Está en la página 1de 11

EL MENSAJE

HONORÉ DE BALZAC

TYML1 Cuentos - 58
coche avanzaba y, por otra parte, cierta magnética
e inexplicable atracción, hicieron nacer poco a
poco entre nosotros esa especie de intimidad mo-
mentánea a la que los viajeros se entregan con tan-
ta mayor complacencia por cuanto que ese efímero
Siempre he tenido deseos de contar una historia sentimiento parece que tiene que cesar pronto y
sencilla y verdadera que llenase de espanto a un no establece entre ellos compromiso o lazo alguno
joven y a su amante, haciéndoles refugiarse mu- para el porvenir. Aún no habíamos recorrido trein-
tuamente en sus respectivos corazones, como ni- ta leguas cuando ya hablábamos de mujeres y de
ños que se abrazan estrechamente al encontrar amor. Con todas las precauciones oratorias exigi-
una serpiente en la linde de un bosque. A riesgo de das en semejante caso, se trató, como es natural,
disminuir el interés a mi narración, o de pasar por de nuestras amantes. Jóvenes ambos, no nos dedi-
un fatuo1, empiezo por anunciaros el propósito de 1
Lleno de presunción o cábamos aún más que a la mujer de cierta edad, es
vanidad infundada y ridícula.
mi relato. Yo desempeñé un papel en este drama decir, a la mujer que se encuentra entre los treinta
casi vulgar: si no os resulta interesante, tendré, al y cinco y los cuarenta años. ¡Oh! ¡Si un poeta nos
menos, tanta culpa como la verdad histórica. Mu- hubiera escuchado en cualquier posta a partir de
chas cosas verdaderas resultan soberanamente Montargis, hubiera recogido expresiones pícaras,
aburridas. Por eso, la mitad del talento consiste en arrebatadores retratos y muy gratas confidencias!
escoger entre lo verdadero aquello que puede lle- Nuestros temores púdicos, nuestras silenciosas in-
gar a ser poético. terjecciones y nuestras vergonzosas miradas te-
En 1819 iba yo de París a Moulins. El estado nían una elocuencia cuyo sencillo encanto no he
de mi bolsillo me obligaba a viajar en el cupé de la vuelto a encontrar ya nunca. Sin duda, es preciso
diligencia2. Ya sabéis que los ingleses consideran 2
Cupé de la diligencia: seguir siendo joven para comprender a la juven-
compartimento situado
que los asientos situados en esta parte aérea del delante de la baca, en la tud. Nosotros nos entendimos a las mil maravillas
coche son los mejores. Durante las primeras le- parte superior del carruaje. en todos los puntos esenciales de la pasión. En pri-
guas del camino encontré mil excelentes razones mer lugar, empezamos por dejar sentado que no
que justificaban la opinión de nuestros vecinos. Un había nada más estúpido en el mundo que un acta
joven, que me pareció que era un poco más rico de nacimiento; que muchas mujeres de cuarenta
que yo, subió, por gusto, a sentarse a mi lado, y años eran más jóvenes que algunas de veinte, y
acogió mis argumentos con sonrisas inofensivas. que, en definitiva, las mujeres no tienen nunca más
Una cierta conformidad de edad y de ideas, nues- edad que la que aparentan. Este sistema no ponía
tro mutuo amor por el aire libre y por los ricos pai- límites al amor, y nosotros nadábamos de buena fe
sajes que descubrimos a medida que el pesado en este océano sin límites. Por fin, después de

Cuentos realistas 13 14

TYML1 Cuentos - 59
haber hecho a nuestras amantes jóvenes, encanta- costó mucho trabajo creer que fuese apasionada-
doras, fieles, condesas, de buen gusto, graciosas, mente amado. Figuraos a un joven de mediana
finas; después de haberles atribuido unos pies bo- estatura, pero muy bien proporcionado y con un
nitos, un cutis satinado y hasta ligeramente perfu- rostro alegre y expresivo, de cabellos negros y
mado, confesamos, él, que la señora tal tenía ojos azules, de labios sonrosados, de dientes
treinta años, y yo, por mi parte, que adoraba a una blancos y perfectamente alineados, de facciones
cuarentona. Acto seguido, libres ambos de una es- adornadas por una graciosa palidez, y ojeroso,
pecie de vago temor, reanudamos nuestras confi- como si hubiera estado convaleciente. Añadid a
dencias con más franqueza al ver que éramos esto que tenía unas manos blancas bien modela-
colegas en el amor, e indagamos en quién de los das y cuidadas como las de una mujer hermosa,
dos sentía una pasión mayor. Uno había hecho una que parecía muy instruido y que era divertido, y
vez doscientas leguas para ver a su amante una no os costará trabajo concederme que mi compa-
hora. Otro se había arriesgado a saltar una tapia de ñero podía hacer honor a una condesa. En fin, os
un parque y a recibir un tiro para acudir a una cita diré que más de una joven lo hubiese deseado
nocturna. En fin, nos contamos todas nuestras lo- por marido, pues era vizconde y poseía de doce a
curas. Si se encuentra siempre un placer en recor- quince mil francos de rentas, sin contar las
dar los peligros pasados, ¿no es también delicioso esperanzas.
recordar los placeres extinguidos? ¿No es esto go- A una legua de Pouilly la diligencia volcó. Mi
zar dos veces? Los peligros, las dichas grandes y desventurado compañero consideró que, para sal-
las pequeñas…, nos lo contábamos todo, hasta las varse, era preferible lanzarse al borde de un cam-
bromas. La condesa de mi amigo había fumado un po recientemente labrado, en vez de seguir el
cigarro por darle gusto; la mía me hacía el choco- movimiento del coche y aferrarse a la banqueta,
late y no pasaba un día sin escribirme o verme; la como hice yo. No sé si midió mal el salto, o si res-
suya, a riesgo de comprometerse, había ido a vivir baló; lo cierto es que cayó debajo del coche, y fue
a su casa durante tres días. Por lo demás, sus ma- aplastado por este. Lo trasladamos a la casa de un
ridos las adoraban, y vivían esclavos del encanto aldeano. A pesar de los gemidos que le arrancaban
que poseen todas las mujeres apasionadas; y, más los atroces dolores que sufría, pudo pedirme que
necios de lo habitual, no nos causaban más miedo cumpliera uno de esos deseos que, por ser la últi-
que el necesario para aumentar nuestros placeres. ma voluntad de un moribundo, tienen un carácter
¡Oh! ¡Qué velozmente se llevaba el viento nuestras sagrado. En medio de su agonía, con ese candor
palabras y nuestras alegres carcajadas! del que uno es víctima a esa edad, el pobre mucha-
Cuando llegamos a Pouilly, examiné atenta- cho se lamentaba del dolor que sentiría su amante
mente la figura de mi nuevo amigo, y no me si se enteraba bruscamente de su muerte por

Cuentos realistas 15 16

TYML1 Cuentos - 60
algún periódico, y me pidió que fuera en persona a El palacio donde vivía la condesa se encontra-
comunicársela. Después me hizo buscar una llave ba a ocho leguas de Moulins, y para llegar a él aún
que llevaba colgada de una cinta y que encontré había que andar algunas más campo a través, de
incrustada en su pecho. La saqué de la herida con modo que me era bastante difícil entregar el men-
la mayor delicadeza posible, sin que el moribundo saje. Por una serie de circunstancias que no son
profiriese la menor queja. En el momento en que del caso explicar, no llevaba más que el dinero ne-
me daba las instrucciones necesarias para que cesario para llegar a Moulins. Sin embargo, con el
buscase en su casa, situada en La Charité-sur-Loi- entusiasmo propio de la juventud, decidí ir a pie y
re, las cartas de amor que su amante le había es- a toda prisa, de modo que pudiera anticiparme a
crito y que me suplicó devolverle, perdió el habla las malas noticias, que caminan siempre tan velo-
en mitad de una frase; pero su último gesto me ces. Pregunté, pues, cuál era el camino más corto,
hizo comprender que la fatal llave sería para su y tomé el que me indicaron, es decir, los senderos
madre la prueba de mi misión. Afligido porque no del Bourbonnais, llevando, por así decirlo, la muer-
podía formular una sola palabra de agradecimien- te sobre los hombros. A medida que avanzaba ha-
to, pues no dudaba de mi celo, se despidió con un cia el palacio de Montpersan, me asustaba más y
movimiento de cejas, inclinó la cabeza y murió. Su más de la extraña peregrinación que había em-
muerte fue el único accidente funesto que causó el prendido. Mi imaginación inventaba mil novelescas
vuelco del coche. fantasías. Me representaba todas las situaciones en
—Alguna culpa tuvo él también —me decía que podía encontrar a la condesa de Montpersan,
después el conductor. o, para obedecer mejor a la poética de las novelas,
En La Charité cumplí el testamento vital de la Julieta tan amada por el viajero. Forjaba respues-
aquel pobre viajero. Su madre estaba ausente, lo tas ingeniosas para las preguntas que suponía que
cual no dejó de ser una suerte para mí. Sin embar- me había de hacer. En cada vuelta del bosque, en
go, tuve que calmar el dolor de una antigua criada, cada tortuoso sendero, se repetía la escena de So-
la cual vaciló cuando le conté la muerte de su jo- sias y su linterna, en la que él le da cuenta de la
ven amo, y cayó medio muerta sobre una silla al 3
Se refiere a la escena del batalla3. Para vergüenza de mi corazón, diré que,
acto I de la comedia
ver aquella llave teñida aún de sangre; pero como Anfitrión, de Molière, en la en un principio, no pensé más que en mi porte, en
estaba muy preocupado por un sufrimiento aún que Sosias habla con su mi gracia, en la habilidad que debía desplegar;
linterna como si fuera un
mayor —el de la mujer a la que la suerte privaba personaje.
pero cuando me aproximaba ya al palacio, pasó por
de su último amor—, dejé que la anciana criada mi mente una reflexión, como un rayo que atravie-
siguiera lamentándose, y recogí la preciosa corres- sa y desgarra un velo de nubes grises. ¡Qué terrible
pondencia cuidadosamente escondida por mi ami- noticia para una mujer que, pensando en aquel mo-
go de un día. mento en su joven amigo, esperaba indescriptibles

Cuentos realistas 17 18

TYML1 Cuentos - 61
goces después de haber tomado mil penosas pre- Si he de confesarlo todo, diré que en el último
cauciones para llevarlo legalmente a su casa! En arbusto de la alameda me había enderezado el
fin, ¿qué hacer? Había algo de caridad, aunque cuello de la camisa y cepillado mi ajado sombrero
cruel, en ser el mensajero de su muerte. Así que con los faldones de la levita; estos, con las mangas,
apresuraba el paso, llenándome de barro a lo largo y las mangas, una con otra; después, me había
de los caminos del Bourbonnais, y pronto llegué a abrochado cuidadosamente, me había desdoblado
una gran avenida de castaños, en cuyo extremo se la parte baja del pantalón, y había frotado artística-
dibujaron en el cielo, como nubes negras de con- mente las botas contra la hierba. Esperaba así no
tornos claros y fantásticos, las moles del palacio de ser tomado por el recaudador de contribuciones de
Montpersan. Cuando llegué a la puerta de este, la la subprefectura, pero, cuando hoy me acuerdo
encontré abierta de par en par, lo que invalidó mis de aquel instante de mi juventud, me río a veces de
planes e hipótesis. No obstante, entré con atrevi- mí mismo.
miento, y no tardaron en salir a mi encuentro dos De pronto, en el momento en que componía
perros que ladraban como verdaderos perros de mi actitud, a la vuelta de una verde sinuosidad, en
campo. Ante este alboroto, acudió una gruesa cria- medio de mil flores iluminadas por un rayo de sol,
da, y cuando le hube dicho que deseaba hablar con vi a Julieta y a su marido. La hermosa niña que
la señora condesa, me mostró con la mano la espe- me había anunciado llevaba a su madre de la
sura de un parque a la inglesa que serpenteaba al- mano, y era fácil ver que la condesa había apresu-
rededor del palacio, y me respondió: rado el paso al oír la ambigua frase de su hija.
—La señora está por ahí… Sorprendida al ver a un desconocido que la salu-
—¡Gracias! —le contesté con ironía. Su por daba con aire bastante azorado, se detuvo, me
ahí podía hacerme errar dos horas por el parque. puso una cara fríamente cortés y me hizo una
Entretanto, se presentó una hermosa niña de adorable mueca que denotaba que sus esperanzas
cabellos rizados, con un vestido blanco, un cintu- habían sido frustradas. Intenté, en vano, articular
rón color rosa y una esclavina4 con pliegues. Al 4
Pieza sobrepuesta que alguna de las galantes frases que tan laboriosa-
suele llevar la capa unida al
verme, como si hubiera oído o adivinado mis de- cuello y que cubre los mente había preparado y, mientras duró mi vaci-
seos, desapareció gritando con voz angelical: hombros. lación, el marido se presentó. Miles de ideas
—Mamá, aquí hay un señor que quiere hablar cruzaron entonces por mi cerebro. Por decir algo,
con usted. pronuncié algunas palabras insignificantes, enca-
Yo seguí, a través de las vueltas y las revueltas minadas a cerciorarme de si las personas presen-
de la alameda, los saltos y los brincos de la escla- tes eran, en realidad, los señores condes de
vina, que, semejante a un fuego fatuo, me iba mos- Montpersán. Estas vulgaridades me permitieron
trando el camino que seguía la niña. juzgar con una ojeada, y analizar, con rara

Cuentos realistas 19 20

TYML1 Cuentos - 62
perspicacia para la edad que tenía, a los dos espo- poseerlos. Sus ojos eran vivarachos, negros y ex-
sos cuya soledad iba a ser tan violentamente tur- presivos, sus movimientos graciosos y su pie en-
bada. El marido parecía ser el prototipo de esos cantador. Respiraba tanta juventud su frente y los
nobles que son hoy el adorno más hermoso de más insignificantes detalles de su rostro, que na-
provincias. Llevaba toscos zapatos de gruesas die le hubiese echado más de treinta años. En
suelas, a los cuales me refiero en primer lugar cuanto a su carácter, me pareció que participaba
porque me llamaron la atención más que su negra a la vez del de la condesa de Lignolles y del de la
y raída levita, su pantalón usado, su corbata arru- marquesa de B…, tipos estos de mujer que no se
gada y el cuello de su camisa abarquillado. Había borran de la memoria de un joven que haya leído
en aquel hombre algo del magistrado, mucho del 5
Se refiere a Los amores del la novela de Louvet5. Comprendía enseguida los
caballero de Faublas, una
consejero de prefectura, toda la importancia de novela libertina de Jean- secretos de aquel matrimonio, y tomé una resolu-
un alcalde de provincia al que nada se resiste y la Baptiste Louvet (1760-1797), ción diplomática digna de un viejo embajador.
cuyo protagonista ama por
acritud de un candidato elegible derrotado perió- igual a sus dos amantes, la
Aquella fue, sin duda, la única vez en mi vida que
dicamente dese 1816; se apreciaba en él una in- marquesa de B. y la condesa tuve tacto y que comprendía en qué consistía la
de Lignolles.
creíble mezcla de buen sentido rústico y de habilidad de los cortesanos o de la gente de
estupidez; carencia absoluta de modales, pero mundo.
con la altivez que da el dinero; mucha sumisión a Desde entonces, he tenido que librar bastan-
su mujer, a pesar de que creía ser su amo y señor, tes batallas en mi vida para no hacer nada que no
y de que estaba dispuesto a imponerse en asuntos estuviese de acuerdo con la etiqueta y el buen tono
insignificantes, pero no en los de verdadera im- que hacen enmudecer a las más generosas
portancia. Por lo demás, un rostro marchito, es- emociones.
tragado y lleno de arrugas, algunos cabellos —Señor conde, quisiera hablar con usted en
grises, largos y lacios, y nada más. Pero la conde- privado —dije con aire misterioso, dando algunos
sa, ¡ah, qué vivo contraste ofrecía al lado de su pasos hacia atrás.
marido! Era una mujer de pequeña estatura, de El conde mi siguió, Julieta nos dejó solos y se
talle flexible y gracioso y de una apostura encan- alejó indiferente, como mujer que está segura de
tadora, tan delicada, que habríais temido romper- que podrá conocer los secretos de su marido en el
le los huesos con solo tocarla. Llevaba un vestido momento en que desee saberlos. Conté con breve-
de muselina blanca, un cinturón color rosa, un dad al conde la muerte de mi compañero de viaje. El
bonito gorro con cintas encarnadas y un camiso- efecto que esta noticia le produjo me demostró que
lín que llenaba tan deliciosamente sus hombros y sentía un vivo cariño por su joven colaborador, y ese
sus hermosos contornos, que al verlos nacía del descubrimiento me dio ánimos para dar el siguiente
fondo del corazón un irresistible deseo de giro al diálogo que se entabló entre nosotros:

Cuentos realistas 21 22

TYML1 Cuentos - 63
—Mi mujer se va a desesperar, y me veré obli- huésped inesperado, cuando esperaba, sin duda,
gado a tomar muchas precauciones para darle procurar a su amor todas las felicidades de la so-
cuenta de este desgraciado acontecimiento. ledad. Comprendí aquella muda elocuencia y res-
—Señor, al dirigirme primero a usted —le pondí a ella con una sonrisa llena de piedad y de
dije—, he satisfecho un deber. No quería cumplir compasión. Después contemplé, durante un ins-
esta misión encargada por un desconocido sin an- tante, a la condesa, en todo el esplendor de su
tes prevenirle. Pero él me confió una especie de belleza, en medio de un cielo sereno y de una es-
fideicomiso honorable, un secreto del que no ten- trecha alameda bordeada de flores, y no pude con-
go derecho a disponer. Según la elevada opinión tener un suspiro.
que me he formado de su carácter, creo que no se —¡Ay, señora, acabo de hacer un penoso
opondrá usted a que cumpla la última voluntad de viaje… solo por usted!
un moribundo. La señora condesa queda después —¡Caballero! —me replicó.
en libertad para romper el silencio que a mí me ha —¡Oh! —repuse—, vengo en nombre de aquel
sido impuesto. que la llama a usted Julieta —la condesa se puso
Al oír el elogio que de él hacía, el aristócrata pálida— al cual no podrá usted ver hoy.
movió la cabeza con satisfacción, me respondió —¿Está enfermo? —dijo en voz baja.
haciéndome un cumplido, y me dejo el campo li- —Sí —le respondí—. Pero, por favor, tranqui-
bre. En aquel momento, la campana anunció la lícese. Me encargó que le confiara algunos secre-
cena, y yo fui invitado. Al vernos graves y silencio- tos que la conciernen a usted, y puede creerme
sos, Julieta nos examinó furtivamente. Sorprendi- que jamás mensajero alguno será más discreto ni
da al ver que su marido pretextaba un frívolo más fiel.
motivo para procurarnos una conversación a so- —¿Qué ocurre?
las, se detuvo, lanzándome una de esas miradas —¿Y si él no la amase a usted ya?
que solo saben dirigir las mujeres, una de esas —¡Oh! ¡Eso es imposible! —exclamó, dibu-
miradas que encerraba toda la curiosidad que jando en sus labios una franca sonrisa.
puede permitirse una dueña de casa que recibe a De pronto sufrió una especie de escalofrío,
un extraño, caído en su hogar como de las nubes, me dirigió una mirada de espanto, se puso roja
todas las interrogaciones que merecían mi porte, como la grana y me dijo:
mi juventud y mi fisonomía (¡singulares contras- —¿Está vivo?
tes!), y todo el desprecio de una amante idolatrada ¡Santo Dios! ¡Qué terrible pregunta! Era yo
a cuyos ojos todos los hombres, excepción hecha demasiado joven para resistirla; así que no
de uno, no son nada: había en aquellos ojos temo- respondí, y miré a aquella desgraciada mujer con
res involuntarios, miedo, y el fastidio de tener un aire atontado.

Cuentos realistas 23 24

TYML1 Cuentos - 64
—¡Caballero! ¡Caballero! ¡Una respuesta! Un instante después de este singular episodio
—exclamó. gastronómico, y en el momento en que el conde
—Sí, señora. trinchaba no sé qué pieza de caza, entró una don-
—¿De veras? ¡Oh! ¡Dígame la verdad, podré cella y dijo:
afrontarla! Hable usted. Cualquier dolor será —Señor, no encontramos por ningún sitio a la
menos agudo que el que me causa la incertidumbre. señora.
Respondí con dos lágrimas que me arrancó el Al oír estas palabras, me levanté bruscamen-
extraño acento con el que fueron pronunciadas es- te, temiendo alguna nueva desgracia, y mi sem-
tas palabras. blante expresó tan vivamente mis temores, que el
La condesa se apoyó en un árbol, lanzando un anciano canónigo me siguió al jardín. El marido
débil grito. llegó, por decoro, hasta el umbral de la puerta:
—Señora —le dije—, aquí llega su marido. —¡Quédense! ¡Quédense! ¡No teman que
—¿Es que tengo, acaso, un marido? ocurra nada!
Y dicho esto, echó a correr y desapareció de Pero no nos acompañó. El canónigo, la cama-
nuestra presencia. rera y yo recorrimos los senderos y rincones del
—Caballero, venga usted, que se enfría la co- parque, llamando y escuchando, y tanto más llenos
mida —me dijo el conde. de inquietud porque les anuncié la muerte del jo-
Seguí entonces al dueño de la casa, que me ven vizconde. Mientras corríamos, les conté los
condujo a un comedor donde vi una comida servi- detalles de aquel fatal suceso, y vi que la doncella
da con todo el lujo de las mesas parisienses. Había estaba muy unida a su ama, pues comprendió me-
cinco cubiertos: los de los dos esposos y el de la jor que el canónigo mi secreto terror. Visitamos los
niña; el mío, que debía ser el suyo, y el de un canó- estanques y lo registramos todo, sin encontrar a la
nigo de Saint-Denis, quien, tras bendecir la mesa, condesa y sin ver la menor huella de su paso. Por
preguntó: fin, al dar la vuelta a un muro, oí gemidos sordos y
—¿Pero dónde está nuestra querida condesa? profundamente ahogados, que parecían salir de
—¡Oh! Ahora vendrá —respondió el conde, una especie de granero. Entré en él, y allí descu-
que, después de habernos servido la sopa, llenó brimos a Julieta, que, movida por la desesperación,
para sí un gran plato y lo despachó en un se había sepultado en el heno, escondiendo en él
santiamén. la cabeza para apagar el ruido de sus sordos gritos
—¡Oh! ¡Sobrino mío! —exclamó el canóni- y obedeciendo, sin duda, a un vencible pudor; allí
go—, si su mujer estuviese presente, sería usted sollozaba y lloraba como un niño, si bien su llanto
más razonable. y sollozos eran más penetrantes y lastimosos que
—Papá se va a poner enfermo —dijo la niña. los de los niños. Ya no había nada en el mundo

Cuentos realistas 25 26

TYML1 Cuentos - 65
para ella. La criada que nos seguía irguió a su ama, adivinar la causa del llanto de su sobrina, y el ma-
que no hizo oposición ninguna, dejándose llevar rido hacía la digestión, después de haberse con-
con la débil indiferencia del animal moribundo. tentado con una explicación bastante vaga que,
Aquella muchacha solo sabía decir: por medio de la doncella, le hizo dar de su males-
—Vamos, señora, vamos… tar la condesa, el cual creo que fue atribuido a las
El anciano canónigo preguntaba: indisposiciones naturales de la mujer. Todos nos
—Pero ¿qué le pasa? ¿Qué le pasa, sobrina? acostamos muy temprano. Cuando pasaba por de-
Por fin, ayudado por la criada, transporté a lante del cuarto de la condesa para ir al mío, pre-
Julieta a su cuarto; recomendé que la vigilaran y gunté tímidamente por su estado. Al reconocer mi
que dijesen a todo el mundo que la condesa tenía voz, me hizo entrar y quiso hablarme; pero, como
jaqueca. Después, el canónigo y yo volvimos a ba- no podía articular palabra, inclinó la cabeza y yo
jar al comedor. Hacía ya algún tiempo que nos ha- me retiré. A pesar de las crueles emociones que
bíamos separado del conde, y yo no pensé en él acababa de experimentar con toda la buena fe de
hasta el momento en que me encontré bajo el pe- mis pocos años, dormí abrumado por el cansancio
ristilo. Su indiferencia me asombró; pero mi asom- de una marcha forzada. A una hora avanzada de la
bro fue mayor cuando lo encontré filosóficamente noche fui despertado por el ruido que produjeron
sentado a la mesa: se había engullido casi toda la las anillas de mis cortinas, violentamente descorri-
comida, con gran placer de su hija, que sonreía al das, y vi a la condesa sentada al pie de mi cama.
ver a su padre en flagrante delito de desobediencia Su rostro recibía de lleno la luz de un quinqué co-
a las órdenes de la condesa. La singular indiferen- locado sobre la mesilla.
cia del marido me fue explicada por el ligero alter- —¿Es verdad, señor? —me preguntó—. No sé
cado que se promovió de pronto entre el canónigo cómo puedo vivir después del horrible golpe que
y él. El conde estaba sometido a una dieta severa acabo de recibir; pero en este momento me siento
que los médicos le habían impuesto para curarle tranquila. Quiero saberlo todo.
de una enfermedad cuyo nombre no recuerdo aho- «¡Qué serenidad!», me dije, al ver la espanto-
ra, y llevado de esa glotonería feroz tan frecuente sa palidez de su rostro, que contrastaba con el co-
en los convalecientes, el apetito de la bestia pudo lor moreno de sus cabellos, y al oír los sonidos
en él más que todos los remilgos del hombre. En guturales de su voz, atónito ante los estragos que
un momento, vi allí la naturaleza en toda su ver- revelaban sus alteradas facciones.
dad, bajo dos aspectos que ponían lo cómico en el La condesa estaba ya descolorida, como una
seno del más horrible dolor. hoja despojada de su sus últimas tonalidades por
La velada fue triste. Yo estaba muy cansado; los aires del otoño. Sus ojos, encendidos e hincha-
el canónigo empleaba toda su inteligencia en dos, desprovistos de toda su belleza, no reflejaban

Cuentos realistas 27 28

TYML1 Cuentos - 66
más que amargura y profundo dolor. Hubierais di- la gratitud! Me estrechó las manos, y con ojos can-
cho que era una nube oscura aquello que unas ho- dentes por la fiebre, que reflejaban su débil con-
ras antes parecía un sol. suelo a través de horribles sufrimientos, me dijo
Le repetí sencillamente, pasando por alto con ahogada voz:
ciertos detalles que hubiesen sido demasiado dolo- —¡Ah! ¡Usted ama! ¡Sea feliz, y ojalá que no
rosos para ella, el repentino accidente que la había pierda nunca a su ser querido!
privado de su amigo. Le conté la primera parte de Y dichas estas palabras, huyó con su tesoro.
nuestro viaje, tan llena de recuerdos de su amor. Al día siguiente, aquella escena nocturna,
No lloró: escuchaba con avidez, con la cabeza in- confundida con mis sueños, me pareció una fic-
clinada hacia mí, como un médico que escudriña ción. Para convencerme de la dolorosa verdad, fue
una dolencia. Aprovechando un momento en que preciso que buscase las cartas debajo de mi al­
me pareció que había abierto su corazón al sufri- mohada y que viese que ya no estaban. Creo inútil
miento y que quería zambullirse en su desgracia contaros los acontecimientos del día siguiente.
con todo el ardor que procura la primera fiebre de Permanecí aún algunas horas con la Julieta que
la desesperación, la hablé de los temores que agi- tanto me había alabado mi compañero de viaje.
taron al pobre moribundo y le dije cómo y por qué Las menores palabras, los gestos, las acciones de
me había encargado aquel fatal mensaje. Enton-
ces, sus ojos se secaron con el sombrío fuego que
brotaba de las regiones más profundas de su alma,
y palideció aún más. Cuando le entregué las car-
tas, que guardaba bajo mi almohada, las tomó ma-
quinalmente, se estremeció y me dijo con voz
ronca:
—¡Y yo que he quemado las suyas! ¡No me
queda nada de él! ¡Nada!
Y se golpeó con fuerza la frente.
—Señora —le dije; y me miró con un movi-
miento convulsivo—, corté de su cabeza un me-
chón de cabellos que traigo aquí.
Y le presenté aquel último e incorruptible des-
pojo de aquel a quien ella amaba. ¡Ah! ¡Si hubie-
seis sentido como yo las ardientes lágrimas que
cayeron entonces en mis manos, sabríais lo que es

Cuentos realistas 29 30

TYML1 Cuentos - 67
aquella mujer, me probaron la nobleza de su alma
y la delicadeza de sus sentimientos, que hacían de
ella una de esas criaturas nacidas para el amor y la
abnegación que tan escasamente se encuentran en
la tierra. Por la tarde, el conde de Montpersan me
acompañó en persona hasta Moulins, y al llegar a
este punto me dijo con una especie de
azoramiento:
—Caballero, si no fuese abusar de su amabili-
dad y obrar indiscretamente con un desconocido al
que debemos ya favores, le rogaría que tuviese la
bondad de entregar, en París, en casa del señor
de… (he olvidado el nombre), en la calle du Sen-
tier, una suma que le debo, y que me ha rogado
que le devuelva cuanto antes.
—Con muchísimo gusto —le contesté.

Cuentos realistas 31

TYML1 Cuentos - 68

También podría gustarte