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El Hermano Francisco Daniel Elcid
El Hermano Francisco Daniel Elcid
por
DANIEL ELCID
1978
(Contraportada)
Presentación..................................................................................................................6
Celano.
3Comp = Leyenda de los tres compañeros.
CtaF = Carta a los fieles, de San Francisco, 2.a versión, en Opuscula, o.c.,
p.207-13.
CtaM = Carta a un ministro, de San Francisco, en Opuscula, o.c., 232-33.
CtaO = Carta a toda la Orden, de San Francisco, en Opuscula, o.c., p.259-
63.
Esp = Espejo de perfección.
Asís.
LCh = Legenda ad usum chori, de Tomás de Celano.
LM = Leyenda mayor de San Francisco, de San Buenaventura.
LMi = Leyenda menor de San Francisco, de San Buenaventura.
LP = Leyenda de Perusa.
LSCl = Leyenda de Santa Clara, de Tomás de Celano, en Escritos de
Santa Clara y... de I. Omaechevarría, p.125-99.
OE = Omer Englebert, Vida de San Francisco de Asís.
OfP = Oficio de la pasión, de San Francisco, en Opuscula, o.c., p.338-55.
Opuse = Die Opuscula des Hl. Franciskus von Assisi, de K. Esser.
Orig = La Orden franciscana. Orígenes e ideales, de K. Esser.
ProcSCl = Proceso de la canonización de Santa Clara, en Escritos de
Santa Clara y ..., o.c., p.61-107.
IR = Primera Regla de San Francisco, en Opuscula, o.c., p.377-402.
2R = Segunda Regla de San Frncisco, en Opuscula, o.c., p.366-71.
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Véase al fin la nota bibliográfica detallada. [En esta edición se han omitido las
citas a pie de página (Nota del Editor)]
RSCI = Regla de Santa Clara, en Escritos de Santa Clara y …, o.c., p.
251-76.
Test = Testamento de San Francisco, en Opuscula, o.c., p.438-44.
Sar = Luis de Sarasola, San Francisco de Asís.
SV = Saludo a las virtudes, de San Francisco, en Opuscula, o.c., p. 427-
28.
TSp = Temas espirituales, de K. Esser.
W = Lucas Wadingo, Annales Minorum…, 2ª ed. (Quarachi 1931).
WGo = Walter Goetz, Historia universal t.3: «La Edad Media».
El hermano Francisco
El comerciante
Piero Bargelini, pertrechado de abundante bibliografía, ha descrito
aquel siglo como “el siglo de la lana”, tanto o más que el siglo del hierro
feudal. Llega a afirmar que ese material tan suave resultó uno de los
elementos más revolucionarios de toda la Edad Media: “Lo que fue en el
siglo XIX el algodón y ha sido en el XX el petróleo, lo fue la lana en los
siglos XII y XIII, por el hecho de fomentar la industria más floreciente y
por venir del brazo de un comercio en prodigiosa expansión”. La
Champagna y Provenza eran entonces el centro de la actividad comercial
europea, y allí acudían especialmente los comerciantes italianos, que
animaban y dominaban las ferias, y luego rivalizaron para introducirse con
éxito en los mismos mercados de Alemania. Nace en Europa la
competencia mercantil. Y la lana lleva a sus comerciantes a constituirse en
gremio, que pronto es más pujante que los otros gremios (panaderos,
herreros, alfareros, armeros, carpinteros, albañiles, zapateros, etc.), y podía
permitirse el lujo de buscar sus reivindicaciones y logros autónomamente,
por más fuerte y más rico, tomando así el liderazgo de la naciente nueva
clase “burguesa” (= ciudadanos libres), verdadera clase media entre la
nobleza y la plebe.
A este gremio, a esta burguesía de Asís, pertenecía por propios
méritos Pedro Bernardone. Era uno de los más acaudalados pañeros de la
ciudad; pero se sabía de origen plebeyo, palabra que le escocía la sangre, y
soñaba con que su hijo Francisco, tan despierto y bien dotado, llegara con
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fortuna —y con su fortuna— a lo que no había llegado él: a ser armado
caballero. Tenía su tienda, alta y cuadrada, aledaña a su propia vivienda; a
ella bajaba por una escalera exterior, continuada en una callejuela pen-
diente. Todavía ese local se conserva y la calleja lleva su nombre.
La inercia familiar le llevó al mozo Francisco a ser comerciante; pero
con la misma flor de la pubertad despertó él como un temperamento
original, y nunca fue igual a su progenitor. La cosa del comercio se le
daba, y hasta era superlativamente habilidoso en el toma y daca de la
oferta y la demanda; pero el dinero no se le pegaba a los dedos, ni el
acumularlo le tentaba. Hábil en las ferias y en la tienda para multiplicarlo,
fácil y fantasioso para derrocharlo. “No sabía guardar el término medio”,
dice el segundo de sus biógrafos, Julián de Espira. El padre, de
acumulador ambicioso, resultó avaro; el mozo, despilfarrador. Realmente
—destaca otro primitivo—, más que hijo de mercader, parecía serlo de un
gran príncipe. Este modo de ser de su hijo le revolvía con frecuencia la
bilis a messer Pedro; pero al cabo se lo toleraba todo, porque era muy rico
y porque esperaba que llegara a ser conde o barón. Y porque le amaba. A
Pica le costaba menos disculparle, porque era la madre y porque además
tenía una no disimulada preferencia por Francisco; esa preferencia innata
con que las madres se inclinan hacia los hijos enfermizos, delicados de
salud o de temperamento, y más si encima son dulces y simpáticos.
En suma: Francisco estaba en el mundo de los negocios, se movía y
desenvolvía en él con libertad y desparpajo, pero sin enredarse; mas no era
por mérito de un ascetismo y desprendimiento cristianos, sino porque él,
de los pies a la cabeza, pertenecía a otro mundo, al de los juglares y los
caballeros. Al de los juglares sobre todo.
El juglar
En aquellos años de la mocedad de Francisco había llegado a su
apogeo la época de los juglares y los trovadores. Los juglares tenían por
oficio y vocación el entretener y divertir —y a todas las clases sociales—
con los chistes, el mimo, la imitación y el canto; ellos, si recitaban o
cantaban versos, generalmente no los componían, se los pedían a los
trovadores. Los trovadores, por su parte, no siempre cantaban los versos
que componían, pero eran los verdaderos poetas de la época, más en el
campo de la lírica que de la épica, y sus escenarios eran principalmente los
de la nobleza. Los juglares —artistas mitad poetas, mitad payasos— vivían
para hacer reír; los trovadores —compositores cultos y hasta refinados—,
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para deleitar. Francisco conoció bien ambas clases de artistas, a los de la
farándula y a los palaciegos. Precisamente en esos años de su mocedad es
cuando comenzó a extenderse la juglaría por los reinos españoles de
Castilla y Aragón, y hasta el de León, por la gracia ambulante de los
juglares provenzales, que mucho antes habían llegado a Italia por su mayor
proximidad y afinidad; si no es que el mismo Francisco llevaba en sus
venas sangre provenzal, pues se ha afirmado mucho que su madre era de la
Provenza, aunque hoy una crítica más de archivo se inclina a pensar que
vino de la Picardía y que “Pica” era un apodo.
Sea lo que sea de tal cuestión genealógica, parece cierto que Pedro
Bernardone se trajo en uno de sus viajes de mercader, junto con su carga
de telas, la otra dulce carga de su esposa. Lo que él no barruntó en su luna
de miel es que de aquella delicada forastera le iba a nacer un hijo juglar.
Porque Francisco lo era con afición, aun sin traspasar las murallas de
su ciudad. Como los jóvenes de su tiempo, vivía para la alegría moceril.
Conocemos aquel ambiente por el acucioso historiador de la ciudad, A.
Fortini. Los hijos de los burgueses, acompañados de algunos nobles
jóvenes, se reunían con demasiada frecuencia para comer y beber, cantar y
chancearse; luego, bulliciosos por el doble zumo de las vides umbras y de
su sangre joven, recorrían las calles arriba y abajo, de día y de noche,
haciéndolas resonar con sus risas y sus cantos, sus violas y sus voces
estentóreas, o despertando amores al pie de los balcones de las mozas
núbiles. A Francisco le tiraba tanto la mocina, que, en cuanto la sentía por
su calle o algún amigo asomaba para invitarle, dejaba en el acto la tela en
el comercio o la comida en la mesa y se sumaba jubiloso a la cuadrilla de
sus camaradas.
Pronto empezó a querer destacar, a ser como el que más gastaba sin
medida, invitando rumbosamente en las rondas dél comer y del beber; se
vestía de telas más lucidas y caras de lo que le correspondían; pujaba por
ser el primero en gozar y en divertir a los demás. Y no lo hacía por orgullo,
sino por vanidad; con tal de atraer jubilosamente la atención, era capaz de
hacerse coser en su vestido, de impecable paño francés, un retazo de la tela
más baja y de distinto color. ¡Mira por dónde aquel alegre mozo del Asís
medieval fue el precursor de nuestros jóvenes estrafalarios de hoy, con sus
chaquetas de lana o buen cuero y sus desvaídos pantalones vaqueros,
recosidos con la disonancia de un remiendo chillón!
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Pero algo había en aquella extravagancia que le salvaba de las
envidias y del disparate. Francisco respetaba a los demás y caía bien,
empezando por sus amigos.
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tarambana, a buen chico ejemplar. Lo que está claro es que Celano ha
querido enmendar su primer retrato.
Traigamos a juicio un testigo más: San Buenaventura. San
Buenaventura escribió su Vida de San Francisco en 1262. Culto,
ecuánime, con grandes dotes de escritor, general de la Orden, la escribió a
petición de los frailes y en agradecimiento personal al santo Fundador,
pertrechado de las biografías anteriores y de cuantos datos pudo hallar,
especialmente de los testimonios de los primeros compañeros del Santo
que aún vivían. Su juicio sobre la moral juvenil de Francisco es éste: “Con
la ayuda del Señor, aunque era aficionado a las diversiones, no siguió los
desenfrenos de la carne, ni, con lo muy dotado que estaba para el negocio,
se apegó al dinero”.
Pero en esta galería de testigos nos falta aún la voz más interesante:
la del protagonista Francisco. Ya hemos insinuado que él se llevó a la
tumba su secreto, y eso que fue extremoso en su sinceridad, especialmente
para hablar mal de sí mismo. ¿Qué nos llega a revelar el Pobrecillo
cuando, levantando en su testamento el velo sobre su primera juventud,
nos confiesa con dolida humildad que “estaba en pecados”? Con esa frase
nos revela mucho, sí, pero también, concretamente, nada. Lo cierto es que,
leyéndole en el conjunto de sus escritos personales y conociéndole en sus
anécdotas, vemos que se sentía mucho mayor pecador cuando santo que
mirando su vida de antes de convertido. Basten aquí estas expresiones de
su primera Regla: “Nosotros, por nuestra culpa, somos podridos y
hediondos, míseros, ingratos y malos, enemigos del bien, pero prontos y
dispuestos para el mal.” Otro dato es también digno de notarse y hermoso:
contemplando en panorámica toda su vida posterior, vemos que aquellos
tiempos livianos no le dejaron huella ni mella; ningún vestigio de una vida
psicológica o moralmente rota sobre la que volver los ojos constante e
inconsolablemente para llorarla. Sencillamente, le volvió la espalda y
empezó a vivir de una manera nueva. Y otro dato más, pequeño y rico:
días y días, en la ascensión, cénit y ocaso de su santidad plena, gustará de
dirigirse a Dios los domingos y fiestas con un salmo compuesto por él
mismo con frases sueltas del salterio oficial; salmo que, si es verdad que lo
decía contemplando la vida de Jesucristo, lo rezaba también con aplicación
a su propia vida y persona. He aquí tres frases de ese salmo: “Señor, tú
eres mi esperanza desde mi juventud. Desde el vientre de mi madre, tú eres
mi protector. A ti van siempre mis canciones”. O sea, que Francisco mira
su vida de la cuna a la tumba, y no encuentra en ella sino motivos para dar
limpiamente gracias a Dios. Sean los que fueren los pecados de sus años
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mozos —y, ciertamente, algunos pudieron ser graves—, Francisco se los
llevó al paraíso como una nota más del canto de su humildad y de su
agradecimiento.
Entonces, lector amigo, ¿qué? ¿En qué quedamos en esto de los
pecados del joven Francisco? Yo he preferido darte a ti los datos del
problema, para que tú mismo lo resuelvas y saques tus conclusiones. Si
quieres conocer las mías, te diré que sí, que tal vez la vida juvenil de
Francisco dejara mucho que desear, pero que el hervor de la sangre moza
se le fue más por la espita de la vanidad que por la de la lujuria. Hablando
con palabras de hoy: Francisco arrastraba en Asís como nadie a las
cuadrillas de jóvenes, les llevaba con el repiqueteo de su alegría des-
bordante a las tabernas o bares de la ciudad, no a las casas de citas; sus
fiestas, que se prolongaban hasta muy alta la noche, terminaban no en un
burdel, sino por las calles y callejas empedradas y pendientes, voceando
las excelencias del vino, la belleza de Asís y las lindezas de sus mujeres,
para regalo de las damas casaderas y fastidio de la gente madura, que
prefería dormir. Sí; aquel ser suyo noble y cortés, generoso, y espléndido,
y alegre, muy alegre, le salvó de caer en disparates mayores; de ese Escila
y Caribdis que acecha a todo hombre en el navegar impetuoso de su
juventud: la tentación del dinero y la de la lujuria. “Fue un regalo que le
hizo Dios”, comenta San Buenaventura santiguando su crónica”
El caballero
Francisco era, sí, temperamentalmente, un juglar; pero, aun con todo
lo que le hemos visto, en lo más hondo de su juglaría respiraba “el juglar
de gesta” más aún que el bufón, el aficionado a las canciones de los
trovadores, a admirar las grandes hazañas de los héroes y a imitarlas. Para
eso le vino muy bien el francés, que su madre le habría enseñado con su
dulce acento, que su padre le había imbuido para ejercicio del negocio,
pero que él aprendió muy a sabor de su afición caballeresca. Los
trovadores le dejaron su huella para siempre, y tanto o más que las
canciones amatorias, le gustaban ya entonces las de gesta.
Por temperamento —y ahí donde el temperamento tiene más de fibra
que de cáscara— era noble y cortés, ya lo hemos visto, y fue, sin duda,
esta cualidad la que le salvó de ser un libertino, aún mejor que su faceta
alegre de juglar. Respetaba caballerosamente a las damas tanto como podía
amarlas. Y alejaba de sí cuanto podía significar injuria o descortesía para
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nadie; con tal finura, que no parecía hijo de mercader, sino de padres de
superior alcurnia. Poseía ya en flor la elegancia natural del espíritu.
En esto como en todo y como todos, Francisco estaba siendo hijo de
su época. Sus años mozos no sólo coincidieron con el paso de un siglo a
otro, sino que le tocó vivir en la vorágine de un profundo cambio social.
La férrea sociedad medieval, que durante siglos había estado
bipartitamente compuesta de señores y siervos, empezaba a verse
escindida por una nueva clase como por una vigorosa cuña: los
comerciantes, que dieron origen a la burguesía comunal. Su riqueza más y
más floreciente les había elevado no sólo por encima de los siervos, sino
también sobre los menestrales o artesanos; y, si la sangre les cerraba la
puerta para la nobleza, su dinero y su fuerza social se la iba abriendo para
codearse con las clases directivas y hasta para entrar en la orden de la
caballería, escalando luego, por propios méritos, los títulos nobiliarios.
Llegar a ser caballero era la ambición natural de todo burgués, corona y
penacho de su riqueza y de su influencia social. Así surgió el municipio,
creado en la ascensión de esta nueva clase como reacción ante la hege-
monía de los nobles, fermentación de una nueva sociedad. Y en un tira y
afloja de derechos y deberes, como acaece en toda época de profunda
transformación, se sucedían en aquella Italia medieval las luchas y los
pactos entre los “maiores”, o nobles por naturaleza, y los “minores”, ya
libres, cada día más vigorosamente libres: la nueva clase, la naciente
burguesía. Porque los otros “minores”, los trabajadores de la gleba feudal,
siguieron —como también, por desgracia, suele acontecer— tan esclavos
como antes; y aún más, porque empezaron a tener dos amos; los nobles de
siempre y los nuevos ricos, aún más duros éstos que aquéllos.
La guerra de los intereses era feroz. Francisco abrió los ojos a la
mocedad, con sus floridos quince años, en el fragor de una de estas guerras
intestinas. Desde la alta fortaleza de la Rocca manda en la ciudad el duque
Conrado de Urslingen, lugarteniente del emperador Barbarroja. Muere éste
el 10 de junio de 1190, y le sucede su hijo Enrique VI (1165-97), el cual, a
su vez, abandona el trono y la tierra el 20 de septiembre de 1197, a sus
treinta y dos años, dejando como heredero a su hijo Federico, de tres años
de edad, el que, andando el tiempo, sería Federico II (1194-1250). Hay un
momento crítico con esa muerte de Enrique VI, en que el tablero de
ajedrez del juego político internacional se descompone por la rivalidad
entre el Papado y los nobles alemanes del Imperio para alzarse con la
ventaja de la apetecida tutoría del sucesor. Inocencio III aprovecha
hábilmente la situación para anexionarse el ducado de Espoleto —al que
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pertenecía Asís— a los territorios bajo influencia pontificia, y el duque
Conrado sale de la ciudad para rendir pleitesía al papa. El municipio de
Asís, que llevaba un cuarto de siglo en progresiva ebullición avariciosa de
su autonomía, aprovecha la ausencia del duque, incendia el torreón, exilia
a los nobles, se alza con la autoridad y, para tutelar su independencia,
levanta, con las mismas piedras de la fortaleza demolida, unas airosas y
estratégicas murallas, que en parte todavía se conservan y dan a la ciudad
un toque de vigorosa y suave belleza inconfundible. Quizá el mocito
Francisco, que aún no tenía edad para tomar las armas, pero que ya se
sentiría soldado de aquella refriega, aprendió, con la construcción de estas
murallas, su oficio de albañil. Las luchas continuaron luego contra las
ciudades vecinas, donde se habían refugiado los nobles expulsados de
Asís. Bien resume Fortini: en aquel Asís no florecían ni el Evangelio ni la
paz.
No hay que olvidar, sin embargo, el importante papel que en tal
situación —compleja como todas las edades reales de la historia— tenía la
religión; y no sólo como poder político, sino como ideología y sentimiento
determinantes de la acción. Por eso, aquélla es también la época de los
hospitales, de las abadías y de las cruzadas, que exaltaron a su cima ideal,
más que ninguna otra causa, a la flor y nata de los caballeros con todo su
cortejo guerrero e idealista.
Miremos ya a Francisco sobre ese fondo de su circunstancia
histórica, aquí tan someramente esbozado. El sentimiento caballeresco lo
llevaba él, más que como una ambición ambiental de la época, como la
dote más rica de su temperamento, y esas dos cartas aludidas —la religiosa
y la caballeresca— jugaban entonces en su interior la misma partida. Por
eso era frecuente que él se hiciera reflexiones como ésta: “Ya que eres
generoso y cortés con los que son como tú o más que tú, eso que de ellos
has de recibir sólo favores pasajeros, justo es, Francisco, que lo seas
también con quienes son menores que tú, por amor de Dios, que es
inigualablemente generoso en la recompensa”.
Un día como otro cualquiera en la ciudad. Francisco, detrás del
mostrador, atiende a la clientela con vivacidad y simpatía. En eso entra un
pordiosero con la mano extendida y el acento mísero:
— Una limosnita por amor de Dios.
Francisco le miró, pero no le vio. Contra su costumbre, pues era
atento y rápido en sus reacciones, siguió interesado en sus clientes,
haciéndose el distraído con el suplicante, y hasta le insinuó un gesto de
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nones. El pobre, herido del desprecio y con el desengaño de la negativa, se
fue en busca de una puerta mejor. De pronto, como con una iluminación
repentina, se da cuenta Francisco de que había cometido, cristianamente
hablando, una felonía. Se le ocurrió: “Si ese pobre te hubiera pedido en
nombre de un gran conde o barón sonado, de buena gana le hubieras dado
cuanto te pidiera. ¡Con cuánta más razón debiste hacerlo, cuando te pedía
en nombre del Rey de reyes y Señor de todos!...” Salta de un brinco el
mostrador, se lanza a la calle, la corre hasta alcanzar al pedigüeño, y le
pone en las manos una cantidad generosa. Volvió por sus pasos regalado
por dentro.
¡Atención! Que en esta primera anécdota de Francisco vemos ya en
él al que vamos a ir conociendo más y mejor, despuntando en estas facetas
tan interesantes: su nobleza y su espontaneidad, la calidad de su fe
medieval y su amor a los pobres. En aquel punto se hizo el firme propósito
de no negar en adelante nada que se le pidiera en nombre de Dios. El
bendito lo cumplió hasta la muerte.
2. OTRO HOMBRE
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— Francisco, todo lo que ves es para ti y para que equipes a tus
caballeros y soldados.
Francisco se despertó. Tomó aquel sueño por buen augurio y se lo
guardó para él. No podía aspirar más alto: una bella dama y la fama.
Apresuró los preparativos para la marcha a la Pulia. Rebosaba júbilo e
impaciencia, y a cuantos le preguntaban el porqué de aquella alegría repen-
tina y desaforada, les respondía con acento visionario:
—-Sé que llegaré a ser un gran príncipe.
Efectivamente, él se soñaba ya capitán de un gran ejército. Ignoraba
que Dios se reservaba otra interpretación para su sueño.
No todo era euforia, sin embargo. Había momentos en que le invadía
no precisamente el desánimo, sino como
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Una muestra de que este nuevo Francisco no había perdido ni el
humor ni el ingenio es que, cuando su padre se ausentaba para viajes
lejanos, él seguía poniendo en la comida y en la cena sobre la mesa los
platos de siempre y pan abundante, como si hubiese invitados, aun cuando
luego se sentaran a la mesa los justos de la familia:
—¿Qué, traes invitados?
—No, madre.
—Entonces, ¿a qué tantos panes?
—Son los que voy a dar a quienes me lo pidan por amor de Dios,
pues se lo tengo prometido.
Y madonna Pica se callaba, extrañada, sí, pero interiormente
contenta.
Cada día buscaba más la soledad, y, para disimular mejor sus salidas,
tomó por compañero de las mismas a un amigo que le era especialmente
querido, y le dijo que estaba a punto de dar con un recóndito tesoro. El
amigo seba con él y con la esperanza de compartir el hallazgo a donde
Francisco le citaba:
—¿Esta tarde, al bosque de Rivotorto?
Y así a un lugar o a otro; preferentemente a una de las altas cuevas de
Le Cárceri (= Las Cárceles), ladera arriba del Subasio. Francisco se
entregaba oculta y largamente a sus pensamientos y súplicas mientras el
fiel colega esperaba.
Entre todos sus escondites, le gustaba mucho esa cueva, cerca y lejos
de la ciudad. Por lo queremos viendo, la gestación del nuevo Francisco se
fraguó más intensamente en esa gruta. Allí iba siempre que podía. Los dos
amigos hablaban del tesoro al ir y volver. Francisco, en parábola; el otro,
con la ilusión de la parte que le tocaría; éste, por otra parte, se sentía
suficientemente feliz acompañando a su simpático amigo en sus nuevas
extravagancias. Metido en la cueva, Francisco pensaba y oraba, horas
largas, con humildad, con esfuerzo, tratando de comprender lo que el
Señor quería de él. Repasaba con amargura los años pretéritos, que ahora
veía perdidos e inútiles, y suplicaba una y otra vez:
—¡Señor, ten piedad de mí y muéstrame tu voluntad!
Su vida anterior ya no le atraía, su presente no dejaba de ser incierto,
su futuro tan incógnito le daba un poco miedo. Emociones así de
complejas se sucedían: vivo dolor por sus años de frivolidad, gratitud por
las dulzuras espirituales que sentía, angustia por lo que podía acontecerle,
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y, por encima de todo, querer saber el querer de Dios sobre él. Y el Señor,
entre aquellas sombras, le iba dando sus luces. Cada día más, Dios era su
atracción, el amor de su corazón. Cuando salía era otro hombre: pálido, su-
doroso, hasta desencajado; pero también iluminado. El amigo lo achacaba
al esfuerzo y la ilusión por la búsqueda del tesoro. Y era verdad.
A todo esto, ¿cómo se las arreglaba para compaginar su tremenda
tensión interior con una vida aparentemente normal? Aunque ya no
vibraba fiesteramente con sus camaradas, continuaba siendo generoso
entre ellos. Y ellos se empeñaban en no perderle; achacaban aquel
desapego a tristeza por el fracaso de sus intentos caballerescos, y re-
cordaban su otra crisis de humor al regreso de la cárcel de Perusa. Y
determinaron sacarle de aquella prisión de su melancolía con el golpe de
una fiesta sonada. ¡Le coronarían rey de la juventud de la ciudad!
Dicho y hecho. Con la connivencia del mismo Francisco,
organizaron un gran banquete. Como postre de las viandas suculentas y del
vino abundante, la ceremonia juglaresca: colocaron sobre la frente de
Francisco una corona de laurel y rosas, y en las manos, una fina vara
colorinescamente decorada, como bastón de mando. El, mientras el
banquete y el rito de la coronación, aun participando con alegría, no perdía
el hilo a su cavilación interior y se dejaba hacer; pensaba en otros
sabores, en otros honores. Así les llegó, bien entrada, la noche. Salieron,
como solían, a recorrer calles y plazas, con doblada algarabía de bailes, y
cantos, y gritos, proclamando a Francisco rey mozo de Asís. De pronto se
percatan de que él no está con el grupo danzante y vociferante, y tornan
sobre sus pasos. Y lo encuentran; al volver un recodo, en mitad de la calle,
quieto como una estatua, con su cetro y su corona, mirando con arrobo a lo
alto, entre los tejados, hacia las estrellas.
—¿Qué te pasa, Francisco? —le dijeron casi a coro.
Y él, nada. Y ellos, insistentes y humorísticamente regocijados:
—¿Cavilas ya en tomar mujer?
Bajó el rostro Francisco de la calle de estrellas a la calle de piedras,
como quien volvía de una ausencia, y les dijo que sí, que había decidido
casarse, y que su esposa sería la más sabia, la más noble, la más bella, tal
que nunca igual habían visto. Se lo decía juglarescamente, pero con
convicción. Aquel momento intemporal le había sido delicioso; le embargó
tal gozo interior, tal sensación de que Dios le tomaba, que no se hubiera
movido de allí por nada ni por nadie. ¡Ah! Seguía siendo el soñador; sólo
que, si antes sus sueños cabalgaban más allá de las murallas, ahora se
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lanzaban más allá de los espacios siderales: hasta el Señor de los mismos.
Jamás como en aquel instante tuvo la juventud mejor rey, ni Asís mejor
alcalde
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Una tarde paseaba por la campiña a sus anchas solitarias. Marchaba a
caballo, y, por dejarse llevar por las riendas de sus pensamientos, soltaba
las de su alazán a donde éste guiaba. De pronto se encuentra ante un
leproso que le cierra el camino con gesto y voz suplicantes. Todo su horror
instintivo se, le subió a la garganta; pero él, sobreponiéndose con un
esfuerzo sobrehumano, saltó del caballo, se acercó al leproso con paso
firme y tembloroso, agarró con sus manos las de él, deformadas,
purulentas, hediondas; las besó con un cariño cálido y largo y depositó en
ellas una generosa limosna. El lázaro no salía de su asombro. Y Francisco
no pensaba; volvió a montar, y al trote, estallándole el pecho en un júbilo
que nunca antes había experimentado, la campiña le pareció más hermosa
que nunca, y la vida también, y rompió a cantar alabanzas al Señor...
La escena me recuerda a Saulo de Tarso. A Saulo le tiró del caballo
el Señor y le dejó ciego, mas fue para empezar a ver mejor; Francisco se
tiró del caballo él mismo, y, mirando y besando al leproso, empezó de
pronto a ver al hombre y al mundo con otra luz, esplendorosamente dis-
tinta. Fue el mismo Señor Jesús quien descabalgó a los dos y les iluminó
por dentro con su Espíritu, “el que actúa todo en todos” (I Cor 12,6). De
aquel beso de amor de un hombre al otro hombre, del amor cristiano al
dolor humano, nació un nuevo ser: ¡había nacido el hermano Francisco!
Era una fecha entre 1205 y 1206. Nuestro hombre rondaba sus veinticinco
años.
3. EL PRECIO DE SU LIBERTAD
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abigarrada colección de mendigos..., y aprovechó ingeniosamente la
ocasión: se llevó aparte a uno de ellos con el cebo de una buena limosna y
le propuso intercambiarse los vestidos por el resto del día. Y allí se lo pasó
Francisco, de pordiosero, comiendo y mendigando con los pordioseros;
además, para simularlo mejor y por el júbilo que sentía, él pedía limosna
en francés. Con esta experiencia regresó a Asís enormemente aligerado.
Ya en su ciudad, prosiguió e intensificó su nuevo plan de vida. Se
guardaba para sí sus secretos; pero nos consta que algunas veces se
aconsejó ya entonces con Guido, el obispo de Asís, que tanto iba a
relacionarse con Francisco desde su renacimiento hasta su muerte.
Menudeaba y prolongaba sus visitas a la gruta alta y solitaria, y allí se
desahogaba con el Señor. Recordaba y lloraba con amargura su vida
pasada y suplicaba luces para su futuro. Ya en aquellos tiempos de su
conversión rezaba una oración que ha llegado hasta nosotros; tanto bien le
hizo, que la conservó toda su vida con predilección y la enseñó y la
recomendó. Nos ha llegado en latín y en umbro-italiano, que sería como la
rezaría entonces él, diciéndosela a Jesucristo en la cruz con un ritmo y
rima que recordaban las canciones de los trovadores, parodiándolas. Me
aproximo lo más que puedo a ese texto primitivo con esta versión:
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Con estas cosas y otras, cada día se sentía más psicológicamente ágil,
liberado. Aumentaban sus goces y apenas le quedaban dudas y tristezas.
Su preocupación se tensó ahora en qué hacer por su amado Jesús. No tardó
en dar, de la mano del mismo Señor, un paso definitivo. Paseaba un día sus
pensamientos junto a San Damián, una capilla en las afueras, viejecilla y
ruinosa, y tuvo la intuición de que dentro le esperaba el Señor. Entró y oró
devotísimamente. Y estaba mirando con toda el alma al crucifijo bizantino,
cuando le pareció que los labios divinos se abrían, y creyó escuchar su
voz, que le, dijo:
—Francisco, ¿no ves que esta mi casa se derrumba? Anda, pues, y
repáramela.
—Señor, con mucho gusto lo haré —contestó sin vacilar Francisco,
tembloroso y gozosísimo.
En cuanto salió, buscó al sacerdote encargado y le puso en las manos
una buena rima de dineros para la atención de la capilla.
En este momento biográfico se impone una reflexión. Todo lo que
veamos en adelante en el hermano Francisco, nuestro nuevo hombre,
arranca de aquí, y aquí hay que volver para entenderlo. Hay un refrán que
dice que las primeras papillas no se digieren, se asimilan al cien por cien,
quedan como constitutivas del organismo recental; pues estos
acontecimientos espiritualmente nutricios y balbuceantes del Francisco
santo, lo mismo. Jesús se le grabó en el corazón como su vivo Amor, y su
voz le resonaría en los oídos como una urgidora y permanente exigencia.
Jamás lo olvidaría. Todo su empeño vital se reducirá en adelante a ser fiel
a este Amor, a este Amado. Estos días y muchos otros días, nada más
traerlo a su memoria, no podrá contener las lágrimas, y será por las sendas
y los bosques llorando a voz en grito la pasión del Señor, con unos acentos
patéticos y contagiosos. Un amigo —¿el del tesoro fallido?—, que le
encontró en tal trance en una ocasión, le preguntó que por qué tanto dolor,
y de tal manera se lo explicó Francisco, que acabaron los dos llorando. La
leyenda de Perusa nos guarda la memoria, no el nombre, de este buen
asisiense “que simpatizó siempre con Francisco y le daba ánimos tanto
cuando aún estaba solo como cuando contó con muchos hermanos”.
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—¡Pues vamos ante el obispo! —decide entonces airadamente Pedro
Bernardone.
Ante el obispo, el juicio famoso. El obispo Guido era seguramente el
único en Asís que penetraba algo la interioridad de Francisco, dispuesto,
por eso mismo, a ser, al menos, imparcial. Cita privadamente a Francisco,
le explica la querella presentada por su padre contra él, y le convence de
que comparezca y le devuelva todo el dinero que le quede. No se esperaba
el buen prelado, ni nadie, lo que iba a venir.
Se constituye el tribunal. Toda la ciudad está en vilo, a la expectativa,
porque, encima de no ser grande, no había conocido un juicio igual, y
Francisco era famoso. La sorpresa iba a ser mayúscula. Comienza el juicio.
Bernardone exige a su hijo que le restituya ante el obispo todo lo que aún
tenga de él; él lo decía por su dinero. Y Francisco, sin mediar fórmula, se
adelanta sereno y alegre y dice, dirigiéndose al obispo, y en él a toda la
concurrencia:
—Señor, muy a gusto le voy a devolver no sólo su dinero, sino
cuanto por cualquier título podría llamar suyo.
Y entra en el cuarto contiguo, se despoja de sus vestidos y sale
limpiamente desnudo, con un cilicio sobre sus carnes, sonriente, dueño de
sí mismo y de la situación. Asombro general. No falta alguna sonrisa
burlona, pero el silencio es absoluto; la curiosidad tiene perplejas todas las
miradas. Francisco camina hacia su padre y le entrega todos sus vestidos,
y, sobre ellos, el dinero que le quedaba; luego le mira a los ojos, mira al
obispo y a todos los presentes y, con el tono de una inspiración solemne,
exclama:
—Hasta ahora he llamado padre a Pedro Bernardone. Todos sois
testigos de que le devuelvo cuanto tengo de él, para calmar su irritación.
Desde este momento quiero decir —y miró con fervor y ternura hacia lo
alto—: “Padre nuestro, que estás en los cielos”, y no ya más: “padre Pedro
Bernardone”.
La emoción puso lágrimas en los ojos de muchos, y un nudo en la
garganta de todos; además, miraban sobrecogidos que Francisco ceñía su
fino talle con aquel otro vestido penitencial de su cilicio. El obispo Guido,
conmovido también, se llegó a él y cubrió afectuosamente su juvenil
desnudez con su amplia capa. Y el comerciante Bernardone desapareció de
la escena con prisa, nervioso y disgustado.
El obispo dio a Francisco el vestido de uno de sus sirvientes, el que
primero halló a mano. Francisco no quería más. Se trazó con una tiza sobre
36
él una cruz a la altura del corazón, con el gesto de quien adopta
decididamente su santo y seña. Salió de la ciudad y se lanzó al monte. Era
invierno. Caminaba sin rumbo, sin otro norte que el de su libertad
conquistada. Libre, entre el cielo gris y la tierra nivea. Con el gozo de
sentirse hijo de Dios, rompe a cantar en francés, como solía cuando se
inspiraba. En pleno bosque le salen al paso unos bandoleros, no raros en
aquellos parajes, en busca de botín:
—¡Alto ahí! ¿Quién eres?
—¡Yo soy el heraldo del gran Rey! —contesta enfática y
jubilosamente Francisco.
Los bandidos lo cachean, y, al no hallarle nada encima, a empujones
y puntapiés lo arrojan a una profunda hoya de nieve, mientras le dicen con
risa y desprecio:
—¡Descansa ahí, tú, palurdo heraldo de Dios!
En cuanto puede reponerse, Francisco se levanta tranquilamente, sin
perder ni el humor ni la paz; sale de la hoya, se sacude la nieve y sigue a la
buena de Dios el camino del bosque, cantando caballerescamente al Amor
de sus nuevos destinos
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Con la calma de vida le fue viniendo insistentemente a la memoria su
compromiso de restaurar la iglesia de San Damián, y decidió regresar a
Asís. Entró en su ciudad como un forastero y se encaminó derechamente a
San Damián, su refugio. Y mientras cavilaba en cómo empezar la
restauración, se entretenía en lo suyo: la oración, los leprosos, y una nueva
afición que fue cobrando: visitar las iglesias cercanas, así dentro como
fuera de la ciudad, y decir simplemente en ellas esta oración que él se
inventó en su fervor bajo el Espíritu del Señor:
“Te adoramos, Señor Jesucristo, aquí y en todas tus iglesias que
hay en todo el mundo, y te bendecimos, pues por tu santa cruz
redimiste al mundo”.
Todavía no era más que uno, y ya rezaba en plural; no tenía iglesia
fija ni en su Asís, y su oración sonaba ya con aire universalista. En sus
visitas a las iglesias —intramuros o de la campiña— llevaba consigo una
escoba, y, si las veía sucias o descuidadas, las limpiaba, con permiso de los
sacerdotes respectivos, a los que saludaba con respeto y afecto, y les
suplicaba con humildad y cortesía que tuvieran suma limpieza en todo lo
relativo al culto del Señor Antes les daba cálices o limosnas; ahora les
daba su consejo y exhortación y se daba a sí mismo.
Por fin se decidió a emprender la fábrica. Empezó solo, por sus
medios rudimentarios: buscaba piedras, las trasladaba sobre sus hombros,
pedía cemento a quienes lo tenían... Es de admirar el tesón de su voluntad;
cómo él, débil de fuerzas, enclenque de salud, fino de educación, mal
comido y peor vestido, trabajaba de albañil, peón y maestro en una pieza.
Le sirvieron su habilidad para todo y lo que aprendió del oficio en la
construcción de las murallas cuando su primera juventud. El cura de San
Damián le fue cobrando aprecio, y, aunque pobre también él, le daba de
comer. Francisco, a cambio, le daba esperanzas de que su iglesia quedaría
como nueva.
Un día decidió apresurar los trabajos, y se entró por la ciudad
pidiendo materiales como quien ofrece una mercancía mejor:
—Quien me dé una piedra, tendrá de Dios un premio; quien me
dé dos piedras, recibirá dos premios, a tantas piedras, tantos premios,
tantos premios...
Lo decía como cantando y con tanta convicción y gracia, que la
buena gente empezó a reaccionar. Luego no pedía sólo piedras y cemento,
sino voluntarios que colaborasen con él por el amor de Jesucristo. Y no
faltaron. Unos u otros le acompañaban a transportar las piedras y a
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levantar los muros. Un día vio acercarse a unas jovencitas de la nobleza de
la ciudad que paseaban por allí y se acercaron por curiosidad, y, en vez del
piropo galante con que les hubiera saludado en otros tiempos, clamó ins-
piradamente en francés desde el alto muro en que laboraba, dirigiéndose a
un grupo de curiosos y de mendigos, que le miraban más que le ayudaban:
—Venid, ayudadme; tiempos vendrán en que morarán aquí unas
damas santas, que harán famoso este lugar. Por ellas será glorificado en
toda la Iglesia nuestro Padre del cielo.
Una de aquellas damitas, Clara, hija del caballero Favarone de
Offreduccio, recordaría esas palabras con gozo imborrable, ya sexagenaria,
en su testamento de fundadora.
4. SU NUEVA FAMILIA
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—Si quieres demostrar con hechos lo que acabas de prometer,
mañana tempranito entramos en una iglesia y lo consultamos con Cristo
abriendo su Evangelio.
Decidieron reposar unas horas, aguardando el amanecer; pero el uno
al otro se engañaron benditamente. Francisco fingió dormir, y Bernardo
también, y éste hasta empezó a roncar estentóreamente para simularlo
mejor. Francisco, así asegurado, se levantó y se pasó la noche de rodillas,
orando, “en alabanzas al Señor y a su gloriosa Madre la Virgen”. Lo que
más le asombraba a Quintaval era escucharle exclamar una y otra vez,
entre sollozos y lágrimas, como abismado en una contemplación: “¡Dios
mío! ¡Dios mío!...” Se convenció: “Realmente, éste es un hombre de
Dios”.
Con la primera luz del día buscaron a otro que también había
manifestado deseos de irse con Francisco; se llamaba Pedro. Era curioso:
había renunciado a continuar la familia de Pedro Bernardone, y Dios se lo
devolvía duplicado —hasta en la duplicación del nombre y apellido de su
padre— en estos Pedro y Bernardo, los dos primeros hijos de su nueva
filiación. Seguramente, ellos fueron los primeros en llamarle “el hermano
Francisco”, y él a ellos, porque desde este momento se consideraron y se
amaron como tales.
Era el 16 de abril de aquel 1208. Francisco les llevó a la cercana
iglesia de San Nicolás, a buscar “la suerte de Dios”, a consultar el
Evangelio, abierto al azar por tres veces invocando al Señor. Y las tres
veces salió el mensaje de una vida radicalmente evangélica. Los biógrafos
primitivos nos han conservado con esmero esa suerte que decidió el
porvenir de los tres y de los que les siguieron: “Si quieres ser un hombre
logrado, vete a vender lo que tienes y dalo a los pobres; y anda, sígueme a
mí (Mt 19,21); “El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo,
que cargue con su cruz y me siga” (Lc 9,23); y el mismo que a Francisco
en la Porciúncula: “No llevéis alforjas para el camino; ni dos túnicas, ni
sandalias, ni bastón, que el bracero merece su sustento” (Mt 10,10).
La santa locura de Francisco se reveló contagiosa. Inmediatamente,
el hermano Bernardo fue a su casa y dispuso la liquidación de toda su
hacienda; el hermano Pedro no tenía de qué o no podía disponer de lo
suyo. Los tres se colocaron con todo el dinero de Bernardo a la puerta de
su casa, y no tardó en desfilar ante ellos una procesión de menesterosos;
unos, porque tomaban ya perezosamente el sol en la plaza cercana; otros,
porque la noticia de este nuevo despilfarro limosnero se extendió
43
rápidamente por toda la ciudad. El trío regalaba dinero a mano libre. Pasó
por allí messer Silvestre, sacerdote avaro y con años, que había dado o
vendido a Francisco piedras para la restauración de San Damián, y vio ahí
un buen momento para cobrárselas:
—¡Eh, Francisco! Aún me debes las piedras que me llevaste.
Francisco metió la mano en la bolsa de Bernardo, la sacó rebosando
monedas y se las dio; la volvió a meter y le dio otro puñado:
—¿Están pagadas ahora?
—Pagadas —masculló Silvestre mientras se escabullía guardando
ávidamente sus dineros, con cuidado de que no se le cayera ninguna pieza.
Más tarde, este Silvestre mezquino y gruñón vendría a ser él también,
evangélicamente, un lapidador de todo lo suyo y uno de los hermanos de
mayor confianza de Francisco.
Se fueron a la Porciúncula y levantaron junto a la capillita una choza.
En cuanto pudieron, Bernardo y Pedro se vistieron una túnica y una cuerda
como las del hermano Francisco. “El Espíritu del Señor y su santa opera-
ción” —expresión que después le gustaría mucho al hermano Francisco—
había engendrado en el seno de la Iglesia una nueva familia religiosa.
Francisco no se lo podía creer, del gozo que le daba estar
acompañado. Cuando las cosas se enredan, también cuando se enredan
bien, no hay dos sin tres. El tercero fue un bienaventurado hombre llamado
Gil. Una semana después, el día 23, fiesta de San Jorge, espejo de caballe-
ros, Gil, otro cristiano sencillo y piadoso, fue en busca de Francisco, se
arrodilló ante él donde lo encontró, en el bosque aledaño a la choza, y le
espetó, sin más, que le recibiera como otro de los suyos. Francisco, al verle
de tan limpia y simple voluntad, encantado e inspirado, le dijo:
—Hoy te ha hecho Dios un grandísimo favor. Si viene a Asís el
emperador y quiere armar caballero a un ciudadano, ¿no saltaría éste de
gozo? Pues más debes alegrarte tú, escogido por Dios para ser su
caballero, su servidor amadísimo en la guarda del Evangelio. ¡Animo y
firmeza, hermano, en esta vocación que Dios te da!
Y le tomó de la mano y le introdujo en la cabaña, presentándole a lo
otra pareja.
Todos eran cuatro, pero muy felices. Empleaban el día y parte de la
noche en la oración, en el cuidado de los leprosos y en pedir limosna, de la
que vivían. Francisco los iba formando, comunicándoles en diálogos
fraternos sus experiencias de convertido. La limosna fue su prueba de
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fuego. Francisco se percataba del rubor, invencible que les daba, y los
primeros días era él sólo quien salía a limosnear por la ciudad, para
ahorrarles a ellos la vergüenza; pero pronto se animaron con su ejemplo y
la gracia del Señor. Al principio, casi nadie se la daba, y Segaron a pasar
hambre; les decían, y no con gracia:
—Habéis despilfarrado vuestros bienes; y ahora queréis comer de los
nuestros. Trabajad, vagos...
Y los menospreciaban y escarnecían como a necios y a estúpidos,
hechos el hazmerreír de la ciudad. Sólo el obispo Guido, conquistado por
el hermano Francisco y en quien éste confiaba ya como en un padre, se
mostraba comprensivo y bondadoso con ellos. Como podía, les defendía
ante la opinión general; pero también él tenía sus ideas y sus dudas, y le
decía a Francisco:
—Muy rigurosa es vuestra vida para vosotros, pero es que encima
complicáis la de los demás. ¿Por qué no os reserváis siquiera algunas
propiedades para vuestro mediano pasar?
Era la primera batalla franciscana entre el idealismo evangélico y el
realismo de la vida rutinaria. Francisco, con intuición tanto como con
libertad, le contestó:
—Señor: si tuviéramos algunas propiedades, necesitaríamos también
armas para defenderlas, pues por ellas hay un sinfín de querellas y pleitos,
que alejan del amor de Dios, y del prójimo. Por eso no queremos poseer
nada en este mundo.
La respuesta, y tal como se la dijo Francisco, encantó al obispo. La
primera batalla de la pobreza franciscana estaba ganada.
Eran cuatro, dos parejas. Y decidieron dividirse, porque la cabaña y
la ciudad se les quedaban pequeñas para su gozo y su ilusión de dar a
conocer al Señor. Pedro y Bernardo permanecieron en la Porciúncula,
Francisco y Gil se dirigieron a la Marca de Ancona. Por el camino rezaban
y cantaban jubilosamente y hablaban de Dios a cuantos encontraban.
Todavía Francisco no predicaba al pueblo, pero no había villa o lugar por
el que atravesaran que él no aprovechase para exhortar a hombres y
mujeres a amar al Señor y a convertirse. El hermano Gil le escuchaba tam-
bién, sonriendo beatíficamente, y, en cuanto Francisco concluía,
exclamaba, batiendo palmas:
—¡Muy bien dicho! Fiaos de él.
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De villa en villa, los más les trataban como villanos, y las muchachas
se asustaban y corrían ante estos hombres míseramente vestidos, que
saludaban sonrientes a todo el que encontraban. Generalmente, los
miraban como algo locos, pero algunos quedaban impresionados, porque
intuían un signo especial en su locura.
Por los caminos no se aburrían: oraban, dialogaban, soñaban. Un día
el hermano Francisco le dijo al hermano Gil para animarle:
—Ya lo verás: llegaremos a ser una orden, y nos pasará como a un
pescador afortunado, que lanza sus redes y recoge gran cantidad de peces.
Con el gozoso asombro de tantas piezas, selecciona los mayores y los
guarda en su cesto, y los más chicos los devuelve al agua.
Francisco seguía roñando. Dos por un camino y otros dos por otro:
ésa era toda la tropa. ¿Recordaría Francisco, al hablar así, aquel sueño de
la sala del palacio convertida en sala de armas “para su gran ejército”?
Ahora soñaba despierto. Era el Espíritu del Señor quien le hacía soñar así,
el mismo que le iba a convertir el sueño en realidad, muy por encima de lo
que ese par de alegres andantes podía imaginarse. Tampoco se percataba,
quizá, de que, bajo la nueva inspiración, empezaba a ser más y mejor que
un juglar: un buen parabolista.
Al cabo del tiempo, luego de recorrer libremente la Marca, volvieron
a Asís. Allí fueron sumando hermanos: Felipe, Sabatino, Morico y Juan.
El hermano Felipe Longo llegó a tener unos labios como brasas, del
fervor con que hablaba de Dios. Del hermano Sabatino no sabemos detalle.
Morico el Chico, de la Orden de los Cruciferos, morador en el hospital de
San Salvador de la Pared, junto a Asís, fue atraído por la caridad
misericordiosa y la pobreza extrema del pequeño grupo, y vivió en
adelante, en cuanto a los alimentos, como un riguroso vegetariano. Juan, el
hermano Juan de Capella, sería al fin tristemente célebre, ahorcándose
como Judas
Ya eran ocho, cuatro parejas. Y decidieron probar una nueva
experiencia apostólica, separándose en cuatro direcciones, hacia las cuatro
partes del mundo. Es precioso el discurso de despedida del hermano
Francisco según Celano; una exhortación fraterna a ir por el mundo de dos
en dos, anunciando la paz y la penitencia, amando a todo hombre,
soportando con alegre paciencia —y hasta con gratitud— las
contrariedades que se les presenten. Y los fue despidiendo uno a uno, con
un emocionado abrazo y este saludo, que ya repetirá siempre que dé a un
hermano una obediencia: “Encomienda a Dios tus afanes, que El te
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sustentará” (Sal 55,23). Curiosa observación psicológica: este hombre
originalísimo que fue Francisco, repetía sin cansarse las frases que le
gustaban.
Caminaban amándose, y, junta la pareja, alababan a Dios, hablaban
de El a quienes querían escucharles, se arrodillaban ante la cruz
dondequiera que la veían, aun desde lejos; pernoctaban donde podían: en
una casa, en un pajar, en un portal; pedían de limosna la comida de cada
día; y sufrían lo que les salía al paso, que no fue poco, al verlos con ese
talante de vestido y de vida: burlas, insultos, pedradas de los chiquillos o
pellas de barro de los mayores, y no faltó quien les despojó de su hábito
por aprovecharse o para reírse mejor, y los dejó en mitad de la calle o en
despoblado como vinieron al mundo. Pero ellos lo perdonaban todo de
corazón, y alegremente le decían a todo el que les trataba mal: “¡Dios te
perdone!” Y aprovechaban la ocasión para hablar con amor de Jesús
crucificado.
Así, de lugar en lugar, mendigos aventureros de Dios, sin otro plan
que el de acercarse a muchos, a todos. Cuando les preguntaban quiénes
eran, respondían con sencillez:
—Somos varones penitentes, oriundos de Asís.
No pocos acabaron por mirarles con simpatía y devoción.
Se habían citado para el regreso al poco más o menos. ¡Qué alegría
de niños la suya cuando en una misma fecha coincidieron en la
Porciúncula los ocho!... Una cortesía de su Padre celestial ciertamente;
pero también una corazonada: la fuerza centrípeta del amor de hermanos
que se tenían, y que no les sufría el pasar ya más tiempo los unos sin los
otros, y menos aún todos sin el hermano Francisco.
Con algunos más de la comarca y otros que vinieron como pesca al
anzuelo de sus andanzas y prédicas, la fraternidad llegó a contar doce. Y
no consta precisamente que esta cifra le recordara a Francisco los doce
apóstoles; pero sí es cierto que entonces decidió marchar a Roma con los
suyos para pedir al papa la aprobación de su nueva forma de vida. Anota el
serio historiador Wadingo con grata sorpresa que “no existía entonces
ninguna norma del derecho que les obligara a pedir esta confirmación
papal, ni siquiera el ejemplo de otros”. Fue, simplemente, una intuición
más del sano instinto eclesial de Francisco, con el cual huyó desde un
principio del peligro de los herejes y contestatarios, que pululaban por
aquellos tiempos y lugares. Hizo escribir una Regla con pocas y sencillas
palabras..., y ¡a Roma!, con su original cortejo de hermanos.
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En Roma dieron de improviso con su obispo, Guido. Este, de primer
impulso, se disgustó, porque pensó que Francisco y los suyos habían
levantado el vuelo de Asís cuando él les había tomado aprecio, convencido
de que eran un bien para su diócesis; pero, al explicarle Francisco el
motivo de su viaje, quedó complacido, y él mismo se brindó a facilitarles
la entrevista con el papa y hasta se ocupó de su hospedaje. Habló a un
cardenal amigo suyo, Juan Colonna de San Pablo, obispo de Sabina, con
fama de sabio y austero y piadoso entre los cardenales, y con el que ya
había comentado la nueva vida de sus originales penitentes. Al decirle que
los tenía en Roma y con aquella pretensión, el cardenal mostró interés en
conocerlos personalmente. Se los llevó a su palacio con la intención de
observarles de cerca. Ya con ellos, y temiendo que tan alto ideal no
pudiera mantenerse durante mucho tiempo, trató prudentemente de
convencerles de que se adhirieran a alguna de las órdenes monásticas
existentes, de las cuales él era entusiasta defensor. Fue la segunda batalla
entre el realismo y el idealismo, y también la ganó el hermano Francisco:
el que intentaba vencer por la sabia prudencia, fue conquistado por el
sencillo fervor. Como argumentaría después el mismo Colonna a otros
cardenales, llevándoles el fuego que en él había encendido Francisco:
—Si rechazamos la pretensión de este pobrecillo como novedosa y
demasiado ardua, ¡ojo!: estaríamos oponiéndonos al Evangelio de Cristo,
pues él no pide sino que se le confirme su forma de vida evangélica.
El cardenal habló al papa:
—He encontrado a un hombre estupendo, que quiere vivir pura y
llanamente el Evangelio. A mí, Santidad, me ha conquistado, y estoy
convencido de que Dios depara por él un gran bien a su Iglesia.
El papa, asombrado de tanta seguridad en varón tan prudente, le
contestó con sólo este imperativo:
—Tráemelo.
El papa ante quien estaba al día siguiente el hermano Francisco,
humilde y sereno, era Inocencio III. De él da este juicio Walter Goetz en
su Historia universal: “Lotario de Segni había asimilado en Roma, París y
Bolonia la educación universitaria de su tiempo con rara perfección,
llegando a ser agudo dialéctico, impresionante teólogo e insuperable
jurista... Sabía encontrar una salida a toda situación, por desfavorable que
pareciese, y tocar todos los registros, desde el halago hasta la amenaza,
desde la suavidad más blanda hasta la más inflexible dureza, desde el
entusiasmo arrebatador hasta el cálculo más frío; todo ello sustentado por
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una entrega grandiosa a sus funciones. Políticamente hizo progresar a la
Iglesia pontificia un gran trecho sobre lo ya conseguido, llevándola a la
cumbre de la dominación universal. Superior a todos los príncipes de su
tiempo en arte político, nunca la unidad de la historia occidental encarnó
de modo tan palpable como en este papa. Nunca tampoco las pretensiones
de dominación universal sustentadas por la Curia romana llegaron a tal
proximidad de cumplimiento. Sin duda, el pontificado de Inocencio III
puso la base para muchos errores de la Iglesia posterior medieval; pero d
grandioso gobierno eclesiástico político de este papa ha de despertar
siempre una admiración renovada”.
En el aspecto intraeclesial, su actividad fue también intensísima, y
más de una vez le veremos en esa función por estas páginas
biofranciscanas. De él han llegado a nosotros hasta 6.000 cartas. Mirando
la sucesión parabólica del papado de aquellos siglos medios, se puede
afirmar que el sol de primera magnitud que fue en lo religioso y en lo
político durante la baja Edad Media San Gregorio Magno (540-604), y
luego en la primera alta Edad Media San Gregorio VII (1020-85), lo fue en
su época, religiosamente turbulenta y enormemente decisiva en lo político,
Inocencio III (1161-1216).
Ante este papa que concedía audiencia tres veces por semana, se
presentó pobre y confiado el hermano Francisco. Fue su tercera batalla.
Con la sencillez y el calor de su convicción, le expuso su programa de
vida, y le suplicó que se lo aprobara en el nombre bendito del Señor Jesús.
El papa le escuchó tensamente, mirándole en profundidad, tratando de
descubrir y analizar aquella santa pretensión hasta lo más hondo. Al
concluir, le manifestó las mismas prevenciones que el cardenal y el obispo:
aquella despreocupación total de sí mismos podía resultar una compli-
cación social y una vida demasiado dura, si no para ellos, para quienes les
quisieran seguir... Pero, prudentemente, al cabo ni se lo negó ni se lo
concedió. Le había caído bien. Le dijo:
—Piensa, hijo, en lo que te he dicho. Y pide al Señor que te dé unos,
criterios más sensatos para vivir su Evangelio. Cuando los tengas, vuelve a
mí y te los aprobaré. Y reza para que yo también conozca en esto la
voluntad del Señor.
¡Y vaya si el hermano Francisco rezó y volvió, y pronto! No para una
rectificación juiciosa de sus ideales, sino para contarle al papa una fábula
que se le había ocurrido mientras dialogaba en la oración con el Señor
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suplicándole le inspirase las palabras más convenientes para con el señor
papa:
“Vivía en el desierto una mujer pobre, pero hermosa. La conoció el
rey, la amó y se la desposó. Tuvo de ella hijos e hijos, y regresó a su
palacio. Los hijos crecieron extraordinariamente bellos. Ya mayores y bien
educados, su madre les envió a la gran urbe, con un abrazo y esta
recomendación:
—Marchad confiados. Y no os avergüence vuestra pobreza, pues sois
hijos de aquel gran rey. Id derechos a su palacio y pedidle cuanto
necesitéis.
Sorpresa y júbilo en los hijos al escuchar esta revelación de su
origen. Ya ven cambiada su miseria en riqueza, y ellos mismos,
nombrados príncipes. Se presentan decididamente al rey, que se pasma al
mirarse como retratado en sus rostros:
—¿De quién sois hijos?
—De aquella mujer que vos amasteis en el desierto.
—¡Sois entonces mis hijos y mis herederos! Traedme a palacio a
vuestra madre y a todos vuestros demás hermanos...”
Inocencio III le escuchó como jamás había escuchado a ningún
embajador. Fue otra victoria: del poeta sobre el científico, del idealismo
sobre la prudencia. Y acabó por concederle gustoso lo que pedía. Y no fue
sólo porque le cayó bien; ciertamente, el pobrecillo tenía ángel, pero es
que además, y más, tenía providencia: se veía que “el Señor estaba
dondequiera que él iba”, como apunta Celano a propósito de esta anécdota.
Ignoraba Francisco que, mientras él hablaba, a Inocencio III le vino a la
memoria un sueño misterioso que había tenido una de sus noches, en que
hasta dormido se preocupaba por los graves males de la Iglesia: miraba
aquella basílica de Letrán inclinándose peligrosamente hacia su ruina, y he
aquí que se acerca un hombrecillo pobre vestido al modo religioso, apoya
su hombro contra la pared y evita que la iglesia se derrumbe. El papa
pensaba: “¿No será éste quien sostenga a la Iglesia con la puridad y el
esfuerzo de su vida evangélica?”
El hermano Francisco y los once suyos salieron de aquella audiencia
papal como renacidos. El ni se preocupó de que el papa le extendiera un
documento probativo; pero siempre consideró esta hora como uno de los
momentos claves de su vida; y lo recordó así en su testamento: “El Señor
me reveló que debía vivir según la norma del santo Evangelio. Y yo la hice
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escribir en pocas y sencillas palabras, y el señor papa me la confirmó”.
Inocencio III se mantuvo fiel al hermano Francisco, y en el concilio de
Letrán (1215), cuando se prohibieron nuevas reglas de vida religiosa,
obligando a los nuevos institutos a tomar alguna de las tradicionales en la
Iglesia, le mantuvo a Francisco su confirmación, aun contra el parecer de
muchos obispos y cardenales.
Los doce del idealismo confirmado salieron de Roma con tanto
contento como prisa. De camino, el hermano Francisco les hablaba otra
vez parabólicamente:
—Estaba yo en uno de mis sueños luminosos. Caminaba por una
carretera solitaria. A lo lejos, al borde del camino, un árbol. Según me
acercaba, el árbol seba haciendo mayor, mayor, altísimo. Pero he aquí que,
al llegar junto a él, también yo empecé a crecer, y crecer, y crecer, hasta la
altura de su copa. Lo tomé desde arriba con mi mano y lo doblé hasta
ponerlo a las plantas de mis pies...
Francisco lo contaba sin asomo de orgullo, como inspirada expresión
jubilosa de su agradecimiento al Señor, “que exalta a los humildes” (Lc
1,52). Entendieron los once que eso era lo que había pasado entre
Inocencio III, el más encumbrado árbol de la cristiandad, y su pobrecillo
hermano Francisco; y también ellos se alegraron indeciblemente,
agradecidos al Señor. Hacía un año justo de cuando Francisco empezó a
tener imitadores.
5. RIVOTORTO, LA PRIMAVERA
Mas nadie piense, ante esta belleza literaria, que su vida era sólo así
de bonitamente idílica. Ciertamente amaban la pobreza tanto como aparece
ahí; y su alimento codiciado era la oración; una oración más mental que
vocal, pues aún no tenían breviario, y le dedicaban muchas horas, de día y
de noche, solitarios o en grupo; pero no descuidaban el trabajo, y con él un
buen empleo del resto de las horas. Sobre todo se dedicaban a cuidar a los
“hermanos cristianos”, como empezó a llamar Francisco a los leprosos —
¿por recordarle más a Cristo paciente, por verlos más cristos de dolor?—.
Por cierto que uno de la media docena de lazaretos que rodeaban de lejos a
Asís como almenas del sufrimiento y la repugnancia, se alzaba entre
Rivotorto y la Porciúncula. Con frecuencia, para no estar ociosos, se
desplazaban a los campos para ayudar a los labriegos pobres en sus
labores, y éstos les daban de su comida en agradecimiento, por amor de
Dios; o a la ciudad y a los lugares vecinos, para el apostolado de su
sencilla predicación dialogal o para limpiar las iglesias pobrecillas y
abandonadas. Personalmente, al hermano Francisco le seguía agradando
este menester, pues sufría mucho cuando entraba en ellas y las hallaba
55
sucias; lo buscaba además como una ocasión para encomendar a los
sacerdotes respeto y limpieza, por la honra del Señor El alma de toda esta
vida, la llama que mantenía el calor y el gozo de este hogar de Rivotorto,
era el amor; el amor entre ellos y el amor a Jesús; éste sobre todo. Podía
resumirse todo escribiendo que su vida consistía en vivir como Cristo y
amándole. Francisco les enseñaba a tenerlo como su único tesoro, por el
que habían renunciado a todo lo demás. Su oración preferida era el padre-
nuestro, glosado por el mismo Francisco, y aquel “Adórámoste, Señor
Jesucristo...”, original de Francisco, que decían arrodillándose en las
iglesias en las que entraban para orar. En cuanto divisaban una iglesia o
una cruz de cerca o de lejos, se arrodillaban devotamente también,
adorando en la cruz a Jesús crucificado, y en las iglesias, a su
sacramentado Señor, asaltando con el corazón su sagrario, por usar una
expresión lograda de José María Escrivá. Y, por amor de El, eran sencillos
y se sometían a todos.
La otra llama era el amor de hermanos que se tenían. Unos a otros se
castigaban las faltas que cometían, imponiéndose mutuamente penitencias,
o se adelantaba cada uno en hacerlas”. Pactaron entre sí con sencillez no
decir ni hacer nada que pudiese ofender a otro hermano. Tenían una fe
cándida. Por ejemplo: por aquellos días se confesaban con un sacerdote de
Asís que moralmente dejaba mucho que desear; pero ellos por eso no
apreciaban menos el sacramento. Un día, este sacerdote le dijo a uno de los
hermanos:
—Mira, hermano, que no me resultes un hipócrita.
El tal hermano quedó deprimido, y desahogaba su angustia en
lamentos de día y de noche, sin que los otros lograran consolarle; porque
decía:
—No os canséis. Un sacerdote es el que me ha dicho que no sea un
hipócrita, ¿no? Pues un sacerdote no puede mentir.
Y tuvo que ser Francisco quien le sacó de aquel atolladero con
ingenio y amor
57
—Permíteme usar otro saludo —le suplicó a Francisco—. Pero éste
le ayudó a vencer, a pura paciencia y humildad, esa otra forma del amor
propio que es el no poder soportar el ridículo.
Resultaba por demás lindo y hermoso el cariño con que se amaban, y
ya entonces el modelo era el que perpetuó posteriormente Francisco en sus
dos Reglas: como el de una madre a su hijo; más aún que fraternal, mutua-
mente materno. ¿Que una vez dos hermanos transitan por una calle y un
botarate del lugar se pone a divertirse a su costa, siguiéndoles a pedrada
limpia? Pues uno correrá a ser escudo para el otro, decidido a librarle del
descalabro con su pellejo. Otra vez alguien se despierta en la cabaña a
media noche, dolido de mal comido, y se pone a gritar:
—¡Me muero!... ¡Me muero!...
Se despertaron sobresaltados y encendieron una luz. Francisco
indagó:
—¿Quién se está muriendo?
—Soy yo —dijo el triste, ruborizado.
—¿Pues qué te ocurre? ¿De qué te vas a morir?
—Me muero de hambre.
Sacaron lo que había, y, para que no pasase vergüenza de comer solo,
yantaron todos con él. Y el hermano Francisco, de postre, les endilgó un
sermoncito sobre la prudencia en la mortificación.
Aquel Rivotorto terminó de película. Un campesino llega allí con su
burro, quizá porque ya de otras veces conocía y aprovechaba la choza;
también porque juzgó a los hermanos unos intrusos y que se iban a
apropiar de aquel terreno, y quién sabe si hasta tirar la choza para hacerse
una buena vivienda. Arreando al asno, gritaba: —¡Arre, burro, arre..., que
vamos a hacerle un favor a este lugar!
A Francisco le dolió aquella ironía ruda del labriego, y también
intuyó que los juzgaba unos aprovechados. Inmediatamente, dando unas
sonoras palmadas, invitó a los suyos a salir, respondiendo, sin responder,
con otra ironía inocente y regocijada:
—Vámonos, hermanos, que no nos ha llamado Dios para dar
hospedaje a un asno
Y se fueron de allí sin nada, porque nada tenían. Pasaron varios días
buscando un cobijo; lo gestionaron con el señor obispo, con los canónigos
de San Rufino, y nada. Por fin, Francisco se dirigió al abad de San Benito
58
del Monte Subasio, y le pidió que les permitiera ocupar la Porciúncula,
propiedad de la abadía. El abad fue generoso, y sólo por insistencia del
hermano Francisco, que se negaba a poseer nada en propiedad, quedó con
él en alquilárselo... por una cestita de peces al año. Tornaban al lugar de su
comienzo. Era María, la Madre del Señor, quien les esperaba y les atraía
allí, y el hermano Francisco comenzó a amar aquella capilla más que otra
iglesia ninguna en el mundo.
En el nuevo nido, la vida continuó con el mismo ritmo y estilo que en
Rivotorto. Algunas de las anécdotas referidas en este capítulo sucedieron
allí o aquí; da igual. Empezaron a acudir más y más hermanos al reclamo
de aquella vida radical y atractivamente evangélica. Con ella, el hermano
Francisco estaba poniendo en marcha, de cara a la historia venidera, un
original y hermoso sentido de la existencia: hombres religiosos,
desinteresados, libres, alegres, puros, caritativos, pacíficos... Un estilo de
vivir que, en su ingenuidad, aún nos atrae con fuerza a los hombres de hoy
y lo intuimos más que bello: carismáticamemte renovador, revolucionario.
Aún perfuman el mundo y le cautivan los efluvios encantadores de aquella
primavera. Desde la Porciúncula, con amor.
59
II. ASÍ FUERON SUS PASOS (1209-1223)
(Test 14.)
Ya hemos visto que Francisco, en cuanto echó a andar por su nuevo
camino, se suscitó nuevos amigos. El lo dijo en su testamento con perfecta
sencillez: “El Señor me dio hermanos.” Y desde ese segundo momento de
su condición de convertido, Francisco no puede ser ya pensado sino
acompañado, rodeado de la corona de sus “hermanos menores” o
pequeños, alentándoles, formándolos, inspirándoles. El mismo es
60
bautizado como “el hermano Francisco” cuando comienzan a estar con él
otros de su mismo corte: el hermano Bernardo, el hermano Pedro, el
hermano Gil... El Espíritu fecundo del Señor suscitó en torno suyo, como
proliferación de él mismo, aquella primitiva generación franciscana, una
de las más bellas parcelas de florecillas del Señor en su campo que es la
Iglesia. Francisco les llamará, con infinito cariño, “mis benditos
hermanos”.
La cosa sucedió con tal espontaneidad, que se diría que Francisco
había sido traído al mundo para esto. Se diría también que cada uno vivía
para hacer participar a otros, a muchos, de su alegría de ser hermanos.
“Experimentaban —narra Celano de aquellos tiempos— un gozo inmenso,
un júbilo incontenible, cada vez que se presentaba a pedir el hábito un
nuevo hermano, rico o pobre, noble o plebeyo, sabio o inculto, clérigo o
seglar”. Sobre todos, el hermano Francisco; si antes era un soñador de su
halagüeño futuro, ahora era un idealista; con un idealismo comunicativo,
prodigiosamente contagioso. El mismo Celano nos conserva, de los días en
que aún no llegaban a la docena, esta arenga poética que les dirigió:
—¡Animo, carísimos! No os desanime nuestro poco número, ni mi
simplicidad o la vuestra. Dios nos ha de difundir por toda la rosa de los
vientos. Y estoy viendo ya la gran muchedumbre que viene a nosotros para
llevar nuestra vida y vestir nuestro hábito. El rumor sonoro de sus pasos
llega hasta mis oídos, yendo y viniendo a la voz de la obediencia santa.
Los caminos se llenan de hermanos nuestros por todas partes: vienen los
franceses, corren los españoles, se apresuran los ingleses y los alemanes;
un incontable número varioparlante...
Estas palabras eufóricas y caballerescas resultaron profecía. Si las
decía en 1209, sabemos, por ejemplo, que, ese mismo año, las pocas
parejas de hermanos que se repartieron el mundo para predicar con el
sermón de su vida penitente, al final de su aventura se habían conquistado
a muchos para la nueva forma de vida. Los Tres compañeros atestiguan, en
general, que vivían los hermanos con tanta honradez, pobreza y alegría,
que se metían en el corazón de muchos, sobre todo de los jóvenes, los
cuales, en un arranque divino, dejaban padre y madre y cuanto poseían y
se iban con los hermanos, que les conducían a Francisco. A la vuelta de su
fracasado viaje a España, en 1215, Francisco recibe en la Orden a un grupo
nutrido de literatos y de nobles, con júbilo cortés de él y de ellos. Y no
pasarían muchos años sin que la cristiandad pareciese una efervescencia
vocacional franciscana. Priores de monasterios, poetas, estudiosos,
61
secretarios de obispos, chantres, junto con toda clase de menestrales y de
trabajadores de la gleba, se inscribían en la nueva orden de caballería
religiosa.
Ya para ese 1215 se habían extendido no sólo en el centro y en el
norte de Italia, sino también por el sur de Francia y por España. Y eso con
aquellos medios rudimentarios de la comunicación social del Medioevo y
casi exclusivamente por el contacto personal, como fuego en barbecho.
Podemos dar fe a las Florecillas cuando nos cuentan que en el famoso
capítulo de las esteras —uno de los capítulos generales de la Orden,
llamado así porque muchos se alojaron en tiendas de estera— se llegaron a
reunir más de 5.000 hermanos, y seguro que no vinieron todos los que
eran. Conocemos el caso, que no sería único, de Ascoli, en el que por una
sola predicación del hermano Francisco dejaron el mundo y abrazaron la
Religión nada menos que treinta varones entre clérigos y seglares. Y aquí
no hablamos más que de uno de los cauces de la difusión franciscana,
porque a los otros dos —monjas y terciarios— aludiremos, aunque de
pasada, más adelante.
Mas no es el número, sino la calidad, lo que nos interesa en este
fenómeno multiplicador del hermano Francisco. Cuando él se hizo familia,
no dio al mundo una fundación religiosa más: creó una hermandad, una
fraternidad. El mismo tenía esta conciencia cuando puso nombre a su
institución: “Quiero que esta fraternidad se llame Orden de los Hermanos
Menores”. Así: en el principio franciscano fue la fraternidad, y luego, el
nombre de orden, y ésta, una orden de “hermanos” menores. “Esta
fraternidad”, “venir a la fraternidad”, “ser admitidos a la fraternidad”, eran
expresiones normales y habituales entre ellos.
Es cierto también, sin embargo, que desde su aparición, y más desde
su aprobación por Inocencio III, ellos se consideran y son considerados
como una auténtica orden eclesiástica, equiparable como tal a las de los
benedictinos y cistercienses, por ejemplo; pero también lo es que, desde su
nacimiento, la nueva Orden se presenta con unas características originales
y llamativas: aquí no había abad ni prior y los superiores podían ser
elegidos indistintamente entre los clérigos y los laicos, y se llamarían y
serían “ministros”, servidores de los otros hermanos. Así, como de un
plumazo libérrimo y fraternizador —más y mejor que democrático—,
suplantaba Francisco el principio paternalista y cuasi feudal de las órdenes
antiguas por el de una comunidad evangélica cálidamente fraternal. Este
hecho nuevo, hermoso y atractivo, explica en buena parte su rápido
62
crecimiento, además de la simpatía personal, maravillosamente
cautivadora, del mismo Francisco.
El era el animador de la fraternidad, más que la sencilla Regla
aprobada por el papa. El y el Evangelio, que les predicaba con su fervorosa
palabra y con su vida tensa, pues con todo les quería formar en el amor
imitativo de nuestro Señor Jesucristo. Les decía:
“Ante Dios no hay acepción de personas (Col 3,25), y el Espíritu
Santo es el verdadero Ministro General de nuestra Religión, y El
descansa sobre quien le place; también sobre el pobre y el sencillo”.
Para el hermano Francisco, este Espíritu del Señor era el espíritu de
la libertad jubilosa de los hijos de Dios (Rom 8,21). ¡Y cómo gozaba
viéndoles amarse como hermanos! Cuando se encontraban de pronto en
una casa o por los caminos, corrían a abrazarse, se besaban, conversaban
con una dulzura de miel en el corazón y una envidiable sonrisa en los
labios; todo lo que gozaban al encontrarse, lo sufrían luego a la hora de la
separación. También, por ese espíritu, su alegría era la prontitud en
obedecer y en ir de una parte a otra caballerescamente en busca de las
hazañas del Señor, procurándole los amores de los hombres. Alegres y
libres en su pobreza, no pedían ni aceptaban más limosna que la
indispensable para el día; trabajaban con los leprosos o en cualquier tarea
que les salía en la ciudad o en el campo, con tal que no fuera de señorío o
deshonesta, y “no por interés de lucro, sino por emplearse en algo bueno y
por huir de la ociosidad, enemiga del alma”. Y todo porque su verdadero
gozo era imitar a Jesucristo según el Evangelio, amarle y hacerle amar. Se
dedicaban a la oración en cuanto podían, y con sencillez le daban gracias a
Dios por el bien que hacían, y lloraban ante El amargamente por el mal de
sus pecados, por los que se imponían fuertes penitencias Hermanos hubo
que pactaron entre sí comunicarse, para aliciente mutuo, todos los favores
del Señor, sin ocultarse uno”.
Francisco disfrutaba también enfrentándolos en una santa emulación,
porque sabía que el Espíritu del Señor se sirve de las cualidades humanas
de cada cual puestas al servició de su gracia. Así, les decía:
—Será un perfecto hermano menor quien tenga la sencillez del
hermano León, la afabilidad del hermano Angel, la cortesía y el buen
hablar del hermano Maseo, la fe inquebrantable del hermano Bernardo, la
afición contemplativo del hermano Gil, el amor al trabajo bien hecho del
hermano Rufino, la paciencia alegre y caritativa del hermano Junípero, el
63
fervor servicial del hermano Rogelio, la fortaleza espiritual y corporal del
forzudo hermano Juan de Láudibus...
Conocía y amaba a cada uno como era. Los miraba como “sus
caballeros de la Tabla Redonda”; su rey Artús era el Señor Jesús, y ésta,
una de las reglas de su Regla: “Nosotros, desde que abandonamos el
mundo, no hemos de emplearnos en otra cosa que en seguir la voluntad del
Señor y en placerle a El. Verdaderos pares de la mesa redonda del
franciscanismo, iguales en su dignidad consciente de hijos de Dios y en la
ilusión de vivir como hermanos entre sí y con los hombres todos.
¡Admirable y bendita aquella generación primitiva! Con sus anécdotas se
pueden escribir las páginas más deliciosas de aquel milagro de naturaleza
y gracia que fue la floración franciscana.
Pero nosotros sigamos mirando al hermano Francisco, que es lo
nuestro. Entre sus escritos inspirados hay uno particularmente bueno para
conocerle en su intimidad psicológica: su Saludo a las virtudes. Francisco
saluda a las virtudes como los enamorados saludan a sus novias, como si
fuesen personas amadísimas; y las saluda caballerescamente, con toda la
inspirada cortesía de su alma: estaba saludando en ellas a su propio ideal.
Más sumariamente de lo que sería mi gusto, pues ni siquiera voy a
transcribir íntegro su Saludo, vamos a tomarle sus palabras; entremos en
su vida por esas puertas o ventanas de su intimidad que él mismo nos abre.
Sorprendentemente, con ellas nos va a enseñar unas lecciones
actualísimas.
64
—¿Por qué recoges con tal respeto ese papel de un pagano, si ése no
lleva el nombre del Señor?
—¡Ay, hijo!, porque aquí están las letras con las que se puede
escribir el nombre glorioso de nuestro Dios y Señor. Además de que lo que
aquí haya de bueno, no es de los paganos ni de nadie, sino de sólo Dios, de
quien es todo bien
Es verdad que aquéllos eran los siglos del pergamino, que no
conocían el papel, ni menos en esta profusión de nuestra sociedad de
consumo, invadiendo y ensuciando calles y parques. Pero ¡a ver: quién de
vosotros —teólogo, o científico, o simple aficionado al buen leer— tiene
un cariño y un respeto a la palabra escrita, ni de lejos, como este del
hermano Francisco! En el mismo lugar cuenta Celano el detalle increíble
de que, cuando él escribía una carta de saludo o de consejo, así quedaba
ella como le salía: no tachaba vocablo ni letra, ni consentía que otros le
tacharan nada, aunque fuera algo superfluo o expresivamente menos
logrado.
65
“Dice el Apóstol: ‘La letra mata, mientras el espíritu da vida’
(2Cor 3,6). Mueren por la letra los que quieren saber palabras,
palabras, para ser tenidos por sabios, olfateando grandezas, y los que,
negándose a seguir el espíritu de las divinas letras, sólo desean
saberlas y explicárselas a los demás. Y viven del espíritu aquellos que
todo lo que saben y desean saber no se lo apropian y atribuyen a sí
mismos, sino que con su palabra y con su ejemplo lo refieren al altísimo
Dios y Señor, de quien es todo bien.”
A un ministro deseoso de tener muchos y costosos libros, que le
pedía permiso para quedárselos, Francisco le dio esta respuesta radical, en
la cual cuesta no percibir algo de desabrimiento:
—De ningún modo quiero perder el libro del Evangelio, que prometí
guardar, por todos tus libros. Tú harás al fin lo que te parezca mejor, pero
mi permiso no ha de ser tu trampa.
Tales expresiones disonarán a más de un oído moderno; pero la
actitud del hermano Francisco sigue siendo valedera hoy, y algo de esto
viene a decir un escritor hodierno que yo he visto citado en un libro de
ciencia-ficción, Luis Pauwels: “Ciencia sin conciencia no es más que ruina
del alma”; sólo que Francisco iba aún más allá: ciencia sin vida, engaño
del sabio. El llegó a esta conclusión por luz de Dios y por su experiencia
vital. Confesaba a los suyos:
—También yo sufrí la tentación de tener libros; pero tomé el libro de
los evangelios y lo abrí al azar, rogando al Señor que me abriera su
voluntad. Y leí: “Vosotros estáis ya en el secreto de lo que es el reino de
Dios; a ellos, en cambio, todo se les queda en parábolas” (Mc 4,11). ¡Ay,
muchos son los que desean acumular ciencia! ¡Benditos de Dios los que
renuncian a ella por su amor!
Insistamos con Celano en que “no decía esas cosas porque le
disgustaran los estudios de la Escritura, sino para prevenir a los suyos de la
superfluidad en el aprender y porque quería para ellos el bien del amor por
encima de todo prurito de vanagloria”.
¿La ciencia o la vida? Cuestión de acentos quizá, o quizá no. Santo
Domingo dio al problema una solución, San Francisco otra. El primero,
hombre docto, puso su saber al servicio de la causa de Dios; el segundo,
hombre del pueblo, entregó a Dios y a los hombres su vida enamorada, y
ya se sabe que el amor es exclusivo. Un hijo del primero, Santo Tomás de
Aquino, levantó con su Summa theologica el mayor monumento de la
66
ciencia sagrada; pero el hermano Francisco, sin escribir un libro, nos ha
dejado lo que Vázquez de Mella acertó en llamar “la Summa viva del
amor”. Lo cierto es que Santo Domingo y San Francisco fueron buenos
amigos; también lo es que el español apreció y admiró al italiano; y eso
dice mucho a favor de la humildad de aquél y de la “sabiduría” de éste.
El hermano Francisco, que al principio no quería para los suyos más
libros que el Evangelio y los necesarios para rezar el oficio, luego, vencido
y convencido por las circunstancias, y a instancias de la Curia romana, que
deseaba potenciar y canalizar esta otra fuerza apostólica, permitió que
aquellos de sus hermanos “que supiesen letras” se dedicaran también a
aprender y a enseñar, y tenemos entre sus cartas una de cuatro líneas como
cuatro joyas, escrita a San Antonio de Padua, que había entrado en la
Orden cuando ya era maestro de teología en Coimbra, su Portugal:
“El hermano Francisco al hermano Antonio, mi obispo, salud. Me
gusta que expliques a los hermanos la sagrada teología, teniendo en
cuenta, como dice la Regla, que con ese estudio no apagues el espíritu
de oración y devoción”.
En este énfasis no transigiría jamás: “Los que no saben letras, no se
preocupen de aprenderlas; y atiendan todos a que, por encima de todo otro
empeño, deben tener el Espíritu del Señor y su santa operación, orar
siempre a El con un corazón limpio, y tener humildad, paciencia y amor”.
Decía también: “Bueno es, hermanos, leer la Sagrada Escritura, bueno es
buscar en ella a Dios nuestro Señor; pero yo la he asimilado ya tanto, que
para mis reflexiones y meditaciones me es suficientísimo. No necesito
más; yo sé a Cristo pobre y crucificado”. Inapreciable glosa de las palabras
del Apóstol: “Con vosotros decidí ignorarlo todo, excepto a Jesús, y a éste,
crucificado” (I Cor 2,2).
Parabolizaba en el corro de los suyos con expresivo gracejo:
“Si viene a nosotros un clérigo insigne, que de entrada renuncie de
algún modo también a su ciencia, y así, desposeído de toda propiedad,
ofréndese desnudo en los brazos del Crucificado. A muchos la ciencia les
vuelve altivos y envarados, y su altivez y empaque no les permite
doblegarse en el ejercicio de la humildad. Por eso me gustaría que, cuando
venga a nosotros un hombre letrado, me dijera para comenzar:
Hermano, mucho he vivido en el mundo y no he conocido realmente
a Dios. Te suplico que me envíes a un lugar retirado del barullo mundanal
para repensar en la contrición mis años perdidos, acostumbrar mi corazón
67
al recogimiento y enderezar mi alma hacia un futuro mejor. ¿Qué porvenir
pensáis que le espera al que empezara así? Saldría de allí como león de sus
cadenas, esforzado para toda buena empresa, y el meollo con que él se hu-
biera alimentado en sus comienzos iría desarrollándose progresivamente
en su vida más y más. ¡Este sí que se entregaría con acierto al ministerio
de la palabra, porque rebosaría de lo que bullía en su corazón!”
Tal sucedió exactamente con el citado hermano Antonio de Padua, y
se diría que Francisco estaba pronunciando esa parábola sobre el buen
letrado pensando proféticamente en el que él llamaría, con humilde gozo,
“su obispo”. Una tempestad cambió el rumbo de su vida y le desembarcó
en Italia; allí, desconocido de los hermanos, pidió retirarse a un eremitorio
internado en el monte; y de aquel retiro le sacó una obediencia humilde y
providencial para ser el apóstol prodigioso y Doctor Evangélico que
conocemos.
Pero volvamos en seguida al hermano Francisco. Conocemos por sus
biógrafos el método de su ciencia de la vida: dedicar más tiempo a las
buenas obras que a las buenas lecturas, y, más que a las dos, al diálogo
íntimo, humilde y amoroso, con el Señor, para conocerle a El y su
voluntad, ciencia suprema. Y resultó que donde no llegaba su cultura, lo
penetraba la intuición de su amor. Con esos ojos sencillos y enamorados
leía de cuando en cuando los libros santos, y lo que una vez le interesaba,
no se le olvidaba más; su libro era su memoria, que era rica y feliz, y en
esto más, porque lo que le gustaba una vez, lo repasaba continuamente en
el otro libro de su corazón. Decía que éste sí es provechoso leer, y no ho-
jear páginas y páginas. Papas, cardenales y muchos sabios quedaron
gratamente boquiabiertos ante esta sencilla y medular sabiduría.
Un ejemplo. En Siena se le acerca un doctor dominico y le propone
un texto de Ezequiel que a él le inquietaba y cuyo sentido se le escapaba:
“Si no predicas al malvado su maldad, a ti te pediré cuentas de su alma”
(Ez 3,18). El doctor, luego de citarle con retintín el texto, le dijo:
—Yo mismo conozco a muchos que viven francamente mal, y no
siempre se lo reprocho. Entonces, ¿Dios me pedirá cuenta de sus almas?
Francisco evadió la respuesta, excusándose con que él, en achaques
de la Escritura, más estaba para aprender que para enseñar; pero el
dominico insistió:
—Hermano: a más de un sabio he oído la explicación de ese texto,
pero me gustaría conocer cómo lo entiendes tú—Pues, si le buscamos un
sentido bueno para todos —accedió listo y humilde Francisco—, yo lo
68
interpreto así: que el hombre de Dios debe vivir de tal manera, que su
ejemplo sea lengua y luz que reproche a los malvados su conducta y se la
ponga en evidencia. Así “predicará a los malvados su maldad, y Dios no le
pedirá cuenta de sus almas”.
Y el doctor se fue aclarado y contento, comentando con los primeros
que encontró:
—Este hombrecillo no ha estudiado, pero su teología, aprendida del
mismo Dios con sencillez en la oración, es como vuelo de águila en
comparación de nuestra pobre ciencia rastrera.
Pero Francisco no sólo había dilucidado un problema exegético. En
esa ocasión, como en tantas, había salido en defensa de lo suyo: la ciencia
de la vida.
69
muy ingenioso por naturaleza y con cualidades temperamentales
equilibradas y ricas. Su principal y sumo cuidado fue siempre no ser
hipócrita ni ante Dios ni ante los hombres.
Escribe Eloi Leclerc en el pórtico de su Sabiduría de un pobre: “La
palabra más terrible que haya sido pronunciada contra nuestro tiempo es,
quizá, ésta: hemos perdido la ingenuidad. Al perderla, el hombre ha
perdido también el secreto de la felicidad. Toda su ciencia y todas sus
técnicas le dejan desasosegado y en soledad”. Por eso,
Orden; que es “el mismo siempre”, igual con los de arriba que con
los de abajo, con los que le pueden recompensar y con quienes nada
pueden darle; que se goza de que un obispo, el de Terni, le llame
públicamente hombre simple y sin cultura; que se lleva a la mesa de los
cardenales mendrugos de pan en la manga de su hábito para comer allí lo
que sus pobres hermanos, e invita luego a esos grandes de la Iglesia a
participar de su limosna o que, al salir de yantar bien en casa de seglares,
confiesa a los que se encuentra lo bien que ha comido que, si le cosen bajo
su túnica una suave piel de zorro para alivio de su enfermedad del bazo y
del estómago, exige que le sobrecosan otra igual por encima para que la
vean todos o que, por el contrario, si le preparan en el bosque aledaño una
celda de madera lisa, trabajada con sierra y hachuela, para defenderle
mejor de las inclemencias, él, fiel a su dama la Pobreza, exige que se la
tornen tosca, revistiéndola rústicamente por dentro y por fuera este hombre
que, en cuanto le viene un pensamiento de vanagloria, se arrodilla ante
quien tiene delante y se lo confiesa con limpia humildad, o que declara
detalladamente sus pecados ante el pueblo como exordio de su sermón....
Este hombre está en el límite humano de la autenticidad, ¿no es cierto? Ese
mismo detalle que le hemos conocido hace poco de no querer ni consentir
enmendar sus escritos —toda corrección es un vestido, mejor o peor,
sobrepuesto a la espontaneidad—, ¿no está marcando, y con fuerza, tanto
los quilates extraordinarios de su autenticidad, como de su originalidad?
Como si dijera, en eso como en todo: “¡Que me conozcan como soy!”
Veamos al detalle una sola de las innumerables anécdotas:
Eran ya tiempos en que el hermano Francisco estaba en su Asís,
como en tantas partes, con halo de santidad. Cayó enfermo de cuartanas, y
los hermanos, para su fortalecimiento, le procuraron carne y caldo de
gallina. El hermano Francisco los tomó, recordando aquello del Evangelio
que él había puesto como norma de la Regla: “Comed lo que os pongan
70
delante” (Lc 10,8). Mas no tardó en sentir rubor de sí mismo: “las gentes
me creen austero y penitente, y yo aquí bien servido de gallina...”
Trazó rápidamente su plan. Tomó a todos los hermanos que halló y
se fue con ellos a la ciudad. Convocaron en la plaza del municipio a
cuantos pudieron, que fueron muchos, pues al solo anuncio de que iba a
hablarles el hermano Francisco, lo dejaban todo por oírle. Aquella vez le
vieron, con asombro, entrar en la plaza como ajusticiado entre los
alguaciles de la Inquisición. ¡Cómo venía, Señor!: desnudo de los pies a la
cabeza, con solos los paños de la honestidad, y era crudo invierno; con una
gruesa soga argollándole el cuello; le llevaba de la soga, más sollozando
que tirando de él, el hermano Pedro Cattani, el antes canónigo de la
ciudad; y una procesión de hermanos le hacía cortejo silencioso y
entristecido.
Llegan a la parte alta de la plaza comunal. El hermano Francisco se
empina sobre la gran piedra cuadrada en la que colocaban a los
ajusticiados. Allí, ante un silencio total que el aire gélido tensaba, el
hermano Francisco predica:
—Vosotros me tenéis por un hombre penitente y santo. ¡Ay de mí!
Sabed que estos días he sido un comilón de pollo y de gallina y me he
refocilado con su rico caldo...
No siguió mucho más. El sermón de la autenticidad estaba dado. Las
gentes soltaron sollozos y lágrimas, y, mientras se retiraba la original
procesión de penitentes con el mismo rito que había traído, exclamaban:
—¡Ay, sí, de nosotros, por nuestra vida pecadora y muelle! Que este
hombre de Dios, enfermo y con fiebre, se acusa de comer un poco de
gallina y no repara en exponer sus carnes al cortante frío por servir al
Señor en humildad y verdadera penitencia...
Realmente, ver así al hermano Francisco era como para ponerle a
cualquiera carne de gallina; y no sólo por su limpia y tiritante desnudez
corporal, sino por aquella otra desnudez, más limpia aún, de su total
autenticidad.
71
el Señor te salve con tu hermana la santa Humildad”.Junta en un
saludo a la pobreza y la humildad porque son, como virtudes inseparables,
hermanas siamesas más aún que gemelas; la pobreza es la propiedad de los
humildes, y la humildad es la pobreza del que no se posee a sí mismo.
Pues bien, “nadie ha deseado las riquezas tanto como Francisco la
pobreza”, atestigua su primer biógrafo, y un conocimiento somero de su
vida nos convence de ello sin dificultad. Tanto que ha quedado para la
historia, antonomásticamente, como “el Pobrecillo”. Mas para enfocar y
entender este primer amor del hermano Francisco hay que colocarse en la
misma óptica de su mente y de su corazón; porque en él la vida en pobreza
no fue una virtud típicamente social, ni siquiera una virtud simplemente
ascética, sino un amor, su Amor; su amor personal a Jesús pobre y
crucificado. El amor de su corazón santo fue como él era; caballeresco; y
se llamará Dama Pobreza, y le aplicará todos los nombres y los adjetivos
del corazón: esposa, señora, madre..., completando los piropos con
enamorados superlativos: altísima, santísima, nobilísima, preciosísima,
amabilísima..., y no terminaría nunca.
La pobreza es la virtud que más veces y más ilusionadamente
“personifica”, hace persona, él. Y es que tal amorba a una Persona; en este
hermano Francisco, Dama Pobreza es el nombre caballeresco de su
verdadero y único amor: Jesucristo. A cualquiera que le hubiera
preguntado por el nombre de su amor cuando lo encontraban llorando o
brillante de sonrisas, él, enderezando rápidamente su índice, le hubiera
contestado con estas palabras suyas: “Miremos, hermano, al Buen Pastor,
que por nosotros se ha abrazado desnudo al dolor la de cruz...” O le
recitaría uno de sus textos evangélicos preferidos: “La zorras tienen
madriguera, y los pájaros nidos, pero el Hijo del hombre no tiene dónde
reclinar su cabeza” (Mt 8,20)
Cuanto realizó el hermano Francisco por la pobreza, lo hizo en él su
amor concreto a Jesús pobre y crucificado. Desde aquí hay que entenderlo
todo, y sin esto no se entiende bien nada. Por eso, la primera forma de su
amor a la pobreza era “la pobreza de su amor”; la conciencia de su
pequeñez y de su indignidad, de su dependencia total de Dios y de Jesús, y
de ahí su humildad, la desapropiación de sí mismo y de todo. He aquí dos
expresiones de esa su consciencia, entre muchas:
—No ha renunciado realmente a nada quien se ha reservado las
monedas de su egoísmo interior.
72
—Sepamos que nada tenemos nuestro, sino nuestros vicios y
pecados.
Aquí había que apuntar también su pasión por la penitencia y el
ayuno: si ayunaba largamente, salteados o continuos, dos tercios de los
días del año, era porque le acuciaba el hambre mejor de amar e imitar a
Jesús, “el cual, siendo rico, por nosotros se hizo pobre” (2Cor 8,9) —otro
de los textos de la Escritura que no podía ni quería olvidar—, y en
memoria del ayuno del Salvador en el desierto y de su hambre durante su
vida pública. Luminosamente dedica, entre sus Exhortaciones, una glosa a
la primera bienaventuranza —sobre la pobreza de espíritu— y otra a la
sexta —sobre la limpieza del corazón—, y parece que trastrueca los rayos
de luz: la pobreza está en la humildad y humillación, y la limpieza del
corazón se da en el menosprecio de los bienes terrenos para amar mejor los
celestiales
Su llamativo y célebre literalismo evangélico, que marcó tantas
opciones de su vida y le llevó a detalles tan curiosos como no consentir al
cocinero que pusiera de víspera a remojo las legumbres, porque dice el
Señor: “No os inquietéis por el mañana” (Mt 6,34), hay que mirarlo y
admirarlo desde aquí, si no queremos dejarlo en el ridículo; tanto amaba a
Jesús, que su gozo único consistía en ser como El y hacer de pe a pa lo que
El decía. Francisco fue “el hermano Simple de Jesús”, como aquel Juan el
labriego, el hermano Juan el Simple, que se santificó imitando, como un
niño o como un comediante, cada uno de los gestos del hermano
Francisco. ¡Ah, benditos excesos, dichosas excentricidades! Nada hay más
original y típico que esa imitación de Cristo, al pie de la letra, del
pobrecillo Francisco.
¿Estampas pobres de este Pobrecillo? Todas las anécdotas de su vida
“desde que salió del mundo”, sin una sola excepción. Desde ese
renacimiento hasta su muerte, no llevó sobre sus carnes más vestido que
los calzones y una túnica con el cordón —las tres piezas, de baja calidad
—, y un pequeño manto, como abrigo para el rigor invernal; y con eso se
tenía por rico. De lecho, él y los suyos, un poco de paja sobre el suelo, y el
que ponía un paño gastado sobre la paja crujiente, pensaba que dormía
sobre un lecho nupcial”. Su comida, la de un mendigo, y ya le hemos visto
llevarse el pan de su limosneo a la mesa del cardenal Hugolino, por no
salirse de su regla y su gusto; eso cuando a la virtud, no sumaba el ingenio;
veces había que, invitado a la casa de gente principal, luego de probar algo
de comida, según era ésta, seguía haciendo que comía, llevándose la mano
73
a la boca, pero disimuladamente se guardaba el bocado en el seno de su
túnica. ¿Vino? Su vino era el agua, siempre”. Se negaba a llamar suyo a
nada de lo que usaba, y los hermanos que vivían con él, guardianes o no,
pasaban apuros por esta su santa manía.
Sucedió en Sarteano. Le habían levantado una celdita de tablas, cerca
y lejos del eremitorio, para que se entregara con entera libertad a la
oración. Un día se cruza en el camino con un hermano y Francisco le
pregunta:
—¿De dónde vienes?
—Vengo de ver tu celda.
—Ya que has dicho que esa celda es mía, en adelante otro será quien
la habite, que lo que es yo, no —le replicó el hermano Francisco, y añadió:
—El Señor, cuando estuvo en el desierto y ayunó durante cuarenta
días, no se hizo construir ninguna celda, sino que se guareció como pudo.
Bien podemos imitarle, siquiera no teniendo nada como propio, ya que no
podemos vivir habitualmente sino en casas.
Este santo y poeta que en ese Saludo a las virtudes cantaba: “El que
ofende a una de ellas, no tiene ninguna y a todas ofende”, sentía y sufría
como hechas a él mismo las injurias a su Dama Pobreza. Traigamos un
caso entre mil:
A la vuelta de uno de sus viajes, volviendo a la Porciúncula para
asistir al capítulo anual, se encontró con la ingrata sorpresa de que cerca de
la capillita habían levantado un gran edificio de mampostería; lo habían
construido los ciudadanos de Asís por la devoción que les inspiraban los
hermanos y para que tuvieran un poco de holgura en las aglomeraciones
capitulares, o para los enfermos. El hermano Francisco no dijo de
momento nada, ni los otros se atrevieron a darle ninguna explicación, por-
que conocían que le disgustaba; pero, inesperadamente, un buen día tomó
a varios de sus más fieles y se encaramó con ellos hasta el tejado, y allí
empezaron a tirar tejas con tal decisión, que se les veía dispuestos a no
dejar teja en el tejado ni piedra sobre piedra. Corrieron algunos a avisar a
los de Asís, que aún llegaron a tiempo de aclararle:
—Hermano, esta casa es propiedad de la ciudad, y tú no tienes razón
ni derecho para destruirla.
—Está bien —contestó Francisco—. Si esta casa es vuestra, allá
vosotros con ella.
74
De hecho, el municipio de Asís tomó el acuerdo, que cumplió largo
tiempo, de que el podestá de turno mandase cada año retejarla y realizar
todos los trabajos de sostenimiento y reparación
Este amor suyo a la pobreza se encarnaba de modo especial en su
amor a los pobres, a cada pobre, por la doble razón de su corazón,
naturalmente compasivo, y de su locura de amor de siempre; todo pobre le
recordaba, como un retrato vivo, al Señor pobre y a su pobrecilla Madre. Y
se le subía de vergüenza al rostro la color del pavo cuando se topaba con
uno más pobre que él; entonces le decía invariablemente a su compañero
de ruta:
—Nos abochorna esa pobreza.
—¿Por qué, hermano?
—Porque nosotros hemos elegido la pobreza como un tesoro, y aquí
hay uno que la tiene más y mejor que nosotros.
Y lo decía casi llorando. Además, tenía en esta materia una noción
singular del derecho:
—Hermano, demos a este pobre nuestro manto, porque es suyo.
—¿Cómo suyo?
—Sí, a nosotros se nos ha dado hasta que encontremos a otro que lo
necesite más.
—La caridad bien ordenada empieza por uno mismo —le porfió el
compañero, sobre todo porque le daba pena que el Pobrecillo se quedara
ligero de ropa con aquel frío; pero el hermano Francisco le atajó:
—Me tendría por ladrón si no diera lo que tengo a otro que lo
necesita más que yo. Y como a ladrón me juzgaría también el gran
Limosnero Así, “el gran Limosnero”, llamaba él al Padre celestial
providente. Y gozaba imitándole con los bienes de su pobreza. Como en
esa ocasión, los mantos invernales duraban poco sobre sus hombros, y los
hermanos guardianes tenían que prohibirle bajo obediencia que los
regalara; pero seguro que él no era entonces menos ingenioso que el
simple y bueno del hermano Junípero, el cual, en ocasiones así, le decía al
más pobre de turno:
—No tengo, nada que darte, si no es la túnica con que me cubro, y
me ha mandado el guardián que no se la dé a nadie; pero, si tú me la quitas
de encima y te la llevas, tuya es.
75
A veces limosneaba para ellos vestidos y otras cosas, o, si los
encontraba llevando algún fardo pesado, arrimaba el hombro en su ayuda
O les daba lo que tenía a mano, como aquella vez, a la madre pobre de un
fraile, el Nuevo Testamento, lo único que había en casa, para que lo ven-
diera y remediara en algo su necesidad, comentando:
—Creo a pie juntillas que esto agradará más al Señor y a la Santísima
Virgen que si lo conservamos para nuestro rezo”.
Y, si no tenía nada que dar, que era muchas veces, entonces les
prodigaba dobladamente su afecto, en la mejor forma que se lo sabía
expresar. Le dolía en el alma si algún hermano, con ligereza, juzgaba o
trataba mal a un pobre, y le corregía duramente; lo tomaba como una
ofensa personal a su Dama Pobreza. Como sucedió en el eremitorio de
Rocabricia, donde había ido para predicar a las gentes de aquella región. El
día del sermón se le acercó un hombre muy pobre y enfermo. El Pobrecillo
quedó impresionado, y comentó con su compañero aquel doble desamparo
de su pobreza y su dolor. El otro no sentía igual, porque pensaba que le
conocía:
—Hermano, es realmente muy pobre; pero bien puede ser que no
haya en todo el contorno otro con más ganas de ser rico.
Francisco le reconvino por ese mal juicio grave y gratuito, y el
reconvenido reconoció su falta.
—¿Harás la penitencia que te diga?
—La haré.
—Pues bien, despójate ahora mismo de la túnica y vete así desnudo a
postrarte a los pies del pobre. Confiésale que has pecado contra él,
juzgándolo mal en tu corazón. Y luego ruégale que pida por ti a Dios, para
que el Señor te perdone.
El hermano se quitó la túnica, alcanzó al pobre y se disculpó ante él,
y, luego de recibir de él un perdón sorprendido y asombrado, se vistió de
nuevo y volvió donde el hermano Francisco. Este completó la lección:
—¿Quieres saber por qué has pecado contra ese pobre? Porque has
pecado también contra el mismo Cristo. Cuando veas a un pobre, piensa,
hermano, que miras en él, como en un espejo, al Señor y a su pobrecilla
Madre. Y lo mismo en un enfermo; en él debemos mirar con ojos de amor
la debilidad y los dolores que nuestro Señor Jesucristo aceptó y sufrió por
nosotros para salvamos.
76
Junto a la pobreza, y como la forma connatural de ella, el trabajo; el
trabajo manual o caritativo sobre todo. En su testamento lo dirá con una
expresión tajante: “Yo trabajaba con mis manos, y quiero trabajar; quiero
asimismo firmemente que todos mis hermanos trabajen en trabajos
honestos; y quienes no saben, aprendan”. Aparte de evitar trabajos que
desdijesen de su condición de hombres de Dios entre los hombres, y para
mejor serlo en su condición de “hermanos menores”, tampoco quería que
ejercieran de mayordomos, ni de cancilleres, ni de presidentes de nada;
ningún oficio de relevancia En su Regla definitiva les dejó esta regla de
oro: “Los hermanos a quienes el Señor dio la gracia de trabajar, trabajen
fiel y devotamente, de modo que, alejando la ociosidad, enemiga del alma,
no apaguen el espíritu de la santa oración y devoción, al cual deben servir
todas las realidades temporales. Y reciban como precio de su trabajo lo
que para vivir necesiten ellos y sus otros hermanos”
Regla de oro también para nosotros, enfermos de actividad laboral y
de consumismo superfluo. ¿No vale más que todo el oro del mundo esa
lección? Un trabajo honrado, sin egoísmos; más aún, sin orgullos
prepotentes y sin injusticias; y moderado, tanto cuanto baste para la vida
frugal, feliz y providencialista del hombre. El trabajo para el hombre, y no
al revés, como hoy es plaga tan frecuente, que acaba en tantos la paz y la
salud; y el hombre y su trabajo, para él, para provecho de los otros
hombres y para agrado y gloria del Creador: llevar a una plenitud divina,
en el progreso y por el amor, al mundo de las cosas y de los hombres. Y el
lector no me lea con acento moralizante este párrafo y algún otro similar,
como si yo incumpliera lo prometido en el prólogo; no lo he escrito para
señalar con índice acusatorio nuestros fallos, sino para poner más de
relieve los aciertos del hermano Francisco y para evidenciar, a modo de
ejemplo y como de pasada, la vigencia actual de su mensaje.
No podía soportar a los vagos, a los que viven de los demás,
parásitos de los esfuerzos ajenos. A un hermano tan amigo de comer como
de no trabajar, le mostró la puerta con el índice, diciéndole:
—Sigue tu camino, hermano zángano, que quieres vivir del sudor de
tus hermanos, sin sudar una gota tú
La limosna, con ser tan habitual entre ellos, no era, sin embargo, sino
un medio supletorio para su sustento: limosneaban si no tenían trabajo o
cuando la recompensa de éste no les bastaba para comer; no olvidemos que
aquéllos no eran nuestros tiempos industrializados. Y, dentro de las
limitaciones antes dichas, trabajaban de todo lo que salía; por ejemplo: del
77
hermano Gil sabemos que fue aguador en Brindisi, mimbrera y sepulturero
en Acre, leñador en Roma y trapeador de la cocina del cardenal de
Túsculo, y aceitunero, y vinatero, y espigador... Pero hay que decir
también que a veces se dedicaban a pedir la limosna con la formalidad de
un oficio y más, como ejercicio de su humildad y para que los otros
cristianos merecieran ante Dios por su generosidad. El hermano Francisco
les enseñaba: “Hay un contrato entre el mundo y vosotros; vosotros dadle
buen ejemplo, y él os alimentará; el día que dejéis de darle vuestro buen
ejemplo, él también os retirará su mano”.
Cerremos este tema con un detalle curioso: si es cierto que el
Pobrecillo jamás estuvo ocioso, también lo es que su fuerte no fue el
trabajo manual remunerado; con lo que ganó él trabajando en toda su vida,
no se hubiera podido alimentar ni una semana. Así lo afirma San Buena-
ventura. El hermano Gil, también por ejemplo, ganaba frecuentemente en
una jornada más de lo que el hermano Francisco ganó en los veinte años de
su conversión.
Con ese detalle último y con cuanto va dicho en las páginas
precedentes, vemos con gozoso asombro que este hombre alcanzó la
libertad. No poseía nada y gozaba dándose y dando todo lo que tenía El y
los suyos vivían en este mundo “como forasteros y peregrinos” (Heb
11,13); de paso, de paso siempre hacia la patria definitiva, pero con un
paso tan alegre como libre, haciendo de su vida un servicio a Dios y a los
hombres. “Nuestra celda es el cuerpo —se decían—, y nuestra alma, el
ermitaño, que la habita”. Y allá se iban celda y ermitaño, alma y almario,
por esos mundos de Dios, alegres, incansables en predicar y realizar su
Reino, “contentos con tener qué comer y con qué cubrirse” (I Tim 6,8),
según la expresión paulina, que ellos incorporaron a su Regla. Tal fue la
libertad del hermano Francisco, que su más original biógrafo pudo afirmar
que, enfermo y débil como estuvo toda la vida, su cuerpo no se oponía a su
espíritu, sino que hasta se le adelantaba en el bien obrar. Y San
Buenaventura, recordando con él a la viuda del Evangelio, dice: “El
Pobrecillo de Cristo no tenía para dar más que dos moneditas, su cuerpo y
su alma; pero las tenía tan ofrendadas por el amor, que las estaba
regalando siempre”
¡Envidiable libertad, fruto de la renuncia! Hoy se habla como nunca
en favor de los pobres y se trabaja por su elevación social, cierto; pero
también lo es que hoy como nunca se desea por todos la riqueza y se hacen
esfuerzos por conseguirla. Y el hombre está entre esas dos esclavitudes, a
78
cuál peor: la de la miseria inhumana o la pobreza inconforme y rebelde, y
la de la riqueza o el bienestar insaciables; o entre las dos fiebres que
enferman y matan a nuestro mundo: la del hambre y la de la sociedad de
consumo.
Es verdad asimismo que esa pobreza en libertad —o libertad en la
pobreza— del hermano Francisco tiene meollo evangélico y no
sociológico al usó de hoy; pero es una lección utilísima también para
nosotros, con unas consecuencias sociales enormemente liberadoras, más y
mejor que revolucionarias. Se dirían escritas mirando a nuestro hermano
Francisco estas palabras del concilio Vaticano II sobre el cristiano
auténtico: “Le da gracias a Dios por todo y usa y goza de las criaturas en
pobreza y libertad de espíritu. Así entra de veras en posesión del mundo,
como quien nada tiene y es dueño de todo (2Cor 6,10): Todo es vuestro;
vosotros sois de Cristo, y Cristo es de Dios (I Cor 3,22-23)” (Gaudium et
spes 37).
En esa cualidad suya —rigor consigo mismo, bondad con los demás
— está apuntando la mejor flor psicológica del hermano Francisco: la
80
misericordia. El era entrañable, y con todos. Y, pues él sentía su seno
como unas entrañas, él mismo les buscó apellido; tenía unas entrañas
maternales.
“El varón que tiene corazón de lis...,
el mínimo y dulce Francisco de Asís”,
que cantó nuestro Rubén, es descrito con estos rasgos por su primer
biógrafo: “tenía gestos exquisitos, temperamento apacible; era afable en
sus palabras, sereno de juicio, dulce y sin estridencias de ánimo” Ya en
aquella parábola del gran rey y de la mujer pobre y madre con que se
metió en la manga a Inocencio III, la madre era él: “Señor, yo soy aquella
mujer pobrecilla...”, le dijo al papa con osadía y simplicidad, porque así
sencillamente se sentía.
“Te hablo, hijo, como una madre” le escribirá al hermano León. Y a
todos: “Cada uno descubra al otro su necesidad, para que mutuamente se la
remedien. Y cada cual ame y alimente a su hermano como una madre ama
y alimenta a su hijo, y aún más”. Pero quizá ningún escrito suyo rezuma
esa savia del amor maternal, esa placenta envolvente y comunicativa de la
vida, como este que dirigió a un ministro (nombre franciscano del supe-
rior):
“Te hablo, como mejor puedo, de la situación en que te encuentras:
todas las cosas que te estorban para amar al Señor Dios y cualquier
persona que te lo impida, se trate de hermanos o de otros, aunque
lleguen a destrozarte, debes considerarlo todo como una gracia. Y
quiérelo así como es, y no otra cosa. Y cúmplelo por verdadera obe-
diencia al Señor Dios y a mí, porque sé ciertísimo que ésta es verdadera
obediencia. Y ama a los que se portan así contigo. Y no pretendas de
ellos otra cosa, sino cuanto por ahí te dé el Señor. Y ámalos
precisamente en esto; y tú no exijas que sean para ti mejores cristianos.
Y ten eso por mejor que vivir en un eremitorio. Y en esto quiero conocer
si amas al Señor y a mí, siervo suyo y tuyo, si procedes así: que no haya
en el mundo ningún hermano que haya pecado cuanto haya podido
pecar, y que, luego que haya visto tus ojos, se vuelva jamás sin tu
misericordia, si es que busca misericordia. Y si no busca misericordia,
pregúntale tú si quiere misericordia. Y si mil veces volviere a pecar ante
tus propios ojos, tú ámale más que a mí para esto: para que lo traigas al
Señor; y compadécete siempre de los tales...”.
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Si ser madre es saber soportar lo insoportable, ser fiel por encima de
toda infidelidad, perdonar siempre, confiar en el cambio bueno de los hijos
a pesar de todo, amarlos como nos ama Dios, más misericordiosamente
cuanto más miserables..., esa página del Pobrecillo, aun con su literatura
rudimentaria, merece figurar en una antología del más hermoso amor de la
tierra: el amor maternal, aquí elevado a una verdadera maternidad
espiritual; y, por supuesto, como página de honor en el código de todo
superior que quiera serlo según el modelo de Cristo. En el círculo más
amplio del amor cristiano universal, yo no conozco una glosa mejor de
aquella pregunta de Pedro: “Señor, y si mi hermano me sigue ofendiendo,
¿cuántas veces le tendré que perdonar?”, y la respuesta infinita de las
setenta veces siete, del Señor (Mt 18,21-22).
Francisco pudo ser realmente tan madre porque era intuitivo y
volitivo por naturaleza. Descubría los estados de ánimo de los suyos con
unos limpios ojos penetrativos, como si el alma de los otros fuera de
cristal, y con una sola palabra o con una simple mirada les daba un vuelco,
de la tristeza o la inquietud, a la paz y al gozo. A un turbado le regaló estas
palabras de seda:
—Hijo mío, sábete que cuanto más tentado te veo, me eres más
amado Se mostraba sumamente paciente con los neurasténicos y los
escrupulosos, “como con niños sin voluntad”. Otro detalle: había días de
ayuno de la Regla que él lo quebrantaba para que otros enfermos no
tuvieran el rubor de comer, y veces hubo que se fue por las calles
mendigando carne para que no le faltara a un hermano enfermo.
Una noche velaba su desvelo maternal; estaba enfermo un hermano y
muy débil. Francisco se dijo:
—Si este hermano comiese tempranito unas uvas maduras, le
sentarían de maravilla.
Con el primer rayo de sol, despertó sigilosamente al enfermo, sin
alertar a los otros, y se fue con él a una viña vecina, y allí, sentados junto a
una bien cargada cepa, mano a mano se comieron los racimos que al
enfermo le apeteció. Este llegó a viejo, y hasta su fin contaba con lágrimas
sus uvas inolvidables, aquella delicadeza maternal del hermano Francisco.
Ese fue un caso entre mil. Los hermanos conocían la debilidad
cordial de “su” madre, y jugaban con él a capricho: se cambiaban con él el
manto o la túnica, y hasta hubo un hermano viajero que le dijo que quería
llevarse de recuerdo los recortes de sus uñas como un talismán contra sus
tentaciones, y el hermano-madre se las cortó en seguida para él. Los
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hermanos... y los no hermanos, que también le conocían esas entrañas. Se
le acerca en la ciudad de Celano una ancianita pobre:
—Hermano, una limosna por amor de Dios.
El hermano Francisco, con un gesto instintivo, se descuelga el manto
de los hombros y se lo da:
—Hazte con esto una saya, que bien la necesitas.
La viejecilla se va con su manto contentísima; pero al poco hétela de
nuevo ante el hermano Francisco y su compañero:
—He cortado tu tela para hacerme la saya y no me alcanza.
—¿Oyes lo que dice esta pobrecilla? —le dice alegremente a su
pareja—. Anda, bien podemos nosotros soportar un poco de frío para que
esta viejecita se remedie.
Y allí voló el otro manto a encontrarse con las hermanas tijeras y
vestir entre los tres —manto, y tijera, y manto— a la pobre, que brincaba
de gozo
Una ternura tal es capaz de transformar la sociedad, porque es capaz
de cambiar el corazón del hombre, aun del más empedernido. Ante ella no
hay problema social que se resista. En Colle, una aldea del condado de
Perusa, se topa Francisco con un pobre conocido suyo:
—¿Cómo te va, hermano mío? —le saludó afablemente.
—Por culpa de mi amo, a quien Dios maldiga, me encuentro muy
mal, pero que muy mal, pues se ha quedado injustamente con todo lo mío.
El hermano Francisco tuvo lástima de él, de su pobreza y de su
despojo, y más aún de aquella furia de su corazón, del odio mortal que le
cegaba. Y continuó diciéndole, endulzando el gesto y la voz:
—Perdona a tu amo por el amor de Dios, para que tu odio no te
pierda el alma. Aún puede ser que te devuelva lo que te quitó. Y en el peor
de los casos, además de no recobrar tus bienes, perderás tu alma.
—De ningún modo le perdonaré, si antes no me restituye lo que es
mío.
Entonces Francisco, multiplicando la ternura, le dijo, al mismo
tiempo que se desprendía de su manto:
—Toma, mi manto es tuyo, y te ruego encarecidamente que, por el
amor de Dios, perdones a tu amo.
Cómo se lo insinuaría, que le llegó al corazón. La dureza del rostro
se le cambió en sonrisa, y prometió a Francisco no odiar más a su amo. Por
83
encima de la anécdota, éste es un caso típico de la actitud de San Francisco
ante el hombre carente de bienes o de virtudes, ante el mismo problema
social.
Tal actitud misericordiosa del hermano Francisco, que él insufló en
los suyos como su espíritu, traigámosla de ayer a hoy. Hoy hablamos en
esto de solidaridad. Cierto, la suya no fue una solidaridad humana tal como
muchos la quieren hoy, buscada a sangre y fuego como una revolución
social igualitaria del planeta; ni siquiera como la entienden y anhelan
muchos más con toda legitimidad, como expresión de la justicia natural y
de la igualdad real de los derechos de toda persona humana; pero sí fue,
limpia y desinteresadamente, una genuina y hermosa solidaridad
humanísima, querida y procurada desde la raíz del amor, y no sólo por
razón de nuestra común igualdad de naturaleza, sino además, y
primordialmente, por nuestra común dignidad de hijos de Dios, por el
Padre celestial, que nos ha hecho hermanos. Esta es la gracia peculiar y la
eficacia innegable de la fraternidad franciscana: una razón divina para el
amor universal, que el hermano Francisco demostró que no es una evasión,
sino la encamación envidiable y óptima del más humano de los ideales.
¡Ojalá nuestro mundo le siguiera por ese camino! Al menos, le debería
estar inmensamente agradecido por haberle abierto una senda tal, en la que
caminan juntos el amor y la justicia, el gozo y la esperanza.
4.º ¡Alegría!
El hermano Francisco acertó: entre la ciencia y la vida, apostó por la
vida; apostó por la libertad contra el materialismo; y, contra todo egoísmo,
apostó por el amor. Y ganó. Ganó el gozo. Y llega hasta nosotros, ante
nuestro mundo de la técnica, de la sociedad de consumo, del hedonismo
universalizado y de la indiferencia brutal, gritándonos simpáticamente con
su vida: ¡alegría, alegría, alegría! Vemos que la alegría le brota por todos
los poros de su ser y le escuchamos como un nítido reclamo fascinante,
que nos invita y nos incita a construir, como él, un mundo de hermanos.
¡Qué alegría la suya! Diríamos que había sido creado por Dios para
ser alegre. He aquí un último detalle del retrato psicológico de Celano:
“Era de palabra fácil y salerosa, tenía habitualmente en el rostro una
atractiva sonrisa, todo él reflejaba bondad”. Pero una alegría como la de
San Francisco, que dura siglos, no es una alegría cualquiera, y la
minimizaría tristemente quien la redujera a la chabacanería, a la
simpaticona carcajada o a la risa como nota dominante de la vida; no es
84
tampoco un filosófico optimismo conceptual. Para entender su alegría hay
que remontarse a los días de su conversión y a Aquel que se la cambió de
mundana en espiritual, sólo que después resultó ser también la mejor
alegría del mundo. Consideraba la tristeza como la enfermedad del diablo,
“unos polvos venenosos que el maldito quiere insuflar en el hombre de
Dios para quitarle el gozo de ser su hijo” y llevarle a la pereza, a la
desesperación y a todos los vicios. Le arrebataban los alegres y no le
gustaban nada los tristes y melancólicos. A un hermano caralarga le
reconvino:
—¿Por qué ostentas así tu tristeza? No hay más que una razón para
estar triste: el pecado. Y ése es un asunto entre tú y Dios. Pide al Señor que
te devuelva su gozo; pero entre tanto disimula y vuélvete alegre, que no
está bien que los hombres vean con rostro ceñudo al siervo de Dios.
Y al poco rato añadió:
—Los demonios me tienen envidia por mi alegría y por otros regalos
que me ha hecho el Señor; pero yo creo que, si alguna vez cayera en la
tentación de la tristeza, me bastaría ver alegre a otro hermano para
ponerme tan alegre como él
Pensaba que la misma alegría exterior consistía en el fervor y la
prontitud del hombre para hacer el bien, y que no estar haciendo algo
bueno era pecar contra Dios y contra los hombres. Una noche, en Sena,
despertó a los hermanos con palmadas jubilosas para comunicarles esa
idea suya y convencerles de su bondad Les exhortaba también: “Feliz el
religioso que no tiene júbilo y alegría sino en las santísimas palabras y
acciones del Señor, y por ellas arrastra a los hombres con gozo al amor de
Dios. ¡Desgraciado el que se deleita en palabras vanas y ociosas, y con
ellas lleva a los hombres a una risa tonta!”
De esta alegría hizo en su primera Regla un precepto, que Sabatier
llamó, con acierto, “el cuarto voto de la vida franciscana”: “Y guárdense
los hermanos de aparecer tristes, ceñudos, hipócritas; sino todo lo
contrario: gozosos en el Señor (Flp 4,4), y alegres y cortésmente salerosos
Como la tal es una alegría contagiosa, los hermanos que tenían la dicha de
convivir con él la compartían, y la contagiaban luego a los demás,
derramándola por donde iban. Aquí se encierra también el secreto de la
sorprendente difusión franciscana.
Concedamos que la tal no es una alegría común, sino perfecta;
perfecta, sobre todo, cuando la vemos en el hermano Francisco tocando el
ápice y el hondón, colmando todo su ser, hasta en las circunstancias
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humanamente menos propicias a ninguna alegría: su amor gozoso al
mismo dolor. Sí, es la paradoja, es el escándalo y la locura de la cruz (I
Cor 1,23), pero con alma franciscana. He aquí una de sus enseñanzas más
sublimes, imperecedera, dada por él de palabra y de obra. ¿Quién
desconoce el capítulo 7 de las Florecillas, el diálogo de la perfecta alegría?
¿Quién ha dejado de disfrutar con él? Yo lo voy a transcribir íntegro, como
inmejorable colofón de este capítulo de su retrato en cuatro rasgos, con un
indispensable toque de modernidad, lo justo para que lo veamos más gra-
tamente en el escenario de hoy con la vigente actualidad que
permanentemente tiene.
El hermano Francisco y el hermano León deciden salir de su gloria
celeste y darse una vueltecita por este mundo nuestro, tan distinto del de
ellos en la cáscara y tan el mismo en los instintos elementales del corazón,
para representar en él, una vez más, su inmortal escena. Y aparecen en
escena como fueron: simples y entunicados. Caminan de nuevo por la
carretera de Perusa a Asís. Es invierno: viento, lluvia, nieve. Como van de
mendigos, nadie se fija en ellos. El trayecto se alarga. El hermano León
marca el paso varios metros por delante del hermano Francisco; los dos,
abstraídos en sus pensamientos santos y buenos. De pronto, más fuerte que
la voz del viento, el hermano Francisco dice:
—¡Hermano León! Aunque el hermano menor conozca, todos los
secretos de las ciencias y llegue, por las vías del progreso, a las entrañas
del mar y de la tierra y hasta el titileo de las estrellas más lejanas, escribe y
advierte claramente que no está en eso la perfecta alegría.
Sorprendido, el hermano León escucha y sigue caminando. Al poco,
vuelve a vocearle el hermano Francisco:
—¡Hermano León! Aunque el hermano menor sepá todas las
lenguas, y no sólo las de la tierra, sino hasta las de los ángeles, y con ellas
se eleve a la más alta cima de la cultura y de la teología, escribe que no
está en eso la perfecta alegría.
Nuevo asombro y nuevo silencioso y meditativo andar del hermano
León. Y otra voz del hermano Francisco:
—¡Hermano León! Aunque el hermano menor llegue a vencer al
dolor y a suprimir toda lágrima por el arte de la medicina y de la
psicología, escribe bien claro que no está en eso la perfecta alegría.
Y vuelta a andar, y vuelta a pensar, y vuelta a escuchar:
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—¡Hermano León! Aunque el hermano menor, metido a redentor del
hombre, haga el milagro de nivelar todas las diferencias sociales, y todas
las gentes del planeta disfruten, gracias a él, de una vida confortable,
escribe que tampoco está en eso la perfecta alegría.
Así anduvieron, kilómetro tras kilómetro. Ni en esos logros ni
aunque el hermano menor consiguiera convertir a la fe y al amor de Cristo
a los mahometanos y budistas, a los comunistas y a todos los ateos; ni
aunque lograra la unidad de la Iglesia y de todas las iglesias; ni aunque...
Al cabo, el hermano León, ya irresistiblemente intrigado, se paró,
habló y dijo:
—Hermano Francisco, te ruego en el nombre del Señor: si no está en
la ciencia, ni en la cultura, ni en la salud, ni en la belleza, ni en la riqueza,
ni en el éxito, ni siquiera en el logro del apostolado, ¿en qué está entonces
la perfecta alegría?
Parece que el hermano Francisco aguardaba esta reacción vivaz y
curiosa del hermano León, porque coge al vuelo la pregunta y,
emparejándose con él en el andar, prosigue:
—Figúrate, hermano León, que, al llegar nosotros a Santa María de
la Porciúncula, ya de noche, así empapados y tiritando como vamos,
llamamos a la puerta del convento y, sin abrirla ni preguntar palabra, el
hermano portero nos contesta: “No son éstas horas para llamar. Idos a otra
parte”. Si nosotros sufrimos este desplante sin alterarnos, por el amor de
Jesucristo bendito, escribe, hermano León, que en eso sí está la perfecta
alegría. Y si nosotros, ateridos por el frío y forzados por la incomodidad,
llamamos al rato de nuevo, y al decirle: “Somos dos hermanos vuestros
que no hemos podido llegar antes por la inclemencia del tiempo”, sale él
reventando de ira y nos increpa al vernos así, escuálidos y con nuestro
hábito pobrecillo: “¡Lo que vosotros sois es una pareja de vagos, que
haríais mejor en buscar un trabajo decente!”, y añade cien perrerías más, y
termina dándonos violentamente con la puerta en las narices; si nosotros
escuchamos toda esa letanía de improperios con paz en el rostro y gozo en
el corazón, acordándonos de Jesucristo bendito, escribe, hermano León,
que ahí sí está la perfecta alegría. Y si, pobrecillos de nosotros, no
pudiendo soportar ya ni el sueño, ni el hambre, ni el hielo de la noche, nos
animamos a llamar por tercera vez, y sale él como en tromba blandiendo
un garrote y nos toma por la capucha y nos arrastra, como a unos muñecos,
hasta el medio de la calle, y allí nos zarandea a placer entre el agua y la
nieve, moliéndonos a palos y dejándonos sin fuerza y sin respiro...; si
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nosotros soportamos cada palo, cada ofensa, cada humillación e ignominia
con una paciencia alegre, acordándonos de nuestro Señor Jesucristo
crucificado, escribe, hermano León: Ahí, ahí sí está la perfecta alegría.
Y ahora oye la conclusión, hermano León: sobre todos los bienes, y
gracias, y dones del Espíritu Santo que Jesucristo concede a sus amigos,
está el vencerse el hombre a sí mismo y sufrir de buena voluntad, por amor
del mismo Jesucristo, penas, injurias, oprobios y molestias; ya que de
todos los otros dones de Dios no podemos gloriarnos, porque no son
nuestros, sino de El, y por eso dice el Apóstol: “¿Qué tienes que no hayas
recibido de Dios? Y si lo has recibido de El, ¿por qué te glorías como si
fuera tuyo?” (I Cor 4,7). Pero en la cruz de las tribulaciones y aflicciones
sí podemos gloriarnos, porque dice el Apóstol: “A mí, líbreme Dios
gloriarme más que en la cruz de nuestro Señor Jesucristo” (Gál 6,14).
El hermano Francisco había pulsado la mejor cuerda de su
inspiración, de la que brota el cántico más limpio de su alegría interior y
exterior: su amor a Jesús, su amor de identidad con Jesús pobre y
crucificado. Y no digo que él y el hermano León se olvidaron con eso del
camino, y del frío, y de la noche, porque, terminado el diálogo, revolaron
al cielo como habían venido, contentos de haber encomendado, una vez
más, a los vientos su ilusionada lección. Cristo nos enamore también a
nosotros y el Espíritu Santo nos dé por El un cachito de esa alegría
perfecta. ¡Ay, tanto como la buscamos por otros caminos y no la encon-
tramos! Claro, porque no está.
2. SU AMOR DE LA SOLEDAD
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Francisco mozo cayó prisionero y se pasó un año a la sombra carcelera de
Perusa, antes, y por otro avatar de las mismas luchas, les había tocado
perder a los nobles de Asís, quizá cuando el incendio del torreón de la
ciudad, y Favarone, con todo el clan familiar, tuvo que huir de Asís y se
refugió en Perusa, donde los Offreduccio poseían, cerca de la ciudad, el
castillo de Coccorano. Su palacio de Asís, sito en la misma plaza de San
Rufino, cerca de la catedral, fue saqueado. Parece probado que en la
batalla en que fue hecho prisionero Francisco luchaban con los nobles de
Perusa, contra las milicias comunales de Asís, Favarone y Monaldo, tío
paterno de Clara, jefe de los Offreduccio.
Pero el Espíritu del Señor les iba a unir en una amistad histórica. No
todo eran datos irreconciliables: las madres de los dos, Pica la del
comerciante y Ortolana la noble, habían peregrinado a Tierra Santa. Clara
creció bella tanto como noble, y, más aún que rica y hermosa, con una
índole femenina exquisita y firme, temperamental y espiritualmente. Su
primer conocimiento de Francisco fue en su primera mocedad, cuando él
era ya el penitente conocido por todos; le gustaba verlo de albañil de Dios,
reparando la capilla de San Damián, a lo que ayudó con sus dineros y los
de su familia. En uno de sus paseos, en que se llegó hasta allí con su
hermanita Inés para ver cómo iban las obras, le escuchó a Francisco aquel
párrafo en francés, anunciando alegremente, con aire de trovador, que
aquel San Damián sería mansión de santas y famosas damas. Ni el
trovador ni el par de damiselas que le escucharon entre el grupo de
curiosos se dieron cuenta entonces de que en el aire claro de Asís había
sonado el soplo de la profecía; pero el Espíritu del Señor había lanzado
con él el primer lazo de una simpatía sobrenatural que uniría
inseparablemente las dos vidas.
Desde aquel día cobró más simpatía Clara a aquel hombrecillo de
Dios, que, para ser de El, lo había dejado todo, menos la libertad y la
alegría. Procuraba escucharle cuantas veces podía, que no eran pocas,
sobre todo cuando Francisco empezó a rodearse de imitadores y se metió a
sencillo predicador. Hay que darse cuenta de lo que cada una de esas
opciones personales por la nueva y chocante vida hacía bullir a la reducida
ciudad. Uno de los que siguió pronto al original Francisco fue Rufino,
primo de Clara, hijo de Scipione de Offreduccio, hermano de su padre y
rico y noble como ella; éste sería un nuevo y fuerte impacto en su alma
sensitiva. ¿Asistiría a aquel sermón célebre de la catedral? Si el hecho fue
cuando Clara no había dejado aún su palacio, afirmemos que sí, pues ella
vivía a un paso y además se trataba de su primo.
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El hermano Francisco, para ejercitar en la humildad al hermano
Rufino, y también para afianzar su personalidad, pues era marcadamente
introvertido, le habló un día con dulce decisión:
—Hermano, he pensado que será grato al Señor y provechoso para ti
que te despojes del hábito y vayas así, en puros calzones, atravesando la
ciudad; llégate a la catedral y allí predica lo que el Señor te dé a entender.
Porfió que no el hermano Rufino, que, tanto como introvertido, era
de natural terco y temoso, y humanamente no le faltaba razón, pues encima
era hombre de pocas palabras y sin gracia; pero el hermano Francisco no
cedió, y él, que quería ser un buen novicio, obedeció. Allá seba el hermano
Rufino con su vergüenza y su virtud, incapaz de hilvanar una idea para la
prédica, hecho la risa burlona de sus conciudadanos. A su paso
comentaban, llevándose el dedo a la sien:
—Estos, de tanta penitencia, se vuelven locos, y así acabarán...
Mas no faltó quien le siguiera, chicos y grandes, pues él se dejaba
decir que iba a predicar en la catedral. El hermano Francisco, al poco de
ver marchar al hermano Rufino, empezó a reflexionar:
—Soberbio tú, más que soberbio, hijo de Pedro Bernardón, que
mandas a pasar tal deshonra al hermano Rufino, notable gentilhombre de
la ciudad. ¿No te abochornas? ¡Pues vas a probar tú lo que mandas a otros!
Dicho y hecho. Y con la misma veste justa para el pudor, y
encargando al hermano León que le siguiera con los dos hábitos y sus
cuerdas, arranca a la ciudad, la atraviesa apresuradamente y. cuando entra
en la catedral, ve al pobre del hermano Rufino subido en el pulpito y su-
dando la pena, dirigiendo unas simples y premiosas palabras al corro de
los curiosos y estupefactos oyentes. El hermano Francisco sube también al
púlpito, e, inspirado de fervor, pronuncia una plática sobre la huida del
pecado, sobre la felicidad de la penitencia, y, más detenidamente, sobre el
amor de Jesucristo afrentado y desnudo en la cruz. La general curiosidad
burlona del auditorio se cambió en devoción y lágrimas. Y el hermano
Francisco y el hermano Rufino se vistieron su hábito y regresaron a su
retiro, contentos de que el Señor hubiera convertido en tanto bien su
humillación.
Estuviera o no entre esos testigos del amor y del escándalo de la cruz,
con sus grandes ojos núbiles abiertos por el asombro devoto, o se enterara
del caso por el cuento que se esparció en seguida por la ciudad, lo cierto es
que Clara, a sus dieciséis años, empezó a menudear sus diálogos con el
hermano Francisco, que entonces rondaría la treintena. Francisco había
90
regresado de Roma con la aprobación de su forma de vida por el papa, y
nuevos hermanos se le unían. En Clara germinaba con fuerza interior
irresistible el mismo ideal de amor al Señor con aquella limpia y alegre
radicalidad evangélica; ni ella ni él sabían ni se imaginaban cómo podría
realizarlo una mujer de su condición, pero lo indagaban en la oración y en
el diálogo. Favarone quiso apresurar unas buenas bodas para Clara, y le
buscó novio de su alcurnia; pero ella, que, además de sus otras prendas,
despuntaba ya como una firme personalidad y lista, le dijo redondamente
que no, que ella decidiría el cómo y con quién de su matrimonio. El
cuándo y cómo no lo preveía, pero el con quién, sí; su amor, no sería ya
otro que el mismo Amor del hermano Francisco: Jesucristo, el Señor.
Dos años largos duraron los secretos y divinos cabildeos. El hermano
Francisco, caballero de nuevo cuño, había visto muy pronto en ella un
corazón digno de ser sólo de Dios, y se adelantaba a encontrarse con ella
para animar aquel fuego celeste que el Espíritu había encendido; pero lo
más frecuente era que Clara buscaba al hermano Francisco, se citaba con
él en el bosque, en los caminos, en alguna iglesia, y allí maduraban su
nueva vocación y planeaban. Clara se hacía acompañar por su amiga y
parienta Bona de Güelfuccio, noble como ella, la cual recordaría cuarenta
y tres años después, como los mejores momentos de su vida, su provecho
personal y la fruición deliciosa de aquellos diálogos santos.
Y llegó el día en que maduraron, como un capullo a punto de estallar,
sus planes humanos para sus divinos amores. El hermano Francisco
mantendría informado al obispo Guido, por lo que le competía y por lo que
pudiera venir. Y fue el 18 de marzo, Domingo de Ramos, de 1212. Clara
asistió con los suyos al rito de las palmas en la catedral, ataviada con lo
mejor de sus galas. Y por la noche fue el misterio: cuando se cercioró de
que todos dormían en el palacio familiar, se fugó de él por una puerta de
servicio y, acompañada por Pacífica, hermana de Bona —peregrina en
Roma—, se deslizó entre los claros y las sombras de la ciudad, de la
muralla, de la campiña rala o arbolada, arriba Dios y la luna. El hermano
Francisco le esperaba velando en el bosquecillo de la Porciúncula, el
corazón latiendo entre el temor y la ilusión, con su Tabla Redonda de
hermanos, decidido a realizar por su Señor una hermosa hazaña. En cuanto
sintieron que llegaban, encendieron antorchas, y, acompañándola con ellas,
entraron procesionalmente en la capillita; allí, al pie del altar de la Virgen,
Clara se arrodilló ante el hermano Francisco, y éste la recibió por esposa
de Cristo en el nombre del mismo Señor; tomó unas tijeras que Clara o él
tenían prevenidas, y con ellas rapó limpiamente su cabeza, dando a la
91
buena de Bona la reliquia de aquella hermosa cabellera; le colocó un velo
nupcial y pobre sobre la cabeza rapada; y todos entonaron cánticos de
gratitud al Señor. Clara, por su parte, prometió obediencia al hermano
Francisco. Gozaba indeciblemente su momento: cerraba lo que ella
llamaría después “su vida en la vanidad del siglo”, y se abría del todo al
amor esencial y absoluto. El cortejo, según el plan convenido, llegó antes
que la aurora al monasterio de monjas benedictinas de San Pablo de
Bastia, a cuyo buen recaudo quedó la nueva esposa de Cristo y primer
retoño femenino del hermano Francisco.
Faltan y faltarán en este libro mil detalles preciosos; pero ésta no es
tampoco una biografía, ni siquiera esbozada, de Santa Clara de Asís,
aunque escribirla es una de las más largas ilusiones de mi vida. Sigamos
con nuestro hermano Francisco. A la luz de aquella luna más caballeresca
que romántica, caballeresca a lo divino, acababa de abrir un nuevo capítulo
en su vida, doblando su nueva familia; sin proponérselo, había fundado la
nueva Orden de las que él mismo llamaría, también a lo divino caba-
lleresco, “sus Damas”, “las Damas Pobres de San Damián”, hoy Orden de
Santa Clara. La “plantita” florecería y se multiplicaría rápida y
maravillosamente.
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respuesta que les inspirase el Señor. La doble respuesta no tardó en llegar,
y fue idéntica hasta en las palabras:
—Que seas pregonero de Cristo en el mundo, porque el Señor no te
ha elegido sólo para ti, sino para mucho provecho de los demás.
Clara, que había suplicado las luces del Espíritu juntamente con sus
monjas, le añadiría que para la otra forma de la contemplación exclusiva
las tenía a ellas. Y Francisco, en uno de sus arrebatos característicos, en
cuanto oyó tal solución, salió con los mismos hermanos Maseo y Angel
del retiro de sus reflexiones y se llegó al pueblo más cercano, Pian de
Arca, entre Cannara y Bevagna, a dos leguas de Asís, ardiente de predicar.
Caminaba con tal prisa, que se veía que lempulsaba el Espíritu, y caminaba
gozoso, exultante. Había hallado la clave para su crisis. Esta seguiría con
él, como sigue la sombra al cuerpo, pero él tenía ya en la mano la solución:
el trato con Dios lempulsaría al trato con los hombres, y el trato con los
hombres le haría buscar ávidamente el trato con Dios
94
Esa maravilla humana de la humildad y de la alegría del hermano
Francisco, que tanto nos ha podido gustar y asombrar en el capítulo
anterior, se entiende correctamente sólo en este marco de su conocimiento
de sí mismo en la oración: “Cosa rara —exclama Celano—: todos le ama-
ban y elogiaban a porfía, y sólo él se tenía por un villano y se despreciaba
profundamente”. En una de sus exhortaciones típicas, comparaba él a la
manzana del paraíso con la voluntad propia: “Come del árbol prohibido
quien se apropia de sí mismo, de su voluntad, y se enorgullece de los
bienes que Dios dice u obra por él; con lo cual cambia el árbol del bien en
árbol del mal” Y una de sus máximas favoritas era: “Lo que es el hombre
delante de Dios, eso es, y nada más”.
Esta humildad referida a la santidad, que para él resultaba la mayor
evidencia del mundo, no la entendían siempre ni quienes más convivían
con él, y con frecuencia le miraban con tanta extrañeza como asombro.
Sobre un texto precioso de Celano, las Florecillas tejen esta aún más
preciosa anécdota:
Salía el hermano Francisco de orar en la selva. El hermano Maseo le
había espiado y le esperaba. Se le hace el encontradizo y le espeta, en tono
fingido de reproche:
—¿Por qué a ti? ¿Por qué a ti? ¿Por qué a ti?
—¿Qué me quieres decir con eso? —respondió preguntando, sin
entender, el hermano Francisco.
—Digo que por qué todo el mundo va detrás de ti, si tú no eres ni un
buen tipo, ni sabio, ni noble...
Francisco se alborozó al oír esa definición de lo que él no era. Miró
un buen rato al cielo, como siguiendo el hilo a la contemplación de la que
venía, y luego exclamó en un tono subido de fervor:
—¿Quieres saber por qué a mí, por qué a mí, por qué todo el mundo
me sigue a mí? Pues¡ esto me viene de los ojos del altísimo Dios, que en la
ancha tierra contemplan a todos, buenos y malos; y porque esos ojos
santísimos no han visto entre los pecadores ninguno más vil, ni más inútil,
ni mayor pecador que yo, y porque no han encontrado sobre la haz de la
tierra criatura más incapaz para realizar la obra maravillosa que se propone
llevar a cabo, por eso me ha escogido a mí y no a otro: para confundir la
nobleza, y la grandeza, y la belleza, y la fortaleza, y la sabiduría de este
mundo, a fin de que se conozca que toda virtud y todo bien procede de El
y no de la criatura, y para que ninguno pueda gloriarse de sí mismo, sino
de El, al cual sea toda la gloria y la honra por siempre.
95
El hermano Maseo le debió de responder con un “amén” gozoso y
sonoro como un “amén”, coral. Y nosotros también. Benditas largas
noches de oración, que dieron a luz ese sol luminoso que es el hermano
Francisco. Benditas cimas solitarias, oscuras grutas, espesuras recoletas de
los bosques, que nos regalaron esta divina algarabía de hombre entre los
hombres que fue él. El es capaz de curarnos, con su ejemplo, de esa doble
enfermedad que acecha al hombre religioso de hoy y de siempre: el
activismo y el quietismo; el entregarse a los hombres y a las cosas más que
a Dios o el vivir ante Dios en un hedonismo espiritual, de espaldas al
mundo y a los hombres. La suya es una maravillosa fórmula, hecha de
conversión personal y de gratitud al Señor, pero también un logrado
aleamiento de acción humana y de obra, divina, o de acción divina y de
espontánea libertad humana, hijo de Dios y hermano de toda criatura.
Nuestro divino juglar anduvo todo el camino de su vida sobre esta
cuerda floja, tensa entre los dos imanes de su temperamento y de su
santidad: de su temperamento extravertido, hecho para la amistad y el
diálogo, y de su santidad, fuerza del Espíritu que le arrastraba al diálogo y
la amistad de El solo. Más de una vez, caminando entre los hombres,
vacilaba, la tentación volvía, le llevaba hacia uno solo de los dos polos;
pero entonces se acordaba de la mitad de su alma, de la figura y la
vocación de la hermana Clara, y seguía. Una leyenda lo ha expresadonme-
jorablemente: una noche, el hermano Francisco oraba con el alma inquieta;
quieta era la tersura de la noche blanca, con la luna en su cénit; cerca había
un pozo; a él se acerca Francisco, por variar de contemplación o por mirar
el fondo negro de sí mismo; y, en el espejo redondo del agua, la luna
refleja el rostro de la hermana Clara, sereno y orante, con el blanco y dulce
óvalo de su cara enmarcado en la oscura toca. ¡La hermana Clara velaba y
oraba por él!... Y la luz y la paz volvieron al alma del turbado Pobrecillo.
Mucha tinta se ha gastado, desde los autores primitivos, para
describir las relaciones entre Santa Clara y San Francisco, destacando el
exagerado cuidado de éste para no tratarla —a ella y a sus sores— con
mucha familiaridad (algún librepensador más moderno, indocumentado o
malintencionado, ha querido mirar esas relaciones como una amistad
meramente humana; pero no hay por qué esforzarse en deshacer este
entuerto, un dislate más de los que la literatura barata o fanática está
plagada). Por encima de cuanto se ha escrito, y aun anulando toda otra
interpretación, está este texto de él a ellas:
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“Ya que por divina inspiración os hicisteis hijas y siervas del
altísimo Padre y sumo Rey celestial y os desposasteis con el Espíritu
Santo, eligiendo vivir según la perfección del santo Evangelio, quiero y
prometo tener siempre de vosotras un cuidado diligente, una atención
especial”.
Clara copia en su Regla reverentemente este autógrafo, y por su parte
testimonia: “lo cual cumplió él cuidadosamente mientras vivió, y quiso
que lo cumpliesen siempre los hermanos”. Y en su testamento, mirándose
a sí misma y a sus hermanas, le recuerda con inmensa nostalgia, y le llama
“columna nuestra y, después de Dios, nuestro único consuelo y sostén”.
Los detalles, originales siempre y más de una vez aparentemente
extremosos, con que Francisco medía y dilataba llegarse a San Damián,
más por evitar charlatanerías de otros que por él, no eran sino expresión
delicada y firme de que en ellas quería defender y guardar intacto su pro-
pio ideal: el amor total, limpio y absoluto, hasta exclusivo, a Jesucristo, el
Señor. Sabía, por su fe cristiana y por su experiencia personal, que ésa era
la mejor suerte, y procuraba que nada ni nadie se la quitara (Lc 10,42). Por
eso, cuando les dicte su testamento líricamente original, con su verso y
melodía, en una de sus estrofas-cláusulas les recomendará:
“Ya no miréis a la vida exterior;
¡la vuestra del espíritu es mejor!”
¡Ah! Quería que “su plantita” siguiera en el jardín místico de San
Damián, ahondando en las eternas raíces, con su tallo erguido en
permanente vigilia de contemplación, y la corola del corazón enamorado,
en perpetuo girasol, vuelta a aquel Sol de amor hacia el que él mismo la
había orientado.
Con esa defensa activa y pasiva de la “vida con Dios”, con esa
elevación permanente y ardiente de la punta de su corazón hacia lo alto,
pero también con ese corazón latiendo cálidamente de interés por los
hombres con quienes le tocó vivir, el hermano Francisco le estaba dando al
mundo una lección sobre la identidad de todo hombre como criatura de
Dios, impulsándole a recuperarla. También esa lección sigue vigente para
nosotros, hombres de hoy, y la necesitamos, como el desierto necesita el
agua. Venimos de Dios y vamos hacia El, y sólo El ilumina el camino,
pero a quien busca su luz en la oración. Como en el hermano Francisco, la
vida de todo hombre cambia radicalmente si se orienta hacia Dios. Para
decirlo con palabras que tienen autoridad excepcional para el hombre
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moderno, copio estas expresiones de Wernher von Braun, el genio que ha
hecho del espacio un paso para los sueños y las ambiciones multiseculares
del hombre:
“En esta época de vuelos espaciales y fisiones nucleares —escribía
en 1969—, es preciso conseguir una atmósfera de ética y moral que
gobierne nuestro control de poder. Y esto puede conseguirse solamente
dedicando muchas horas a esa concentración profunda que llamamos
oración. Y yo me pregunto: ¿Queremos hacerlo así? Es necesario
esforzarse en conseguirlo. La oración puede llegar a convertirse en un
trabajo realmente duro. Pero la verdad es que es el trabajo más importante
que podemos realizar en el momento actual”.
Mirar, contemplar el mundo y la vida a esa luz de Dios, su Creador,
nos devolvería —un don suyo más, y no el ínfimo— la poesía; la poesía
rescatada de la extorsión y del pecado, pura y original; una poesía de la
vida como la que gozaron el hermano Francisco y la hermana Clara.
Aunque a esta poesía vital le dedicamos el capítulo siguiente, adelantemos
aquí una estrofa. No consta históricamente que Clara dejara jamás su
amada clausura de San Damián; pero ahora leamos en las poetizadoras
Florecillas esta escena de ilusión, enormemente significativa:
“Cuando el hermano Francisco moraba en Asís, visitaba a menudo a
la hermana Clara y le daba santos consejos. Y sucedió que a ella le vino un
grandísimo deseo de comer siquiera una vez con él, y se lo pidió
reiteradamente; pero el hermano Francisco no accedía. Viendo los
hermanos la ilusión de ella y la obstinación de él, le dijeron:
—Hermano, esa rigidez no parece conforme a la caridad de Dios;
porque, siendo la hermana Clara una virgen tan santa y amada del Señor,
no está bien que no la contentes en detalle tan pequeño como es comer
contigo, y más cuando por tu palabra abandonó ella las riquezas de su casa
y las vanidades del mundo. De verdad, hermano: aunque te pidiera un
favor mayor, la deberías complacer, como a hija tuya espiritual.
El hermano Francisco, que deseaba también íntimamente ser
convencido, inquirió:
—¿Creéis entonces que es bueno acceder al capricho de nuestra
hermana?
—Sí, justo es que le des este consuelo.
—Pues que así os lo parece a vosotros, también me lo parece a mí. Y.
para que sea mayor su ilusión, quiero que tengamos este ágape en Santa
98
María de los Angeles; aquí fue ella traída por Dios y consagrada como
esposa de Jesucristo, aquí comeremos juntos en nombre de Dios.
El día convenido salió de su San Damián la hermana Clara con otra
dama pobre, y otra vez en procesión alegre, escoltada por algunos
compañeros del hermano Francisco, vino a la Porciúncula, saludó a la
Virgen María delante de su altar, arrodillada en el mismo punto donde
había dejado sus cabellos y recibido el velo. El hermano Francisco hizo
poner la mesa cerca de la capillita, sobre el suelo, como acostumbraba.
Llegada la hora, se sentaron a la mesa: Francisco, con la hermana Clara;
un hermano, con la otra damianita.
Por santiguada y aperitivo, el hermano Francisco comenzó hablando,
como le iba a su temperamento; pero, inspirado con la extraordinaria y
caballeresca circunstancia, le dio por hablar de Dios tan exquisitamente,
que, olvidados de los sencillos manjares, los cuatro comensales fueron
arrebatados por el fervor, arrobados de un gozo pentecostal, con los ojos y
las manos elevados al cielo. El Espíritu del Señor aleteaba allí.
¿Qué tiempo duraron en la gozosa suspensión? Las gentes de Asís,
de Betona y de la campiña toda vieron con susto y asombro que el
bosquecillo de la Porciúncula, en la noche incipiente, ardía como en una
enorme y clara llama, y corrieron allá con gran prisa para apagar el fuego.
El fuego que creían, porque, al llegar corriendo sin aliento, vieron que no
había tal fuego, sino otro mejor, pues encontraron a las dos benditas
parejas ensimismadas en Dios, arreboladas del fervor de su amor,
alimentándose sin comer, olvidado el humilde yantar de aquella campestre
mesa...”
La narración es inocente y bellísima, y, aparte de los elementos
imaginativos, recoge de maravilla la actitud permanente de estas dos vidas
que el Señor unió para que se amaran amándole a El como único Amor,
mirando a lo alto; expresa el amor de dos almas que el Espíritu sublimó a
la ebriedad del gozo puro, transfigurando su vida en un paisaje
envidiablemente luminoso. Bien podemos nosotros, para degustar su
belleza, volver a contemplar el final de esa escena encantadora, mirándola
con la descripción vesperal de Juan Ramón Jiménez en el Angelus de su
Platero: “Mira qué de rosas caen por todas partes: rosas azules, rosas
blancas, sin color... Diríase que el cielo se deshace en rosas... De las siete
galerías del paraíso se creyera que tiran rosas a la tierra... Más rosas, más
rosas, más rosas...”
99
La mejor belleza de la vida, la luz que idealiza y transfigura al
mundo, viene siempre de arriba.
100
Y se colaron. El hermano Francisco no dejaría de recordar sus
tiempos, aún no muy lejanos, en que también él soñaba y pretendía
armarse caballero; pero ya sin nostalgia. Otra más alta nostalgia le atraía.
Se llegan a la plaza castellana, donde bulle la gente, brillan los
atavíos, y todos los ojos están pendientes de que se inicie la ceremonia. El
hermano Francisco, llamando sobre sí la atención general, se encarama
sobre unas altas piedras y con su ademán de querer hablar logra, por la
extrañeza del caso y de su figura, un total silencio. Y santigua el sermón
con una estrofa caballeresca sabida por todos:
“Por el mucho bien que espero,
el dolor me es placentero.”
Gustó el inicio; pero, cuando más de uno esperaba que siguiera una
trova para el nuevo caballero, el predicador pobrecillo glosó el lema con
inspiración y devoción y gesticulando mucho y con gracia, hablando de los
apóstoles y los mártires, de la penitencia y de la conversión, de la alegría y
la honra de realizar proezas y de sufrir combates por el amor de Cristo
bendito... Fue un número improvisado de la fiesta, y el mejor; los ojos
quedaron encantados, y los corazones movidos; y no faltaron quienes se
prendaron ya para siempre de la simpatía del hermano Francisco, como el
conde Orlando, gran señor de Chiusi, en Casentino, a quien volveremos a
encontrar más adelante por sus tierras del monte Alverna
Pero a un poeta, quien mejor le entiende es otro poeta. Triunfaba por
aquella década un trovador famoso, natural de la Marca de Ancona,
conocido como “el rey de los versos”; era inspirado y facundo y de
preciosa voz, gran maestro en el canto noble y cortesano; y tanto como un
buen poeta y trovador —”cantautor” dirían algunos hoy—, hombre de vida
alegre, y licencioso, con más versos para el amor libre que para la virtud
liberadora —condición tan común también entonces en el mundo de los
artistas—. A tal cima de éxitos y de fama había llegado, que el mismo
emperador le coronó en el Capitolio como tal “rey de los versos” en una
cortesana fiesta fastuosa.
Este rey lírico coincidió con el hermano Francisco en San Severino,
en un convento de clarisas. No le conocía ni de oídas. Había ido allí por
visitar a una parienta suya monja; el hermano Francisco, por enfervorizar a
sus hermanas espirituales. Aquél, con su cortejo de admiradores; éste, con
su fraterna pareja de viaje. El hermano predicó, y el poeta se hallaba entre
la concurrencia. En cuanto Francisco empezó a hablar, “el rey de los
101
versos” quedó prendado; le oía cada palabra como si fuera viva, más que
exacta, y dicha con una asombrosa sencillez; el concepto, nítido y
profundo, y la expresión vocal, inefable; y acompañaba cada vocablo con
gestos y miradas tan expresivos, que cautivaba. Le oía como una
inspiración deslumbrante, lo veía como una danza de fuego, de fuego
celeste. Y su imaginación quedó sugestionada al contemplar, en uno de sus
gestos oratorios, aquella cruz penitencial del hábito pobrecillo animada por
un espíritu inefable —imagen viva de la misma cruz de Cristo, sobre la
que predicaba—, y su corazón se rindió. En cuanto acabó la prédica y se
pudo acercar a él, le dijo:
—Hermano, yo quiero ser como tú; admíteme entre los tuyos.
Al hermano Francisco le hizo feliz tal propuesta, y más al conocer
quién era; mas, también por ser quien era, le aconsejó un tiempo para la
reflexión y que volverían a hablar. El poeta le contestó, impaciente y
tajante:
—¿Para qué más palabras? Vengamos a los hechos. Sácame de los
hombres y devuélveme al gran Emperador.
El divino poeta había ganado al poeta mundano. Al mismo día
siguiente, el hermano Francisco armó caballero de Cristo al hermano
Pacífico, vistiéndole su librea. Le puso ese nombre de Pacífico de mutuo
acuerdo, porque le había traído de la baraúnda a la paz. El Pobrecillo su-
maba uno más de sus hermanos, y podía exclamar con especial propiedad
esto que le gustaba decir en otras ocasiones:
—”Estos son mis hermanos benditos, caballeros de mi Tabla
Redonda, que gustan retirarse del mundo para ser más provechosos a los
hombres y más gratos a Dios”.
O esta otra frase también suya:
—”¿Qué son los siervos de Dios sino juglares suyos, que buscan
mover los corazones para prendarlos de las alegrías del espíritu?”
102
versos” y porque los dos habían renunciado alegremente a sus coronas por
una gloria mejor.
Y aquí podemos y debemos sumar, como descripción de las nada
comunes facultades poéticas del Pobrecillo, unas cuantas preciosidades
similares. Escojamos cinco, empezando por destacar esas facultades
creativas de belleza en el medio de expresión que manifiesta al poeta, al
artista nato, mejor aún que la palabra escrita o hablada: la mímica.
1. El sermón de la ceniza.—Moraba el hermano Francisco en San
Damián, y, por lo que fuera, no estaba aquellos días muy amigo de platicar
a las hermanas, las cuales deseaban su palabra como el campo el rocío, o
como pajarillos en jaula la atención y el alimento. El vicario general —
debía de ser el hermano Elías— le indicó insistentemente que no era
razonable tener ayunas de su exhortación a las siervas del Señor, y
Francisco se dejó convencer una vez más. Pero les predicaría a su manera.
Las citó en el coro, como de costumbre, y las sores acudieron con
prisa ilusionada, por el doble gusto de escucharle y de verle. Francisco, en
cuanto estuvo ante ellas, simplemente y en silencio se puso en actitud de
oración, con los ojos en alto; miraba y quería que miraran hacia Aquel a
quien tenía dirigido y entregado su corazón. Luego, escuetamente, mandó
que le trajeran ceniza, y abundante. Y siguió mudo. Se la trajeron. Sin
decir nada, tomó la ceniza y trazó con ella en el suelo un círculo amplio. Y
se colocó él como centro del círculo gris, se sentó en cuclillas y se
desparramó sobre su cabeza la ceniza sobrante. Y así se estuvo un buen
rato, penitente y callado. ¡Qué tenso y pesado es un silencio así!... Las
monjas empezaban a sentir hasta angustia.
De golpe, se levanta y, ante los ojos por momentos más atónitos de
las sores, recita pausada y sentidamente el Miserere, ese salmo 50 largo,
dolorido de arrepentimiento y de esperanza. Y con el amén final, sin más
glosa y a pie rápido, se salió del círculo de ceniza y de la vista de las
monjas. Aquellas contemplativas nunca habían contemplado una verdad
así, ni se lo esperaban. Y prorrumpieron a coro en sollozos y lágrimas,
desahogo de la emoción tensa y contenida y de la contrición honda y
repentina de sus corazones. Mejor que con el mejor sermón, sin duda.
2. Un reproche peregrino en Navidad.—Era el día de la Pascua
navideña y en Greccio. Por ser tal fiesta y porque había llegado a
celebrarla con ellos un ministro de la Orden, los hermanos prepararon la
mesa como extraordinaria, cubriéndola de blancos manteles, poniendo
vasos de cristal junto a sus escudillas de barro.
103
Bajó de su celda el Pobrecillo para comer, y se disgustó al ver
aquellas elegancias. Llamó sigilosamente a un compañero, y con él
concertó rápidamente el plan: sale fuera del convento, le pide a un pobre
que había llegado al eremitorio su capa, su sombrero y su bastón; se viste
con esas prendas y espera fuera de la puerta a que los hermanos se sienten
a la mesa y empiecen a comer; él les teda dicho que no esperaran por él a
esa hora. Y allí estaba el hermano confabulado, listo para avisarle.
Están ya comiendo y bebiendo a manteles y vasos de cristal, cuando
suena sonoramente la puerta; abre el hermano, y entra el disfrazado de
peregrino, con su capa y su bordón, el sombrero echado a la espalda. Entró
saludando humildemente:
—Por el amor de Dios, una limosna para este pobre y enfermo
peregrino...
Los hermanos le reconocieron de inmediato. El ministro siguió el
juego y le dijo:
—Hermano, también nosotros somos pobres, y además muchos, y
por eso necesitamos las limosnas; mas por el amor de Dios, a quien has
invocado, entra y te daremos de lo que el Señor nos ha dado a nosotros.
Y Francisco entró, la mano en gesto suplicante. El ministro le tendió
la misma escudilla en que él estaba comiendo, y un trozo de pan. Francisco
los tomó, pero no se sentó a la mesa, sino en el suelo. Y allí, de abajo
arriba, antes de probar bocado, les dijo una platiquilla sobre la pobreza y la
humildad, y terminó con esta alegre expresión:
—Ahora estoy sentado como un hermano menor.
Las reacciones ante esa corrección tan clara como inesperada fueron
varias, pero todas en la gama que va de la vergüenza a las lágrimas. Y, en
los corazones, este comentario:
—¡Qué cosas tiene nuestro hermano! Pero no ha hecho más que
decimos la verdad.
3. El capricho de un salterio.—Fue célebre el caso del novicio
sabihondo, ingenuo y pertinaz. No era clérigo, y sí un ignorantuelo
aficionado a ser como los clérigos. Por lo cual se encaprichó en tener
salterio como ellos, y le pidió al ministro general licencia para
procurárselo. El ministro se la dio, pero el novicio tuvo un capricho más:
que se lo permitiera el mismo hermano Francisco. Llegó el Pobrecillo a
aquel convento, y tiempo le faltó al novicio para exponerle melifluamente
su deseo:
104
—Padre mío, para mí sería un gran consuelo tener un salterio; y, aun
cuando el general me lo ha concedido, no quisiera tenerlo sin tu
beneplácito.
A Francisco le dio por la vena poética, y, adoptando un tono
caballeresco, le soltó por respuesta el siguiente párrafo superquijotesco:
—El emperador Carlos, Rolando y Oliveros, así como todos los
palaciegos y demás esforzados varones poderosos en la guerra,
persiguiendo a los infieles hasta la muerte con gran trabajo y no menos
sudores, obtuvieron de ellos muy señaladas victorias; y también los santos
mártires murieron por la fe de Cristo. Hoy día, sin embargo, hay muchos
que pretenden los honores y las alabanzas de los hombres con sólo narrar
lo que aquellos héroes hicieron. Cosa parecida sucede entre nosotros: hay
algunos que con sólo rezar y ponderar lo que realizaron los santos, quieren
adquirir la gloria y el honor...
El novicio le escuchó sin pestañear. Y se calló. Y no entendió o no
quiso entender la respuesta del hermano Francisco, porque a los pocos
días, estando el Pobrecillo sentado cerca del fuego, se le acercó de nuevo y
le volvió a insinuar lo del dichoso salterio. Francisco se le quedó mirando,
y con voz firme y un tantico irónica, como queriendo curar terquedad con
terquedad, le dijo:
—Si llegas a tener el salterio, luego desearás tener el breviario; y,
cuando tengas el breviario, te creerás un gran prelado, y le dirás a tu
hermano: “¡Tráeme el breviario!”
Y, al proferir esa amarga ironía sobre la hinchazón y ridiculez del
orgullo, con gran fervor de espíritu tomó un puñado y otro de ceniza, y, así
sentado como estaba, se la frotaba sobre un lado y otro de la cabeza, como
si se la estuviera lavando, a la par que gritaba repetidamente:
—¡Quiero un breviario! ¡Quiero un breviario! ¡Quiero un breviario!...
Si con el párrafo oratorio no pestañeó, el encaprichado novicio quedó
corrido y estupefacto con esta escena teatral que le montó el original
Pobrecillo. Viéndole así, el hermano Francisco se compadeció de él, y,
cambiando el gesto y la voz, continuó en tono confidencial:
—También yo, hermano mío, experimenté esa tentación de tener
libros, pero acudí al Señor en la oración para que me manifestara en esto
su voluntad; luego abrí el libro de los santos evangelios, y se me ofreció
esta frase: “Vosotros estáis ya en el secreto de lo que es el reino de Dios; a
ellos, en cambio, a los de fuera, todo se les queda en parábolas” (Mc 4,11).
105
Son tantos los que se esfuerzan en adquirir la ciencia por su gusto, que
bien pueden llamarse bienaventurados los que pasan como ignorantes por
el amor de Dios.
Con eso, pareció que el novicio y su problema quedaron tranquilos.
Pero no; el novicio aquel era hombre de ideas fijas. Al cabo de unos
meses, morando Francisco en la Porciúncula, paseaba por el camino del
bosque, junto a la celda. Y he aquí de nuevo inesperadamente al novicio de
marras llegándose a él con su pretensión del salterio: —¡Vete en paz! —le
contestó Francisco con cierto desabrimiento, como quitándoselo de encima
—. Vete en paz y haz en esto lo que te dijere tu ministro.
Se lo dijo también queriendo llevarle la paz, aunque fuera por ese
camino. Y el novicio se volvió rápido por donde había venido, mal
disimulando su contento de haber logrado lo que quería. Francisco, a
seguida de su primera reacción, quedó pensativo... y pronto pesaroso. No
había dado el novicio treinta pasos, cuando el Pobrecillo le gritó:
—¡Espérame, hermano mío, espérame!
Y salió corriendo hacia él al mismo tiempo que se lo gritaba. Al
llegar donde se había parado el otra vez inquieto peticionario, le dijo:
—Vuélvete conmigo, hermano, y señálame el lugar donde te dije que
hicieras en lo del salterio lo que te dijere tu ministro.
Desandaron el camino silenciosos. Cuando llegaron y el novicio le
indicó el lugar, Francisco se arrodilló ante él y le dijo compungidamente:
—Confieso mi culpa, hermano, confieso mi culpa; pues todo el que
quiera ser hermano menor debe contentarse con tener para sí los vestidos
que indica la Regla. Y nada más.
No sabemos detalle posterior de este novicio ignorantillo y
pretencioso. Pero esa lección, espiritual y dramáticamente, es magistral.
4. Tentación de nieve y luna.—Lecciones dramáticas y poéticas
como ésa, también se las daba a sí mismo. Celano nos detalla la siguiente,
dada en el eremitorio de Sarteano, sobre un escenario blanco de nieve y
luna. Asistió a la representación, sin que Francisco se percatara, un herma-
no que también velaba orante y cercano.
Aquélla había sido para el Pobrecillo una noche ingrata de tentación;
empezó por unos pensamientos de desconfianza sobre el propio camino de
su conversión y nueva vida (“Tanta penitencia, ¿para qué? ¡Si Dios
perdona del todo los pecados y es buenísimo!...”), y derivó luego, de
sugestión en sugestión, hacia unas inquietantes y obsesivas imaginaciones
106
lujuriosas. Francisco reaccionó; en cuanto se dio cuenta de que ©1
Maligno le quería quitar la paz y arrastrarle al mal, se desnudó, tomó su
cordón áspero y se vapuleó con él duramente las espaldas y los lomos,
mientras se decía:
—¡Hala, hermano asno, hala! Así te conviene estar, recibiendo
latigazos. El hábito es para los buenos religiosos, no se lo robes tú. Y, si
quieres ir a otra parte, vete. ¡Hala, hermano asno, hala!...
Como la tentación no seba ni con el sarcasmo y la crueldad de los
zurriagazos, el que se fue a otro sitio fue él; corrió a pleno campo, así
desnudo como estaba, y allí se tiró y revolcó en una hoya, levantando
espuma de nieve. Luego se incorporó, y con la nieve, con gran ligereza de
manos, fue levantando siete montones de distintas formas y tamaños, serio
y regocijado como un niño que jugara; cuando dio por hecha su tarea, se
encaró con los siete monigotes y peroró:
—Mira: esta mayor es tu mujer; esos cuatro que le siguen son tus
hijos, dos niños y dos niñas; y ahí tienes también a tu criado y a tu criada,
que no han de faltar en una familia que se precie de tal. ¡Anda, apresúrate!;
viste a todos, que tiritan de frío. Y, si te fastidia tanta preocupación,
dedícate a servir con solicitud sólo a tu Señor.
Se había reído de sí mismo, y la tentación se había volatilizado ante
esa forma de fidelidad al Señor, llena de ingenio y de belleza. El fastidio le
vino al hermano Francisco al día siguiente cuando se enteró de que su
teatro había tenido su espectador; le mandó que a nadie se lo contara.
5. Violinista en el bosque.—Y vamos a cerrar estas estampas con
una serie en que se juntan la inspiración del poeta y la del místico. Llevado
de esa su vena ocurrente y espontánea, hacía cosas a veces que a los que se
las veían les llenaban de extrañeza: de pronto se ponía como a bullir por
dentro, y, como si fuese incapaz de dominar su interior, dejaba escapar una
interjección en francés, y luego, soltando al aire su júbilo, prorrumpía en
cantos, también en su francés caballeresco. Y otras veces, sin pronunciar
palabra, salía de su celda, se acercaba al bosque, tomaba un palo nudoso y
se lo apoyaba con la mano izquierda sobre el hombro a guisa de violín, se
hacía con otra varita lisa y la movía sobre él a modo de arco, y,
acompañándose con ese instrumento rústico, cantaba, suspiraba, lloraba,
danzaba, interpretando la sonata de su amor a Jesús crucificado hasta
arrebatarse en la fruición de éxtasis.
¿Verdad que no cambiaríamos esas cinco estrofas vivas por todos los
versos de muchos poetas consagrados? ¡Este sí que era un artista!
107
Pero vamos a adentrarnos un paso más en la apreciación del
temperamento aquilatadamente poético del Pobrecillo.
Donde se descubre al verdadero poeta, quizá aún mejor que en esas
manifestaciones sorpresivas y originales entre los hombres, es en su
vibración psíquica al contacto con la belleza natural y palpitante de las
cosas. Poeta es, sobre todo, el animador consciente de los seres
inconscientes o inanimados, de los que él se convierte en voz expresiva,
sublimándoles la existencia. Y aquí, el hermano Francisco es más que un
poeta: un maestro de poetas. Añadamos que un maestro divino, de divina
poesía.
Hoy, después que los dos últimos concilios de la Iglesia han
precisado dogmáticamente cómo Dios se ha revelado y se sigue revelando
al mundo, los teólogos gustan de explicar que tal divina revelación es
triple, se da como en tres formas expresivas de lo que es El en sí mismo y
respecto de nosotros: primero, en su mismo acto creador, en la creación, o
mundo de los seres creados; después, en la encarnación de la Palabra del
Padre, Jesucristo; y, por último, en la manifestación plena que hará de sí
mismo a los elegidos en la gloria celeste. No vamos aquí a teologizar; pero
es preciso y precioso tener en cuenta ese pensamiento sustantivo para
entender la excelencia del hermano Francisco como poeta y la exquisita
bondad generosa que el Creador tuvo con él al dotarle de esa cualidad en
grado tan eminente.
Porque, en efecto, cómo se le haya manifestado Dios en el cielo, se
nos oculta, aunque los que vivieron con él intuyeron y creyeron que allí le
estaba reservado, por su humilde y fidelísima santidad, uno de los tronos
más altos que Lucifer dejó vacío por su soberbia; pero, por lo que
conocemos de las otras dos revelaciones de la divinidad, hay que decir que
el hermano Francisco fue un privilegiado; de cómo vio y vivió la
revelación de Dios en Jesucristo, estamos teniendo pruebas en cada rincón
de esta biografía; y de cómo vio y amó a Dios en sus criaturas, vamos a
hablar un poco aquí. Se diría que, cuando el concilio Vaticano II afirma
que “el hombre, hecho nueva criatura, puede y debe amar las cosas creadas
por Dios, porque de Dios las recibe, y las mira y las respeta como salidas
de sus manos” (Gaudium et spes 37), está teniendo presente
antonomásticamente al hermano Francisco.
¿Quién ha vivido más nítida e intensamente estas relaciones
personales de aprecio, de respeto y de amor con las flores, con los
108
animales, con la creación entera? Miraba a las criaturas brotando de Dios,
como él, y las llamaba como llamaba a los más suyos: sus hermanos, sus
hermanas Las miraba tan al vivo como a hijas de Dios, que hasta en su
simplicidad, en su humildad, las escuchaba como si le dirigieran un
reproche:
—Todas las criaturas que hay bajo la capa del sol —escribía—, cada
una según sabe y puede, sirven, conocen y obedecen a su Creador mejor
que tú.
Lo más frecuente era que con un encanto sencillo, como de niño o de
paloma, les exhortaba al amor y a la alabanza de su Creador, y se servía de
cada una de ellas como de otras tantas escalas poéticas para subir de las
cosas hermosas al Hermoso por excelencia, amando a Dios y gozándose de
Dios él mismo y por ellas.
Con ese optimismo vital prestó al mundo un servicio inapreciable,
que todos los poetas y demás hombres posteriores le tenemos que
agradecer. Le tocó vivir en la Edad Media, negramente entenebrecida en
este aspecto por los cátaros, que habían resucitado virulentamente las fata-
les sombras del maniqueísmo, con su principio de la maldad intrínseca de
la materia; y él, el bendito San Francisco, disipó las tinieblas con la luz de
su poesía limpia y vital, y, como resume San Buenaventura, “con su amor
a cada cosa devolvió el mundo a su paradisíaco estado de inocencia”.
¿Algunos ejemplos? Siquiera algunos, para gozar este buen sabor de
boca. A un hermano que hacía leña para el fuego, le recomienda
cariñosamente que no corte el árbol entero, para que siga viviendo la
planta, pero, sobre todo, en memoria del árbol de la cruz; a otro que
cultivaba un huerto, le advierte que es feo utilitarismo dedicar toda la
parcela a frutos comestibles, y le indica que reserve un rincón, el más
soleado, como zona de jardín, para cultivo de hierbas aromáticas y de
flores, a fin de que, olfateándolas y mirándolas, nos deleiten y oigamos
que nos dicen:
—Es Dios quien me ha creado para ti, ¡oh hombre!
Solía poetizar:
—Por la mañana, cuando sale el sol, todo hombre debe alabar a
Dios, que lo creó para que nuestros ojos se iluminen con su luz; por
la tarde, cuando anochece, todo hombre debe alabar a Dios por esa
otra criatura suya, nuestro hermano el fuego, que en la oscuridad
permite que nuestros ojos sigan viendo con claridad
109
El agua, las hierbas, los árboles, todo, hasta las piedras; quienes le
acompañaban le vieron muchas veces rebosando de gozo, acariciando cada
cosa, contemplándolas morosa y amorosamente. Sobre todo si, cosa o
animal, le recordaba más especialmente, por cualquier concepto, a su
Amor, a Jesucristo; entonces el júbilo y la exquisitez del trato eran
indecibles. He dicho que hasta las piedras; pues, para ser exacto, habría
que decir que especialmente las piedras; al caminar sobre ellas, su paso se
volvía como tímido, respetuoso, amorosamente reverencial; y todo porque
recordaba que la Escritura dice: “Pero la Piedra era Cristo” (I Cor 10,4).
Vamos, que estaba loco, enamoradamente loco, deliciosamente loco, como
se podía ver también en este otro gesto con que trataba al agua: cuando se
lavaba las manos, escogía un lugar donde la hermana agua no fuera luego
pisada; o como cuando se encontraba con un campo matizado de flores, y
se ponía a invitarlas ardorosamente a que alabaran al Señor y le dieran
gracias por su esbeltez y sus lindas formas y colores, como si las flores le
entendieran; y lo mismo ante los viñedos y los trigales, los montes rocosos
y los bosques, los ríos y las campiñas verdes, la tierra, y el fuego, y el aire,
y el viento impetuoso o suave, la luna, y el sol, y el firmamento nublado o
estrellado... Francisco no era sólo un poeta que gozaba y cantaba la
naturaleza, sino un amigo suyo, su hermano, que la sentía palpitar y
comulgaba con ella en ese pálpito vital de cada ser en el universo, y la
interpretaba y compartía su vida dialogando con ella en una reciprocidad
realmente viva, porque era él quien la animaba. Verle vibrar y actuar en
esos detalles líricos, era como leer el mejor de los poemas, un encanto, un
puro deleite.
De su amor a los animales habría que escribir un libro aparte, el libro
más bonito del poeta San Francisco. Exclamaba:
—¡Ah! Si yo hablase con el emperador, le había de pedir y aconsejar
que, por el amor de Dios y también por el mío, diese un edicto en virtud
del cual nadie pudiese ni cazar, ni matar, ni causar ningún daño a las
avecillas que cruzan el aire
Este detalle, que no será muy del agrado de nuestros escopeteros
cazadores, me da pie para no silenciar una característica del amor de este
poeta a las criaturas; tal amor, precisamente porque era auténtico, está lejos
de todo utilitarismo egoísta. Más: se diría que a quienes atendía menos era
a los animales que el hombre atiende más, de los que se apropia para
someterlos a su utilidad o a su capricho de una forma u otra. Los amaba
como una referencia al Creador, no para sí mismo, y por eso prefería la
110
naturaleza pura: los valles y los bosques, las flores y los pájaros que los
pueblan. De la hermana Clara sí sabemos que tenía en su conventito de
San Damián una gatita traviesa, con la cual jugaba; pero ella fue una santa
doméstica y además era mujer. Del hermano Francisco no leemos que
dijera —¡a tantos que leemos que llamaba hermanos!— hermano perro,
hermano gato, hermano caballo; cuando hablaba del hermano asno, lo
decía por su cuerpecillo flaco Este detalle es, por lo menos, curioso, y
significativo de sus preferencias. No, no buscó servirse de las cosas
egoístamente, y además quería también para sus hermanos los seres
inferiores la santa libertad de los hijos de Dios que deseaba para él. Por lo
mismo, no le gustaban los animales glotones ni los calculadoramente pre-
visores, y hasta maldijo una vez a un petirrojo por zamparse su ración y la
de los otros pajarillos de la banda. Amaba a todos ciertamente, pero
también él tenía sus preferencias, legítimas en todo amante. Con especial
amor y ternura distinguía, por ejemplo, a las hermanas alondras, y él sabía
por qué, y lo decía:
“Nuestra hermana alondra lleva en su moño capucha, como
nosotros, y es un ave humilde, que va alegre por los caminos buscando
granitos para comer, y, aunque los encuentre entre el barro y la basura,
los saca y se los embucha. Cuando vuela, ella canta y alaba al Señor,
como los buenos religiosos, que menosprecian lo terreno y tienen su
corazón y su conversación en el cielo. Además, el vestido de su plumaje,
con las mangas largas de sus alas, es como el nuestro, de color terroso, y
así da buen ejemplo a los religiosos para que no se vistan con trajes
preciosos o llamativos, sino con la sencillez y la parda color de la tierra
de los campos”.
Si esto que yo escribo, en vez de ser un libro, fuera un libreto para
teatro, aquí sería el momento de sacar a escena al hermano Francisco con
sus hermanitos más variados. Lejos de un bello y mero lirismo, sería
montar escénicamente algunas de las incontables historietas reales de su
vida. No buscó servirse utilitariamente de los seres inferiores, ni siquiera al
gozar con ellos, y Dios se los regaló maravillosamente: su renuncia se
transformó en asombroso dominio. Los animales le buscaban; era la
realización más poética del Evangelio: “Buscad que reine Dios, y lo demás
se os dará por añadidura” (Lc 12,31). Así resucitó y bautizó en cristiano,
encantadoramente, la bella leyenda de Orfeo.
De muy atrás le venía la costumbre de saludarles en cuanto los veía,
como amigos y como si le entendieran; pero la primera vez que ellos le
111
demostraron que sí, que le entendían y que le querían también, fue cuando
salió hecho un fuego apostólico luego del referido vencimiento de su crisis
de identidad. Allí, camino de Pian de Arca, acompañado como iba de los
hermanos Angel y Maseo, vio no muy lejos del camino una bandada de
diversos pajarillos. Paró el andar y dijo a sus acompañantes:
—Esperadme aquí, que voy a saludar a mis hermanas avecillas.
Y allí se fue, pasito alegre, como quien ha visto inesperadamente a
unos viejos amigos. Las saludó jubilosamente, como solía, y se extrañó de
que ninguna de ellas se asustase y alzara el vuelo. ¡Qué bueno!... Y
entonces les habló con inspiración y ternura:
—Avecillas, hermanitas mías, mucho debéis amar y alabar al
Creador, muchas gracias tenéis que darle; pues El, sin que tengáis que
hilar, os ha cubierto contra el frío con dos y hasta tres vestidos —plumón,
plumillas y plumas—, y os ha regalado unas preciosas alas para volar, y ha
creado un aire limpio para vuestro cielo, y ha puesto en la tierra fuentes
para que bebáis, y montes y valles para guareceros, y hermosos árboles
para que colguéis en ellos vuestros nidos; y, sin que tengáis que sembrar ni
segar, pone a vuestro alcance lo que necesitáis para comer, y...
El hermano poeta no acababa. Según hablaba, iba, con pasito
danzarín, de aquí para allá, de allá para acá, queriendo llegar con la caricia
de su voz a cada uno de los miembros de la inusitada asamblea pajaril.
Aquello era puro asombro; rozaba las cabecitas y los cuerpecillos con el
vuelo de su hábito, y las avecillas, allí quietas; quietas no, porque estiraban
su cuello como para no perder vocablo, batían jubilosamente sus alas,
abrían sus piquitos como embelesándose boquiabiertas, o como queriendo
hablar también ellas, y se le quedaban mirando encantadas de su
compañía. Terminó bendiciéndolas e indicándoles que se desbandasen,
pues parecía que ellas, por ellas, no se querían ir. Y entonces las avecillas
alzaron el vuelo y se dispersaron, en una algarabía de aleteos y chillidos,
santiguando múltiplemente la campiña, como una cruz multicolor y
canora, más bella que la rosa de los vientos.
El bueno del poeta Pobrecillo, reintegrado a su pareja, estaba más
contento que todos los niños juntos, y se lamentó con sus hermanos de
viaje de que no se le hubiera ocurrido antes predicar a las hermanas
avecillas.
No se arrepentiría ya más de tal negligencia, ni con las avecillas ni
con los otros hermanos menores de la creación; ellos se encargarían de
recordarle este irrepetible pacto de amistad: lebratillos que no quieren estar
112
con nadie más que con él; conejos campestres que prefieren su regazo a la
libertad, y cuantas veces los ponen en el suelo para que corran, otras tantas
brincan a sus brazos; aves acuáticas que otros cazan y le obsequian, y que
él restituye a los aires del lago, pero vuelven a la barca y a sus manos, que-
riendo su compañía más que el cielo; peces que le regalan, vueltos por él al
agua sin fronteras, que se pegan querenciosamente a la barca en que iban
él y el pescador hasta que les manda que se alejen, dándoles su bendición;
gárrulas golondrinas que se callan repentinamente a su mandato y se están
como piezas de museo, quietas y atentas mientras dura su sermón; cigarras
que le desafían, en una justa de alabanzas al Señor —ellas, con la
guitarrilla chirriante de sus élitros; él, con sus salmos y canciones
inventadas—, horas y horas, día tras día, hasta que les indica que vuelvan a
la floresta; tórtolas que, de salvajes, al conocerle a él, se quedan a vivir con
los frailes, mansas como gallinitas; corderillos que él rescata de entre una
manada de carneros, porque le recuerdan a Cristo inocente entre los sica-
rios que le maltrataron y mataron, y ellos se lo agradecen con expresivos
balidos; lobos que se amansan dulcemente ante su más dulce presencia...
La enumeración no es completa, naturalmente, y me da pena
contentarme con sólo enumerar anécdotas tan deliciosas en sus detalles;
mas, como muestra, es suficiente, pues este libro no es tampoco una
antología de sus dichos y hechos poéticos. Y repito: la belleza de estos
idilios está en que son anécdotas reales tanto como expresiones boni-
tísimas. El hermano Francisco se encontró con un mundo de crueldades, de
ambiciones y de guerras, y llevó por él, en su corazón, un mundo —un
mundo universal— de hermanos.
114
saber a todos que El solo es quien lo puede y se lo merece todo”. Y cada
vez que llegaban a sus oídos las buenas nuevas y la provechosa
predicación de sus hermanos, saltaba de gozo y confiaba a quienes estaban
con él que sentía como si por sus oídos penetrara hasta la medula de su ser
un, ungüento maravilloso, que le penetraba y le esponjaba todo por dentro.
Cito aquí una sola anécdota, por tratarse de paisanos nuestros:
Llega donde él un piadoso clérigo español, y en un largo párrafo —
ya entonces perorábamos los españoles así, por lo visto— le cuenta los
horarios exigentes, los frutos de santidad, las maravillas que Dios hacía en
algunos de ellos..., y cierra el párrafo con esta exclamación, que algún
maliciosillo juzgará hoy como triunfalista, pero que él dijo con la sencillez
cándida de un orgullo legítimo:
—¡Esto pasa en nuestra tierra!
El hermano Francisco, más jubiloso aún que el clérigo español, se
levanta como etéreo de fruición interior y prorrumpe por todo comentario:
—¡Gracias, Señor, que me das a disfrutar tanto con mis hermanos!
¡Bendícelos generosísimamente, y a los que por su buen ejemplo se tornan
a ti y te agradan con el perfume de su nueva vida!
116
Vueltas y vueltas del niño y buen mozo que era el hermano Maseo,
cabriolas y mareos, hasta que por fin sonó la voz:
—¡Quieto ahí! No te muevas.
Y el trompo grande y niño paró en seco, como mejor pudo.
—¿Hacia qué parte miras?
—Hacia Sena.
—Pues ése es el camino que nos marca el Señor.
Y a Sena fueron, y llegaron en un momento de sangrienta discordia
ciudadana, que apaciguó la presencia y la predicación del hermano
Francisco.
119
hombres y mujeres se abalanzaban sobre él, forcejeando por llegar a
cortarle alguna triza de su hábito, o al menos por tocarle sus fimbrias”.
Que ese impacto renovador del hermano Francisco no fue un eco que
se disipó en el ámbito de su auditorio, nos lo dice la historia; una historia
viva que llega sin paréntesis hasta nosotros.
Y la primera onda expansiva de ese movimiento evangélico fue la
Tercera Orden Franciscana, que hoy prefiere llamarse, con renovada
propiedad, la Fraternidad Seglar Franciscana. El hermano Francisco era
una pura miel celestial, que se atraía golosamente a gentes y gentes; mu-
chos se hicieron hermanos íntegramente como él, dejándolo todo, y la
hermana Clara abrió una colmena recoleta para mujeres de esa entrega
radical; pero el Espíritu del Señor suscitaba tras él a otros muchos que por
su condición de casados u otras fuertes razones no podían “salir del
mundo”.
—Y nosotros, ¿qué hacemos? —le decían, luego de escuchar su
predicación, grupos enteros de un pueblo, solteros y casados.
—Y nosotras, ¿cómo podemos vivir una vida así? —le preguntaban
muchas mujeres, convertidas por su palabra al ideal de la perfección
evangélica.
Y el hermano Francisco, contento y agradecido de ver crecer la
semilla de Dios a sus pies, les daba normas para seguir a Jesucristo a su
estilo seglar allí donde vivían. Estas normas de vida han llegado hasta
nosotros con el título de Carta a los fieles, y por ser éste el escrito
personal más extenso de San Francisco dirigido a los seglares, lo pongo al
final de este libro como apéndice. El mismo hermano Francisco puso el
nombre de “Orden de los Hermanos de la Penitencia” a estos fieles
discípulos suyos que “le seguían sin seguirle”. Unánimemente, los
biógrafos primitivos dan fe de esta tercera fundación franciscana”, pero —
¡lástima!— ninguno da fechas exactas de cuándo cuajó canónicamente esta
Orden seglar, la primera de cuantas surgieron después al socaire
carismático de las diversas familias religiosas. Quien más dice —que yo
sepa—, entre los historiadores primitivos, de esa “canonicidad” es el
Anónimo de Perusa: “Y los hermanos fundaron con ellos una Orden
llamada de los Penitentes, y la hicieron aprobar por el sumo pontífice”.
Pero más importante que el mismo dato cronológico fundacional es
detectar que innumerables seglares siguen a Francisco, quedándose en sus
tareas de casa y de oficio, “desde los principios de su predicación”,
llamándose hermanos como él y adoptando su modo de vida. El viento
120
franciscano soplaba a días tan fuerte, que grupos enteros de mujeres de un
pueblo o ciudad se comprometían a vivir como los hermanos, y éstos les
fundaban monasterios o beateríos”; pero los más seguían externamente
como antes, seglares entre seglares, encarnando en el corazón del mundo
el espíritu del Pobrecillo con sus virtudes características. Personas de
estirpe real, como la encantadora joven Isabel de Turingia, conocida en sus
tierras como “la amada Santa Isabel” y en el mundo como Santa Isabel de
Hungría; nobles como Jacoba de Sietesolios o el conde Orlando de Chiusi;
gentes de todos los estrados y de todos los estados: clérigos, religiosos,
casados, solteros, menestrales de los más variados oficios y trabajadores de
todos los campos, fueron surgiendo en número prodigioso como corona
evangélica y apostólica, o como una cosecha prodigiosamente múltiple, de
la vida y las palabras de Francisco y sus hermanos, multiplicándolos por
todas partes en ondas humanas progresivamente más amplias y eficaces.
En aquel renacer cristianísimo, en aquella artesa en que seba formando un
mundo transformado, se cumplía la parábola de la levadura evangélica
fermentando toda la masa (Mt 13,33).
121
no”, sin más circunloquios (Mt 5,37), y con ese “sí” y “no” de su amor y
de su renuncia, de su autenticidad humana y cristiana, dio en su ambiente
una nota limpia: la nota de un sentido justo y envidiable de la vida, que
luego, multiplicada por sus frailes, monjas y terciarios, fue resonando en
un acorde cada vez más amplificado de conductas sociales coherentes con
esa autenticidad humana y evangélica. La triple familia franciscana,
formada fraternalmente, solidariamente, por personas provenientes de
todas las clases sociales, en cada una de sus ramas, revertía en la sociedad
como elemento formativo de un nuevo tipo de relaciones humanas, de una
familia fraterna, fraternamente universal. La coherencia de los hermanos
de la Tercera Orden con el Evangelio les llevó a no prestar el juramento
feudal, y ya este solo detalle fue una enorme fuerza revulsiva,
revolucionaria, liberadora de lo que había de esclavizador en el férreo feu-
dalismo.
Pero él, el hermano Francisco —por afirmar con palabras del
primitivo perusino lo que atestiguan todos los biógrafos—, “respetaba a
los señores, honraba a los nobles y a los pudientes. A los pobres les amaba
entrañablemente y se condolía con ellos. En una palabra, se comportaba
como el súbdito de todos”. Y si eligió para sí y los suyos el apelativo de
“menores”, no fue por oposición sociológica a los “mayores” o
prohombres feudales, como algunos han afirmado sin pruebas, sino por
netas razones de humildad evangélica: “quiso que los hermanos se lla-
masen menores... porque dice el Señor en el Evangelio: Tranquilizaos,
rebaño pequeño, que es decisión de vuestro Padre daros el reino (Lc
12,32); y también: Lo que hicisteis a uno de estos mis hermanos menores,
a mí me lo hicisteis (Mt 25,40)”
¿Recordáis la anécdota del amigo pobre de Francisco, quemado de
ira y de odio porque su señor le había dejado con lo puesto y en la calle, y
recuperando la sonrisa y la paz por, la ternura del corazón del Pobrecillo?
No optar por nadie contra nadie, amar a todos, y más a los más
necesitados; darse él a cada uno como hermano: éste sí es el estilo
revolucionario de San Francisco. Con él fundó y sigue promoviendo lo que
se ha llamado “la cuarta Orden franciscana”, la pléyade de sus
innumerables simpatizantes, de todas las razas, edades y religiones, que,
gracias a él, han soñado y siguen queriendo y soñando un mundo trans-
formado por el amor universal. Sí, gracias a este hombre, que amó a todos
los hombres como amigos y se esforzó con pasión y con ilusión para que
todos los hombres fueran amigos entre sí. Y le sucedió con ellos como con
las cosas: él no los buscó para sí; sencillamente, los amó por ellos mismos
122
y por Dios; y los hombres quedaron cautivados. Y por el sol cálido de ese
amor, en feliz frase periodística de sus Tres compañeros, “trajo al mundo
una nueva primavera”
5. EL CATÓLICO POBRECILLO
124
Hoy surgen por todas partes las que llamamos, genéricamente, “las
comunidades de base”, tan numerosas como diversas: buenas, medianas y
vitandas; con su buen fermento de renovación eclesial unas, y otras, como
iglesias paralelas o subterráneas, contestatarias de la estructura y de más de
un dogma de la Iglesia que ellos llaman peyorativamente “oficial”. Y se
palpa un ambiente bastante generalizado de repulsa a la jerarquía
eclesiástica y a cuanto ella supone, que es tanto.
Pues bien, nada hay nuevo bajo el sol. En aquellos días del hermano
Francisco pululaban en la inquieta y disconforme cristiandad los
joaquinitas, los humillados, los pobres católicos, los pobres de Lyón o
valdenses, los cátaros, que, a su vez, se llamaban en Italia patarinos; en
Francia, albigenses; en Europa oriental, bogomilas, y en los países del
Norte, bugros o búlgaros; una efervescencia de intentos de renovar o
reformar a la Iglesia y toda una gama de matices más o menos eclesiales o
antijerárquicos y antieclesiales. Alguno de esos movimientos, como los
pobres católicos y los humillados —que en 1216 contaban con 150
comunidades sólo en la diócesis de Milán y estaban divididos en tres
órdenes—, puede ser considerado como un predecesor histórico del
movimiento franciscano. Otros, como los valdenses, empezaron siendo
simplemente antijerárquicos, y luego cayeron bajo la nefasta influencia de
los cátaros. Había quienes negaban la validez de los sacramentos
administrados por sacerdotes indignos, como los secuaces de Arnaldo de
Brescia, que también acabaron absorbidos por los cátaros. Estos, los
cátaros —etimológicamente, “los puros”—, fueron los verdaderos herejes
de aquel tiempo, y resultaron el gran peligro de la Iglesia medieval por lo
ardiente de su proselitismo y por su conciencia de religión universal. De
entre los sacramentos, rechazaban con especial virulencia el de la
eucaristía. Enemigos irreconciliables de la Iglesia romana, la combatían
con un fanatismo que deja pequeño al de nuestros testigos de Jehová; eran
capaces de dejarse matar, y ni la Inquisición pudo exterminarlos. Ya
hemos visto anteriormente que, entre la suma de sus errores, uno capital
era su filosofía maniquea de un doble principio creador, el bien y el mal,
con la consecuencia de que el cuerpo humano, creado por el principio
malo, es esencialmente perverso, y las” relaciones sexuales, nefastas. No
voy a hacer aquí un elenco de todos los disparates filosóficos, teológicos y
sociales del catarismo; pero sí me interesa destacar, como resumen, que
Inocencio III les declaró peores enemigos del cristianismo que los mismos
sarracenos, y surgió ladea de una cruzada interior europea contra ellos;
cruzada que llevó a cabo en Francia Simón de Montfort a sangre y fuego
125
—demasiada sangre—, mezclando la causa religiosa con sus intereses
políticos.
Francisco conoció muy bien, y desde joven, a los cátaros. Eran
noticia diaria, y cáncer de la Iglesia en que 61 vivía. Los nobles y los
nuevos ricos azuzaban las invectivas cátaras contra los bienes eclesiásticos
para apropiarse de ellos. Hasta en las ciudades de los Estados Pontificios
se difundían profusamente sus ideas y en la misma Roma tenían una
escuela; llegaron a colocar sus peones hasta en las antecámaras del papa. Y
una presencia más próxima a Francisco: en Espoleto había un obispado
cátaro desde fines del siglo XII, es decir, durante toda la vida de Francisco.
El valle de Espoleto —¡qué cátaro era su valle!— se había convertido en el
eje revolucionario del catarismo en la Italia central. En su mismo Asís de
1203, cuando él tenía veintiún años, un cátaro era el podestá.
Es preciso contemplar dentro de ese marco real al Francisco mozo,
convertido y santo. Y resulta enormemente interesante ver su actitud, el
hombre de Iglesia que fue él, ante los contestatarios y los herejes en
general y ante los cátaros en particular. El los combatió como la luz a las
tinieblas; simplemente, siendo. En ninguno de sus escritos ni en ninguna
de sus anécdotas le leemos ni oímos una sola frase contra ellos. Eso sí:
pondrá un cuidado sumo, hasta extremoso, para que sus frailes, monjas y
terciarios eviten hasta la sombra de la herejía y huyan de ella y de la
“contestación” eclesiástica como del propio diablo pero por él, lo que es
por él, no sabríamos ni el nombre de los cátaros. Sin embargo, por los que
le conocieron, conocemos que en su apostolado entró en contacto con
ellos, y que ellos, como se dice vulgarmente, “le tiraban a matar” y le
tendieron lazos para desacreditarlo ante el pueblo; pero él mantuvo
inalterable, hasta con ellos, su táctica evangélica de “no pleitear, no
discutir, no juzgar a los demás, sino ser con todos manso, pacífico, cortés,
moderado y humilde, y hablar a todos con corrección, como conviene”.
Dejó para otros, como su amigo Santo Domingo y sus hermanos
predicadores, el estilo de la oratoria ensamblada de argumentos sabios y
celosos; San Antonio de Padua, de la segunda generación franciscana, a
quien hemos visto que el mismo Francisco le llamaba, cariñosa y
respetuosamente, “su obispo”, era universalmente conocido por esos
mismos años como “martillo de los herejes”, por la contundencia de su
predicación y de sus milagros; pero él, el hermano Francisco, escogió la
oratoria de la vida y el milagro del amor, y trataba como amigos suyos a
los que le combatían, “a los cuales —decía— hemos de amar mucho como
verdaderos amigos nuestros, ya que por lo que nos hacen sufrir tenemos la
126
vida eterna” . Del fruto de esta evangelización de la verdad y del amor
dicen mucho estas líneas de Celano, con aire de crónica:
“Quedaba confundida la malignidad de los herejes, triunfaba la fe de
la Iglesia, y, con gran regocijo de los fieles, los corifeos heréticos se
escabullían. Tan claro era el testimonio de su vida santa, que, cuando
estaba rodeado de público, nadie se atrevía a enfrentarse con él de palabra.
Pensaba que en toda circunstancia, y por encima de todo, se debe guardar,
reverenciar e imitar la fe de la santa Iglesia romana, porque sólo en ella
está la salud de los elegidos. Veneraba a los sacerdotes y abrazaba a todo
el orden eclesiástico con un aprecio cordial”.
Con sencillez, respiraba a pleno pulmón católicamente:
¿Los cátaros combatían los adornos de las iglesias y vilipendiaban
los vasos sagrados? Pues él con su escoba limpiaba que daba gusto las
iglesias pobrecillas y abandonadas, suplicaba con amor y humildad a los
sacerdotes pulcritud y respeto en los utensilios del altar y encargaba a la
hermana Clara y sus sores “corporales” preciosamente tejidos y
limpísimos para distribuirlos con profusión.
¿Que los cátaros ponían a la Iglesia de chupa de dómine por los
pecados de los malos curas y decían que los sacramentos administrados
por ellos eran como paja deleznable? El confesaba: “pues no quiero mirar
su pecado, porque veo en ellos al Hijo de Dios y son mis señores” y
enseñaba a los suyos que ante los sacerdotes de la Iglesia romana, por la
dignidad de su ordenación, sin atender a su conducta como personas, no
sólo debían inclinar reverentemente la cabeza y besar con devoción y
respeto sus manos, sino hasta los cascos y las huellas de los caballos en
que cabalgaban.
¿Que los cátaros, con el dualismo de su doctrina maniquea, anulaban
prácticamente el misterio de la encarnación del Hijo de Dios, y su pasión y
muerte no tenían entidad real, sino que eran pura fantasía de la materia, y
los sacramentos, especialmente el del altar, venían a ser ni más ni menos
que fantasmas del diablo? Pues él haría de esos tres puntos dogmáticos el
eje firmísimo de su espiritualidad personal.
130
El cual no sólo unirá a Jesús y María en ese momento histórico y
lugar teológico fontal de la encarnación, sino siempre, ya siempre. Con lo
que llevamos dicho en páginas anteriores, conocemos lo que la pobreza
significaba como meollo de su espiritualidad. Pues bien, aquí lo mismo:
Jesús y María, inseparables en su recuerdo y en su amor. La Dama Pobreza
(= Jesús Pobre, de Belén al Calvario) tenía su amor ideal más próximo en
la Mujer Pobre, “la Dama Pobre” de su corazón, María. Recordemos
aquella reconvención suya inspirada:
—Cuando ves a un pobre, hermano, se te pone delante un retrato del
Señor y de su Madre pobre.
Y aún se agudiza más ese acento mariano en este texto de su primer
biógrafo: “No podía recordar sin lágrimas la gran penuria de que estuvo
rodeada aquella noche de Navidad la pobrecilla Virgen. Un día, estando
comiendo a la mesa, a un hermano le dio por recordar la pobreza de la
bendita Virgen, compartida, con la de su Hijo Jesucristo. Y he aquí que, de
repente, Francisco se levanta de la mesa, prorrumpe en gemidos y sollozos,
y yanta en el suelo el pan que le queda, hechos sus ojos dos fuentes de
lágrimas. Por eso solía decir que la pobreza es de estirpe real, pues brilla
tanto en el Rey y la Reina.”
Copio aquí una plegaria suya, tan notable por la devoción como por
sus calidades poéticas. El la titula Saludo a la bienaventurada Virgen
María. Veamos con qué tierna delicadeza y con qué profunda inspiración
la saluda:
“Salve, Señora, santa Reina,
santa Madre de Dios, María,
que eres virgen hecha iglesia,
y elegida por el santísimo Padre del cielo,
consagrada por El con su santísimo y amado Hijo
y con el Espíritu Santo consolador;
en la cual estuvo y está
toda la plenitud de la gracia y todo bien.
Salve, palacio de Dios;
salve, tabernáculo suyo; salve, casa suya.
Salve, vestidura suya.
Salve, Esclava suya; salve, Madre suya.
Salve también vosotras todas, santas virtudes,
que, por la gracia y la luz del Espíritu Santo,
sois infundidas en los corazones de los fieles
131
para hacerlos, de infieles, fieles a Dios”.
Esa plegaria es otra muestra del enamoramiento mariano del hermano
Francisco. El franciscano W. Lampen ha llegado críticamente a la
sorprendente constatación de que, dirigiéndose a María, Francisco no ha
repetido dos veces el mismo epíteto, el mismo piropo; él que ya hemos
visto que, en su originalidad, no tenía reparo en repetir las frases que le
gustaban. Pero con María, como de lo que se trataba era de dejar hablar y
cantar a su corazón enamorado, su originalidad se expresaba en un lirismo
rico de inventiva. Con todo lo cual, bien podemos llamar a nuestro juglar
“el juglar de nuestra Señora”. La honraba en particular con el título de
“Madre de bondad” y la nombró oficialmente “Abogada de su Orden”. Y
como era poeta, y a su estilo único, le expresaba su devoción con maneras
tan deliciosas como ésta:
Estando en la Porciúncula le regalaron una ovejita, y estos animales
mansos y lanosos le robaban el corazón siempre, por ellos y por expresivos
de la inocencia y de la simplicidad. Con paciencia de santo y con habilidad
de artista, le fue enseñando a participar en las alabanzas del Señor y a
evitar el ser inoportuna entre los hermanos. La ovejita, como consciente de
esta piedad comunicativa del hermano Francisco, seguía las lecciones con
sus grandes ojos quietos, abiertos por el interés. Y llegó a esto: que, en
oyendo que los hermanos rezaban o cantaban en el coro, corría triscando
desde donde estaba y se metía en la iglesita, caminaba hasta delante del
altar de la Virgen, Madre del divino Cordero, y por sí sólita doblaba con
reverencia sus patitas delanteras y se ponía a balar dulcemente, saludando
a María y alabando a Dios a su manera.
Concluyamos este apartado con un texto de Celano, que pondera lo
imponderable y resumidamente dice todo lo que había de meollo teológico
y de ternura filial en la devoción mariana de Francisco: “Abrazaba a la
Madre de Jesús con un amor indecible, porque ella había hecho hermano
nuestro al Señor de la Majestad. Le cantaba alabanzas originales, le
dedicaba oraciones como piropos, le ofrecía los afectos de su corazón. La
amaba tanto y con tales modos, que la lengua humana no lo sabe expresar”
Y lo mismo que de su devoción a María habría que decir de otros
aspectos de su piedad; sus preferencias no eran otra cosa que la respiración
de su aliento católico, jerarquizadas según el sentir de la Iglesia: los
ángeles, y, a su cabeza, el arcángel San Miguel; San Juan Bautista, el
penitente y ardoroso precursor; los apóstoles, felices discípulos del Señor,
y fieles depositarios de su Evangelio, y piedras sillares de su Iglesia; los
132
mártires, heroicos mantenedores de la fidelidad total a Cristo... Las mismas
virtudes características del Pobrecillo son también, de la primera a la
última, virtudes característicamente católicas, por evangélicas y por darse
en la línea del desarrollo del dogma católico. Ya he insinuado que en ellas,
al personificarlas, saludaba caballerosamente a su ideal, y habría que
añadir: a su ideal católico.
133
“pues ellos —escribía en su testamento— reciben el cuerpo y la sangre del
Señor y sólo ellos lo administran a los demás” “; les besaba las manos y
quería que todos les trataran con gran reverencia. Decía muchas veces:
—Si yo me encontrara de pronto a la par con un santo del cielo y con
un pobrecillo sacerdote, primero saludaría a éste, apresurándome a besarle
las manos.
Y continuaba con gracia teatral, dándole nombre al santo y como
encarándose con él, con alegre y respetuosa cortesía:
—¡Oh, espera, San Lorenzo, que las manos de éste tocan a la Palabra
de la Vida y son dueñas de algo más que humano!
Sigamos por una senda más los pasos del hermano Francisco. Los
pasos que le llevaron más lejos.
Ya hemos visto que con su conversión dejó de ser negociante; pero
idealista, no. Su nuevo amor a la naturaleza y a las cosas mejoró en cien
quilates la inspiración juglaresca de su juventud. Igualmente, esta
ambición que le vamos a conocer ahora sublimó su sueño caballeresco. El
primer brote florido de que él seguía el mismo, decidido a realizar grandes
hazañas, ya se lo hemos visto: arrebató a la vanidad del mundo a la
dieciochoañera hermana Clara para entregarla al amor del Esposo
inmortal; pero su brote caballeresco más subido, porque brotó de la más
honda raíz de su conversión personal, fue este otro: su amor, su afición, su
pasión por el martirio. Sí, hemos leído bien: por su martirio.
¿Cuándo le vino a la mente por primera vez tan loca santa idea?
Sabemos por todos los biógrafos que muy a los principios. Fue una
consecuencia lógica, certera, de su amor a Jesús crucificado; el amor que
le llevó a querer vivir pobre como El, le impulsó a desear morir matado,
136
como El. Lo que el Señor decía en impersonal genérico, Francisco se lo
aplicaba, como el mismo Cristo, muy personalmente: “No hay amor más
grande que dar la vida por el amigo” (Jn 15,13). Y primero le cautivó y
después le obsesionó ladea de dar la vida por quien había dado la suya por
él. Una oración antiquísima —que algunos le han atribuido y que él pudo
aplicársela tan propiamente— recoge, como ninguna otra, el alma
enamorada de Francisco, del hondón al ápice, y le hace exclamar:
“¡Te ruego, Señor, que la fuerza abrasadora y dulcísima de tu amor
absorba de tal modo mi alma separándola de todas las cosas, que muera
por amor de tu amor, ya que por amor de mi amor te dignaste morir!”
La idea fue tomando cuerpo rápidamente. Pensaba ya entonces, y con
la atención puesta especialmente en los mártires, esto que diría más tarde
como enseñanza a los suyos: “Pongamos los ojos, hermanos todos, en el
Buen Pastor, que soportó el tormento de la cruz por salvar a sus ovejas.
Las ovejas del Señor le siguieron en la tribulación y la persecución, en el
sonrojo y en el hambre, en la debilidad y en la tentación, y en todo lo
demás; y por ello recibieron del Señor la vida sempiterna. ¡Gran vergüenza
para nosotros: que los santos lo hicieron, y nosotros queremos recibir la
gloria y el honor sólo por contarlo!” Y lo que surgió como un sueño
instintivo de su amor sublimado, lo fue entreviendo como una vocación,
como una inspiración: la cruz de su martirio le atraía como un reclamo
irresistible. No tardó en convencerse de que con él agradaría sumamente al
Señor, y se puso, sin más, a planearlo.
Su primer intento fue en 1212, a fines del mismo año de la
consagración esponsal de la hermana Clara. Ese mismo año, el 16 de julio,
los reyes españoles unidos, y sin ayuda de cruzados de otros reinos
católicos, derrotaron a los mahometanos en las Navas de Tolosa; y tan
definitivamente, que un historiador árabe reconoce: “Con esta derrota
desaparecieron la autoridad y el poder de los moros en España”. Cual mala
contrapartida, ese mismo año acaeció la penosamente célebre cruzada
infantil, un ejército inverosímil de 50.000 niños y adolescentes reclutados
en Francia y Alemania, enfebrecidos con el ideal ilusorio de conquistar,
por su fe y por su pie, los Santos Lugares sin armas ni bagajes, y que
terminó, como se podía juiciosamente predecir, en el fracaso; pero no sin
dejar un reguero de muertos en las ariscas inclemencias de los Alpes y el
baldón de caer otros en las manos desalmadas de algunos traficantes de
Marsella, que los vendieron como esclavos en Africa.
137
El hermano Francisco “se cruzó” él solo. Era un niño de Dios, y no
buscaba conquistar ninguna tierra santa ni pecadora, sino predicar el
Evangelio a los sarracenos y hacerse matar por ellos. Se informó de una
nave con ruta a Siria y se embarcó en ella. La mala fortuna de unos vientos
contrarios hizo que nave y navegantes se encontraran ante costas más
cercanas, frente a su misma Italia, en Dalmacia. Allí se demoraron
forzados por el temporal, y al impaciente Pobrecillo se le hacía largo el
tiempo de espera. Ninguna otra nave cruzaba rumbo al Islam, ni noticia
para todo el año. Trató de persuadir a los de la suya para que lo llevaran,
pero ni su simpatía pudo esa vez, porque temían que no les alcanzaran los
víveres. Enterado de que otra nave partía para su italiana Ancona, se coló
en ella, de polizón, con su compañero. El intento había fallado.
Fracasó, pero no desistió. Lo volvió a intentar al año siguiente o al
otro. El viaje en que le hemos visto dirigirse a España por el camino de
Santiago, tenía en su mente como meta final meterse en país musulmán a
predicar y a morir. Describen los biógrafos que en este viaje caminaba el
Pobrecillo extraordinariamente ligero; tanto que su compañero no le podía
seguir; hoy diríamos que iba como drogado, pero de idealismo martirial.
Quizá esta marcha forzada por su impaciencia, debilucho como era, le trai-
cionó, y su sueño imposible se vistió esta vez de enfermedad; y tal, que le
obligó a regresar de nuevo a Italia. Otro fracaso que no lo fue, porque,
además del fruto de su romería compostelana en conversiones y
fundaciones, abrió a otros el camino soñado; por aquí mismo, y con el
contagio de este ebrio ideal, pasarían, antes de un lustro, los protomártires
franciscanos. Apostilla Celano que muchos, él el primero, agradecieron al
cielo este fracaso. Y nosotros también, sin duda, por las muchas bondades
y bellezas que todavía hizo.
El hermano Francisco se llevó de España, con las cenizas de la nueva
frustración, una devoción enfervorizada a la letra T, que vio profusamente
grabada en piedra por la ruta jacobea, y que adoptó como emblema de la
cruz, y la decisión de no renunciar a su sueño a pesar de todos sus intentos
fallidos. A la tercera va la vencida.
El ambiente que halló en Italia aquel 1215 se le presentó como
propicio. Asistiría o no al IV concilio de Letrán, celebrado ese año, pero la
nueva efervescencia del espíritu de las cruzadas que brotó de aquel
concilio caló también en el corazón católico de Francisco, aunque con unas
repercusiones únicas. Del concilio salió la decisión de la quinta cruzada, y
con determinación de inmediata. Francisco vio abrirse con ella la puerta de
138
oro para su sueño mejor. Pero el enredo de los acontecimientos políticos y
las renuncias del poco “cruzado” Federico II, nombrado para dirigirla, la
retrasaron, e Inocencio III murió sin ver ni siquiera iniciado este último
gran sueño de su vida.
Le sucedió como papa Cencio Savelli, Honorio III, que sería “el otro
papa” de la vida de San Francisco (1216-1227). Bendito varón, sencillo y
piadoso, que dio a los pobres casi toda su fortuna; y moderado y pacífico,
sin el espíritu de dominio universal que caracterizaba a su predecesor, pero
con un amor a la Iglesia y a la causa de Cristo como el de él. Había
encanecido al servicio de la Curia como hombre de finanzas y de
administración, y por eso se esforzó en seguida por asegurar la base econó-
mica del Pontificado, principalmente con miras al éxito de la cruzada.
El hermano Francisco le conoció pronto en un viaje más que hizo a
Roma por asuntos de la Orden; deseaba mucho saludarte personalmente,
encomendarle su fraternidad como al mismo Cristo y ofrecerle su
obediencia radical y la de los suyos. Y más: ansiaba volver a hablar ante el
nuevo papa y su colegio de cardenales. Y lo logró por mediación del ya
muy amigo suyo y de la Orden el cardenal Hugolino.
En cuanto Francisco llegó ante Honorio III, le saludó alegremente,
como saludaba a todo el mundo:
—Padre Papa, Dios te dé la paz.
—Dios te bendiga, hijo mío —le contestó Honorio. Y el Pobrecillo,
sin un ápice ni de amaneramiento ni de cohibición, simple, libre, concreto
y efusivo, habló al auditorio más distinguido de la cristiandad lo que el
Señor le dio a entender, con bastante nerviosismo inicial del cardenal
Hugolino, su patrocinador, que no sabía cómo podría acabar aquello.
Ignoramos el tema de su sermón pontifical, pero conocemos un detalle
mejor: el Pobrecillo hablaba con fruición, como fuera de sí por el gozo
fervoroso, y acompañaba cada palabra con gestos de las manos y de los
pies y del cuerpo todo, como, en un divino vals de amor comunicativo, que
cautivó al papa y a los cardenales.
Pero no perdamos el hilo a la cruzada ni a nuestro original cruzado.
Por fin, superando unas demoras interminables, el ejército cristiano se
formó, y zarpó de Ancora rumbo a Egipto el 24 de junio de 1219. Uno
más, el hermano Francisco navegaba allí con un grupo de sus hermanos;
entre ellos, el hermano Iluminado, pero más iluminado él que nadie por su
ardiente esperanza. Abordaron la costa africana; fueron tomando
139
posiciones estratégicas y preparando hombres, armas y vituallas; y
decidieron asaltar Damieta.
Al hermano Francisco le dio la corazonada, que interpretó como una
iluminación del Señor, de que aquella batalla iba a ser un desastre, y trató
de que la aplaza metiéndose a profeta y sin importarle que le juzgaran
fatuo. No le hicieron caso. El 29 de agosto de 1219 es fecha lúgubre en la
historia de las cruzadas. Los sarracenos sólo rechazaron el ataque, sino que
hicieron entre los cruzados una feroz sarracina. Cayeron 6.000, entre
muertos y cautivos. El hermano Francisco indagaba por aquí y por allá la
suerte del combate y sufrió en su corazón la derrota. Compadeció
especialmente a los españoles, los cuales, más valientes y audaces que los
demás, no habían sobrevivido sino unos pocos
El desastre trajo a los reales cristianos una tregua forzada. Francisco
la aprovechó para su plan como ni pintiparada. Y se lanzó él solo, con su
escudero fraterno, a la cruzada que de verdad le había traído allí; una
cruzada del todo nueva: la cruzada del diálogo y del amor. Con estas armas
conquistaría él para Cristo a los musulmanes. Les comunicaría la luz de la
Verdad y el gozo de la Vida: el conocimiento y el amor de Jesucristo
crucificado y resucitado, “grande y admirable Señor, misericordioso salva-
dor”. Y si, como rechazo de las tinieblas a la luz, en el empeño le mataban,
divina miel sobre hojuelas, sería las delicias de su corazón enamorado:
amaría al fin a Jesús como Jesús le había amado a él, daría la vida por
Aquel que por él dio la suya; y además, también, como el Redentor, la
ofrendaría en sacrificio por los mismos que le hicieran este favor,
amándolos hasta dar su sangre por su iluminación y su salvación. Y
empezaría decididamente su intento por la cabeza de turbante más alto: por
el mismo sultán.
Y allá se fue. Conocía la orden del sultán de que a todo cristiano que
atravesase la línea de combate le volaran la cabeza de un cimitarrazo y que
él pagaría cada testa cristiana en buena moneda de Bizancio; pero ese
bando militar era un acicate ideal para él. Con el hermano Iluminado se
puso en marcha, pobre y acérrimo, ante el estupor de quienes, bajo una
moral de derrota, les veían partir a meterse en la boca del lobo, decididos a
predicar la fe a los matacristianos. Al poco de andar, en tierra de nadie
dieron con dos ovejitas que pastaban o merodeaban. Al verlas, Francisco
se regocijó:
—¡Animo, hermano! Que ya empieza a cumplirse aquello del
Evangelio: “Mirad que os envío como ovejas entre lobos” (Mt 10,16).
140
Los lobos que él decía no tardaron en salir, y con furia bereber; se
lanzaron sobre ellos, los maniataron y los zurraron bien zurrados, entre
gritos desaforados e injuriantes. Los mansos hermanos se dejaron atar,
golpear e injuriar; el hermano Francisco se acordaba de la perfecta alegría
y la gozaba; pero a los que se la proporcionaban no les decía otra cosa sino
que les llevaran al sultán. Y al sultán les condujeron.
El sultán Melek-el-Kamel poseía un buen carácter “, no era
temperamentalmente iracundo. Sintió primero curiosidad por esos dos
hombrecillos vestidos de mendigos, sin un arma encima ni trazas de
saberlas llevar; y luego, simpatía. La simpatía le nació en cuanto dejó
hablar a Francisco; vio en él un varón sencillo, espontáneo, amoroso,
convencido, que hablaba más con gestos que con palabras y que
transparentaba auténtico espíritu religioso, gracia y fervor. Y le pidió que
se quedara con él unos días. Francisco, fijo en lo suyo, le contestó:
—Me quedaré si tú y tu pueblo os convertís al amor de mi Señor
Jesucristo.
Hasta en esa propuesta osada le cayó bien al sultán, asombrado de lo
que estaba oyendo, de cómo lo estaba oyendo. Ante su asombro, continuó
Francisco:
—Si vacilas en dejar la fe de Mahoma y abrazar la de Cristo, manda
encender ahí mismo, en tu patio, una gran hoguera, y entremos en ella yo y
tus imanes, para que veas por el juicio de Dios cuál es la religión
verdadera.
—No creo —contestó sonriente el sultán— que ninguno de mis
imanes se quiera meter en el fuego por demostrar su fe, ni poner en la
punta de la llama un dedo de su mano.
Y es que había observado que, en cuanto sonó la propuesta de
Francisco, alguno de los imanes más conspicuos, barbado y anciano, se
había escabullido sigilosamente de la sala. El hermano Francisco hizo una
segunda proposición:
—Entonces prométeme convertirte tú con tu pueblo a la fe de Cristo
si yo entro en el fuego y salgo sin una quemazón. Si me abraso, culpa será
de mis pecados; si no, reconoce que no hay otro verdadero Dios y Salvador
que Jesucristo.
Al ofrecer la prueba del fuego con tal seguridad, el Pobrecillo tenía
en la mente y en el corazón el texto evangélico que habla de mordeduras
de serpientes y de bebedizos de venenos en los que anuncian la fe, y que,
141
en el nombre de Jesús, “nada les hará daño” (Me 16,17-18). Melek-el-
Kamel, por su parte, ante aquel hombrecillo osado y creyente, iba de la
sorpresa al asombro, y de los dos a la indecisión, y tampoco aceptó la
nueva propuesta, .quién sabe si por compasión o por temor; pero
definitivamente Francisco le cayó bien y se hizo su amigo, y le despidió
con regalos, que el Pobrecillo se negó a aceptar, con nuevo asombro del
sultán y de todos. Su empeño por hacerse matar había resultado fallido una
vez más, derrotado por su propia simpatía “.
El hermano Francisco regresó al campamento con su escudero
segundón, pero idealista como él; venía triste por su nuevo malogro,
ignorante de que el Señor le reservaba un martirio mejor, y contento por
aquella nueva impensada amistad que Dios le había dado. Los reales
cristianos volvieron a hervir de preparativos. Damieta cayó en poder de los
cruzados el 5 de noviembre de ese 1219. Francisco zarpó en 1220 para
Siria, desembarcando en el puerto cristiano de San Juan de Acre. ¿Por huir
de los laureles licenciosos de aquella Capua africana ü del horror de una
nueva batalla? ¿O por buscarle a su idea fija martirial otra posibilidad
esperanzada en tierras más orientales, más propicias? ¿O por llegarse
desde allí a visitar los Santos Lugares, que tal imán tenían para su corazón
enamorado de Cristo y de su santísima Madre?
Sobre este viaje de San Francisco al sepulcro del Señor y demás
lugares santos se viene especulando hace siglos. Los biógrafos primitivos
no dan ni una señal sobre él, y esto ya es muy significativo; un silencio tal
dice mucha negación en detalle de tanta monta; ni siquiera las ingenuas y
tardías Florecillas. El primero en darlo como noticia es Angel Clareno, en
1323, y a este Angel creen cuantos creen que el Pobrecillo anduvo por
aquellas tierras. Hoy se conoce un documento que generalmente se
considera como resolutivo de la cuestión. Honorio III prohibió a los
cruzados, y bajo pena de excomunión, visitar la Tierra Santa; escribía a su
legado: “Prohíbe de nuestra parte, bajo pena de excomunión, a todos los
cruzados que nadie se atreva a visitar el sepulcro del Señor, ya que ningún
cristiano puede llegar allí si no es pagando tributo a los sarracenos”. El
papa administrador hacía una guerra económica. Ante ese documento se
juzga definitiva la tesis de que el hermano Francisco no estuvo en Tierra
Santa, pues no hay duda de que él prefería la obediencia al martirio, y más
aún a su devoción de peregrino. Con todo y eso, yo no pondría la mano
sobre el fuego para asegurar una verdad de archivo en una causa en la que
el protagonista estaba decidido a poner caballerescamente en juego y sobre
el fuego su cabeza y cuanto tenía debajo de ella. Y pienso que el tema
142
seguirá discutiéndose a gusto de cada cual, porque es sugerente y
ensoñador. Por de pronto, Francisco no era, estrictamente hablando, un
cruzado, aunque se cruzó mejor que nadie; y, si a sumisión al papa no le
ganaba nadie, a ser un obediente original y libérrimo, tampoco; y, en fin, si
peregrinó a Tierra Santa, seguro que no sería pagando ningún dinero, que
razón de la prohibición y de la excomunión. También se tenía por
excomulgado al cruzado que se pasara al enemigo; pero eso no fue con él,
que se pasó al sultán para convertirle con todo su pueblo, santiguando así
la más bella cruzada del amor y de la paz. También ignoramos el tiempo
que permaneció en Siria, pero pudo ser bas y, conociéndole, nos es lícito
pensar que no se e quieto.
Lo que sabemos cierto es que en Acre fue recibid el hermano Elías de
Cortona, que estaba al frente de aquella misión. Allí, a Siria, le llegó la
noticia de los protomártires de su Orden, caballeros pioneros de su 1
Redonda, cruzados de su espíritu martirial, que obtuvieron lo que él buscó
en balde, sacrificados salvajemente en Marruecos el 16 de enero de aquel
1220. Una santa en le hizo exclamar:
—¡Ahora sí que tengo cinco verdaderos hermanos menores!
A Siria le llegó también la nueva de que no todos hermanos eran
verdaderos como ellos y que la Orden pasaba en Italia por una grave crisis.
Francisco inmediatamente embarcó hacia la península con los hermanos
Elías y Pedro Cattani. ¿Dejaba atrás tan sólo su fracaso, la tumba de su
ideal? De ningún modo. Había estrenado, y brillantemente, un nuevo estilo
de misionar, siempre bueno, porque es medularmente evangélico, y que
hoy apreciamos como especialmente propio y actual; el que él haría así
norma en su primera Regla: “Quien quiera ir entre los sarracenos y otros
infieles, vaya, con la bendición de su ministro; y los que van pueden
comportarse con ellos de dos maneras: una, no litigando ni discutiendo,
sino sometiéndose a todos y confesando que son cristianos; otra, si ven que
así place al Señor, anunciándoles la Palabra de Dios para que crean...” Un
método y otro se resumen en “amar a sarracenos y demás como amigos
especialmente queridos”, por fas o por nefas; o por comunicarles lo que es
nuestra vida en Cristo Jesús, que murió y resucitó también por ellos; o por
agradecerles el que, con lo que nos hacen sufrir y hasta morir, “nos ponen
en posesión de la vida eterna”.
Y consiguió otro fruto. Por decir con palabras de un historiador
profano, W. Goetz, lo que es claro en la historia y lugar común entre los
historiadores, “con ese paso abrió el camino a las misiones de los
143
hermanos menores por el Oriente hasta la lejana China” Por algo, la Regla
franciscana es la primera entre todas las reglas que dedica un capítulo
entero al tema misional Entretanto, la cruzada iba de mal en peor.
Desaciertos tácticos de los cruzados le fueron dando ventaja al sultán, el
cual en 1221 sorprendió al ejército cristiano, abriendo las esclusas del Nilo
y envolviéndolo por completo; así le obligó a rendirse. Melek-el-Kamel
fue benigno en sus condiciones: devolución de Damieta, intercambio de
prisioneros y concierto de una tregua por ocho años. ¡Quién sabe lo qué
influiría en ese buen ánimo del sultán, aparte su índole cortés y sus razones
tácticas, el recuerdo de aquel hombrecillo cristiano y amigo que le había
ganado, si no convencido, con las solas armas de la paz, del amor y de la
simpatía!
7. LA GRAN PRUEBA
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núsculo una abigarrada y variopinta comparsa de avecillas, chirriando en
todos los tonos y compases desde la maraña de la isla silvestre no habitada.
Era como si en ellas todas las aves de Italia le dieran la bienvenida, jubi-
losas de volver a ver, a su amigo.
—Hermano, las hermanas aves alaban a su Creador. Pongámonos
entre ellas y loemos también nosotros al Señor con el rezo del oficio.
Y las aves les incorporaron a su coro, sin menearse y sin dejar de
cantar; y los hermanos iniciaron las laudes con acompañamiento de trinos
y gorjeos. Pero las aves, animadas y como en competencia, chirriaban
tanto, que les estorbaban la atención. Les mandó el hermano Francisco:
—Hermanas aves, dejad de cantar mientras nosotros tributamos a
Dios nuestras alabanzas.
Y las aves guardaron un religioso silencio todo lo que duró el rezo
pausado y fervoroso. Y estallaron de nuevo en un guirigay alegre con el
último amén en cuanto el amigo poeta y santo se lo autorizó.
Un hombre lírico, con tales alegrías y contentos, parece que no está
sujeto a penas duraderas. El hermano Francisco, sin embargo, las tuvo;
conoció él también las tensiones y distensiones del temperamento propio y
ajeno, y las noches místicas del sentido y del espíritu. Aparte de lo que le
hemos visto en los tiempos de su conversión, sabemos, sin que podamos
precisar cuándo —pero debió de ser bastante a los principios, cuando aún
los hermanos no eran muy numerosos—, que se pasó dos años en puras
ascuas de angustia, turbado en su corazón y en su alma. Día y noche sufría
y oraba. ¿Por qué? ¿De dónde le vino esta crisis y quiénes estuvieron
implicados en ella para provocársela, si es que hubo alguno? ¿O fue una
íntima prueba de fidelidad difícil entre él y Dios?... Es otro de los secretos
que se llevó a la tumba el transparente Pobrecillo, el cual, a quien indagaba
curiosamente sus experiencias íntimas, le solía tapar la boca con este
estribillo bíblico: “¡Mi secreto para mí! ¡Mi secreto para mí!” (Is 24,16).
Esa larga tribulación que le duró lo que Dios quiso, terminó cuando quiso
Dios. Una noche más de su pena en vilo, el Pobrecillo suplicaba, y oyó una
voz interior:
—Francisco, si tuvieras fe como un granito de mostaza, le dirías a
ese monte: “Desplázate”, y se desplazaría (Mt 17,20).
—¿Qué monte, Señor?
—El de tu tentación.
—Hágase en mí, Señor, lo que has dicho (Lc 1,38).
145
Y al instante se sintió liberado, tan sereno como si jamás hubiese
perdido la paz.
Pero la gran prueba de su vida estuvo ligada a la gran obra de su
vida; a su fraternidad, a su Orden. Y aunque estas penas y zozobras le
acompañaron a lo largo de todo su camino de fundador como unos
demonios familiares que aparecían y desaparecían, su punto álgido hay
que colocarlo a partir de su repentino regreso de Siria y hasta 1225; una
fuerte crisis de tres años para su fraternidad y para él.
Todo individuo tiene sus crisis, y todo organismo también; es ley de
vida; son las crisis del desarrollo. Y a más riqueza y complejidad de
fuerzas vitales, crisis mayor. Este es el caso del franciscanismo, y el
intuitivo Pobrecillo se dio cuenta de este fenómeno peligroso ya en los
albores, con su Orden en pañales, cuando ésta no rebasaba la media
docena. Les dijo a aquellos seis idealistas la parábola que ya conocemos:
—Veréis que el Señor nos ha de aumentar increíblemente. Tanto, que
al final seremos demasiados, y tendremos que hacer como el pescador, que
captura con sus redes tantos peces, que no le caben en la barquilla y la
ponen en peligro de irse a pique. Se queda con los mejores, y los demás los
tira por la borda (Mt 13,47-48).
El número iba a ser mayor de lo que él en aquel momento soñaba. No
acertó tampoco en que tendría ese buen ojo calculador para admitir sólo a
los que serían buenos, y menos aún la energía para expulsar de la Orden a
cuantos no dieran la talla de su alto ideal. ¿Era él demasiado idealista, y
por eso no se percató de que su quijotismo evangélico no podía ser vivido
por muchos, por la masa? Pienso que, más bien, no tenía —no quería tener
— actitudes de dictador y obligar por la fuerza a los que venían a la Orden
con buena voluntad. El crecimiento prodigioso de vocaciones le desbordó,
y muchos empezaron pronto a vivir en la ordinariez, y otros, aún peor, en
el aprovechamiento de su condición de mendicantes bien recibidos y
regalados, o en la rareza de sus barbas y sus vestidos para llamar la
atención; cuando no hacían vagancia de la soledad conventual o se
pasaban la vida en el vagabundeo, fuera de la obediencia. Algunos de estos
hermanos, con el disgusto, le causaban verdadera ira, y vez hubo que se
encerró violentamente en la celda por no verlos. Otras veces, el disgusto y
la ira le hacían prorrumpir en esta santa maldición:
—Por ti, santísimo Señor, y por toda la corte celestial, y por mí, tu
Pobrecillo, sean malditos cuantos con su mal ejemplo confunden y
146
destruyen lo que al principio edificaste y aún no cesas de edificar por los
buenos hermanos de esta Orden.
Si antes había visto una tentación suya como un monte, ahora
comprobaba que no todo el monte era orégano. Cuando veía el paisaje de
unos frailes adocenados, su actitud más habitual era, sin embargo, la
tristeza, una nostálgica tristeza. Y, suspirando, exclamaba:
—¡Ah, si fuera posible, quién me diera que el mundo, topando pocas
veces con los hermanos menores, admirara a esos pocos!
Mas no había quien parara aquella multiplicación franciscana, que en
conjunto tenía muchos números positivos, sin duda los más, suscitada por
el Espíritu del Señor. Francisco hacía lo que podía: animaba a unos,
castigaba su cuerpo en penitencia por otros, daba ejemplo a todos, los
amaba sin excepción, y a cada uno como era, como una madre. Los ojos
claros de su humildad le hicieron ver muy temprano que la obra superaba
las capacidades de su fundador. El que poseía innatamente dotes humanas
extraordinarias para el liderazgo, tenía también la convicción de que para
organizar no servía, y menos para mandar; o no quería, que en la práctica
es otro modo de no saber. Sus facultades eran las del animador, del creador
de belleza poética o humana-espiritual, de suscitador de vida; y pocos le
han aventajado en esto.
Creo sintomático que, ya en su primer viaje a Roma con los once
primigenios, tuvo la iniciativa de que se eligiera para el ir y volver uno que
hiciera de superior de los demás, y procuró que la elección recayera en
otro, en el hermano Bernardo. Más tarde, a los pocos años de la Orden,
renunció al cargo de ministro o superior general de la misma, aunque en
esa decisión jugó, tanto o más que su experiencia de que se le iba el mando
de las manos, su exquisita humildad, que le llevaba a confiar en otros más
que en él mismo; y tampoco estaría muy lejos su afición a la soledad y a la
contemplación. El no tener el cargo no le quitó ni un ápice, sin embargo,
del interés y preocupación por la Orden y por cada uno de los hermanos,
los cuales, a su vez, le siguieron mirando siempre como su guía
indiscutible, como su verdadero padre. Y actuaba como tal.
Con el tiempo, el gran número le llegó a causar miedo, entre las
muchas dificultades de dentro y los peligros y amenazas de fuera, que
tampoco faltaban, de la gente seglar que no les conocía y les maltrataba, o
de eclesiásticos que les conocían mal y les querían peor. Una noche, mi-
rando y orando, una vez más, sobre esa problemática por momentos más
aguda, se le ocurrió una parábola; é1 se la inventó, él se la aplicó:
147
—Veía yo una gallinita negra, pequeña como una paloma, con los
tarsos y los dedos recubiertos de plumas. Una bandada incontable de
pollitos la seguían, la rodeaban, intentando cobijarse bajo sus alas, y no
podían... Esa gallinita soy yo, pequeño, morenucho y feíllo. Los polluelos
son mis hermanos, multiplicados sin número por la gracia del Señor; y no
alcanzo a defenderlos ni de la algarabía de dentro ni de los zarpazos de
fuera
Francisco era un idealista; pero nunca estaba en las nubes, a no ser en
las luminosas del éxtasis. En cuanto amaneció, tomó el camino de Roma,
se presentó a Honorio III, y alcanzó de él para su Orden la figura canónica
del cardenal protector en la persona de su amigo el obispo de Ostia, el
cardenal Hugolino. Esa decisión le valió al Pobrecillo por todas sus dotes
de organizador y salvó su Orden para la historia.
Hugolino era de la misma familia de los condes de Segni que
Inocencio III; nació a mediados del siglo XII y murió el 21 de agosto de
1241, nonagenario o casi; sucedió a Honorio III como papa, con el nombre
de Gregorio IX (1227-41). Apuesto, elocuente, cultísimo, educado en la
diplomacia pontificia, hombre de iniciativas rápidas y enérgicas; poseía
una gran perspicacia para percibir en las personas y en los acontecimientos
las hondas y vitales fuerzas de la Iglesia y olfateaba con aguda certeza los
peligros; combinaba la disciplina del asceta con una serena devoción
religiosa y con las exaltaciones del entusiasmo místico, a todo lo cual sabía
dar expresión artística; poseía también el sentido de la pompa y de la
majestad en el despliegue del poder. Basten esos datos psicológicos para
conocer, en lo que nos interesa ahora, a quien el hermano Francisco
consideró desde entonces como “papa y señor”, suyo y de todos sus
hermanos. Los dos, cada uno desde su nivel, se amaron como verdaderos
amigos, sin una nube que ensombreciera el aprecio mutuo: Francisco,
acudiendo a él con una confianza de hijo; el cardenal, gozando
deliciosamente de cuanto decía o hacía el Pobrecillo y compartiendo
plenamente sus preocupaciones Hugolino lloró la muerte temprana de
Francisco; pero al año de ser papa, el 16 de julio de 1228, tuvo el júbilo y
el honor de canonizar con la mejor de sus pompas a su inolvidable y
envidiable amigo.
149
—¡Ah! ¿Quiénes son esos que me quieren robar de las manos mi
Religión y la de mis hermanos? Si puedo asistir al capítulo, ¡ya les
enseñaré yo cuál es mi voluntad!...
He escogido esas expresiones suyas álgidas, dentro del marco de la
crisis que no he hecho sino esbozar, a fin de que el lector se dé cuenta del
sufrimiento del hermano Francisco; pero no sólo para que le compadezca;
es admirabilísimo cómo el Pobrecillo reaccionó en la vorágine que sacudió
su alma, cómo encajó la crisis. Ciertamente, la Orden iba partiéndose por
años y por días más agudamente en esos dos bloques bien marcados; sin
embargo, el Pobrecillo, que tenía el corazón más del lado de los de la
fidelidad simple al ideal primitivamente vivido, no se dejó llevar sólo por
el corazón. ¡Con lo atractivo y fácil que le resultaba temperamentalmente
alzarse como el adalid de esta facción contra la otra, enarbolando el
estandarte de una vuelta radical a las fuentes! Muchos se lo exigían, y a él
le venía como la cresta al gallo el ser jefe de idealismos evangélicos. Pero
ni lo hizo ni lo quiso. De Siria se vino acompañado del hermano Pedro
Cattani, uno de los de la primera hora, pero también con el hermano Elías,
que pronto se significaría como uno de los fautores de la renovación o de
las innovaciones, de la puesta al día que diríamos hoy, con unos criterios
que serían muy discutidos.
El no cesaría jamás en la defensa de su vida evangélica, pero no
lucharía contra ninguno de sus hermanos ni consentiría la lucha intestina;
evitaba a los cizañeros y a los mordaces, y, si runruneaban en su presencia,
se tapaba los oídos para no escucharles. Una y mil veces aprovechaba la
exhortación, incesantemente acudía a la oración, no dejaba de enseñar,
sencilla y valientemente, con su buen ejemplo. “Prefería alcanzar su fin
por la fuerza de la humildad, no de la autoridad”, dice de él Jordán de Jano
“No quiso entrar en lucha con los hermanos —asegura otro de sus fieles—,
ya que temía mucho el escándalo, tanto por él como por los mismos
hermanos, y así cedió, a disgusto suyo, a la voluntad de ellos. Y se
excusaba a sí mismo delante del Señor, estableciéndose en su humildad y
en su entrega personal más generosa”. Decía alguna vez:
—No hay en el mundo un superior tan temido y respetado de sus
súbditos como podría serlo yo de mis hermanos, si en ello me empeñase;
pero me ha concedido la gracia de estar más contento que todos, porque
me veo como el más insignificante de la Orden. Me guardaré mucho de
convertirme en un tirano y alimento mi confianza de que, aun a través de
estos males, el Señor vaya llevando a cabo su obra
150
Pero donde tocó fondo la colaboración del Pobrecillo a una evolución
satisfactoria de aquella crisis institucional fue en la aceptación
providencialista de su propio dolor, con esa confianza que apuntábamos en
la última frase. Sí; le salvaron su humildad y su amor, y su sentido
providencialista de la obediencia a Dios y a los hombres, tal como él la
cantaba en su Saludo a las virtudes:
152
hambrientos; para saciarlos no tenía más que unas miguitas de pan
esparcidas por el suelo; se disponía a ir dándoselas con temblor, temiendo
que se le escurriesen como harina entre los dedos, cuando oyó a Dios que
le decía:
—Francisco, haz un panecillo con todas esas migas y dáselo a
cuantos quieran comer...
Entendió que las migas eran las palabras evangélicas, y el panecillo,
la Regla. Y confió al señor papa su harina y su levadura. Una vez más, su
sentido de Iglesia le salvó a él y salvó su obra. Había dado con una
fórmula en la que se combinaban el espíritu y la forma en una aleación ya
imperecedera, y de ese modo, sin percatarse quizá de hasta qué punto era
así, admitía y aprobaba como una obra de Dios el desenvolvimiento de su
Orden a través de los siglos. Quizá aquellos tiempos no estaban maduros
para una vida evangélica pura como la del ideal neto de Francisco; quizá
también convenía así, para que la levadura coexistiera permanentemente
con la masa, con su vigor de transformación renovadora; así y todo, es
evidente que el franciscanismo aportó y sigue aportando algo
completamente nuevo y renovador, mas no fue sin haber superado aquella
crisis normal de su crecimiento.
153
Aun con todo lo que llevamos dicho sobre la apasionada devoción
del Pobrecillo a la pasión y muerte del Salvador, hay que decir con Celano
que, para él, la Navidad era “la fiesta de las fiestas”, porque era la puerta
del misterio, por la que Dios, hecho niño, había entrado a todos los demás
misterios de nuestra salvación. Pero él no se quedaba en una alegría de
pandereta; besaba, arrebatado de amor, las imágenes del Dios Niño, y su
devoción se deshacía en ternura y compasión ante el desamparo de Belén,
y las expresaba prorrumpiendo ante El en balbuceos dulcísimos,
enloquecedores, niño con el Niño. Celebraba cada año la Navidad con
inefable júbilo. A uno, el hermano Morico, que dijo un día de Navidad que
no habría carne en la mesa porque era viernes, el Pobrecillo le atajó y se lo
reprochó:
—Pecas, hermano, llamando viernes al día en que nos nació el Señor.
Quiero que hoy hasta las paredes coman carne, y, si no pueden, que se les
unte con ella.
Y quería y procuraba que los pudientes dieran abundante y buen
alimento a los pobres en tal fiesta, y que también a los bueyes y a los asnos
se les proporcionara más y mejor pitanza que de ordinario, en recuerdo de
los de su especie que estuvieron en la gruta de Belén. Y solía decir:
—Si yo hablase con el emperador, le había de suplicar que
proclamara un edicto a todo el imperio: que cuantos tienen trigo y otros
granos, los derramen copiosamente por los caminos, para que en esta fiesta
participen y se sacien también las aves; en especial, las hermanas alondras.
Si eso era cada Navidad, aquella de Greccio de 1223, con el nuevo
gozo de su nueva liberación, se desató en el júbilo. Convocó ante una alta
gruta, a través del camino inverosímilmente encaramado, a todo el pueblo.
La Nochebuena resplandecía como el día mejor, de tanta luminaria que
portaban las gentes congregadas, apiñadas, para celebrar de manera nunca
vista el nacimiento del Señor. En la gruta, un pesebre, en espera del
benditísimo Nacido; y en el pesebre, heno reciente, y cerca, un buey y un
asno acompañando la liturgia. En la misa, el hermano Francisco ofició de
diácono y predicó deliciosamente, desbordándole la devoción y el gozo; se
relamía como en miel los labios cada vez que pronunciaba “Jesús” o “el
Niño de Belén”; parecía que balaba cada vez que nombraba a Belén, del
dulce saboreo con que lo decía: “Beee-leeén...” Parecía transportado
extáticamente trece siglos atrás”.
Aquella fiesta nocturna fue un encanto. Redescubría Belén e
inventaba los belenes. ¡Qué lejos y qué cerca aquella otra noche de su
154
última juerga moza en Asís, cuando, testigos las estrellas, escogió al Amor
de su corazón, sentido de su vida! ¡Qué lejos y qué cerca también aquella
otra noche más que estrellada, verdaderamente celeste, la primera
Nochebuena! Los grandes amores tornan a sus principios, se dejan llevar
dulce e irresistiblemente por la querencia inicial. Los amores del hermano
Francisco a Cristo, también; Greccio es su retomo a una infancia no sólo
espiritual, sino personalmente divina: a la infancia de Aquel que desde ella
le había arrebatado el alma, porque, siendo inmenso y poderosísimo como
Dios, se hizo niño desvalido por nosotros, naciéndonos de María, la más
bendita de las mujeres (Lc 1,42). Bendito El por siempre (Rom 9,5).
155
III. MUERE — Y NO MUERE — SAN FRANCISCO (1224-
1226)
Año 1224. Atrás quedan quince años como quince primaveras, con
sus flores místicas y sus pájaros de maravilla, con el sol de su simpatía
cubriendo su carrera de oriente a occidente, con sus días de cálido amor y
sus noches serenas en la mirada contemplativa. La primavera se había
prolongado en un largo y ardiente verano, con sus frutos opimos y sus
fuertes tormentas pasajeras. El otoño de su vida se acercaba...
Después de haberle visto ir y venir, cruzando libremente regiones y
países, paisajes y culturas, por todos los caminos de la tierra y el mar, es
hora de que retomemos el hilo cronológico de su vida. En jimio de 1224,
por la fiesta de Pentecostés asistió en la Porciúncula al capítulo general.
Fue el último en que él estuvo, presidiendo a todos con su autoridad de
fundador y de padre pobrecillo. Ministro general era el hermano Elías. Las
tensiones internas continuaban aún, y afloraban con mayor intensidad a
nivel de superiores, y más con esa ocasión de buscar determinaciones
prácticas complementarias de la Regla recién estrenada. El Pobrecillo
seguía poniendo en el platillo de la fidelidad al primitivo ideal evangélico
el peso de sus exhortaciones y la presencia convincente de su ejemplo.
Recalcaba tres puntos, como siempre que presidía una reunión de
superiores, experiencia y consejos de fundador; tres noes que no han
perdido actualidad:
—No cambiéis las costumbres si no es por otras mejores. No
busquéis favoritismos de nadie en ninguna curia ni corte. No ejerzáis
vuestro cargo como poder; cumplidlo como un servicio.
Cuando las discusiones capitulares despuntaban violentas, él
intervenía para restablecer la paz, o el enfoque más evangélico, si creía que
algunas proposiciones se desviaban. A veces, desde su callado y modesto
segundo puesto, sentado junto al hermano Elías y un poco más bajo que él,
le susurraba a éste su opinión, y el hermano Elías la comunicaba a la
asamblea:
—El Hermano dice...
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Eso era él, “el Hermano”, él hermano por antonomasia, el hermano
de todos. Su amor y su interés y el ver el curso y proceso de la Orden
seguía siendo su espina, aunque ya no le quitaba la paz. En un aparte de las
sesiones capitulares, un hermano le hurga:
—¿Por qué te despreocupas de los hermanos y los dejas en manos de
otros, como si ya no fueran tuyos?
—Hijo, amo a los hermanos como puedo; pero también te digo que,
si se mantuvieran en mi camino, los amaría aún más y no estaría ante ellos
como un extraño. Ya ves que hay algunos ministros que enarbolan las
normas de órdenes antiguas y menosprecian las mías. Allá ellos; al fin se
verá el fruto de cada uno.
El hermano dialogante insistió:
—¿Por qué no cambian a esos ministros, que tanto han abusado de la
libertad?
Y al hermano Francisco se le escapó esta exclamación, aguda y
penosa como un gemido:
—¡Vivan como quieran, porque mejor es el daño de unos pocos que
la perdición de muchos!
Terminado el capítulo, él suspiró por la soledad.
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cialmente, como ministro general, a toda la Orden este prodigio nunca
antes conocido.
Y volvamos a nuestra narración.)
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mediante él, en absoluta libertad y simpatía, allí se está realizando el Reino
de Dios, que es Reino del amor creador y fuerza del Espíritu. Mirando la
vida de San Francisco, sin embargo, los ojos se vuelven instintivamente
hacia esta maravilla humana que fue la misma santidad del Pobrecillo, para
admirarla. ¡Qué milagro no es capaz de hacer tal sencillez y autenticidad,
tal simpatía alegre, tal amor!... Y esta otra reflexión: no tenemos noticia de
que haya transitado los caminos de la tierra una copia viviente de
Jesucristo —del Amor entregado— más perfecta.
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—¡Ay, hijo! Nada hay ni ha habido para mí más grato, más dulce,
más deseable, que lo que quiera hacer mi Señor Jesucristo en mí y de mí; y
mi único anhelo es acoplar mi voluntad con la suya.
Con ese buen humor, a las enfermedades no las llamaba penas, sino
hermanas, y calificó de simplón e irreflexivo a un hermano por insinuarle
que rogara al Señor le fuera algo más benigno y compasivo, “pues había
cargado en demasía su mano sobre él”. “Así vivía lo que había escrito en
la regla para todos:
“Suplico al hermano enfermo que por todo dé gracias al Creador...;
porque el mismo Señor dice: A los que yo amo, los reprendo y los
corrijo (Ap 3,19). Y si alguien pierde la paz, o se impacienta contra Dios
o contra los hermanos, o si pide con excesiva solicitud medicinas, por
salvar una carne que pronto ha de morir, sepa que eso proviene del
enemigo y es camal, y no parece ser de los hermanos, porque ama el
cuerpo más que al alma”.
Ese era otro modo suyo de ponerse en las manos de Dios para que
hiciese de él lo que quisiera Realmente, él, por él, nunca se empeñó, ni
mucho ni poco, en que se atendiese a su curación Y ése era otro problema:
que hasta se resistía a tomar medicinas, e hizo falta toda la autoridad
amorosa del cardenal Hugolino y del ministro general, el hermano Elías,
para que se dejara cuidar. Al cabo, consintió en medicinarse; aunque, más
aún que el peso de esas “obediencias”, lo que le convenció fue la fuerza de
este argumento, idea ocurrente del hermano Elías:
—Toma esta medicina en el nombre del Hijo de Dios que la ha
creado. Así está escrito: “Dios hace que la tierra produzca medicinas, y el
hombre prudente no las desdeñará” (Eclo 38,4).
Y el bendito varón se rindió, y no tanto para ser prudente, sino
porque le había tocado su fibra más sensible: su amor y sumisión a
Jesucristo. Nunca como entonces fueron ciertas estas afirmaciones de
Celano: “El amor a Jesús era en él como un manantial que le colmaba las
entrañas y brotaba al exterior. De mil modos transpiraba a Jesús: tenía a
Jesús en su corazón, a Jesús en sus labios, a Jesús en sus oídos, a Jesús en
sus ojos, a Jesús en sus manos, a Jesús en los demás miembros de su
cuerpo: siempre”.
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tan maravillosamente impropio para el ejercicio de la poesía, hay que
colocar el primor lírico de estos versos ya inmortales:
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“Oíd, pobrecillas, por el Señor llamadas,
de muchas partes y regiones congregadas:
Vivid en la verdad, de suerte
que en la obediencia os encuentre la muerte.
Y no miréis a la vida exterior;
¡la vida del espíritu es mejor!
Os suplico con gran amor:
usad con discreción
las limosnas que os da el Señor.
Las agravadas con la enfermedad
y las que por ellas os agobiáis,
unas y otras llevadlo todo en paz;
que tendréis, como premio a tal fatiga,
corona de celeste pedrería,
reina cada una con la Virgen María”.
Avanzaba la cálida primavera de 1225. El hermano Elías planeó el
viaje a Rieti, y señaló a cuatro hermanos como inseparables del Pobrecillo,
de la máxima confianza de éste, para que le atendieran en todo: el paciente
y callado hermano Rufino, el sencillo e instruido hermano León, el muy
discreto hermano Angel y el apacible y llamativamente vigoroso hermano
Juan de Láudibus, con fama de haber sido el más fuerte atleta de su tiempo
El camino hacia el sur, internándose luego hacia el valle reatino, que
el río Velino atraviesa zigzagueante y encajonado en un, paisaje suave y
agreste, con gargantas agudas entre rocas caprichosas, fue otra cadena de
apoteosis. El hermano Francisco cubría su cabeza con un capuchón que le
confeccionaron los mismos hermanos, y, bajo él, aún protegía más sus ojos
con una venda de lana y lino, recosida al capuchón. Le condujeron a
caballo, por su andar más amortiguado.
Así llegaron a Rieti. El pueblo en masa se volcó en júbilo y vítores
de bienvenida. El hermano Francisco se alojó durante varios días en casa
de Teobaldo, apodado “El Sarraceno”; quizá le había conocido en la
Cruzada. Allí, como los días eran también un largo y dolorido insomnio,
aprovechó que estaba con él el hermano Pacífico, en sus tiempos tan buen
citarista como perfecto cantor, y le dijo:
—Hermano, me gustaría escucharte tocar la cítara, y que luego me
cantaras, acompañándote con ella, el Cántico de las hermanas criaturas.
Seguro que con eso me olvidaría de mis males. Ve por el pueblo y pide
secretamente una de prestado.
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—Ni me lo pidas, hermano —le respondió el antiguo “rey de los
versos” (la cítara era instrumento de fiestas mundanas y de liviandad)—.
Me muero de vergüenza de sólo pensar que lo achacarían a que yo había
vuelto a mis devaneos.
—Pues dejémoslo —concluyó Francisco resignado, pero también
irónico—. ¡Cuánto hay que sacrificar por conservar el buen nombre!...
Esa noche, nadie vio ni sintió nada; pero el Pobrecillo aseguró de
madrugada al mismo hermano Pacífico:
—Lo que tú no me quisiste dar, me lo ha concedido, y muy
mejorado, el Señor: un citarista celestial, yendo y viniendo por la estancia,
me ha deleitado inefablemente durante más de una hora, hasta hacerme
olvidar toda pena y dolor, embriagado de placer.
Así vivía, entre el cielo y la tierra.
Mientras moró en Rieti, atendió con gran cariño a una ancianita,
pobre y cegajosa como él, que se trataba con el mismo doctor. Le regaló su
manto, y pidió a sus frailes que mientras estuvieran allí procuraran que
ningún día le faltara a la viejecilla qué comer.
El hermano Francisco tenía con sus ojos un solo consuelo: llorar,
llorar de amor a Jesús crucificado, llorar de compasión y de gratitud
delante de El o con su solo recuerdo. Lloraba así desde siempre, los días y
las noches, y quizá esas lágrimas no estaban muy separadas de su
infección en Siria, visitara o no visitara los Lugares Santos. Un día, el
médico, entre sus medidas de asepsia o de suavización, le recomendó con
severidad:
—Si quieres sanar de esta ceguera, tienes que dejar de llorar.
—No haré tal, hermano médico —le contestó sin rebeldía, pero con
decisión, nuestro enfermo—; que no hay que rechazar ni un rayito de la luz
eterna por la afición a esta otra luz que tenemos en común con las moscas;
pues Dios nos ha dado la luz exterior para nuestra iluminación interior, no
al revés.
Al cabo el médico decidió la operación. Le subieron al eremitorio de
Fonte Colombo, no lejos de Rieti, para ser allí intervenido sin las molestias
del gentío. Todavía hoy enseñan la estancia en la que se albergó y otra,
contigua, en la que fue la operación; y emociona verlas en su desnuda
pobreza y rememorar allí la escena. Los hermanos le dejaron a solas con el
doctor, sobrecogidos de miedo y de compasión. El cauterio fue
horripilante... y precioso: a hierro candente vivo, sin anestesia, buscando
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secarle el foco de la infección, le sajó desde la oreja hasta la sobreceja del
ojo que tenía peor. Antes de comenzar, Francisco, en uno de sus originales
gestos inesperados, se dirigió al bisturí ardiente sobre el brasero y le dijo:
—Fuego, hermano mío, el Señor te ha creado, con envidia de las
demás criaturas, especialmente hermoso, poderoso y útil. Sé cortes
conmigo en esta hora. Ruego al Dios que te creó que modere tu rigor de
modo que me seas soportable.
Y trazó sobre él la señal de la cruz. Aguantó la horrible cauterización
sin una mueca y sin chistar, y dijo luego él que sin más dolor que si le
hubieran rozado la sien con una suave pluma.
Pero el cauterio resultó inútil. Francisco suplicó que le llevaran, para
orar y descansar, a San Fabián, en la Floresta, un retiro solitario ubicado en
la misma comarca. Hasta allí fue y hasta allí le buscaron las gentes, y en
gran número. Honorio III residía por aquellos días en la ciudad con
algunos cardenales, y éstos, con algunos acompañantes de la curia papal,
subían día a día a San Fabián por el placer y la compasión de visitar al
Pobrecillo. Y mucha gente del pueblo.
El sacerdote que atendía aquella antigua capilla románica empezó a
molestarse primero y a disgustarse después, y no porque no apreciara él
también al hermano Francisco, sino porque poseía una viña aledaña a la
vivienda, y todos los que entraban a ver al enfermo tenían que pasar por
ella, pisándosela toda con sus pies o con sus cabalgaduras, y
expoliándosela de lo lindo, porque a cada uno le apetecía probar su racimo,
todavía en agraz. Y llegó a lamentarse con amargas palabras:
—¡Adiós, mi cosecha de este año! Mi viña no es grande, pero me da
cada vendimia el vino que necesito.
La queja del cura llegó a oídos de Francisco. Le hizo llamar y le dijo:
—No pierdas la paz ni te aíres contra nadie. Ni tú ni yo podemos ya
remediar el mal. Pero pon tu esperanza en el Señor, y confía en que El, por
el amor que me tiene a mí, no me hará culpable de este perjuicio tuyo y te
reparará el daño. ¿Cuántas cántaras te da la viña cuando más?
—Trece —respondió triste y pronto el sacerdote.
—Pues ten confianza en el Señor y en mis palabras: si este otoño
recoges menos de veinte cántaras, te prometo que yo me ocuparé de
completártelas.
No fue preciso el compromiso vinatero de compensación; con los
pocos racimos que quedaron, más la fe del sacerdote y de Francisco, más
174
el amor de privilegio de Dios a su Pobrecillo, la pequeña viña llegó a dar
aquella vendimia las veinte cántaras de buen vino, con júbilo y maravilla
del sacerdote y de cuantos conocieron el caso. Aún hoy se puede ver allí
aquel lagar, y emborracha de gozo y de emoción el recuerdo.
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—El hermano Francisco ha compuesto, a pesar de su enfermedad,
unas Alabanzas de las hermanas criaturas, para gloria de Dios y para
placer y bien del prójimo. El os pide que las escuchéis con gran devoción.
Y el dúo de juglares empieza a cantar, con la atención tensa de todos;
sobre todos, del obispo y el podestá. El podestá se pone de pie, cruza sus
brazos sobre el pecho con respeto reverencial, con el rito que se usaba para
escuchar el evangelio, y es todo oídos; y no tarda en echarse a llorar de
emoción y compunción al contrastar aquel canto limpio y optimista de su
amigo, el Pobrecillo enfermo, con la dureza y el odio de su corazón; y un
nudo interior le ahoga la garganta cuando escucha la estrofa compuesta
para él, con un mensaje más personal de Francisco para él;
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—Mi cargo exige humildad, y yo no siempre la tengo, sino este
carácter mío propenso a la cólera. Te pido que me perdones.
Y obispo y podestá se abrazaron y besaron fundidos de ternura y
afecto, con gran alegría y edificación de todo el pueblo por aquella
inesperada y emotiva avenencia. Y los hermanos juglares regresaron al
hermano Francisco, a contarle cómo el Señor había bendecido su canción y
cumplido colmadamente sus deseos y esperanzas.
El Pobrecillo seba poco a poco hacia Dios, pero se llevaba con él por
delante, con dulzura y amor, una marea de corazones latiendo como el
suyo.
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—Probemos a ver si el hermano faisán quiere vivir con nosotros o
regresar a su libertad campestre.
Un hermano lo llevó fuera de la ciudad y lo depositó en una viña;
pero el faisán se volvió desde allí rápidamente a la casa y celda donde
estaba el hermano Francisco. Volvieron a sacarlo, ahora más lejos, y el
animalito de Dios, erre que erre, encontró de nuevo el camino de regreso, y
se coló en la celda del Santo, agachándose por debajo de los hábitos de los
frailes, que en ese momento obstruían la puerta. Y allí se quedó el faisán,
bien comido y cariñosamente cuidado, todo el tiempo que permanecieron
en Sena los hermanos; y aún tenía el capricho de no querer comer sino de
la mano del Pobrecillo o en su presencia.
Hubo un día en que se puso tan mal, que él y todos pensaron que se
moría. El Pobrecillo decidió dictar su última voluntad, como en un billete
escueto y urgente; aquellas líneas eran su despedida de los suyos, y, más
aún, su ansia final de amor para con ellos y su súplica de fidelidad al ideal
abrazado; tres breves cláusulas con sus tres recomendaciones preferidas:
que se amaran entre sí; que amaran y honraran a Dama Pobreza; que se
mostraran siempre fieles y sumisos a los prelados y a todos los clérigos de
la madre Iglesia. Y bendecía a todos los hermanos que había en la Orden y
a cuantos hubiera en ella hasta el fin del mundo.
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Con vergüenza fueron; y encontraron, con sorpresa y alegría, que la
gente de Satriano era buena y generosa.
Dieron un buen rodeo por no acercarse a Perusa, la eterna rival, por
miedo a que los perusinos usaran la fuerza para quedarse con Francisco,
pues también tenían como tesoro al que veintitrés años antes habían tenido
como prisionero. Ya en Bagnara, a treinta kilómetros de Asís, se le fueron
hinchando los pies tanto a causa de la hidropesía, que dudaron de
continuar; mas, sabedores los asisienses de esta detención, partió para allí
un numeroso equipo de caballeros y gente del pueblo, temerosos de que
falleciera fuera de su ciudad y se lo trajeron como estaba.
La entrada en Asís fue un alborozo popular. Lo condujeron con
honor y amor al palacio del obispo para atenderle allí con el máximo
esmero. Y el Pobrecillo se dejaba querer y cuidar. Le confeccionaron
varias túnicas, por el sudor constante de las fiebres, para que se pudiera
mudar con frecuencia, de día y de noche.
Un día le apeteció comer escualo, y al poco llegó providencialmente
este pez de su capricho, acompañado de una buena ración de camarones,
que le gustaban mucho. Se los enviaba desde Rieti el hermano Gerardo,
ministro de aquella provincia, con el recado de su pena por no poder venir
a visitarle. Otra noche se le había antojado tomar perejil, y se lo trajeron en
seguida cogiéndolo al primer puñado entre las hierbas de la huerta, eso que
no se veía a un palmo. Y es que, ya reducido a la suma debilidad física,
pero animoso en el espíritu, había llegado a un pacto de complacencia con
su propio cuerpo, “su hermano asno”, como él le llamaba. El pacto quería
ser una reparación por las excesivas penitencias y un refrendo de su
gratitud por el trotecillo constante, sufrido y alegre con que había llevado
siempre a su alma por los caminos del Señor. Francisco le dijo con la
mejor sorna del mundo:
—Alégrate, hermano cuerpo, y perdóname todo lo pasado, que en
adelante he de ser muy diligente en cumplir todos tus antojos.
El médico de cabecera se llamaba Buongiovanni (“Buen-Juan”); pero
él, con su fiel literalidad evangélica: “No hay que llamar bueno a nadie,
sino a sólo Dios” (Lc 18, 19), le llamaba, con alegre familiaridad,
Benbegnate (“Bienvenido”). Un día, Francisco le preguntó:
—¿Qué te parece, amigo mío, de esta enfermedad?
—Hermano, con el favor de Dios, todo irá bien —le contestó el
doctor, con la falsa y amable cortesía que suelen. Pero Francisco insistió:
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—Mira, dime la verdad. ¿Cuál es tu pronóstico? No temas en
hablarme claro, que no soy tan cobarde como para temerle a la muerte, y,
por la bondad de Dios, tan dispuesto estoy a vivir como a morir.
—Pues te lo diré —le contestó, vencido y admirado, el “Buen
Juan”—: pienso que lo tuyo durará hasta fines de septiembre, o, tirando
mucho, a primeros de octubre.
Y el hermano Francisco, que yacía en el lecho sin vigor, alzó los
brazos en un transporte de júbilo y exclamó: —¡Bien venida sea mi
hermana la muerte! Como esas fechas se acercaban, suplicó ardientemente
que le llevaran a la Porciúncula. Y le complacieron. Recordaba el refrán de
sus primeros años: “Se sube mejor al cielo desde una choza que desde un
palacio”. No, él no moriría en casa de magnates; había nacido para morir
en la Porciúncula”.
Le pusieron sobre unas angarillas y le fueron bajando por las
empinadas calles delicadamente, como una frágil reliquia. Atravesaron la
muralla, rumbo a la campiña. Cuando calculó que estaban en un punto
desde el que se divisaba toda la ciudad, ancha en la falda y descolgándose
en el monte, pidió que se detuvieran y le volvieran de cara hacia ella. ¡La
llevaba tan en el corazón! ¡Y también tan todavía en sus ojos ciegos! Se
incorporó levemente, alzó cuanto pudo su mano derecha desde la parihuela
y la bendijo:
—Bendita seas de Dios, ciudad, antiguamente guarida de salteadores
temidos en toda la comarca, mansión hoy de un pueblo cristiano, de buena
fama y ejemplar. Por ella te ruego, Señor mío Jesucristo, padre de las
misericordias; haz que en ella moren siempre hijos tuyos, elegidos para la
vida eterna...
Los textos de esta bendición que nos han llegado son varios, aunque
fundamentalmente semejantes, y hoy no es posible establecer críticamente
el auténtico neto. No importa; sí importa lo que ignoraba en ese momento
el Pobrecillo y hoy lo sabe todo el mundo: que la mejor bendición de Dios
sobre Asís había sido, y seguiría siendo, él mismo. No ha tenido la ciudad
mejor ciudadano.
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cuarenta y cinco años, pero las cuatro estaciones del amor te habían puesto
en tu punto de madurez. Amabas con pasión todos los lugares de la tierra,
pero particularmente éste: la Porciúncula. Cuando entraste aquí, ahora por
última vez, lo encomendaste a los tuyos como tu única propiedad:
—Mirad, ¡oh hijos!: no abandonéis jamás este lugar; jamás; si os
echan por una parte, volved a entrar por otra. Que aquí nos aumentó el
Señor de pocos a muchos y aquí nos dio en nuestra pobreza su luz y su
caridad. Tenedlo siempre como especial morada suya, muy amada por El y
por su santísima Madre.
Caballero hasta el último suspiro, mirabas atrás y anhelabas
recomenzar tus hazañas, emprender nuevas aventuras, seguido por los
ahora innumerables caballeros de tu Tabla Redonda; con ilusión les
proponías, exhortándoles:
—¡Comencemos, hermanos, a servir al Señor, que hasta ahora poco o
nada hemos progresado!
Te acordaste, para tu adiós final, de todos los que el Señor te había
dado como hermanos. De la hermana Clara en primer lugar, aquella a
quien en este mismo bosquecillo habías ofrendado virginalmente al Amor
y Señor de ella y tuyo. Sabiendo que penaba por tu próxima partida,
dictaste para ella y sus sores tu última voluntad, y se la remitiese, en
cuanto estuvo escrita, con un afectuoso recado verbal de consuelo y con tu
bendición: —”Yo, pequeñuelo, hermano Francisco, quiero seguir la vida y
pobreza de nuestro altísimo Señor Jesucristo y de su santísima Madre, y
perseverar en ella hasta el fin; y os ruego a vosotras mis señoras y os
aconsejo que viváis siempre en esta santísima vida y pobreza. Y guardaos
mucho de no apartaros de ella jamás, ni por idea ni por insinuación de
nadie”.
No olvidaste tampoco a tus otros fieles hijos, los que seguían tu vida
y regla desde el corazón del mundo; los seglares, tus incontables hermanos
de la Penitencia. Y te quisiste despedir de ellos en la persona de una
terciaria más viva en el aprecio humilde y agradecido de tu corazón: “el
hermano Jacoba”, como tú la llamabas con gracia, asociándola a tu
primera familia, la más íntima. También para esta noble y rica matrona,
título de Sietesolios, en cuyo palacio te alojaste tantas veces en Roma,
hiciste escribir una carta, que es una delicia y reliquia entre las cartas de
amor:
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“A la señora Jacoba, sierva del Altísimo, el hermano Francisco,
pobrecillo de Cristo; ¡salud en el Señor y alianza en el Espíritu Santo!
Sábete, amadísima, que Cristo bendito me ha revelado por su gracia que
el fin de mi vida está próximo. Por lo cual, si quieres encontrarme vivo,
en cuanto leas estas letras, corre y ven a Santa María de los Angeles.
Pues, si no vienes pronto, no podrás encontrarme vivo. Y tráete contigo
el paño para mi mortaja y cera para mi sepultura. Te pido también que
me traigas aquel manjar que solías darme en Roma cuando estaba
enfermo”.
¡Y cómo jugaba el Señor contigo! Iba a salir para Roma el hermano-
correo con tu carta, cuando se encuentra en la misma puerta de la
Porciúncula al hermano Jacoba en persona, con la pequeña corte de sus
hijos y sus criados, trayendo lo que tú le pedías. Había sentido una
corazonada como la clara voz de un ángel triste y dulcísimo, y la tenías
allí, queriendo verte y hablar contigo por última vez.
—¿Qué hacemos con el hermano Jacoba —inquirieron tímidamente
los hermanos, luego de anunciarte su llegada—, si tú mismo has prohibido
tantas veces que entre en el convento ninguna mujer?
—Con el hermano Jacoba no va esa prohibición —decidiste rápido
—. Dejadla entrar en seguida.
Y os alegrasteis indeciblemente del encuentro los dos y cuantos os
veían. Y tú probaste tan sólo una pizca de aquel “mostaccioli”, pastel
hecho de almendras, miel y otros ingredientes suaves y nutritivos, que
otras veces habías paladeado a sabor, pues tu garganta no te pasaba cosa.
Y porque el paño mortuorio del hermano Jacoba te pareció demasiado
bueno y porque no querías rehusar aquella cortesía amiga, mandaste que te
lo pusieran, sí, pero sobreponiéndole un saco rudo como el que tú usabas.
Y recordaste también, y sobre todo, a “tus hermanos benditos”. Tus
ojos de padre fraterno hubieran gozado de verlos a todos en torno de ti;
pero no veías ya ni a los que rodeaban tu lecho. Tu corazón y tu alma, sí,
llegaban a todos. Contento de tener conciencia y calma en medio de tantos
padecimientos, recordaste aquel billete de tu testamento en Sena, y no te
contentaste con él, y les dictaste ahora un testamento amplio, recogiendo
para ellos tu vida de hermano menor desde el principio hasta el fin, en el
más personal de tus escritos, con la reiteración cálida y firme de tus
altísimos ideales. Y bendijiste a todos:
—Escribid que bendigo a todos mis hermanos, a los que están en la
Orden y a cuantos vendrán a ella hasta el fin del mundo. Adiós, hijos
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todos; os bendigo cuanto puedo y más de lo que puedo; y a todos,
presentes y ausentes, perdono sus ofensas y pecados. Lo que yo no puedo,
hágalo quien lo puede todo. Permaneced en el amor del Señor siempre.
Felices los que perseveren fieles en la turbación que se aproxima. Yo me
apresuro hacia el Señor, a quien he servido con toda mi alma. Voy a El
confiadamente. Os encomiendo a su gracia.
Y pusiste tu mano temblequeante de ciego y de moribundo sobre la
cabeza de los que allí estaban, y a cada uno le dijiste, con tu bendición, tu
personal adiós, empezando por el hermano Bernardo y por el hermano
Elías; buscando que tu ausencia no agravara la crisis institucional,
bendijiste por igual, ¡oh amoroso y magnánimo!, a la autoridad y a la base,
a las raíces de la fidelidad primitiva y a las ramas frondosas de la
expansión exuberante y ubérrima.
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y todos lloraban, sollozaban. Y luego, sintiendo consumida tu vida,
suplicaste a todos que entonaran contigo el salmo 141, como el broche más
propio de tu instante final, el broche con que recoger en una sola voz tu
existencia toda:
“Con mi voz clamo al Señor, suplicante.
Ante El expongo mi angustia,
pues me va faltando el aliento...
Tú conoces mis senderos
y que por el camino por donde avanzo
me han tendido una trampa...
A ti clamo: ¡Tú eres mi refugio!...
Saca mi alma de su prisión
para confesar tu nombre.
Me esperan los justos
para recibir tu recompensa”.
Cantaste el salmo hasta ese último verso de tu segura esperanza con
el último aliento de tu voz, ahora sí con tu canto de cisne. Te apagaste,
hermano Francisco, heraldo y juglar de Dios, así, cantando.
Y la muerte abrazó tu cuerpecillo entero suavísimamente, con amor y
candor de hermana compasiva, durmiéndote en su seno. Recogió el último
calor de tu corazón como una alegre llamita mortecina. Y entregó tu
hermosa alma a tu Amor y Señor.
Moría también la tarde de aquel 3 de octubre con las primeras
sombras de la noche. Las hermanas alondras, las del pardo color de la
gleba y capucha como tu hábito, amigas tuyas y de la luz, irrumpieron en
la oscuridad de la estancia en bandada chirriante; revolotearon cantando y
girando por encima de ti, casi rozando tu cadáver, en gesto y rito de
despedida. Lejos y arriba, en el santuario de San Miguel del Monte
Gárgano, Guido, tu obispo y amigo, tuvo en ese momento como un golpe
interior la intuición de tu muerte: quien hace veinte años te cubrió con su
capa y te estrechó contra su corazón “cuando saliste del siglo”, él, cuando
saliste del mundo, sintió su corazón parado, y a todo él como huérfano o
desheredado; y se lo dijo a los que le acompañaban y se puso
inmediatamente camino de Asís. El mundo entero, del que tú habías sido
tantas veces el corazón y la palabra, te despedía con aquel adiós de su
nostalgia en el atardecer otoñal. Pero tú, hermano Francisco, con esta
185
muerte, con esa vida, habías entrado ya en la inmortalidad. En el cielo y en
la tierra.
Bendito de Dios y de los hombres, hermano Francisco.
186
APÉNDICE
187
reiterado: “A todos los cristianos..., a todos cuantos habitan en el universo
mundo...” Y a seguida insiste: “Siendo yo siervo de todos, estoy obligado a
servir a todos...” Y en la última parte, dirigiéndose a los que no viven en la
penitencia, modifica una frase de la primera versión para darle claramente
este acento universal: “Pero sepan todos...” Pueden, pues, leer esta Carta
como escrita por el hermano Francisco también para ellos cuantos se
sientan mirados y atraídos por él, por su simpatía.
Además, este escrito es una buena muestra de su estilo de escribir y
de predicar y recoge muy bien el núcleo de su ideal religioso. El avisado
lector lo comprenderá así luego de haber leído los capítulos precedentes, y
lo agradecerá, si sabe leerlo con magnanimidad y comprensión, a la
distancia de siglos en que fue redactado, y por un hombre sin letras, pero
envidiable hasta en algunos puntos de literatura.
Tomo el texto de la reciente edición crítica de K. Esser, y he tratado
de ser del todo fiel en la traducción. Lo presento con una división
quíntuple para su mejor comprensión, pues el original es de una sola pieza.
Los títulos y subtítulos son míos, y los números entre paréntesis
corresponden a la edición de Esser, para garantizar la referencia crítica.
Asimismo he querido anotar las citas bíblicas expresas o implícitas, para
que se vea con este ejemplo, una vez más, lo que la Palabra de Dios
suponía en la vida del hermano Francisco.
En fin, buscando la unidad en la presentación literaria, utilizo la
imagen del camino, no sólo por el sentido del hombre como caminante
hacia la patria celeste que tenía este Peregrino del Amor, sino porque él
mismo afirma en este escrito, con palabras de San Pedro, que Cristo vivió
entre nosotros “dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas”. Y
aunque a mí me sería grato presentar o comentar cada una de las partes,
siquiera brevemente, para poner de relieve sus valores literarios o
espirituales, renuncio aquí a mi gusto, a fin de no alargar
desproporcionadamente este apéndice. El lector avispado e interesado
sabrá suplirme, y con ventaja; por ejemplo, aplicando al febricitante e
insatisfecho materialismo del hombre de hoy la ironía juglaresca con que
el hermano Francisco fustiga y condena la avariciosa codicia de su tiempo.
¿Dónde hay peor y más epidémica fiebre: en la usura medieval o en
nuestra sociedad de consumo?
188
CARTA A LOS FIELES
190
reconociendo el cuerpo del Señor (I Cor 11,29), es decir, sin discernirlo.
Además, hagamos frutos dignos de penitencia.
5. Los religiosos. Actitud ante nosotros mismos y ante los demás (36-
47)
191
Y de manera especial los religiosos, que han renunciado al siglo,
están obligados a realizar más y mayores cosas, pero sin descuidar éstas
(Lc 11,42).
Debemos aborrecer nuestros cuerpos con sus vicios y pecados, pues
dice el Señor en el Evangelio: todos los males, los vicios y los pecados
salen del corazón (Mt 15,18-19; Mc 7,23). Debemos amar a nuestros
enemigos y hacer el bien a los que nos tienen odio (Mt 5,24; Le 6,27).
Debemos guardar los preceptos y los consejos de nuestro Señor Jesucristo.
Debemos, igualmente, negarnos a nosotros mismos (Mt 16,24) y poner
nuestros cuerpos bajo el yugo de la sujeción y de la santa obediencia,
según cada uno lo ha prometido al Señor. Y nadie se considere obligado
por razón de obediencia a obedecer a quien sea, si en eso se comete delito
o pecado.
Pero aquel a quien se le ha confiado el mando y es tenido por mayor,
sea como el menor (Lc 22,26) y siervo de los otros hermanos. Y con cada
uno de ellos tenga y ejercite la misericordia que quisiera tuvieran con él, si
se hallare en caso semejante. Y no se aíre contra el hermano por ningún
delito, sino sopórtelo y aconséjele bondadosamente, con toda paciencia y
humildad.
No debemos ser sabios y prudentes al modo egoísta, sino, más bien,
sencillos, humildes y puros. Y consideremos a nuestros cuerpos como cosa
despreciable y vergonzosa, porque todos, por nuestra culpa, somos
miserables y podridos, fétidos, y unos gusanos, como dice el Señor por el
profeta: “Yo soy un gusano y no hombre, vergüenza de la gente y
desprecio del pueblo” (Sal 21,7). Nunca debemos desear estar sobre los
otros, sino, más bien, debemos ser siervos y estar sujetos a toda humana
criatura por Dios (IPe 2,13).
192
por el amor y por una conciencia pura y sincera; y lo damos a luz por las
obras santas, que deben brillar como ejemplo para los demás (Mt 5,16).
¡Oh, cuán glorioso es tener en el cielo un Padre santo y grande! ¡Oh,
cuán santo es tener un Esposo consolador, hermoso y admirable! ¡Oh, cuán
santo y cuán amado tener un tal Hermano e Hijo, amigable, humilde,
pacífico, dulce y amable, y sobre todas las cosas deseable! El entregó su
vida por sus ovejas (Jn 10,15) y oró al Padre por nosotros, diciendo:
“Padre santo, guarda en mi nombre a los que me has dado” (Jn 17,11).
“Padre, todos los que me has dado en el mundo, tuyos eran, y me los has
dado” (Jn 17,6). “Y yo me consagro por ellos, para que sean consagrados
en la unidad, como nosotros somos uno” (Jn 17, 11 y 17). “Y quiero,
Padre, que donde estoy yo, también ellos estén conmigo, para que
contemplen mi gloria” (Jn 17,24) “en tu reino” (Mt 20,21).
193
De ellos se dice: “Su sabiduría ha sido devorada” (Sal 106,27). Ven,
conocen, saben y obran el mal; y a sabiendas pierden sus almas.
Mirad, ciegos, engañados por nuestros enemigos, a saber, por la
carne, por el mundo y por el diablo, que al cuerpo le es dulce cometer el
pecado, y amargo el servir a Dios, porque todos los males, vicios y
pecados salen y proceden del corazón del hombre (Mc 7,21 y 23), como
dice el Señor en el Evangelio. Y os quedáis sin nada en este siglo y en el
futuro. Pensáis poseer durante largo tiempo las vanidades de este siglo,
pero estáis equivocados, porque vendrá el día y la hora en que no pensáis,
que desconocéis e ignoráis (Mt 25,13; Le 12,40).
196
Y tributad al Señor honor en el pueblo que os está encomendado, de
esta manera: cada tarde anúnciese, por un pregonero o mediante otra señal,
que el pueblo entero rinda alabanzas y acciones de gracias al Señor Dios
omnipotente. Y sabed que, si no hacéis esto, habéis de dar cuenta en el día
del juicio (Mt 12,36) ante nuestro Señor Jesucristo, vuestro Dios y Señor.
Quienes conserven consigo este escrito y lo pongan en práctica,
sepan que son benditos por el Señor Dios”.
197
NOTA BIBLIOGRÁFICA
198
— Leyenda mayor y Leyenda menor de San Francisco, de San Bue-
naventura (ambas, 1262).
— Crónica de Fr. Jordán de Jano (1262).
— Leyenda de los tres compañeros (hermanos Rufino, Angel y León);
Leyenda de Perusa y Espejo de perfección, ambas con materiales
recogidos del hermano León. La redacción definitiva de estas tres obras se
coloca entre 1300 y 1315.
— Florecillas de San Francisco, que aprovechan el material anterior y
lo idealizan bellísimamente. Fueron escritas por un franciscano toscano en
la segunda mitad del siglo xiv. Es frecuente editar con las Florecillas, y
como partes complementarias de las mismas, Las consideraciones sobre
las llagas (II), y las vidas de Fr. Junípero (III) y Fr. Gil (IV), de
características similares.
Nota.—Casi todos los documentos precedentes de los n.3 y 4 están
publicados en edición castellana, nuevamente revisada, por la Biblioteca
de Autores Cristianos, bajo el título de San Francisco de Asís. Escritos.
Biografías. Documentos de la época (Madrid 1978). En las biografías
primitivas yo he utilizado, en cuanto me ha sido posible, los textos
originales, editados críticamente por los franciscanos de Quaracchi en
distintas fechas de la primera mitad de este siglo.
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