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Lima, 18 de julio de 1968.

José Luis Bustamante y Rivero. Archivo Revista Oiga - Colección


Francisco Igartua.

Pequeño: hoy quiero contarte de dos maestros de mi juventud a


quienes considero ahora mis amigos: de José Luis Bustamante y
Rivero y de César Atahualpa Rodríguez .
El primero fue mi maestro de Derecho Civil en la Facultad de
Jurisprudencia. El segundo me dio lecciones de Humanismo cuando
regalaba cultura bajo los arcos de Portales de la Plaza Mayor de
Arequipa. El primero es conocido como político y hombre de leyes y
del segundo muy pocos saben algo. Pero ambos son poetas en la
acepción más pura del vocablo y no porque “componen o hacen
versos”, según definición de un diccionario, sino porque han sido
capaces de encontrar la esencia poética en la substancia misma de la
vida y de verterla y revelarla con belleza .
Cuando estudies la Historia del Perú Republic ano sabrás que don José
Luis, además de maestro y autor de ensayos jurídicos y sociológicos
notables, fue el líder civil de la revolución de 1930 que derrocó a
Leguía en un intento de restablecer las libertades públicas; que en
1945, en las primeras elecciones limpias y auténticas en muchos
lustros, fue elegido Presidente de la República; que tres años después
fue derrocado por un golpe militar encabezado por el que fuera uno
de sus ministros de Gobierno; que cuando regresó del exilio fue
calurosamente acogido por los pueblos de Lima y Arequipa como una
de las reservas morales del país; que posteriormente fue elegido Juez
del Tribunal Internacional de La Haya; y que actualmente es
Presidente de esa institución, el más alto tribunal de la Tierra .

De César Atahualpa Rodríguez sabrás algo si estudias la historia de


la literatura peruana y si los historiadores de esta época son capaces
de captar el hondo mensaje metafísico de su poesía. Pues mientras la
biografía de Bustamante es muy rica, incluyendo sus servici os como
Embajador del Perú en varios países y su participación en algunas
conferencias internacionales —lo que anteriormente olvidé
mencionar—, la biografía de Rodríguez, por lo menos en términos
convencionales, es muy pobre. Nació en Arequipa hace 78 años ;
estudió en una escuelita municipal y en el Colegio de la
Independencia; ingresó, siendo muy joven, a la ‘Biblioteca Municipal’
como ayudante, ascendiendo en 1918 al cargo del director; y después
de 40 años de labor fue jubilado.
Nada más. En ese lapso ha escrito mucho pero ha publicado poco: la
Torre de las Paradojas —colección de poemas juveniles publicados
por una editorial argentina en 1926— y ‘Sonatas en Tono de Silencio’
—selección de poemas de edad madura, editado por el Ministerio de
Educación el año pasado. Sin embargo, eventualmente, diarios y
revistas de Arequipa y algunas capitales de América han publicado
sus poemas.
A estos dos hombres tan distintos, y tan hermanos en el fondo —al
que conoció el drama del poder y de la lucha pública y al que vivió
en la sombra, buceando angustiosamente en su pozo interior para
sacar, de cuando en cuando, alguna perla legítima —, debo mucho más
de lo que ellos sospechan. Porque ambos, a su manera diferente, me
revelaron horizontes ambiciosos y ampliaron mi visi ón de la vida en
extensión y en profundidad.
Con lenguaje ‘spengleriano’ podría decirte que uno es de la escuela
de Apolo y el otro de la de Dionisio. Bustamante es sereno, ponderado,
con un fuego interior controlado en la expresión galana y el ademán
sobrio. Rodríguez, en cambio, es dionisiaco, vehemente, cargado de
pasión, con un fuego que se le agota, a veces, en un jadeo y que en
otras estalla en una imprecación. Pero ambos son músicos, aunque no
lo quieran y aman las palabras. El fondo y la forma se ac oplan en
ellos naturalmente y les dan un estilo. En uno, como en Goethe, el
equilibrio es la meta y la serenidad, la senda. En otro, como en
Beethoven, la meta es inalcanzable y sólo el camino cuenta; y lo
recorre apasionadamente y haciendo pascanas para d renar el dolor,
irisado de anhelos, jadeante de fatigas y ensueños .
Rodríguez debe ser algunos años mayor que Bustamante; pero
prácticamente estos arequipeños son coetáneos. Sin embargo, por lo
que sé, su evolución espiritual fue diferente y el afecto que ahora los
vincula nació sólo en la edad madura . ‘Viejos y nuevos tiempos’ de
Mario Polar.
Bustamante proviene de viejas familias arequipeñas que hicieron de
la austeridad y del recato una norma insobornable. Por eso la
sobriedad y la mesura en el ademán y en la palabra, tienen en don
José Luis un origen ancestral y él, en ese aspecto, es la expresión de
una herencia. Pero nacido a fines de un siglo, creció para ser niño y
adolescente en los albores de otro que se proyectaba hacia el futuro
como una promesa de novedades o como un quemante problema por
resolver. Y con una inteligencia sorprendentemente lúcida y alerta,
que rompió con severa audacia los moldes tradicionales en que fue
cultivada, aceptó el reto de su hora y se aplicó con terca devoción a
buscar soluciones a los viejos problemas insolutos. El derecho y la
política fueron, inevitablemente, los caminos que se le abrieron. Pero
no el derecho sólo como esgrima en que la dialéctica hace de espada;
y no la política como medio de vida o de encumbramie nto social; sino
el Derecho y la Política como herramientas lícitas e indispensables
para la búsqueda de la justicia y de un mundo más equilibrado y más
pleno.
Y así el poeta afloró en el sueño de un mañana más justo y en la
subordinación a la palabra medida y al adjetivo cabal. Pero músico
desde el fondo del alma, la palabra, escrita o hablada, tiene en él la
cadencia de una partitura. Y no sólo en sus poemas que conocen tan
pocos, sino en sus conferencias, sus discursos y sus charlas. Cuando
escuché sus primeras clases y leí sus primeros escritos, no me interesé,
en verdad, por el contenido sino por la forma.
Me gustaban sus períodos bien cortados, el orden de su exposición,
la gracia con que los adjetivos redondeaban el significado de los
sustantivos, la plenitud, en suma, del idioma. Sólo después me
percaté de que debajo de esta forma, tan meticulosamente cuidada,
navegaba en la sombra la angustia del buscador de soluciones, el afán
interior del cazador de verdades y la pudorosa piedad del caballero
cristiano.
Y esta angustia, este afán y esta piedad, verdaderos protagonistas de
su drama humano, lo llevarían a la política, como portador de un
sueño, para ser golpeado rudamente, para descubrir que un hombre
solo, y solitario, no puede modificar un mundo imp erfecto; pero sí
puede, si tiene coraje, abstenerse de escupir por el colmillo, como los
bravucones, para defender la convivencia democrática; y puede
también conservar la dignidad y el decoro y encender una antorcha
para que otros la recojan, encendida, e n la posta de la vida.
Su concepción de un orden cristiano, fraterno y creador, de hondas
reformas sin violencia, son, en el fondo, su aporte constructivo a la
vida de un país que despierta, en una hora confusa, con el sueño de
un verdadero amanecer. Mi amistad con estos dos hombres, tan
distintos y, ahora, tan entrañablemente amigos, es uno de los muchos
regalos que me ha hecho la vida.
De Bustamante conocí unos poemas muchos años antes de, que
supiera quién fue el autor. Siendo muy niño se organizó una función
de caridad en la que se representó ‘Blanca Nieves y los Siete
Enanitos’. Bustamante, según lo supe mucho después, fue quien
escenificó el cuento y lo vertió en versos pulcramente cortados. Yo
debí ser el séptimo de los enanos; y recuerdo todavía bu ena parte de
los parlamentos del ‘Príncipe Encantador’ y, por supuesto, lo que los
enanos debíamos decir:
Ya no somos pobres gnomos

sino pajes encantados,

con ricos ropajes

y luengos plumajes;

que derrocharemos

las riquezas todas

que hemos reunido

con sudor y llanto

...y tanto quebranto.

Que me perdone don José Luis si éstos no son, exactamente, los


versos que él escribió; pero la verdad es que los aprendí siendo tan
niño que no recuerdo haberlos leído nunca. Y debí ser muy pequeño
en verdad, porque no entendí entonces la razón por la que fui
expulsado de la compañía teatral. Yo debía decir, en algún momento,
refiriéndome a Blanca Nieves: “Que sea nuestra mamá”. Pero
enmendándole la plana a don José Luis y dando una razón práctica y
nutritiva a una frase que debía tener sólo una finalidad lírica, exclamé
en un ensayo, muy sensatamente: “Que sea nuestra mamá... pa’ que
nos dé tetita”. Las risas corearon mi improvisación; y aunque en
diversos tonos se me dijo que debía suprimir el añadido, el recuerdo
de mi éxito inicial me indujo a repetirlo en el ensayo final. El
resultado fue mi expulsión. Fui reemplazado por Mañuco Zereceda,
que tuvo que heredar mis atuendos.

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