rincones, mis universidades, el centro. Y voy por ella blindada tan poco como
puedo, sintiéndola más bien como una piel, que a la vez me acerca y me
separa del mundo.
Bogotá

I
Aquí voy yo, sin metas y sin rumbos,
odiándome en tu esquina sin sorpresas,
en el mezquino barrio donde habito,
en el precario verde que embellece
tu triste fealdad de puta vieja.
Ciudad hecha de trucos y de azares,
inconsciente juego de escondrijos.
Necesito inventarte, recorrerte,
encontrarme en tus calles innombradas;
mirarme en la nostalgia de un postigo
que a la rudeza de tu luz se cierra;
enredarme en tus noches pederastas,
en el temblor de todas tus mañanas.
Pero te siento ajena y enemiga,
y yo sin asideros, yo perdida
y para siempre sola en tus entrañas.

II
En el pálido verdor de cabeza encerada.
En cien mujeres que amamantan a las puertas de un hospital.
En la ventana de me pertenece
por haberla soñado antes de verla.
En esta luna recia y barrigona que solapadamente se escabulle,
en tus custodias y tus incensarios,
en la parálisis de tus letrinas,
en el patio de ropas extendidas
que desde mi balcón yo veo hundirse
donde un hombre cansado grita ¡perra!

En ti me reconozco, reconoszo mis días


y mis incertidumbres,
y mis precariedades,
y ese algodón de dulce que llaman alegría,
y los días futuros (que quizá existan).
Mosaico de zaguanes y de tardes rosadas,
y de calles mezquinas que exhiben sus colores,
ávida y estruendosa
con las fauces heridas.

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